Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 95 • enero 2010 • página 8
El descubrimiento
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Antes de presentar el sistema de numeración heredado de la Edad Media, tengo que rendir homenaje al desarrollo de las matemáticas de los griegos, que consiguieron racionalizar los descubrimientos puramente empíricos de otros pueblos. Ya los primeros jefes de la escuela de Mileto establecen los principios en los que se funda la técnica de la navegación y la construcción de los instrumentos de medida, el reloj de sol y el pólos de los caldeos. Gracias a ellos la geometría y la astronomía científica dan sus primeros pasos.
Cuando el centro del pensamiento griego se traslada a la Magna Grecia, Pitágoras y su escuela realizan la hazaña de dar a las matemáticas una estructura científica, y descubren la clave numeral de cuanto se ve y se oye. Pero los pitagóricos consideran los números, los pares e impares, los triangulares y cuadrados, como formas, es decir reducen la aritmética a geometría. Lo mismo hacen con la astronomía, ya que todos los cuerpos celestes y la misma Tierra han de ser esferas y seguir movimientos rigurosamente circulares, y con la música cuyos instrumentos necesariamente guardan proporciones geométricas.
Por muy grande que haya sido este descubrimiento, la publicidad que de él hacen sus filósofos es todavía mucho más desmesurada, tanto que todavía sufrimos sus consecuencias. Según Platón, el principal valedor de los pitagóricos, el alma capaz de liberarse de su cárcel material mediante una enérgico ejercicio de ascetismo geométrico, alcanza la inmortalidad y se eleva a un lugar celeste, donde contempla las formas inteligentes. Esta especie de visión beatífica descansa finalmente en la idea de bien, pues del principio de lo mejor se deriva la estructura regular y equilibrada del universo y de su modelo.
En el siglo III, los científicos alejandrinos, reconciliados con el cuerpo gracias a Aristóteles, siguen no obstante el camino que han emprendido antes de ellos los pensadores del Asia Menor y de Italia. Euclides consigue dar forma axiomática a la geometría de las líneas rectas y circulares, partiendo de nociones comunes, definiciones e hipótesis. Su método se inspira en la lógica del Liceo y sus consecuencias finales –la construye de los sólidos regulares– recuerda las ideas de Pitágoras y Platón.
Poco después de Euclides, otro gran geómetra, Apolonio amplía su descubrimiento, dando estructura racional a las secciones cónicas, descubiertas por Menecmos. Apolonio aplica el mismo método de su maestro y sin abandonar la geometría, demuestra a través de cuatrocientas proposiciones las propiedades de la elipse, la parábola y la hipérbola.
Arquímedes de Siracusa, sin duda el ingenio más universal de este siglo, realiza una doble hazaña científica. En primer lugar aplica el método axiomático de Euclides a la mecánica estática a partir de sólo cinco principios. Pero su aportación fundamental a la geometría es el descubrimiento del número que define el área del círculo y la longitud de la circunferencia. Lo consigue medir con máxima aproximación, inscribiendo y circunscribiendo al círculo una serie de polígonos regulares, desde un cuadrado hasta una figura de noventa y seis lados.
Los pensadores de Alejandría no descubren ninguna ciencia nueva, pero dan un impulso gigantesco a las que han heredado de sus antepasados, no sólo a la geometría, sino además la astronomía. Aristarco de Samos consigue medir primero las distancias relativas del Sol y de la Luna, a la Tierra, y en un segundo momento los tamaños relativos de los tres cuerpos. Fue quien primero defendió la posición central del Sol, por tener mayor magnitud, pero sus ideas no tenían el apoyo del principio de la sencillez y se perdieron irremediablemente.
Un siglo después Hiparco de Nicea, consultando los mapas de los babilonios y comparándolos con los actuales, observa una sistemática serie de cambios, que sólo se explican por un movimiento de peonza del eje de la Tierra, que se completa cada 25.800 años. Mide con parecida exactitud el mes lunar y el año solar, y sobre todo la posición de las estrellas mediante la creación de la trigonometría recta y esférica.
Ya en el siglo I, Tolomeo consigue organizar racionalmente la astronomía, que de esta forma sigue los pasos de los sistemas de geometría y de mecánica. Para simplificar el sistema increíblemente complicado de Eudoxo y Calipo y del mismo Aristóteles, recurre a una ficción matemática, descomponiendo la cicloide de los cuerpos en torno a la Tierra en el movimiento circular de un falso planeta, y el epiciclo del planeta real en torno a esta imaginaria circunferencia.
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Al terminar el recorrido por los brillantes descubrimientos geométricos de los griegos, que después de más de dos milenios no han perdido actualidad, tendríamos que esperar que la otra rama de las matemáticas, la aritmética, habría experimentado un desarrollo igual o superior. Nosotros aprendemos la numeración y el cálculo casi al mismo tiempo en que damos los primeros pasos de leer y escribir, y para superar los niveles mínimos de enseñanza hemos de desarrollar las cuatro reglas. No parece excesivo exigir al genio de Pitágoras o de Arquímedes lo mismo que un niño de muy pocos años resuelve fácilmente y casi de forma automática.
Es demasiado pedir: los creadores del teorema del triángulo rectángulo y del número pí son incapaces, no ya de calcular, sino de contar de una forma evolucionada. En la clasificación de las numeraciones de todos los pueblos, los griegos permanecen en el tercer mundo de la aritmética, pues su sistema aditivo está por debajo de las numeraciones de los semitas occidentales, del cingalés, del etíope y de los chinos comunes, que conjugan la adición y la multiplicación para formar nuevos números, y muy detrás de los babilonios y de los astrónomos mayas, que han descubierto los sistemas de posición y de los gramáticos aritméticos indios, que lo llevan a la última perfección.
Los griegos han heredado de los fenicios arcaicos un alfabeto numeral, formado por 27 letras, distribuidas en tres grupos iguales, que representan respectivamente las unidades, decenas y centenas. Por necesidades prácticas, cada una de las series de nueve signos incluyen otros tres caídos en desuso, la digamma, la koppa y la san. No tienen cifras específicas para sus números, y desde luego no se les pasa por la imaginación la necesidad, ni siquiera la posibilidad del cero.
Después representan los signos intermedios de la forma más rudimentaria, por simple adición. Para los números del 11 al 19 se sirven de la iota, primera decena, y colocan a su derecha las nueve letras de la clase de las unidades. El mismo procedimiento aditivo usan para introducir números más complicados, como el 111 –ro, primera centena más iota más alfa– y hasta el 999 –san más koppa más zeta–. Para distinguir los números de las letras se sirven de un pequeño acento a la derecha de cada signo. En fin para representar las unidades de millar –del 1000 al 9.000– usan una nueva convención, anteponiendo a la letra correspondiente un pequeño acento.
Los matemáticos griegos se esfuerzan en crear notaciones para los grandes números, pero siempre tropiezan con la increíble complicación de su contabilidad y con la imposibilidad de realizar con su alfabeto aditivo cualquier cálculo. Para expresar la miríada utilizan el signo M coronado por las letras de la unidad, decena, centena y millar y de esa forma pueden llegar hasta el 99.990.000 sin abandonar su primitivo sistema.
Los alejandrinos trabajan sobre este primer esquema, proponiendo diversas soluciones. Aristarco utilizando los signos numéricos primitivos y la M de miríadas completa la serie, de acuerdo con esta convención, que traducimos a la notación moderna: 99.999.999 = 9999·M + 9999. Diofanto simplifica la expresión sustituyendo la M por un punto (99.999.999 = 9999.9999).
Apolonio consigue ampliar la cadena de números prácticamente hasta el infinito, usando una convención que se impone a la del mismo Arquímedes. Las letras sobre la M, no son como en la primera numeración múltiplos decimales de la miríada, pues cumplen ahora una función análoga a la de los modernos exponentes manteniendo su valor numérico. La beta equivale al cuadrado de la miríada, la gamma el cubo y así indefinidamente hasta agotar la serie del millar menos uno de los exponentes.
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Los romanos al numerar son culpables de una doble regresión con relación a sus maestros griegos. Por una parte sustituyen el sistema alfabético por otro más arcaico, el acrofónico, dando una cifra particular al 1, 10, 100 y 1000 así como al 5, el 50 y el 500, y formando los demás números en principio por adición. Por otra parte en lugar de escribir el 4 con cuatro trazos lo anotan en la forma IV expresando que se encuentra justo antes del V, y lo mismo hacen con el número 9 y cuantos están en disposición análoga. (VIIII = IX; XIIII = XIV; XVIIII = XIX &c.). De esta forma abrevian y simplifican la numeración, pero a costa de hacer imposible el cálculo.
Para representar los grandes números siguen convenciones semejantes a las de los griegos: una raya horizontal sobre una expresión numérica la multiplica por mil, y un triángulo rectángulo incompleto por cien mil. Para un lector moderno no hay cosa más engorrosa que seguir la contabilidad de los romanos. En la espléndida edición del De revolutionibus de Copérnico los traductores españoles han respetado las abundantes cifras latinas y la lectura se hace difícil y casi imposible.
Si nos atenemos a su rudimentario sistema de numeración, los griegos y los romanos desconocen un lenguaje aritmético convencional independiente de cualquier intuición visual, y desconocen también el cero y su triple función. Ni les sirve para construir una serie numeral indefinida de acuerdo con un sistema posicional, ni hace posible el cálculo. Pero además consideran, no ya difícil sino escandalosa, la presencia de una cifra, que represente una cantidad y que sea al propio tiempo la negación de toda cantidad. En este caso nos movemos en el campo de la filosofía pura.
El Poema de Parménides –el documento fundamental del pensamiento griego– expresa en su doble dilema la imposibilidad de pensar y de nombrar la nada, y sobre todo la contradicción de mantenerla en la categoría de los seres. «Escucha mis palabras y transmite cuáles son los dos únicos caminos para el pensamiento: que el ser es y no es no ser es un camino cierto, que lleva a la verdad. El otro, que no es ser y es necesariamente no ser, ese es un camino totalmente impracticable, pues nunca conocerás al no ser, es algo imposible, ni lo expresarás con palabras.»
A continuación el filósofo adelanta el esquema del principio de no contradicción, que será la clave de arco del pensamiento heleno: «te ordeno que evites este primer camino, pero evita además ese otro que los ignorantes mortales siguen errantes, convertidos en monstruos de doble cabeza. Porque como el desconocimiento agita en su pecho una mente vagabunda son a la vez, sordos y ciegos, aturdidos, insensatos, convencidos de que el ser y el no ser es lo mismo y no lo mismo».
Cuando los griegos concretan este principio generalísimo al mundo de las cantidades no tienen más remedio que negar cualquier posible conocimiento y cualquier expresión de un número nulo. Por otra parte una reflexión elemental nos convence de la dificultad de descubrir lo que por esencia de ninguna forma puede estar presente, y por consiguiente la casi imposibilidad de su hallazgo y por contraste la magnitud de una civilización que nos ha trasmitido algo que ahora nos parece al mismo tiempo necesario y trivial.
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Aparte de los indios, sólo otras tres civilizaciones descubren una numeración donde el valor de cada cifra se expresa a través de su posición y donde aparece una de las tres funciones del cero. Son los científicos babilónicos, que adoptan un sistema de base sesenta, los astrónomos mayas, con una numeración vigesimal, y los especialistas chinos –los más cercanos a sus maestros de la India– por su base decimal. Los tres pueblos siguen sistemas de numeración incompletos, en el sentido de que las cifras originales –sólo dos– no son efecto de una convención, sino de una intuición visual directa.
Los babilonios representan la unidad y la decena por un clavo y una espiga, y forman los demás números, hasta cincuenta y nueve, por simple adición. Los otros dos pueblos toman como cifras base el uno y el cinco –un punto y una raya para los mayas y una raya vertical y horizontal para los chinos– y suman después hasta el veinte o el diez. El problema se presenta a todos a la hora de presentar una unidad de segundo o tercer orden, manteniéndose fiel a la grafía de dos cifras: ¿Cómo distinguir, sin abandonar la clave numeral 1 hora de 1 minuto o 1 segundo?
De todos estos sistemas, el mas antiguo –como que se remonta a comienzos del segundo milenio a. C.–, el más actual, pues lo usamos todavía para medir el tiempo, y el que mejor que ninguno nos puede servir de modelo es el de los sabios babilonios. Sus antepasados sumerios, para diferenciar las primeras y las segundas unidades utilizaban una numeración todavía no posicional, unos clavos de la misma forma pero distinto tamaño. Los científicos dan un segundo avance: en el año dos mil a. de C., reducen los dos clavos al mismo tamaño y los colocan en primera, segunda y tercera posición para pasar de un orden sexagesimal al siguiente: algo que traducido a la actual grafía de los relojes equivale por ejemplo a 6º, 15’, 41’’.
Después de un larguísimo tanteo de más de mil años y ya en la época seleúcida los especialistas experimentan la necesidad de representar la ausencia de unidades de un cierto orden. Primero ensayan la posibilidad de introducir un espacio vacío, pero este recurso es todavía ambiguo, sobre todo cuando la ausencia afecta a dos órdenes consecutivos. Para salvar esta última dificultad los matemáticos y astrónomos babilonios emplean, en vez del espacio vacío dos clavos oblícuos o una doble espiga superpuesta para significar la falta de unidades sexagesimales. Es el primer cero de la historia, la figuración de una nada por medio de algo.
Los matemáticos babilonios sólo utilizan el cero en posición intermedia, pero sus astrónomos lo colocan a veces en posición inicial para anotar fracciones sexagesimales, que se pueden traducir por 0º 1´, 0º 53´ o 0º 0´ 30´´. A pesar de la colosal hazaña intelectual de todos estos científicos, las evidentes limitaciones de su numeración ponen todavía más de relieve el valor del sistema que ya en el primer milenio ensayarán los indios, tanto más cuanto que serán maestros por partida doble de los especialistas chinos por un lado y de los árabes y europeos medievales y modernos por otro.
En cuanto a los mayas, que desarrollan de forma totalmente independiente un sistema posicional, su numeración está al servicio de unas mediciones astronómicas de increíble exactitud. Pero los sacerdotes astrónomos mayas por razón de su oficio no son matemáticos puros, y eso explica que su sistema de ordenación del tiempo sea vigesimal en los dos primeros órdenes –el día y el mes de 20 días– pero se aparte de la base en el tercero –el año de dieciocho meses– y de forma indirecta en todos los siguientes. Por eso su cero –una especie de concha de caracol– sólo tiene una función posicional, y no se puede utilizar para el cálculo.
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Estas tres civilizaciones, a pesar de la genialidad de su descubrimiento, sólo proporcionan un elemento parcial de la numeración moderna. Sólo en la India en los siglos iniciales del primer milenio, y en todo caso en fecha anterior al mágico Lunes, 25 de Agosto del 428, en que está datado el Lokavibhaga (Las partes del Universo) se realiza el encuentro de tres hallazgos aritméticos. Los especialistas han tenido que esperar miles de años para dar con uno de ellos y eso muy pocas veces en toda la historia, pero la conjunción de todos los tres sólo se ha producido una vez en un solo lugar.
En primer lugar los científicos indios utilizan unas pocas cifras, que en un principio son ideográficas, pero que a lo largo de una lenta y diversa evolución de su escritura se van separando de cualquier intuición visual directa y haciéndose independientes
Los aritméticos indios son también grandes gramáticos, y refuerzan el carácter convencional de sus cifras, simbolizando cada una por una serie de palabras: 2 = los ojos, brazos, tobillos, alas; 5 = las flechas, sentidos, elementos; 4 = los puntos cardinales, océanos, ciclos cósmicos, &c. Esta correspondencia evita de paso cualquier ambigüedad y nos asegura del valor y autonomía de sus documentos.
En segundo lugar, a partir de estos nueve signos originales, los indios expresan cualquier número, por muy grande que sea, utilizando un sistema donde la posición de cada cifra expresa el orden de unidades, decenas, centenas y todos los siguientes. A diferencia de los mayas, babilónicos o chinos, que en sus sistemas posicionales sólo tienen dos signos originales (puntos, rayas, clavos o espigas) directamente intuíbles, y forman todos los derivados, aplicando el sistema de adición, los aritméticos gramáticos indios, usando sólo de las nueve unidades de primer orden elaboran una notación dinámica, y por consiguiente un procedimiento posicional perfecto.
Aunque los aritméticos indios son auténticos poetas, que utilizan símbolos numéricos para representar a las cifras, el documento más antiguo encontrado, de comienzos del siglo V todavía sustituye las cifras por los nombres de número en lengua sánscrita, pero domina a la perfección el sistema posicional.
Tres – uno – siete – seis – tres – dos – cuatro – y uno
Los nombres corresponden a las cifras 14 236 713 (el número, al revés que en nuestra notación, empieza en la unidad)
3 + 1·10 + 7·100 + 6·1000 + 3·10.000 + 2·100.000 + 4·1.000.000 + 1·10.000.000 = 14.236.713.
Pero el uso convencional de las nueve cifras y la expresión de su orden de acuerdo con el sistema posicional tiene una tercera exigencia, presente también en los especialistas babilonios y chinos y en los astrónomos mayas. De alguna forma hay que simbolizar los órdenes (de unidades, decenas, &c.) vacíos. En vez de los dos clavos o las dos espigas superpuestas, o los caparazones de caracol, los indios introducen una décima cifra, representada por un punto y sobre todo por un pequeño círculo, que trasmiten inmediatamente a sus discípulos chinos y a nosotros a través de un lentísimo proceso. Es el cero en su primera función numeral.
El autor del Lokavibhaga ya conoce este uso posicional del cero y lo utiliza para representar grandes números, como por ejemplo en el verso siguiente, donde al lado de los nombres de cifras aparecen unos pocos símbolos (cielo = 0; forma = 1)
Cinco vacíos, después dos, siete, el cielo, uno, tres, la forma
0 0 0 0 0 2 7 0 1 3 1
Que en nuestra notación equivale al 13.107.200.000
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Pero la perfección de este sistema posicional permite a los aritméticos indios introducir un cálculo numérico y con él una nueva función del cero totalmente desconocida de los babilonios. Ya en el siglo VII, Brahmagupta establece las propiedades del cero operador en los siguientes términos, que aplicará a la suma y a la multiplicación: «cuando un número se suma o resta del cero sigue inalterable. Y un número cualquiera multiplicado por cero se convierte en cero.» A partir de ahí presenta hasta cuatro procedimientos para multiplicar, alguno de ellos prácticamente igual al actual.
4 0 5
-------
1 2 1 5 3
1 6 2 0 4
8 1 0 2
---------
9 8 4 1 5
En este modelo aparecen todas las propiedades del cero tanto la expresión de los órdenes vacíos en un sistema posicional como sus operaciones para sumar o multiplicar.
Queda todavía por ver una tercera propiedad del cero, la más difícil de comprender para quien esté encerrado en una civilización directamente influida por los griegos. Sólo los pueblos que han atravesado la amarga purga de los años oscuros y han recibido el mensaje universal de la segunda Edad Media serán capaces de admitir con infinita lentitud y de mala gana esta extraña propiedad. Porque el cero, como las otras nueve cifras es independiente, y expresa una cantidad, que es justamente la negación de toda cantidad.
Para Parménides y para cualquier griego los indios serían «monstruos de doble cabeza», y también para sus descendientes culturales –nuestro gran clásico Eugenio D´Ors calificaba la obra de Rabindranah Tagore como «confusión y tururú–. Efectivamente esa cultura está centrada en una idea rigurosamente opuesta a la de ser, la de Shunya o vacío. Esta misma palabra pasó a significar en su aritmética al cero: por consiguiente la nueva cifra tiene, igual que todas las otras nombre de número, y de esta forma el no ser «se puede pensar y decir».
Pero los aritméticos indios son además grandes gramáticos y poetas, y por eso sustituyen cada cifra del uno al nueve por una palabra que significa un conjunto correspondiente de elementos o propiedades. Esos conjuntos pueden tener dos o tres figuras o siete o nueve, y en cada uno de estos casos se crea un símbolo numérico. Pero pueden también no tener ninguna figura y eso permite introducir una décima cifra, que tiene la misma dignidad que todas sus compañeras.
Hay así una serie de vocablos –por cierto muy abundante– que simbolizan al número cero. No sólo es el Shunya en todas sus acepciones: es además el punto, el agujero, el éter, la atmósfera, el cielo, el espacio, el firmamento, la bóveda celeste, el cenit. Es además la eternidad, el infinito, la totalidad. Cada uno de estos símbolos refuerza el valor y la independencia del cero en su tercera función y completa un descubrimiento decisivo.
La trasmisión
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La beatería grecolatina, además de recargar los planes de estudio con adornos inútiles, es la responsable de que hayamos olvidado el favor impagable que debemos a la civilización islámica. Gracias a los árabes Europa deja de ser un círculo centrado en el Mar Mediterráneo y se asoma por primera vez a la historia universal. Y como la puerta de entrada de esta cultura ecuménica es la península ibérica, los españoles antes que nadie debemos recordar aquel pueblo y aquellos tiempos de la Edad Media.
La curiosidad de los árabes no tiene límites. Consiguen salvar los documentos griegos, olvidados hace muchos siglos en Europa: su filosofía, sus tratados de astronomía, de geometría, de medicina. Pero descubren además los inventos de China y se llenan de admiración ante la literatura y la aritmética de los indios, y muy pronto caen en la cuenta de la magnitud de su descubrimiento y lo trasmiten a los otros pueblos que mantienen con ellos una difícil convivencia.
La aritmética india, como todos los descubrimientos verdaderamente decisivos, encuentra entre los árabes una tenaz resistencia y sólo muy lentamente sustituye al cálculo tradicional. En primer lugar –como siempre la razón más fuerte es de tipo social– los contables clásicos dominan un arte muy difícil, totalmente inaccesible al común de las gentes, y esto les coloca en una posición de privilegio, que de ningún modo quieren perder. Todos reciben con reparo cualquier novedad, pero mucho más ellos, para quienes representa una amenaza o en el menor de los casos un inoportuno esfuerzo de aprendizaje.
En una fecha relativamente tardía –muy entrado el siglo IX– un libro para maestros de escuela recomienda «entrenar al alumno en el cálculo con los dedos, excluyendo la aritmética india la geometría y los problemas de agrimensura». Y un siglo después As Suli, en un manual dedicado a los escribanos, insiste en este mismo método, que prefiere a los nueve caracteres indios y al mismo ábaco latino. Su razonamiento es tan pintoresco como expresivo: «Los escribanos de la administración evitan sin embargo el ábaco, porque exigen el empleo de un material innecesario, ya que el sistema se puede practicar sin más medios que los miembros del propio cuerpo, asegurando el secreto y la dignidad del funcionario».
Aparte de estas razones de tipo social los árabes tienen un sistema de numeración –y esta razón es propia de su cultura– que rivaliza durante muchos años y con éxito con las nueve cifras más el cero. Para calcular siguen el método aprendido de los indios, aunque algunos sustituyen las cifras originales por las nueve primeras letras de su alfabeto, pero cuando simplemente quieren contar preparan con mucha mayor frecuencia una nueva numeración literal.
Los calígrafos prefieren este sistema de contabilidad por razones estéticas y los letristas por respeto a la lengua sagrada del Islam en la que Mahoma escribió al dictado su libro. En todo caso es inexacto hablar de cifras arábigas, tanto más cuanto que los sabios matemáticos árabes renuncian a la paternidad de su invento y en su papel de traductores y editores de otras culturas señalan continuamente el origen indio del nuevo sistema numérico y de sus consecuencias para hacer fácil y popular el cálculo.
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A pesar de todas estas resistencias, el nuevo sistema de numeración y de operación se impone lentamente en tierras del Islam oriental y occidental, a través de un proceso de más de cuatro siglos, a partir del fulminante triunfo político de la nueva religión Sólo setenta años después de la muerte de Mahoma, y coincidiendo con la conquista de Al Andalus, los árabes ocupan las bocas del Indo. Su Imperio se extiende desde la frontera de China hasta los Pirineos.
Los militares que llevan a cabo esta doble expedición, no están preparados todavía para descifrar el nuevo descubrimiento, pero sí trazan el camino de su trasmisión desde el sur de Asia a las tierras de Europa. Los protagonistas de esta aventura serán sucesivamente los sabios orientales, los representantes de la rama occidental del Islam y los matemáticos españoles e italianos que están en contacto con ellos.
En la segunda mitad del siglo VIII se suceden una serie de acontecimientos que tendrán una importancia decisiva para el conocimiento de la nueva aritmética. En el año 750 la dinastía Abasí ocupa el poder, desplazando violentamente a los Omeyas. El único miembro de la familia que consigue huir, Abderraman, desembarca en España y pone su capital en Córdoba. Desde entonces empieza la división entre los musulmanes orientales y los occidentales.
En la dinastía abasí mientras tanto, una serie de califas ilustrados imprimen un avance decisivo a las ciencias. El primero, Al Mansûr, funda la ciudad de Bagdad, al mismo tiempo que los árabes se establecen definitivamente y gobiernan la India. El califa recibe y retiene largo tiempo a una delegación de sabios indios que le ofrecen un presente, probablemente la obra matemática y astronómica de Brhamagupta.
Después reinan, casi sin solución de continuidad, Harûn al Rashîd y Al Ma´mûn, que favorece las traducciones y los tratados científicos, y que desde una especie de Academia de Ciencias, la Casa de la Sabiduría, recibe toda la tradición cultural de otros pueblos. Es allí donde, al lado de una multitud de astrónomos y médicos, un matemático persa, Al Khuwârizmî, escribe un tratado en el que traduce al árabe el sistema de numeración posicional y los métodos de cálculo de los indios.
De esa forma se hace posible –dos siglos después de Brahmagupta y cuatro desde que aparece por primera vez el cero en un documento seguro– la propagación de la nueva aritmética, primero en los países del Islam y después en toda Europa. Al Khuvârizmi completa su obra con otro novedoso estudio –Transposición y reducción– dedicado a los procedimientos fundamentales de la ciencia algebraica de los indios.
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La obra de Kuwarîzmî no se pierde en el vacío. En los siglos IX y X y en medio de una multitud de tratados de geometría, astronomía, medicina y geografía, que se conservan íntegros y certifican la curiosidad de los árabes y su espíritu ecuménico, conocemos, gracias a la obra histórica de Al Nadîm, El libro de las ciencias, los títulos de una serie de tratados, sobre la nueva aritmética.
En un orden cronológico aproximado, Sanad Ben`Alî, compone en el 820 un Tratado del cálculo indio, y antes del 873, el primer gran filósofo musulmán, Al Kindî redacta la Memoria sobre el uso del cálculo indio en cuatro libros. En el siglo siguiente, son cada vez más frecuentes las obras sobre el mismo tema: Al Sûfî, y Al Karâbîsî escriben sendos estudios con el mismo título Tratado sobre el cálculo indio, y por la misma época Al Kalwâdzanî, Al Mu´âliwî y Al Herran ilustran sobre El tratado de la tablilla del cálculo indio.
A principios del siglo XI aparece el segundo gran valedor de la nueva aritmética, y el que con su largo texto da máximo valor a la civilización de los indios. El persa Al Biruni, después de una prolongada estancia en la India, donde aprende su idioma y se familiariza con sus avances científicos, consolida la obra de Kuwârizmî y asegura la pervivencia de su numeración y su cálculo de las nueve cifras y del cero.
Le suceden una serie de matemáticos de primera magnitud. Al Karaji desarrolla un nuevo sistema algebraico, que gracias al simbolismo consigue eliminar las representaciones geométricas de los griegos y sus discípulos árabes. Otro matemático, Al Gili, estudia las numeraciones de tipo posicional, trabajando sobre los hallazgos de los indios y sobre el cálculo sexagesimal. Y el persa Al Nasawî continúa los trabajos sobre álgebra y cálculo.
En el siglo X los árabes orientales han fundado en el Cairo una Universidad, Al Azhar, y una Casa de la Sabiduría, que copia el modelo de Bagdad. Al mismo tiempo en Al Andalus, la ciudad de Córdoba con sus centros de estudios y su inmensa biblioteca, se convierte en la capital cultural de occidente. Desde estos orígenes se trasmite a Europa la nueva numeración, con dos particularidades: sus autores distinguen todavía al cero de los demás números y le dan el nombre de sifr, que a través de una doble evolución da en zéphiro y después cero, y por otra parte en el actual sentido de cifra.
En cuanto a la introducción de las nueve notaciones numerales de los indios en Europa, es obra de los árabes occidentales de Marruecos y Al Andalus que los conocen, o bien directamente o por su trato con sus hermanos de oriente. Pero frente a la grafía cursiva de los orientales, los magrebíes y andalusíes se mantienen fieles al primitivo estilo cufí, más anguloso y rígido. En el siglo XIV el tratado de aritmética práctica de Ibn Bannâ al Marrakûshî utiliza signos prácticamente iguales a los actuales.
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El nuevo método de numeración y de cálculo encontrará en Europa una resistencia igual o mayor a la que han ofrecido en un principio los árabes tradicionalistas. Desde que unos pocos y cultísimos personajes tienen noticia parcial del descubrimiento, en los alrededores del año mil, hasta que los matemáticos más avanzados lo admitan y la imprenta establezca los tipos de las cifras de forma ya irreversible pasan más de cinco siglos. En esos años los abacistas, partidarios del antiguo ábaco, y los algorismas se enzarzan en una polémica casi sangrienta.
Los primeros escritos cristianos que hablan de las nueve cifras de los indios son el Codex Vigilanus, escrito en el convento de Albelda en Logroño y fechado en el año 976 y el Codex Aemilianensis del 992. Los dos códices reproducen la grafía de los árabes occidentales magrebíes y andalusíes. Al mismo tiempo, un monje francés, Gerberto de Aurillac –después papa Silvestre II–, protagoniza una introducción tan precoz como parcial de la numeración india, y tiene unos pocos y entusiastas seguidores.
Los partidarios y los enemigos de Gerberto inventan una serie de leyendas rocambolescas en torno a su vida. Según unos consigue introducirse en las universidades del Andalus y de Marruecos –Sevilla, Córdoba y Fez– disfrazado de peregrino musulmán, y allí aprende la nueva ciencia. Otros dirán más tarde que sus cálculos, adquiridos en tierra de infieles y de velocidad naturalmente inexplicable sólo pueden tener origen diabólico. Todas estas leyendas son desde luego falsas, pero lo que quieren decir –el injerto del pensamiento árabe en la tradición isidoriana de los monasterios del norte de la península– es desde luego verdadero.
La aritmética de Gerberto representa un avance y una simplificación del método rudimentario de los primitivos ábacos. En vez de figurar un número por una adición de cálculos-unidades el uso de cifras convencionales permite una considerable economía de espacio y tiempo. Incluso parece que el monje tiene un primer atisbo de lo que será la numeración posicional, pero al mismo tiempo sufre una gravísima limitación, y su procedimiento no podrá ser verdaderamente novedoso.
Gerberto desconoce el cero, y como los más primitivos babilonios deja vacío el orden de las unidades, decenas, centenas… cuando no lo ocupa ninguna de las nueve cifras. Esto le obliga a usar el ábaco para representar sin ambigüedad un número con varios órdenes sucesivos nulos, pero además le impide realizar las más elementales operaciones aritméticas.
Todavía se puede mantener la ficción de que un orden posicional vacío no altera una cantidad de determinado rango en una adición, pero en cambio no tiene sentido multiplicar un número por un vacío, que tiene una pura función posicional. En realidad el ábaco de Gerberto es una perfección del romano, pero no introduce una soluciones verdaderamente nuevas.
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La aritmética de los indios y de sus seguidores árabes llega por segunda y definitiva vez a Europa en el siglo XII, coincidiendo con el primer renacimiento. Todavía hay que distinguir dos momentos en esta lenta peregrinación. Si nos fijamos en los documentos de este período veremos que los autores se limitan a recibir pasivamente el nuevo invento a través de una serie de tratados que son una reproducción literal en latín de un tratado árabe.
En 1130 Adelardo de Bath traduce una obra sobre el cálculo indio al que ya da un título que se hará tópico: Algoritmi de número indorum. Diez años después el obispo Ramón de Toledo patrocina una obra donde de forma indirecta participan los sabios de las tres culturas, un judío converso, un archidiácono y el primitivo autor musulmán: es una versión bilingüe, en español y latín. Y casi en la misma época Robert de Chester redacta una obra con el mismo origen arábigo, el mismo mecanismo de traducción y título.
A comienzos del siglo XIII redacta su obra de aritmética el italiano Leonardo de Pisa, que con el nombre de batalla de Fibonacci, desempeña en Europa la misma misión que cinco siglos antes ha cumplido en los países del Islam Al Kuwârizmî. Su vida es muy semejante a la de Gerberto, aunque en su caso, una biografía segura sustituye a las inciertas leyendas: al parecer su padre es destinado a la aduana de Bujía para defender los intereses de los mercaderes pisanos, y allí tiene noticias del admirable dominio arábigo del cálculo.
Como cuenta Fibonacci en su autobiografía, cuando todavía es un niño, su padre le hace ir a Bujía y le obliga a aprender el manejo del ábaco «per aliquot dies». Después mantiene contactos con los aritméticos árabes en Oriente Próximo, y aprende, además de su sistema de numeración, sus procedimientos de cálculo y su álgebra.
Ya de vuelta en Italia escribe en el 1202 un tratado que titula prudentemente Liber abaci. Y aunque, al revés que Gerberto conoce, además de los nueve números, el cero, en principio le da la simple categoría de signo y le atribuye una función limitada, la de representar cualquier cantidad, por grande que sea: «con estos nueve números y con este signo 0, que recibe el nombre de zephirum en árabe se escriben todas las cantidades que se quiera.»
A pesar de todas estas precauciones ante el poderoso gremio de los abaquistas, el libro de Fibonacci es un tratado destinado a los algoristas, pues difunde en Europa, además de la numeración posicional, los métodos de cálculo y las reglas del álgebra, es decir, toda la aritmética que los árabes de las dos ramas han recibido de sus maestros indios.
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Después del libro de Fibonacci los aritméticos algorismas reciben un empuje decisivo en su polémica contra los partidarios del ábaco y de la numeración por fichas. El conflicto dura todavía muchos siglos, y si hacemos caso a los grabados de época sólo se equilibra en el XV y se inclina hacia los partidarios del sistema indo-árabe en el XVI. Las razones de esta tenaz resistencia son otra vez de tipo social, pues los abaquistas no quieren perder su situación de privilegio que tanto trabajo les costó adquirir.
Por otra parte el poder establecido tiene interés en mantener un lenguaje esotérico, inaccesible para la inmensa mayoría de los ciudadanos, sobre todo en un tema tan sensible para los financieros, los banqueros y los tesoreros, como es el conocimiento de su contabilidad. Únicamente los revolucionarios franceses consiguen abolir el uso del ábaco definitivamente, imponiendo la democratización de la aritmética.
Pero durante todos estos siglos han pasado muchas cosas. A mediados del XV la invención de la imprenta impone la numeración actual de forma ya irreversible. La aritmética de Treviso es el primer intento de crear una notación abreviada para las operaciones aritméticas fundamentales: siguiendo esta orientación una serie de matemáticos introducen, la notación exponencial y los signos + y -.
Siempre en el siglo XV el italiano Luca Pacioli publica una obra de aritmética, donde populariza los cálculos indios, sustituyendo la multiplicación de los árabes por un procedimiento usado mil años antes por Brahmagupta. Además perfecciona las reglas para resolver las ecuaciones algebraicas, introduciendo una incógnita principal.
Los documentos de estos años testimonian la dificultad para dominar este lenguaje de la aritmética. Para decirlo en pocas palabras, el conocimiento de la mecánica de la adición y la resta equivale a la actual licenciatura de ciencias exactas en una Universidad seria, mientras que el dominio de las multiplicaciones y las divisiones viene a ser lo que en la actualidad es un doctorado. No debe extrañarnos tanta exigencia, pues todavía hoy la adquisición de la gramática elemental o superior de un idioma desconocido sólo es posible en una facultad de Filología, donde se curse los dos niveles.
Sólo que en un determinado momento el dominio perfecto de esa lengua llega a ser algo que forzosamente hay que aprender, igual que es forzoso que los niños franceses sepan hablar francés. Cuando esa exigencia alcanza al idioma matemático, por muy complicado que sea, es inevitable que todos, ya de muy pocos años dominemos los métodos indios de cálculo, y que prácticamente de nacimiento tengamos trato con el cero.
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Después de la introducción de las nueve cifras indias y del descubrimiento del cero con sus tres funciones, parece que la aritmética ha llegado a su última fase, y que su sistema de numeración y de cálculo es insuperable, a fuerza de ser perfecto. Quienes así han pensado no han medido la revolución de que es capaz esa última cifra, en apariencia insignificante y hasta hace poco totalmente desconocida. Sólo ahora nos podemos dar cuenta de la magnitud del hallazgo que ha pasado de la India, primero a los árabes y por fin a los europeos.
Los primeros años de la edad moderna, ya entrado el siglo XVI, siguen perfeccionando el lenguaje convencional de la aritmética, procurando su sencillez, su universalidad y su independencia con relación al habla y la escritura de los innumerables idiomas naturales. Los matemáticos introducen sucesivamente el símbolo de la igualdad =, de la desigualdad > <, de la multiplicación, de la raíz cuadrada y de las fracciones decimales. Después Descartes inventa las notaciones algebraica y exponencial modernas.
Poco a poco los matemáticos europeos se dan cuenta de una propiedad de la numeración posicional y del cálculo correspondiente que va a representar una verdadera novedad con relación a los descubrimientos recibidos. Siempre que dos estructuras aritméticas sean idénticas, concretamente si poseen cifras significativas convencionales, utilizan el cero y se fundan en el principio de posición, tanto su numeración como sus operaciones de adición, multiplicación, resta y división, se pueden realizar independientemente de su base.
En el siglo XVII Pascal presenta en la Academia de Ciencias una comunicación en la que por primera vez define los sistemas de cualquier base, igual o superior a dos. Al mismo tiempo construye una máquina de sumar, que hace cálculos sin conocer las reglas de la aritmética y con total seguridad. Las dos ideas de Pascal, la posibilidad de un sistema binario de base dos, y la idea de un dispositivo mecánico capaz de sustituir al pensamiento humano se complementan y son el primer paso infantil hacia los cerebros artificiales.
Al final del siglo Leibniz, comienza a desarrollar la aritmética binaria, que sólo usará el 1 y el 0. El matemático jesuita P. Buvet, le ha comunicado el descubrimiento del I Ching, libro que conocen desde muy antiguo los chinos, y que está compuesto por sesenta y cuatro hexagramas. En cada uno de ellos la energía femenina yin y la masculina yang, están representadas por un trazo discontinuo o continuo: esta especie de alfabeto morse no tiene que ver nada con la aritmética y es un sistema de correspondencia con los elementos de la naturaleza.
Pero Leibniz interpreta al libro de una forma totalmente novedosa. Hace corresponder los trazos, según sean o no continuos al 1 y al 0 y convierte el sistema dualista de los chinos en una aritmética binaria, ordenando sus números posicionalmente y realizando operaciones de adición y multiplicación. El invento parece cumplir todos sus ideales de matemático, de historiador y de filósofo en busca de un ideal de concordia y de un idioma universal destinado a unir a los hombres de todas las razas y todos los pueblos.
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La nueva base 2 ofrece una serie de ventajas a la hora de calcular una suma o un producto. En vez del proceso de multiplicar diez cifras por otras tantas, que causa casi tantos dolores y penas como el aprendizaje de la lectura, la nueva tabla se reduce a dos variantes según que los factores sean iguales a 1 o a 0, y otro tanto sucede con la adición y por supuesto con las operaciones inversas. El 0, que hasta hace unos cuantos siglos ha sido desconocido, ocupa desde ahora un lugar central en la nueva aritmética.
Los ciudadanos de inteligencia más corta disfrutan así de una facilidad de cálculo muy superior a la de los aritméticos indios o árabes más eminentes, pero al mismo tiempo tienen que soportar la extensión del nuevo sistema posicional. Un número que en la notación decimal se escribe con sólo dos dígitos, pongamos el 64, se traduce en base binaria por el 1 seguido de seis ceros. Entonces esta extensión exige un cálculo, tanto más lento cuanto más sencillo y elegante, algo a la larga imposible de lograr por los métodos tradicionales o con aparatos puramente mecánicos.
Sólo un individuo o una institución capaz de hacer sus cálculos a una velocidad un millón de veces superior a la de un hombre común –no importa que sea absolutamente imbécil– podría utilizar con éxito el lenguaje binario y cumplir con el idioma universal con que ha soñado Leibniz. Pero como la historia, a la vez que plantea nuevos problemas, proporciona las soluciones correspondientes, esa especie de máquina infernal aparece en occidente en el momento preciso.
Ya durante el siglo XVIII los físicos europeos tienen los primeros atisbos de un nuevo fenómeno, la electricidad, que se traslada a la velocidad requerida por esas máquinas. Nadie piensa todavía en ellas, pero después que Faraday consigue convertir la energía mecánica en eléctrica y de que Maxwell establece las leyes del campo electromagnético, aparecen las primeras aplicaciones técnicas del nuevo descubrimiento.
En el año 1837 Morse inventa el primer sistema eléctrico que trasmite mensajes a distancia a la velocidad de la luz, a través de un código binario, asociando cada una de las letras del alfabeto a un sistema de rayas y puntos, emitidos por un regulador electromagnético. El descubrimiento del telégrafo es la señal de salida de la actual era de las comunicaciones. El mismo regulador eléctrico es decisivo para el desarrollo del teléfono y su sistema binario va a servir de inspiración a más modernos aparatos.
Los físicos y matemáticos del siglo XX van a continuar la obra de todos estos predecesores. Una vez que han convertido la energía mecánica en eléctrica sólo queda completar la operación y convertir la electricidad en mecanismos, gracias a su velocidad y a nuestra regulación. El desarrollo de la electromecánica, fundamentada en una aritmética binaria es un paso decisivo hacia los más modernos avance de la electrónica y sus aplicaciones a la información.
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El desarrollo de la informática desemboca en la construcción de los más modernos ordenadores. No podemos, ni es este el lugar ni el momento de describir su funcionamiento, pero sí es posible señalar las condiciones sin las cuales sería imposible una tecnología que hasta hace poco era increíble y casi inimaginable. Tanto más cuanto la primera de estas condiciones y la que sirve de fundamento a todas las demás es un descubrimiento esencialmente medieval.
La existencia de una inteligencia artificial, programada por el hombre está montada sobre una lógica simbólica, donde las proposiciones y los conjuntos constituyen un álgebra abstracta, mucho más amplia que la noción matemática de número. Como estos símbolos tienen una extensión generalísima, las máquinas no sirven únicamente para calcular y sus posibilidades son innumerables.
A su vez la lógica simbólica se inspira en la obra de Boole que construye un álgebra abstracta, basada sólo en la alternativa verdadero falso de cualquier proposición, independientemente de su contenido. A continuación atribuye a la verdad el 1 y a la falsedad el 0, es decir sigue un sistema binario, retomando la vieja idea de Leibniz. Después generaliza el cálculo aplicando a cualquier proposición operaciones propias de la antigua aritmética: la suma, el producto y la negación lógica.
Finalmente el desarrollo de un álgebra binaria sólo es posible a condición de admitir una numeración de origen indio, de carácter posicional, con cifras convencionales y la aparición del número cero. El paso de su base decimal a la binaria y la generalización de su álgebra no afecta lo más mínimo a la esencia de su aritmética, aunque sí sirve para poner todavía más de relieve la importancia decisiva de su descubrimiento.