Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 95 • enero 2010 • página 13
[Trabajo de investigación de doctorado dirigido por Juan Bautista Fuentes Ortega en el Departamento de Filosofía I de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, defendido por su autor en septiembre de 2009.]
Prólogo
Situación y motivo de este trabajo: el horizonte de la Sociedad de la Información
«7. (...) Todas las personas, en todas partes, deben tener la oportunidad de participar, y nadie debería quedar excluido de los beneficios que ofrece la Sociedad de la Información. (...)
8. Reconocemos que la educación, el conocimiento, la información y la comunicación son esenciales para el progreso, la iniciativa y el bienestar de los seres humanos. Es más, las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) tienen inmensas repercusiones en prácticamente todos los aspectos de nuestras vidas. El rápido progreso de estas tecnologías brinda oportunidades sin precedentes para alcanzar niveles más elevados de desarrollo. La capacidad de las TIC para reducir muchos obstáculos tradicionales, especialmente el tiempo y la distancia, posibilitan, por primera vez en la historia, el uso del potencial de estas tecnologías en beneficio de millones de personas en todo el mundo. (...)
67. (...) Si tomamos las medidas pertinentes, pronto todos los individuos podrán juntos construir una nueva Sociedad de la Información basada en el intercambio de conocimientos y asentada en la solidaridad mundial y un mejor entendimiento mutuo entre los pueblos y las naciones. Confiamos en que estas medidas abran la vía hacia el futuro desarrollo de una verdadera sociedad del conocimiento.»{1}
En la España de mediados del siglo XX –y en esto sigo la relación que de ello me hacen mis abuelos y todavía mis padres, y no alguna autoridad de la Sociología de los medios de comunicación–, era acostumbrado que, durante la retransmisión del parte radiofónico o acaso de los primeros espectáculos televisados, los vecinos de mayor trato y demás clientela acudiesen a alguna de las casas pudientes del pueblo o el barrio para tomar asiento en el salón junto a sus anfitriones y seguir en silencio, durante las cortas horas que durase la emisión, la función del aparato receptor, cuya compra por aquellos años muy pocas familias podían asumir. Cuando la concurrencia pasaba de número y se arremolinaba en el salón, aún alguien espiaba desde fuera de la casa, a través de la ventana, las imágenes y sonidos procedentes del aparato receptor, que se montaba dentro de un mueble de carpintería que, en el caso de los televisores, podía llegar a levantar en altura más de un metro. La circuitería electrónica de los receptores de radiofonía y televisión era todavía dependiente de la tecnología de las válvulas de vacío –por lo general, válvulas que debían caldearse antes de alcanzar su estado de funcionamiento– y el tubo de rayos catódicos que barría la pantalla fosforescente de los televisores resultaba demasiado largo y pesado como para ser instalado en horizontal. En las siguientes décadas, la sustitución de los montajes de válvulas de vacío por transistores –amplificadores semiconductores inventados en 1948– permitió a los fabricantes de estos receptores reducir las dimensiones del aparato, simplificar el montaje y ajustar los costos para la producción en cadena. Mientras, las fórmulas financieras de la compra a plazos y el crédito abonaban la primavera de la «clase media» en las ciudades industriales del siglo XX, y con eso, permitían la proliferación de un mercado de consumo a gran escala de la electrónica de comunicaciones y entretenimiento –el género de tecnologías que ahora se envuelve pomposamente bajo el título «TIC» (Tecnologías de la Información y la Comunicación), incluyendo en él las computadoras electrónicas domésticas.
La constante ampliación y renovación de ese mercado pletórico de las tecnologías electrónicas se convirtió en la piedra de toque del desarrollo económico nacional, y fue ya entonces especial objeto de atención de los países que en el umbral del siglo XXI comenzarían a reunirse formalmente bajo el nombre colectivo de G-8{2}. Tras la popularización de los receptores de radio en los años 50, los televisores se distribuyeron por todos los hogares de la renovada «clase media»; y ya a comienzos de los ochenta, cuando el mercado de los receptores de televisión se consideraba «de acceso universal», los reproductores-grabadores de audio y vídeo de cinta electromagnética y las llamadas «computadoras personales» fueron incluidos en el aparejo de productos electrónicos que podía encontrarse sobre el mobiliario de muchas casas. En esas condiciones, con uno o dos televisores tras cada puerta, la costumbre de visitar a los vecinos para sentarse junto a ellos a escuchar el parte radiofónico o a mirar y oír la televisión quedaba sin lugar. Apenas unas décadas después –las que comprenden el paso del autor de estas páginas desde la infancia a la edad adulta– suele ya darse que, al tomar el tren subterráneo a cualquier hora del día, uno se tope con algún viajero manejando un ultrarreducido aparato de telefonía sin cable, o utilizando una pequeña computadora diseñada para ejecutar vistosos video-juegos y reproducir registros de cinematografía y sonido en soporte óptico o electromagnético digital; ese viajero que se sienta a nuestro lado estará, en fin, embebido por los fenómenos del dispositivo portátil, con la vista puesta en una pequeña pantalla de alta resolución, sus manos atentas al juego de las teclas, y taponando con dos discretos auriculares sus pabellones auditivos. La electrónica de los circuitos integrados ha permitido que llevemos en el bolsillo una colección a la carta de registros sonoros musicales que, por lo general, escuchamos con más agrado que la conversación de dos desconocidos que viajan con nosotros en el tren, y quizás, con más interés que la de los propios conocidos. La generación de españoles que conoció la costumbre de pasar a casa de los vecinos para reunirse con éstos frente al televisor ha ido dejando lugar a otra que desarrolla su quehacer cotidiano sobre un aparejo constante de facilidades electrónicas, una cubierta de funciones cibernéticas que la acompaña de un lugar a otro, como a un caracol su concha.
Ante esta «asunción electrónica del sujeto psicológico» –su «elevación a los cielos electrónicos (portátiles)», diríamos– que, en ese vagón del tren metropolitano al que habíamos entrado estará teniendo lugar, el posible afecto de nostalgia «por un pasado mejor» que experimentemos será tan ambivalente en su dirección –¿nostalgia por los tiempos que fueron el aviso de los que conocemos?– como inútil; aunque, dentro de su ambivalencia, podría estar ofreciéndonos un distingo de interés. Quizás el que nos veamos literal y progresivamente rodeados por un cuerpo de artefactos electrónicos o que incorporan un control automático electrónico no resulte intercambiable con otras de las situaciones históricas de «difusión masiva de las tecnologías y sus productos» que –por ejemplo, durante los tiempos del fordismo– canalizaron el proceso de la doble «Revolución industrial» hasta la II Guerra Mundial. Si, como ya refería Carlos Marx en un pasaje de Miseria de la filosofía, la invención de la máquina desmontadora de algodón en 1793 determinó que, en pocos años, la lana y el lino hubieran prácticamente desaparecido de nuestro vestuario –cuando hasta el siglo XIX sus hilos fueron la base de la industria textil popular–, también el desarrollo de la Química orgánica y la Ingeniería química ha facilitado que, en el siglo XX, los tejidos de poliéster y mixtos –más baratos en ocasiones que los obtenidos del algodón– hayan transformado igualmente la industria del tejido. La inexorable transformación del mundo contemporáneo demolería cualquier postura de «resistencia» motivada por la mera nostalgia –la nostalgia ante la pérdida de lo que queda desplazado. El sentido de nuestra mundanidad no es el de quedar «cristalizada» allí donde más cuadre a nuestras constancias biográficas.
Contando con esto último, nuestra tesis inicial es la de que quizás, y pese a que sólo sea así por razones que hay que desarrollar, la nostalgia del «ayer de nuestra infancia» que podamos experimentar puntualmente ante la difusión pletórica de las tecnologías electrónicas y los «entornos cibernéticos» sí lleve impresa su parte de razón. Sostendremos que la configuración histórico-política que se proyecta a sí misma sobre el espejo de la retórica como «Sociedad de la Información» y que pretende alcanzar la distribución universal de las «TIC» –a las que nos referiremos más sobriamente como tecnologías electrónicas de telecomunicación, computación y control- quizás no pueda pasar de ser, en los hechos, una concesión de las instituciones políticas contemporáneas a una necesidad de drástico reajuste: el reajuste del paisaje de los Estados nacionales contemporáneos a las nuevas formas sociológicas requeridas no tanto por la «informatización universal» y sus «beneficios humanos» en abstracto, sino por la roturación de esos paisajes históricos como «continuo espacio-temporal despejado», como «elemento de resistencia despreciable» en que pueda tener lugar la expresión al límite de los mercados opulentos, de la pujanza del negocio de las «nuevas tecnologías» y su introducción como «elemento diferenciador» en la automatización de los servicios y la industria –y, por tanto, en la multiplicación de la rentabilidad de los grandes capitales a una escala antes impensable– y, en definitiva, de la «carrera contra todos y contra el paso del tiempo» en que –parece– no podremos dejar de participar una vez la «Sociedad de la Información» quede implantada{3}. Presentar esa necesidad de la «informatización universal» como una virtud es, en buena parte, rendimiento de las confusiones a las que está sujeta la referencia a la idea de información. De ahí que este trabajo tenga que vérselas justamente con la crítica y prospección de los usos del término; usos que, en su genericidad e impropiedad, han acumulado sobre él un tesoro de oropeles que impide aprehenderlo en su realidad y respetar las notables diferencias de composición entre sus capas semánticas, que podrían responder a lógicas divergentes.
Ha de quedar claro que nuestro propósito no es el de lanzar una imprecación vaga contra las posibilidades abiertas por el desarrollo de ese género de tecnologías y por la extensión de la electrónica «en el campo del control y la comunicación». Es absurdo predicar la «necesidad ética« de prescindir del uso de estas nuevas tecnologías, colocando sobre ellas el título de «artefactos maléficos», o aconsejar la regulación de su uso mediante «códigos éticos» una vez están ya en circulación a gran escala y responden en su presencia a un imperativo material de la producción. Los poderes políticos, independientemente de «consideraciones éticas», se encargan ya de aprobar y aplicar leyes cuyo objeto específico es el de regular los desajustes derivados de esos «nuevos aspectos» propios de la «Sociedad informatizada» o «Sociedad de la Información»: regularlos precisamente para que se desarrollen a plena marcha y «en beneficio de tod@s»{4}. En los meses de redacción de este trabajo, el Gobierno de España anuncia en la prensa gratuita diaria su «Plan Avanza», con el que pretende –sin que deje claro qué beneficio tiene en principio eso para ellos– conceder a «estudiantes, PYMES y a la Ciudadanía» «préstamos de hasta 3.000 euros al 0%» para la adquisición, a título personal, de «todo lo necesario para estar conectado [a la red telemática Internet]», incluyendo un ordenador, impresora, programas y –por supuesto– contratación de servicios de acceso de banda ancha con un operador. Tales son los poderes de la socialdemocracia de la Información, en conjugación con la libertad de mercado.
Y del mismo modo en que insistimos en la impertinencia de un examen de las tecnologías electrónicas «de la información y la comunicación» que se limite a considerarlas «inhumanas», con este trabajo querríamos colaborar en la réplica al discurso «humanista» –propagandístico– propio de los espadachines de la «Sociedad de la Informatización» que presenta la difusión e incorporación universales de las «TIC» como condiciones del advenimiento de un cosmopolitismo angelical de la informatización o –según algunos sociólogos– Computopía. Esta fantasmagoría de la «democracia universal informatizada» sería, desde nuestro punto de vista, sólo la fórmula confusa de las efectivas e innegables novedades que supone, en el ejercicio de la construcción gnoseológica del mundo contemporáneo –el ejercicio de su Ontología dialéctica, en el extremo, aquella teoría que tiene que responder ante el desarrollo de las ciencias estrictas y sus tecnologías– la presencia de esos sistemas cibernéticos como «conceptos recurrentes», realidades a las que hay que remitirse desde una diversidad de campos o lógicas materiales para sostener el desarrollo propio de cada una de éstos. Dando ejemplos de esto último remitimos al lector a cuestiones de hecho que resultan, desde una perspectiva gnoseológica, críticas: por ejemplo, el que sólo mediante un piloto electrónico automático –una computadora de vuelo– pueda ajustarse la proporción de combustible y comburente que ha de inyectarse en cada uno de los motores de un cohete espacial para mantener su trayectoria y velocidad de despegue; el que sólo mediante la colocación en órbita sobre la Tierra de una capa de satélites artificiales –repletos de circuitería electrónica– y el uso de las computadoras más veloces puedan darse previsiones meteorológicas a corto y largo plazo; el que, gracias a la conmutación de llamadas mediante redes y centralitas automatizadas –igualmente electrónicas–, las compañías de teléfonos puedan canalizar a bajo costo, entre dos puntos cualesquiera de su red telefónica, una cantidad de llamadas por segundo que, en los tiempos de la operación manual de las centralitas, hubiese sido inalcanzable –precisamente por requerir el establecimiento de la comunicación de la intervención de uno o más operadores, que «rompían» con su operación manual el orden de magnitud temporal propio del funcionamiento de los aparatos.
De acuerdo con lo que los voceros de la «Sociedad informatizada como sociedad post-industrial» han querido darnos a entender desde los primeros años 80, asumiremos que nos podríamos encontrar, efectivamente, inmersos en una tercera Revolución Industrial. Es decir: contamos con que una aproximación positiva en coordenadas fenomenológicas al papel de las tecnologías electrónicas de computación, el control y comunicación en el eje de la producción desvelaría que éstas son parte formal de situaciones en que el sujeto concreto queda, a todos los efectos, situado en una nueva figura de verdad sintética, en la que la dialéctica entre el plano fenoménico y el plano fisicalista no se limita a «universalizar en demostraciones» las operaciones del sujeto y anular sus condiciones psicológicas (conductuales) de origen, o a «mecanizar» los resultados de una operación definida de ese sujeto y desplazarlo como operador, sino que puede llegar a reconstruir en términos de probabilidad parte de los rendimientos conductuales fenoménicos –conjeturales– que antes modulaban, por medio de la intervención del propio sujeto, el desarrollo de situaciones de «razonamiento probable» como «claves (fenoménicas) alternativas frente a situaciones (fenoménicas) contingentes». Esa nueva figura de verdad dejaría al sujeto situado al otro lado de un panel de control electrónico como mero «alfa y omega» de una dialéctica capaz de asumir, en el mismo desempeño y cierre de su función, cursos de operación alternativos; una dialéctica capaz de reajustarse en su desarrollo de cara al cierre funcional, ante posibles variaciones contingentes, sin requerir de nuevas intervenciones del operador conductual. Hablando de modo muy esquemático: vamos a dar argumentos para sostener que entre la mecanización y la automatización de una función no hay meras diferencias de grado, sino una solución de continuidad que exige la entrada de una reconstrucción de la información en su acepción tradicional. No pueden tomarse por la misma, desde este punto de vista, la situación en que un mecanismo de «piloto automático» compuesto por levas y palancas de los años de la II Guerra Mundial mantenía constantes la velocidad, rumbo y la altura de un avión en vuelo, y la situación en que un misil «fire and forget» se adelanta a las maniobras de un blanco pilotado en movimiento que intenta evitar su impacto y lo alcanza; tampoco podrían igualarse en abstracto una planta industrial de brazos robóticos capaces de funcionar para la «producción flexible» de piezas que se diseñan con un lápiz óptico sobre una pantalla controlada por una computadora, y la máquina tejedora de vapor del XVIII y el XIX –ni siquiera cuando nos encontrásemos con la famosa máquina «programable» de Jacquard, que podía producir tejidos de diferentes patrones, siguiendo la secuencia de movimientos que una ficha de cartón perforado determinaba al contacto con una de matriz de resortes mecánicos.
Hay, sin embargo, un punto en el que ya no podemos dar la razón a los espadachines de la Sociedad de la Información –ni siquiera al reconstruir y volver a interpretar sus argumentos desde nuestra posición. Cuando éstos pasan de sostener que la extensión de las «TIC» –su universalización, su inserción como soporte de algún tipo de universalidades urbi et orbi, aunque fueren las de los mercados y las finanzas «a ritmo cibernético»– supone, por la situación novedosa que introduce en el desarrollo de las «fuerzas productivas», una transformación drástica de nuestros paisajes históricos, podemos darles la razón. Pero si de la universalización de las «TIC» quieren derivar el espejismo de la «realización histórica» del programa del Humanismo metafísico que inspira, en nombre del Hombre –el Hombre en abstracto, sin patria ni condición, tan suspenso en el vacío como el ego cogito–, el papel histórico de la Organización de las Naciones Unidas y de los gobiernos nacionales que, como el español, se han convertido a su programa «cosmopolítico», entonces tendremos que lanzarles un ataque escéptico. El fondo de ese paralogismo que conduce desde el «efecto hipnótico» que la expresión Tecnologías de la Información y la Comunicación parece tener sobre el auditorio hasta el sentimiento de «bella eticidad universal» o panfilia que no distingue entre espejismos y realidades rebosa de algunos equívocos sobre el lugar de las mismas tecnologías electrónicas y su relación con otros desarrollos tecnológicos y enseres técnicos del pasado. Según ese equívoco fundamental de corte humanista y metafísico, el tam-tam, las tablillas de escritura cuneiforme, los manuscritos iluminados, los libros de imprenta, el teléfono, la televisión y las computadoras que se comunican a través de redes como Internet serían lo mismo: expresiones, instrumentos más o menos logrados o potentes de una «necesidad de comunicar y de recibir información» que sólo por las redes de computadoras electrónicas quedaría asumida y satisfecha a nivel industrial y universal, ofreciendo un gran rendimiento a bajo coste –del mismo modo en que el utilitario montado en cadena habría satisfecho el «deseo universal» de desplazamiento, colocando uno o dos vehículos de motor de combustión, de muy sencillo manejo, en cada unidad familiar de la «clase media». Compartiendo este equívoco fundamental, algunas de las objeciones que se han articulado frente al proyecto de la «Sociedad de la Información» se limitan a denunciar que, en tanto la fabricación y el uso de esas «tecnologías de la información» responda al interés capitalista, en tanto las instalaciones de telecomunicaciones estén explotadas como capital industrial bajo la propiedad privada y las agencias de «información internacional» estén bajo la sombra de la plutocracia, no habrá «transformación histórica»: las relaciones de producción no permitirán el desarrollo y empleo de las nuevas fuerzas productivas –las de la tecnología electrónica– sino en la medida en que puedan quedar reforzados por ellas los intereses de la clase dominante. Estas objeciones –levantadas en su mayoría por periodistas{5} o sociólogos de izquierdas, aunque ya previstas por el propio Norbert Wiener, como veremos– son a nuestro parecer insuficientes y no van al meollo del asunto: la crítica positiva de la realidad de la misma idea de Información. Nosotros hemos de intentar una respuesta a la siguiente cuestión: ¿por qué en la vieja URSS –de la que no vamos a decir que «sólo era comunista sobre el papel y reaccionaria en la política», sino que tomamos como referente de la realidad del comunismo– y sus países de influencia, se le tuvo que conceder y se le concedió su importancia –al menos tanta como en los países de economía capitalista– al desarrollo e implantación de las tecnologías electrónicas de computación, control y telecomunicación{6}? ¿Por qué tanto los países socialistas como los capitalistas han puesto sus esfuerzos –han tenido que ponerlos, por razones no meramente sociológicas o políticas, sino gnoseológicas– en el desarrollo de sistemas de telecomunicaciones por satélite en lugar de investigar la telepatía, la clarividencia o la telequinesia en institutos de Parapsicología? ¿Qué novísimo tipo de construcción del mundo, de logro de verdades sintéticas –de «despliegue controlado de materialidad»–, permite sostener esa tecnología, de modo que su desarrollo sea un factor determinante de la dialéctica histórica del presente? ¿No será justamente ese carácter determinante de su desarrollo el que ha llegado a tener una réplica ideológica en el plan de la «Sociedad de la Información», y el que justamente por estar arraigado un nivel gnoseológico y no meramente sociológico –de «sociología de la tecnología», diríamos–, ha de hacernos descartar por insuficientes o inadecuadas las objeciones «progresistas», políticas, éticas y periodísticas que más frecuentemente se hacen a ese plan?
A lo largo de este trabajo sostendremos que, como esos propagandistas de la «Sociedad de la Información» no pueden llegar a decir, el que nuestra vida cotidiana –y no sólo nuestro trabajo– transcurra inadvertidamente entre medias y a través de unos aparejos de objetos que incorporan ya tecnologías electrónicas «de la información», implica al nivel antropológico algo muy otro de lo que esos mismos voceros nos estarían sugiriendo que, «sociológicamente», lleva anejo el nacimiento de una «Sociedad de la Información». Si todavía en los años 30 y los primeros 50 era común que las noticias corrieran en provincias de boca en boca, leídas por un pregonero en la plaza del pueblo o compuestas en coplillas que, por la fuerza que hacía el común analfabetismo, se recitaban de memoria, en la segunda mitad del siglo XX la implantación en España del «Estado de bienestar» y el mercado opulento había permitido sustituir las informaciones –en plural– del alguacil o el coplista ciego por las del periodista profesional, que a kilómetros de distancia de aquellos que escuchan su voz o pueden verlo gracias a los aparatos receptores y en un lenguaje ajustado al principio económico de «transmisión de la mayor información en el menor tiempo», puede «hacerse presente» en millones de ubicaciones simultáneamente, convirtiéndose en el común interlocutor fantasmal de personas que no podrían verse, oírse o tocarse entre sí sin desplazarse. Según la clasificación de las tecnologías electrónicas que pretendemos ejercitar en páginas siguientes esta nueva posibilidad, como otras abiertas por la distribución de las llamadas «TIC», no supone una continuación de ninguna línea universal de progreso que «integrase armónicamente en un plan arquitectónico» la llegada de las tecnologías electrónicas con la pasada aparición de la escritura y la introducción de la imprenta –o incluso con la invención del telégrafo-; la introducción de esas «TIC» no puede considerarse, como algunos sociólogos pretenderían{7}, un «tercer y definitivo paso» en la «objetivación de la información», que pondría el suelo de un paso de la Humanidad hacia el «Estadio social positivo». La autocomprensión histórica dominante que nuestro presente ha desarrollado en torno de la proliferación de la tecnología electrónica, y que ha permitido que de ella nazca, como de la cabeza de un dios, la idea sociológica de «Sociedad de la Información», es heredera de una confusión fundamental sobre el nuevo significado que las tecnologías de la computación y las telecomunicaciones han construido en torno a la tradicional noción de información. Considerar, por principio, que no hay una diversidad discontinua de estratos semánticos –sujetos a posibles desajustes y antagonismos entre ellos– depositada en la realidad de la idea de información suele introducirnos en el espejismo de que, independientemente de los ejercicios, de las técnicas y tecnologías concretas que se han ido ocupando de «recogerla y conservarla» –de «objetivarla», diría Masuda–, la «información» siempre ha sido «objetiva», y «objetiva» precisamente en un modo en el que sólo las nuevas tecnologías «tecnologías de la información y la comunicación» alcanzan a ofrecérnosla y abarcarla «en su objetividad». Después, desde la madeja de este prejuicio de raíz positivista, se pasa a extraer el hilo de los corolarios sociológicos: sólo a través del aprovechamiento masivo de la informática y las telecomunicaciones electrónicas, el ciclo de la Historia universal, que comenzó con el desarrollo de la escritura –la primera «objetivación de la Información», la primera aproximación de ésta a su propia esencia– y se confirmó en la invención de la imprenta de caracteres móviles, puede cerrarse sobre sí y devolvernos a un estadio sociológico de no-alienación de nuestro trabajo, esto es, a la Computopía, al Paraíso posthistórico –por correspondencia con el de Adán y Eva, que sería el eco «religioso» del prehistórico.
Y en la preparación de esas confusiones fundamentales acerca de la idea de la información y del papel de las tecnologías electrónicas en el mundo contemporáneo colabora, también, nuestra postura ontológica sobre la construcción de las verdades de las ciencias estrictas, su alcance y su relación con las tecnologías, que nosotros no confundimos sin más con las técnicas y enseres técnicos todavía existentes o las fábricas que interesan a la investigación arqueológica. Si, desde luego, algún arqueólogo del futuro posthistórico tuviera ocasión de recuperar y clasificar, con una mirada de sorpresa –lo que es relativamente difícil, ya que con, toda probabilidad, ese arqueólogo estaría manejando asimismo tecnologías electrónicas– parte de los objetos que habitualmente aprehenden nuestras manos y por medio de los cuales desarrollamos nuestra actividad a lo largo del día, probablemente se referiría a nuestro nicho civilizatorio como «sociedad de la electrónica» o acaso «de los semiconductores» –y no más bien «de la información»–, de modo análogo a como nosotros mismos hablamos de «culturas del bronce». La cuestión que no podemos esquivar es la de si, en el momento en que hablamos propiamente de tecnologías y no de meros enseres técnicos o artesanos, no estaremos ya cerrando la puerta a una virtual clasificación arqueológica de esos mismos objetos (antropológicos) elaborada por los arqueólogos de otros tiempos. En el museo Arqueológico Nacional de Madrid pueden verse, además de mosaicos romanos, piezas medievales de joyería, e incluso monedas troqueladas con la efigie de Carlos III o lujosas cerámicas de Talavera fabricadas para el mercado nobiliario del siglo XVIII –es decir, fabricadas antes del desarrollo de los estudios arqueológicos. En cambio, es en las vitrinas del museo Nacional de Ciencia y Tecnología donde se exhiben colecciones que incluyen astrolabios, anteojos, reglas logarítmicas de cálculo, imprentas rotativas, muestras de las primeras bujías eléctricas de filamento incandescente, sistemas de teletipia o telegrafía, y algunas de las sumadoras mecánicas o electromecánicas –algunas de ellas fabricadas por International Businness Machines, la empresa norteamericana que introdujo el «Personal Computer», modelo de «ordenador personal» de bajo coste con que principió la «universalización de la informática»– que se utilizaban en comercios y administraciones durante la primera mitad del siglo XX. En definitiva, y remitiendo la cuestión al compromiso que se sigue de la propia idea de «Sociedad de la Información»: ¿es entonces esta «Sociedad de la Información», precisamente gracias a ese «carácter cibernético» de su configuración, un «Estadio final», un marco definitivo del desarrollo histórico? Nosotros apostaríamos que, antes de responder a esa dificultad, debemos hacerle la crítica a la idea de información, a partir de la realidad y el uso que le corresponden en nuestro presente.
Capítulo I
El concepto de información
antes de su refundición en el siglo XX
El aporte de las siguientes consideraciones a nuestro argumento debiera ser el de extraer, en clave histórico-filológica pero con un alcance ontológico, un elemento de contraste que nos permita señalar la capa semántica a partir de la cual el término «información» adquiere el carácter de idea y noción transcendental –»todo es información en proceso», «el mundo es información», «conocer es procesar información»– con el que llegará ya a nuestro presente. En efecto, puede constatarse con facilidad que, muy especialmente en la segunda mitad del siglo XX, el concepto de información, después de quedar sometido a una drástica refundición en su propia realidad –y no meramente en la «psicología del hablante»–, se manejará ya como término propio de diferentes disciplinas –la Ingeniería de comunicaciones y computadoras, la Fisiología, la Psicología cognitiva, la Lingüística, el periodismo profesionalizado, etcétera...– y llegará a adquirir un papel central en la Epistemología (académica) como «piedra angular» de la defensa del programa de la naturalización del Conocimiento{8} y del progreso paralelo de las Ciencias Cognitivas.
El descubrimiento del enrarecimiento y confusión de los viejos usos del término –usos en la propiedad del decir, por lo general– en el uso genérico y oblicuo del mismo que será dominante en nuestros tiempos, supone la operación de interpretar pasajes de las obras de nuestros poetas y novelistas clásicos –recomponerlos en su sentido desde nuestra propia posición histórica de hombres del siglo XX– en los que la aparición del término comienza a resultar incongruente con nuestros hábitos de discurso. Allí donde el término resulte cacofónico o parezca romper el sentido del texto tendremos ocasión de iniciar nuestra prospección. Aquí vamos a evitar entrar en polémicas sobre el alcance de la disociación entre el uso y el significado de las palabras, dando por sentado que ni la tarea filológica de la Real Academia en su Diccionario (normativo) al «limpiar y fijar» el término, ni la tarea clasificatoria y sociológica a la que se enfrentaría un diccionario de uso al «recogerlo», pueden dejar de ser filosóficas –dialécticas–, al menos en lo que eviten sustancializar la lengua como un «campo científico propio» y se enfrenten de modo enciclopédico a los aspectos reales del concepto: un concepto que, lejos de «fijarse por siempre» por ser universal, se transforma junto a otros en el mundo –y de ahí recibe toda la universalidad que un concepto puede desplegar. Trataremos, pues, de practicar una suerte de excavación arqueológica, suponiendo que nos movemos de salida, de modo confuso, sobre las capas dominantes del término –dominantes en nuestro uso y entre las acepciones actuales del término– y que, a partir de cierto nivel, se verá que es el depósito de una de estas capas dominantes en el concepto, y no de cualquiera de ellas, el que determina un cambio de composición de las que se hayan agregado y compactado después junto a ésa, a partir del desprendimiento de materiales propios de otros saberes. Contamos con hallar, entonces, una capa conceptual determinante sobre la que los usos y sentidos dominantes del término en nuestros tiempos se hayan podido asentar y conglomerar como una corteza dura, en relativa confusión y solidaridad, que habría que romper para llegar a recuperar –de modo parcial– los restos de aquellos usos del término que hayan quedado sepultados por las capas inmediatas, entre cuyo aumento parece perderse el significado de la propia palabra o extenderse hasta la trivialidad de una generalidad vacía. Como defenderemos después, la capa semántica dominante que determina, en su propia rectitud y realidad, la agregación más o menos oblicua de los otros usos contemporáneos del término, será la impuesta por la refundición de la idea de información en el contexto tecnológico «terminal» de la electrónica de telecomunicaciones, computación y control automático, es decir, en el primer curso de la llamada «ciencia cibernética». Desde ahí, la idea será lanzada a la aventura de la «interdisciplinariedad».
1. El término «información» en la lengua española y el verbo «informar» en el Tesoro de Covarrubias. Acepción ontológica y acepción mundana del término.
La primera acepción del término en el Diccionario de la lengua española de la RAE{9} insiste, todavía en el siglo XXI, en introducirlo como «acción y efecto de informar». Independientemente de que dicha acepción se sitúe la primera y se dé siguiendo exclusivamente criterios filológicos –según los propios académicos–, posee la virtud, desde nuestro punto de vista, de subrayar en el significado del término aquellos aspectos suyos que lo hacen correlativo de un acto del que no puede evadirse, nombrando su desempeño y resultado. Si bien en principio esta definición parece introducirnos en un círculo vicioso, después descubriremos que podría estar ofreciéndonos una clave imprescindible a la hora de evitar la trampa que la comprensión dominante de la información nos tiende: ésta no tendría que ser sustancializada –como ocurre cuando hablamos de la información que contiene un disco óptico, o la información que transmite el nervio óptico, o también del «acceso universal y gratuito a la información»– sino que debe mantenerse referida al acto mismo de informar, a un acto pasajero que se toma su tiempo y que deja su correspondiente resultado: en ese caso, vuelve a ser posible hablar, junto a una pluralidad de actos, de una pluralidad de informaciones –cada una resultado de uno de ellos–, y no de una Información coextensiva –como idea– a la idea de mundo, una Información de la que simplemente se estuviesen recogiendo o señalando partes por medio del acto de informar. Justamente en lo que dejemos el término al margen de sus nuevas acepciones de «datos en un sistema informático» o «capacidad de una secuencia genética para...», este primer sentido suyo –»acción y efecto...»– podrá valer también como pivote de los siguientes, reuniéndolos en torno suyo en la unidad de una equivocidad por analogía –por oposición a la equivocidad total– que da cuenta de la polisemia.
A pesar de que un retorno a la etimología latina del término puede ser muy provechoso, aquí nos encontramos con que el asentamiento de éste en la lengua española moderna y en los orígenes del romance castellano se debió, principalmente, a su uso recto por parte de juristas, religiosos y otras personas de letras (latinas) que, con toda probabilidad, decantaron el término castellano directamente desde un latín medieval y eclesiástico que ellos mismos manejaban con soltura: su etimología llevaría a un plano sincrónico, y no tanto hasta la Antigüedad. Con el término «información» habría pasado algo semejante a lo que ocurrió con el adjetivo «transcendental»: de oírse, de boca de teólogos y conocedores de la doctrina católica, que «el pecado de Adán y Eva es transcendental [transciende a todos sus descendientes]», se habría pasado a decir que «el descubrimiento de los gérmenes fue transcendental para la constitución de la Medicina moderna». Lo que sí dejamos pendiente por falta de tiempo y alcance, y a sabiendas de su relevancia, es el examen de la hipótesis de que en la misma composición del término hay ya una referencia a la distinción filosófica entre materia y forma, tal como los teólogos de la Iglesia –ante todo, Tomás de Aquino — la habrían recuperado y se la habrían apropiado a partir de Aristóteles.
En 1611, el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias registraba ya –folio 77v de la edición citada– los siguientes sentidos del verbo del cual es acción y efecto esa información:
«INFORMAR, dar forma a vna cosa, y ponerla en su punto, y ser; pero vulgarmente se toma por la relación, que se haze al juez, ô a otra persona del hecho de la verdad, y de la justicia en algún negocio, y caso : y de allí se dize, informante, el Letrado de la parte que informa al juez, o al consejero : y el memorial que da, información : también lo es la que se haze de palabra, y la que el juez haze tomando testigos, y haciendo otras aueriguaciones en vna causa : estar informado, estar enterado del caso, y de la verdad del negocio : informe, lo que no tiene forma.»{10} [La negrita, aquí y en las siguientes citas, es nuestra].
Curiosamente, en el artículo que el citado Diccionario de la RAE abre para el término «información», éste aparece ya distribuido en una pluralidad de usos determinados y formales –algunos vigentes– en su acepción jurídica: información de dominio, de pobreza, de vita et móribus, en derecho. Sin embargo, Covarrubias consideraba que la acepción y variantes flexivas –los nombres de los parónimos{11}– del verbo «informar» en el ámbito jurídico son, como acabamos de leer, vicarias –derivadas por el entendimiento común, metafóricas– de un sentido primero y etimológico del término que él sitúa en un otro nivel: un nivel que, en nuestro contexto, tendríamos que llamar ontológico –aunque fuese sólo «ontológico» como parte de una filosofía católica popular, de una comprensión «filosófica» propia de una sociedad en la que, como en la España de la Contrarreforma, el catolicismo en ejercicio es carácter de la sociedad civil, llegando hasta ella en la vida política, en los sacramentos y la doctrina moral que dan forma a la biografía de los propios individuos, y asimismo, en el calendario de fiestas, en el teatro y la novela. Decir que informar es «poner en su punto o ser» al dar forma –no necesariamente forma en el sentido de contorno espacial–, presupone la diferencia entre la forma y la materia de un algo: Covarrubias podría estar refiriéndose a la doctrina de raíz aristotélica según la cual es la forma la esencia de algo, y es precisamente ella, y no la materia, la que hace de ese algo un algo determinado –un individuo de una especie ínfima, y no más bien de otra– y permite aprehenderlo como lo que es en verdad –un perro, un hombre. «El punto y ser» propios de una sustancia hilemórfica estribarían, justamente, en su conformación según un aspecto universal, formal, que la diferencia específicamente de cualquier otra –evitando que el perro individual sea, al mismo tiempo que perro, asno individual.
2. Antología rapsódica de los usos del término «información» en el siglo XIV: uso teológico (información de Dios al alma racional) y uso pragmático (información entre hablantes) de esas acepciones.
Retrocediendo a dos autores castellanos clásicos del siglo XIV, encontramos que la distinción de Covarrubias entre una acepción ontológica y una acepción vulgar –con uso jurídico– es acertada, y se corresponde con los diferentes usos del término en las obras de estos dos. Por ejemplo, al comienzo del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en un excurso de inspiración agustiniana sobre las facultades del alma racional –entendimiento, voluntad y memoria, «las quales, digo, si buenas son, que traen al alma conssolaçión e aluengan la vida al cuerpo, e dan le onrra con pro e buena fama»–, excurso inserto a modo de prólogo tras la cuarteta 10, puede leerse:
«Ca luego, es el buen entendimiento en los que temen a Dios. (...) Otrosí, dize Salamón en el Libro de la Sapiençia: «qui timet Deum façiet bona», e esto se entiende en la primera rrazón del verso que yo començé, en lo que dize: «Intellectum tibi dabo». E desque está informada e instruida el alma que se ha de salvar en el cuerpo linpio, e pienssa e ama e desea omne el buen amor de Dios e sus mandamientos.»{12}
Este quedar informada el alma, el alma que Dios «pone en su punto y ser» al concederle buen entendimiento — «intellectum»–, lleva al hombre a acogerse, ante las tentaciones –el Diablo, el mundo y la carne– a la vía de su salvación; a acogerse libremente a esa vía según Dios instruye en el hombre mortal, es decir, según Dios le facilita obrar en orden al «buen amor de Él e sus mandamientos», permitiéndole discriminar entre lo que es bueno y lo que es dañino, en lo natural y lo que toca a su salvación. Al estar informada e instruida por las Sagradas Escrituras y la autoridad de la Iglesia, el alma se resitúa en el orden amoroso de sus fines naturales y su fin sobrenatural, y en ese sentido, queda devuelta a su causa. A este nivel comienzan a cruzarse cuestiones que pertenecerían tanto al dogma católico como a la consideración de los que Juan Ruiz llama «doctores philósophos» –es decir, doctores de la Iglesia–, y resuenan los ecos de la doctrina biopsicológica de Aristóteles –la forma del cuerpo viviente es el alma– y el debate de la relación entre el intelecto agente, el intelecto paciente y el cuerpo corruptible del hombre. El hablar de un «buen amor de Dios» –en genitivo subjetivo y objetivo– que es correlativo a la información del alma del hombre requiere de una interpretación teológica de la idea de causa (final) compuesta en la clave del buen amor entre el alma y Dios –si se quiere, de una teleología del hombre en Dios como su Creador; de una antropología cristiana. Todas estas dificultades, que aquí no vamos a desarrollar, podrían ser las que estuvieran teniendo una repercusión incontrolada en nuestro siglo XX, precisamente cuando el proyecto de la Cibernética necesite incorporar, de cara a la automatización del control en tecnologías militares e industriales, un modelo de la finalidad en la conducta y fisiología de los animales superiores y del papel de la información en el reajuste del sistema en función del logro de un objetivo. Hasta aquí tendríamos un ejemplo de ese primer sentido del informar que recogerá Covarrubias a comienzos del XVII.
Del sentido «vulgar» del término, un pasaje del «Ejemplo I —De lo que aconteció a un rey con un su privado» de El conde Lucanor, también clásico castellano de la primera mitad del siglo XIV, nos deja esta muestra:
«—Señor –dijo Patronio–, era un rey que había un privado en que fiaba mucho. E porque non puede ser que, los hombres que alguna buena andanza han, algunos otros non hayan envidia dellos, por la privanza e bien andanza que aquel su privado había, otros privados daquel rey habían dél muy gran envidia e trabajábanse de le buscar mal con el rey, su señor (...) E aquellos otros que buscaban mal a aquel su privado, dijéronle de una manera muy engañosa cómo podría probar que era verdad aquello que ellos decían [a saber: que el privado conspiraba por la muerte del rey y para tener su reino], e informaron bien al rey en manera engañosa, según adelante oiréis, cómo hablaría con su privado.»{13}
Aquí el sentido del término concuerda, pese al propósito torcido de la información que hacen los privados envidiosos al rey, con el que pueda tener en su uso judicial. Si, de acuerdo con el Tesoro, decíamos antes que ante el juez la parte informante refería la consideración legal del caso, por escrito o de viva palabra, a una situación remota que ya se había producido, y lo hacía tal y como tocaba a la reposición de la «verdad y justicia» del asunto, ahora decimos que los envidiosos informan al rey sobre una situación que ha de producirse –también, por tanto, remota–, y llaman la atención sobre el modo en que el informado pudiera conducirse en aquella situación venidera{14} para tener de su primer privado alguna respuesta que –y ahí el engaño– pudiese ser, en apariencia, prueba para la acusación que los envidiosos han levantado en falso y en secreto contra él. Ambas informaciones –en plural{15}– tienen en común el estar teniendo lugar entre partes{16} que, presentes fenoménicamente la una a la otra –por un lado el juez y el letrado que expone, o al menos, la relación escrita que le ha presentado, o los testigos; el rey y los envidiosos, por otro lado– y no meramente situados entre sí a una cierta distancia –¿un metro, dos, menos de cincuenta?–, actúan las unas respecto de las otras de tal modo que, al escuchar el informado –o leer sobre el papel el escrito que se dice relación o información, que el leer es también, a su modo, escuchar lo que se dice{17}– el discurso de la parte informante, puede alcanzar a reconstruir aspectos formales de una situación significativa remota, en la que el propio informado no se ha situado ni ha tenido parte en persona. El juez, en efecto, no habrá participado directamente de la situación pasada o remota que ha dado lugar al desarrollo del proceder jurídico, y sólo conoce los aspectos de ésta relevantes al Derecho por medio de la escucha de discursos que sí puede oír directamente o tener presentes por medio de la lectura de una relación escrita, que está viendo y sosteniendo; por el momento, los jueces no recurren a la telepatía, al espiritismo o a ningún médium clarividente para quedar informados de la verdad del asunto.
Esa situación remota, que se tiene delante sólo en mientes –»mentalmente presente», diría un subjetivista– por medio de las operaciones de lectura de una relación escrita o al atender el discurso hablado de una parte informante, no tiene por qué ser simultánea en el tiempo con la información –generalmente será una situación contingente pasada o término de una conjetura sobre el futuro– y además, tendría que haberse producido o preparado con la participación directa –en cualquier grado o calidad de presencia, incluso la de testigo– de la parte informante, y nunca de la parte informada. Es esa situación relativamente ausente o remota, en alguno de sus aspectos, la que concentra todo el sentido formal del acto de informar una parte a la otra, de modo que sólo en lo que la parte informante permita, con su relación, que la parte informada participe efectivamente –aunque sólo sea en mientes– de aspectos de esa situación –en la que, por su parte, el informado no había tenido papel alguno o no conjeturaba participar– hay in-formación: inclusión formal en el desarrollo de la situación presente y las operaciones de la parte informada –la resolución y averiguación del caso, para el juez; la disposición de una conversación capciosa con su primer privado, por parte del rey– de una situación que, fenoménicamente remota y ausente –puede que conjeturada–, ha sido «traída en mientes», y que en tanto ha sido efectivamente «traída» y presentada –en algún aspecto– ha configurado el desarrollo de la situación inmediata de informado e informante, poniéndole un término de «logro», finalidad, y si se quiere, «ser y punto»: el veredicto del juez sobre los hechos o la disposición del rey en la venidera conversación serán «en su ser y punto», y adecuadas al logro de su fin, en la medida en que hayan quedado in-formadas en función de la situación remota, que ya se produjo –el asunto del caso– o que podría tener lugar –la respuesta del privado ante la capciosa oferta del rey. En efecto, en la situación del juicio o la investigación judicial del caso la información tiene por objeto llevar la consideración hasta aquella situación remota que dio lugar al litigio, y evitar que la resolución se limite a sopesar los meros eventos que hayan tenido lugar durante el desarrollo del caso en el procedimiento legal y en los que el juez haya participado personalmente: pues sólo en lo que el juez se forme un juicio en función de lo que pasó y de cómo pasó, quedando informado y enterado de ello, y no juzgue sólo la buena oratoria o la habilidad procedimental de los letrados de las partes, puede tener sentido el desarrollo del juicio y de sus averiguaciones.
La información no supone, por cierto, que el sujeto informado quede plenamente al margen de la situación de la que se informa, o enterado de ella sólo de modo pasivo y mecánico, siendo in-formada su «mente» por los signos lingüísticos como la materia caliente de la cera queda moldeada por la impresión de un sello sobre ella –por retomar un símil propio de Locke o Descartes–, o sus «cogniciones» por medio de los inputs procesados por el área del cerebro que intervenga en la comprensión del lenguaje. El juez, sin haber participado de la situación personalmente, podrá envolverla en significados legales mediante su resolución e investigación del caso, recurrir a la ayuda de la Policía científica para reconstruir partes de la situación fenoménica (significativa) desde correlatos fisicalistas, etcétera. Y en cuanto a la «objetividad» de la información, que tanto persiguen los periodistas –considerando precisamente la información no como el acto de escribir o hablar ante un informado particular, sino como una sustancia incorpórea que puede reflejarse y trasladarse de un lugar a otro sin ser modificada por el portador–, podemos decir que sólo hay información cuando, en alguna medida, por el encuentro entre parte informada e informante puede tener lugar, mediante operaciones fenoménicas de sujetos corpóreos vivientes, una reconstrucción parcial –en toda la positividad de la parcialidad– de la situación ausente: parcial, en la medida en que no hay lenguaje histórico conocido que pueda hacer algo más que traer en mientes, o que consiga reponer la materia misma de aquello sobre lo que habla –algo que sería, desde luego, milagroso: hablar de Fulanito y concederle existencia por el mismo acto de nombrarlo. Pero esto, insistimos, no obsta para que en la parcialidad de la información pueda tener lugar la verdad, y lo tenga en la medida en que hablemos de una auténtica y lograda información. Por ejemplo, en el caso del juez, éste puede reconfigurar un conjunto de testimonios –que pueden no formar una buena figura entre sí, o estar en parte errados– para quedar enterado de la verdad del caso en la parte que toque al Derecho, yendo más allá de la intervención de la parte informante según su experiencia y su oficio en el corregir y contrastar las informaciones. La parte informada está, por tanto, no sometida pasivamente a la informante, sino ejercitando una interpretación de sus palabras: entonces tiene lugar la información. Y por supuesto, no es la parte informante un mero «vehículo transparente» que se disuelva en la nada ante la reconstrucción de la situación remota, ni un «medio» para un «origen remoto del mensaje» –un origen que, en un extremo absurdo, podría ser el mundo histórico mismo, en el que «saltaría la información» como brota el petróleo de una bolsa subterránea. La propia operación de habla o de escritura de la parte informante es la que permite la información, y es acertada en la medida en que da ocasión, mediante la adecuada configuración de la palabra escrita o viva, del «traer en mientes» a la parte informada los aspectos de la situación remota que a la sazón sean relevantes. No hay, por tanto, telepatía, transferencia o «revelación de la Información por los arcángeles periodísticos», sino que deben tener lugar operaciones durante la misma información –como acto y efecto– que rompen el principio de «objetividad» en que los propios periodistas pretenden transmitir la información –en singular. Pero –insistimos– ello no obsta para que, por medio de esas operaciones, tenga lugar una verdad.
Podríamos seguir adelante con este desarrollo de los desajustes e incongruencias entre las capas más viejas del concepto de información y las han ido formándose sobre ellas tras su reciente reconstrucción ingenieril. Más adelante volveremos sobre ello. Ahora necesitamos confirmar que nuestra apropiación del término en estos dos textos clásicos del siglo XIV guarda, pese a la diversidad y diferente acabamiento de los usos, una continuidad en la literatura de la España contrarreformista: se trata de encontrar, en los contemporáneos de Covarrubias –cuyo Tesoro habíamos seguido en nuestra interpretación inicial de esos primeros usos del término en castellano, quizás introduciéndonos en un circulo vicioso–, contrastes para las acepciones que él se ocupa de diferenciar, y elementos sobre los que ir más allá de su letra.
3. Continuación de esa antología de usos en los siglos XVI y XVII. Persisten en el concepto las acepciones estudiadas, y se empiezan a manifestar las discordancias entre éstas y nuestra comprensión mediana del término.
En un arco de más de tres siglos, que se extendería –según decíamos, y por lo que ahora diremos– desde la primera mitad del XIV hasta la segunda del XVII, siguen confirmándose las acepciones del término «información» que habíamos señalado: una ontológica y otra mundana, de uso jurídico y uso popular. La realidad del concepto no recibirá, por el momento, depósitos tecnológicos que pudiesen aglutinarse sobre ella y transformarla. La aparición de la imprenta de caracteres móviles –que no es entonces una tecnología, sino un ingenio artesanal–, que sustituía la operación del manucopista por la composición de páginas de imprenta{18}, no supuso entonces un cambio en los significados del acto de informar y su correlativa información, aunque acabase transformando los propios de la figura del libro y el manucopista y dando lugar al oficio de impresor. Este mantenimiento de los límites del concepto quizás tenga que ver con el hecho de que las informaciones judiciales de los letrados, en su sentido canónico de relaciones escritas, continuaron siendo compuestas a mano; y con que, al menos hasta la aparición de las grandes tiradas de periódicos diarios reproducidos sobre las imprentas rotativas y dirigidos a un «lector medio» –a mediados del siglo XIX–, las noticias sobre acontecimientos en lugares remotos tuvieran que llegar, de nuevo, de viva palabra o en documentos manuscritos que no se dirigían a periodistas anónimos. A falta de los primeros sistemas tecnológicos de telecomunicaciones del siglo XIX –el telégrafo y el teléfono– y el gran montaje a escala industrial del periodismo y la imprenta, sólo después de esas informaciones –en el sentido señalado– los editores de las escasas gacetas impresas de noticias del siglo XVII podían hacerse cargo de «hacer llegar la información a la sociedad» –que diría no un impresor de entonces, sino un contemporáneo.
Podemos, entonces, reanudar nuestra antología en el siglo XVI sin romper el concepto. En la misma acepción mundana que habíamos señalado, Teresa de Jesús recurre al término en una carta, que dirige a una aspirante al ingreso en las casas del Carmen reformado a la que no conoce en persona, y a la que invita a incorporarse a la regla:
«Ocasión ha sido ésta con que fácilmente me pudiera vuestra merced persuadir a que es muy buena y capaz para hija de nuestra Señora entrando en esta sagrada Orden suya. Plega a Dios que vaya vuestra merced tan adelante en sus santos deseos y obras, que no tenga yo que quejarme del padre Juan de León, de cuya información yo estoy tan satisfecha que no quiero otra, y tan consolada de pensar que ha de ser vuestra merced una gran santa, que con sola su persona quedara muy satisfecha.»{19}
Hay aquí una situación análoga a la del juez «al que se hace información» sobre la verdad del asunto, según explicaba Covarrubias. Santa Teresa debe reunir elementos de juicio sobre la admisión de una aspirante de cuya conducta y condición no tiene conocimiento directo; considerando suficiente la información del padre Juan de León –puede que hecha de palabra– sobre la joven, la autoriza finalmente al ingreso: dice no querer otra, lo que implica la posibilidad de que haya informaciones –en plural. Vuelve a ser pertinente el apuntar que esta información de la que la carmelita dice estar satisfecha no es una colección de «contenidos representacionales» que haya podido «almacenar en su mente» para, después de que se hayan desencadenado ciertas transformaciones cognitivas y procesos mentales –puede que inconscientes–, la deliberación se haya resuelto en la admisión de la joven. El propio acto y efecto de informar el padre Juan de León a la carmelita acerca de la conducta y calidad de la joven, presentándola en mientes –por relación escrita o viva– sin que Teresa la haya conocido en persona, es esa información de la que queda tan satisfecha; un acto que, para que sea tal, debe irse dando en su propio rendimiento, que en este caso, es el de que la de Ávila conozca, en su formalidad –puesto que no puede ser en su materia–, aspectos de un asunto –la vida y deseos de la aspirante– que no está presente para ella ni lo estuvo, excepto por medio de las palabras que le dirige Juan en tanto informante. La información como acto y efecto requiere para llamarse tal, pues, que la consideración de Teresa sobre el asunto vaya siendo remitida a lo largo de la información –y vaya remitiéndose, porque no es meramente pasiva–, aunque sólo sea parcialmente y desde la configuración material del discurso del padre Juan –que sí tiene presente a los oídos o la vista–, a aspectos verdaderos de unos hechos o figuras distantes o ausentes, y requiere que el propio discurso vaya ofreciéndoselos en mientes, y no como las figuras materiales (fenoménicas) que son en la distancia. En ese sentido, si la religiosa, deliberando sobre el ingreso de la joven en las casas de las Carmelitas Descalzas, hubiese presenciado los hechos de la vida de ésta sobre un espejo –u otra superficie que pudiese parecernos una pantalla– del mismo modo en que pudiese verlos en una moviola –pero sin registros o proyectores cinematográficos de por medio– y conociendo por ciencia infusa que esas imágenes y sonidos se referían a hechos distantes, no sólo se habría producido un milagro, sino que, propiamente, no habría información por ningún lado, sino presentación de parte de los materiales fenoménicos –los colores y figuras ópticas, los sonidos, etcétera– de la situación remota. Puede que, atendiendo esta acepción del término «información», tuviésemos que negar que la virtud central de la televisión –según la idea de televisión formal que maneja Gustavo Bueno [véase la bibliografía final]– o la del registro fotográfico o cinematográfico sea, precisamente, la de informar, aunque se estuviese presentando a través de estos una verdad: más que informar sobre lo remoto, estas tecnologías presentarían aspectos fenoménicos de lo ausente al espectador mientras ello mismo permanece en su ausencia. Parece ser, por tanto, que en el acto y efecto de informar es esencial que la configuración de las voces articuladas (audibles) o las grafías (visibles) resultante de las operaciones del informante se mantenga como tal configuración verbal ante el informado, puesto que será desde esos materiales fenoménicos presentes, configurados en su propia articulación formal –como segmentos de una lengua conocida, y no como meros sonidos o dibujos– y comprendidos por la escucha del informado en función de la situación distante, como éste –el informado– pueda sostener, a falta de los materiales estéticos que tendría presentes de encontrarse o haberse encontrado en la situación remota referida, un primer conocimiento –muchas veces suficiente en su formalidad y sus constancias– de aquélla. Entonces, ¿qué implicamos al afirmar que nuestros ojos «nos informan acerca del mundo» –«recogen información visual»– en lugar de decir que permiten ver? ¿Queremos decir que estamos en principio cegados como «sujetos cognitivos» ante lo que tenemos presente –presente sólo en términos fisicalistas de simultaneidad y contacto–, y que por tanto, necesitamos que un «subsistema de recogida de información» nos ofrezca, como un homúnculo intermedio, información sobre aquel «exterior del sistema» de salida ausente pero cuyo estado necesitamos incorporar a la «toma de decisiones» en el sistema, una información como aquella que el padre Juan de León le hizo a santa Teresa de Ávila para que ésta deliberase sobre el ingreso de la candidata?{20} Puede que, desentendiendo el concepto tradicional de información, estemos pensando en esa línea y desarrollando ciertos equívocos hasta el límite; o puede que, realmente, el concepto de información haya quedado tan drásticamente trasfigurado por la aparición de las tecnologías electrónicas de control, cómputo y comunicación, que tengamos derecho a descartar la reaparición contradictoria de esa acepción que el término desplegaba en aquel español.
Ha faltado en esta antología, por el momento, una muestra de las composiciones en que el verbo informar y sus derivados se apoyan en determinadas proposiciones y conjunciones –a, de, sobre, que...– para articular por medio de ellas las relaciones entre el informado, el informante y el asunto de la información. Estudiar esto, considerando que las categorías gramaticales o las funciones sintácticas son ya mucho más que «distinciones psicolingüísticas», sería de suma importancia. El artículo de Covarrubias no se extendía en ello, y nosotros no podemos ir más allá de la referencia a algunos pasajes de Los trabajos de Persiles y Sigismunda: novela setentrional de Miguel de Cervantes, una obra que se terminó de componer poco antes de la muerte de su autor en abril de 1616 –es, por tanto, contemporánea del recién publicado Tesoro de la lengua– y en la que puede encontrarse ya una abundancia de usos del término en su acepción mundana [véase nota 14]. Cervantes continúa introduciendo el término «información» en toda la propiedad de la lengua española:
«(...) [S]in haber ofendido yo a Libsomiro, un día se fue al rey y le dijo cómo yo tenía trato ilícito con Eusebia [dama de la reina], en ofensa de la majestad real y contra la ley que debía guardar como caballero (...). Con esta información alborotado, el rey me mandó llamar y me contó lo que Libsomiro de mí le había contado; disculpé mi inocencia, volví por la honra de Eusebia y, por el más comedido medio que pude, desmentí a mi enemigo.»{21}
El concepto de información continúa aquí la tradición de su acepción mundana. Que en este caso la información se haga sobre falso y sin veracidad, no nos obliga a dar marcha atrás en nuestras interpretaciones sobre la relación entre el informado y el término formal de la información que se le hace: porque la información, aunque sea sobre falso, sigue refiriendo la consideración del informado a una situación contingente, ausente a los sentidos por pasada o lejana pero conocida en su formalidad fenoménico-significativa por medio del lenguaje –no mediante reconstrucciones en términos fisicalistas, como ocurriría en el control de la ubicación de una tercera persona a través de sensores de movimiento, etcétera-; una situación que se sigue trayendo en mientes –como contingente pasada, y no como meramente posible, que es como le corresponde– al calor de una información de Libsomiro que da por hecho ante el rey lo que sólo tendría que presentar como una posibilidad. Libsomiro alcanza a torcer el objeto de su información merced a lo mismo que permite a todo mentiroso ser mentiroso: que la mentira no sea lo habitual, sino una excepción. Es decir: que Libsomiro, siendo la parte informante, procura que la información no se haga del todo información, falsa o verdadera –pues también podría estar equivocado, en lugar de estar mintiendo; y esto sin perjucio de que sea la información verdadera la primera en relación a la disposición del informado– y desvirtúa el acto y efecto de informar. En esta información, que además de falsa es mentirosa, la parte informante no entra del todo en el papel que le corresponde desarrollar entre la situación remota y el informado –el rey, quien como intérprete en acto, y lejos de quedar como mero «receptor del mensaje transmitido», también tiene su parte en el desempeño de la información: el de oyente que, al no conceder total crédito a las palabras de Libsomiro, reconduce el conjunto de la acción y efecto de informar a un punto más ajustado a la verdad del caso. En su conjunto, el acto y efecto de informar sigue dándose, quizás no como el informante tenía previsto; y aunque esta información sea sobre algo que no se da, no podemos dejar de llamarla así, según el alcance formal que el acto tiene: se trata, como dice Cervantes, de una información –no del todo lograda o conducida hasta su fin en su formalidad–, y no más bien de una maniobra mágica de adivinación, de una demostración (¿de qué «ciencia» estaríamos hablando en semejante contexto, sino de la astrología judiciaria?), de una persuasión o de una mostración televisiva. En contra de la lectura que un psicólogo cognitivo podría hacer del pasaje, vale la pena señalar que el alboroto del rey con ocasión de esta información no es un efecto del estrés que la llegada a su sistema nervioso central de «información difícilmente procesable» –información que tiende a descompensar el tono general de la evolución del sistema cognitivo y a reintroducirse en todos los circuitos de proceso–, haya podido desencadenar{22}.
Que la información sea falsa –intencionadamente falsa o no–, «falsa» en el sentido de que el informante enuncia algo falso, no impide que se haya traído en mientes, ante el informado, un escorzo formal de una situación remota: si esto ha sido así, hubo información en la misma medida en que pudo haber, junto a ella, enunciación de lo falso, siendo ésta, en su figura, enunciación –a pesar de resultar falsa. Y pese a la enunciación falsa, el rey ha sabido leer entre líneas y ha logrado que la mentira de Libsomiro quede envuelta en un resultado que es más cercano al de una información ajustada a la verdad del caso. Esta cuestión, la de que sea posible a la enunciación tanto el ser falsa como el ser verdadera –no las dos cosas al tiempo, pero puede que alternadamente, «según las divisiones del tiempo»{23}–, ya fue estudiada por Aristóteles en el tratado Acerca de la interpretación. La posibilidad de que la enunciación resulte falsa en la misma medida en que puede resultar verdadera –aunque no las dos cosas al tiempo, desde luego–, sin dejar de ser por eso enunciación –algo que parece chocar con la opinión de que toda enunciación falsa es, en rigor, una falsa enunciación, una enunciación de cartón piedra–, quizás para Aristóteles tuviera su razón en el carácter de posibilidad en que se da todo aquello que puede ser asunto de la significación enunciativa común: los hechos o prágmata que tienen lugar en el ámbito infralunar, en el mundo de lo corruptible y las duraciones, que es también el del desarrollo de las formas biopsicológicas conocidas, y al que se dirige la voz y el entendimiento de los hombres en primer lugar. Por supuesto, el conocimiento que los propios animales, en el acto de sus formas orgánicas sensorio-motrices, pudiesen alcanzar de aspectos sensibles de esa esfera de lo corruptible era, de partida, maleable y conjetural; y sobre ciertas situaciones contingentes que le eran de gran importancia práctica o técnica, el propio razonamiento del hombre, que tocaba las cosas en sus aspectos universales, podía alcanzar conocimientos meramente probables, no demostrativos –pese a que pudiese haber ciencias sobre, por ejemplo, la cantidad aritmética o la figura geométrica de esas mismas cosas corruptibles, en abstracción de su materia.
Vemos que a la información –en esta acepción mundana– le es inseparable, como a la propia enunciación en el razonamiento probable, el poder ser verdadera o falsa. Y aunque sepamos que nunca será falsa y verdadera al mismo tiempo y en el mismo sentido, la dificultad central no queda resuelta: ¿es verdadera o es falsa la información de Libsomiro al rey? ¿A qué puede atenerse el rey para acertar en el juicio? Como veremos, cuando la Cibernética intentó emular o explicar los rendimientos biopsicológicos de los animales superiores por analogía –según sus defensores, de proporción– con el funcionamiento de máquinas automáticas con control electrónico y feed-back, tuvo que desarrollar toda una teoría matemática de la Información –en su acepción refundida del término. Esta nueva teoría de la Información, en que se igualaba la cantidad de Información disponible a la «cantidad de reducción de la incertidumbre» que afectaba el desempeño exitoso del sistema, consistía ante todo en un control algebraico de la probabilidad, en el desarrollo de un cálculo en el que precisamente se intentaba una reconstrucción, por medio de la estadística ergódica, de esta posibilidad fundamental, con la que nos acabamos de topar leyendo el texto de Cervantes, de que una información –en su viejo concepto– sea verdadera o falsa. También la Información, en su nueva acepción, está sujeta a meras probabilidades, por lo que no siempre las máquinas automáticas logran cerrar su función ante situaciones contingentes –por ejemplo: un cañón antiaéreo de puntería automática no siempre logra alcanzar su objetivo, porque no siempre logra anticiparse a las maniobras evasivas de éste. Pero además, la Cibernética lograba reconstruir y recomponer en sus términos este carácter meramente posible de la vieja información: al considerar esa posibilidad de verdad/falsedad en términos de probabilidad estadística –una probabilidad entre 0 y 1– podría avanzar, por medio de verdades demostrativas –científicas–, en la reconstrucción ingenieril –tecnológica– de un razonamiento probable: y aunque el resultado del razonamiento no tuviese nunca una probabilidad de 1 sobre 1, la reconstrucción automática del mismo –la máquina cibernética– sí podría barajar diferentes resoluciones del razonamiento, alternar entre ellas y dar los pasos más seguros hacia el logro de la verdad –pongamos por caso: la verdad probable como la solución de un sistema de ecuaciones que determinan en qué dirección debe disparar el cañón antiaéreo para alcanzar con sus proyectiles a un avión con tal trayectoria, y así, el derribo del avión-; dicha reconstrucción tecnológica avanzaría sobre las formas del razonamiento probable no por meras conjeturas fenoménicas u opiniones plausibles –»a ojo de buen cubero»–, sino apoyándose en demostraciones científicas –las propias de la Matemática estadística, de la Física dinámica, o las que fuesen pertinentes para controlar, en este caso, la producción de un resultado probable, como el impacto de los proyectiles sobre el avión en vuelo.
Es obligado, en todo caso, observar que esta información de la que habla Cervantes en un sentido mundano no se desarrolla en un contexto de verdad fisicalista, sino fenoménica: tiene lugar en medio de contingencias, pero no soportándose sobre probabilidades estadísticas, como ocurre en los sistemas de telecomunicaciones –ya lo veremos. Y sin embargo, puede haber una información que no quede afectada de ese carácter de lo posible que la expone tanto a la falsedad como a la verdad. ¿No hablábamos antes, al leer un pasaje de el Libro de buen amor, de que en su acepción ontológica, la información de Dios al alma humana [entendemos que por medio de las Escrituras, la verdadera doctrina y la Gracia que administra, como autoridad, la Iglesia romana, y no más bien por medio de la predestinación; entendemos, también, que para el libre arbitrio y las obras, y no pese a él] no podía fallar respecto de su fin, que es el de la salvación para la vida inmortal? Aquí ya estaríamos abandonando un eje de la información antropológico para situarnos en un eje teológico, que se sostendría sobre esa acepción ontológica del término –la primera que señalaba Covarrubias– con la que hasta ahora no nos habíamos vuelto a topar en esta antología. No he podido evitar incluir aquí un pasaje del auto sacramental El divino Narciso, compuesto por la poetisa novohispana Juana de Asbaje –sor Juana Inés de la Cruz– e impreso alrededor de 1690, pasaje que nos serviría para ilustrar de qué modo, en el español de finales del siglo XVII –ya al borde de la llegada de la Ilustración, que fue afrancesamiento para algunos–, la acepción ontológica del término –deudora, como decíamos, de la distinción filosófica entre forma y materia, que se encuentra presupuesta en varios pasajes a lo largo de todo el auto– era acorde todavía con un uso teológico:
«Naturaleza Humana. — (...) pues muchas veces conformes / Divinas, y humanas letras, / dan a entender, que Dios pone / aún en las Plumas Gentiles / unos visos, en que asomen / los altos misterios suyos; / y así quiero que concordes, / tú des el cuerpo a la idea [habla a la Synagoga] / y tú vestido le cortes [a la Gentilidad]. / ¿Qué decís? (...)
Gentilidad. — Yo aunque no te entiendo bien / pues es lo que me propones, / que sólo te dé materia / para que tú allá la informes / de otra alma, de otro sentido, / que mis ojos no conocen, / te daré de humanas letras / los poéticos primores / de la historia de Narciso.»{24}
En el argumento del auto sacramental, la materia que ofrece la Gentilidad a la Naturaleza Humana es el mito de la metamorfosis de Narciso, un relato de tradición pagana que ha de servir, «informado de otra alma, de otro sentido» –del que la Gentilidad, en tanto ajena a la Iglesia, no era capaz– para la exposición alegórica de la doctrina católica de la transubstanciación: el cuerpo de Cristo, como el de Narciso en su blanca flor, está presente realmente en el sacramento de la Eucaristía, y es capaz de redimir infinitamente a la Naturaleza Humana de sus miserias y dolores. Ésta es la verdad de la Fe para cuya exposición alegórica la Naturaleza Humana, informada de aquélla por el Espíritu Santo presente en la Iglesia católica desde los tiempos de los apóstoles, puede informar a su vez –sobreponiéndose al mundo pagano y a la tradición judía al envolverlos con su propia Teología y sus ideas– los materiales que la Synagoga y la Gentilidad han alcanzado a legarle, pero que son insuficientes respecto del fin de su redención. En otras palabras: la Naturaleza Humana puede ahora transformar un mito pagano al informarlo –quizás con éxito– de un sentido que su autora, la Gentilidad, no podría descubrir en él, pero que quizás de modo providencial, estaba ya pugnando por darse a conocer «en las plumas gentiles»: esto implica que la Naturaleza Humana, en tanto finita y necesitada de Dios, no podía, tampoco, informar de ese sentido cualesquiera materiales que le hubiesen venido dados, sino sólo aquellos en que Dios hubiese dejado «asomar los visos de sus altos misterios» y fuesen ya adecuados a ese nuevo sentido: el cuerpo de la tradición judía y el vestido de la Roma pagana. La forma que se aporta a los materiales en esa información –reconfiguración, interpretación, si se quiere– no está, por tanto, desprendida de la materia, al menos para el hombre, que ha de limitarse a la alegorización. Volvemos, por tanto, a complicar el concepto de información con los aspectos de «situación en un orden de finalidad»{25} y teleología que el Arcipreste de Hita ya le había descubierto a comienzos del siglo XIV. Lo que debiera darnos mucho que pensar es, entonces, por qué en nuestra comprensión promedio del término no hay ya tal complicación, sino, antes que eso, una enconada negación de sus fundamentos en el estudio aristotélico de la finalidad y las formas en los seres vivientes, una negación que prefiere conducir la realidad del término al contexto de las tecnologías electrónicas «cibernéticas», en las que la cuestión del sentido y la finalidad biopsicológica es reemplazada por la del control de las condiciones «externas» variables y sus relaciones con los estados y acciones de un sistema tecnológico. La figura del cyborg –ciberorganismo– de la ciencia-ficción contemporánea, el organismo en que las funciones vegetativas y las conductas del ser viviente acaban siendo soportadas o desempeñadas por tecnologías electrónicas y miembros artificiales, resulta , considerada a la luz de esta privación, de lo más inquietante: podría estar señalando que las formas orgánicas del hombre están, en su misma puesta en acto ante las tecnologías electrónicas y su posición histórica –mediante información, en el sentido ontológico y el contemporáneo–, apresurándose a trocar sentido por control, para así conformarse a la presencia determinante de sus implantes cibernéticos y dar lugar –siguiendo la metáfora de la sociología organicista– a algún tipo de «organismo social cibernético», en el que éste pueda quedar confirmado en su propia condición de hombre-máquina, pero privado de todo otro horizonte de sentido en su quehacer. La figura ficticia del cyborg sería, pues, el mito de Narciso que tendríamos que envolver con nuevas formas para dar lugar a nuestra alegoría, si fuésemos capaces de alcanzar alguna verdad a través de ella.
Capítulo II
La reconstrucción ingenieril del concepto de información
en el siglo XX
El mero enunciado del título se compromete con una de las tesis capitales –y más discutibles– de este estudio. Que situemos en el siglo XX la mutación del concepto de información y descartemos hacerlo en los doscientos años anteriores –sobre los que hemos saltado sin mirar al rastrear la decantación histórica del concepto de información– no supone que estemos negando que, justamente a lo largo de esos doscientos años, los primeros cursos dispersos de la Revolución industrial hubiesen alcanzado ya a formar en algunas naciones modernas un paisaje histórico que, aunque no fuese el de la sociedad informatizada, pudiera ya entenderse como tecnológico, es decir, como propio de un mundo en el que las objetividades van ya incorporando, como marco de conformación, la dialéctica propia de la génesis de los conocimientos científicos, y no más bien la del desarrollo de las técnicas artesanales o tradiciones gremiales. Esta transformación tuvo, sin duda, sus componentes en lo que los marxistas llamarían las relaciones de producción y el despliegue de nuevas fuerzas productivas; pero, además, quedó progresivamente incorporada a la misma configuración de las objetualidades de nuestro mundo histórico: no sólo porque ya entonces los objetos producidos en serie comenzasen a sustituir a los artesanales –es decir: no sólo por la transformación de la organización institucional de la producción, que pasaba del taller a la industria maquinizada–, sino porque la construcción de muchos de esos objetos tenía que progresar ya, necesariamente, en términos y contextos asimismo tecnológicos. Por ejemplo, la producción de los objetos de metal galvanizado en el siglo XIX –muchos de ellos de uso cotidiano en la cocina– suponía ya el ejercicio de determinados conocimientos electroquímicos, y requería del control de los potenciales eléctricos o de determinados procesos de fundición y purificación de los metales, control que, en ningún caso, podría haber tenido lugar en las forjas artesanales y en los hornos de herrería tradicionales –para empezar, a causa del nuevo tamaño y moldeado de las piezas de metal fundido con las que se comenzaba a trabajar.
Que situemos en el siglo XX, y no en el primer desarrollo de la Revolución industrial, la transformación del concepto de información, responde a la necesidad de vincular circularmente el desarrollo de sus nuevas acepciones –las dominantes en el presente histórico de la «Sociedad de la Información»– a la aparición y distribución de las tecnologías electrónicas de control, cómputo y telecomunicación, antes que a ningún otro género de tecnologías. Estas tecnologías electrónicas se pueden pensar como incorporadas al soporte configurador o «esqueleto disperso» de nuestro mundo y de esta escala civilizatoria precisamente a lo largo de ese siglo XX, y no antes –tan incorporadas están, que al menos desde mediados de la década de 1980, parte de los arsenales militares contemporáneos responde al planteamiento estratégico de inutilizar las tecnologías electrónicas del enemigo con fuertes pulsos electromagnéticos, lo que permitiría no sólo dejarle sin computadoras militares, comunicaciones o armamento de puntería automática, sino poner fuera de control la mayor parte de la maquinaria que interviene en su producción industrial o energética, cuyo funcionamiento supone los rendimientos de determinados circuitos de control electrónico. Como defenderemos en otro lugar, la clasificación de las tecnologías electrónicas obliga a darlas por insertas en muchos casos como «tecnologías de segundo grado», que suponen ya la presencia de tecnologías sobre las que ellas, a modo de circuitos de control, permiten la aparición de nuevos funcionamientos. Así, a título de tecnologías de segundo grado, es como a lo largo de la segunda mitad del siglo XX los sistemas electrónicos permitieron desarrollar la idea de producción automatizada y flexible –una idea propia del proyecto de la Sociedad de la Información–, a partir de la de maquinización del trabajo.
Puede que, prescindiendo de ciertas tesis ontológicas sobre la naturaleza de los conceptos, este intento de remitir al desarrollo de un género de tecnologías la transformación de los contenidos del término «información» resulte imposible en su planteamiento. Puesto que éste no es lugar para discusiones de ese jaez, bastará apuntar a ese respecto que, enfrentándonos a la tradición subjetivista de las filosofías modernas, no consideramos que los conceptos puedan ser resultado de la mera «abstracción mental de las impresiones» o puedan permanecer «fijos» frente al progreso de los conocimientos como unidades ideacionales, focos pertenecientes a un «tesoro metafísico atemporal» al que todas las lenguas históricas se estarían remitiendo con sus vocabularios, con mayor o menor grado de precisión. Tampoco quisiéramos completar estas posturas con observaciones relativistas de corte sociológico sobre la presencia de «factores culturales« en la evolución de las lenguas modernas y la composición ideológica de los conceptos. Nuestra postura inicial en la discusión es la de que los conceptos forman parte efectiva del mundo, y no de la «mente» moderna que se abría camino desde el solipsismo hasta el conocimiento del mismo. No son aspectos fingidos, sino que en su formalidad y universalidad, se encuentran efectivamente distribuidos en figuras individuales y conforman sus relaciones: «no todo se relaciona con todo, ni algo se relaciona con otra cosa siempre de la misma forma». Por supuesto, esto les impide tanto quedar atados en sus contenidos a la voluntad representativa de los «sujetos» –individuales o sociológicos– como quedar a salvo de las transformaciones que se vayan dando en el mundo a resultas de la actividad de esos mismos sujetos.
La realidad de cada concepto queda, por tanto, inserta en el mundo, aunque no por eso resulte «redefinible» según el capricho de un «Hombre» que simplemente tome las cosas que lo rodean como «instrumento de sus fines»: esos conceptos, en sus desajustes y transformaciones desiguales, dan las posibilidades entre las que se mueven los hombres históricos. Si, por ejemplo, la lanzadera de tejido tradicional es un concepto ahora manejado apenas por los estudiosos de la técnica, y fue en otros tiempos un concepto realmente manejado por los hombres y relacionado con el concepto de la hiladora y –de otro modo– con el de tejido, podríamos decir: el hecho de que en la Inglaterra de 1733 John Kay construyese a partir de ella una lanzadera volante, capaz de producir tejidos de un ancho mayor que la longitud abarcada por los brazos en extensión de un tejedor medio, no podía dejar incólume la realidad de ésta; en unas décadas, las lanzaderas y los telares manuales serían desplazadas por los mecánicos, que sin embargo, seguían siendo lanzaderas y telares –y no sólo a causa de una homonimia equívoca, sino siguiendo una dialéctica de transformación en el concepto. Después llegaría el momento en que el desajuste entre la tejedora mecánica y la hiladora tradicional –hubo meses en los que los talleres ingleses que usaban las nuevas tejedoras tuvieron que detener su producción, precisamente porque la fabricación de hilo no daba abastos suficientes o era demasiado costosa– sería parcialmente salvado por la más tardía y compleja mecanización del hilado –alrededor de 1770–, y mediante la incorporación de las máquinas de vapor como fuente de movimiento para la maquinaria textil, que ya a finales de ese siglo era capaz de desempeñar toda la operación de urdido y trama. La tejedora mecánica había envuelto ya entonces el concepto tradicional de lanzadera, recomponiendo su realidad junto a la propia de la figura del tejedor, que ahora quedaba sustituido por el operario descualificado de la máquina. Al quedar las formas técnicas de las operaciones de hilado y tejido resituadas y reconstruidas por el cruce con conceptos propios de las artes mecánicas modernas –los ejes, las levas excéntricas, los cigüeñales, los diversos tipos de engranaje, etcétera–, la realidad de los conceptos textiles quedaba igualmente entreverada de componentes que, si bien en un principio no eran todos ellos tecnológicos, después ya serían incorporados formalmente al desarrollo de los saberes ingenieriles correspondientes, y así, remitidos a términos propios de las ciencias estrictas.
Pues bien: nosotros vamos a defender que, aunque ya en el siglo XIX las tecnologías del teléfono y el telégrafo{26} se distribuyeron a una escala tal en las naciones industrializadas que llegaron a formar nuevos depósitos sobre el viejo concepto de información –llegándose a hablar ya entonces de «agencias mundiales de información», o de «facilitar información»{27}–, no fue hasta el siglo XX, y justamente hasta los años en que empezaron a desarrollarse tecnologías electrónicas de comunicaciones, cómputo y control, cuando esos depósitos se pudieron asentar sobre una efectiva reconstrucción tecnológica del concepto, que quedaba ya listo para ser usado como una «idea» o noción transcendental en otras disciplinas ingenieriles –por ejemplo, en la llamada Ingeniería genética. Es decir: si ya en el siglo XIX las informaciones –en la acepción mundana estudiada en el capítulo anterior– comenzaron a quedar mediadas, en su propia identidad, por la interposición de un sistema telegráfico o telefónico de telecomunicaciones –tecnológico, en todo caso, lo que lo hace sustancialmente diferente de la relación escrita o el tam-tam– entre la parte informante y la parte informada, y si ya entonces, en tanto mediadas, eran relativamente libres de sus formas fenoménicas de duración y distancia –pues ya la información podía tener lugar sin que las partes tuviesen que encontrarse fenoménicamente presentes la una a la otra, pudiéndose informar sobre acontecimientos remotos en apenas unos segundos a una segunda parte tras el aparato receptor en el otro extremo del mundo–, será sólo en el siglo XX, después de que las tecnologías electrónicas de comunicaciones y control vayan a integrarse en el «soporte configurador« de nuestra escala civilizatoria, cuando la nueva acepción del término «información» quede asentada.
Para que la nueva acepción se consolide será necesaria una reconstrucción ingenieril –tecnológica– no de la «carga psicológica» del término, sino dada al nivel de la realidad del concepto en tanto inserto en el mundo: hará falta que las viejas informaciones –hechas de viva palabra, o manuscritas y entregadas en mano– queden envueltas por la nueva información tecnológica, del mismo modo que la lanzadera quedó envuelta y transformada por la máquina tejedora; la parte informante y la parte informada deberían soportar, por analogía, una transfiguración pareja a la que en su momento sustituyó al tejedor por el operario maquinal. En continuidad con ese mismo proceso reconstructivo, empezarán a ser información –en el sentido generalísimo de datos en el sistema tecnológico– las fotografías enviadas por sistemas de teleimpresión, las imágenes en movimiento captadas por sistemas de televisión, los registros sonoros de ejecuciones musicales, etcétera; y lo serán tanto más confusamente cuando las tecnologías de registro sonoro u óptico pasen a funcionar en muestreo digital –o «numérico»– en lugar de por muestreos analógicos, y permitan, a través del abaratamiento de la fabricación de componentes y la ultrarreducción, «el acceso universal a las nuevas tecnologías«. Entonces comenzará a despejarse el largo camino hacia la Sociedad de la Información.
1. La introducción de las tecnologías en el acto y efecto de informar: consideraciones dialécticas iniciales. La telegrafía y la telefonía como reconstrucciones materiales (genéricas) de la información tradicional por escrito o hablada y como ruptura de su régimen fenoménico original. Incongruencias entre la acepción mundana del término «información» y su tratamiento ingenieril.
«El problema fundamental de la comunicación es el de reproducir en un lugar, sea de un modo exacto o aproximado, un mensaje que se ha seleccionado en otro. Con frecuencia, los mensajes tienen significado, esto es, se refieren o están en correlación con un sistema con ciertas entidades físicas o conceptuales. Estos aspectos semánticos de la comunicación son irrelevantes de cara al problema ingenieril. El aspecto que nos importa es el de que un mensaje enviado es uno seleccionado de entre un juego de mensajes posibles.»{28}
En el contexto de la ingeniería de telecomunicaciones, y no más bien en el de los saberes que posteriormente pudieron adoptar y manejar como propio, de modo recto u oblicuo, el nuevo estrato de la idea de información –las ingenierías de computadoras y control automático, la Psicología cognitiva, la Biología molecular, la Lingüística, el periodismo normalizado, etcétera–, es donde podemos encontrar por primera vez una reconstrucción efectiva de las viejas acepciones del concepto: efectiva porque, como explicábamos antes, supone que más allá de las redefiniciones retóricas, los actos de informar y sus efectos están siendo realmente expuestos a reconstrucciones ingenieriles, que insertan en ellos una dialéctica tecnológica respecto al plano fisicalista a la que antes eran formalmente ajenos –aunque no dejasen de estar sujetos a ese plano a otro nivel–, y que les permiten alcanzar una escala antes desconocida precisamente como actos y efectos de informar. Por ejemplo, en el caso de la comunicación sonora por radio, el que frente al aparato fonador de un individuo que habla junto al aparato emisor se colocase un dispositivo transductor –un micrófono, a la sazón– construido de tal modo que alcanzase a recoger las vibraciones «audibles» del aire producidas por sus proferencias y a convertirlas en señales eléctricas moduladas; el que después esa señal fuese amplificada, descompuesta y filtrada por circuitos electrónicos y finalmente se utilizase para modular la emisión de una potentísima antena en determinada franja del espectro electromagnético, permitía que, allí donde hubiese otros hombres junto a un aparato receptor de radio capaz de ejecutar sobre las ondas recibidas las operaciones inversas de las que tuvieron lugar en la estación, pudiese haber información: información en la misma medida en que el discurso del informante quedase reconstruido materialmente en sus sonidos y pudiese ser comprensible para los oyentes –y siempre y cuando fuese éste formalmente, en su construcción por la parte informante y su comprensión por la parte informada, información pragmática (sobre situaciones remotas), y no más bien mera persuasión, mitologización, etcétera. No es este cambio de escala en las informaciones que permiten las tecnologías de la radiofonía exclusivamente aprovechado por las instituciones del periodismo y el entretenimiento radiofónico, sino que se da también, y acaso con mejor cumplimiento de la idea de radiofonía formal{29}, en las comunicaciones militares, en la organización de los transportes por carretera, etcétera. Cuando una unidad de infantería presente en el campo de batalla informa por radiofonía sobre la situación en el mapa de una trinchera enemiga y orienta hacia ella el fuego de una batería de artillería operada manualmente –una batería que disparará sobre el campo desde una posición segura, quizás en un llano tras unas estribaciones a 8 kilómetros de distancia, y que, sin tener a la vista el blanco, conseguirá bombardearlo– se ha producido una situación gnoseológicamente distinta de la que se hubiese dado si la unidad de infantería hubiese enviado un informe escrito a través de una paloma mensajera o mediante el código de señales visuales de banderas, e incluso, cuando hubiese tenido que desplazar a algunos de sus hombres hasta la posición de la artillería para que ésos informasen de viva palabra al oficial de artillería sobre las coordenadas del bombardeo.
Observemos que, al aparecer esa dialéctica tecnológica como soporte del acto de información, éste puede ir quedando relativamente libre, en su cumplimiento, de las formas fenoménicas originales (duraciones, distancias) que antes lo acompañaban en toda su constitución por medio de operaciones musculares de fonación y escritura o en la audición y visión de la parte informada: ahora, en el desarrollo de las informaciones, se introduce la mediación de una serie de funciones y operaciones dadas en un plano fisicalista –generalmente será el de las tecnologías electrónicas o electromecánicas{30} — en el que no hay propiamente figuras fenoménicas o conductas –tampoco, por tanto, duraciones o distancias de recorrido–, sino materiales y figuras de verdad propios del plano –quizás cargas eléctricas discretizadas, campos electromagnéticos, bobinas de inducción, cristales semiconductores, acumuladores, etcétera– que se despliegan en un espacio y un tiempo métricos, de mera codeterminación de variables en relaciones sintéticas de contigüidad. Por la mediación de ese plano fisicalista introducido al quedar insertas las tecnologías de comunicación en su realidad, las informaciones pueden comenzar a tener lugar al margen de las condiciones operatorias en que antes quedaban formalmente inscritas, y que pasaban por el encuentro (fenoménico) de ambas partes en un discurso sobre el remoto asunto de la información. Ahora, en este nuevo nivel, la situación remota es traída en mientes ante la parte informada en ausencia formal de la parte informante o de su relación escrita –porque, formalmente, el informante estará también ubicado en una situación remota respecto de la del informado, a no ser que se dé una bilocación–, cuando antes era necesario, para que pudiese haber información, que las operaciones lingüísticas del informante estuviesen teniendo lugar en los alrededores fenoménicos del informado o los alcanzasen como tales: en la configuración del acto de informar se presuponían conductas de desplazamiento por parte de los intervinientes, o al menos por parte del mensajero que presentaba la relación escrita del primero al segundo, o quizás la ejecución de algunas conductas de señalización visual o auditiva que ofreciesen, como en el caso de las señales mediante banderas de la marinería, una indicación a su vez fenoménica –derivada y sustitutiva– de las operaciones de articulación del habla del informante –una indicación que incidiese en los alrededores fenoménicos del informado precisamente sin necesidad de reconstrucciones o mediaciones tecnológicas. Por tanto, la introducción de esas tecnologías en la «identidad» del acto y efecto de informar no consiste sin más, desde el punto de vista gnoseológico, en una «multiplicación» de los efectos de las fonaciones del informante y de la cantidad de los virtuales informados –pudiera ser que la información tuviera lugar secretamente–, sino en principio en la abstracción efectiva de las distancias y las duraciones conductuales (fenoménicas) que antes mediaban formalmente como tales entre el informado, el informante y la situación remota; la abstracción, por tanto, de las operaciones de recorrido geográfico y encuentro entre una parte y la otra, y en el extremo, la abstracción de los propios paisajes y relaciones de sentido que se irían dando en ese desplazamiento de la ausencia a la presencia entre ambas partes.
Busquemos apoyo, al objeto de aclarar algunas dificultades, en la exposición de un caso particular: el del telégrafo Morse de electroimán, el primer sistema tecnológico de telecomunicaciones que podría catalogarse como tal{31}. Los primeros tendidos telegráficos operativos en los Estados Unidos en la década de 1840 bajo supervisión del ingeniero Samuel Morse permitían que, desde un terminal en Washington a otro situado en Baltimore –a más de 60 kilómetros de distancia geográfica– llegasen secuencias reconocibles de los tres estados de línea establecidos por el código Morse –»silencio», «punto», «raya»–, secuencias que bastaban para recomponer, virtualmente, cualquier texto breve escrito en lengua inglesa –el código comprendía los caracteres alfabéticos, cifras y los signos de puntuación– que se hubiese querido hacer llegar de una ciudad a otra por medios tradicionales. ¿Cabe en ese caso de la transmisión telegráfica hablar de información en la acepción mundana que examinábamos antes y no más bien en la acepción ingenieril? Estaremos de acuerdo en que ese mismo texto telegrafiado, si en otras circunstancias hubiese sido sencillamente manuscrito y transportado por un correo a caballo –pongamos por caso– de manos de un letrado de Baltimore a un juez de Washington, hubiese permitido que se produjera una información sobre una situación remota respecto del juez y tocante a la verdad y justicia del asunto, justo en el sentido en que Covarrubias introducía el término en su acepción mundana.
Pero bien es cierto –y esto nos dará mucho que decir a continuación– que, desde el punto de vista de la operación y funcionamiento del sistema de telecomunicaciones, el texto codificado y transmitido –o mejor dicho, reconstruido materialmente en la codificación y descodificación, ya que las grafías visibles jamás podrían llegar, en rigor, a «viajar» a través de la línea– según la clave Morse podría haber sido, indiferentemente, una relación informativa u otra cosa: quizás una felicitación, un pésame, una apelación, una mofa, una secuencia azarosa de caracteres de imprenta, etcétera. Para la operación y funcionamiento del sistema de telegrafía sólo es relevante el tiempo de línea a ocupar y el número de «puntos», «rayas» y «silencios» a insertar en la línea: y estas cantidades tendrán que ver, justamente, con la medida de la «información (por unidad de tiempo)» que interesa a la definición ingenieril de la nueva acepción del término y al estudio del rendimiento de esos aparatos{32}. En el sistema de telegrafía –mucho más claramente en el sistema de teletipo–, cuya función se monta sobre formas y materiales fisicalistas pertenecientes a uno o más campos científicos, no hay lugar para la formalidad fenoménica del discurso escrito, sino para su mera materialidad gráfica, acaso como la secuencia de «puntos», «rayas» y «espacios» que una cabezal formará sobre el papel en el terminal de llegada a resultas de la actuación del electroimán y que habrá que descodificar; en el mejor de los casos, el del sistema telegráfico automático –capaz de recomponer en el extremo receptor el mensaje ya descodificado–, sólo se reconstruye el texto impreso en tanto resultado combinatorio de un juego finito de elementos que se repiten dando lugar a una secuencia –con eso cuenta la codificación Morse-; elementos que en esta ocasión son, sí, las partes mínimas formales del inglés escrito –como en el caso de la imprenta de tipos móviles–, pero que no son envueltas por el sistema telegráfico en su formalidad lingüística (fenoménica), siempre desplegada entre medias de lexemas y morfemas compuestos en construcciones articuladas y unidades lingüísticas figurales de diverso grado: el sistema telegráfico o de teletipo envolvería esas secuencias de grafías, acaso, en su materialidad discreta y dispersa de texto alfabético de imprenta, reproducido únicamente como secuencia finita de figuras gráficas unitarias comprendidas dentro de un juego definido de tipos.
Desde el punto de vista de la operación y función fisicalistas del sistema telegráfico no hay distinción posible, como veremos, entre secuencias en código Morse que den lugar a una oración articulada una en su formalidad y secuencias que simplemente den lugar a un texto ininteligible dotado de la unidad genérica (material) de cualquier secuencia generada por la impresión azarosa de determinados elementos gráficos, sean los propios de la escritura del inglés o no{33}. Hay en esto una relativa anegación de la forma por la materia genérica, presupuesta y explotada en el funcionamiento reconstructivo del sistema de telecomunicaciones, y que acabará permitiendo al ingeniero denominar igualmente «información» o «mensaje», por extensión efectiva, las fotografías exploradas y enviadas por los sistemas de teleimpresión, las imágenes recogidas por un sistema de televisión, o las notas de un instrumento musical registradas por un fonógrafo, es decir: cualquier «material» que el sistema tecnológico de registro y reproducción pueda envolver con sus funcionamientos, al menos en determinados aspectos fisicalistas, genérico-materiales. Por todo lo que venimos diciendo, se entenderá que de la mera presencia, proliferación y complicación de los sistemas de telegrafía nadie esperase, a finales del XIX, ninguna «revolución de la información» –pues siempre y cuando el concepto de información se mantuviera en sus quicios tradicionales, no habría manera de encontrar en el telégrafo más que una relativa ventaja en costos o velocidad respecto a quienes no pudiesen hacer uso de él: la telegrafía no podía reconstruir y dar soporte a las informaciones, desde el punto de vista tecnológico, más allá de cierta materialidad genérica que las igualaba a cualesquiera secuencias obtenidas por combinación de elementos de un juego finito, por lo que las sandeces telegrafiadas seguían siendo sandeces, y no se convertían en informaciones, aunque tuviesen «carga informativa» en la jerga del ingeniero. Tampoco, y ya veremos por qué, tenemos razones para esperar esa misma «revolución» por la «universalización de las TIC» en la era electrónica, aunque –como dijimos en el prólogo de este trabajo– se esté esperando ya que este acceso universal sirva para la constitución de la nueva «Sociedad de la Información».
Pero veamos qué efectiva novedad aparece en ese caso considerado: en la sustitución de la función del correo a caballo entre Washington y Baltimore por la operación del sistema telegráfico, la novedad gnoseológica entra por la mediación, en la configuración del acto y efecto de informar, de un régimen estético propio de un espacio y un tiempo fisicalistas que, mal que le pese a Kant, no son forma de ninguna intuición sensible relativa a fenómenos biopsicológicos –al menos mientras nos movamos fuera de determinados contextos de demostración. Los 60 kilómetros de cableado, una vez instalados y pagados por el Gobierno de los EEUU, no eran relevantes por ser 60, sino por presentar una cierta resistencia ante el movimiento de las cargas eléctricas a su través y estar expuestos a interferencias. ¿Qué correo a caballo podría ingresar en ese espacio y ese tiempo sin transformarse en un fenómeno electromagnético? Todos los paisajes entre Washington y Baltimore cruzados por la línea telegráfica quedaban resueltos en el movimiento de cargas eléctricas a través de un elemento conductor extendido como hilo: el recorrido entre ambas ciudades se convertía, en los límites formales del sistema de telecomunicaciones –terminales y tendido de cables, en relativo aislamiento–, en un fenómeno controlado de inducción electromagnética, producido al instante sobre un electroimán del aparato receptor por los cierres del circuito alimentado por la batería voltaica en el extremo emisor –cierres en un principio controlados manualmente por un telegrafista, pero que ya después eran producidos por una máquina en función de las perforaciones de una cinta de papel previamente preparada que un mecanismo de relojería hacía pasar junto a unas escobillas «lectoras». La distancia geográfica y la duración del trayecto entre punto y punto eran reconstruidos, a través de la extensión del circuito del sistema de un punto a otro, en los términos propios de la función espacio-tiempo que determina la transmisión de una perturbación electromagnética en el elemento conductor de los hilos; y en tanto efectivamente reconstruidos, esa distancia y esa duración del recorrido –la sucesión de figuras fenoménicas que, paisaje tras paisaje, llevaban las unas a las otras– quedaban abstraídos de los actos que la parte informante y la parte informada otrora hubiesen necesitado sostener para que tuviese lugar la información: en ese aspecto, los 60 kilómetros entre las ubicaciones geográficas del juez y el letrado se habían convertido en una distancia infinitesimal por la mediación efectiva en la información del uno al otro del éter cósmico –o eso se creía, cuando se afirmaba la existencia del éter electromagnético. Precisamente en la elección de los fenómenos electromagnéticos y su control como objetos formales del sistema tecnológico de Morse estribaba el «buen hacer ingenieril» que permitía aventajar a otros montajes telegráficos anteriores, como el basado en señales luminosas entre atalayas –ya mencionado– o el basado en el proceso de electrolisis de ciertas soluciones –que también se intentó. El sistema telegráfico de Morse, al recurrir a los teoremas de la Física del electromagnetismo, ofreció un soporte tecnológico a la reproducción de breves textos de un extremo a otro de las líneas que, si bien requería de una costosa instalación, después ofrecía una operación mucho más rápida y económica que la del correo a caballo, y resultaba así fácilmente explotable por las instituciones económicas del mercado de servicios. Nos encontramos con una situación, de nuevo, análoga a otras propias del desarrollo de la Revolución industrial: la ventaja relativa viene de la reconstrucción tecnológica de configuraciones objetivas que requerían de las operaciones musculares de uno o más agentes sobre objetualidades artesanas.
La presencia de las tecnologías de la «información y la comunicación» no sólo produce en las informaciones una «revolución industrial», en el sentido de que deja obsoleta, en cuanto a rendimiento –por analogía con el caso del oficio del tejedor y la tejedora automática–, la compañía de postas y mensajeros que la familia de Juan de Tassis –o Taxis– organizó en tiempos de Felipe II para facilitar las informaciones privadas entre las personas del Imperio español. Para poder llegar a sustituir las operaciones del sujeto fenoménico, antes hay que reconstruirlas en términos fisicalistas en función del resultado: la posible «industrialización de las informaciones», que permite –por ejemplo– a día de hoy que enviemos un pequeño texto de terminal a terminal de telefonía móvil a muy bajo coste y mediando sólo unos segundos de retardo, únicamente puede tener lugar al devolverse el acto y efecto de informar a términos situados en un espacio y un tiempo fisicalistas que no son precisamente las distancias y duraciones que habría que recorrer para que pudiese tener lugar la información, en el sentido en que ésta se producía según Covarrubias: de otro modo, no pretendería nadie «universalizar el acceso a las tecnologías de la información y los servicios de Internet». Y justamente aquí llega el corolario: ¿qué sucederá cuando, en lugar de haber disponible un tendido telegráfico de 60 kilómetros entre dos puntos de la geografía terrestre, los postes de líneas de teléfonos y telégrafo empiecen a proliferar –hasta alcanzarse los cientos de miles de kilómetros de línea– y a servir de soporte configurador para informaciones entre prácticamente dos puntos cualesquiera del mundo histórico, convirtiéndose sus terminales en la figura «a la mano» que de modo inmediato se nos ofrece para la realización del acto y efecto de informar? ¿Se producirán entonces, como dicen algunos, la «ruptura de las distancias geográficas» y la «universalización de la información» o, de nuevo, volveremos a encontrarnos con que, de acuerdo con la acepción ingenieril, información también hay en una secuencia cualquiera de caracteres tipográficos desprovista de sentido? Una vez se vayan universalizando en el siglo XX los tendidos tecnológicos de telecomunicación y atraigan sobre sí un mercado de los servicios, lo más urgente será explotar convenientemente su rendimiento: tras la inversión inicial, deberá buscarse un uso tan extendido de esas líneas como sea posible. Si el tráfico de información –en el sentido ingenieril– va a facilitar las informaciones –en el sentido tradicional– a esa nueva escala o no es indiferente: es imperativo ofrecer y vender el servicio de línea y renovar la red. Pero, dadas las condiciones históricas en que nos movemos, esto supone que la realidad misma de la información –en el sentido ingenieril– se ve conducida, por la necesidad, a la «universalización» que la sitúa como una envoltura tecnológica más de nuestros actos cotidianos: ¿habrá entonces lugar para una continua información en el sentido de Covarrubias, o ésta quedará formalmente limitada a algunos usos puntuales de esas tecnologías, y no más bien ampliada al ritmo de utilización que requiere la explotación capitalista de las instalaciones y de la propia difusión de las tecnologías «TIC»{34}?
2. Consideraciones dialécticas sobre la tesis humanista del desarrollo tecnológico: ¿responden las tecnologías contemporáneas de telecomunicación a una «necesidad (‘natural o cultural’) de información»? La pluralidad conflictiva de los cursos técnicos y tecnológicos disyuntos. La incorporación del uso y de las consideraciones psico-físicas a la dialéctica tecnológica.
Estábamos hablando más arriba del rápido triunfo de la tecnología telegráfica de Samuel Morse, dependiente de la invención del electroimán y la batería, sobre otros conceptos tecnológicos –por ejemplo, la telegrafía por electrolisis– y figuras técnicas –las líneas de atalayas de señales ópticas del siglo XVIII, el correo a caballo, etcétera– que se habían desarrollado, en principio, como respuestas funcionales a la misma «necesidad social de información» o, como dirían otros, «necesidad humana de información». Repárese en que precisamente esa oposición entre necesidades universales a toda la especie biológica y necesidades «construidas socialmente» queda doblemente atada a prejuicios sobre la existencia de un «sujeto», quizás colectivo –la «especie», la nación política, la «cultura patriarcal»...– o tal vez individual –la persona–, del que proviene el «imperativo» de las necesidades, que responderían al mantenimiento de la identidad cerrada y rígida del mismo, sea ésta «histórica» o «natural». Este escurridizo prejuicio ha llevado a grandes historiadores de la técnica y la tecnología como Lewis Mumford{35} a sostener de modo tácito la que llamamos tesis humanista sobre la técnica y la tecnología: la tesis de que cabe ir expulsando indenifinidamente de la «envoltura técnica» en que se desarrolla la humanidad –y en eso consistiría el progreso histórico– aquellos «elementos incompatibles con el bienestar [de los hombres]» de los que surge la contrafinalidad o que –como diríamos en estos días– dan lugar a un desarrollo insostenible («social y ecológicamente insostenible»). Según dicha tesis, sería posible a la larga, mediante una cuidada selección de «los medios», que los hombres recurriesen sólo a aquellas herramientas, procedimientos industriales y máquinas –nuevos o heredados– cuyo uso no resulte incompatible con la felicidad del género humano; en consecuencia, no habría por qué prescindir radicalmente de la «envoltura técnica moderna» cuando se pretendiese regresar a la situación de «manos desnudas» de Adán y Eva en el Edén, o lo que es igual, no habría por qué destruir las máquinas automáticas para recuperar ese bienestar colectivo, sino que debería insistirse en el afinado y criba de las mismas. Sería quizás excesivo suponer que este mismo pensamiento es el que está debajo de la retórica humanista de la ONU sobre la «Sociedad de la Información» o «computopía» –véase nuestro prólogo–, tan bien adoptado por los programas políticos de nuestros partidos; o incluso bajo el entusiasmo que algunos neocomunistas como Antonio Negri y Miguel Hardt han padecido al constatar la progresiva dependencia de la producción capitalista de la «informatización o posmodernización», que se ha llegado a presentar como el vector infeccioso por el que la las relaciones de producción contraídas bajo las condiciones propias del «trabajo inmaterial» se llenarán de «redes sociales, formas de comunidad, biopoder», redes que a su vez irán configurando un «comunismo espontáneo y elemental» y conculcando los límites de la propiedad privada{36}.
Para desmarcarnos del fondo metafísico de este pensamiento, nosotros querríamos prescindir, durante nuestro examen del lugar histórico de las tecnologías de comunicación, cómputo y control, del pensamiento de que la técnica y las tecnologías cubren unas necesidades que, «naturalmente heredadas» o «culturalmente» instituidas, puedan considerarse fijadas desde algún marco positivo flotante y más o menos unificado –biológico y permanente o histórico y pasajero– que permita valorar si aquéllas quedan satisfechas o no por las figuras productivas, y que determine por sí sola el grado de difusión y éxito de cada una de las posibles «soluciones». En muy buena parte, los argumentos de F. Engels en el opúsculo El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre contra el pensamiento de que «el trabajo le llegó al hombre cuando éste ya estaba terminado», nos podrían ofrecer el nuevo planteamiento de la cuestión tras el que andamos; y a pesar de que nos resulte imposible hacerlo ahora por nuestros medios, sugerimos al lector que recupere para la ocasión aquellos pasajes del diálogo Cratilo de Platón en los que se desarrollan las aporías sobre las doctrinas del presunto origen del lenguaje en la naturaleza o en la convención.
Aquí vamos a sostener lo siguiente: antes que en medio de necesidades fijadas y determinadas –»naturales» o «construidas socialmente»– a las que pudiesen responder como medios más o menos logrados los diferentes cursos técnicos y tecnológicos, y que sirviesen para «decidir» cuáles de éstos se adoptan y cuáles quedan descartados o abandonados, puede que nos encontremos en medio de un desarrollo inacabado de figuras productivas múltiples y en principio desajustadas entre sí, figuras que irán reuniéndose conflictivamente y adquiriendo relaciones de coordinación y subordinación provisionales; puede que, antes que necesidades dictadas como fines –«naturales» o «convencionales»– se tengan que dar contradicciones y desajustes entre esos mismos cursos técnicos y tecnológicos disyuntos en desarrollo, que sean los que vayan definiendo y redefiniendo, como condiciones para su misma prosecución y mantenimiento, las propias necesidades «humanas» en los márgenes de cada posición histórica; y puede que, además, la resolución de esas contradicciones, en lugar de seguir una lógica puramente técnica o meramente sociológico-cultural, sólo sea posible de raíz en medio de una dialéctica histórica de segundo nivel en la que no puedan dejar de intervenir las instituciones histórico-políticas y tener lugar los conflictos de intereses de las diversas clases que conviven en el mismo Estado{37}, e incluso los conflictos entre diversas naciones políticas. Dado que los hombres nunca han existido –siquiera como especie biológica– al margen del trabajo y del desarrollo de esos mismos cursos técnicos –por rudimentarios que fueran–, no podría recuperarse jamás una escala de «necesidades etológicas primordiales» cuya satisfacción pudiese servir como medida y fin natural del desenvolvimiento técnico y tecnológico –un fin al que, parcialmente, responderían todas las tentativas civilizatorias y sus montajes técnicos. De otra manera, nos encontraríamos con que el movimiento de la historia universal y, en ella, de los cursos técnicos y tecnológicos, respondería no a los desajustes entre sus propios contenidos y al modo en que éstos van siendo resueltos provisionalmente en su propia prosecución, sino al «anhelo» de la satisfacción de unos fines que estarían fijados universalmente; y negarnos a comulgar con esto no significa, por otro lado, que asumamos que los hombres, mediante la convención y las instituciones culturales, hayan escapado a un plano en que puedan permitirse evitar el carácter material de la producción y sus condiciones –no comprendemos, por tanto, qué sea eso del «trabajo inmaterial»–, dictando él mismo sus necesidades como un «espíritu», desde condiciones caprichosas o fingidas. Al menos en nuestro presente histórico podemos constatar que, en contra de lo que el buen sentido parecería invitarnos a creer, el factor dominante en esa dialéctica entre instituciones histórico-políticas y prosecución de los cursos tecnológicos no es aquél que correspondería a la cabeza de quien se mueve, sino el análogo del propio movimiento de los pies. Resulta ya sospechoso que el «proyecto salvífico humanista» dominante en nuestros días tenga que tener la forma de una «Sociedad de la Información», comprometida ni más ni menos que con la difusión por doquier de las «TIC»: esto parece responder en primer lugar, antes que a ninguna «necesidad humana de información», al imperativo comercial de difundir a gran escala{38} las mismas tecnologías electrónicas que se presentan como elemento determinante en la construcción de la futura «Sociedad del Conocimiento» –que debiera ser, según algunos, la forma plena de la Sociedad de la Información. Siendo consecuentes con nuestras tesis, tenemos que afirmar que el «fin» de la implantación de tal proyecto no es otro que el de saturar nuestros entornos, hasta un absurdo ridículo desde el punto de vista personal pero plenamente ajustado a las necesidades propias del mundo histórico en que habitamos, de tantas tecnologías electrónicas «digitales» como seamos capaces de producir y comprar. Y esto no excluye, como decíamos, que en medio de ese movimiento de la cabeza tras los pies nuestras instituciones políticas no hayan decidido, democráticamente, realimentar el ridículo.
Es necesario que hagamos estas aclaraciones para evitar las trampas más comunes que la «filosofía (mundana o académica) de la tecnología» nos prepara al aproximarnos a la cuestión del papel de las tecnologías electrónicas en el desarrollo de la «sociedad informatizada» y a la otra sobre si, de acuerdo con el discurso humanista de la ONU –véase nuestro prólogo–, éstas van a facilitar por su mismo «potencial» que se alcancen los bienintencionados y pánfilos objetivos de la «Declaración del milenio», que incluyen «erradicar la extrema pobreza y el hambre, instaurar la enseñanza primaria universal, promover la igualdad de género y la autonomía de la mujer (...) y fomentar asociaciones mundiales para el desarrollo que permitan forjar un mundo más pacífico, justo y próspero«{39}. También al escribir estas líneas nos querríamos apartar de la comprensión «sociológico-relativista» que pretende igualar en abstracto, como «constructos sociales posibles cada uno de ellos en cierto lugar y tiempo y desde cierta cosmovisión», todas las figuras técnicas y tecnológicas: no pensamos, en definitiva, que la calculadora electrónica de bolsillo y el ábaco desplieguen un mismo tipo de conocimientos efectivos, sino más bien que la relativa ventaja de la primera sobre el segundo responde a factores gnoseológicos y no meramente sociológicos o recluidos en alguna inconmesurable y fantástica «cosmovisión». Es inevitable que la teoría filosófica de la ciencia que manejemos tenga sus corolarios en nuestro posicionamiento frente a la tecnología en general y, en particular, frente al papel de las tecnologías computacionales electrónicas en la configuración de nuestro mundo.
Reanudando el hilo de nuestra argumentación, que dejábamos colgando en las primeras líneas de este parágrafo, descubriremos que el anterior excurso respondía a la constatación de que en el desarrollo de la telegrafía se encontraban diversos cursos tecnológicos y técnicos, en algún grado sometidos a conflictos y disyunciones, que ni estaban guiados por la satisfacción de una previa «necesidad de información» ni, por tanto, plenamente cerrados en figuras inmóviles o exentos de reajustes o desplazamientos de los unos por los otros. Sólo en el mutuo desajuste y en su coordinación o subordinación con otros conceptos se hallaba el lugar de su necesidad. El sistema telegráfico de Morse fue ganándole el lugar, como decíamos, a las comunicaciones –algunas casi telegráficas– mediante líneas de atalayas de señales ópticas –no meramente luminosas– e hizo descartar los proyectos del sistema de telégrafo por electrolisis del agua mediante fluido eléctrico; también acabaría imponiéndose sobre la figura del correo al galope, pese al elevado coste de instalación de las líneas. Pero el mismo telégrafo de Morse estuvo expuesto a reajustes tecnológicos que dan idea de la permanencia de un desarrollo contradictorio y contrafinalístico en su propio concepto: no pudo llegar para quedar bajo un viril y ser venerado, sino que en su propio uso social y ante las nuevas necesidades del servicio, reaparecieron los corolarios de la misma dialéctica latente en la construcción ingenieril que le había proporcionado su relativa ventaja frente a otras figuras técnicas y tecnológicas. El sistema de telégrafo electromagnético de Morse hubo de irse recomponiendo tecnológicamente para que pudiese enfrentar satisfactoriamente nuevas condiciones de operación, que en su mayor parte tenían que ver con la amortización y explotación de las instalaciones –los tendidos eran la parte de más costosa instalación y mantenimiento–, con el crecimiento de longitud de las líneas y la distorsión de las ondas portadoras en la distancia –llegaron a instalarse líneas intercontinentales entre América y Europa ya en 1850, gestionadas por el «trust» Telegraphic and General News–, y con la popularización del servicio, a la que se hizo frente preparando «modelos de mensaje» predefinidos de los que sólo se transmitía las parte que el cliente deseaba modificar, adelantándose así un trecho en la «carrera hacia la rentabilización» y en la competición por el aumento de la razón información-tiempo, que preocupaba tanto a los propietarios de las líneas como a los ingenieros que querían patentar y vender sus nuevos modelos.
Los primeros sistemas telegráficos de Morse estaban construidos de modo que, durante la ocupación de la línea, sólo –y este «sólo» es de lo más interesante– era posible a su través la transmisión de un único mensaje –es decir, de una onda portadora introducida en la línea en analogía con el código Morse– entre dos aparatos situados en los extremos del mismo tendido, actuando un extremo como emisor y el otro como receptor durante todo el tiempo de operación. Esta imposibilidad era consecuencia, por cierto, de la continuación descontrolada del despliegue de las mismas formas y términos fisicalistas a los que recurría el sistema para lograr su «ventaja» frente a otros conceptos telegráficos; más allá de aquel mismo plano de control –el de las inducciones electromagnéticas producidas por sus aparatos– al que se remitía tecnológicamente el funcionamiento del telégrafo Morse, las leyes del electromagnetismo seguían rigiendo sobre sus fenómenos, de modo que si no se modificaba el cuerpo tecnológico del sistema, éste perdería el control funcional de los mismos fenómenos sobre los que se fundaba su operación: tan pronto se pretendiese ocupar la misma línea con dos mensajes cruzados, uno enviado desde el terminal A hasta el terminal B y un segundo en el otro sentido, ambos «mensajes» quedarían compuestos el uno sobre el otro hasta resultar ambos irreconstruibles. En principio, dada la tecnología del sistema telegráfico Morse, resultaba imposible cruzar dos mensajes simultáneos o hacer que un mensaje llegase hasta un aparato receptor que no contase con línea directa hasta el aparato emisor. Estas imposibilidades chocaban con las condiciones de uso y explotación en que eran posible la permanencia y el éxito relativo de la telegrafía electromagnética, y los ingenieros no tardaron en hacerse cargo de ella, saliendo al paso de la contradicción. La aparición de la telegrafía Morse dúplex, y de los sistemas telegráficos multiplex de Baudot permitieron eficazmente el envío simultáneo de varios mensajes a través de la misma línea y desde un mismo terminal a otros con los que no se hallaba conectado directamente. A comienzos del siglo XX la telegrafía sin cable –es decir, por ondas moduladas de radio– introdujo nuevas especies de montajes ingenieriles. Las instalaciones de telégrafo fueron complicándose y siendo modificadas hasta un punto en que podría resultar problemático diferenciarlas, en cuanto a uso, de nuestros contemporáneos sistemas de fax mediante línea telefónica y teletipo. Existieron, sincrónica y diacrónicamente, diversos conceptos de sistema telegráfico que requerían montajes tecnológicos bien diferentes entre sí y generalmente incompatibles, sistemas que forzaban disyunciones en la misma realidad de la telegrafía, desarrollada efectivamente en una variedad de soportes. Dicho sea de paso: desde nuestro punto de vista, la práctica espiritista de comunicarse con los muertos o los númenes sobrenaturales mediante una tabla ouija, tan en boga durante aquellos años en los ambientes burgueses, no aportaba ni restaba nada a la realidad formal de la telegrafía, pese a las semejanzas materiales: no se trataba de una «telegrafía con soporte psíquico, telequinético o telepático», en la que los aparatos y la línea hubiesen sido sustituidos por el médium y los dedos apoyados en el vaso invertido sobre la tabla.
Esta situación de desajuste entre conceptos encontrados en el mismo curso tecnológico de la telegrafía, semejante a aquella otra en la que Morse había introducido su primer montaje de telegrafía electromagnética frente a la telegrafía óptica, puede considerarse análoga a la que inicialmente se produjo en el desarrollo tecnológico de la televisión. Nos negamos a asumir, para un caso y para el otro, que en el fondo el desajuste al que responde la renovación de los conceptos se hubiese producido entre una necesidad fijada «social o naturalmente» –con independencia del desarrollo de ese mismo curso tecnológico, en todo caso– y los propios contenidos ganados por ese mismo curso: no es la «falta de satisfacción» de una necesidad previa, instituida culturalmente o por herencia biológica, la que motivará el propio desarrollo del curso. Los mismos desajustes internos y externos del curso técnico o tecnológico respecto a otros o respecto a las instituciones histórico-políticas que envuelven su producción y uso serán los que den contenido a la necesidad de salir al paso de ellos: como decíamos, esos cursos son los que dan la talla de la misma sociedad antropológica en que están inscritos, y no son meros «apoyos incidentales» que sirvan para satisfacer necesidades etológicas y que se puedan abandonar para volver a la «vida del buen salvaje» –no hay buen salvaje que no conozca varios tipos de instrumentos afilados de piedra, a fin de cuentas.
Estos desajustes, en el caso del desarrollo de la televisión, fueron más relajados en el plano sincrónico, pero no menos intensos en el plano diacrónico: el primer sistema (tecnológico) de televisión, construido en 1927 por los ingenieros de los laboratorios Bell de los Estados Unidos, no incluía el hasta hace poco común sistema de exploración de la imagen óptica a reproducir mediante tubos electrónicos de haz de electrones, sino que recurría al disco de «descomposición mecánica» de la imagen óptica que Paul Nipkow había inventado en 1884, y que ya explotaba el llamado efecto fotoeléctrico –aunque apenas permitía recomponer la imagen óptica reproducida más allá de los contrastes más gruesos entre zonas iluminadas y zonas oscuras. Dos años después se probó con éxito la televisión basada en la descomposición de la imagen de cámara mediante un tubo electrónico llamado iconoscopio, al que después se irían agregando nuevas especies de tubos exploradores –a saber: el orticonoscopio, el vidiconoscopio, etcétera...– cuyas diferencias de funcionamiento y construcción impide que se consideren intercambiables. En el aparato receptor del nuevo sistema televisivo, en lugar de recurrirse a una matriz de miles de pequeñas lamparitas electrónicas de gas de encendido independiente –como se había hecho en 1927–, la imagen decompuesta se reconstruía ópticamente mediante un tubo electrónico de rayos catódicos que recorría una rejilla de elementos fosforescentes, dando lugar a un fenómeno óptico más fiel –ante el ojo– a aquella imagen inicialmente explorada en el tubo de la cámara. Y en nuestros días, nuevos montajes tecnológicos, basados en la microelectrónica digital, han permitido prescindir de esos tubos electrónicos, sin los que antes la televisión carecía de realidad –dejando aparte, de nuevo, casos como los de las visiones a distancia de Swedenborg, que tanto dieron que pensar a Kant-: los montajes tecnológicos de la televisión han prescindido de los tubos electrónicos sin los que en otros tiempos era imposible la transformación de la imagen óptica en potenciales eléctricos y su reconstrucción inversa. En el mercado de tecnologías televisivas son ahora comunes los receptores de pantalla plana y las cámaras de exploración digital, y se está abandonando el uso de la señal analógica en la propia emisión. Sin embargo, no dudamos de que todas esas nuevas especies de montaje de los aparatos, pese a las muy relevantes diferencias tecnológicas que las separan de las anteriores, siguen perteneciendo a la idea de televisión y aportándole su propia realidad –la de cada uno de esos conceptos disyuntos–, al menos cuando se refieran sus funcionamientos a la televisión formal –pues en su materialidad, esos aparatos podían quedar anegados por aspectos genéricos de sus montajes, y funcionar para presentar imágenes pregrabadas en lugar de funcionar para mostrar aquellas captadas por una cámara lejana y recibidas sin retardo o manipulación.
Esto nos conduce, de nuevo, a considerar la dialéctica entre la formalidad del telégrafo o la televisión y la pluralidad de sus montajes materiales. Hay no sólo un sistema (tecnológico) de telegrafía o televisión posible, sino que el curso de desarrollo de cada uno de ellos es plural y requiere del conflicto de sus componentes, en diversos niveles. No cabría tampoco hacer la maniobra propia de la filosofía funcionalista de la mente –Jerry Fodor, David Chalmers... [véase la bibliografía final]– respecto a esos aparatos, y decir que, pese «al barro en que se concrete», en todos los sistemas de telegrafía o televisión se «implementa la misma función»: eso igualaría la tabla ouija con el sistema telegráfico de Morse y la telegrafía de señales ópticas, y la televisión de Nipkow con las visiones a distancia de Swedenborg. Finalmente, esa tesis funcionalista conduciría al extremo absurdo de afirmar que una máquina computadora será la misma siempre y cuando implemente las mismas funciones –software– entre «entradas» y «salidas», ya esté construida sobre ruedas dentadas y ejes, chips de silicio o neuronas –hardware. Justamente en contar o no con el montaje electrónico adecuado, sea éste reprogramable o no, estriba todo el negocio de los ingenieros de telecomunicaciones y computadoras de nuestra «Sociedad de la Información», porque sólo son esos funcionamientos electrónicos los que permiten determinar y soportar realmente las ideas de computación automática y de «proceso de la Información», y mantenerlos a la escala de velocidad y coste de cómputo en que deben mantenerse –precisamente en eso tiene mucho que ver, como se explicará en otro lugar, su condición de tecnologías electrónicas, y no más bien electromecánicas o mecánicas. Sólo un pensamiento metafísico o mágico –o acaso la ciencia-ficción– podría pasar por alto el papel decisivo que en esas construcciones tecnológicas realmente disponibles de la televisión, el teléfono, la telegrafía... tienen su condición electrónica y el desarrollo efectivo de cada modelo de montaje: pues sin pasar por medio de un ejercicio de verdades ingenieriles y de conocimientos fisicalistas determinados, el despliegue de esas «funciones» sobre cualesquiera materiales sólo podría ser resultado de una intervención mágica o milagrosa –como en el caso del milagro de santa Clara, que no es exactamente el mismo que el de la clarividencia de Swedenborg, aunque ambos orbiten sobre la idea de la televisión formal, según Bueno [véase bibliografía]. No cabe, desde el punto de vista del filósofo académico –si es que éste no se ha convertido ya en un nihilista (de segundo grado) del nihilismo que podría encontrarse en la misma configuración tecnológica de nuestro mundo–, despreciar el papel de las tecnologías en nuestro presente y restarles de salida todo interés ontológico, negándose a considerar siquiera algunos rudimentos sobre su funcionamiento; no cabe hacer eso, a no ser que se esté dispuesto a asumir que valen lo mismo, en abstracto, el aparato receptor de televisión que muchos tenemos en nuestro salón y el espejo de la bruja malvada del cuento de Blancanieves –lo que, desde nuestro punto de vista, sería ya redondear el nihilismo.
Mas, completando lo dicho, no debemos dejar de reconocer que la «función social» o, más bien, el uso de todos esos sistemas que se encuentran en el mismo curso técnico o tecnológico acabará teniendo su papel en el desarrollo de éste en una u otra dirección: esto es algo con lo que la propia labor de los ingenieros y las verdades de hecho ingenieriles están complicadas desde un principio, y que se presenta como la exigencia de afinar continuamente respecto al uso –antes que respecto a ninguna «necesidad» previa– la construcción o construcciones tecnológicas disponibles. Por ejemplo y para volver a la exposición inicial: en el caso del telégrafo, que había «demolido» las distancias y las duraciones de las comunicaciones tradicionales, pronto el ingeniero Samuel Morse se tuvo que enfrentar a la limitación de su sistema a la transmisión de un solo mensaje al tiempo, una limitación que hacía que el sistema tecnológico resultase insuficiente o desajustado no respecto de una «necesidad de información flotante» –que, por cierto, durante mucho tiempo se habría satisfecho con «medios» mucho más humildes–, sino de su propio uso y explotación por parte de las compañías telegráficas y la Administración de los EEUU. Como pasaremos a exponer ahora, justamente la dialéctica tecnológica tenía que reabsorber y tener presentes, no sólo en ese punto de disyunción sino desde un principio, la presencia de hombres que, en diferentes niveles, desarrollan su actividad en un mundo histórico y un plano fenoménico –y no inmersos en el plano del electromagnetismo– en los que también aparecen como operadores del sistema tecnológico.
La nueva dificultad ingenieril surgía ahora ante la exigencia de superar la barrera de «un mensaje al tiempo en cada línea« evitando que los dos mensajes simultáneos, cruzados de extremo a extremo del sistema, interfiriesen el uno con el otro en cada aparato receptor y diesen lugar a una secuencia del código Morse deformada, una secuencia de sonidos o trazos sobre el papel en la que los elementos del código preestablecido de «puntos», «rayas» y «espacios», «tecleados» por el operador desde el otro lado de la línea, fuesen irreconocibles. En el caso de la televisión, lo que en primer lugar impulsó la sustitución del explorador mecánico de espiral de Nipkow por la exploración de imágenes mediante tubo electrónico fue la imposibilidad de obtener mediante el uso del primero figuras ópticas reconocibles más allá de su silueta: las imágenes obtenidas por ese sistema de muestreo óptico resultaban ser, tras su reconstrucción material en el aparato receptor, poco más que sombras chinescas, que mostraban, desde luego, la situación remota, pero sumiéndola en «la noche en que todos los gatos son pardos». Hemos dicho «figuras ópticas reconocibles»: reconocibles por haberse satisfecho, en un mínimo –cuantitativo desde el punto de vista de la construcción tecnológica del sistema televisivo, cualitativo para el usuario{40}–, los márgenes en que la reconstrucción material de la proyección óptica captada por la cámara permitía, sin un entrenamiento especial, la visión a distancia –por remisión por parte del usuario– de aquella misma situación televisada, en tanto reconstruida ópticamente sobre la pantalla plana en sus aspectos sensibles (visuales) originales de formas coloreadas sobre un fondo, y no más bien como la plétora de masas grisáceas y blancas indefinidas que podía aparecer sobre la pantalla de un receptor mal ajustado. Esos márgenes de reconstrucción óptica que determinaban «el mínimo» a partir del cual el sistema televisivo podía presentar formas visuales reconocibles sobre un fondo no podían ser definidos con independencia del uso y los actos del usuario que envolvían el funcionamiento del sistema, sino que estaban dados por los umbrales en que la visión del espectador podría alcanzar parcialmente, al reconocer sobre la pantalla plana escorzos coloreados de objetos ausentes, aspectos visuales complejos –diversos cualitativamente y configurados– efectivamente correspondientes a la situación televisada. También en el caso del teléfono, las «sensibilidades» del micrófono y el audífono en los extremos del sistema tuvieron que irse ajustando para captar y reproducir la variedad mínima de frecuencias vibrátiles (una parte de la gama audible comprendida entre 16 Hz-28 KHz, que iba de los 250 Hz a los 3000 KHz), timbres e intensidades sonoras –o más bien acústicas– que era necesario registrar para que, de un extremo a otro de la línea, se pudiese reconocer –oír– la variedad de los fonemas de la lengua inglesa, una vez éstos quedasen integrados en el discurso proferido por el interlocutor remoto; aunque no puede dejar de observarse que, desde el punto de vista del funcionamiento del sistema telefónico, ese discurso –o sus fonemas– no tenía que ser reconstruido en tanto tal, sino sólo en sus aspectos genéricos –materiales, anteriores en tanto comprendidos en factores fisicalistas acústicos– de vibración elástica del aire situado alrededor del micrófono y el audífono de los aparatos, una vibración que, en el uso previsto del aparato, sería producida por las proferencias del comunicante remoto.
En ambos casos puede encontrarse, además, que el ingeniero cuenta con que, en el último momento de la constitución formal de la telefonía o la televisión, tengan su papel ciertos rendimientos de lo que Karl Bühler [véase bibliografía] llamaría la presencia del Principio de la Forma en la percepción, rendimientos que permiten se produzca –aunque no siempre se dé– un desplazamiento metafórico del acto de la visión o la audición hacia figuras sensibles ausentes formalmente como tales, un acto antagónico del que, en otras circunstancias, se produce en las llamadas ilusiones perceptivas: si en estas percepciones ilusorias se ve u oye más de lo que correspondería encontrar en las figuras presentes, en el caso del uso de la televisión o el teléfono hay que hacer por devolver en el acto perceptivo las figuras fenoménicas efectiva y parcialmente presentes –presentes en aquellos aspectos sensibles suyos que se hayan reconstruido materialmente en cierto grado– a la situación remota de ausencia que les corresponde formalmente, de modo que no ocurra lo que suele pasar cuando los niños buscan dentro del aparato receptor de televisión a los hombrecillos que aparecen en su pantalla, o cuando los animales domésticos reaccionan ante la aparición sobre ésta de figuras visuales que, pese a las diferencias notables entre la fisiología del ojo humano y el de los animales superiores, se integran perceptivamente en sus entornos inmediatos, como otras cualesquiera fuentes de estimulación que les sean presentes. De este modo [véase nota 15], el percepto tele-visto o tele-escuchado quedará conocido como remoto, como unidad objetiva formalmente ausente. La excepción ridícula que se da en las situaciones de uso en las que alguien recurre a las telecomunicaciones radiofónicas o telefónicas, o quizás a las tecnologías televisivas, para hablar con alguien situado al otro extremo de la misma habitación o ser espectador de algo que podría estar viendo con sólo levantar la cabeza, no supone una objeción a esto último. Más bien, nos da una idea acerca de la necesaria segregación que las distancias y las duraciones fenoménicas han de sufrir en la misma mediación tecnológica que permite las telecomunicaciones y en la dialéctica constructiva de las verdades ingenieriles. Cuando, por ejemplo, dos usuarios de la telefonía de redes de cable se encuentran manteniendo una conferencia sentados en sus despachos, ubicados en un extremo y otro de la misma habitación, generalmente los diez pasos que separan sus mesas son salvados por toda una serie de transformaciones y conmutaciones de la señal telefónica que suponen que ésta ha completado un circuito de algunos kilómetros, viajando desde los aparatos terminales a través de los tendidos hasta una centralita automática que mantiene la comunicación entre ambos extremos, y que podría estar ubicada geográficamente en la otra punta de la ciudad. Desde el punto de vista del sistema tecnológico de telefonía, han de ser salvados en la telecomunicación algunos kilómetros de cableado –y especialmente, las posibles distorsiones de la onda portadora que eso pueda acarrear–, por lo que resulta indiferente que los perceptos cuyos aspectos sensibles son reconstruidos materialmente por su funcionamiento –las voces de ambos interlocutores– no queden en una situación formal de distancia y ausencia fenoménica. Por más que los dos hombres se puedan escuchar sin necesidad de la interposición del sistema tecnológico, la operación de éste rompe la distancia fenoménica entre ambos y vuelve a desplegar una reconstrucción material del sonido de sus voces recogido por los micrófonos de los aparatos. Por un uso absurdo de los aparatos, habrá telefonía –desde el punto de vista ingenieril– al mismo tiempo que percepción del discurso del interlocutor.
Encontramos, pues, que el ingeniero de telecomunicaciones no puede dejar de atender, en su razonamiento tecnológico, algunos rendimientos y condiciones tácitas que no siempre vienen dados desde el funcionamiento del sistema en el plano fisicalista. De algún modo, el plano fenoménico en que se mueven los sujetos biopsicológicos y las significatividades de las que querría prescindir el ingeniero [véanse nota 3 y nota 8] vuelven a hacérsele presente, aunque sólo pueda recogerlos y envolverlos de modo genérico en el funcionamiento de los montajes tecnológicos. No sólo habrá de pesar, para el estudio de la «cantidad de información transmitida por segundo» entre los aparatos emisor y receptor, el modo en que la línea introduce una pérdida de onda portadora, sino que el ingeniero también se asegurará de que el «mensaje» sea reconocible. Ahí ya vuelven a tener su lugar, independientemente de que el uso de esas tecnologías resulte absurdo o no respete su idea formal, los rendimientos del Principio de la Forma de Bühler. En un primer momento, la consideración de las llamadas relaciones psico-físicas y los umbrales mínimos de estimulación proximal necesarios para provocar la «respuesta perceptiva» buscada invita a pensar, confusa e indiferenciadamente, en un presunto «paso de la información» desde los aparatos a los órganos de relación del hombre que se encuentra en el extremo receptor. Pero que tenga sentido preguntarse sobre cuántos puntos y cuántas líneas ha de reconocer el tubo electrónico explorador de la imagen de televisión o cuántas veces ha de hacerlo cada segundo para dar lugar a una imagen en movimiento reconocible en el aparato receptor; que, necesariamente, sin alcanzar en la pantalla de éste un mínimo de diferencias de luminosidad óptica acordes a los umbrales psico-físicos de diferenciación estimular del ojo del receptor no sea posible presentar ninguna figura visual diferenciada, no implica que se forme un continuo de «transmisión de la información» entre los sistemas de telecomunicaciones y los propios usuarios, como si ambos estuviesen operando en el mismo plano, como si el procedimiento de muestreo óptico en la cámara y la aparición de su campo visual mantuvieran una secreta sintonía. Cuando los rendimientos biopsicológicos de la morfología de relación y de la neurofisiología de estos individuos situados en los extremos de la construcción tecnológica empiecen a comprenderse como íntimamente armonizados respecto al funcionamiento de estos sistemas –en especial, las computadoras electrónicas digitales–, y sean presentados como «circuitos de proceso estadístico de la información compuestos de materiales orgánicos en lugar de materia inerte», los actos de esos hombres habrán quedado convertidos en extensiones de esas tecnologías; mientras, se procurará invertir este resultado retóricamente, presentando las tecnologías «TIC» como extensiones del Hombre. Y aquí ya los ingenieros, al menos en tanto ingenieros, tienen muy poco que decidir: la comprensión cibernética del Hombre y las instituciones antropológicas será, ciertamente, una obra filosófico-política.
3. Los trabajos clásicos de Ralph Hartley (1928) y Claude Shannon (1948) sobre la «transmisión de información». La dificultad ingenieril de «reproducir un mensaje al otro lado de la línea» y la constitución ambivalente de la idea ingenieril de información en el ciclo del funcionamiento de las tecnologías de telecomunicaciones.
«(...) [P]ermítasenos considerar cuáles son los factores implicados en la comunicación; ya sea conducida por cable [telegráfico o telefónico], el discurso directo, la escritura, o cualquier otro método. (...) En una comunicación dada el emisor selecciona mentalmente un símbolo particular y, por medio de algún movimiento corporal, como su mecanismo de vocalización, hace que la atención del receptor se dirija a un símbolo. (...) En tanto la precisión de la información dependa de qué otras secuencias de símbolos podría haber elegido parecería razonable esperar encontrar en el número de esas secuencias la medida cuantitativa de información que estamos buscando. (...) Sería deseable, entonces, eliminar los factores psicológicos implicados y establecer una medida de la información en términos de cantidades puramente físicas.»{41}
Para la apertura tanto de este parágrafo como del primero de este mismo capítulo hemos seleccionado sendos pasajes de los artículos de los ingenieros R. Hartley y C. Shannon que se suelen citar como clásicos en el campo de la teoría (ingenieril) de la Información. En ambos, el tratamiento ingenieril de la idea de información queda, por un lado, circunscrito de modo recto al estudio comparativo del rendimiento de los sistemas de telecomunicaciones [véase nota 7 en este capítulo], y permite el establecimiento de una magnitud información capaz de comprehender el funcionamiento de todas las tecnologías construidas a ese efecto de las comunicaciones a distancia (abstracción de recorridos), o para el registro y la reconstrucción en tiempo diferido de sonidos, documentos mecanografiados, secuencias de control, etcétera (abstracción de duraciones). Por otro lado, ese tratamiento ingenieril se desarrolla como un análisis estadístico-combinatorio de la estructura de serie de los «mensajes en general» (televisivos, telegráficos, telefónicos, orales, escritos...), un análisis a través del cual la propia magnitud información invade, de modo indiscriminado y genérico –como puede verse más arriba– el terreno de la composición escrita u oral de los lenguajes históricos, infiltrándose así, con sus nuevos contenidos, en las viejas capas conceptuales del concepto de información. Del mismo modo que el concepto ingenieril de mensaje acaba depositado genéricamente sobre el tradicional y parece no permitir su salida{42}, la acepción ingenieril del término «información» acabará dominando sobre las primeras. No tachemos esta extensión especulativa de gratuita, porque en lo que quede soportada de hecho por la interposición generalizada de las tecnologías de telecomunicaciones en nuestras operaciones de habla y escritura, podría resultar, a su modo, verdadera. Dichos análisis estadístico-combinatorios de la información y los mensajes han tenido su réplica en saberes que, en principio, tendrían que ser justamente los más refractarios a semejante extensión especulativa, lo que nos hace pensar en la posibilidad de que, en el fondo, la adopción de los mismos en el ámbito de las disciplinas de corte histórico-hermenéutico no constituya sino una expresión sintomática y oblicua de la importancia que el uso de esas tecnologías de telecomunicación haya podido ganar en la configuración histórico-política de nuestro presente. Por ejemplo, en el terreno de la Lingüística general contemporánea, se ha hecho valer este tratamiento ingenieril de las operaciones lingüísticas como un punto de partida «científico» para la defensa de la gramática de estados finitos como «modelo» de la construcción de unidades significativas{43}; aunque, al parecer, dicha modelización de la composición del lenguaje cedió al primer empuje de la nueva gramática generativo-transformacional de Noam Chomsky. Sin embargo, la extraña coincidencia en las raíces de las ciencias cognitivas entre aquella nueva modelización de Chomsky y las tesis cibernéticas de Norbert Wiener –su defensa de la sintonía profunda entre las realidades vivientes y las máquinas automáticas– tendría que ser examinada más al detalle{44}, ya que, dada esa coincidencia, hay una contradicción aparente entre (I) el hecho de que Wiener recoja en su Cibernética [véase bibliografía] el análisis matemático de las series temporales y la medida ingenieril de la Información desarrollados por Shannon, Hartley y otros ingenieros estadounidenses y (II) la manifiesta intención de los defensores de la gramática generativo-transformacional de romper con la modelización del lenguaje que se había desarrollado a partir, precisamente, de esos estudios clásicos de la tecnología de telecomunicaciones. Quizás ambas posturas tengan en común un cierto desprecio –fundado bien en la defensa del programa computacional o bien en la de cierto innatismo– por la idea biopsicológica de aprendizaje y el papel de éste en la configuración conductual de las significaciones, incluso en la escala antropológica.
Pero, con independencia de que, a falta de una determinada crítica, esa «validez general para todo mensaje y toda comunicación, haciendo abstracción del medio de transmisión» que ambos ingenieros concedieron a sus análisis combinatorios de la estructura de la información no pueda dejar de ser, al menos en principio, un desliz especulativo; con independencia de que la inclusión indiscriminada en un mismo nivel genérico de los «mensajes» que operan los sistemas tecnológicos de telecomunicaciones –incluyendo entre ésos imágenes y sonidos, además de las secuencias de caracteres tipográficos– y de las composiciones del habla o de la lengua escrita constituya, igualmente, un intento de desplegar ciertas tesis filosóficas –ya no razonamientos ingenieriles ni matemáticos– acerca del lenguaje, no podemos dejar de reconocer que, en su propio marco (tecnológico) de constitución, los procedimientos que uno y otro proponen para determinar la cantidad de información que es capaz de operar por segundo un sistema tecnológico de telecomunicaciones –y qué cantidad de información corresponde a cada «mensaje»– ya establecieron verdaderamente las relaciones en que, todavía hoy, se encuentra co-determinada la información junto a otras magnitudes y variables presentes en el funcionamiento de todo este género de tecnologías (ancho de banda, tiempo cronométrico de línea disponible, y, acaso, relaciones estadísticas de los «símbolos discretos elementales»). Tanto es así que la adopción del bit –»binary digit»– como unidad de información «estándard» se fue decantando a resultas de una propuesta del citado artículo de Shannon de 1948, y pasó sin solución de continuidad desde la ingeniería de telecomunicaciones a las de control y de máquinas computadoras, desde las que se divulgó el uso de esta medida de la información. Como venimos sugiriendo desde las primeras páginas, el que todas esas ingenierías coincidan en desarrollarse entre construcciones en un primer momento electromecánicas y después ya electrónicas no es baladí en la determinación de los alcances de la realidad de la nueva idea de información –pues, ¿quién, sino un metafísico, se atrevería a decirle a un ingeniero de motores de explosión que, sin incorporar circuitos de control electrónico automático o incorporándolos, la máquina que está construyendo es un «procesador de información»?-.
Desde un punto de vista gnoseológico no puede aceptarse que la elección y el uso de dicha unidad de medida de la información –o el establecimiento de las correlaciones cuantitativas de esta magnitud con otras magnitudes o variables– se desprendan de la mera definición convencional, dando lugar a un círculo tautológico. Nos confirma el mismo estudio de los elementos de las tecnologías electrónicas y electromecánicas, sobre las que –decimos– se puede extender la realidad de la información como magnitud tecnológica, que la elección del «bit» o dígito binario como unidad se debe no únicamente a que, en un último análisis estadístico-combinatorio de las secuencias-mensaje que «portan información», la mínima cantidad de información transmitible en un mensaje pueda ser la que comporta la elección resuelta de uno entre dos elementos diferenciados a priori equiprobables (llámense V/F, 0/1, Sí/No...); además, y como nos recuerda Wiener{45}, el propio carácter funcional biestable –electrónicamente biestable– de los componentes discretos –especialmente válvulas diodo y triodo– que formaban la circuitería de las primeras máquinas computadoras electrónicas numéricas (o «digitales»), y que actuaban como conmutadores y tablas de registro en sustitución de los relés, recomendaba la adopción de una escala logarítmica en base dos en la determinación de la cantidad de información «procesada por el circuito». El que, por razones de fiabilidad y sencillez de construcción, los dispositivos electrónicos de los montajes fueran biestables y no más bien decaestables, condujo por analogía al uso de la base 2 en la medida de la «información almacenada» sobre ellos por el control de su estado funcional; asimismo, esa condición introdujo en el propio proceso de diseño de los circuitos de esas máquinas electrónicas una referencia continua, en las operaciones del ingeniero, a la aritmética binaria –en lugar de la decimal–, tomada ya como modelo de la automatización de las operaciones aritméticas que se lograba mediante la reconstrucción material de sus cálculos notacionales por la maquinaria: una referencia que facilitaba a los ingenieros de máquinas computadoras la tarea de «ajuste por isomorfía» de los rendimientos y operaciones electrónicos a las funciones y operaciones propias de la aritmética (a la sazón, binaria) y el álgebra booleana{460} –generalmente las operaciones elementales, aquellas que por recurrencia iterativa permitiesen reconstruir cualesquiera otras operaciones. No podemos por ahora dar más detalles sobre las consecuencias que esa elección del dígito binario como unidad de información habrá tenido en la extensión del dominio de la Cibernética al campo de la neurofisiología, fundada presuntamente sobre el hecho de que en la función de los tejidos nerviosos rija el «Principio de todo o nada» para la «transmisión de información». Nos limitamos a apuntar que, al menos en el caso de las tecnologías electrónicas, la realidad de la magnitud información y su unidad de medida están soportadas, al tiempo que limitadas, por el mismo modo de operación y construcción de esos aparatos: de esto se sigue que cualquier extensión «transcendente» de esa nueva idea de información al terreno de lo «interdisciplinar», será, de salida, meramente especulativa y metafórica, por más que responda a una analogía accidental o de mera atribución –por comparación.
Al objeto de proseguir aquí la argumentación que habíamos desarrollado en el parágrafo anterior, volvemos ahora sobre los desajustes y contradicciones que, dados –decíamos– en el mismo curso de desarrollo de esas tecnologías, condujeron a la aparición de estos estudios ingenieriles sobre la estructura estadístico-combinatoria de la información como una «magnitud de todo mensaje» que nos interesa examinar. En primer lugar, hemos de concederle su justa importancia al propósito de Hartley [nota 7] de disponer algún tipo de escala de comparación del rendimiento de los aparatos de telecomunicaciones (ratio información-tiempo de línea), y así, de delimitar algún criterio tecnológico que los propios constructores y compradores de los sistemas de telecomunicación pudieran tener presente a la hora de orientarse entre la multiplicidad de sistemas y modelos de aparatos que ya estaban a su disposición a comienzos de siglo. El establecimiento de dicha escala comparativa supone, como marco previo, una pluralidad desacompasada de conceptos tecnológicos de telegrafía, televisión, radiofonía... entre los que se abrían disyunciones exclusivas –pues, por extraño que parezca, un aparato de telegrafía como el de Morse no se montaba como un telégrafo impresor del tipo Baudot, porque cada uno se integraba en su propio «sistema de armonía preestablecida»– y cuyo uso o abandono debía estar impelido por razones, en principio, de estricto rendimiento maquinal: rendimiento como montaje ingenieril al tiempo que como capital, en relación a la necesidad de alimentación eléctrica, costo de mantenimiento, velocidad y tasa de error en la transmisión de los «mensajes». El contexto histórico de esta maniobra lógica de «envolvimiento» de todo el género tecnológico bajo la misma magnitud era, en efecto, el de una carrera de relevos sin meta en la que los ingenieros se turnaban con los inversores para ocupar la primera posición; el de una competición por la rentabilidad análoga a la que envolvió el desarrollo de los telares e imprentas mecánicos accionados por motores de vapor durante la primera Revolución Industrial; en definitiva, el de una nueva «libre concurrencia» en la que los metros de tejido tramados por las máquinas se habían sustituido por mensajes reproducidos a la mayor distancia, en el menor tiempo de línea posible, y al más bajo coste. Aunque el rendimiento tecnológico maquinal, dado por relaciones entre magnitudes fisicalistas, y la rentabilidad como capital de esos mismos sistemas de telecomunicación no puedan confundirse –del mismo modo que la magnitud fisicalista trabajo (W) no puede tomarse a la ligera como un correlato del «trabajo asalariado» de los obreros de la fábrica, aunque sea posible, como ya anunció el taylorismo, replantear ese «trabajo asalariado» en términos de ergonomía biomecánica a fin de extraer su máximo rendimiento y evitar su desgaste–, no deja de ser fascinante el hecho de que esta rentabilidad económica de los montajes dependa en buena parte del acierto del ingeniero en la incorporación dialéctica de verdades científicas al estudio de la tecnología que se le encarga desarrollar{47}: generalmente, el máximo rendimiento fisicalista conlleva una ventaja en relación al costo final del producto que arroja el funcionamiento maquinal.
En segundo lugar, hemos de apuntar que, junto a la reunión y coordinación de esa multiplicidad desacompasada de los conceptos tecnológicos, pesaba sobre los hombros de los ingenieros de telecomunicaciones el imperativo de salir al paso de los desajustes presentes en el funcionamiento de cada uno de los sistemas de resultas de su propio uso y del reencuentro imprevisto con los principios fisicalistas sobre los que se fundaba su operación [recordemos que ya habíamos hablado sobre este asunto en el parágrafo anterior, al hacer alguna aclaración sobre las limitaciones operativas del primer telégrafo de Morse]. La principal contradicción a la que, ya resuelto el uso de un determinado montaje, la operación o replanteamiento de éste debía hacer frente en un momento u otro, era la entrañada en la pérdida incontrolada de información durante la transmisión. Aquella magnitud que permitiese comparar el rendimiento de los aparatos ofrecería, al mismo tiempo, una medida de control de los efectos en el «ciclo de la comunicación» de la inevitable y aleatoria degeneración fisicalista de las ondas portadoras del mensaje a lo largo de su recorrido a través de la atmósfera o de los cableados: una medida sobre el grado en que el funcionamiento global del sistema y su fidelidad en la reconstrucción del mensaje en el extremo receptor iban a ser afectados por esa inexorable «pérdida de modulación» de las ondas portadoras, en la que volvía a hacerse presente la distancia geográfica que se estaba abstrayendo. Esa degeneración irreversible de las ondas moduladas, ya se tratase de la debida a la imposibilidad de contar en la práctica con un elemento conductor que ofreciera una resistencia nula al paso de las ondas portadoras (electromagnéticas), ya fuese la derivada de la imposibilidad de «aislar totalmente el sistema (en términos electromagnéticos)» y dejar las líneas a salvo de ruidos imprevistos o de la interferencia de las ondas portadoras emitidas por otros aparatos, era a las tecnologías de telecomunicaciones lo que la entropía a la evolución temporal de los sistemas de la Termodinámica [nota 22], al menos, a los ojos de los ingenieros y compañías de telecomunicaciones, que tenían su interés puesto en la preservación de la integridad de los mensajes entre ambos extremos de la línea. Dichos mensajes –en el sentido ingenieril–, cuya estructura estadístico-combinatoria de elementos discretos o de secuencia temporal continua daba la clave según la cual se modulaban las ondas portadoras, sólo podían «llegar» intactos al extremo receptor cuando la degeneración de éstas no excediese de cierto punto, es decir, cuando a pesar de la inevitable variación del perfil de la onda portadora en su trasmisión a lo largo del medio de línea, la cantidad y contenidos de la información no hubiesen disminuido o variado durante las operaciones del sistema –dando lugar a un incremento de la entropía informativa–, ni –por consiguiente– se hubiesen perdido o modificado partes del mensaje por efecto del transporte, rompiéndose el círculo funcional del sistema –el ciclo de «reconstrucción en su identidad» de la unidad informativa operada (transmitida y recibida) por sus aparatos.
Bastaba a ese respecto que la degeneración quedase anulada por el mismo funcionamiento «estadístico» del sistema, que era estadístico precisamente por contar hasta cierto punto, de salida, con la variación incontrolada del perfil de la señal introducida por el aparato emisor en la línea: ese funcionamiento –generalmente electromecánico o electrónico– debía disponerse con la vista puesta en el fin de «mantener íntegra la información» tras el suavizado o la deformación imprevisible de este perfil de la onda portadora o tras la progresiva confusión de sus secciones secuenciales –la llamada «interferencia intersimbólica». Para evacuar en lo posible las repercusiones de esa variación incontrolada y aleatoria de la onda portadora en el funcionamiento del sistema, las partes del aparato receptor que recuperaban la señal de línea eran diseñadas de modo que sostuviesen su función en unos ciertos márgenes de tolerancia a la pérdida inesperada de perfil o regularidad de la señal, respondiendo ante ésta como un suerte de «embudo» que –en el mejor caso– volvía a aproximar el perfil de la onda al original y restablecía las diferencias entre sus partes secuenciadas, pasando por encima de las interrupciones disonantes y relativamente breves –que probablemente eran las partes de la onda correspondientes, justamente, a esas interferencias. Sobre esta capacidad de «respuesta de conjunto ante la variación, en un margen imprevisible, de la señal» o funcionamiento estadístico del sistema de telecomunicaciones ha pretendido proseguir la Cibernética{48} su analogía entre la irritabilidad fisiológica implicada en las respuestas conductuales o los tropismos de los seres vivos –en tanto ajustados a variaciones del entorno y de las condiciones estimulares– y la capacidad, característica de los sistemas automáticos de control cibernético, de «recoger estadísticamente la información sobre variables externas al sistema» y actuar de modo igualmente variable –y estadístico– en respuesta a la evolución de éstas, anticipándola según probabilidades.
La baza en la que los razonamientos de los ingenieros de telecomunicaciones se jugaban su verdad (tecnológica) era, entonces, aquella en que alcanzaban –o no– a hacer efectiva una cierta segregación del mensaje respecto de la onda portadora, esa «perturbación electromagnética» que recorría el medio de transmisión tras ser modulada en función de la estructura combinatorio-secuencial de aquél, y que de ese modo permitía al sistema (aparato emisor — línea — aparato receptor) «cerrar su ciclo» y quedar relativamente exento, en su funcionamiento, de los recorridos y distancias geográficos, anulados en relaciones de contigüidad fisicalistas en los que se hacían más o menos despreciables. Aunque no pudiese haber mensaje –al menos, en el sentido de «secuencia operada por el sistema tecnológico a la que corresponde una determinada cantidad de información y unos contenidos informacionales igualmente determinados»– absolutamente dado y operado al margen de la misma modulación y evolución temporal de la onda portadora, sí era forzoso «desprenderlo» relativamente de ella, constituirlo en su identidad dentro del propio sistema tecnológico confiriéndole ya un cierto carácter «flotante» respecto a la onda portadora. La relativa independencia y separación del mensaje –con su carga de información– respecto a la onda portadora en que viajaba «codificado» entre extremo y extremo del sistema, tenían que ser realmente –no sólo retóricamente– logradas en la actividad del ingeniero de comunicaciones, pero sólo podían lograrse para los «mensajes» que se podían manejar en ese contexto tecnológico, y que tendían a confundirse en el concepto tradicional de mensaje. Si el mensaje, junto a la información que acarreaba y lo caracterizaba frente a cualquier otro virtualmente operable por el sistema en cuestión, no era realmente separado –aunque sólo fuese relativamente– de la señal de línea recibida y reconstruido en su identidad en el extremo receptor –y todo esto, pese a la inevitable e inanticipable degeneración y variación de aquella onda portadora que lo había llevado a lo largo de la línea– la telecomunicación sería poco menos que un acto mágico: de ahí que el texto de Shannon que citábamos al comienzo del parágrafo 1 en este capítulo insista justamente en situarse de salida frente a la dificultad de «reproducir los mensajes de un lado a otro de la línea».
Sin perjuicio de que admitamos la realidad de una cierta independencia del mensaje y la información respecto de su soporte, no podemos dejar de notar la importancia de la limitación de estas nuevas acepciones de «mensaje» e «información» a sus marcos de referencia tecnológicos. Lograr que, en los límites del sistema tecnológico, se diese una segregación relativa del mensaje como «unidad informacional» –y así, de la información portada como característica inseparable suya– respecto de la variación del «soporte de transmisión» –a la sazón, la perturbación electromagnética–, era algo muy otro de pretender que, más allá de los límites del sistema tecnológico y de su plano de funcionamiento –en definitiva, en el mundo histórico de los usuarios, en tanto mundo– existiesen igualmente mensajes e información «flotantes», capaces de mantener su identidad más allá de los «soportes de transmisión» en que se estuviesen dando, y dotados de relativa libertad sobre cualquier material –»la información es información, no materia ni energía», decía Norbert Wiener [véase referencia en nota 22]. La tesis de que en la sociedad informatizada es el «trabajo inmaterial» la actividad económica determinante [citábamos antes a Yoneji Masuda a este respecto, y también, a Negri y Hardt] comparte, sin duda, ese doble prejuicio sobre la inmaterialidad y mundanidad de la información –en la acepción que rebasa la tecnología de comunicación y envuelve las tradicionales. Para hacer de esas verdades de la ingeniería de telecomunicación una tesis ontológica bastará, dado el papel protagonista que esas tecnologías acabarán teniendo en nuestro presente, un pequeño soplo: son «tecnologías determinantes», en expresión de David Bolter [véase bibliografía], porque junto a ellas va o el interés de la clase dominante o la configuración dominante del mundo. La segregación tecnológica de los mensajes y la información –en su acepción ingenieril– respecto de la variación imprevista de la onda portadora, efectiva y verdadera en su propio círculo de formas y términos tecnológicos, puede quedar extendida e hinchada como un globo hasta dar lugar a una tesis filosófica que se espera confirmar en otras disciplinas y que, en última instancia, se hace valer en una ontología general. En medio de dicha extensión, el propio mundo histórico en el que aparecen esas tecnologías queda asumido como una totalidad fisicalista virtualmente explorable como «fuente de todos los mensajes» por las mismas tecnologías de comunicación; asumido como una colección de situaciones «más allá del sistema informacional» pero dotada de una continuidad tal con éste que puede ser, y acaba siendo, el origen de toda pieza de «información» que fluya a su través; una «información-mundo» que se recoge de pedazo en pedazo, y que pasa del entorno al sistema como si simplemente estuviera cambiando de soporte, manteniendo su «entidad informacional abstracta» de modo misterioso.
Decíamos antes [nota 17] que ya en el tratamiento ingenieril de los términos «mensaje» e «información» se producen suficientes equívocos como para que las nuevas acepciones tecnológicas de éstos se hagan pasar por las tradicionales, embozándolas o extrañándolas bajo sus propias condiciones. La absorción por el «mensaje» tecnológico del mensaje verbal y la extensión de su asociada «información» más allá de la realidad que le corresponde como magnitud en el ciclo operativo de estas tecnologías –extensión que sólo se consumará al constituirse a partir de esta magnitud una idea coextensiva con la de mundo– son, en parte, debidas a la relativa laxitud que la propia terminología admite en el contexto de esos estudios ingenieriles. Como comprobará el lector, tanto Hartley como Shannon pueden llegar a hablar en sus artículos de «información» (a) en el sentido (ingenieril) estricto de magnitud característica de toda secuencia-mensaje, que determina la cantidad de operaciones que, desde un punto de vista estadístico-combinatorio, serán necesarias para su transmisión y reconstrucción desde un extremo del sistema tecnológico al otro; o bien dicen «información» ya refiriéndose (b) en sentido amplio a los contenidos de la secuencia-mensaje, y no sólo a su envergadura, entendiendo que la «información trasmitida» por el sistema es el resultado de la exploración por parte del aparato emisor de una magnitud fisicalista o varias de ellas en una situación ambiental que se halla en contacto con sus dispositivos transductores (micrófono, células fotoeléctricas, pulsador telegráfico, etcétera), esto es, un material de operación con la forma de una secuencia temporal o función magnitud registrada-tiempo «f(t)», que podrá ser continua (exploración analógica) o discontinua (muestreo numérico o «digital»); o que quizás ya, por metonimia, dicen que en sentido amplísimo –especulativo– es información (c), también, el llamado «origen del mensaje», es decir, aquella parte del mundo (fisicalizado) y las unidades fenoménicas que, en sus componentes genéricos y fisicalistas, han sido explorados por el aparato emisor y han tenido que incidir sobre él para dar lugar a las secuencias-mensaje determinadas que éste acabará reproduciendo en el aparato receptor –por ejemplo: los sonidos que serán recogidos por el micrófono o las figuras ópticas que serán recogidas por el tubo de cámara, o las propias figuras fenoménicas que se alcanzarían en esa situación.
Ya en el paso entre los usos (a) y (b) nos tropezamos con un equívoco que, insistimos, en el contexto de estas discusiones resulta inocuo, pero que puede dar lugar a peligrosos corolarios en posteriores consideraciones. ¿Por qué decir que un mensaje es o queda caracterizado en su composición elemental por la información que porta, si dos mensajes distintos en contenidos pueden portar, en rigor, la misma (cantidad de) información –y generalmente será así para dos mensajes de la misma longitud o duración en un sistema dado–, especialmente cuando estemos entendiendo por «información» la magnitud determinada en su cantidad por la potencia Sn, siendo n la cantidad de secciones elementales de la secuencia-mensaje y S el número de valores-estado a priori posibles –en el sistema X– para cada elemento de ésta? ¿Es que acaso la magnitud información ha dejado de ser una mera escala de cantidad y se confunde ahora con la consistencia misma de los elementos –abstractos en relación a la onda portadora– que van componiendo los mensajes? Sí es cierto que, dadas las relaciones entre la estructura estadístico-combinatoria de los mensajes a este nivel tecnológico y su capacidad de «portar información», no hay ningún mensaje que se pueda operar en el sistema X que no porte un mínimo «atómico» de información. La mínima cantidad de información es la que, desde el punto de vista estadístico, corresponde a la determinación de un dígito binario, es decir –y en términos de Wiener–, de un valor efectivo registrado a posteriori entre dos posibles y equiprobables a priori: el «bit». Desde el punto de vista tecnológico corresponde más bien a la entrada en la línea de una sección de la perturbación electromagnética en un determinado rango de frecuencia, frente a otro preestablecido como única alternativa y mantenido como única alternativa por el propio sistema tecnológico, por su «armonía funcional». Todo mensaje operado en el sistema ha de tener una carga de información, siempre y cuando entendamos por «mensaje» e «información» lo que los ingenieros pueden llamar así en este contexto, sin introducir lo que ellos llamarían nuestras propias «proyecciones psicológicas sobre el sentido y la semántica». Entre ambos conceptos ingenieriles –mensaje e información– se daría en principio una relación análoga a la que habría entre los de cuerpo y extensión –en términos cartesianos– e incluso entre los que habría entre el de cuerpo y el de figura. Y esto es posible porque para que un mensaje se forme y sea operado en el sistema, siempre habrá de irse determinando en su (cantidad de) información y en sus contenidos informacionales al mismo tiempo, a partir de una secuencia estructurada de resoluciones –continua o discreta– del valor de cada una de sus secciones elementales en un juego de elementos controlados o denumerados que se ha preestablecido: en el caso del telégrafo esos elementos son «punto», «raya» o «silencio» –desde el punto de vista combinatorio– que se corresponderán uno a uno con determinadas variaciones del perfil de la onda portadora. Si la información no es sólo presentada como una cantidad que determine cuántas «elecciones» o resoluciones elementales de la secuencia combinatoria van con cada mensaje, independientemente de cuáles hayan sido los valores determinados que se dan secuencialmente en ese mensaje, resultará, entonces, que la magnitud se ha empezado a tomar como «substancia inmaterial» –flotante en forma de bits– que va aportándose junto a los propios contenidos elementales de cada mensaje y que no sólo sirve como medida dimensional del conjunto: la agregación de cada nueva sección elemental a la secuencia-mensaje supone, siempre, un incremento de la información portada como magnitud y también, parece ser, un incremento de la presencia de ésta como elemento inmaterial que se va dando en «átomos informacionales» y concediendo a toda secuencia-mensaje su consistencia informacional. Esos mismos contenidos del mensaje A serán informacionales no ya por poder ser envueltos en su conjunto por una medida de la cantidad de información, sino por estar ya integrándose –por su sola caracterización dentro de la secuencia– en un «espacio informacional» que abarca, como un todo atributivo, todos los mensajes posibles (en ese sistema). En cierto sentido, cada mensaje realmente operado por el sistema supone un descarte de todos los otros mensajes de la misma talla informacional que, virtualmente operables por éste a priori, no han llegado a ser formados en la secuencia combinatoria que se registró a posteriori: en cuanto mayor sea el número de descartes de otros posibles mensajes, mayor será la información portada o, si se quiere, implicada en la transmisión. Dos mensajes de la misma longitud estructural acabarían portando la misma cantidad de información, precisamente porque nunca podrían ser operados al mismo tiempo por el sistema y se descartarían el uno al otro. En rigor, sus contenidos de información no serán los mismos, pero ambos participarán de la misma cantidad de la información, quedando integrados, desde sus elementos, como partes distintas de un «espacio de todas las secuencias-mensaje posibles» o «espacio informacional»{49} en que están moviéndose todas las operaciones regulares del sistema; ese espacio, que también aporta la «sustancia informacional» y no sólo la dimensión, da realidad a la idea de Información como totalidad combinatoria de todas las secuencias-mensaje virtualmente operables por el sistema o, lo que es igual, como totalidad de todos los mensajes que portan información, desde un bit en adelante.
Pero insistimos: tal totalidad combinatorio-probabilística únicamente tiene realidad en el marco de las propias operaciones tecnológicas del sistema, y no puede excederlas. Sólo conociendo el funcionamiento del sistema de telecomunicaciones que tenemos entre manos podemos determinar la lista o el rango en que se mueven los valores momentáneos o elementales que irá tomando la secuencia-mensaje y cuánto tiempo se requiere para la formación de ésta. Acaso, por comparación, aquellos sistemas que por su construcción ofrezcan un más amplio juego de partes elementales caracterizadas para la determinación de cada posición de la secuencia-mensaje o que puedan concentrar el mismo número de secciones elementales de la portadora en un tiempo cronométrico relativamente menor tendrán una ventaja en la transmisión de información; pero habría que ver, justamente, cuáles van a ser las variables ambientales que puedan explorar y cómo van a hacerlo, y sobre todo, qué operaciones de reconstrucción van a tener lugar en el extremo receptor. Sin contar con estos parámetros la comparación mediante la medida de la información se hace vacía, porque no está determinada en relación a los resultados de esa reconstrucción final, que suelen tener mucho que ver con los resultados de la exploración inicial. Dos montajes de teletipia o dos montajes de televisión tecnológicamente disyuntos pueden quedar comparados en la misma escala de información, incluso cuando presenten métodos de exploración, transmisión o reconstrucción diferentes –como en el caso de la televisión analógica frente a la televisión digital, etcétera. Pero, ¿tendría sentido decir, en este contexto, que un sistema de radiofonía transmite más información que uno de teletipia, si el primero reconstruye sonidos y el segundo secuencias de imprenta? ¿Qué implicaríamos con eso? De hablar así, nos arriesgaríamos a asumir que todas las tecnologías de comunicaciones –estemos hablando del sistema de televisión de espiral de Nipkow, del telégrafo de Morse, de los satélites artificiales o las redes de telefonía– recogen y transmiten información: una información indiferenciada y previa, hipostasiada en las mismas situaciones exploradas por esos sistemas, que se iría reintegrando por la «reunión» de los resultados de todos los funcionamientos tecnológicos dispares en los circuitos electrónicos de una máquina universal: la «red» de las computadoras electrónicas digitales que, operando en segundo grado como subsistemas de control de todos esos aparatos, son capaces de manejar, tras un muestreo digital, todos los «mensajes» tecnológicos generados por ellos: secuencias sonoras, fotografías, páginas de imprenta a todo color, registros cinematográficos, etcétera... No obstante, incluso esas máquinas computadoras universales son incapaces de dar una medida de la carga informativa de cada mensaje fuera de sus propios parámetros de funcionamiento. Dado que fueron diseñadas específicamente para la reconstrucción muy veloz de los resultados notacionales de cálculos aritméticos y operaciones lógicas, y que manejan indiferentemente –si hablamos de modo impropio– textos mecanografiados y elementos del cálculo aritmético –pero no otros «mensajes», que sí operarían con facilidad otros sistemas– sólo muy costosamente han podido irse dotando de las llamadas «prestaciones multimedia». De hecho, la «memoria» requerida en una de esas computadoras para el registro de una página de mero texto mecanografiado es muy pequeña: no es así cuando ese mismo texto se lee y se registra como sonido o cuando queda explorado ópticamente y «almacenado» como una fotografía. El registro y manejo «universal» de todas esas «presentaciones de la información» se debe sólo a la posibilidad tecnológica de incorporar las computadoras electrónicas digitales al control de diversos aparatos de telecomunicación o de exploración de diversas variables fisicalistas: no a que la información sea universal y su medida sea independiente de su «multiformidad».
Justamente en el tránsito metonímico entre los usos (b) y (c) del término «información» señalados más arriba es donde estaría abierta la falla en que, después de llegar hasta su boca recorriendo todo el párrafo anterior, querríamos evitar caer. Quizás esa falla sea una marca dejada por el prejuicio fisicalista, y por tanto, constituya una trampa filosófica antes que un desliz ingenieril. Es, sin duda, la continuación de aquella tesis de la identidad abstracta (en el contexto del sistema tecnológico) de los mensajes y la información (b) frente a las variaciones imprevisibles de la onda portadora, una tesis que decíamos verdadera en su contexto de razonamiento ingenieril; pero es la continuación que, por escapar ya de la dialéctica tecnológica, sólo puede tener lugar por medio del espejismo. Sólo apoyándonos de salida en una filosofía o una interpretación filosófica de las ciencias que asuma que el mundo histórico –y en él, los entornos cognoscitivos de los animales superiores– queda resuelto y caracterizado ya en tanto mundo en medidas y correlaciones entre magnitudes y términos propios de las ciencias estrictas –especialmente de la Física–, y que por tanto, las relaciones distales de intencionalidad y significación características de las configuraciones biopsicológicas{50} no son sino haces de relaciones fisicalistas de contigüidad que se expresan sin rigor analítico o a partir de confusas apariencias psicológicas, podríamos extender aquella tesis desde su nivel tecnológico de terminación hasta una ontología general –«información» en el uso (c). Cuando nos permitiésemos hacerlo, el ámbito mundano original de situaciones fenoménicas significativas en que se movía el concepto de información tradicional habría quedado reabsorbido por la idea de información que, mediante reconstrucción tecnológica del concepto y posterior generalización, se habría «salido de sus quicios». Cuando esa «identidad informacional» (b) se considera absoluta, libre de su referencia continua al ciclo en que resulta sintéticamente alcanzada y sostenida por las operaciones y funcionamientos tecnológicos del sistema{51} –generalmente electrónicos o electromecánicos–, puede llegar a integrarse confusamente, con su realidad tecnológica, en las objetividades de aquel mundo que quedaba antes «más allá del sistema de telecomunicación», y que simplemente era explorado por este sistema en relaciones fisicalistas de contigüidad y mediante determinaciones de una o varias magnitudes identificadas y registradas por sus aparatos. Es entonces cuando la información (c) pasa a ser la «sustancia cognitiva» dispersa por el mundo de los hombres y en el entorno alcanzado cognoscitivamente por los animales superiores; es entonces cuando la información anega las estructuras de los ácidos nucleicos celulares y se introduce, como principio de acción, en el desempeño de la fisiología de los tropismos, de la regulación vegetativa y las respuestas conductuales, valiendo como objeto y fuente óntica de toda respuesta elaborada, ante las variaciones de las condiciones externas o la complicación de la homeostasis, en medio de la actividad orgánica. Allí donde, en general, hubo algún tipo de conjetura discriminativa, habrá ahora un proceso estadístico (probabilístico) de la información; allí donde antes, en general, hubo rendimiento biopsicológico o actividad antropológica –incluso al nivel de las instituciones productivas, las administrativas y, por extensión, al de las naciones políticas–, habrá ahora un sistema cibernético. Esta anegación de toda realidad en la idea de sistema informacional no lleva a descubrir, en los «sistemas sociales» hasta nuestro presente aquejados de continuos desórdenes y desajustes de desarrollo, una organicidad potencial a gestionar y realizar por el bien de todas las partes en la «Sociedad de la Información»: al contrario de lo que el organicismo sociológico pretendería, tal anegación del mundo histórico en el «gran sistema informacional» aproxima nuestro mundo, antes que al precario equilibrio en que los organismos vivientes conocidos ensayan sus nuevas formas, a la pesadilla de un grotesco cuerpo embalsamado en el que los implantes cibernéticos han sustituido toda configuración del sentido y la duración por el incansable efecto maquinal.
Epílogo
A modo de recapitulación
Por devolver la mirada del lector hasta la buena figura que pudiera mostrar el conjunto de nuestros argumentos, le ofreceremos antes de cerrar este trabajo una sinopsis desde la que sobrevolar sus partes, recordándole brevemente cuál ha sido el papel que le hemos querido dar a cada una de ellas en el razonamiento que integran.
1. A lo largo del capítulo I intentábamos dar un paso atrás y romper los hábitos de discurso que rodean en nuestro tiempo la comprensibilidad y el uso –ambos a la vez– del término «información». Volviendo a las fuentes clásicas de la lengua española en el siglo XIV, el término «información» –entendido justamente como acto y efecto de informar– iba mostrando de nuevo la propiedad olvidada de su tradición latina y separándose en dos acepciones que serán posteriormente registradas por el Tesoro de Covarrubias: una ontológica y otra mundana, quedando ambas unidas bajo una cierta analogía.
La primera de estas dos acepciones –la que nosotros decimos «ontológica»–, vinculada al verbo «informar» en tanto éste significa, según Covarrubias, el acto de «poner algo en su punto y ser», parecía suponer la distinción filosófica entre la forma y la materia del ente, así como las tesis de Aristóteles que abundan en la afirmación de que la forma, y no la materia, es el principio que determina qué sea cada cosa individual y permite el conocimiento de ésta «como es en sí misma», en sus aspectos universales. La segunda acepción, la mundana, tenía un uso privilegiado en el contexto del procedimiento judicial, y tras su popularización –presumimos que a partir del latín jurídico– acabaría comprehendiendo, en general, todos aquellos contextos pragmáticos de habla en que –siguiendo a Covarrubias– alguien quedase enterado por medio de las palabras de un segundo «de la verdad y justicia de un asunto», mientras esa misma situación a la que se refería el discurso del informante permanecía en la ausencia –por tratarse quizás de una situación contingente pasada y perfecta, o una que plausiblemente podría tener lugar en el futuro, o quizás por estar produciéndose en una ubicación remota, a la que habría que acceder tras un recorrido de otros paisajes. En la formalidad del discurso del informante, que sí está presente como figura fenoménica al acto de leer o escuchar del informado –por tanto, a sus sentidos– y sujeto a interpretación, este último –el informado– llegará a conocer algún aspecto significativo del «asunto de la información», aspecto que, en tanto traído en mientes y alcanzado en el sentido de las palabras oídas o leídas y adecuadamente sopesadas, será relevante en la disposición del informado respecto de aquella situación (fenoménica) remota, de la que, por otro lado, éste no podía tener conocimiento por percepción, cuando sí lo tuvo –quizás– el informante: y no porque el informado no hubiera podido en absoluto ser parte en esa situación remota en su misma configuración fenoménica –acaso como espectador–, sino porque ésta había tenido lugar o estaba teniendo lugar, contingentemente, más allá de los entornos fenoménicos del informado, o quizás porque había sido conjeturada por el informante como una situación que podría tener lugar en el futuro.
Partiendo de la acepción ontológica de «informar» y de su correlativa información, y de nuevo remitiéndonos a la doctrina aristotélica según la cual el alma es la forma del cuerpo viviente –en particular, a aquel difícil punto suyo en que se establece que, en el acto del conocimiento del hombre, las cosas serán dadas en el orden de lo que ellas son en sí mismas, esto es, en su esencia o forma–, concluíamos que, también en esta acepción mundana o vulgar de «información», divulgada por la terminología judicial, parecía estar contenida una cierta antropología filosófica del conocimiento, de clara tradición aristotélico-tomista. Porque, en efecto, incluso en esta in-formación mundana parece jugarse con el pensamiento de que, al tener presente el discurso del informante en su formalidad significativa de figura lingüística articulada y perceptible –visible en sus grafías, audible en sus fonemas, y ya comprensible– el informado alcanzará, en medio de la operación de ir interpretando y sopesando las palabras del informante, el conocimiento en acto –pero sólo en mientes– de ciertos aspectos significativos de una situación distante que, pese a su ausencia –y en esa ausencia– contará como fin u objeto formal de la información que va teniendo lugar: contará como tal fin tanto en esa interpretación del discurso del informante por la que el informado conoce algún aspecto suyo en mientes –que no es lo mismo que decir «en su mente», al estilo de los modernos–, como en las posibles acciones y disposiciones del informado respecto de la situación ausente que prosiguiesen ese acto de conocer (en mientes). Hay, por tanto, un componente teleológico en la información que hace el informante ante el informado: «que hace», y no «que se da» o «que se transmite de uno a otro», porque justamente de haber «transmisión» –como la habría entre dos aparatos de telecomunicaciones, según el razonamiento ingenieril, o como la habría entre dos sistemas cognitivos, según la metáfora computacional– dejaría de haber componentes teleológicos, esos que los ingenieros llamarán «psicológicos» o «semánticos». El caso que extraíamos de un ejemplo de El conde Lucanor, en el que un rey era informado por unos envidiosos sobre cómo hablaría con su privado –en un futuro– de modo que su interlocutor delatase sus presuntas ambiciones del trono, nos permitía ilustrar un uso del término tan extraño para nosotros como consecuente con dicha comprensión. Observando únicamente nuestros hábitos dominantes de uso del término, diríamos que sólo un adivino alcanzaría a «darnos información» sobre situaciones venideras: el resto de la información que «se da» o «se facilita» es siempre relativa a aquello que ya es el caso, porque de otra manera, ésta no «estaría ahí». Y no sólo en el contexto del periodismo profesional se habla así, pretendiendo vincular la información inexorablemente a lo que, en términos del Tractatus de Wittgenstein, «es el caso»: también en la «filtración» de «información privilegiada (sobre operaciones financieras venideras que ya se decidió llevar a cabo)», esa información –en tanto contenido representacional de la proposición que figura lo que es el caso– seguiría atada, mediante influjo causal, a «lo que es el caso», por más que sirva para ajustar o programar con éxito acciones futuras, como ocurre en el contexto de las máquinas de control electrónico automático.
Volvíamos, ya al final de ese capítulo I, sobre la interna unidad analógica del viejo concepto de información. En un pasaje del auto sacramental de sor Juana Inés de la Cruz El divino Narciso –estamos ya en el umbral del siglo XVIII– ambas acepciones del término, la ontológica y la mundana, se reunían en una alegoría en la que la in-formación entrañaba una reconfiguración del sentido de un mito pagano, que al transformarse en relación por la que la Gentilidad queda enterada de la verdad de una nueva institución –el sacramento católico de la Eucaristía– cobra «otra alma, otro sentido», alcanzando, como relato de la verdad que deja de ser mitológico, su nuevo «punto y ser» –por seguir a Covarrubias. En esa analogía que reunía la acepción ontológica y la mundana sobrepujaba, no obstante, la primera. Por otro lado, ante ese texto comenzábamos a necesitar hablar de un uso del término «información» que ya no era el específicamente jurídico, y que ni siquiera contaba como variante del que distinguíamos como «pragmático» –asociado a la información (mundana) de un hablante a otro–, sino que debía darse en un eje teológico en el que acababa señalándose, como ya se hacía en el fragmento prologal del Libro de buen amor, un atributo de Dios como Causa informante, y a una de sus criaturas racionales como informada, «puesta en su ser». El intelecto finito del hombre, en tanto puesto «en su punto y ser» por la sobrenatural Gracia de Dios, quedaba –siguiendo la unidad analógica del concepto de información– enterado de cómo obrar en orden a su bien temporal y a la bienaventuranza eterna, informado del buen Amor. Vemos, pues, que la inclinación teológica del concepto tradicional de información fue inseparable de éste en un período que abarca casi cuatro siglos –los que separan las redacciones de las obras a las que aquí nos hemos referido.
De esta manera, nuestra limitada antología de textos confirmaba que, al menos hasta finales del siglo XVII, se mantuvo en sus goznes originales ese concepto de información; y esto pese a que, según el sociólogo japonés Yoneji Masuda, ya la difusión de la imprenta de tipos móviles hubiese canalizado la «segunda objetivación de la Información», que anunciaba la llegada de la «Sociedad de la Información» en nuestros tiempos por medio de la «tercera –y definitiva– objetivación de la Información en las máquinas computadoras». Al revisar el capítulo II recuperaremos nuestra tesis de que, sólo cuando los cursos iniciales de la Revolución industrial de los Estados nacionales modernos –cursos que, precisamente, irían ya formándose a lo largo del siglo XVIII– alcancen su punto de «ebullición», ese concepto tradicional de información comenzará a absorber nuevos depósitos semánticos. No insistiremos en decir que la preparación de la «tercera Revolución industrial», la Revolución de la automatización y la difusión de la Electrónica, ofrecerá el contexto idóneo en que dicho concepto pueda quedar reconstruido hasta incorporar a su realidad el funcionamiento de las nuevas tecnologías de control, telecomunicación y cómputo; durante dicha reconstrucción, del concepto tradicional brotará una idea de la ontología dominante de nuestro presente histórico.
2. Ya en el tránsito del primer al segundo capítulo de este trabajo iban revelándose algunas discordancias y saltos entre el concepto tradicional de información y los usos del término dominantes en nuestro presente, usos que de alguna manera, más o menos confusa, recogerán la mutación de la realidad del propio concepto. Con el propósito de ilustrar estas discordancias en un nuevo razonamiento y enlazar ambos capítulos, podemos ahora considerar la siguiente situación de uso, común en el estudio de la conducta animal y la implicación en ésta de su fisiología nerviosa, y también generalizada en algunas discusiones epistemológicas relacionadas con la filosofía de la mente.
Muy frecuentemente el término «información» aparecerá, en esas disputas, integrado en asertos del tipo «una huella en la arena contiene información» [véanse las referencias en la colaboración de Manuel García-Carpintero citada en nuestra bibliografía] o «los animales dejan o comunican información a otros miembros de su especie mediante señales químicas«. Es muy conocido el caso de los rastros de feromonas que las hormigas exploradoras dejan como «información» sobre la ruta a seguir por otras obreras desde las inmediaciones de su hormiguero hasta una fuente de alimento que las primeras acaban de localizar. Incluso la densidad de ese rastro de feromonas podría «contener información» sobre la cantidad de alimento disponible al final del rastro. ¿Qué decir, teniendo presente el desarrollo de nuestro capítulo I, sobre estos usos del término, que de salida parecen «inconmensurables» con los que acabamos de señalar?
Por comparación, descubrimos que (I) en estos nuevos usos se ha evaporado el papel decisivo que las operaciones de composición e interpretación del lenguaje articulado, tuvieran lugar de viva palabra o en la escritura y la lectura de unidades significativas de una lengua histórica determinada, desempeñaban en la vieja información, en tanto acto y efecto de informar. En consecuencia, (II) no sólo aquella necesaria configuración operatoria en la articulación del lenguaje ha quedado sustraída de la información, sino que además, se funda la posibilidad de que ésta deje de estar circunscrita a su contexto antropológico original y quede libre para «integrarse en el mundo» en abstracción de las operaciones verbales de los individuos hablantes, sea ya como parte de los entornos conductuales de los animales o como una suerte de «atributo óntico general» que se presentará en cualquier «estado de cosas», al menos en lo que éste pueda inducir una «respuesta cognitiva» en un «sistema informacional» cualquiera –la respuesta que consiste, en nuestro ejemplo, en que el sistema «sociedad de hormigas» reduzca la incertidumbre sobre la localización de la fuente de alimento respecto del hormiguero y cada subsistema «hormiga» siga la ruta correcta. Cargar sobre el concepto de información ambos supuestos –(I) y (II)–, o más bien descargarlo de su régimen original y separarlo de él, se hace obligado tan pronto se quiera evitar un inmediato absurdo en el uso del término: porque, según explicábamos, de acuerdo con las acepciones tradicionales de «información» no había lugar a decir, excepto quizás al narrar una fábula, que «una huella en la arena informa», que «los rastros hormonales informan», que «las hormigas se dejan información (¿química?) las unas a las otras», o que «las antenas de las hormigas recogen información de sus entornos». Ninguno de estos usos llegaría a resultar comprensible a no ser que de antemano se concediese que hay información dispersa por el mundo y que ésta, además, ni es inseparable del acto y efecto de informar (verbalmente), ni será siempre, por tanto, «la que la parte informante hace ante la parte informada, de viva palabra o por escrito». Al haber información en el mundo, ésta se desprende de las operaciones lingüísticas de informante e informado y queda hipostasiada; además (III), deja de tener lugar al hilo de la articulación de un discurso significativo inmediatamente perteneciente a alguna lengua conocida, y se engarza en un nivel «mudo», «pre-simbólico», inarticulado y general de la representación o la informatividad –desde el que podrá volver, ocasionalmente, a la articulación del lenguaje– en el que ya no dependerá de los actos individuales de habla y comprensión desarrollados por dos actores corpóreos (antropológicos) en los papeles de informante e informado. Ese nivel «mudo» en que hay información –en este nuevo sentido del término– con independencia de las operaciones verbales de ambas partes (la informante y la informada), quedará ofertado a la generalidad indefinida de los «sistemas cognitivos», y en él permanecerá la información, como «contenido representacional» disperso por el mundo y a falta de un informado singular, a la espera de «ser accedida y recogida», por ejemplo, por las antenas de las hormigas –lo que antes hubiese sido absurdo–, o como decíamos al final del capítulo II –y esto es lo más interesante– por los aparatos de muestreo o medida promediada de magnitudes fisicalistas que forman parte de los sistemas tecnológicos de telecomunicación, control y cómputo.
Del mismo modo, a falta de un informante personal, esa información tendría que estar siendo sostenida –si merece ese nombre– por la operación de una suerte de «motor informador universal» que la depositaría, infalible e incansable, en toda situación mundana en la que pudiese ser después recogida; y recogida ya no necesariamente en medio de figuras fenoménicas, sino a través de «medidas» o «exploraciones» análogas a las operadas por los sistemas tecnológicos de comunicación y control automático estudiados por la Cibernética. Pudiera pensarse que la idea de ese «motor informacional» universal es la que queda disfrazada tras la propuesta de que el propio cosmos –el cosmos de la «imagen científica del mundo», aunque considerado en su estructura «abstracta» e inmaterial– sea un «Gran Computador», una hipótesis con la que David Chalmers juega en La mente consciente [véase bibliografía], y que como mera hipótesis, resulta ya delatora. Anticipando todo posible acto y efecto de informar e integrando su «contenido cognitivo» o «carga representacional» en un plano mundano abstracto –libre de las figuras fenoménicas del habla individual– al que tendrán acceso, en mayor o menor grado, todos los «sistemas cognitivos», ese motor informacional haría posible que hubiese información (muda) alrededor de los «sistemas cognitivos» o «mentes»; a su vez, estos últimos alcanzarían a recogerla y procesarla –al nivel que sea, estemos hablando de hombres, otros seres vivientes o máquinas– sin necesidad de que tengan lugar las operaciones individuales de fonación y comprensión o lectura del lenguaje articulado –en alguna lengua conocida– que antes eran necesarias para que se hiciera una información sobre algo, y por tanto, sin que en esa información deban conservar su papel y su calidad específica los cuerpos operantes, propiamente capaces de la articulación formal del lenguaje, de los hombres que antes hubiesen sido parte informante y parte informada del acto y efecto de informar.
El desarrollo final de la tesis de que «la información está ahí, en un plano abstracto (cognitivo) de los estados de cosas que resulta accesible –por relaciones de contacto– a sistemas muy diferentes, sean éstos máquinas o animales», (IV) en la misma medida en que exige ir retirando de la constitución de la Información el papel, positivo y específico, que los cuerpos vivos operantes (antropológicos) de las unidades lingüísticas antes desempeñaron, en tanto individuos hablantes, durante la información –como acto y efecto...–, permitirá, además, la constitución de la idea de Información como «idea transcendental a muchas disciplinas científicas» y el avance hacia la «interdisciplinariedad» del estudio de los «sistemas informacionales». Esta elevación a la «interdisciplinariedad» de la idea de Información es resultado de un proceso –puede que efectivo– de generalización y de vaciamiento indiferenciador del cuerpo viviente que antes podía hacer el papel de parte informada: el sujeto que ahora, al ir siendo desprendido de su condición de individuo viviente (antropológico), irá adquiriendo la característica general de «sistema cognitivo informado» –«informado» de resultas de una «entrada» o «input» de información. Aquí estaría rompiéndose el original régimen fenoménico en que se iban haciendo las informaciones de las que hablaba Covarrubias: porque si en la constitución formal de aquellas informaciones sólo contingentemente, y no de modo absoluto, el asunto de la información quedaba sustraído a la percepción del informado, ahora será constitutivo de esa nueva «Información» el poder atravesar el funcionamiento de todo «sistema cognitivo» capaz de hacerse con ella, sin que para ello sean necesarias ni las percepciones ni las conductas verbales –antropológicas–, o sin que éstas tengan que valer más allá de sus correlatos fisicalistas genéricos. Es más: esa Información estará dispersa en una nueva dimensión «informacional» del mundo (fisicalizado) –el que va descubriendo la «visión científica de las cosas»–, un mundo en el que, por añadidura, no caben –al menos en su configuración fenoménica– aquellas figuras fenoménicas verbales que debían estar presentes al conocimiento del informado, y entre las cuales se tenían que desarrollar las operaciones individuales de habla, lectura o escritura en las que se iba haciendo la información sobre la situación ausente; por tanto, la nueva Información estaría llegando al informado en un plano que, en sus contenidos informacionales característicos, podría resultar «fenoménicamente inaccesible», y que sólo quedaría accidentalmente reflejado por esa «conciencia» «asociada a algunos sistemas cognitivos» –no todos ellos, sino sólo los cerebros– que se habría vuelto una «anomalía» dentro de la «imagen científica del mundo», dando lugar a las interminables polémicas monismo-dualismo. Cuando ese «sistema cognitivo» que «procesa la Información» resulte cobrar la forma de un sistema tecnológico de comunicaciones, de control automático o cómputo –en lugar de la de un organismo humano– se hará patente que el régimen fenoménico original en que tenía lugar la información –en su sentido tradicional– y que suponía que ésta tenía lugar en medio de figuras fenoménicas formalmente lingüísticas y de las operaciones que los cuerpos de informante e informado desarrollan sobre éstas en tanto tales, estaba roto desde el momento en que separamos la información de ese acto y efecto de informar.
3. Este último párrafo ya nos va dando el hilo del capítulo II, en el que hacíamos lo posible por descubrir las condiciones en que estos nuevos usos de la palabrita «información» podrían resultar, en alguna medida –y aunque sólo fuese de modo oblicuo– soportados por la transformación de los contenidos del propio concepto, y así, atentos a la nueva realidad de éste. El planteamiento general del capítulo II desarrolla la tesis de que la refundición del concepto y la formación sobre sus acepciones tradicionales de estos nuevos depósitos semánticos –que, por lo que vimos más arriba, quedan parcialmente desajustados respecto a esas acepciones, aunque terminen dominando sobre los usos tradicionales– no son caprichosas, sino que responden a la aparición de una nueva ontología «mundana» en nuestros tiempos, una ontología efectivamente dominante de nuestro presente histórico y que, en el horizonte de la llamada «tercera Revolución industrial», podría estar solidificando en la idea de «Sociedad de la Información», a la que va aneja la universalización de las «tecnologías de la información y la comunicación». Apostábamos, pues, que esa elevación a la «transcendentalidad» de la noción de información, no puede ser, sin más, resultado de un «cambio de paradigma», o mera expresión de una nueva «voluntad de nombrar». Lo que ese capítulo II quisiera sacar a luz es la posibilidad de que, ya desde mediados del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, la progresiva extensión de los sistemas tecnológicos de telecomunicaciones –a saber: el telégrafo, la telefonía, la radiofonía, la teleimpresión y la televisión– y la difusión y explotación de su uso en las naciones industrializadas, hubiesen posibilitado una ruptura de lo que hemos llamado el «régimen fenoménico original de la información», aunque sólo fuese a fuerza de llenar nuestros entornos cotidianos de tecnologías «a la mano» que darían un nuevo marco de configuración a las informaciones –en la acepción «mundana» de Covarrubias– en que diariamente participamos. Ya en la segunda mitad del siglo XX, tras el acrisolado de los procesos industriales de ultrarreducción de los componentes electrónicos, esa «envoltura tecnológica efectiva» de las informaciones estaría abandonando la pista de despegue y ganando su rumbo: una manifestación de su vuelo hacia la «Sociedad (cosmopolítica) de la Información» sería el hecho, en apariencia insignificante, de que cada uno de nosotros porte un pequeño aparato electrónico de radiotelefonía en el bolsillo –cuando no una computadora–, un hecho que confirma la integración en nuestros quehaceres cotidianos –tanto durante la jornada laboral, como en la escuela «2.0», como en las horas de asueto– de toda una colección de cacharros electrónicos que dan cauce a nuestras actividades y operaciones –por ejemplo: la microcomputadora electrónica sobre la que voy componiendo estas páginas de imprenta.
Generalmente, la que hemos llamado «tesis humanista del desarrollo tecnológico» –en el parágrafo segundo de este capítulo II– resuelve, de un plumazo y antes de dejarnos ocasión de plantearla, la cuestión sobre las implicaciones de la expansión en nuestros entornos de dichas tecnologías y su uso cotidiano: se limita a afirmar de modo entusiasta que esa envoltura en las «nuevas tecnologías» del acto y efecto de informar no entraña más que el recurso a un «medio» –quizás el medio óptimo– por el que dar satisfacción a una previa «necesidad humana de una comunicación libre del obstáculo del espacio y el tiempo», y que por tanto, no repercute, más allá del efecto acelerador que pueda tener en la «aproximación de la Humanidad a su anhelo de comunicación y bienestar«, en la configuración de la mundanidad histórico-política en que cualquier humanidad real va cobrando contenido y sentido. También quisimos estudiar en ese parágrafo el papel que, junto a esas tecnologías que van presentándose en sus quehaceres y en medio de la realimentación histórico-política de su uso, le correspondía ocupar a los hombres: de esa manera, rescatábamos otra vez al «Hombre» que el prejuicio humanista presenta como «protagonista de la revolución de la tecnología de la Información», justamente para darle la vuelta al prejuicio. El «Hombre» tenía que ser, en efecto, incorporado como individuo corpóreo –aunque de modo sólo genérico– a la dialéctica tecnológica, puesto que su intervención operatoria sobre las «superficies de contacto hombre-máquina» o paneles de control en los que se cerraba el ciclo funcional de esos sistemas tecnológicos –tanto los de telecomunicación, como los de control y cómputo– resultaba imprescindible durante el uso institucionalizado de éstos, aunque pudiese quedar reducida a su mínima expresión. Por esto concluíamos que, en lugar de ser él un «protagonista de su propio cultivo», tenía que limitarse a resolver y empujar, en medio de razonamientos ingenieriles y del uso institucionalizado de esos aparatos bajo determinadas coordenadas histórico-políticas –que, por cierto, no eran arrojadas por ninguna «Humanidad» (atemporal), sino las propias de las naciones industrializadas contemporáneas–, la dinámica conflictiva del desarrollo de esos mismos cursos tecnológicos en que se desenvolvía su actividad productiva, y de los que ya no podía separarse para ser, sin más, el «Hombre« (atemporal).
Tales consideraciones surgieron en nuestra argumentación después de que comprobásemos que el anuncio entusiasta de la llegada de la «Sociedad de la Información» tenía su parte de razón, aunque sólo la recogiese de soslayo. La pregunta sobre cuál podía ser el papel del «Hombre» junto a las tecnologías de comunicación, control automático y cómputo –entre otras–, que era también la pregunta sobre si el proyecto humanista de la «Sociedad de la Información» se hacía cargo adecuadamente de la dinámica del desarrollo tecnológico, saltaba en frente de nosotros tan pronto reconocíamos que, en efecto, la incorporación, desde mediados del siglo XIX, de estas tecnologías a la configuración de nuestro mundo histórico comportaba, ya en nuestro siglo, la inauguración de un nuevo movimiento de la Revolución industrial, que tendía al «cierre cibernético de la automatización»: y comportaba esto por las nuevas posibilidades tecnológicas que, con independencia de la retórica, comenzaban a envolver la actividad antropológica.
Antes de pasar a discutir esa «tesis humanista del desarrollo tecnológico» teníamos, por tanto, que sacar a luz las novedades que la interposición de un sistema tecnológico de telecomunicaciones entre el informante y el informado pudo introducir efectivamente en la realidad del acto y efecto de informar, en su figura conceptual. Defendíamos ahí la tesis de que la aparición y uso generalizado de esos aparatos en las naciones industrializadas permitió ir destilando una nueva acepción del concepto de información que acabaría dominando sobre las tradicionales e infiltrándose en ellas; y defendíamos que la razón de esta refundición efectiva del concepto tenía que localizarse no en ninguna «voluntad humana de cosmopolitismo informacional», sino en el hecho de que esos aparatos fuesen ya capaces de anular efectivamente, por recurso formal a verdades de las ciencias estrictas –como nunca antes se había podido hacer– las operaciones de recorrido de distancias y de conformación de las relaciones fenoménicas de ausencia-presencia que eran presupuestas en la constitución de las informaciones verbales –según la acepción mundana de Covarrubias, y al menos, fuera del uso teológico del término. Nos deteníamos en los casos del telégrafo y el teléfono, que fueron los primeros sistemas tecnológicos de telecomunicaciones operativos en el siglo XIX, y que se utilizaron, en muchos casos, para dar soporte a informaciones –todavía en la acepción de Covarrubias– escritas u orales en unas condiciones en que antes no podían tener lugar: por de pronto, porque fundaban la posibilidad de que el informante y el informado se mantuviesen en ubicaciones remotas mientras tenía lugar la información, suprimiendo las operaciones de recorrido que antes mediaban en el encuentro de ambas partes –algo que, a falta de esas tecnologías, sólo por la telepatía hubiese sido posible. Pero también apuntábamos ahí –especialmente al examinar el caso de la televisión– que esas tecnologías, por sus propios principios de funcionamiento, podían ser indiferentemente usadas para dar lugar, entre dos usuarios distantes, a genuinas informaciones, o para reproducir de un extremo a otro de la línea cualesquiera «mensajes» que pudiese cursar el sistema, correlativos a informaciones o no, e incluso aquellos que careciesen de sentido. El telégrafo daba cauce a la transmisión de una secuencia Morse correspondiente a una composición tipográfica comprensible con la misma eficacia con que transmitiría una secuencia de caracteres tipográficos formada al azar. Esas «tecnologías de la Información» eran «de la Información» en un sentido que no casaba plenamente con el concepto tradicional: ofrecían sólo la posibilidad de reconstruir, en el extremo receptor, ciertos aspectos genéricos y materiales (fisicalistas) de la figura significativa –un texto escrito, un discurso hablado, una imagen enfocada– que se quería hacer llegar al otro comunicante, sin poder abarcarla en sus aspectos significativos o su unidad formal. Pero con eso ya permitían algo antes imposible.
En el contexto de la ingeniería de telecomunicaciones del siglo XX era donde podía alumbrarse definitivamente la transformación del concepto de información que ya desde el siglo XIX se venía preparando. Los razonamientos ingenieriles en ese campo debían enfrentarse directamente con las dificultades y desajustes aparecidos durante esa «reconstrucción» tecnológica, genérica y material, de las figuras significativas que se querían hacer llegar a un usuario en el «otro extremo» de la línea de telecomunicaciones; además, debían hacerlo contando ya con el uso de los aparatos por parte de instituciones productivas que buscaban un rendimiento comercial en el uso de esos sistemas tecnológicos. Estos razonamientos estaban, por tanto, moviéndose necesariamente en la vanguardia de una carrera de las tecnologías electrónicas y electromecánicas que, tras la II Guerra Mundial, iría dando lugar al campo de la automatización cibernética del control y el cómputo, y abriendo el horizonte de nuestra «Sociedad de la Información». Pero, al menos en el contexto inicial de la ingeniería de telecomunicaciones, donde aparecieron definitivamente nuevas definiciones –válidas en sus contextos tecnológicos– de «mensaje» e «información», la gran dificultad era la de esquivar la pérdida de «información» a causa de las interferencias. Superar esa dificultad requería, además, disponer de una «medida de la información» –entendida ya como una magnitud– que permitiese evaluar el rendimiento de diferentes sistemas y controlar el grado en que eran afectados por la distorsión de las señales en la distancia. Justamente los artículos de los ingenieros R. Hartley y C. Shannon que se consideran clásicos de la teoría estadística de la Información –y en la definición de la acepción ingenieril del término–, y que estudiábamos en el último parágrafo de este trabajo, responden, en principio, a esas dificultades ingenieriles: en los propios términos (tecnológicos) en que venían dadas esas dificultades encontradas en el uso de los aparatos de telecomunicación, van decantando una nueva acepción del concepto de información que ya rompe la analogía de las dos que recogía Covarrubias, pero que podrá infiltrarse en ellas y refundirlas en la misma medida en que, por el mismo uso de las tecnologías, las informaciones –en el eje pragmático– vayan quedando mediadas, rodeadas y conducidas por la Información –cuantificable como magnitud– que operan esos mismos sistemas tecnológicos, en los que la nueva acepción mantiene su realidad y su definición. Justamente, esa discordancia entre la nueva acepción ingenieril de «información» y las tradicionales vendría resumida en la necesidad de que el razonamiento ingenieril prescinda de cualquier consideración sobre la significatividad de la «carga informacional» de las cadenas-mensaje que habrán de operar los sistemas tecnológicos. Empero, la ambivalencia de los usos del término «información» a lo largo de esos artículos fundacionales refleja ya una cierta confusión entre las viejas acepciones y la nueva, una confusión que –repetimos– podría ser expresiva del carácter dominante con que, en nuestras coordenadas histórico-políticas, esta nueva Información –medida en «bits» o dígitos binarios– se iría alzando sobre el concepto tradicional, y calando en su realidad. Ese nuevo componente ingenieril del término le incorporará ya una carga de realidad que, aunque limitada en principio al contexto tecnológico, irá alineando el entero concepto con ese proceso, que más arriba separábamos en cuatro momentos –numerados con la serie (I)-(IV)–, de abstracción del papel de las operaciones verbales individuales en la constitución de la información. Si los actuales usos de la palabra «información» como una idea «interdisciplinar» han de contar con algún tipo de pilar de soporte, desde el cual puedan ampliarse por metonimia o analogía, ese pilar será, sin duda, el que les ofrece la reconstrucción genérica en la ingeniería de telecomunicaciones de las viejas informaciones en términos de «carga de Información» –cuantificable– y por medio de una secuencia temporal de medidas fisicalistas desprendida de todo sentido o significatividad. Y si en esos mismos usos, como decíamos antes, se da por sabido que la Información –en general– ha alcanzado la evacuación del papel, positivo y específico, que las operaciones verbales de un informado y un informante individuales desempeñaban en la constitución del acto y efecto de informar, este «dar por sabido» no hará más recoger, de modo oblicuo y metafórico, la efectiva desaparición de esas operaciones durante la «transmisión de la Información» –es decir: durante su reconstrucción genérica y material– en los sistemas tecnológicos de telecomunicación, control y cómputo, que tanta importancia han cobrado en la configuración de nuestro mundo histórico, aquel que se piensa bajo el horizonte de la «Sociedad de la Información».
Bibliografía
Se incluyen sólo aquellas obras sobre las que, de acuerdo con el autor, reposa directamente la confección de estos argumentos. En las notas dispersas a lo largo de este trabajo de investigación el lector podrá encontrar, además, referencias a las obras de las que se cita algún pasaje o a otras de las que se extrae, incidentalmente, alguna tesis en el curso de la discusión. Se han respetado, en lo posible, las fórmulas propuestas por la norma ISO-690 de la Organización Internacional de la Normalización para la elaboración de los diversos tipos de referencias bibliográficas.
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Documentos en soporte electrónico:
CUMBRE Mundial sobre la Sociedad de la Información Ginebra 2003 — Túnez 2005; UNESCO. «Declaración de principios: Construir la Sociedad de la Información: un desafío global para el nuevo milenio» [en línea]. Génova: [Unión Internacionacional de las Telecomunicaciones], 12 de mayo de 2004 [citado el 8 de julio de 2009.] Disponible en Internet: www.itu.int/wsis .
Notas
{1} Véase CUMBRE Mundial sobre la Sociedad de la Información Ginebra 2003 — Túnez 2005; UNESCO. «Declaración de principios: Construir la Sociedad de la Información: un desafío global para el nuevo milenio» [en línea]. Génova: [Unión Internacionacional de las Telecomunicaciones], 12 de mayo de 2004 [citado el 8 de julio de 2009]. Disponible en Internet: www.itu.int/wsis .
{2} Según datos de comienzos de los años 70, «[r]especto a la producción de aparatos ocupa también el primer lugar Estados Unidos, con 11.174.000 televisores fabricados en 1967, seguido del Japón (5.652.000), URSS (4.415.000), Alemania Occidental (2.276.000), Reino Unido (1.936.000), Francia (1.320.000), Italia (1.238.000), Canadá (670.000), España (570.000) y Alemania Oriental (562.000)» [véase RODRÍGUEZ EGUÍA, Carlos. «9.1.11 Radio y televisión». En Acta 2000: enciclopedia sistemática en nueve tomos. Décima edición. Madrid: Rialp, 1977. Vol. 9, p. 77]. Esto es: volviendo la vista hasta los años en que la idea de «Sociedad de la Información» –parece ser– se encontraba en fase de ninfa, descubrimos que la lista de los países que se adelantaban entonces como productores de receptores domésticos de televisión coincide, punto por punto, con la lista de los países que ahora se reúnen en el grupo del G-7 más Rusia, o G-8. Por alguna razón que, como la mirada de la Gorgona, no nos atrevemos a enfrentar, España es el único país que ha salido de la lista.
{3} «La sociedad de la información persigue la realización del valor temporal (valor que diseña y realiza el tiempo futuro) para cada ser humano. El objetivo de la sociedad será el ‘que todo el mundo viva una vida que merezca la pena ser vivida’, persiguiendo mejores posibilidades futuras» [véase MASUDA, Yoneji. La sociedad informatizada como sociedad post-industrial. Madrid: Tecnos; FUNDESCO, 1984. Capítulo III, «Imagen de la futura sociedad de la información», p. 49]. Cuando el sentido de esta retórica de corte humanista y metafísico se pone, al ser sopesada dialécticamente, justo del revés, ese proclama utópica y poética –« que todo el mundo viva una vida que merezca la pena ser vivida»– deja de escucharse como una convocatoria al Reino de la Gracia, y comienza a recuperar sus contenidos reales como exigencia: el «valor» que hace valer la vida de cada quien es, ante todo, el valor económico que es capaz de producir mediante la explotación de su trabajo o su gestión del trabajo de otros en el paisaje cibernético. ¿Por qué no hacer que todas las vidas «valgan la pena» –como inversión? Que «nadie quede al margen» no es una promesa virtuosa, sino la constatación de una necesidad. ¿Por qué no hacer que todos los trabajadores rindan tanto como pueden, y quieran rendir siempre a ese nivel? ¿Por qué dejar un solo aspecto de sus biografías –»formación a lo largo de la vida»– al margen de la búsqueda del «valor que se realiza en el tiempo»?
{4} Véase el «Preámbulo» de la Ley 56/2007 de Medidas de Impulso de la Sociedad de la Información:
«La presente Ley se enmarca en el conjunto de medidas que constituyen el Plan 2006-2010 para el desarrollo de la Sociedad de la Información y de convergencia con Europa y entre Comunidades Autónomas (...), Plan Avanza, aprobado por el Gobierno en noviembre de 2005.
El Plan Avanza prevé entre sus medidas la adopción de una serie de iniciativas normativas dirigidas a eliminar las barreras existentes a la expansión y uso de las tecnologías de la información y de las comunicaciones y para garantizar los derechos de los ciudadanos en la nueva sociedad de la información.
En esta línea, la presente Ley, por una parte, introduce una serie de innovaciones normativas en materia de facturación electrónica y de refuerzo de los derechos de los usuarios y, por otra parte, acomete las modificaciones necesarias en el ordenamiento jurídico para promover el impulso de la sociedad de la información.» Aunque los artículos de dicha norma no puedan desprenderse de ciertas materias legales bien definidas que tienen que ver, en su mayor parte, con la facturación y el comercio «electrónicos», la «privacidad» de los datos personales registrados en sistemas informáticos, o la implantación del «Documento Nacional de Identidad electrónico» y la «ventanilla electrónica de la Administración», la retórica nebulosa de la «Sociedad de la Información» sigue ofreciendo el marco de «ideas flotantes» en que pretenden los propios legisladores y representantes parlamentarios –o sus representados– comprender el propósito histórico de su acción política. Es de sumo interés comprobar que esa misma Ley de Medidas contiene algunos artículos que afectan a la planificación de las nuevas obras públicas: la construcción de nuevas vías de circulación urbanas e interurbanas, alcantarillado, vías de tren, etcétera, tendrá que facilitar la extensión de las redes privadas de cable de fibra óptica, a través de las cuales las compañías de telecomunicaciones ofrecen sus «servicios de banda ancha de acceso a Internet» al hombre mediano. Estas obras públicas deberán planificarse contando con la virtual canalización a su través de dichos tendidos de telecomunicaciones, justamente para que, por medio de su presupuesto para obras públicas, el Estado alcance a «despejar el camino» a la inversión privada y abaratar los costos iniciales de la «realización universal» de la Sociedad de la Información.
{5} De la insuficiencia de estas objeciones a la «Sociedad de la Información» tenemos aquí una prueba impremeditada. En 1973, el ya desaparecido periodista y novelista Manuel Vázquez Montalbán, cuya trayectoria en las izquierdas como preso del franquismo y después como periodista afín a la socialdemocracia es por todos conocida, se unía del siguiente modo a la crítica izquierdista de la «emergencia» de las tecnologías de la información: «En el informe Satellite Communications offer New Potentiality se llegaba a hacer en 1971 esta profecía, que liga el control de la comunicación general con las posibilidades del control de la intercomunicación personal: «Antes de que acabe la década, será técnicamente posible para un explorador de la selva amazónica o un businessman en una acería de las Montañas Rocosas equipado con una pieza del tamaño de un estuche, el comunicarse con toda persona que tenga acceso a un teléfono en cualquier parte de la Tierra.» A la vista está que tal «posibilidad tecnológica» se verá contrariada por la «imposibilidad política» de conseguirlo, porque tamaña capacidad de intercomunicación en manos de los particulares en general o de los peatones de la historia en particular sería un factor de control desmoronador de los sistemas mejor establecidos.» (Véase VÁZQUEZ MONTALBÁN, Manuel. Las noticias y la información. Barcelona: Salvat Editores, 1973. «Manipulación de las noticias», pp. 82-83.) ¿Quién podía esperar entonces, excepto escribiendo ingeniería-ficción o defendiendo un programa socialdemócrata, que sería el propio desarrollo de la economía de libre mercado el que facilitaría que, a comienzos del siglo XXI, hasta el último lumpen de los países industrializados llevase en el bolsillo un aparato portátil de telefonía sin cable que, en efecto, «tiene el tamaño de un estuche y permite hacer llamadas a cualquier otro terminal de teléfono de la red mundial», e incluso tomar fotografías y vídeos y distribuirlos por medio de esa red? ¿Quién hubiese dicho entonces que, pese al acceso del «peatón de la historia» a esa tecnología, no iba a tener que producirse ningún «desmoronamiento del sistema» al que pudiese seguir un natural advenimiento de la socialdemocracia? ¿Cómo entender que el presunto «afán socialdemócrata y progresista» del Hombre se haya convertido, una vez que éste ha tenido despejada la vía a esa socialdemocracia, en simple «afán reformista de políticas sociales»?
{6} «La lucha por el mercado entre los fabricantes de ordenadores se vaticina dura. En los últimos años [comienzos de la década de 1970] algunos de los combatientes han caído, pero otros están reagrupando sus fuerzas y se prestan a dar la batalla al coloso IBM (...). Pero, (...) ¿conseguirán los japoneses introducirse seriamente en los mercados americano y europeo? (...) Un fenómeno muy a tener en cuenta es la expansión planificada de la informática en los países del COMECON (asociación constituida por los países socialistas europeos); pero, de momento, las repercusiones en los demás países son poco claras». Véase BERENGUER, Xavier; COROMINAS, Albert; GARRIGA, Josep. Los ordenadores. Barcelona: Salvat, 1973. «Futuro de la informática», p. 138.
{7} Véase MASUDA, Yoneji: Op. cit. Cap. V– parte A, «Una objetivación completa de la información», pp. 67-70.
{8} Como anécdota que no deja de ser significativa en lo que toca a la ilustración del «efecto mesmérico» que esta palabrita –»información»– puede llegar a tener en los más advertidos académicos de nuestras facultades de filosofía, introduzco aquí un breve apunte biográfico. Cuando el autor de este trabajo cursaba estudios en tercer año de la licenciatura de Filosofía, uno de los profesores de la asignatura X presentó su temario –que, por otra parte, estaba informado de un sano escepticismo, aunque no de un modo del todo consecuente– haciendo referencia al papel central que en poco tiempo la idea de información había adquirido en el contexto de las polémicas académicas sobre el falibilismo naturalista y la fundamentación del Conocimiento: afirmó ante alumnos tan ignorantes como yo mismo –seguramente con el propósito de llamarnos a la discusión– que «la introducción tardía de la noción de información» era una de las razones, o más bien la principal razón, por la que las polémicas epistemológicas que recorren el desarrollo de las filosofías modernas habían tardado en lograr cierta unidad y cierre en el campo de la Epistemología contemporánea.
{9} RAE. Diccionario de la lengua española. Vigésima segunda edición. Madrid: Espasa Calpe, 2001.
{10} COVARRUBIAS, Sebastián de. Tesoro de la lengua castellana o española [en línea, libro digitalizado]. Edición de 1674, con adiciones de Noydens. Madrid: Melchor Sánchez [impresor], 1674 [citado el 13 de julio de 2009]. Disponible en Internet: www.cervantesvirtual.com .
{11} Véase ARISTÓTELES: Categorías. Cap. I, 1a 12-15.
{12} RUIZ, Juan, Arcipreste de Hita. Libro de buen amor. Edición de G. B. Gybbon-Monypenny. Madrid: Castalia, 1989. Pág. 105.
{13} DON JUAN MANUEL, infante de Castilla. El conde Lucanor. Madrid: Club Internacional del Libro, 1994. Pág. 27.
{14} Este uso de la acepción vulgar de «informar», según el cual durante la información se significa algo acerca de un posible futuro, o de las disposiciones que el informado tiene que ir tomando de acuerdo con lo que es plausible que se dé o para que se produzca un cierto resultado, en lugar de hacerse relación de lo pasado –como ocurre ante el juez–, debe de ser el que justamente se ha conservado en la terminología de la Administración cuando se habla de «Sección de Información», «Oficina de Información» o «Información al ciudadano» –en nuestra Universidad Complutense existe una oficina llamada así. Que insistamos en entender estas expresiones desde la metáfora sustancialista del «banco de datos» no implica que no resulte posible desde nuestra posición histórica reconocer otra figura semántica en el término, más cercana a ésta que estamos intentando recuperar aquí. Decimos «figura semántica» por analogía con el fenómeno del «cambio súbito de Gestalt», un fenómeno que deberíamos liberar –siguiendo a Karl Bühler [véase bibliografía]–, de la interpretación cognitivista-computacional que se ha hecho con él: es posible, al examinar los conocidos dibujos en los que se reconocen dos figuras alternativas –una anciana o una mujer joven vuelta de espaldas, una copa o dos rostros de perfil enfrentados, etcétera– según la «configuración gestáltica» que se le dé a los perfiles, reconocer dos niveles de composición –generalmente confundidos hábilmente por la simulación de la perspectiva sobre el plano– en un mismo dibujo; de modo análogo –y quizás con ventaja– es posible practicar este «cambio» en el uso del término «información».
{15} Debe repararse en la posibilidad, muy significativa en caso de que no encerremos el análisis morfológico en una esfera lingüística exenta del sentido y la lógica que habitualmente poseen nuestras proferencias articuladas y su escritura, de introducir el término de marras en plural siempre y cuando no estemos haciéndolo en su acepción de «serie de datos numéricos» o «secuencia a transmitir de mediciones o registros de control». Aquí hablamos de «informaciones» como actos desarrollados a un nivel fenoménico –no «cognitivo» o fisicalista– y entre individuos fenoménicos mediante proferencias articuladas o la virtual lectura de algún texto, y no como «transmisión de contenidos representacionales». Como veremos, el hecho de que la electrónica de control, cómputo y telecomunicaciones haya insistido en definir la información como una magnitud o cantidad ingenieril con una medida –el bit– está vinculado con nuestro hábito de usar la palabra exclusivamente en número singular: «este disco duro es capaz de almacenar 70 gigabytes de información», «la televisión ha permitido la rápida difusión de la información».
{16} En toda esta sección, nos permitimos hablar de «partes» en el acto de la información prescindiendo de la carga que, en el lenguaje jurídico, pueda presentar el término. De esa manera, podemos decir en un sentido determinado que el juez es, en la información, parte informada por la parte informante, sin tener que observar que, en el sentido estricto que el término tiene que tomar durante el procedimiento jurídico, el juez no es parte, sino que está por encima de ellas –incluso cuando una de las partes sea representación de un poder público, ejecutivo o administrativo.
{17} Dado que toda operación de escritura en alguna lengua conocida requiere, para ser escritura, que su producto –el documento escrito– pueda ser formalmente objeto de alguna lectura –una lectura por parte del mismo que escribe, como sería en los comienzos de la historia, o de otro hablante o conocedor de la escritura de esa lengua–, el desarrollo por escrito de una información quedará, como canónico en el proceder jurídico pero secundario en lo que toca a la operación de informar, siempre referido a una virtual información de viva palabra. La información escrita no quedará llevada a término hasta que el juez reciba, lea e interprete la relación escrita, quedando entonces enterado del asunto; pero para ello, debe sustituir, mediante la lectura, la voz audible de la parte informante por la reconfiguración significativa de las grafías visibles, siguiendo una secuencia de operación en la que rearticula el texto según el modelo del lenguaje vivo (hablado), y no pretendiendo poder «abarcar simultáneamente con la vista lo que la boca no puede articular simultáneamente»; por eso la informaciones canónicas en Derecho, en tanto relaciones escritas, presentan sólo un extremo desde el que volver a una información de viva palabra, que sería la del discurso oral del letrado informante. En general, todo registro escrito de una lengua histórica queda como tal referido a una virtual operación de lectura, operación que consistirá en reconstruir el discurso –registrado por escrito– como tal discurso, es decir, en articularlo de nuevo en sus sonidos y sentido como discurso hablado, a partir de las grafías permanentes que sean legibles. Decimos «virtual lectura» para anticiparnos a quien quisiera objetar que, de acuerdo con nuestra definición, la escritura del antiguo Egipto no sería escritura para las naciones modernas hasta que fue hallada y descifrada la piedra Rosetta, y que no lo sería no por nuestra ignorancia, sino por sí misma –cuando era escritura, formalmente, aunque nadie alcanzase a leerla-; e insistimos en introducir la dimensión del sentido y la entonación –muy relacionadas con la interpretación– en la articulación sonora del lenguaje durante la lectura para descartar que la «lectura automática de textos» de la que es capaz un ordenador programado para la tarea se cuente, propiamente, como lectura formal. No es sólo de interés para una epistemología genética o para la psicopedagogía el que los niños tengan que hablar antes de leer, o que lean en voz alta o «mordiéndose la lengua» antes de leer en completo silencio: las operaciones de proferencia del lenguaje en función de la secuencia escrita y su sentido, tienen, formalmente, su papel en la constitución del texto, y de la transformación de los –en apariencia– meros dibujos del escriba en grafías. No deja de llamar la atención, a este respecto, el que la evolución general de la escritura haya sido la de una progresiva ruptura con los códigos pictográficos, que habrían dejado lugar a los ideogramas y a la escritura fonética. Digamos, por tanto, que la presunta «primera objetivación de la información (datos)» que según el sociólogo Masuda tuvo lugar por la invención de la escritura en la Antigüedad y el paso del «lenguaje hablado» al «registro objetivo independiente del sujeto» [véase MASUDA, Yoneji: Op. cit. Cap. V-A, «Una objetivación completa de la información», p. 68 y siguientes.] no permite, pese a sus virtudes en la fijación de las operaciones del escriba, que las informaciones puedan tener lugar por escrito o alcancen a «transmitirse» sin que una nueva intervención y operación de lectura –»dependiente del sujeto», de nuevo– reconstruya, al menos virtualmente, la figura formal del documento. Por esto mismo, la información escrita del letrado al juez, pese a ser primera de cara al procedimiento jurídico –por su perdurabilidad documental y su valor probatorio del buen proceder del letrado–, puede seguir siendo información, como dice Covarrubias, cuando es «la que se hace de palabra» –en el mismo juicio o investigación, por parte de testigos–, sin que sea menos información, ni menos «objetiva» o importante de cara a la averiguación y resolución del caso.
{18} Suele obviarse el hecho de que los primeros pliegos de la Biblia latina de Gutemberg tuvieran que pasar, por decisión del propio impresor, por las manos de copistas que se hicieron cargo de iluminar una por una las mayúsculas iniciales y aplicar sus colores. El propósito de Gutemberg era, con toda probabilidad, el de emular rápidamente, mediante sus láminas de tipos compuestos, los resultados de la copia manual de libros, prescindiendo del oficio del manucopista hasta donde fuera posible. La ventaja que a este respecto la composición de tipos ofrecía frente a la impresión por planchas grabadas de madera o metal –por ejemplo: la impresión de sello que se utilizaba en la autentificación de documentos, o el posterior procedimiento de reproducción de dibujos por grabado– era, justamente, la de devolver el proceso de composición de las páginas a las formas propias de la escritura alfabética del latín. La imprenta de caracteres móviles, a diferencia de la impresión por plancha grabada, era ya «isomorfa» de la escritura manual, al menos en lo que las partes formales de la escritura fonética (manual) en articulación –los caracteres del alfabeto latino y los signos de puntuación– mantenían su lugar como tales en la composición de página, en lugar de quedar anegados en la unidad de la materialidad estética del resultado. Además, las figuras estéticas de los caracteres tenían que ser efectivamente talladas en madera una por una, moldeadas después en metal y cinceladas, aunque quedasen invertidas en uno de sus ejes: estaban ahí como tales figuras estéticas en la operación de composición de la página por el oficial de imprenta, como ocurría todavía en la operación de la máquina de escribir hasta la extensión de la electrónica. En otra ocasión explicaremos por qué en el orden formal del funcionamiento de un ordenador electrónico, las partes formales del alfabeto latino –o cualquier tipo de caligrafía– y sus derivados sólo pueden estar presentes en su apariencia, reconstruidos a partir de partes materiales de la lengua escrita, que quedan genéricamente igualados con los de cualquier figura visual plana. Los caracteres que se leen sobre la pantalla del ordenador o que dibujan las impresoras actuales están siendo reconstruidos estéticamente desde partes materiales –como juegos de puntos luminosos, puntos entintados sobre el papel, etcétera– que podrían formar esquemas, retratos o fórmulas del mismo modo en que forman parte de letras articuladas en palabras: esos caracteres impresos sobre la pantalla o en el papel no cuentan –ni pueden contar– en su unidad formal durante las operaciones electrónicas propias del funcionamiento de la máquina: sólo reaparecen en la llamada «superficie de contacto hombre-máquina», dibujados sobre el teclado o reconstruidas en la pantalla. ¿Puede hablarse entonces de una «definitiva objetivación de la Información» por la llegada de las computadoras electrónicas?
{19} TERESA DE JESÚS, santa. «[Carta] a la muy magnífica señora doña Isabel de Jimena, de mayo de 1572». En CANELLADA, María Josefa [selección y prólogo]. Cuatro místicos españoles. 1ª edición. México: Oasis, 1967. Pp. 58-59.
{20} Sería más que necesario comprobar si acaso, a medida que nos aproximamos al siglo XX, y más todavía por la adopción en español –por medio de traducciones– de usos del término «información» y estructuras suyas calcadas de las lenguas inglesa y francesa, se va ajustando el concepto a la idea de «contenido proposicional relevante», de «representación enunciativa bajo la estructura aparente del lenguaje», y por tanto, desprendiéndose la información de los correlativos actos de hablar –en una determinada lengua, con habla particular– la parte informante y comprender la parte informada. Siendo esto así, el «homúnculo informante» del que hablábamos antes –desarrollando un equívoco– podría prescindir en su operación como «transmisor y procesador de información» del habla (en alguna de las lenguas conocidas) y comenzar a operar a un nivel «cognitivo», mudo y ágrafo, propio de un «cálculo proposicional inmanente» o mantenido en la función del cerebro como resto de una «lengua universal primordial».
{21} CERVANTES, Miguel de. Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Edición de Carlos Romero Muñoz; quinta edición. Madrid: Cátedra, 2004. «Capítulo diez y nueve del segundo libro: cuenta Renato la ocasión que tuvo para irse a la isla de las Ermitas», p. 409. Véanse además, en la misma edición, p. 467, 597, 654, 656, 666, 705...
{22} «(...) Ya se tome el psicoanálisis en el sentido freudiano ortodoxo o en el sentido modificado de Jung y Adler (...) nuestro tratamiento [psicológico de la psicopatología] se basa claramente en el concepto de que la información almacenada de la mente está situada en muchos niveles de accesibilidad y es mucho más rica y variada que la accesible por introspección directa (...). La técnica del psicoanalista consiste en una serie de medios para descubrir e interpretar esas memorias ocultas, para hacer que el paciente las acepte en lo que son y, al aceptarlas, modifique, si no su contenido, al menos el tono afectivo que llevan, y , por consiguiente, las haga menos nocivas.» [Véase WIENER, Norbert. Cibernética. Madrid: Guadiana de Publicaciones, 1971. Capítulo 7, «Cibernética y psicopatología», pp. 238 y 239.] Aunque Wiener no llegara a implicarse en el desarrollo de su programa cibernético para la Psicología contemporánea, ni pueda llamársele, por tanto, «primer psicólogo cognitivo», aquí está ya manejando la distinción clásica entre cognición y emoción y la tesis de que la información oculta descontrolada tiene un papel en la generación del estrés y la neurosis. En este aspecto, Wiener anunció el rumbo de un cruce quimérico entre neurociencias y psicoanálisis que ya se ha implantado en los programas académicos, y que en el contexto de las instituciones españolas de instrucción pública ya ha entrado en fase de divulgación. Sin necesidad de abandonar la sede de nuestra Facultad, podemos comprobar que desde hace unos años se ofrece a su través un programa de doctorado titulado «Emoción, cognición y estrés». También el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología ha introducido entre sus «jornadas divulgativas» de conferencias públicas sesiones dedicadas íntegramente a la presentación de las relaciones neurociencias-psicoanálisis.
{23} ARISTÓTELES: De interpretatione. Cap. 5, 17a 23-25.
{24} JUANA INÉS DE LA CRUZ, sor. El divino Narciso: auto sacramental. México: Distribuciones Fontamara, 1991. Pág. 17.
{25} La filosofía del Derecho contemporánea ha preservado en su uso del verbo «informar», para nuestra sorpresa, ese aspecto de «situación en un orden de finalidad» que decíamos afecto a toda información, según la acepción ontológica tradicional del término. Quizás la conocida distinción entre la forma universal de los principios del derecho y las diversas materias legales, entre las cuales la legislación y la aplicación de las leyes deben progresar sin renunciar a determinadas relaciones de coordinación y subordinación en medio esa diversidad, sirva como telón de fondo de dicho uso –la referencia a las relaciones de composición sintáctica de las informaciones verbales o escritas es intencionada. Justamente la relación asimétrica entre los «principios generales del derecho» –que nosotros no vamos a considerar formas eternas y flotantes, sino ensayadas por recurrencia en la misma dialéctica de las sociedades políticas– y el ordenamiento jurídico escrito se determina a partir de esa acepción ontológica de «informar», de modo que se puede afirmar con toda propiedad que, entre esas peculiares objetividades antropológicas que son las normas jurídicas y sus principios, se da efectiva información: «1. Las fuentes generales del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. (...) 4. Los principios generales del derecho se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico.» [Véase ESPAÑA. Código Civil. Decimocuarta edición, agosto de 1981. Madrid: Boletín Oficial del Estado, 1981. Título Preliminar — capítulo I, «Fuentes del derecho», p. 23.] Con vistas a una futura sistematización de esta antología rapsódica, tendremos entonces que recoger en este uso un tercer eje de la información, a contar junto al teológico (Dios-hombre) y el pragmático (hablante-hablante): el que recorre las relaciones de subordinación entre objetividades histórico-antropológicas co-ordinadas y figuras recurrentes bajo las que éstas se configuran, precisamente para poder quedar coordinadas.
{26} Decimos tecnologías y no más bien invenciones técnicas, porque éstas ya contaban formalmente, en sus construcciones, con conceptos propios de la teoría del electromagnetismo –como el de electroimán, el relé electromecánico, la batería, las ideas de carga eléctrica o campo magnético– o con conocimientos sobre la fisiología del oído humano y las propiedades del sonido como correlato de una onda mecánica.
{27} Al extender nuestra antología de usos del término «información» hasta el siglo XX, quizás podamos confirmar la siguiente hipótesis de trabajo: que, ya a comienzos de ese siglo, se preparaba –y especialmente en las lenguas inglesa, francesa y alemana, es decir, en las lenguas de aquellas naciones industrializadas en cuyo territorio las agencias de noticias y los servicios postales habían instalado, de cara al mercado periodístico o al alquiler de terminales, una importante red de sistemas tecnológicos de comunicaciones–, una cierta aproximación del concepto de información a sus posteriores acepciones de «contenido enunciativo» o «sustancia representacional inmaterial» del mensaje, transmisible y reproducible en abstracción de los actos de la parte informante y la parte informada. Por ejemplo, en este pasaje de Hombre y superhombre, una obra de George Bernard Shaw publicada en inglés en 1903 y traducida al español alrededor de tres décadas más tarde, se observará sin dificultad un uso del término –admitido también por el traductor y sus lectores– mucho más acorde con nuestra comprensión mediana que aquél que habíamos registrado al final del anterior capítulo: «(...) Ni este hecho ni un telegrama transmitido desde Somalia mencionando que un prisionero de guerra ha facilitado cierta información ‘bajo castigo’ [«(...) that certain information has been given by a prisoner of war ‘under punishment’ (...)», en el original]. [Véase SHAW, George Bernard. Hombre y superhombre: comedia y filosofía. Traducción de Julio Brotá. Madrid: M. Aguilar [editor], S/A [aprox. 1930]. «Manual del revolucionista», pág. 295.] Insisto en ello: en ninguno de los pasajes recogidos en nuestra antología del capítulo I el término entraba en la construcción acompañado de un verbo como «dar» o «facilitar»: la información, cuando se hacía por escrito, podía acaso quedar apartada en el espacio y el tiempo de la parte informante por el retardo de la virtual lectura del documento por el juez, pero nunca «dada» como tal –»dado» era el memorial al juez–, es decir, «trasvasada» o reproducida hasta quedar desprendida de aquella parte. El memorial o documento manuscrito –decía Covarrubias– sobre el que la parte informante declaraba por escrito, sí podía, en tanto requerido para el efecto del acto de informar y como objeto de la posible lectura del juez, llamarse información: pero no había información, entonces, que se entregase al hablar –se «haría de palabra», según Covarrubias–, como de modo impropio se estaría aquí diciendo que ha hecho el prisionero de palabra, y no precisamente significando que ha entregado documento escrito alguno a sus enemigos.
{28} [Véase SHANNON, Claude E. «A Mathematical Theory of Communication». En The Bell System Technical Journal. Reprinted with corrections from [...], July [&] October 1948, vol. 27, pp. 379-423 [&] 623-656.] La traducción es nuestra. El pasaje se encontrará, aproximadamente, en la primera página del artículo. Dado que no hemos podido acceder al texto impreso original o a alguna reproducción facsímil del mismo, nos resulta imposible hacer más precisiones.
{29} Por analogía con la idea de televisión formal de G. Bueno [véase nuestra bibliografía] hablamos aquí de radiofonía formal –contando con que el nombre «telefonía» ha quedado reservado para referirse exclusivamente a la conferencia a distancia entre dos terminales conectados a redes de cableado, descartándose la emisión y escucha radiofónica–, precisamente para subrayar que, lejos de ser un mero vector propagandístico –como muchas veces se habrá dicho que es, al menos en su organización institucional– la tecnología de las telecomunicaciones es, en su formalidad y función propia, un soporte de la mostración de las verdades: permite el conocimiento de situaciones fenoménicas remotas que sólo de modo milagroso o mágico podrían haber sido accedidas sin ellas. La televisión, como mostración de verdades, puede darse formalmente en el contexto de un circuito cerrado de monitorización que permita controlar, por ejemplo, un proceso industrial en una cámara de atmósfera irrespirable. La televisión formal no es necesariamente la actividad de las instituciones periodísticas o del espectáculo televisivo, sino que está remitiéndose al logro de las verdades: está inserta en la construcción de algunos conocimientos fenoménicos de otro modo inalcanzables como tales, por triviales que puedan parecer.
{30} Para la muy dificultosa delimitación entre (tecnología) electrónica y tecnología electromecánica, o entre la Electrónica y la Física de la electricidad y el electromagnetismo o de la estructura de la materia, podríamos comenzar con el siguiente apunte: la Física, como ciencia estricta, se desenvuelve por medio de teoremas que requieren de determinados operadores, relatores, functores... presentes en la propia construcción demostrativa como tecnologías, en las que los términos de la demostración quedan diferenciados y situados en una relación lógico-material determinada y universal en el campo. Pero no por eso los teoremas de la Física sobre los fenómenos electromagnéticos o las redes cristalinas de átomos agotan la tarea del ingeniero electrónico. La aparición de la Electrónica como saber ingenieril y rama de la tecnología de la electricidad a comienzos del siglo XX fue posible por el cruce entre esos teoremas de la Física del electromagnetismo y la estructura de la materia –especialmente los concernientes a la distribución electrónica de las cargas en redes moleculares– con las dificultades propias de los desarrollos de la tecnología de telecomunicaciones: por tanto, las verdades que los razonamientos electrónicos deben alcanzar en forma no son las que ya se dan en los contextos demostrativos de la Física del electromagnetismo y en los conocimientos sobre la estructura de la materia, sino que cobran el formato de funcionamientos alcanzados en construcciones tecnológicas. Es decir: una verdad de la Ingeniería electrónica tiene lugar allí donde el circuito electrónico sirve al propósito práctico para el que, de acuerdo con las verdades de la Física, fue construido, desempeñando su función sobre sus materiales propios (electrónicos). La Electrónica, como saber de corte ingenieril desarrollado en las facultades de Física, se ocupa ante todo del estudio y elaboración de las tecnologías posibles por el montaje complejo de ciertos componentes y operadores discretos recurrentes –resistencias, acumuladores, válvulas termoiónicas tipo diodo, triodos, transistores, y ahora principalmente, circuitos integrados sobre «chips» o virutas de material semiconductor– en construcciones de conexión que ofrecen un «medio controlado», peculiarmente diferenciado y complicado por diversos factores de «criba», cierre o desviación, al movimiento de las cargas electrónicas, y justamente de ellas –en un circuito electrónico no circulan los gases ni los átomos metálicos, y tampoco «ceros y unos de tamaño infinitesimal» o letras del alfabeto, como comúnmente se cree. Al controlar el movimiento de las cargas electrónicas «en el vacío, a través de materiales semiconductores o por gases enrarecidos» –medios cuyas propiedades conductoras pueden, en un amplio margen, ser moduladas por la acción del mismo circuito–, estos montajes permiten sostener determinadas funciones –o quizás varias de ellas alternativamente– sobre esas mismas cargas electrónicas, tomadas de modo discreto como «términos de partida y llegada» o materiales propios de la función, y no sencillamente como fuente de energía de un trabajo mecánico o calorífico ejercido a costa de un potencial eléctrico aportado de modo más o menos continuo al montaje –como sucede en los montajes electromecánicos. En un montaje electrónico la propia presencia de los electrones y el cambio de forma del flujo electrónico a lo largo del tiempo –un flujo que suele entrar al sistema por diferentes vías y ser recogido más allá de sus variaciones instantáneas– tiene como efecto, dadas las relaciones de conexión y conmutación entre diferentes partes del circuito, un funcionamiento variable que produce una salida –»output»– de nuevo dada en forma de flujo de cargas eléctricas controlado, formado y discretizado –una salida precedida de ciertas operaciones de transformación de una o más de las series electrónicas entrantes al circuito, que tampoco serán constantes: quizás esas operaciones vayan variando o modulándose por la conmutación de la circulación electrónica entre diferentes partes del circuito, o según los cambios de estado electrónico que, en su secuencia de entrada, los materiales electrónicos operados vayan determinando sobre los componentes montados. Por todo esto podemos afirmar que los primeros sistemas de telégrafo y teléfono no eran –al menos antes de quedar replanteados sus montajes para incorporarles los primeros amplificadores electrónicos– tecnologías electrónicas, sino tecnologías del electromagnetismo o electromecánicas: las limitaciones de las líneas en cuanto a pérdida de la señal en la distancia y conmutación entre partes de la red eran las propias de dispositivos que, en su funcionamiento, debían producir movimientos mecánicos a costa de los potenciales eléctricos de la onda portadora.
{31} Las líneas de torres de señales ópticas de finales del siglo XVIII todavía dependían de la intervención de los vigías humanos en la formación de la «línea de comunicación»: éstos debían vigilar con sus catalejos la actividad de las torres cercanas y reproducir las señales ópticas para el siguiente punto, lo que daba lugar a numerosas confusiones. La presencia de instrumentos ópticos –tecnológicos– no bastaba para el cierre de un sistema ingenieril: sin visiones o manipulaciones de los instrumentos ópticos y las fuentes de luz, no se formaba lo que, retrospectivamente, Shannon y Hartley llamarían línea. En el caso del telégrafo de Morse el sistema tecnológico mantiene sólo una superficie de contacto con los operarios humanos en los terminales, al comienzo y al final del funcionamiento reconstructivo, pero no en su misma identidad.
{32} «Lo que espero lograr a ese respecto es disponer una medida cuantitativa por medio de la cual las capacidades de diversos sistemas para transmitir información puedan ser comparadas. Haciendo eso, tendré que discutir la aplicación [de esa medida] a sistemas de telegrafía, telefonía, transmisión de imagen y televisión, tanto sobre cable como por radio.» [Véase la pág. 535 de HARTLEY, R. V. L. «Transmission of Information». En Bell System Technical Journal. July 1928, pp. 535-563. La traducción es nuestra.]
{33} «La perturbación transmitida a lo largo del cable [telegráfico] es entonces el resultado de una serie de selecciones conscientes [de «símbolos primarios»: «raya», «punto», «silencio»]. En todo caso, una secuencia similar de símbolos escogidos aleatoriamente podría haber sido enviada por un mecanismo automático que controlase la posición de la llave [del terminal emisor] de acuerdo con los resultados de una serie de sucesos aleatorios, como la caída de una bola en uno u otro de tres agujeros.» Véase Ibidem, p. 537.
{34} Cabe la posibilidad de que, al romperse la inicial configuración fenoménica de las informaciones –que, recordemos, circunscribía el acto y efecto de informar a la interpretación por parte de un informado del discurso escrito u oral que otra persona concreta le dirigía a la sazón para que quedase enterado de la verdad de un asunto que sabía de su interés [véase nuestra antología]– la parte informante y la parte informada sean, por el mismo alcance industrial de la reproducción tecnológica «en cadena» de los «mensajes», convertidos en «posiciones abstractas» (emisor-receptor). Bajo esas posiciones abstractas, los concretos agentes de la información resultarían despojados de su individualidad corpórea –y serían virtualmente sustituibles por otros cualesquiera– como lo fueron los operarios descualificados de la maquinaria textil –en relación a los viejos tejedores o los sastres– o los compradores potenciales de las piezas de vestimenta «lista para llevar» que salen de la cadena. En los ejemplos de uso de la acepción mundana del término «información» que veíamos en el capítulo I no era necesario insistir en el carácter individuado y concreto de las partes de la información, ni por tanto, en el carácter de «asunto de interés para el informado» –no para un entendimiento «abstracto» ansioso de noticias periodísticas por el mero saber, sino, por ejemplo, para el juez en tanto juez comprometido en la averiguación de ese caso, sobre el que tendrá que deliberar y en cuya resolución legal tendrá que tomar parte, estando a su alcance hacerlo– que revestía la situación traída en mientes. Covarrubias no hablaba tampoco de información para significar la presentación de documentación escrita cualquiera ante el juez: de lo contrario, se diría que es «información» todo texto de imprenta o manuscrito en sus manos: sólo el escrito que el letrado dirigía al juez para facilitarle elementos de juicio –a ese juez, y sobre ese asunto– podía recibir ese nombre. ¿Es posible, entonces, la llamada «información 24 horas», distribuida a través de la actividad incesante de las instituciones periodísticas por las tecnologías, información servida de continuo para un «receptor» anónimo, cuando este receptor no puede considerar, en tanto mero receptor –y lo será en los más casos–, tener parte en la situación remota de la que se le habla? ¿Son las noticias periodísticas, en lo que tengan de «tratadas periodísticamente» y sean lanzadas sin más al espectador «X» a través de las tecnologías de distribución de «mensajes» a bajo coste, informaciones? En estos versos del acto primero de Las bizarrías de Belisa de Lope de Vega, Tello habla graciosamente al río Manzanares –que, al recibir a diario a las lavanderas y bañistas en sus orillas, se ganó fama de ser uno de los mentideros más limpios de Madrid– en estos términos: «Diga, señor Manzanares, / sacamanchas de secretos, / a quien debe su limpieza / la información de los cuerpos, / el que lava en el verano / lo que se pecó en invierno / (...)». Por extensión –y con eso juega el verso de Lope de Vega– la información de los cuerpos pudiera ser la propia ropa que, en efecto, se iba a lavar allí, y que era necesario vestir «para que estuviera la persona de cada quien en su ser y punto» (reconocemos aquí un uso, aunque metafórico, acorde con la acepción ontológica de «informar»); pero es claro que las informaciones que «dejaba limpias» a sus orillas el río eran, ante todo, las que se hacían de corrillo en corrillo, entre las lavanderas y entre los bañistas, como cuerpos presentes los unos a los otros: no sólo acerca de las altas personas de la Villa –los «cuerpos» ausentes– y sus «pecados de invierno», sino de asuntos cuya noticia ha quedado en nuestro presente reservada a la industria del periodismo y las agencias de noticias. Forzando el anacronismo: ¿qué término hubiese podido introducir Tello para referirse a esas mismas informaciones lavadas por el Manzanares cuando éstas, en vez de tener lugar en el corrillo y por el habla particular de cada lavandera, hubiesen quedado abstraídas del «cuerpo a cuerpo» y el «boca en boca» como «mensajes» o «unidades periodísticas» distribuidas por las tecnologías de telecomunicaciones a escala industrial, reproducidas materialmente una y otra vez por funciones tecnológicas en lugar de hechas a la sazón en cada corrillo? Pero ya nos adelantamos al interlocutor con nuestros propios prejuicios: dijimos «las mismas informaciones». ¿Las «mismas» en qué sentido? ¿Acaso son lo mismo una prenda hecha a medida y una del «listo para llevar», independientemente de que ambas sirvan para vestir? ¿Cómo iban a ser las mismas –sólo diferentes en número–, si no hubiésemos decidido de antemano que lo esencial de cada información concreta como acto y efecto de informar es, justamente, algo que la sobrevuela en abstracción del carácter concreto de los interlocutores y de la composición del habla; que la información es, propiamente, el «núcleo representacional a procesar bajo el envoltorio lingüístico» o «contenido proposicional (verificable) expresado« que, de modo desencarnado y a costa de las palabras, pasa desde una «mente emisora (x)» a una segunda mente receptora (y) de la que sólo se diferencia en número? [Observemos que, en tal caso, el emisor y el receptor «desarrollarán» posiciones análogas (emisor-receptor) a las de dos terminales telefónicos sólo diferentes en número y posición relativa entre los que el «mensaje» viaja por medio de la línea; esto será así, al menos, según el esquema de los «sistemas de comunicaciones» que desarrollaron los ingenieros, y que después adoptaron los lingüistas]. Para que Tello, nuestro interlocutor, nos permita corregirnos, tenemos que intentar su réplica –sólo intentarla– dando un paso hacia su posición: la España de la Contrarreforma, atenta en lo mundano a la defensa de la Encarnación y la Eucaristía, el culto a los santos y a la Virgen; e interesada, en lo escolar, en determinada resolución de las polémicas sobre la distinción entre entendimiento agente y entendimiento paciente. Dejamos esta aventura para ensayos venideros, por ser ahora incapaces de ella. La clave del primer movimiento estará quizás en abundar en la relación de analogía que se abría entre la acepción ontológica y la acepción mundana del verbo «informar», precisamente cuando recordábamos que, a fin de cuentas, el alma es la forma biopsicológica del cuerpo viviente (individual), y que el acto que le es propio a éste, en tanto racional y cuerpo dotado de sensación, tiene que alcanzarse precisamente en el conocimiento verdadero de algo: un conocimiento que desarrolla en tanto racional y sensible (corpóreo) –en tanto está en su «ser y punto» formales– entre medias de otras figuras que conoce por la percepción, y por tanto, como cuerpo individual y no intercambiable con otro cualquiera –porque, en efecto, el hombre no existe de modo separado: pero hay hombres, que en el desarrollo de ese acto de conocer verdaderamente, no sólo se diferenciarán en número. Si la acepción ontológica subrayaba el «poner en su punto y ser», y la acepción mundana el «hacer relación de la verdad de un caso una parte y quedar enterada la otra», la unidad de analogía entre ambas se abre por la tesis de que «el ser y punto», la puesta en acto propia del cuerpo viviente racional, pasará por sus logros cognoscitivos en tanto tal, por el llegar a su «ser y punto» de viviente racional corruptible en conocimientos que tampoco pueden ser el tono general de su vida –puesto que su condición es limitada y falible–, y que le pueden venir facilitados por la actividad de otro individuo que presenció –como cuerpo individual, dotado de sensación y razón– lo que él no pudo ver, y que, desde luego, será diferente de él en número, pero no sólo en número. Un hombre individual podría, en tanto individual –y no en nombre de la especie o de un «intelecto intermedio»–, informar a otro sobre «la verdad del caso» al dirigirle su palabra, porque sólo sus palabras, en tanto escuchadas o leídas (activamente), pueden a la sazón «poner en acto» –en punto y ser– el conocimiento del segundo acerca de ese asunto, ese segundo a quien debe ajustar su discurso para hacerse comprender –porque este segundo es, igualmente, individual en el ejercicio de su conocimiento, y no sólo individual en la potencia del virtual conocimiento. Y considerando, como haría quizás el propio Lope de Vega, que el alma y el cuerpo, aunque éste quede compuesto de materia corruptible, son ambos finalmente necesarios para la vida y están unidos «en la imagen y semejanza de Dios» –porque cuando el hombre resucite, resucitará como cuerpo incorruptible, y porque Dios mismo tiene un rostro verdadero, y no es una figura falta de individuación e irrepresentable– tenemos que llegar a la siguiente conclusión: que sólo puede haber información entre hombres individuales, y no porque medie entre ellos un «intelecto desencarnado» o puramente abstracto –que, aunque fuese tan material como el cerebro, podría seguir siendo «despersonalizado», «funcionalizado», «sólo múltiple por el número»– sino porque sólo los hombres individuales pueden, en tanto individuales, hacer relaciones verdaderas los unos a los otros y quedar informados los otros por los unos: no tiene sentido dirigirse a un hombre abstracto para dejarle informado, porque éste no puede alcanzar «el punto y ser» del acto de conocer, a no ser que admitamos que los conocimientos «flotan». Que en el ejercicio individual de los conocimientos tenga lugar, necesariamente, la abstracción, no significa que los conocimientos o los que conocen sean, a resultas de ese actos, abstraídos de su propia individualidad concreta. ¿Es válida esta respuesta a la dificultad aquí y ahora, cuando gracias a la proliferación de esas tecnologías en todos los rincones del mundo histórico, quizás haya aparecido realmente una figura «de intelecto intermedio desencarnado» a la que nos pudiésemos vincular o «conectar» para transformarnos –por la vía de los hechos– en un «receptor abstracto» de la información, un «hombre-masa ciberorgánico» que sería capaz de «consumir» el mercado de la información a través de los medios de masas, y para el que los trabajadores de la industria periodística –como agentes de «intelecto intermedio», y en ese sentido, descualificados e intercambiables, con mucho esfuerzo suyo– elaboran «unidades informativas» según normas internacionales?
{35} Véase MUMFORD, Lewis. Técnica y civilización. Vol. I. Madrid: Alianza, 2000. «Objetivos», pp. 21-26.
{36} Véase HARDT, Michael; NEGRI, Antonio. Imperio. Buenos Aires: Paidós, 2002. Cap. 13, «La posmodernización o la informatización de la producción», pp. 261-274.
{37} Por ejemplo, en una interpretación histórica del significado de la Guerra Civil estadounidense –o Guerra de Secesión– sería muy interesante considerar el conflicto bélico entre los estados abolicionistas de la Unión y la Confederación sudista –cuando no la propia distinción– antes que como un conflicto de «identidades nacionales», como un resultado del conflicto entre las figuras técnicas, institucionales y sociales propias de una economía agrícola esclavista y las figuras propias de los estados en los que la Revolución industrial había instalado ya, como sostén imprescindible de la producción, las máquinas de vapor, el comercio internacional y la circulación de la mano de obra asalariada. Los casi tres millones y medio de esclavos negros que trabajaban las tierras sureñas y quedaban organizados por las instituciones esclavistas representaban, antes que un «oprobio para la libertad», un curso productivo incompatible con la prosecución de la propia configuración industrial del paisaje de los estados abolicionistas. Las industrias maquinales del Norte no podían sino chocar con la agricultura manual del Sur: eso, a pesar de que justamente habían sido las partidas de algodón, tabaco y azúcar de caña del Sur las que durante más de medio siglo habían soportado en parte el crecimiento industrial de los estados abolicionistas. Mientras esos esclavos sureños siguieran siéndolo y trabajaran los campos con aperos manuales, no quedarían incorporados los paisajes que cultivaban y las fortunas de sus propietarios al desarrollo de la industria maquinizada de los estados abolicionistas; mientras que las máquinas agrícolas y los industriales norteños no se expandiesen sobre las plantaciones antes trabajadas por esclavos y heredadas entre generaciones de propietarios, mientras que esos tres millones y medio de negros no pudiesen incorporarse a la «libertad mercantil» de la Unión, las instituciones políticas federales carecían de vías por las que conciliar los intereses de unos y otros. La resolución del conflicto facilitó, por tanto, que los industriales del Norte prosiguiesen la Revolución industrial norteamericana e impusieran sus intereses a los esclavistas; pero eso significó, también, que mediante la victoria histórico-política de éstos las figuras e instituciones agrícolas esclavistas y extensivas fueran sustituidas por las industriales, y que el conflicto entre las técnicas agrícolas del Sur y las tecnologías del motor de vapor del Norte quedase resuelto «de modo sostenible», es decir, de modo que sobre el entero territorio de los Estados Unidos –que ya incluía una vasta extensión de terreno ganado a México– se comenzase a consolidar el extenso paisaje industrial que permitiría a la república sostener favorablemente la competencia comercial y tecnológica que la llevaría a chocar con los viejos imperios coloniales europeos.
{38} Desde que a mediados de la década de 1970 las tecnologías electrónicas comenzaran a ser producidas en serie mediante los procedimientos industriales –investigados desde comienzos de los 60– de integración de los transistores y otros componentes electrónicos discretos en láminas o «chips» de cristales de silicio, la popularización de la «electrónica digital» y el crecimiento del mercado de la (micro)informática doméstica o «personal» –por contraposición a la industrial y la militar– fueron imparables, generándose en torno de ese mercado uno de los enclaves del potente capitalismo industrial llamado «de bienes ligeros». Merced a una drástica reducción de los materiales necesarios y la simplificación de la cadena, los procedimientos de integración y ultrarreducción abarataban –respecto del anterior montaje sobre componentes discretos– enormemente el costo de fábrica de cada producto; aunque también es cierto que la inversión inicial en el diseño e investigación de los circuitos integrados y la preparación de las instalaciones de montaje automatizado en serie suponían una mayor inversión inicial, que acabará siendo rentabilizada en los años 80 mediante la fórmula de «un Personal Computer de IBM en cada casa», ahora ampliada hasta «al menos un reproductor portátil MP4, una consola de video-juegos portátil, un aparato de telefonía celular, una cámara de fotos digital y una computadora portátil por cabeza». En un artículo de una enciclopedia española editada en la década de 1970 un ingeniero de telecomunicaciones nos confirma de modo más o menos desinteresado y agorero estas afirmaciones: «(...) varios cientos de circuitos pueden ser producidos simultáneamente sobre una única base de sílice semiconductora [una lámina delgada de apenas unos centímetros de lado]. Como es posible fabricar al mismo tiempo incluso cincuenta series de cientos de circuitos cada una, la producción simultánea de circuitos integrados alcanza cantidades de hasta varios millares [ahora hablaríamos de cientos de miles de unidades del mismo integrado]. Se ve que el circuito integrado es una producción en masa, siempre que el gran costo inicial de las instalaciones técnicas pueda repartirse sobre un gran número de aquellos circuitos. Las ventajas económicas se obtienen, por tanto, cuando el volumen de producción es muy grande» [véase RANZ GUERRA, Carlos. «Electrónica». En [VV.AA.]. Acta 2000: enciclopedia sistemática en nueve tomos. Décima edición. Madrid: Rialp, 1977. Vol. 9, p.171].
{39} Véase CUMBRE Mundial sobre la Sociedad de la Información Ginebra 2003 — Túnez 2005; UNESCO. «Declaración de principios: Construir la Sociedad de la Información: un desafío global para el nuevo milenio» [en línea]. Génova: [Unión Internacional de las Telecomunicaciones], 12 de mayo de 2004. Punto 2.
{40} Ya en el famoso artículo «Transmisión de la Información» de Hartley (1928), sobre el que volveremos más tarde, estas dificultades ingenieriles sobre el reconocimiento, inseparables del desarrollo de las telecomunicaciones, se disuelven en la fijación de la «cantidad mínima de información transmitida por segundo» o del «ancho de bando necesario» –ambos determinables como magnitudes desde que se estableció el bit como unidad de información– en que los aparatos de telecomunicaciones y las propias líneas deben ser capaces de operar sin distorsionar hasta hacer irrecuperable la configuración original de la onda portadora: operar, además, de modo que su funcionamiento interpuesto conlleve algún tipo de logro reconstructivo, siempre ante el usuario del aparato receptor –cuya presencia tiende a abstraerse en la consideración ingenieril– y en un plano genérico (material), de determinados aspectos sensibles –o más bien sus correlatos estimulares en el plano fisicalista– originales de las situaciones lejanas registradas, tras ser éstas «exploradas» o «muestreadas» por el aparato emisor en términos fisicalistas, y no por tanto como tales situaciones fenoménicas ambientales. Hoy en día, se diría de un transmisor televisivo basado en el disco de Nipkow que «no transmite información suficiente» como para que sea usado –pongamos por caso– en la mostración televisiva de un rostro concreto bien iluminado y situado a no más de un metro del dispositivo de disco: no la transmite –se diría, siguiendo esa misma dialéctica– no porque en la línea entre el emisor y el receptor se distorsione la onda portadora, sino porque el propio mecanismo de exploración óptica de disco de Nipkow no recoge la información (¿óptica?) suficiente como para que ninguna operación reconstructiva posterior soportada por el sistema tecnológico pueda dar lugar a un escorzo que, comparativamente, resulte menos ambiguo o significativo que una sombra chinesca –por eso, el propósito inicial de «prescindir de consideraciones sobre la significatividad del mensaje» por parte de los ingenieros de telecomunicaciones ha de ser relativizado. ¿Cabe además distinguir entre una «información óptica», una «información acústica», una «información genética»... etcétera, o todas ellas son partes atributivas de una «información total en proceso» que sería el mismo cosmos –en una idea fisicalista del mismo–, considerado como un macrocomputador?
No deje de notarse que, continuando la extensión de esta metáfora de la «recogida de información en la situación remota por parte del sistema», la propia situación ambiental «explorada» por el aparato de muestreo óptico, acústico, etc... se convierte en el «origen de toda información (infinita)», en un «original» cuya reconstrucción puede crecer indefinidamente en fidelidad siempre y cuando se mejore la capacidad (limitada) de muestreo o exploración y transmisión característica del montaje tecnológico. El mundo, una vez fisicalizado, puede ser tomado como la concentración de «toda la información disponible», el soporte unificado de una «información hipostática (inmaterial)» que los aparatos de muestreo irían recogiendo estadísticamente según su capacidad y velocidad de exploración, alcanzando en la operación reconstructiva mayor o menor fidelidad respecto de la situación original –es por esto por lo que solía hablarse hace años de equipos de «alta fidelidad», al menos en el contexto del registro tecnológico del sonido y su reproducción posterior. Este tipo de usos del término –»el sistema no recoge ni transmite información suficiente»– suelen omitir mencionar aquel fin respecto al cual hay suficiencia o insuficiencia en esa «recogida de información» –propiamente, muestreo (analógico o digital, pero necesariamente estadístico, promediado) de una o varias magnitud(es) fisicalista(s) alcanzadas por medio de dispositivos transductores, como los micrófonos. Ese fin que puede hacer insuficiente, como en el caso del sistema televisivo de disco de Nipkow, la «recogida de información», vuelve a introducir en la dialéctica tecnológica –al menos en la «superficie de contacto con el usuario»– el plano fenoménico y su configuración biopsicológica: porque no es otro –el fin– que la operación de reconstrucción material por el aparato receptor de algunos aspectos sensibles de una situación fenoménica que se encuentra formalmente ausente –por ser de hecho remota– a la percepción del sujeto fenoménico, una operación que habrá de introducir materialmente en los entornos fenoménicos del «receptor (humano)» aquellos correlatos fisicalistas de los «estímulos distales» (asociados al percepto tele-mostrado, ausente en la distancia) que permitan a éste –que sean suficientes– configurar conjeturalemente «aspectos sensibles (presentes)» del percepto ausente, aspectos en algún grado análogos o semejantes a los que este mismo receptor (humano) alcanzaría de hallarse directamente inmerso en la situación reconstruida –ausente y remota formalmente para él– que, sin perjuicio de su condición remota, se le está presentando materialmente -al menos, en un escorzo significativo y suficiente. De hallarse este «receptor humano» formal y fenoménicamente frente a esa situación tele-visionada, sería por lo general innecesario que las estimulaciones distales sobre las que puede alcanzar el percepto como tal le estuvieran llegando materialmente a través de las operaciones del sistema de telecomunicaciones, operaciones que, mientras reconstruyen aspectos materiales de esos focos distales, dejan en su ausencia cósica el percepto ausente, al menos en su formalidad de objeto fenoménico –pues, formalmente, ese percepto se conoce como presente sólo al otro lado del sistema de telecomunicaciones. Y sí: al usar la palabra «percepto» nos estamos comprometiendo con la tesis de que, al menos en relación a la escala histórico-antropológica de la actividad biopsicológica, los objetos percibidos sobre la pantalla del televisor –los perceptos– no son ya las regiones coloreadas y perfiladas sobre la pantalla, sino formalmente –y mientras el televisor sea eso, y no una pantalla de cine– aquellas configuraciones significativas que, aunque ausentes formalmente y remotas en su plena materialidad, están siendo mostradas por el sistema tecnológico –aunque sólo sea por medio de una reconstrucción material (genérica) de aspectos sensibles suyos escorzados– y formalmente tele-vistas.
Y aquí no podemos dejar de notar que el uso y abuso de la distinción ontológica entre forma y materia obligaría a dedicarle todo un capítulo a la pluralidad de significados que, sólo en el contexto de este trabajo, le estamos reconociendo a la distinción. Por el momento, nos contentaremos con sistematizar las diferencias o desajustes entre las acepciones del término «información» que, en el recurso a esa distinción como hilo de nuestro argumento, nos han ido apareciendo entre el capítulo I y el presente. Recordemos que las informaciones de palabra de las que hablábamos siguiendo la definición de Covarrubias excluían, en general, que el informado pudiese tener presentes a la percepción materiales que no fuesen los propios del lenguaje hablado o escrito del informante, materiales que dentro de su articulación y comprensión lingüística, formaban parte de un discurso configurado; pero no se contaba con que la situación remota «traída en mientes» –traída sólo formalmente, pero por eso mismo, situada como tal formalmente en la ausencia– pudiese estar siendo, en algún aspecto sensible suyo, reconstruida materialmente, y por tanto, alcanzada como percepto formal, y no meramente como objeto formal de un discurso que sí se percibe. Mientras no existiesen realmente sistemas de telecomunicaciones, esta exclusión permitía distinguir claramente entre las informaciones y las mostraciones. ¿Podemos sostener de algún modo, contando con la realidad de la televisión, la validez de esta distinción? Probemos a sistematizarla del siguiente modo, considerando dos criterios que puedan dar cuenta de las incongruencias entre las viejas acepciones del término «información» y la que más arriba aparecía en el contexto de la «transmisión de la información»:
El término final del conocimiento está formalmente presente (1) o ausente (0) como unidad objetiva en los entornos fenoménicos del sujeto. | El término final del conocimiento está materialmente presente (1) o ausente (0) en aspectos sensibles suyos, alcanzados por el sujeto en sus entornos fenoménicos. | |
Percepción biopsicológica (1, 1) | 1 | 1 |
Mostración tecnológica de la situación remota –telefónica, televisiva... (0, 1) | 0 | 1 |
Información –acepción mundana recogida por Covarrubias (0, 0) | 0 | 0 |
«Percepción» extrasensorial de la parapsicología o super-percepción cognitiva (1, 0) | 1 | 0 |
Lo característico de la información como acto y efecto de informar es, por tanto, que al participar en ella el informado sólo puede tener presente en mientes –alcanzar en la formalidad del discurso, si se quiere– aquella situación sobre la que se le informa; ésta queda ausente, en su configuración fenoménica y sus aspectos sensibles (0, 0), de los entornos en que el informado atiende las palabras del informante, que sí alcanza a escuchar o leer y a configurar en su formalidad significativa –formalidad en la que esa situación remota puede ser, en algún sentido, conocida por el informado, cuando la información tenga lugar adecuadamente: pues, trátese, como en el caso de la información judicial, de una situación pasada, o, como en el caso del ejemplo tomado de El conde Lucanor, venidera, el informado conoce en tanto queda dispuesto a actuar respecto a ésta en cierta manera. La inclusión del último par en nuestra sistematización –caso (1, 0)–, consecuente con la aplicación de nuestro doble criterio, nos permite caracterizar en primer lugar aquellas situaciones de «percepción extrasensorial» con las que frecuentemente juega la ficción parapsicológica –películas como El sexto sentido: «en ocasiones veo muertos [que permanecen, atormentados, junto a los vivos]»– y la superstición espiritista –»el médium percibió una presencia malvada en aquella casa»–, situaciones en las que alguien alcanza a conocer como efectivamente presente –no en un plano fisicalista, sino configurado en sus mismos entornos fenoménicos, junto a los objetos ordinarios–, un objeto sobrenatural que, ante los cinco sentidos del hombre común, queda de continuo sustraído (1, 0). Los aspectos sensibles de ese objeto sobrenatural quedan anulados en los entornos de todo aquel que no cuente, como nosotros, con una percepción «más allá del ordinario testimonio de los sentidos»; por eso nos permitimos caracterizar una percepción extrasensorial negándole la materia fenoménica configurada al percepto presente (1, 0). En segundo lugar, ese conocimiento extrasensorial de los entornos (1, 0) puede corresponder a una situación psicológica límite que ha sido descrita por algunos defensores de la filosofía cognitiva de la mente: la supervisión ciega –«proceso de información visual sin necesidad de visión fenoménica»–, una extrapolación ficticia, hecha a la medida de la defensa de las tesis generales de la psicología cognitiva sobre el «proceso inconsciente de la información en el cerebro», de algunas situaciones «experimentales» llamadas de visión ciega que sí han sido comprobadas. En estas últimas, se constata que un sujeto experimental es capaz, pese a que la corteza cerebral visual asociada a la actividad retiniana de sus ojos –ambos funcionales– haya quedado en parte dañada y genere algunas áreas «ciegas» –más bien borrosas, desfiguradas– en su campo visual, de percibir de algún modo y actuar repetidamente como si hubiese visto algo que, siéndole presentado en una de las áreas ciegas, dice no estar viendo («conscientemente»). Por ejemplo, es capaz de decir con acierto, pese a que no pueda dirigir voluntariamente la vista hacia esas regiones o enfocar sus formas, si una figura oblonga situada en ellas está colocada en vertical o en horizontal. Una interpretación cognitivista de estos rendimientos perceptivos puede aventurarse a fantasear con la posibilidad de que, estando completamente cegado –por daños cerebrales irreversibles en su corteza visual, y no por defectos en la fisiología de los ojos–, un sujeto pudiese conocer algo sobre esas figuras visuales de las que no tiene ninguna conciencia de «sensación» –es decir: que no están mostrándose en sus entornos fenoménicos como materialidades estéticas y cualidades sensibles-, sencillamente «procesando la información visual recogida por los ojos en un nivel cognitivo más hondo que el de la conciencia visual». Dicha supervisión ciega corresponde a una situación en la que el objeto conocido, justamente conocido en su formalidad de unidad configurable en el plano fenoménico y no más bien como término entre medias de formas demostrativas –¿qué formas demostrativas, excepto las de la fraudulenta Parapsicología, podrían corresponderles?–, resulta configurarse como tal unidad fenoménica presente sin que el sujeto fenoménico pueda o tenga que alcanzarlo, por medio de sus aspectos materiales, como tal figura de sus entornos; sin embargo, ese sujeto fenoménico sí tiene «experiencia directa» –sin materia fenoménica– de la presencia formal del objeto en sus entornos, junto a otras unidades fenoménicas. De acuerdo con la hipótesis del «acceso cognitivo sin acceso fenoménico» esto es posible porque el «proceso cognitivo de la información recogida por los sentidos» continúa allí donde la «conciencia fenoménica» falla –en la configuración de la unidad objetiva en sus aspectos sensibles– pudiendo, finalmente, servirle un «conocimiento de experiencia sin sensación» sobre ese objeto presente –ya en su formalidad fenoménica– en sus entornos. Según los prejuicios del fisicalismo, para que, en presencia de lo que los psicólogos llamarían «estimulación proximal» o «incidente» en los órganos de los sentidos, se alcancen formalmente aquellas presencias distales propias del entorno biopsicológico, basta con que, en sustitución de ese sujeto fenoménico que percibe figuras visuales coloreadas y perfiladas sobre un fondo, el «sistema cognitivo» cerebral procese la información. Por cierto que ese «sujeto fenoménico» cuya actividad supliría el «proceso cognitivo profundo de la información», jamás podría alcanzar ningún perpepto visual como tal a no ser que, en lugar de reducirse a ser una «tabla en blanco» en la que se imprime pasivamente y se procesa algorítmicamente la información recogida por los ojos, desplegase una actividad de configuración activa de los entornos fenoménicos en la que él mismo, como tal sujeto biopsicológico, fuese ganando su duración junto a la formalidad del objeto: por ejemplo, mediante repetidos intentos, que no tiene sentido dejen de pasar inadvertidos, de ajustar la compleja musculatura del ojo, la apertura de la pupila y la postura de la cabeza al enfoque y aprehensión de la figura visual en la distancia. Aunque, de acuerdo con Egon Brunswik [véase bibliografía], no podamos dejar de asumir que todo aspecto material del objeto percibido ha de responder a elementos de estimulación proximal fisicalista –materiales, en el sentido en que así hablarían los propios cognitivistas reduccionistas–, no nos podemos conceder pensar que la «materia» sea, de antemano, una y la misma en relación a las formas de los campos fisicalistas y las formas de la actividad biopsicológica: pues ceder en esto significaría comulgar con los prejuicios fisicalistas que recorren buena parte de la actual filosofía de la mente, tanto en sus escuelas «materialistas» como en sus escuelas espiritualistas. Una teoría filosófica de las ciencias que no conduzca a una defensa del proyecto de reducción de la pluralidad de las ciencias y de los conocimientos no-científicos a la unidad de la Física –o incluso, a la unidad de una Teoría matemática de la Información– debería tomar como punto de partida la pluralidad desajustada del desarrollo de los diversos campos científicos, pluralidad que se debe a la inmediata equivocidad de la propia materia. [Véase para este asunto de la supervisión ciega HIERRO-PESCADOR, José. Filosofía de la mente y de la Ciencia cognitiva. Madrid: Akal, 2005. Capítulo XIV, «Formas de conciencia», pp. 178-179.]
{41} HARTLEY, R. V. L. Op. cit. p. 536.
{42} El concepto tradicional de mensaje (verbal), en tanto vinculado a la escritura y habla individuales de las lenguas históricas, llegaba a tener un alcance hermenéutico –por ejemplo, cuando se hablaba del «mensaje de una obra», en el sentido de su enseñanza, su doctrina– del que ya está plenamente desprovisto en la acepción ingenieril del término, en la que, por lo demás, se pretendería dejar de lado todo «componente semántico o psicológico de la comunicación» –pues, en efecto, los mensajes que operarán las tecnologías de telecomunicaciones quedan, en su propio contexto tecnológico de terminación, desprovistos de toda formalidad significativa, y no tienen más unidad que ni contenido que los que les otorga el propio funcionamiento del sistema y, acaso, sus métodos de muestreo.
Es común que términos envueltos desde siempre por el vocabulario psicológico –«comunicación», «señal», «ruido», «mensaje», «información», etcétera– con una relación de significación o intencionalidad, reaparezcan en el estudio de las telecomunicaciones sometidos al régimen de una suerte de «marcapasos electrónico» por el que toda función significativa que pudiese darse a su través queda reconstruida, con sus componentes teleológicos, en funciones tecnológicas y relaciones de contigüidad. Dicho esto, no podemos dejar de sorprendernos ante el hecho de que el esquema de «sistema de telecomunicaciones» propuesto por los ingenieros (origen-emisor-medio-receptor-destino) y sus distinciones tecnológicas (señal, ruido, etcétera...) de otros componentes de la comunicación (tecnológica) hayan resultado tan rápidamente difundidos en la modelización lingüística y la comprensión más cotidiana del lenguaje –baste observar que ese mismo esquema suele encontrarse en los manuales de Lingüística o Lengua española que se leen en el bachillerato. Puede tenerse presente el siguiente apunte de Shannon a la hora de sacar a luz el conflicto que envuelve el transporte del concepto ingenieril de mensaje al estudio de las lenguas históricas: «1. (...) El mensaje podría ser de varios tipos: (a) Una secuencia de letras [una combinación serial de elementos discretos de un conjunto finito, sean éstos letras o no, en realidad], como en los sistemas de telegrafía o teletipo; (b) Una función sencilla de tiempo f(t), como en la radio o en la telefonía (...)» [SHANNON, Claude. Op. cit. «Introduction», (?)].
El propio tratamiento combinatorio y probabilístico de la estructura general de los mensajes (tecnológicos) que, al objeto de fijar la medida de la información inserta en ellos, desarrollaron los ingenieros de telecomunicaciones, se remite en su universalidad a un plano genérico en el que resulta indiferente cuál sea la índole de los elementos con los que se irán correspondiendo las secciones de la secuencia-mensaje: desde el punto de vista combinatorio y estadístico, es lo mismo que estos elementos de correspondencia final sean caracteres de imprenta o cualesquiera otras unidades diferenciadas dentro de un conjunto finito de elementos, o quizás medidas de una magnitud fisicalista dentro de un rango igualmente finito. Ciertamente, este tratamiento se ajusta al funcionamiento general (electrónico) de los aparatos de telecomunicaciones –analógicos o numérico-digitales–, en los que la diversidad de los «mensajes» queda resuelta en la modulación en función del tiempo cronométrico de segmentos regulares del perfil de una onda portadora (electromagnética), de cuyo recorrido por el cableado o el medio atmosférico resultará la anulación de las distancias y duraciones fenoménicas. De la atención a ese funcionamiento general recibe su universalidad «ante todos los sistemas tecnológicos de telecomunicación y todos los mensajes« la medida de la información que propondrán Hartley y Shannon y que nosotros estamos estudiando en estas líneas. Repárese en que, desde que es efectiva esa universalidad de la medida y definición de la magnitud información, no hay razones para rechazar, por consideraciones acerca del origen del término ingenieril, que los «mensajes» operados puedan ser imágenes, sonidos, etcétera... en lugar de meras secuencias tipográficas que formen unidades en alguna lengua conocida. En lo tocante a la producción y operación tecnológica de estas secuencias-mensaje sobre la onda portadora es indiferente, en principio, que los elementos a los que correspondan sus secciones en la última fase de la reconstrucción sean elementos tipográficos o no: pueden corresponder a puntos iluminados sobre la pantalla del televisor con una determinada intensidad, intervalos de frecuencia de la vibración del aire en contacto con el micrófono, etc... La universalidad definida de la magnitud información supone la posibilidad tecnológica de seccionar la serie temporal de la onda electromagnética, de modo continuo o de modo discreto, y de establecer desde ella una correlación funcional (tecnológica) que, tomando esas secciones como argumentos, determine en el extremo receptor una secuencia de operaciones que dé lugar a la reconstrucción de la secuencia de elementos diferenciados que se componen en el «mensaje» emitido. Esto que en términos generales parece no revestir complicación, resulta dar lugar a todo un rompecabezas en el que el montaje tecnológico de esas correlaciones exigirá un «cierre sistemático» de los mismos funcionamientos, obtenidos por la composición de piezas y operaciones electrónicas o que responden a sus propias formas electromagnéticas, y no a la formalidad significativa –visual, sonora, tipográfica...– de las unidades a reconstruir materialmente.
Aunque, en el sentido en que vamos a utilizar aquí el término, el mensaje estuviese ya –en tanto desprovisto, según los propios ingenieros, de cualquier carga semántica o «psicológica»– circunscrito en su identidad a las mismas operaciones del sistema y a los métodos según los cuales era compuesto y reconstruido, sigue teniendo sentido, en principio, que un hombre de negocios le pregunte a los ingenieros que ha contratado si su sistema de telegrafía le permitirá transmitir un mensaje cualquiera –un breve texto de imprenta, por ejemplo– con más velocidad y menor tasa de error que el sistema que utiliza la competencia. ¿Podría respondérsele que, en este nuevo sentido, cada mensaje sólo es lo que es sin exceder los límites en que queda caracterizado en el sistema de telecomunicaciones y que, por tanto, sólo dos aparatos emisores intercambiables, con el mismo sistema de exploración y remitidos a las mismas magnitudes medidas, podrían dar lugar al mismo mensaje? ¿Son el mismo mensaje –en el nuevo sentido «a-semántico» y «a-psicológico»– el texto «Lk98» impreso por un teletipo y la imagen sobre el receptor de televisión en la que sólo se lee «Lk98»? Ni siquiera en los textos de Hartley y Shannon que estamos siguiendo encontramos –porque quizás no se pueda encontrar– elementos que nos permitan dar una respuesta tajante. Más bien, hemos de entender que su propósito de «prescindir de consideraciones semánticas y psicológicas sobre el sentido de los mensajes» y así, de manejar unos «mensajes» peculiares –que sólo lo son en su terminación tecnológica– con independencia de que tengan sentido para el usuario de los aparatos o no, responde en primer lugar a las condiciones del mismo análisis estadístico-combinatorio de la estructura de los mensajes que tienen que desarrollar; hemos de entender, además, que ese análisis resulta ajustarse a la capacidad funcional que se les presupone a los sistemas tecnológicos para envolver en sus propias «unidades-mensaje» todos los mensajes significativamente posibles para los usuarios, es decir, cualesquiera mensajes (escritos) o situaciones fenoménicas significativas que estos usuarios quisieran reproducir o mostrar a su través –entiéndase que en ciertos límites: al telégrafo se le presupone la capacidad de «envolver» cualquier texto breve de imprenta en inglés, a la televisión la capacidad de envolver en un área definida cualquier sucesión de figuras ópticas enfocadas sobre un fondo que pudiese ver el ojo humano, etcétera. Pero esta «universalidad» de los sistemas de telecomunicaciones para la transmisión de cualquier mensaje (significativo) se debe sólo a que en ellos las unidades-mensaje operadas se mueven a un nivel en el que no hay mensajes –en el sentido tradicional o el periodístico– ni significados. Justamente al funcionar a ese nivel de universalidad genérica, quedan listos estos sistemas para responder –en principio– ante cualquier «necesidad comunicativa» del usuario: y por eso, la transmisión puede dar lugar tanto a la reproducción de mensajes significativos como de mensajes que parecen generados aleatoriamente. Precisamente porque el sistema de telecomunicaciones sólo puede tomar y servir una reconstrucción material y genérica de aspectos de esos mensajes tele-escritos o de las situaciones tele-mostradas, es capaz de envolver cualquier «significatividad» en la no-significatividad de sus operaciones, aunque sólo sea contando con una final reincorporación de los actos perceptivos del usuario. En relación al sistema tecnológico de teletipo, no valen o «comportan información» sólo las secuencias de caracteres de imprenta ingleses que tengan significado –que sean mensajes, en el sentido mundano–, sino cualesquiera combinaciones finitas de caracteres de imprenta que pudieran formarse por la más caprichosa combinatoria: porque que sean combinaciones de caracteres de imprenta o de otros elementos reunidos en un juego finito, es igualmente indiferente. Sólo cuenta el isomorfismo del mensaje, en algún aspecto material suyo –en este caso, el quedar impreso en líneas de elementos gráficos que se van repitiendo, sean caracteres de imprenta conocidos o inventados, propios de la escritura fonética o no, dando lugar a oraciones legibles o ilegibles–, con una secuencia de elementos diferenciados y pertenecientes a un conjunto finito que cabe caracterizar en los «estados» del sistema, combinados con repetición o controlados dentro de unos márgenes: así es como se formará la «unidad-mensaje» en el sistema.
En general, tanto Shannon como Hartley se permiten –porque en su papel de ingenieros pueden hacerlo– utilizar equívocamente los términos «información» y «mensaje»; y quizás tengan que hacerlo con ambos porque éstos no puedan dejar de compartir suerte. El equívoco permite considerar mensaje o información tanto textos como imágenes, registros sonoros, etcétera; y por supuesto, no permite establecer claramente las distinciones entre el mensaje significativo que el usuario emisor quisiera hacer llegar al otro extremo –incluyendo las situaciones exploradas por el aparato emisor, en tanto son significativas e incluso cuando no fuesen exploradas– y el «mensaje» o «unidad-mensaje» que operará el sistema como resultado de la exploración efectuada. Si, por ejemplo, preguntásemos cuál es el mensaje transmitido cuando se muestra televisivamente lo que ocurre en un plató, todavía sería discutido –incluso si sólo se pregunta a los ingenieros, dejando de lado a los profesionales de los medios de comunicación– si el mensaje transmitido son los hechos (significativos) que tienen lugar ante la cámara o el significado de éstos, o más bien las imágenes ópticas que la cámara recoge y que son exploradas por los tubos electrónicos –imágenes que variarán según se disponga el enfoque y amplitud de la óptica de cámara–, o acaso la «señal» electrónica que el sistema produce a resultas de esa exploración, y que puede variar cuando el dispositivo explorador sea otro sin ser otra la imagen óptica explorada –por ejemplo, cuando pase de ser capaz de registrar sólo las componentes ópticas de los tonos de blanco y negro a registrar las que permiten reconstruir todos los tonos de color desde un juego cromático definido.
{43} Véase MUÑIZ RODRÍGUEZ, Vicente. Introducción a la Filosofía del lenguaje: problemas ontológicos. Madrid: Anthropos, 1989. Cap. V, «Problemas ontológicos del lenguaje: el estructuralismo lingüístico», pp. 165-188.
{44} Véase BLANCO MARTÍN, Carlos Javier. «Cognitivismo». En MUÑOZ, Jacobo; VELARDE, Julián [editores]. Compendio de epistemología. Madrid: Trotta, 2000. Pp. 120-124.
{45} WIENER, Norbert. Cibernética. Madrid: Guadiana de Publicaciones, 1971. «Introducción», p. 31.
{46} En venideros trabajos nos haremos cargo de presentar adecuadamente esta tesis nuestra según la cual la utilidad de las máquinas computadoras electrónicas no deriva del hecho de que en sus circuitos se «implementen» realmente la Aritmética y la Lógica simbólica, de modo que sus leyes estén presentes como tales en el funcionamiento electrónico del circuito. Estudiando el funcionamiento electrónico de estos «cerebros artificiales», y con una determinada comprensión dialéctica de las ciencias en la mano, podremos llegar a la conclusión de que precisamente la construcción exitosa de estas máquinas computadoras automáticas tiene su principal escollo en el ajuste del desempeño de las operaciones electrónicas de la maquinaria al siguiente efecto: que éstas, en los márgenes en que se lo permita su construcción y a petición del usuario, simulen o reconstruyan materialmente –del mismo modo que simulan con gran celeridad los resultados del dibujo en perspectiva de volúmenes cuando ejecutan un programa de «diseño asistido por ordenador»– el desarrollo de los cálculos de la Aritmética y el Álgebra de Boole. El éxito de los ingenieros que construyen dichas máquinas computadoras electrónicas pasaría, entonces, por «rodear desde fuera sin abarcar formalmente» las figuras de los desarrollos demostrativos de otros saberes, o al menos, las figuras de algunas operaciones propias de aquéllos; reposaría en la posibilidad de reconstruir virtual y materialmente, modelando unos funcionamientos electrónicos junto a otros valiéndose de las figuras de verdad que los correlacionan en esos montajes (las figuras propias del razonamiento electrónico –no otras–, que son precisamente las que hay que observar adecuadamente para que una «entrada» el circuito produzca la «salida» electrónica adecuada al fin de la reconstrucción material del cálculo), cualesquiera operaciones que un sujeto fenoménico pudiese desarrollar manejando los cálculos de la Aritmética binaria o la Lógica booleana, llegando a presentar muy velozmente los resultados de la reconstrucción sobre una pantalla de tubo de rayos catódicos o una página de impresora en la que ese sujeto alcance a reconocer las secuencias notacionales que él mismo querría haber alcanzado realizando a mano la operación (aritmética, lógica) reconstruida materialmente por la máquina a través de operaciones electrónicas. De este modo queda cerrado, tras la incorporación del mismo sujeto de cuyas manipulaciones se había tenido que prescindir por mor de la rapidez (abstracción de duraciones), el ciclo de la «simulación» –o más propiamente, y ya que, a diferencia del caso de la «simulación de vuelo», aquí los resultados presentados en su materialidad tendrán, si el funcionamiento electrónico ha sido el esperado, pleno alcance veritativo en las operaciones constructivas del sujeto fenoménico a las que éste los incorpora, reconstrucción material.
{47} Es ya sabido que, desde que en el citado artículo de Shannon la exposición del análisis estadístico-combinatorio de la estructura de los mensajes tomase prestada de la Termodinámica la idea de entropía, la «teoría (general) de la Información» se ha llenado de caracterizaciones de las ideas (filosóficas) de Información o contenido informativo como una «reducción de la incertidumbre», una reducción que conllevaría el aumento de las posibilidades de «logro del fin propuesto» de aquel sistema que procese acertadamente la información y module su acción sobre los entornos en función de ésta. El propio Wiener se remite a los orígenes de la Mecánica estadística y del control de la entropía termodinámica para introducir la idea de Información en el capítulo II de Cibernética [véase bibliografía], y aunque insiste en que «la información es información, no materia ni energía» [WIENER, Norbert. Op. cit., p. 216], intenta igualmente presentar la desorganización irreversible de los sistemas termodinámicos o las cadenas genéticas justamente como una «pérdida de información»: en general, información y estructura, mensaje y secuencia, tienden a ser convertibles en el contexto de la Cibernética.
Por hacer una última sugerencia al lector acerca de la reaparición de la idea de entropía –en tanto «aumento de la incertidumbre»– como antagónica de la de Información –en tanto «descarte de posibilidades combinatorias»–, le pido considere las circunstancias en que se fue decantando aquella primera en el siglo XIX, junto a alguna de las formulaciones del Principio II de la Termodinámica: los estudios ingenieriles del francés Sadi Carnot sobre la mejora del rendimiento termodinámico de la máquina de vapor de Watt, que de alguna manera se traducían en la imposibilidad de construir una máquina termodinámica de movimiento/trabajo perpetuo de segundo género (intercambio de calor con un solo foco calorífico), y por tanto, en la imposibilidad de que existiese una máquina de rendimiento óptimo, capaz de convertir en trabajo mecánico controlado –útil– todo el calor que hubiese absorbido: siempre se deberá contar con un segundo foco termodinámico al que ceder parte de la energía calorífica que le haya cedido la fuente. La irreversibilidad del aumento de la entropía en el sistema termodinámico (en ausencia de trabajo externo) se deriva de aquella imposibilidad; y si esta irreversibilidad era el dragón que debían combatir los constructores de máquinas de vapor de la primera Revolución industrial en su carrera por la máquina de máximo rendimiento, la irreversibilidad de la degeneración de las ondas portadoras y la deformación de los mensajes a lo largo de los sistemas tecnológicos de telecomunicación sería, entonces, el minotauro que debían mantener encerrado los ingenieros como Hartley y Shannon en el siglo XX. Incluso el temor burgués ante la «muerte térmica del universo (como sistema termodinámico)» que parece seguirse del Principio II de la Termodinámica podría tener un correlato en nuestros tiempos en el horror ante la «desmembración informacional del mundo (como ciberorganismo cosmopolítico)».
{48} Introducimos aquí un breve apunte sobre la transición desde el estudio ingenieril de la tecnología de telecomunicaciones al de las máquinas electrónicas de control automático y cómputo –transición en la que se juega la «unidad», o al menos la posibilidad de la propuesta, de la Cibernética como «ciencia de la comunicación y el control en máquinas [¿] y animales [?]». Si puede aceptarse que todo sistema de telecomunicaciones implica ya un control remoto –generalmente no retroalimentado– de la operación del aparato receptor desde el emisor distante; que todo control –por ejemplo el control que una computadora ejerce sobre las instalaciones de una planta hidroeléctrica–, en lo que esté programado en una «memoria» y soportado por medidores y actuadores distantes entre sí y respecto al «cerebro artificial», vuelve a ser (tele)comunicación y cómputo; que todo cómputo automático en máquinas electrónicas implica la posibilidad de preprogramar –en el tiempo– la secuencia de control a la que responderá la máquina en ciertas condiciones y que comunicará a sus diferentes partes al objeto de imprimir los resultados, y asimismo, la posibilidad de construir los medidores y actuadores de modo que formen una «superficie de contacto con el usuario» (un teclado, un monitor...) o una línea de entrada-salida electrónica para controlar diversos dispositivos de actuación –una impresora, por ejemplo– o, acaso, para sustituir las instrucciones del usuario por las de una segunda computadora electrónica que, desde el otro extremo de la línea telefónica, controle parte de las operaciones de nuestra máquina (telecomunicaciones); si puede aceptarse –decíamos– todo la anterior, entonces encontraremos que el género de las tecnologías electrónicas de comunicaciones, cómputo y control guarda su propia unidad. La «comunicación» dentro de los organismos animales –o entre sus «subsistemas»– que, en sus términos, estudia la Cibernética, sería por antonomasia aquella que lleva el «mensaje fisiológico» a lo largo de los «tendidos nerviosos», desde el sistema nervioso periférico –que controla las variables del sistema y los resultados de la actuación– al central, donde será reunida y procesada –computada– la información según un programa «escrito por la selección natural»: la longitud «geográfica» entre la periferia –los terminales nerviosos, los actuadores musculares o viscerales– y el sistema nervioso central «relativamente aislado», sería la que queda salvada por la comunicación, evitándose gracias a ésta la dispersión de las actuaciones del organismo sobre el medio y sobre sus variables internas. Del mismo modo que la computadora industrial, unida mediante comunicaciones electrónicas a los diferentes dispositivos de medida y actuación de una central hidroeléctrica –dispersos quizás en un radio de varios cientos de metros–, hace de ésta un sistema tecnológico uno y controla automáticamente su funcionamiento al objeto de mantener su máximo rendimiento y evitar daños en las instalaciones, dejando al margen los posibles errores o retardos debidos a las conductas de los operarios (abstracción de recorridos y duraciones), los centros nerviosos de un organismo superior son capaces de mantener el control de su medio interno y la coordinación de sus actuadores –por ejemplo, al caminar– cuando el sujeto psicológico «atrapado en la conciencia cualitativa» apenas puede «seleccionar el objetivo a lograr», quedando, paradójicamente, al margen de los procesos que llevan al logro del objetivo propuesto.
{49} No evitaremos mencionar que esta idea de «espacio informacional» ha sido calcada de la idea de «espacio lógico» [logischer Raum] que aparece en algunas proposiciones del Tractatus de L. Wittgenstein. Por ejemplo: «3.4 Una proposición determina un lugar en el espacio lógico. La existencia de ese lugar lógico está garantizada únicamente por la existencia de las partes constituyentes, por la existencia de una proposición con sentido». Y también «4.463 Las condiciones de verdad determinan el espacio de juego que la proposición deja a los hechos. (...) Una tautología deja a la realidad la totalidad –infinita– del espacio lógico; una contradicción llena la totalidad del espacio lógico y no deja punto alguno a la realidad. Por ello ninguna de las dos puede determinar la realidad en modo alguno». [WITTGENSTEIN, Ludwig. Tractatus logico-philosophicus. Tercera edición. Traducción, introducción y notas de Luis M. Valdés Villanueva. Madrid: Tecnos, 2008. Pp. 144 y 182.] Nos hemos atrevido, salvando las diferencias y desoyendo algunas advertencias del propio Wittgenstein –la primera de ellas, la tocante a la imposibilidad de dar la lista de las proposiciones atómicas–, a proponer una semejanza entre el tratamiento probabilístico-combinatorio de las proposiciones en el Tractatus y el que la ingeniería de telecomunicaciones daría a los mensajes y a las operaciones que permiten componerlos de modo estructurado como secuencias estadístico-combinatorias; sugerimos también una analogía entre la idea de «sentido», considerado como «caracterización de la proposición en el espacio lógico», y la de «información (portada)» como «caracterización del mensaje en el espacio informacional –proposicional». Más directo es el parecido entre el «mensaje» y la «proposición» cuando se trata de hablar en términos de probabilidad: tanto las tautologías como las contradicciones carecen propiamente de «sentido», de contenido enunciativo, porque tienen, respectivamente, las probabilidades que harían a priori de un mensaje una secuencia sin contenido informacional –es decir, 1 y 0. Shannon considera así que un mensaje cuya probabilidad a priori es cero –no se puede transmitir– o uno –se está trasmitiendo siempre– no permite el juego probabilístico en el que es posible la información: el descarte durante la operación del sistema de otras secuencias virtualmente transmitibles por ese mismo sistema de telecomunicación, justamente por la transmisión de una capaz de descartarlas. Otra tarea que dejamos pendiente es la de examinar los vínculos de Norbert Wiener con Bertrand Russell, con quien tomó clases en la Universidad de Cambridge –como ya hiciera el propio Wittgenstein– y el peso del análisis logicista del lenguaje y la teoría de la proposición en los análisis de Hartley y Shannon.
{50} En torno a esta distinción entre relaciones distales de significación y relaciones fisicalistas de contigüidad desarrolló ya nuestro tutor, el profesor Juan B. Fuentes, su crítica a los conceptos psico-físicos –¿o «psicológicos»?– de estímulo, representación y señal, crítica que contiene un capítulo esencial de su posicionamiento frente a las diversas escuelas de Psicología contemporáneas, y entre ellas, a las que recurren a la «metáfora computacional de la mente». [Véase FUENTES ORTEGA, Juan Bautista. «Introducción: ¿funciona, de hecho, la Psicología empírica como una fenomenología del comportamiento?». En BRUNSWIK, Egon. El marco conceptual de la Psicología. Primera edición. Madrid: Debate, 1989. Pp. 7-77].
{51} En paralelo al esquema general de Shannon de los sistemas de (tele)comunicación (origen-emisor-medio-receptor-destino), hemos desarrollado, tras un examen de los equívocos sobre la «identidad de la información» que aquí estamos intentando despejar [véase más arriba la nota 22], un segundo esquema general que consideramos más adecuado a nuestro propósito de establecer los parámetros en que la realidad tecnológica de esta nueva idea de información debería quedar circunscrita y confirmada, y fuera de los cuales sólo daría lugar a usos metonímicos del término que acaso circunstancialmente, y merced a la interposición continua en nuestros entornos de esas tecnologías de la información y la comunicación, resultarían aceptables.
Decíamos antes que la dificultad ingenieril de «reproducir al otro lado de la línea un mensaje, sin pérdida de información» no era otra que la de mantener, a lo largo del ciclo funcional del sistema –el ciclo que resulta en la reconstrucción del mensaje en el aparato receptor– la identidad de la secuencia-mensaje –y por tanto, de la información (b) contenida por ésta–; es decir, la dificultad de sostener esta identidad en una abstracción relativa respecto de la variación imprevisible de la onda portadora –generalmente, al contemplar funcionamientos estadísticos en la construcción y operación del montaje, funcionamientos que anulen la mayor parte de las interferencias o de los efectos de la degeneración de la portadora. Dicha dificultad era envuelta y superada por la construcción del sistema tecnológico justamente al redefinirse y caracterizarse en los propios márgenes estadístico-secuenciales del funcionamiento electromagnético o electrónico de los aparatos –que conllevan la secuenciación combinatoria y la modulación del perfil de la onda portadora– tanto la unidad de ese mensaje como la identidad y cantidad de la información portada por él, identidad y cantidad que quedan, de salida, ya en relación de dependencia respecto de las mismas operaciones tecnológicas de las que depende, por un lado, la formación secuenciada del mensaje, y por otro, el control y la modulación de la onda portadora en el aparato emisor, así como la posterior recuperación y correlación funcional de las secciones de ésta en el aparato receptor, operaciones que conducen, finalmente, a la reconstrucción en el destino de ese «mensaje», que ha de ser «el mismo en sus contenidos informacionales y en su carga informativa».
Pero, justamente para que el propio funcionamiento del sistema tecnológico sea capaz de recuperar y mantener «latente», de un extremo a otro de la línea, esa «identidad» original del mensaje –en lo que toca a la carga y contenidos informacionales– la misma determinación de esa «identidad informacional» debe quedar plenamente dada y alcanzada en los límites operacionales del sistema, precisamente por el procedimiento de composición secuencial combinatoria de la unidad-mensaje que supone la determinación de la cantidad y contenidos informacionales a través del descarte de hecho de otras secuencias virtualmente operables por ese mismo sistema. Esa cantidad y esos contenidos de información, en rigor, no pueden venir dados sin referencia a las mismas operaciones tecnológicas que los determinan y les confieren la «identidad» a mantener de un lado a otro de la línea. Porque, si estamos atentos al cierre del ciclo tecnológico de estas operaciones, no podemos decir que el mantenimiento de la «identidad» del mensaje y su contenido informacional entre un extremo y otro del sistema de telecomunicaciones sea, en realidad, el mantenimiento de la «identidad flotante» que ya les correspondía antes de ser introducidos en el sistema, una «identidad» o «entidad independiente» que se recupera merced a la desaparición en el extremo receptor de las muchas transformaciones y operaciones fisicalistas de los materiales –la onda portadora, las cargas electrónicas, etc... materiales sobre los que, efectivamente, tendrían lugar los funcionamientos y correlaciones del sistema– necesarios como soporte pasajero para «transportar» esa información de un extremo a otro –aunque fuera parcialmente–, pero que nada aportarían a su constitución abstracta. En la acepción tecnológica de los términos «información» y «mensaje», éstos no tienen –en rigor– más carácter flotante ni identidad abstracta que los que el propio sistema, en su buen desempeño, alcanza a sostener entre el extremo emisor y el extremo receptor por medio de todo un ciclo de transformaciones y operaciones que permiten, pese a la distancia y la deformación de la onda portadora que será su material de operación, la reconstrucción estadística de la secuencia de estados funcionales por los que el aparato emisor (con una probabilidad cercana a 1, pero nunca 1) pasó a la hora de introducir en la línea la onda efectivamente recibida –en la que la modulación original puede haber quedado alterada de modo imprevisible. Esa secuencia reconstruida a partir de meras probabilidades, en caso de ser efectivamente igual a aquélla que registró el emisor, cerrará sintéticamente sobre el ciclo funcional del sistema la «identidad» de la información transmitida, manteniéndola en su cantidad y contenidos desde el aparato emisor hasta el aparato receptor. Más allá de las «consideraciones semántico-psicológicas» sobre la información que podrían complicar su medida y la determinación de los contenidos de un mensaje dado, la única identidad de la información transmitida que cabe reconstruir y fijar en términos tecnológicos es la debida al ajuste simétrico entre los resultados de las diversas correlaciones y transformaciones fisicalistas a que se someterán los materiales efectivamente operados –las ondas electromagnéticas, las señales electrónicas...– por las diferentes partes del sistema, operaciones que se reflejarán en el esquema R-r-línea-r’-R’, válido en general para todo sistema de telecomunicaciones, y que se desarrolla como sigue:
Operación | Ejemplo | |
R- | Formación de la secuencia-mensaje Ai en función de la variación de una o varias magnitudes fisicalistas registradas y medidas en aproximación por los transductores afectos al aparato emisor. | Recogida del sonido por el micrófono de una radio portátil: la vibración del aire se hace presión sobre los gránulos de carbono del micrófono, que se comprimen y dilatan armónicamente variando la resistencia que ofrecen al paso de la corriente. |
-r- | Modulación de la onda portadorai en función de la secuencia A. | La señal del circuito del micrófono es amplificada y modula la variación de frecuencia o amplitud de la onda en el circuito de antena. |
-línea- | La onda portadora atraviesa el elemento de trasmisión hasta el aparato receptor. Degeneración incontrolada de su perfil. | La perturbación del campo electromagnético alrededor de la antena en determinada franja de radio atraviesa la atmósfera. Ruido atmosférico y debilitación de la modulación. |
-r’- | Demodulación estadística de la onda portadoraf en función de la probable estructura de la secuencia-mensaje Ai | La antena del receptor recoge una perturbación electromagnética que le induce una leve corriente al circuito. Esta corriente, pre-amplificada, se filtra para la franja de radio establecida, se demodula y amplifica. |
-R’ | La secuencia-mensaje Af determina la función de aquellos elementos del aparato receptor que actúan sobre determinadas condiciones fisicalistas de los materiales del ambiente en el destino. | En función de los resultados de r’, se hace variar la frecuencia de una corriente aplicada a un electroimán, que acaba forzando un movimiento armónico de un diafragma capaz de comprimir levemente el aire en contacto con él (altavoz). |
La simetría entre los resultados de las operaciones R y R’ se convierte en identidad sintética del mensaje operado, en mantenimiento de los contenidos y carga informacional. En el caso de la radiofonía, sirve que sea meramente aproximada, porque sobre el «mensaje» tecnológico quedará reconstruido, aunque sólo sea material y genéricamente –en sus materiales genéricos, acústicos a la sazón–, un escorzo sensible de un mensaje hablado (periodístico), en el sentido vulgar. Con este segundo aspecto de las telecomunicaciones, en realidad no abarcable por la dialéctica tecnológica, también puede jugar el ingeniero para determinar cuál será el método de construcción de los mensajes –en su sistema.