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El Catoblepas, número 97, marzo 2010
  El Catoblepasnúmero 97 • marzo 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Ramón y Cajal y el quijotismo
como psicología del español

José Antonio López Calle

Las interpretaciones psicológicas del Quijote (8)

Santiago Ramón y Cajal

En medio de su intensa actividad científica, que un año después, en 1906, se vería recompensada con la concesión del premio Nobel de Medicina, Santiago Ramón y Cajal encontró un hueco para contribuir a la celebración del tercer centenario del magno libro cervantino con dos trabajos: «Psicología de don Quijote y el Quijotismo» (1905), una conferencia leída en el Colegio Médico de San Carlos, y «El pesimista corregido», un cuento alegórico publicado el mismo año por entregas en la revista La república de las letras, en los que se nos ofrece una interpretación programática del Quijote de orientación psicológica o psicohistórica, si se prefiere.

En el primero de sus trabajos, como preámbulo a su propuesta de interpretación, nos agasaja con una concepción autobiográfica e histórica del Quijote, tan del gusto de su época y a la que tantos autores de entonces se entregaron, como en su momento vimos. Por lo que respecta al carácter autobiográfico de la novela, una vez más se nos insiste en el parentesco espiritual entre el protagonista y su creador, que «por fuerza debió tener algo y aun mucho de Quijote» («Psicología de don Quijote y el Quijotismo», en Visiones del Quijote desde la crisis española de fin de siglo, Visor Libros, 2005, pág. 34). Esta identificación entre personaje y autor conduce a Cajal a una lectura derrotista de la obra: el Quijote es el poema de la resignación y de la desesperanza, de la infinita desilusión y del amargo pesimismo. ¿Por qué? Porque el implacable Destino trocó las ilusiones de Cervantes en desengaños y al pasar el ecuador de su vida no halló otra cosa que soledad, olvido y pobreza. El ilustre científico se entrega a la historia contrafáctica imaginando que si el infortunado soldado de Lepanto no hubiera tenido una vida tan desgraciada, acaso la novela imperecedera, lejos de ser el poema de la resignación y de la desesperanza, sería el poema del aliento y la esperanza.

La gran novela no sólo es producto de unas circunstancias personales y biográficas aciagas, sino de un medio histórico y moral adverso, de una España envejecida, pobre, sumida en mil lacras y, en definitiva, decadente. En este punto, como en el precedente, la interpretación de Cajal se aproxima mucho a la de Maeztu: el Quijote es un compendio y espejo histórico fidelísimo de la decadencia de la Espa&ntild= e;a vieja. Nuevamente, el ilustre científico se entrega a la historia contrafáctica conjeturando que si la novela imperecedera no se hubiese engendrado en el seno de un ambiente histórico tan desolador, acaso no sería un compendio y visión de esa España vieja de la decadencia. Es más, en una última especulación contrafáctica a Cajal le gusta imaginar el impacto regenerador y benefactor que habría tenido sobre los españoles un Quijote engendrado por un escritor afortunado inserto en el medio histórico de una España en la cima de su gloria; las grandes empresas que el Quijote de la ficción habría alentado a acometer a los Quijotes de carne y hueso españoles en nombre de una Dulcinea, que no es sino la propia España como patria:

«¡Y quién sabe si, en pos del Caballero de los leones, otros Quijotes de carne y hueso, sugestionados por el héroe cervantino, no habrían combatido también en defensa de la justicia y del honor, convirtiéndose, al fin, la algarada de locos en gloriosa campaña de cuerdos, en apostolado regenerador, consagrado por los homenajes de la Historia y el eterno amor de Dulcinea..., de esa mujer ideal, cuyo nombre, suave y acariciador, evoca en el alma la sagrada imagen de la patria!...» Op. cit., pág. 35.

Consciente quizás de la esterilidad de estas especulaciones contrafácticas, Cajal emprende el análisis de la psicología de don Quijote como psicología del español, lo que le conduce a plantearse cuál es «la esencia y fondo del quijotismo». Su punto de partida es que la figura del personaje protagonista de algún modo retrata a los españoles, pues «invade la vida real y marca con sello especial e indeleble a todas las gentes de la raza o nacionalidad a que la estupenda criatura espiritual pertenece» (op. cit, pág. 36). Ahora bien, el problema es determinar la manera en que el modo de ser de don Quijote refleja el modo de ser de su pueblo. Para responder a esta cuestión, Cajal se ve obligado a distinguir entre dos formas de quijotismo, una de índole negativa y otra positiva, y cada una de ellas se caracteriza por un complejo de rasgos psicológicos y morales que se corresponden con dos formas diferentes de entender la psicología quijotesca como psicología del español.

El primer género de quijotismo, cuya concepción está muy extendida a juicio de Cajal, alienta una interpretación psicológica de la novela cervantina que invita a ver a los españoles como Quijotes empeñados en empresas condenadas al fracaso, aferrados al pasado y a la tradición e incapaces de aprender de sus errores y de acomodarse a la realidad. Cajal rechaza esta concepción del quijotismo, no sin reconocer el papel que tuvo en la decadencia de España, especialmente en lo que el quijotismo entraña de «devoción y apegamiento excesivo a la tradición moral e intelectual de la raza» (ibid.).

Frente a esta visión negativa, el ilustre científico propone una visión positiva de «la esencia y fondo del quijotismo». Éste se caracteriza ahora por un alto ideal de conducta, por la voluntad obstinadamente orientada hacia la luz y la felicidad colectivas, por el amor a la justicia, para cuyo triunfo hay que estar dispuestos a sacrificar sin vacilar la propia existencia, y finalmente por poner el fin de sus actos y tendencias no en sí mismos, sino en la colectividad, a la que deben servir los aspirantes a Quijotes como «células humildes y generosas». Si la idea anterior del quijotismo promueve una interpretación psicológica democrática o universalista de éste, en el sentido de que convierte en Quijotes a lo españoles en general, esta idea propugnada por Cajal entraña, en cambio, una interpretación psicológica de carácter aristocrático, en el sentido de que ahora ya no son Quijotes los españoles en general o al menos la mayoría, sino sólo una minoría.

Con esta definición del quijotismo Cajal reinterpreta la historia moderna de España de un modo que parece una anticipación de la doctrina de Ortega de la minoría selecta y de su uso para explicar la causa de la decadencia de España, pero expuesta en clave quijotesca. Si para Ortega la ausencia de una minoría selecta ha sido el factor clave de la decadencia histórica de España, para Cajal de manera similar lo ha sido la ausencia de una minoría selecta de Quijotes y un exceso de Sanchos, que serían el equivalente del hombre vulgar de Ortega. De acuerdo con este esquema, la base de la grandeza de la época más gloriosa de la historia española residiría en la existencia de una «copiosa cosecha de quijotes en todas las direcciones de la humana actividad», en la que incluye a los descubridores y conquistadores de América y Oceanía, a los artífices de la gran literatura y arte españoles y a unos pocos sabios, como Azara, Servet, Gómez Pereyra, Huarte, Vives y algunos otros, entre los cuales no se sabe si incluye a los grandes escolásticos o comparte la misma aversión o indiferencia, que muchos de sus coetáneos, como Unamuno y Ortega, hacia la escolástica española del Siglo de Oro, pero ya es harto indicativo que no mencione entre los grandes pensadores a ningún escolástico. Pero fuera de su época más gloriosa, la historia moderna de España se ha caracterizado por la falta de Quijotes y la sobra de Sanchos y donde más han faltado Quijotes, incluso en su periodo de esplendor, ha sido en los dominios de la ciencia y de la filosofía. Precisamente, de acuerdo con Cajal, una de las claves del declive histórico de la cultura española se debe a que nos hemos pasado «tres mortales siglos» desdeñando, por un lado, la ciencia y la filosofía, incluso impidiendo la fructificación de buenas ideas, y, por otro lado, la industria y el comercio.

En el contexto de comienzos del siglo XX, Cajal, partícipe de los ideales y aspiraciones del pensamiento regeneracionista como palanca de cambio en la reorientación intelectual y moral de España, aboga por extender entre los españoles el segundo género de quijotismo, que es «el quijotismo de buena ley», como base para corregir en lo posible los vicios y defectos intelectuales y morales de la «raza española». Para ello es menester una labor de alta pedagogía que extienda el espíritu de los «salvadores quijotismos» entre las nuevas generaciones, que habrá de rendir una cosecha copiosa de Quijotes en los campos de la ciencia, la filosofía, la industria y el comercio, a los que están reservadas las aventuras del porvenir. Ya en la España de principios de siglo, Cajal deploraba la ausencia de Quijotes españoles en los viajes científicos y de exploración geográfica, como, por ejemplo, las expediciones al Polo Norte o Sur organizadas por gentes de otros países, y abogaba incluso, a la manera de Costa, que veía con buenos ojos una salida de don Quijote por África, por la participación de España en nuevas aventuras quijotescas en este continente, lo que le incita a preguntarse:

«¿Cuándo arribarán a esas africanas playas Quijotes geógrafos, naturalistas o guerreros, capaces de aportar, con los trofeos de la observación científica o los relatos de romancescas hazañas, los únicos títulos de propiedad que los pueblos cultos estiman hoy suficientemente justificativos del condominio colonial?» Op cit., pág. 40.

En el relato «El pesimista corregido» (reproducido en sus Obras literarias completas, Aguilar, 1969, págs. 793-838), en cuyo título ya se advierte el espíritu regeneracionista que lo anima, entra en juego también la psicología de Sancho, además de la de don Quijote. La tesis de fondo de este relato de evidente carácter simbólico es que la tendencia a la polarización como rasgo del carácter nacional es un mal y que la solución reside en regenerarlo modificando la psicología del español, de tal manera que ésta reúna en sí tanto las cualidades positivas de don Quijote («el quijotismo de buena ley») como las de Sancho (también aquí cabría hablar de «sanchopancismo de buena ley»).

El protagonista, Juan Fernández, un joven médico, capaz y dotado de talento, es una especie de Quijote en sentido negativo, cuya enfermedad no es la locura caballeresca, sino el pesimismo, símbolo quizás del estado de muchos españoles en los años inmediatos al desastre del 98, un pesimismo que Juan alimenta entregándose a la lectura de la literatura y filosofías pesimistas. Melancólico como don Quijote, la enfermedad de Juan, que Cajal trata también como una especie de locura («el loco y doliente Juan», «las extravagancias y locuras» de Juan), tiene un efecto opuesto a la del hidalgo manchego: si a éste le conduce a emprender una actividad frenética, aunque fracasada, a Juan el fracaso le llega simplemente porque su enfermizo estado anímico le deja paralizado. Si don Quijote no para de actuar, Juan Fernández ni siquiera empieza a hacerlo.

Asqueado de la vida y desapegado de su entorno social, fracasa en las oposiciones, se aísla de la sociedad, pierde a sus amigos e incluso a su novia, Elvira, sin otro horizonte que el de relamerse las heridas enfrascándose en soliloquios metafísicos sobre la maldad del mundo. En este trance se le aparece el genio o numen benigno de la ciencia que le dotará de facultades portentosas de percepción (sus ojos se convierten en microscopios) durante un año que le harán cambiar su visión del mundo y de la sociedad y con ello a sanarle de su mórbido pesimismo. Transcurridos dos años más en que su psicología se trastoca y su conducta se corrige transformándose en un miembro activo de la sociedad y provechoso, el nuevo Juan se convierte en la encarnación del hombre soñado por Elvira, su antigua novia a la que vuelve a recuperar.

El transfigurado Juan, el pesimista corregido, pasa a ser un símbolo del nuevo tipo de español que ha de contribuir a regenerar la decaída España de comienzos del siglo XX, recién salida del trauma del 98. Y es precisamente la novia recuperada, una joven serena y equilibrada, la que, al final del cuento, nos propondrá la fórmula de cómo han de ser los españoles del porvenir, de los que Juan es ya un ejemplo: el hombre anhelado por Elvira como marido «debía reunir las cualidades que un célebre autor diputaba indispensables en el hombre de genio: el espíritu soñador, la cultura y altruismo de Don Quijote y la serenidad, robustez y positivismo de Sancho» (op. cit., pág. 837). La «hermosa y robusta prole» engendrada por Juan y Elvira se erige como símbolo de los españoles del porvenir que habrán de incorporar armonizadamente a su personalidad el conjunto de las virtudes de don Quijote y Sancho.

 

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