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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 3
Guía de Perplejos

Del dolor

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre los dolores del cuerpo y del espíritu

Emile Friant, La douleur, 1898

Quienes consideran menos temible la muerte que el dolor juzgan, a mi modo de ver, correctamente. Y tanto más temible éste en la medida en que constituya antesala o anuncio de la muerte misma. Montaigne es de esta opinión, y aun parece ir más allá. Dado que morirse es algo que acontece en un breve momento, y dado también que, como nos recordó Epicuro, nadie puede sentir ni lamentar después de muerto su muerte, concluye Montaigne que

«La muerte no se siente más que por raciocinio, por ser algo que se realiza en un instante […] Lo que tememos de ella es el dolor que siempre la precede» [Ensayos, I. XL];

juicio que entiendo difícilmente refutable, porque aunque no sea corporal el dolor que la anuncia, no menos doloroso resulta la previsión de la misma, el constatar que, de manera inexorable, se encuentra ya próxima y cercana. Y si Epicuro se propuso curarnos de esta última forma de dolor, no menos atento estuvo a intentar librarnos del primero, de aquél que afecta directa e inmediatamente al cuerpo, con independencia de que sus secuelas se dejen sentir igualmente en el espíritu:

«No se detiene interrumpidamente el sufrimiento en la carne –afirma–, sino que el más agudo permanece el más breve tiempo, y el que sólo aleja el placer de la carne no perdura muchos días. Las enfermedades muy prolongadas ofrecen en la carne aún más placer que dolor» [Máximas capitales, IV].

O tal vez podría decirse así: que el dolor intenso dura poco, y al que es moderado terminamos por acostumbrarnos. Consuelo que también Montaigne hace suyo:

«cuando el dolor es violento suele ser corto, y si es de larga duración resulta ligero: si gravis brevis; si longus, levis. No se siente mucho tiempo cuando resulta excesivo, pues al fin o acabará el mal o el paciente; uno y otro viene a ser lo mismo. Cuando el dolor no se aguanta, él se encarga de ser el vencedor» [Ensayos, I, XL].

No sé qué decir. Admito que un dolor ligero, aunque prolongado, es leve y terminamos por no experimentarlo apenas. Pero que un dolor intenso sea siempre de corta duración, lo encuentro ya más discutible: no todos los dolores violentos conducen a una muerte inmediata o a la pérdida del sentido, con la que nuestro cerebro intentaría, precisamente, librarse del dolor (en cuyo caso nadie dudaría de su brevedad). Pero otros hay que no conducen ni a una cosa ni a la otra, y entonces, que un dolor de muelas (por poner un ejemplo) que se prolongue un día entero o incluso dos, sea calificado de intenso (nadie me dirá que es capaz de acostumbrarse a él), aunque breve, depende, creo yo, de lo que cada cual entienda por «breve» y de cuál sea su umbral de tolerancia al dolor mismo. Mas si, al cabo, lo que se nos quiere decir es que mantengamos el ánimo alto, porque el problema no se prolongará durante meses o años, sino que en menos de una semana estará solucionado, qué decir, sino que, vistas así las cosas, es verdad. Mas no por ello desaparecerá de mi espíritu el temor al próximo que me acontezca. Claro que otra forma de ver el asunto es dividir los dolores en dos grupos: los que matan y los que no matan, y quizá con eso baste para mostrarse animoso ante los últimos y confiar, al tiempo, que los primeros o bien nos maten de inmediato o bien, a poco que se prolonguen, que alguien nos introduzca narcóticos hasta por las orejas, sumiéndonos en un estado de absoluta insensibilidad.

En cualquier caso, y por mucho que hoy dispongamos de procedimientos para paliar el dolor (procedimientos que seguramente ni siquiera soñaba Montaigne y mucho menos Epicuro), soy de la opinión de que más debemos temer a éste que a la muerte misma, porque de ésta nada hay que pueda dolernos, excepto las señales que la preceden, que son siempre dolorosas, tanto si afectan al cuerpo como si no. Pero en la muerte, como tal, una vez consumada, ni hay pesar ni sufrimiento alguno.

Mas no es Epicuro la única fuente en la que Montaigne halla consuelo frente al dolor. Porque aun considerándolo «la desgracia mayor de nuestra vida», opina el filósofo francés que podemos atenuarlo mediante la paciencia, y lograr que, aun atenazados por sufrimientos corporales, el alma y la razón se mantengan firmes y templadas, ya que, en último término, es nuestro espíritu el que hace más intensos tantos los placeres como los dolores. ¿Valdría entonces decir que el dolor depende en alguna medida de la opinión que nos formemos de él? Sí por ahí va el asunto, entonces hay que decir que, fortalecidos en lo posible por los epicúreos, hemos acabado por buscar en los estoicos armas suficientes con las que terminar de pertrecharnos y hacer frente al dolor.

Lo que ocurre es que ahora las cosas comienzan a estar más confusas. En Epicuro es nítida la separación entre el dolor corporal y aquél que hemos dado en llamar espiritual. Y si la eliminación de éste genera la ataraxia (eliminados los temores que se apoderan del alma: no sólo el miedo a la muerte, sino también a los dioses o al mismo destino), la ausencia de aquél constituye la aponía, es decir, precisamente el no sufrir en el cuerpo, y, por extensión, la salud, que si bien propiciarla no depende enteramente de nosotros, algo, sin embargo, podemos hacer para conservarla; y, en definitiva, ya que el dolor corporal sea inevitable, reconfortémonos, aconseja Epicuro, con aquello de si gravis brevis; si longus, levis. Pero el posicionamiento estoico sobre estas cuestiones resulta menos nítido; o al menos, me lo resulta a mí (lo que tal vez no sea sino deficiencia de mal lector), porque no siempre parece estar claro a qué tipo de dolor se refieren cuando nos aconsejan firmeza ante él: si al dolor corporal, al espiritual o a los dos: a los que podríamos denominar «dolor», sin más, para hablar del experimentado por el cuerpo, y «sufrimiento» a eso que se ha dado en llamar dolor del alma o del espíritu. Comprendo que el uso de tales términos para distinguir uno del otro es arbitrario y puramente convencional, pero de alguna manera tenemos que entendernos, y, después de todo, me parece a mí que el carácter más rotundo del dolor resulta adecuado para ir referido al cuerpo, en tanto que ese aspecto más difuso e indefinido que acompaña al sufrimiento hace que tal término sea bastante apropiado para abarcar esa amplia gama de dolores a los que se llama espirituales. Como quiera que sea, permítaseme que yo los utilice con esos sentidos, y con ello, si no otra cosa, conseguiremos siquiera evitar la incomodidad inherente al término «espiritual» y lo confuso que resulta denominar así a ese conjunto de dolores que parecen no atañer directamente al cuerpo. Y digo parecen, porque, en última instancia, un dolor del tipo que sea es el cuerpo quien lo siente, quiero decir, que el órgano con el que nos dolemos o nos alegramos es siempre el mismo: nuestro cerebro. Y, no obstante, es claro que alguna diferencia existe entre un dolor de muelas y el sufrimiento que se experimenta ante la pérdida de un ser querido.

Pues bien, volviendo a los estoicos, insisto en que no siempre sé si hablan del dolor o del sufrimiento, o si acaso se refieren a los dos a un tiempo. Desde luego, si entendemos que hablan del dolor, lo que dicen resulta, en muchas ocasiones, cuanto menos pintoresco:

«¿Existe algo más eficaz para poner fin al dolor –se pregunta el Cicerón estoico– que comprender que no sirve de nada, y que en balde se le asume?» [Tusculanas, III, XXVIII, 66].

¿Estamos hablando de un dolor de muelas? El asunto resultaría de lo más gracioso. Además, no es verdad que no sirva para nada: sirve al menos para fastidiar. Y es falso que alguien lo asuma, antes bien: se le impone. Y no aconsejaría yo a nadie que tratase de consolar con esas palabras a quien sea presa de fuertes dolores corporales, cualquier que sea el órgano doliente.

Y lo mismo si al dolor es al que alude Séneca cuando dice que

«El dolor resulta leve si nuestro prejuicios no le añaden nada […]. Todo depende de la opinión que nos formamos» [Cartas a Lucilio, IX, LXXVIII].

Verdad es que referidas al sufrimiento, tanto las palabras de Cicerón como las de Séneca cobran un sentido y alcance mucho mayores. Pero repito que no es fácil saber con certeza a qué se refieren los estoicos cuando hablan de dolor. Y, como quiera que sea, si se arguye que hablan siempre del espíritu y no del cuerpo, entonces lo menos que cabe reprocharles es que su consideración del dolor es incompleta y amputada, desde el momento que dejan fuera aquél que nace de una forma directa e inmediata del cuerpo. Pero no creo que sea así. Al menos, las palabras que Cicerón pone en boca de Catón, exponiendo y defendiendo éste la doctrina estoica, no permiten albergar la menor duda acerca del tipo de dolor al apuntan:

«¿no es evidente –se pregunta Catón– que, según aquéllos para quienes el dolor es un mal el sabio no puede ser feliz en medio de la tortura del potro? Por el contrario, la doctrina de quienes no consideran el dolor como un mal conduce necesariamente a admitir que la vida del sabio se conserva feliz en medio del suplicio» [Del supremo bien y del supremo mal, III, 13, 42].

Ahora bien, esto, como señala La Bruyère, no parece más que un simple juego de la mente:

«Los estoicos fingieron que se podían reír en medio de la pobreza, ser insensibles a las injurias, a la ingratitud, a la pérdida de bienes y a la de parientes y amigos; contemplar fríamente la muerte como algo indiferente, que ni debe alegrarnos ni entristecernos. No dejarse domeñar por el placer ni el dolor, sentir el hierro o el fuego en alguna parte de nuestro cuerpo sin exhalar el más leve suspiro ni derramar una sola lágrima; a esa apariencia de virtud y de constancia se le ha venido a llamar sabiduría. Han dejado al hombre con todos los defectos que en él hallaron, y apenas han enmendado alguna de sus flaquezas. En lugar de hacer un retrato horrible o ridículo de sus vicios, para que pudiera corregirlos, le han infundido una idea de perfección y un heroísmo de que no es capaz, y le han exhortado a lo imposible» [Los caracteres, «Del hombre», 3];

engendrado así –añade el filósofo francés– la idea de un sabio que no es tal o que únicamente existe en lo imaginario.

Pero es igualmente posible hacer la crítica con menos palabras. Como el Dr. Johnson observaba con un rotundo sentido común,

«si el dolor no es un mal, parece inútil enseñar a sobrellevarlo» [«Sobre el estoicismo»].

Pero claro que es un mal, y aun se podría añadir que si aquél que no afecta al cuerpo (el que hemos convenido en llamar sufrimiento, en general) es sensible al consuelo y al consejo, frente al dolor corporal no hay consejo que valga: es algo que se impone de una forma totalizadora y plena, sin darnos tregua ni descanso y sin permitir atender a otra cosa que no sea él. Y por eso, que

«a veces se pueden sufrir dolores con alegría» [Descartes, Tratado de las pasiones del alma, Art. 94].

O que

«el dolor puede ser una causa de deleite» [Burke, De lo sublime y de lo bello, IV. Sección VI],

se me antoja de tan difícil comprensión como que la alegría o el placer se puedan gozar con dolor, o que el deleite o el placer puedan ser causa de él.

«¿Podemos persuadir a nuestra piel de que los latigazos producen cosquillas […] ¿Está acaso en nosotros poder ir contra la ley general de la naturaleza, que domina todo lo que está bajo el firmamento, dejando de estremecernos bajo el peso del dolor?» [Montaigne, Ensayos, I, XL].

Dejémonos de historias: cuando alguien experimenta un intenso dolor físico no valen subterfugios de ningún tipo: sin ir más lejos, decir que puede ser experimentado con deleite o negar, como hacen otros, que sea un mal. Como si el mero hecho de decir que no es un mal sirviera para aliviarnos o desprendernos de él. Además, son los hechos mismos quienes, por lo general, se encargan de poner en su sitio a estos aspirantes a héroes, y eso por más que se empecinen en lo contrario, como al parecer le sucedió a Posidonio (si es cierta la anécdota de la que se hace eco Montaigne) en una ocasión en que hallándose atormentado por intensísimos dolores fue visitado por Pompeyo, quien comenzó disculpándose por pretender que, en momento tan inoportuno, se entregaran ambos a disquisiciones filosóficas. «De ninguna manera permitiré que el dolor me domine hasta el punto de impedirme discurrir», respondió el filósofo. Y comenzó a hablar, precisamente, sobre el desprecio del dolor, mas, haciéndosele éste insoportable, exclamó, al fin: «Oh, dolor, por más que me atormentes, jamás conseguirás que afirme que eres un mal»; con lo que puso de manifiesto, me parece a mí, no entereza ni valor, sino una simple obstinación mentecata. En cambio, según nos refiere Diógenes Laercio [Vidas, VII, 116], Dionisio, discípulo de Zenón, padeciendo un intenso dolor de ojos, en modo alguno estuvo dispuesto a considerarlo algo indiferente, con lo que acabó por concluir que el auténtico fin deseable es el deleite, lo que le condujo a abandonar el estoicismo y pasarse a los cirenaicos, motivo por el cual fue conocido desde entonces como el Desertor.

Duro precepto, pues –por no decir imposible–, éste del estoicismo que, a lo que se ve, o se abandona no bien uno es puesto verdaderamente a prueba, o se sostiene por mera necedad que quiere pasar por heroísmo.

No caigamos en vana palabrería ni en pretensiones fatuas: enfrentados al dolor corporal (y más cuanto más intenso) ningún otro consuelo existe más que el que puede obtenerse de la farmacia o de la muerte.

Y, de nuevo, si algún sentido pueden cobrar las afirmaciones de Descartes o Burke es en la medida en que se hallen referidas al sufrimiento: algunos hay, ciertamente, entremezclados con el deleite o la alegría, como es el caso de la nostalgia. Porque el sufrimiento, en efecto, nunca es tan dominante ni acaparador que no nos permita siquiera pensar en él, examinarlo, incluso, hasta con un cierto placer morboso y masoquista. Frente al dolor, que nos posee por completo, el sufrimiento nos tiene a nosotros tanto como nosotros le tenemos a él. Quiero decir que enfrentados a él siempre es posible ensayar algunas líneas de defensa, porque víctimas de un sufrimiento, por intenso que sea, no es nunca la totalidad de nuestro yo la que se encuentra atenazada y comprometida (como sucede con el dolor físico, que nada deja fuera de su dominio ni a nada permite atender que no sea a su sola y sórdida presencia), sino que permanecen siempre abiertas algunas vías de escape y de consuelo, incluso el que proviene de la racionalización (o intento de racionalización) del sufrimiento mismo.

Y, sí, es verdad que nos hallamos inmersos en una vida de sufrimientos, aunque seguramente no tantos como pretende Schopenhauer. Sabido es que, según él, la vida toda oscila entre el querer y el conseguir. Mas el deseo supone siempre una carencia, esto es, dolor, en tanto que la posesión, por su parte, conlleva la aniquilación del estímulo desencadenante del desear, de tal manera que el deseo (el dolor) o bien reaparece bajo una nueva forma o se manifiesta como tristeza, vacío y aburrimiento. En consecuencia, lo que llamamos satisfacción o placer no es más que un instante entre dos dolores. Así que no hay nada que hacer:

«toda vida humana es arrojada de un lado al otro entre el dolor y el aburrimiento» [El mundo como voluntad y representación, I, IV, § 57].

No estoy seguro de hasta qué punto entendía Schopenhauer hallarse en este aspecto en estricta coincidencia con Kant, o que no hacía sino extraer las conclusiones implícitas en la doctrina de éste, porque es lo cierto que también para Kant no otra cosa es el placer sino la supresión de un dolor; de tal forma que el segundo ha de preceder necesariamente al primero, y tampoco cabe pensar que dos deleites se sucedan inmediatamente el uno al otro, sino que intercalado entre ambos debe hallarse necesariamente algún dolor. Así pues, toda acción no parece perseguir objetivo alguno más que la consecución de un deleite mediante la supresión de una carencia o un dolor. En consecuencia:

«El dolor es el aguijón de la actividad, y en esta sentimos ante todo nuestro vivir; sin él se produciría la ausencia de la vida».

De manera que a quien

«no le incita a la actividad ningún dolor positivo, le afectará frecuentemente de tal suerte un dolor negativo, el aburrimiento o vacío de sensaciones […] que antes se sentirá impulsado a hacer algo que le perjudique que a no hacer absolutamente nada». [Antropología § 60].

Sin duda, la similitud entre ambas posiciones es algo más que sorprendente. Si embargo, no parece que, partiendo de ahí, Kant se viera abocado al profundo pesimismo que caracteriza a Schopenhauer. Es más, si bien se piensa, lo que dicen tanto él uno como el otro es una pura trivialidad. Una vez que hayamos convenido en llamar dolor (y yo no entiendo por qué hacerlo) a todo deseo, necesidad o carencia, presos como no hallamos a cada instante de tales estados (sin que importe de qué necesidad, deseo o carencia se trate), es obvio que toda actividad se encuentra aguijoneada por algún dolor; y es obvio, asimismo, que satisfecho el deseo se produce la aniquilación del estímulo desencadenante del mismo (la supresión del estímulo, quiero decir, en tanto que tal estímulo, no en tanto que objeto); y de nuevo volverá a surgir el deseo (el dolor) bajo la misma forma u otra distinta. Y, por último, es igualmente cierto que quien sea lo suficiente estúpido como para no experimentar carencia ni deseo alguno, más que los ligados a las necesidades puramente biológicas, se halla condenado al hastío y al aburrimiento. Pero esto es de una simplicidad verdaderamente pasmosa. Y la cuestión es qué tiene que ver todo ello con el dolor. ¿Se dirá acaso que cuando siento un ferviente deseo de llegar cuanto antes a casa para enfrascarme en la lectura de un nuevo libro experimento un profundo dolor que se apacigua y se sustituye por el deleite una vez me encuentro con el libro en las manos, para volver a surgir unas horas después de haberlo cerrado? Fácil es ver que lo mismo se podría decir de cualesquiera otras necesidades o deseos. Pero denominar dolor a tales estados me parece a mí que es hablar por hablar. Además, según esto no cabe comprender el aburrimiento, sencillamente porque nadie se aburriría, ya que no hay absolutamente nadie que no se halle afectado a cada instante por cualquier dolor positivo, siquiera sean los derivados de las necesidades elementales. Pero lo que sucede es que el aburrimiento no se produce por la ausencia de un dolor que conjurar, sino por la ausencia de otros intereses, deseos y necesidades que no sean de carácter meramente biológico. Y si no son dolorosas las primeras (¿acaso es doloroso tener hambre, quiero decir, no durante quince días o sin expectativa alguna de comer, sino cuando se sabe que podemos satisfacerla en cuanto deseemos?), menos aún, si cabe, lo son las segundas. Es más, yo me atrevería a asegurar que en ambos casos la necesidad y el deseo son siempre placenteros si se posee la certeza de que podrán ser satisfechos. La expectativa de tal satisfacción encierra, a mi juicio, muy poco de dolor y sí mucho de deleite, de la misma manera que lo mejor de un gran día largamente esperado es el día anterior.

Y no menos absurdo es intentar fundamentar en tales presupuestos un pesimismo sin paliativos, porque no es cierto que la vida toda sea sufrimiento y dolor, ni que los escasos momentos agradables que nos depara constituyan un mero intervalo entre dos dolores, y como un descanso entre uno y otro: hay en la existencia un puñado de placeres que quien no sepa disfrutarlos y apaciguar con ellos los pesares, tiene, a su vez, una desgracia no pequeña. Y no me refiero sólo a los intelectuales, reconocidos estos por Schopenhauer, mas sin desligarlos tampoco del dolor, ya que los pocos individuos capaces de gozarlos se hacen, por ello mismo, según él, más susceptibles que el resto de los mortales a múltiples sufrimientos. Por lo demás, de ser coherente, Schopenhauer (y Kant, desde luego) no tendría más remedio que admitir que también éstos van precedidos de dolor, y que, por tanto, antes de que dé comienzo la representación de una ópera largo tiempo ansiada, lo que experimentamos no es una alegre y gozosa expectativa, sino dolor por la ausencia de la belleza que anhelamos. Y si esto no es absurdo, entonces renuncio a saber de qué estamos hablando. Por otro lado, yo no sé si el saber aumenta el sufrir: sé que son muy divertidas y enormemente gozosas todas esas actividades encaminadas al saber, y sé también que los placeres intelectuales son lo suficientemente intensos como para que bien merezca la pena correr el riesgo de una mayor sensibilidad al sufrir. Y, de todos modos, estemos tranquilos, porque es seguro que nunca llegaremos a ser tan sabios como para hacernos completamente desdichados.

Por lo demás, y hablando ya del verdadero sufrimiento, no de las minucias de estos dos filósofos alemanes, no digo yo, como Epicuro, que el recuerdo de los placeres gozados nos fortalezcan frente a los sufrimientos presentes, pero sí que lo hace la expectativa de los que gozaremos en el futuro. Y es que el sufrimiento siempre tiene un futuro; siempre, aun rodeados por las tinieblas de la pesadumbre, se avizora un porvenir. No así, el dolor, que ni permite deleitarse en el pasado ni atisbar un mañana más esperanzador, porque no da tregua un instante, e incluso cada instante diríase que será el último, y aun, a veces, se desea que así sea.

No hay firmeza que valga enfrentados al dolor: sólo cabe esperar que acabe o nos acabe. Pero si del sufrimiento se trata, entonces ya cobran algún sentido las recomendaciones estoicas: plantémosle cara valerosamente; advirtamos que en el pesar que nos provoca tanta parte tiene él como nosotros mismos, porque cuando un sufrimiento no es un sufrimiento absoluto (que también los hay), acrecentarlo o disminuirlo depende mucho de la perspectiva desde la que lo enfocamos; acostumbrémonos a no desear gran cosa y no sufriremos en exceso por la ausencia de muchas; fortalézcanos asimismo la idea de que cada pesar sufrido nos endurece y nos hace más fuertes, no porque nos inmunice o nos haga insensibles al dolor, sino porque nos familiariza y nos acostumbra a él.

«Por el sufrimiento llega el ánimo a despreciar el sufrimiento» [Séneca, De la providencia, 4, 13].

Y, en suma, acabemos por comprender que nada está por completo perdido mientras nos tengamos a nosotros mismos.

Pero sin excesos. Un estoicismo moderado es cordura y sensatez; uno extremo, no pasa de ser un mero brindis al sol o un sinsentido. Que se me exija fortaleza ante las desgracias, lo admito. Que se me pida que las acepte de buen grado y que hasta me convenza a mí mismo que, en el fondo, eso es lo que más me conviene y lo que le conviene al Todo, porque quizás el mal que a mí me acosa no sea más que en un pequeño granito que contribuye a la consecución del bien universal, me parece, en cambio, petición vana y absurda. ¿O es que por ventura tendré que concluir que cada desgracia que me acontece es lo mejor que me puede suceder en ese preciso momento? Pídaseme valor, pero que me quede siquiera el derecho al pataleo: que soy hombre, no bloque de mármol insensible a los martillazos. Y no se me diga que si me quejo ningún derecho tengo a hablar de la virtud.

«A quien juzgue que el mal supremo es el dolor –escribe Cicerón– le niego el derecho a mencionar tan siquiera la palabra virtud» [Tusclanas, III, XX, 49].

Ya estamos con las palabras vanas y grandilocuentes. Yo no sé si el dolor o el sufrimiento son el mal supremo: sé, con certeza, que son un mal. Y sé también que considerarlos así no me hace ni más ni menos virtuoso que a Cicerón, que dudo mucho que, en el fondo, entendiese el asunto de manera distinta. Por fortuna, es poco lo que nos importa los derechos que Cicerón nos conceda o nos niegue. Y así, yo me otorgo el de hablar de virtud, y hasta considerarme virtuoso, por otros motivos que nada tienen que ver con el juzgar que el sufrir es un mal. ¿O es que para ser virtuoso hay que pensar que el dolor es un bien? Porque si el dolor es un bien y el placer no lo es, e incluso es un mal, entonces yo, o me he perdido algo en esta historia o mis luces no dan para más, pero lo cierto es que no entiendo absolutamente nada de lo que se está diciendo.

Conviene ser estoico sin estruendos, lo mismo que epicúreo sin excesos o escéptico sin dogmatismos. Y todo ello no es sino un sano sentido común, que se echa en falta en estas cuestiones. Ni héroes ni mequetrefes, ni santos ni calaveras, ni dogmáticos ni afásicos: con ser hombres, con sus debilidades y alguna que otra grandeza, vamos sobrados.

Y volviendo al dolor y al sufrimiento (tanto me da ahora referirme a uno u otro), el consuelo supremo radica en saber que llegados a un punto en el que resulten insoportables siempre está en nuestras manos el ponerles fin,

«si es cuerpo es incapaz de sus funciones, ¿por qué no provocar la salida de un alma agotada? Y acaso haya que hacer esto un poco antes de tener necesidad, no sea que uno no pueda realizarlo cuando fuera preciso y, puesto que hay más riesgo en vivir mal que en morir presto, es un insensato quien, por el mínimo dispendio de unos pocos días, no se redime del azar de una gran apuesta» [Séneca, Cartas a Lucilio, VI, LXVIII].

Sí, es cierto que, como dice el propio Séneca, en el momento en que ya no podamos verdaderamente vivir, sino sólo respirar, siempre tenemos la posibilidad de saltar fuera del edificio descompuesto y ruinoso.

 

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