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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 8
Historias de la edad media

El tiempo

José Ramón San Miguel Hevia

El tiempo en la filosofía griega y en la Edad Media

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Los escritores que escriben sobre los primeros filósofos griegos, titulan sus textos «sobre la naturaleza», pues entendían que la realidad es primero y principalmente una entidad natural. Al hablar del tiempo se refieren también invariablemente al ciclo regular constante y repetido del sol, la luna y las estrellas. Sus brillantes desarrollos pasan por alto una forma de ser, que sólo aparece en el inicio de la Edad Media y adquiere el definitivo perfil a medida que pasan sus diez siglos.

El primer texto de filosofía que se conserva, resalta esta condición central y dominante del tiempo su acción repetida e interminable, y sus efectos sobre una alternancia de elementos opuestos: «(los seres proceden de aquello mismo en que se convierten al dejar de ser) siguiendo pautas precisas. Porque se dan mutuamente compensación y venganza por su privilegio, según plazos marcados por el tiempo». Anaximandro explica la marcha constante y recíproca de los opuestos temporales –el día y la noche, las estaciones cálidas y frías– a través de una imagen jurídica en que Crónos tiene el papel de juez. El predominio del día sobre la noche, cuando efectivamente es de día, constituye una injusticia cósmica, que es necesario compensar –y por eso llega la noche– y vengar –y por eso deja de ser de día–. Sólo que ahora la injusticia se reproduce pero invertida, porque la noche predomina sobre su opuesto, y otra vez una sentencia la emplaza a restituir y a pagar sobre lo restituido.

El texto de Anaximandro, a través de un lenguaje críptico, se descompone en tres enunciados complementarios y muy claros. En primer lugar, todas las cosas nacen de aquello en que terminan: su principio y simultáneamente su fin es justamente su opuesto, y más precisamente su opuesto temporal. Además esa mutación recíproca está sometida a necesidad y ley. Y por fin este proceso alternante está sometido al tribunal del tiempo y a los plazos señalados por ese juez supremo e inapelable. Estos plazos necesarios y exactos se puede determinar, pues el proceso total se asimila al movimiento circular, diurno, mensual y anual de los anillos celestes en torno a la tierra: es un movimiento, repetido y exacto.

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El filósofo de Mileto quiere completar esta teoría con un método para la medición del tiempo y lo consigue gracias a la preciosa contribución de su maestro. Tales ha descubierto los principios geométricos sobre los que se basa la construcción del polos caldeo, una semiesfera cóncava provista de un glóbulo central, que reproduce la marcha del sol, por medio de su sombra invertida. Según los enunciados del filósofo, que ahora pertenecen a la ciencia más rudimentaria pero entonces formaban parte de la más avanzada filosofía, los fundamentos primeros del instrumento son la equivalencia de los ángulos opuestos por el vértice y de la longitud de la base de dos triángulos isósceles de lados iguales. Al mismo tiempo Tales enuncia la proposición de incalculables consecuencias, según la cual los triángulos semejantes tienen lados proporcionales.

Anaximandro extrae todas las consecuencias prácticas de los hallazgos de su maestro, y consigue medir el mundo de forma espacial y temporal. A través de una generalización del teorema de la proporcionalidad, traza el primer mapa de todas las tierras entonces conocidas, convirtiéndose en el padre de los cartógrafos, pero además completa su hazaña, construyendo científicamente un reloj de sol que introduce, según los doxógrafos, en Lacedemonia. Para ello aplica el principio de los ángulos opuestos, sustituyendo la esfera cóncava por un plano que retrata la marcha diaria del sol. Además mide la alternancia de las estaciones, según que la sombra de la vara del gnómon sea al mediodía más larga en el solsticio de invierno o más corta en el verano.

De esta forma el físico de Mileto establece una cronología que reproduce la alternancia de opuestos, y la necesidad de ese proceso. En su filosofía el tiempo es un proceso repetido, sometido a unos plazos exactos, interminable y circular. Son condiciones que se implican mutuamente, siendo cada una de ellas razón y consecuencia de las demás. Después de él los filósofos griegos van a reproducir sustancialmente su idea modificándola de acuerdo con variaciones propias de cada doctrina.

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Aristóteles hereda esta universal tradición del tiempo circular y la traduce en los capítulos diez al trece del libro cuarto de la Física a las particulares categorías de su enciclopedia. En principio el tiempo parece algo relacionado con el movimiento, pero el filósofo examina este carácter con su cautela de científico. En primer lugar el movimiento de cada cosa está sólo en la cosa que se mueve y sin embargo el tiempo es el mismo en todas partes y no se multiplica en cada entidad móvil. Por otra parte el movimiento puede ser más rápido o más lento, mientras que el tiempo es siempre igual, hasta tal punto que sirve para definir la celeridad y la lentitud : es rápido lo que se mueve mucho en poco tiempo y a la inversa despacioso lo que se mueve poco en una gran cantidad de tiempo. En resolución el tiempo no es movimiento sin más, y sin embargo es algo del movimiento.

Aristóteles da un nuevo paso y considera que cuanto se mueve se mueve en un continuo desde un punto de partida a otro de llegada, lo que por convención se llama anterior y posterior. Estas dos categorías se pueden figurar espacialmente y son matemáticamente mensurables, pero de forma secundaria están también en el movimiento. A partir de aquí podemos medir el movimiento utilizando para esta determinación la magnitud continua, que va de lo anterior a lo posterior y decimos que el tiempo ha pasado cuando tenemos consciencia de la sucesión de estos dos momentos y del intervalo mensurable que hay entre ambos.

Así pues, toda magnitud continua es mensurable, lo mismo si se trata de un intervalo entre dos puntos espaciales o entre dos momentos del movimiento uno más cercano al comienzo y el otro al final, o más brevemente, uno anterior y otro posterior. Pero una medición es imposible si no se dispone de un patrón de medida que sea uniforme e invariable y tenga la misma naturaleza que lo medido. Si es una distancia puede ser un codo o cualquier otra longitud arbitrariamente elegida, pero si es un movimiento necesariamente debemos buscar una unidad de medida que sea por naturaleza uniforme.

A estas dos condiciones –un intervalo entre dos momentos sucesivos y un patrón de medida de la sucesión– es preciso añadir una tercera, la de una consciencia –un alma dice Aristóteles– que sea el sujeto de la medida. Pero no se trata de un alma sometida a un tiempo existencial, sino de la inteligencia de un científico, dedicado a establecer un sistema numeral, capaz de medir las cosas, y en este caso concreto los múltiples y variables movimientos. Aristóteles no se hace cuestión del pasado y el porvenir de la vida del hombre, sino de dos categorías del mundo natural :lo anterior y lo posterior.

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Después de todos estos pasos, el filósofo ya puede avanzar una de sus definiciones lapidarias. Abandonando cualquier aventura metafísica o psicológica se atiene a los desarrollos de la ciencia física y a una de sus medidas fundamentales, expresada en clave aritmética: «El tiempo es la numeración del movimiento según el antes y el después».

El filósofo termina los desarrollos del libro IV estableciendo cuál es el patrón que es necesario elegir como medida del movimiento. En primer lugar tiene que ser la traslación de un lugar a otro, porque es el que con más facilidad se puede numerar y conocer: la alteración de una cualidad a otra, el crecimiento y la generación no son ni pueden ser uniformes. Seguramente que tienen más dignidad que el transporte, pero eso no le interesa a un científico, preocupado por la numeración matemática.

En segundo lugar, entre todos los cambios de lugar el único uniforme es un círculo, que además no tiene principio ni fin ni la menor variación. Y más concretamente el movimiento de la esfera exterior, porque gracias a él se miden los demás cambios. Todas las otras propiedades descubiertas por los primeros filósofos, la alternancia, la repetición, el proceso interminable, la continuidad son consecuencias de la uniformidad, sin la cual es imposible la medida.

Con Aristóteles ha cambiado el modo de entender la realidad. Desde el punto de vista formal, la distancia que media entre la idea de un tiempo que domina todos los acontecimientos como un juez supremo, y la misma de su maestro Platón –una imagen de la eternidad– es infinita. Contra lo que ordinariamente se dice, con él desaparece la metafísica, convertida en una Filosofía Primera, que es un prólogo de las filosofías segundas, un primer adelanto de las ciencias que vendrán inmediatamente después. Lo que no ha variado en este caso concreto es el contenido de la idea de tiempo: sigue siendo circular e interminable, sólo que todas estas propiedades dan lugar a la unidad de medida de los cambios de lugar, de la alteración y el crecimiento. A lo largo de todo este trabajoso análisis, Aristóteles ha conseguido definir al tiempo identificándolo con el reloj.

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En los cerca de mil años que van desde la aparición del Islam hasta los comienzos del siglo XVI, los grandes descubrimientos se producen en fechas muy variadas. La aparición del cero y de la aritmética empieza en la India a finales del siglo V y después se trasmite a través de los árabes a Europa en un lentísimo proceso que se arrastra a lo largo de toda la Edad Media. La nueva figura del mundo y sus continentes –África, y América– se prepara silenciosamente en medio de leyendas, de anacronismos, de aciertos y errores científicos y sólo se lleva a cabo en el tardío siglo XV. La ciencia de los modernos –de los modernos medievales– es todavía más reciente y tiene su inicio y su culminación en Occam y Copérnico. En cambio el descubrimiento de una nueva idea del tiempo es muy precoz, pues se remonta a los siglos IV y V coincidiendo con la caída de Roma y la aparición de una filosofía polarmente opuesta a la de los griegos: más concretamente se puede fechar en el año 400, con la composición de las «Confesiones».

Como todos los hallazgos de la Edad Media, el del tiempo es un verdadero descubrimiento. En primer lugar tiene un carácter azaroso: San Agustín quiere hacer una autobiografía, y al final de la misma se plantea un problema de alta teología –Qué hacía Dios, antes de que hiciese el cielo y la tierra– y las dos cosas juntas le obligan a pronunciar la palabra y pensar la noción de tiempo bajo una nueva dimensión. A partir de aquí, todo el libro XI es una constante y retórica exclamación de sorpresa, porque el descubrimiento es tan extravagante con relación a las categorías mentales clásicas, que ninguno de los filósofos antiguos ha caído en la cuenta de esta forma de ser, la más próxima al sujeto. Tiene ahora pleno sentido la sentencia del filósofo: «Estoy asombrado (Ecce). Me he hecho cuestión de mí mismo».

Agustín se siente muy seguro en este mundo recién descubierto, tan seguro que empieza negando el carácter circular del tiempo: «He oído –escribe– que según un hombre sabio el tiempo es el movimiento del sol, la luna y las estrellas, pero lo niego». Además, en vez de paliar los conflictos entre el ser de las cosas naturales y el tiempo existencia los acepta y resalta. Lo primero que sabe del tiempo es que se compone de tres momentos, el pasado, el presente y el futuro, todos afectados de una radical deficiencia : el pasado ya no es, pero resulta que eso que no es puede hacerse mayor, a medida que avanza la vida, y el futuro todavía no es, pero sin embargo disminuye según se va creciendo. Además, contra la pretensión de los filósofos de medir los tiempos, queda por ver cómo se pueden medir el pasado y el futuro que no son, o el presente, que consiste precisamente en un continuo dejar de ser.

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Ahora bien, aunque el futuro no existe, ya existe en el alma el proyecto –exspectatio– de futuro, y si el pasado ya no existe, todavía existe en el alma la memoria del pasado. Y es verdad que el presente no tiene un ser estable, pero sí hay atención a lo que continuamente está dejando de ser. El tiempo existencial no está compuesto de acontecimientos que se suceden exteriormente sino de la memoria, la atención y el proyecto, que acompañan de forma conexa e inseparable a cada uno de nuestros actos. El tiempo existencial tiene, pues una distensión interna: el sujeto vive en la medida en que ha llegado a ser lo que ahora es, y en la medida también en que está avanzando en cada momento lo que todavía no es. En resumen es esencialmente incompleto y deficiente, y además de no caber en la vieja categoría de ser, está en abierta contradicción con ella.

Los diversos momentos del tiempo humano, y en primer lugar los de la propia vida de Agustín, sólo tienen sentido cuando están actualizados, es decir, cuando se los contempla desde la perspectiva de presente: «No se puede decir con propiedad que los tres tiempos son el pasado, el presente y el futuro. Es más exacto decir que son el presente del pasado, el presente del presente, y finalmente el presente del futuro. Existe esta terna en el alma y no la veo en ninguna otra parte fuera de ella». Desde este punto de vista, el filósofo resuelve todas las paradojas del tiempo: es evidente que el pasado y el futuro no existen en sí mismos, pero sí existen actualizados en el alma, en forma de memoria y proyecto, de tal forma que un largo pasado es una larga memoria del pasado, y un futuro largo es una larga esperanza de futuro. Finalmente el presente es el tercer momento, donde los otros dos están en la forma contracta del hacerse.

Agustín traslada la idea del tiempo que avanza en línea recta del pasado al futuro desde la existencia del individuo a la de la colectividad. Ya en las Confesiones descubre ese carácter común del tiempo en un largo texto que se corresponde con lo que muchísimo después se llamará una descripción fenomenológica. «Supongamos –dice– que voy a recitar un canto sabido por mí. Antes de comenzar, mi expectación se extiende a su todo él, pero cuando lo inicio voy quitando de esa totalidad hacia el pasado tanto cuanto se distiende la vida de mi acción en la memoria por lo que ya he cantado y mi expectación por lo que cantaré. Sin embargo, mi atención es presente y por ella pasa lo que antes era futuro para hacerse pasado. Y cuanto más avanzo, tanto más disminuye la expectación y se alarga la memoria hasta que al terminar la acción se anula toda la expectación al pasar entera a mi memoria. Y lo que sucede con el cantar entero, sucede también con cada una de sus partes y con cada una de sus sílabas ; y eso mismo es lo que acaece con una acción más larga de la que posiblemente fuese parte aquel cantar. Eso es lo que acontece también con la existencia total del hombre, en la que están integradas cada una de sus acciones, y con la historia de la humanidad, de la que son partes las existencias de todos los hombres».

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Después de las «Confesiones», Agustín extiende esta idea del tiempo existencial a la historia humana en el «De Civitate Dei». Lo que empieza siendo una apología contra los paganos que acusan a la Iglesia del abandono de sus dioses y de la caída de Roma, se va trasformando en un largo tratado de veintidós libros. Lo verdaderamente decisivo en esta especie de filosofía de la historia es el descubrimiento de que también el tiempo colectivo se proyecta hacia delante en línea recta desde un pasado a un futuro absoluto, que no está al la vista y es por eso objeto permanente de esperanza.

Lo que en la biografía individual es la expectación eso mismo es en la Ciudad de Dios la esperanza ; lo que es la memoria en cada uno de los hombres eso mismo es la historia, tomada en su sentido más estricto de memoria colectiva. Frente al ciclo interminable del tiempo natural la historia universal, va desde el principio al final del mundo y abarca los tiempos de todos los pueblos a los que comunica su carácter de progresión en línea recta.

La teoría del tiempo de Agustín, a pesar de su genialidad está incompleta, pues, al contrario de lo que sucede con Anaximandro y Aristóteles no se ha preocupado de construir un aparato que figure el carácter irreversible del tiempo, ni con toda seguridad se le ha pasado por la cabeza. Esa hazaña está reservada a los siglos centrales de la Edad Media cristiana –el XIII y el XIV– y es tan original y extravagante que los tiempos utilitarios que vendrán después perderán su memoria.

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Al desarrollar su teoría del tiempo individual y colectivo, San Agustín es heredero del pensamiento oriental –concretamente judío– construido sobre el principio de contradicción y opuesto por consiguiente a la lógica de la filosofía griega. La manifestación del Reino de Dios es al propio tiempo presente y futura, siguiendo el doble esquema «ya sí–todavía no», el mismo que preside el decurso en línea recta de la existencia y de la historia. La Edad Media va a ser fiel a esta teoría que despliega en tres tiempos de distinta amplitud pero de idéntica estructura.

En primer lugar el tiempo de la historia universal, que tiene su inicio en la creación y su remate final en la consumación de los siglos. Los pensadores medievales siguen al pié de la letra la cronología de la Biblia, según la cual el mundo, que apareció hace más de cinco mil años, tendrá su fin al cumplirse el sexto milenio en correspondencia con los seis días del Génesis. Esta proximidad y expectación de los últimos días hace que la historiografía medieval presente un carácter original: no se preocupa, como la antigua o la actual del pasado, sino todo lo contrario, del futuro.

El mito medieval del fin del mundo, por otra parte bien próximo, es el origen de un género literario que cubre los mil años y se extiende a todos los países de Europa. Son los comentarios al Apocalipsis, ilustrados en aquella cultura visual por las espléndidas miniaturas de los Beatos. Con el paso del tiempo esta interpretación del libro de San Juan se completa con la explicación de San Jerónimo a las profecías de Daniel. En correspondencia con esta literatura los anuncios del término de la historia son continuos en todo el medievo, y todavía en pleno siglo XV, el mismo Colón participa de esta esperanza apocalíptica inspirándose en una interpretación imaginativa de San Agustín, completada con las tablas alfonsinas y con la astrología de Pedro de Ailly.

Despojada de su corteza mitológica esta visión de la historia universal imprime a la acción de los hombres un fuerte dinamismo, que ya no abandonarán, ni siquiera cuando la cultura se seculariza: es la futurición, justamente lo contrario del tiempo circular y del eterno retorno del pasado. Pero ya en la época medieval esa futurición toma una de sus formas más brillantes, el milenarismo.

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La doctrina milenarista –la primera que quiere traer el reino de Dios a la tierra– está inspirada igualmente en un texto del Apocalipsis, que anuncia el dominio de los justos en el séptimo milenario antes del fin del mundo. Los historiadores medievales, a la hora de calcular el tiempo de este feliz acontecimiento investigan una serie de textos bíblicos, especialmente las profecías del libro de Daniel y la cronología de San Mateo, de las cuarenta y dos generaciones antes del nacimiento de Jesús. Su mensaje anuncia la culminación de las expectativas mesiánicas dentro de la historia humana.

Desde el siglo XI una serie de escritores, dividen el tiempo del mundo en épocas, relacionadas con las edades de la Iglesia y la terminan en una escatología. Rupert von Deutz, Otto von Fresing. o Grehoh von Reichesberg, son algunos de los representantes de esta original interpretación de la historia, pero el máximo pensador milenarista, situado en la frontera entre los siglos XII y XIII es el monje calabrés Joaquín, primero abad de Corazzo y en 1189 fundador del monasterio de San Juan y de la orden de Fiore. Pero Joaquín de Fiore contribuye decisivamente a la teología y ejerce una influencia profunda y duradera por medio de sus revolucionarios escritos: la «Concordia de los dos testamentos» y los «Comentarios al Apocalipsis».

Joaquín de Fiore mantiene en principio el esquema de la Ciudad de Dios de San Agustín, que divide en tres fases –la humanidad sin ley, bajo la ley, bajo la gracia– el tiempo de la historia sagrada y universal, pero introduce una variante, que imprime a su teología una profunda originalidad. El primer momento corresponde al Antiguo Testamento cuando el pueblo judío está sometido a la esclavitud bajo el reinado del Padre omnipotente. El segundo momento llega con el nacimiento del Hijo y se prolonga con la vida de la iglesia jerárquica y con el sometimiento a su ley, pero está a punto de iniciarse el tiempo final, el reinado de la libertad definitiva con la entrada en escena del Espíritu y con ella el protagonismo de los monjes y los hombres comunes, liberados de todo yugo.

El monje acompaña su síntesis teológica con una cronología, basada en la Biblia, que, de acuerdo con la fórmula de San Agustín en las Confesiones convierte el futuro en una expectación del presente, en la medida en que está a punto de cumplirse. Según la genealogía de San Mateo, desde Abraham a Jesús –el reinado del Padre– hay cuarenta y dos generaciones de treinta años, un número que llega hasta los 1260. Como la edad del Hijo debe mantener esta simetría y como además Joaquín de Fiore escribe su profecía hacia el año 1200, falta muy poco para que se agoten sus correspondientes generaciones y se inicie de la mano de una nueva orden la tercera edad. Durante todo el siglo XIII y XIV el sector más avanzado de la recién creada orden de San Francisco los spiritales, hereda la doctrina milenarista, hasta el punto de entrar en conflicto con la poderosa jerarquía de la Iglesia.

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Además de estos dos tiempos colectivos, que según cómo se interpreten las profecías y la astrología, trascienden a la historia o le son inmanentes, los hombres medievales tienen la vivencia del tiempo individual de cada hombre. La vida de cada uno se proyecta en una dirección única, y es en este sentido irrepetible –pues el carácter de su tiempo anula la posibilidad de un retorno del pasado– y responsable, en la medida en que el futuro depende de cada momento presente.

Al no ser indefinida e interminable, la existencia personal es también limitada, pues su tiempo se agota con la muerte. La meditación sobre la muerte va a ser una constante en la literatura de los siglos XIII y sobre todo XIV y XV. Es cierto que las actitudes que los hombres medievales adoptan son variadas y con frecuencia contradictorias, pero todas tienen como telón de fondo esta vivencia de la propia finitud.

Además, y esto va a ser típico de la literatura medieval, la forma en que se vive el tiempo existencial es plural, lo mismo cuando se celebra por medio de cantos corales, que cuando se desvía desde la primera persona hacia un nosotros. Cuando la comunidad de hombres que ahora viven experimenta la memoria de su pasado, se refiere por medio de un «ellos» también plural, a las generaciones que fueron antes y que ya han desaparecido; y cuando adelanta su futuro tiene consciencia de que también la nosotros dejaremos de ser. En la siempre original Edad Media, la memoria y la expectación están a medio camino entre la psicología individual y la historia : son una especie de autobiografía colectiva.

Como la literatura de estos últimos siglos medievales es oral, la comunicación con otros inmediatamente presentes es directa e inmediata, y esta nueva circunstancia hace, no sólo posible, sino inevitable, esta forma común de sentir la limitación de los tiempos. La muerte aparece entonces como un horizonte colectivo y un juicio que hace iguales a los destinos humanos más diferentes. Y la compañía de los demás existentes modera la angustia del paso de cada momento e imprime esa serenidad ante un destino inevitable.

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El descubrimiento de los relojes modernos en los siglos XIII y XIV es causa y efecto de la vivencia del paso de la vida. Los antiguos se han mantenido fieles a instrumentos que retratan el proceso circular de la naturaleza. Tiene que ser la Edad Media, mucho más atrasada en Europa desde el punto de vista técnico, la que descubra la nueva estructura del tiempo y complete su descubrimiento con la construcción de un nuevo y amenazador aparato, capaz de de figurar su extraña forma de ser.

El reloj de sol, el modelo de cuantos se usarán en Grecia y Roma, no hace más que retratar el avance repetitivo de las estrellas, el sol y la luna. Los relojes de arena o de agua regulan un proceso abstracto, separado de todo movimiento natural, pero en la medida en que dependen de la acción del hombre y miden una actividad concreta, son incapaces de señalar de forma independiente, única e inexorable el paso de su existencia, y con su uso desaparece, todavía más, cualquier vivencia del tiempo. Su alternancia en un arriba y un abajo hace de ellos utensilios que sirven para establecer de modo constante las pautas de determinados sucesos.

Al parecer ya a finales del siglo XI, hacia 1086, aparece en China el reloj astronómico de Su Sung, que probablemente conocen los árabes, en un proceso repetido constantemente en la Edad Media. El aparato toma su fuente de energía de un depósito de agua, que al vaciarse pone en funcionamiento las ruedas del mecanismo. En el mismo siglo el ingeniero musulmán Ibn Khalaf al Muradi diseña un reloj con mecanismo de escape, descrito en el libro de Alfonso X, y doscientos años después otro gran ingeniero, Al-Jazari en el «Libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos» inventa una serie de autómatas, entre ellos un prodigioso reloj mecánico, que por su complejidad pertenece a la tecnología de lujo. No se sabe en qué medida estos descubrimientos se han extendido y popularizado, pero en todo caso los relojes que aparecen un poco más tarde en occidente obedecen a nuevas necesidades y tienen una construcción diferente.

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Según la explicación más común. los monasterios de benedictinos son el primer lugar en que se utilizan los relojes mecánicos, a modo de despertador para señalar las ocho horas del día y la noche en que los monjes deben asistir periódicamente al coro. Cualquiera que sea el valor de esta hipótesis, no tiene nada que ver con la vivencia del tiempo: esta medida dependería en cada caso de la actividad de cada comunidad, y sería un instrumento de uso, igual que los relojes de arena o de agua. Para que un aparato señale el paso del tiempo hace falta un acontecimiento universal y público, que se escape a las expectativas de los hombres y que tenga una colosal importancia.

Hacia 1347 en la colonia genovesa de Caffa en Crimea, los soldados mongoles propagan una terrible enfermedad, la peste negra, que los navíos de Génova van sembrando por los puertos del Mediterráneo. En 1348 ya están infectados Sicilia, Italia, la península Ibérica y África del Norte, al año siguiente Inglaterra, el oeste de Alemania y Flandes, y en 1350 los países Bálticos. En el plazo de muy pocos años muere la tercera parte de los habitantes de Europa, en la mayor catástrofe demográfica de toda la historia: la peste se ceba sobre todo en las ciudades, por la presencia de las ratas, la alta aglomeración y la ausencia total de higiene. Magdeburgo, Hamburgo y Bremen pierden la mitad de la población, Bolonia la tercera parte, París un veinticinco por ciento.

Los hombres ven descender su esperanza de vida y experimentan de forma colectiva la presencia de la muerte. Una literatura, por cierto espléndida, crea por primera vez las «Danzas», mientras que las procesiones de flagelantes recitan el apocalíptico «Dies irae». Ante esta nueva situación aparece necesariamente una nueva forma de vivir el paso del tiempo, y uno de sus efectos es la divulgación del reloj mecánico, el aparato más inquietante que se ha fabricado. Al terminar el siglo pasa la gran crisis, pero es ley que el hombre no puede olvidar lo que en un determinado momento ha conocido.

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No se sabe a ciencia cierta cuándo aparece un reloj mecánico que actúa como un autómata para dar las horas por la campana. En todo caso la técnica de funcionamiento de esos primeros instrumentos es ya suficientemente conocida a principios del siglo XIV pues escribe de ellos Jean de Meung, el autor del «Roman de la Rose». Y Dante en el verso 13 del canto XXIV alude a ellos de pasada, los usa como una comparación para aclarar un pasaje del Paraíso, y demuestra un conocimiento muy preciso del mecanismo de la relojería. Por la misma época, el joyero de París, Pierre Pippelard fabrica para el rey Felipe de Francia un reloj de dos pesas de plata, que casi con toda seguridad utiliza la tecnología más moderna.

A partir de la segunda mitad del siglo XIV aparecen en las catedrales e iglesias de las grandes ciudades, en ayuntamientos y edificios públicos, relojes monumentales de torre, en su mayoría públicos. Con toda seguridad se puede datar el de Zurich en 1364, el construido en la fachada del Palacio Real de París en 1370, el de Ruan en 1389, el de Salisbury en 1386, el de Wells y el de Barcelona en 1392 y en 1396 el de Sevilla. El fabricado en 1399 en París por Jehan Ray incorpora una serie de autómatas en figura de ángeles que hacen sonar en su tiempo las campanas. Son sólo una muestra de la nueva y floreciente ingeniería que se desarrolla en toda Europa a lo largo de la centuria.

Aunque estas máquinas han ido desapareciendo por el paso del tiempo –su función es del todo diferente a la de los modernos relojes– sí se conservan una serie de escritos donde se describe su composición, lo que ha permitido la reconstrucción del modelo general y de algunas de sus variantes. Aparte del tratado del rey Alfonso X en el siglo XIII, uno de los primeros diseñadores del esquema del reloj mecánico, el italiano Giovanni Dolci, publica en Padua un escrito «Il Tractatus Astarii», donde describe el mecanismo que había dibujado en 1364. Entre los manuscritos de la época, algunos dedicados íntegramente a la temática del reloj, hay que señalar el de Nicolás de Oresmes y Cristine de Pisan de la época de Carlos V de Francia, y el «Livre de l´Horloge de Sapience», perteneciente a su nieta María. En la biblioteca del Vaticano se conserva un documento de finales del XIV, donde se contiene una descripción detallada de un reloj de sonería. Toda esta literatura es otra demostración del interés que despierta el nuevo descubrimiento.

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A finales del siglo XIII se construyen en Inglaterra unos cuantos relojes monumentales, concretamente en Essex (1284), Westminster (1288) y Canterbury (1292). No se sabe si ya son mecanismos automáticos, o simplemente unos cuadrantes solares que necesitan de un campanero para dar las horas. Se sabe en cambio con toda certeza que son los precedentes inmediatos del reloj de escape, y lo más importante, que siguen su misma filosofía del tiempo, pues al recibir el mensaje visual del reloj de sol hacen tocar las campanas. El idioma inglés sigue traduciendo la expresión espacial «en punto» por su equivalente sonoro: «o clock».

Para construir los primeros relojes automáticos los diseñadores y artesanos de los últimos siglos medievales han tenido que dar una serie de pasos. Todo su mecanismo es de acero –están fabricados por herreros– y como sufren la contracción y la expansión producida por los cambios de temperatura, son inexactos entre 15 y 30 minutos cada 24 horas y tienen que ser ajustados diariamente. De todas formas esta imprecisión es en aquella época un detalle sin importancia, pues no afecta al mensaje central de las máquinas: el recuerdo del paso del tiempo. Tampoco la esfera es necesaria, y en cuanto a la aguja horaria no aparece hasta el siglo XV.

El primer motor que pone en marcha todo el mecanismo está formado por un sistema de pesas, que según la ciencia de la época están dotadas de movimiento natural. Su energía se trasmite a través de una cuerda a una gran rueda dentada, y ésta a otras ruedas, de forma que la última gira muy deprisa mientras que la más cercana a las pesas lo hace muy lentamente, En su tercer canto de la «Divina Comedia», Dante señala ya a primeros del siglo XIV este efecto (Paraíso XXIV, 13):

E come cerchi in tempra d´orioli
si giran sì, che´l primo a chi pon mente
chieto pare, e l´ultimo che voli.

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En segundo lugar, los diseñadores del ingenio necesitan mudar el movimiento natural continuo de las pesas y secundariamente de todo el mecanismo, por otro discontinuo para asegurar el funcionamiento pausado del reloj. En primer lugar hace falta un sistema formado por un eje que lleva dos paletas adheridas formando un ángulo recto. Las dos paletas se engranan alternativamente en una de las ruedas del aparato, la corona, que sometida al efecto de la acción de las pesas gira rápidamente, pero al mismo tiempo frena su marcha por el vaivén alternado de las dos paletas. De esta forma su avance se produce por pequeños pasos, y este giro rítmico causa el tic-tac del reloj, el primer aviso de que el tiempo camina hacia delante con la marcha imparable del sonido.

Pero todavía los primeros relojeros tienen que solucionar otro problema, pues la rotación de la corona, puesta en funcionamiento por medio del mecanismo interno del aparato, además de discontinua, tiene que ser regular, un problema complejo en una época en que todavía se desconoce el isocronismo del péndulo. Para lograr un movimiento mínimamente regular, lo más sencillo parece acoplar la varilla de las dos aletas a un volante de vaivén llamado balancín. El procedimiento no puede pretender la exactitud de un péndulo, y aunque los errores ahora parecen escandalosos entonces eran insignificantes.

Al terminar su trabajo, los constructores deben poner al autómata en conexión con un juego de campanas que cantan periódicamente el paso de cada hora. De esta forma se puede prescindir de la ayuda del campanero, y lo que es más importante, el tiempo adquiere independencia, no sólo de la marcha de los astros, sino de la acción de los hombres, y manifiesta su dominio de juez inapelable. Para que no quede ninguna duda de la finalidad de estos primeros autómatas, suelen estar adornados por una calavera y una leyenda –tempus fugit– que expresa en palabras el mensaje que de forma periódica y constante repiten.

Reloj

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Lo más sorprendente de este descubrimiento de los hombres de la Edad Media es su originalidad, tan grande que no se puede traducir ni al gnómon de antiguos, ni a las máquinas de los chinos o los árabes, ni a los instrumentos actuales. Su misión no es descubrir el tiempo circular y mensurable de los astros, como en la antigüedad, ni el de los modernos, que descomponen su vida en horas y hasta segundos para organizar su actividad, sino únicamente el carácter transitorio de las cosas. Por supuesto, estos mecanismos, que sólo tienen de relojes el nombre, se apoyan en la teoría medieval del tiempo lineal que avanza imparablemente del pasado al futuro.

Por lo demás ese tiempo es único y sólo se le puede atribuir una cualidad, pero por eso mismo, están de más las divisiones, que convertirían al reloj en una máquina utilitaria. Es además colectivo y en esas condiciones los hombre del siglo XIV desconocen la puntualidad, y nada tiene que ver con los modernos relojeros y los individuales burgueses. El pueblo es entonces analfabeto, desconoce desde luego los números arábigos y difícilmente lee los latinos, pero entiende el mensaje de las campanas que le recuerdan cada hora la fugacidad de su existencia. Una vez más los medievales realizan sus más grandes descubrimientos gracias a sus colosales desconocimientos.

Por otra parte, cuando se generalizan los primitivos relojes mecánicos se impone definitivamente a todos una nueva noción del tiempo que ya no se olvidará. Es una magnitud abstracta, en el sentido de que tiene existencia propia y ya no depende de ningún fenómeno natural. Es lo mismo que piensa San Agustín en el libro XI de las «Confesiones», pero ahora entra por los sentidos de toda la gente. Con una particularidad, que la vivencia de la muerte todavía resalta más el carácter del tiempo existencial situado ante un futuro, con más fuerza todavía que el razonamiento más riguroso.

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El nuevo instrumento mecánico descubierto es la negación del tiempo de los griegos y de todas sus propiedades. No representa un proceso natural como el de las estrellas, el sol y la luna, ni establece un plazo necesario entre dos contrarios que se dan compensación mutua y sucesiva, como el día y la noche o las estaciones. Tampoco figura un movimiento continuo e infinito, que imite en el mundo sensible a la eternidad, por su carácter circular e interminable, ni mucho menos es modelo de un retorno histórico de los acontecimientos.

De todas formas la esfera de las estrellas con su marcha regular y constante parece el patrón de cualquier otro proceso, e indirectamente también del reposo. En este sentido Aristóteles prescinde de toda consideración metafísica, hace bajar a los astros del cielo y convierte al tiempo en una medida del movimiento,. Sólo falta una consciencia, más concretamente una inteligencia, para calcular con exactitud esa entidad, que actualmente es una de las coordenadas de la ciencia física.

Pero los medievales, colocados entre Aristóteles y la época moderna, no se preocupan demasiado de medir el tiempo. Lo que sobre todo quieren es poner de relieve uno de sus aspectos, que la ciencia natural y la inteligencia han tenido que pasar por alto para mantener su condición científica : es la fugacidad de la existencia, que el sentimiento capta de golpe y que tiene caracteres no sólo diferentes, sino del todo contrarios a la cronología. Y los aparatos que conocen cada uno de estos dos tiempos son igualmente diferentes, y pertenecen a dos formas distintas de ver el mundo y la vida.

Para mantener en lo posible el vocabulario habría que llamar al primitivo reloj medieval y a su tiempo en singular. Porque los descubrimientos medievales tienen todavía otra propiedad, que su objeto no se puede multiplicar igual que los inventos. Nadie puede llevar en el bolsillo América, ni África, ni la geografía del cielo, ni el cero, ni tampoco un monumental reloj de torre, ni menos el tiempo conocido gracias a él.

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Un análisis de las piezas de que se compone ese primitivo reloj medieval y todavía más un análisis de cuanto le falta, permite averiguar su funcionamiento y la extraña condición de su objeto. :no tiene esfera ni agujas, porque no las necesita. Sólo más tarde, ya entrado el siglo XV, aparece la aguja que señala las horas y mucho más tarde el minutero. Esto explica por otra parte la despreocupación por su exactitud, tanto de los que diseñan su estructura, como de los que la llevan a la práctica: al fin y al cabo, poco importa una hora de más o de menos cuando se trata de hacer presente el paso del tiempo.

La consecuencia de todo esto es muy grave : no existe en el siglo XIV el proyecto de conocer visualmente el ciclo de los astros, ni su reproducción por medio de una esfera, a modo de mapa temporal. Los relojes de sol antiguos y el polos babilonio, así como los aparatos construidos más recientemente por los ingenieros chinos y árabes no tienen nada en común con esta extraña máquina. El tiempo en este momento de la Edad Media, e incluso en el siglo anterior cuan do exige la colaboración de un campanero, no se ve, se oye, y por consiguiente no proporciona una unidad de medida segura y repetible. El círculo, que desde Anaximandro, y más desde Pitágoras es la figura geométrica perfecta, queda en este punto anulado.

El primitivo reloj mecánico hace que se perciba el tiempo a través de la sensación más fugaz, el sonido, que además se proyecta, igual que la existencia humana en línea recta e irreversible. Gracias a esta experiencia los difíciles desarrollos de San Agustín entran por los sentidos y son aceptados universalmente por los hombres comunes. Este ingenio será pronto sustituido por modernos aparatos de precisión, a medida que la sociedad burguesa, individualista y trabajadora aparezca en occidente, pero su inquietante mensaje ya no se olvidará.

 

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