Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 99 • mayo 2010 • página 3
Hacen algunos de la alegría una de las emociones básicas o elementales. Que se trate de un afecto básico o fundamental, no admite duda; que sea siempre una emoción, tal vez sí. Al menos, si convenimos en que lo característico de ésta es su gran intensidad y su breve duración, es discutible que la alegría satisfaga cualquiera de esas dos condiciones: es verdad que hay quien muestra la suya de forma ostentosa y llamativa, y quizás ante algún acontecimiento que nos provoca una alegría profunda e inesperada todos lo hagamos en alguna medida, lo que podría dar pie a pensar que, en ese aspecto, es, ciertamente, una emoción. Pero también es verdad que en muchas otras ocasiones se puede estar alegre sin mayores manifestaciones teatrales que la delaten, ni siquiera una expresión facial característica, y sin que la alegría misma se apodere por completo, ni aún momentáneamente (como sucede con las emociones), de nuestra vida no sólo afectiva, sino también intelectual toda. Quiero decir, sin imposibilitarnos atender a otra cosa, más que a ella, mientras dura. Por otra parte, tampoco es cierto que la alegría haya de tener, por fuerza, una existencia breve: lo es, sí, la expresión de la que se suscita de forma súbita e inesperada, pero una vez que se asienta en nosotros, su estancia puede prolongarse largo tiempo, sin manifestaciones espectaculares y también sin esa peculiar intensidad de las emociones que convive mal con cualquier otro pensamiento, afecto o actividad que no vengan dictados o impuestos por ellas. Yo no sé si, en consecuencia, no haríamos mejor clasificándola dentro de lo sentimientos.
Como quiera que sea, lo que es enteramente obvio es que constituye uno de los polos esenciales (el otro es seguramente la tristeza) de nuestra vida afectiva. Espinosa está de acuerdo, aunque añade un tercero: el deseo. E igualmente Descartes, mas sumando a esos tres la admiración, el amor y el odio. Por su parte, los estoicos, según afirma Cierón, consideran que, junto con el deseo, la alegría (que surge, precisamente, de la consecución de algo deseado, teniendo que ver, por tanto, con los bienes presentes) es una de las pasiones buenas (siendo las malas, el miedo y la aflicción). Ahora bien, existen, a su vez dos tipos de alegría:
«Cuando el alma se mueve al compás de la razón de manera plácida y equilibrada se habla de gozo o contentamiento (gaudium);cuando, por el contrario, se siente exultación sin medida ni fundamento puede hablarse de alegría delirante o desmesurada (laetitia), definida como exaltación del alma no acompañada de la razón» [Tusculanas, IV, VI, 13].
Interesa, ciertamente, para lo que luego diremos, esta distinción estoica entre una alegría racional y otra que no lo es. Mas antes de nada, convendría comenzar por definir la alegría misma; lo que no resulta, ni mucho menos, fácil en absoluto. Y de hecho, es muy discutible que a alguien que nunca la haya experimentado pudiera explicársele con alguna claridad lo que es y en qué consiste. La definición, por ejemplo, que propone Descartes (muy similar, por lo demás, a la de los estoicos) no estoy yo muy seguro que diga gran cosa:
«La alegría es una emoción agradable del alma en la que consiste el goce que ésta siente del bien que las impresiones del cerebro le representan como suyo» [Las pasiones del alma, Art. 91].
No puede negarse lo barroco de la definición, ni tampoco de la explicación que de la misma proporciona el filósofo francés, y que omito ahora. Pero, en suma, ¿qué es lo que se está diciendo? Poco más que esto: que es un goce experimentado por la posesión de un bien (podemos prescindir de lo de agradable: no hay gozo que no lo sea). Pero, ¿cuál es ese bien o cuáles son esos bienes? ¿Cualquiera? Quien más y quien menos, todos poseemos algún bien, del tipo que sea, y no digo yo que tal posesión nos haga desdichados, pero tampoco necesariamente alegres. Acaso su pérdida nos suscitaría incomodidad, enojo o hasta tristeza, pero no siempre su presencia provoca en nosotros alegría: veces hay, especialmente cuando la fuerza de la costumbre ha dictado su ley, que nos resulta simplemente indiferente; contamos hasta tal punto con él que, con frecuencia, no es para nosotros motivo de especial regocijo; y hasta puede suceder que su existencia continuada termine por hacérnoslo no sólo indiferente, sino también invisible, es decir, que a fuerza de poseerlo ni siquiera reparemos en él, y únicamente con su ausencia conseguirá que advirtamos el hueco que ha dejado. Nadie dudará, pongamos por caso, que la salud es un bien, pero pocos habrá, creo yo, que experimenten una profunda y continua alegría por estar sanos. No digo que, obligado a reparar en ella, haya quien niegue sentirse profundamente satisfecho y feliz (alegre, si se quiere) por no padecer dolencia grave. Pero que salvo por un momento fijemos nuestra atención toda en ese hecho, el buen funcionamiento de nuestro organismo es algo con lo que contamos, y nadie dirá que por ello se siente alegre a todas horas y que experimenta una alegría similar a la suscitada tras la curación de una grave enfermedad. Sólo cuando la salud nos abandona reparamos en el enorme bien que poseíamos y que hemos perdido. Ese debe de ser seguramente el motivo por el que la gente, ante un contratiempo, grande o pequeño, se obliga y obliga a los demás a reparar en la existencia de la salud como un gran bien, consolándose con aquello de «mientras haya salud…».
Pero entonces habría que distinguir las alegrías, que son siempre la consecuencia de un acontecimiento concreto, de la alegría. Las primeras entiendo yo que tienen mucho que ver con la sorpresa: son, diríamos, sorpresas agradables, y en tanto que tales se acercarían ya mucho a la emoción, tanto en lo que se refiere a su duración como a su intensidad. Pero la alegría como tal (que es de la que verdaderamente deseo ocuparme ahora y de la que he comenzado por dudar de su carácter de emoción), más que con un determinado hecho o con la consideración de un bien presente (como piensa Descartes), tiene que ver con un estado de bienestar (¿quizá la ataraxía epicúrea?) que tiñe la vida afectiva toda del individuo y que le hace sentirse, siquiera sea momentáneamente, plenamente reconciliado consigo mismo y con la vida que le ha tocado vivir.
Tampoco encuentro plenamente satisfactoria la concepción de Adler, quien vincula la alegría a un sentimiento de descontento para, tras superar las dificultades que lo generan, alcanzar otro de superioridad. Y no la encuentro satisfactoria por insuficiente y limitada. Es verdad que a veces es así, pero también que muchas otras no lo es. Las alegrías no nacen siempre de la superación de un pesar, y ni siquiera de una dificultad, por nimia que sea.
Mas certera resulta, acaso, la propuesta de Espinosa:
«La alegría –escribe– es el paso de una perfección menor a una mayor» [Ética, III, af. 2],
es decir, el aumento de la potencia de nuestra capacidad de actuar y de pensar. De hecho, Joubert, en uno de sus Cuadernos, en 1819, decía que
«para pensar debidamente en una cosa seria tengo que estar alegre».
Yo no sé, realmente, si el asunto es para tanto, porque no pocas veces el sufrimiento o el pesar, la preocupación o la incertidumbre son aguijón mayor para la reflexión que la alegría; y no pocas, también, estando alegres apenas sabemos hacer otra cosa que dejarnos estar. Mejor me entendería yo con Espinosa si lo que quiere decir es que la alegría es el paso de una existencia peor a otra mejor, es decir, a una existencia más plena y completa (mas, ¡ay!, sólo, seguramente, de forma temporal).
Desde esta perspectiva, no es la alegría un afecto intenso, que conlleve una expresión estruendosa o llamativa, sino dulce y moderado; frágil también, ya que aunque su duración no puede medirse en términos de minutos o segundos (acaso tampoco horas), difícil es que se prolongue largo tiempo sin que algún otro acontecimiento venga a romper esa especie de homeóstasis psíquica (no digo espiritual para no andar mezclando el espíritu en estas cosas). Si, presente, la alegría colorea por completo el estado anímico, fácil es de ver que basta con la más tenue sombra de cualquier preocupación o pesar (y hay tantas y tantos) se abra paso en la conciencia, para que aquélla se esfume en el aire como una pompa de jabón. Me parece muy difícil que la alegría pueda convivir con cualquier pesar, a poca que sea la consistencia de éste, de modo tal que se pudiera estar alegre y preocupado, y no digamos triste, a un tiempo, como si pudiéramos dividir nuestra mente en dos y hallarnos sucesivamente alegres por algo y tristes por otra cosa (sólo en la alegría triste de la nostalgia se concitan los dos afectos, pero eso es debido a que la nostalgia ni es alegría en estado puro ni tampoco pura tristeza). Esa ruptura y recomposición de un ánimo alegre es, seguramente, una de los motores determinantes de nuestra vida psíquica. Es como una caer y levantarse continuo, casi como si viviéramos a trompicones. Y ser capaz de levantarse y recomponer el semblante tras una nueva caída es, casi con toda seguridad, lo único a lo que estamos autorizados a denominar felicidad. Si ésta es algo, no será otra cosa que una alegría que, interrumpida de continuo con desvelos, es capaz de recomponerse a sí misma una y otra vez.
Es ridículo por ello decir, como dicen algunos de sí mismos, que son alegres. Alegre no se es: a lo sumo, se está. Un estado de alegría permanente no sería sino un estado de inconsciencia, de insensibilidad o de estupidez. Imbéciles lo hay de muchos tipos, incluso hoscos y malhumorados, pero, como dice Darwin:
«Hay otra amplia clase de idiotas que está de continuo alegre y afable y es ellos constante la risa y la sonrisa» [La expresión de las emociones, 8].
Se refiere Darwin a los idotas en sentido estricto, es decir, a los retrasados mentales o disminuidos psíquicos graves, como se dice hoy, cuando tanto cuidado se tiene con las palabras que designan determinadas deficiencias psíquicas o físicas. Pero no hablo yo ahora de esa clase de desdichados seres, sino de aquellos que lo son sin deficiencia alguna observable de carácter psíquico (y por ello no merecedores de compasión alguna) son imbéciles de una forma plena y absoluta. Individuos del tipo del Limpley del relato ¿Fue él?, de Stefan Zweig. Limpley era un buen hombre, educado, amable, cordial.
«Pero resultaba difícil de soportar por la manera sonora y ostentosa que tenía de ser siempre feliz. Sus pálidos ojos resplandecían siempre de satisfacción, por todo y por cada cosa en concreto. Todo lo que tenía, todo lo que encontraba era magnífico, wonderful».
En suma: un perfecto imbécil al que no aguantaba ni su señora. Y aunque, sin duda, son muchas las razones por las que una mujer puede no aguantar a su marido, las de ésta eran tan simples como inocentes: y es que únicamente hallándose Limpley ausente podía la pobre criatura gozar de unos momentos de sosiego y tranquilidad. No es que fuera malo; al contrario: uno no podía menos que reconocer su bondad, cordialidad, franqueza y afectuosidad.
«Tan sólo después, por el agotamiento que se sentía, se daba uno cuenta de que deseaba que se lo llevara el diablo».
Y es que tales cualidades alcanzaban un extremo tal que acababan por conducir a cualquiera a la desesperación. Un sujeto, en definitiva, poseedor de aquello que Joubert , en 1814, definía como esa
«Especie de imbecilidad favorable a un cierto estado de alegría que es maquinal».
Algo, entiendo yo, muy similar a la laetitia estoica, es decir, alegría sin medida ni fundamento, delirante e irracional; alegría, pues, estúpida. Mas no sólo es estúpida, sino mala también, al menos en tanto que convengamos con Espinosa en que
«la alegría sólo es mala en la medida en que impide que el hombre sea apto para actuar» [Ética, IV, 59. Demostración 1].
Y, desde luego, la alegría a lo Limpley poca actuación permite, ni al alegre ni a sus víctimas: a él porque no tiene tiempo para otra cosa que no sea hacer la vida imposible a los demás, y a estos porque, tras quedar exhaustos, a nada aspiran que no sea el gozar de un merecido descanso. Claro que una alegría de este tipo tiene una ventaja sobre las otras, y es que probablemente es permanente. Es efímera aquella muy concreta nacida de un acontecimiento determinado; lo es la que consiste en un estado gozoso y razonable; pero la engendrada por la necedad es seguramente definitiva y hasta incurable, porque si lo es toda necedad, por fuerza ha de serlo la alegría del que es alegre por necio.
Hay que poner mucho cuidado, por eso, en matizar eso que dice Adler de ella, a saber: que se trata de un afecto conjuntivo, es decir, que nos abre y nos une a los demás, reforzando el deseo de cooperar y gozar en compañía. Cierto es que reconoce otra modalidad: la alegría por el mal ajeno, una alegría disyuntiva, que, en lugar de unir, separa, y con la que no se pretende más que demostrar superioridad sobre el otro. Pero de la que ahora hablamos no duda Adler en afirmar que
«Todos los elementos que pueden servir para unir y acercar a los hombres existen en este afecto» [Conocimiento del hombre, V, B.1].
Que en ocasiones sea así, no digo yo que no. Pero que otras es un afecto que para ninguna otra sirve más que para colocar al prójimo al borde del suicidio, me parece que no admite discusión.
Por lo demás, no estoy seguro de que la alegría razonable (el gaudium estoico) nos abra necesariamente y siempre a los otros: yo perfectamente me concibo alegre a solas, sin necesitar que nadie lo sepa ni comparta mi alegría, y también sin experimentar mayor deseo de unirme o acercarme a los demás de los que experimento estando triste o indiferente. Es insufrible quien te hace partícipe de sus penas más allá de un punto razonable, pero no lo es menos quien se empeña en que compartas su alegría y goces con ella.