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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 4
Los días terrenales

Pues de esa manera,
aquí encaja la ejecución de mi oficio

Ismael Carvallo Robledo

Sobre la idea de Hermes Católico de Pedro Insua

Don Quijote se encuentra a los galeotes, según Doré

«Porque a mí, al menos, quienes están convencidos de haber conseguido a través de la historia local una imagen adecuada y sinóptica de la general me parecen sufrir algo semejante en todo punto a las ilusiones de los que, por ver los miembros esparcidos de un organismo dotado antes de vida y belleza, creyesen haberse convertido en testigos autorizados de la energía y hermosura actuantes en dicho ser cuando vivía. En efecto, si repentinamente se le recompusiera y de nuevo se le restituyera íntegro a la vida y guardando la forma y proporción que le animaba para, a continuación, volver a mostrarlo a los mismos de antes, creo que al punto todos ellos reconocerían el grandísimo error de su apreciación previa y cómo ésta se asemejaba a un vano sueño. Porque a partir de elementos aislados es posible obtener una noción de la totalidad, pero no así conocerla con inteligencia y certeza. Y, en conclusión, ha de concederse que la contribución de la historia local redunda en mínima a la hora de alumbrar una imagen real y fiable de la mundial.» Polibio, Historia de Roma.

«El 24 de septiembre de 1810 se reunieron en la isla de León las Cortes extraordinarias; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz; el 19 de marzo de 1812 promulgaron la nueva Constitución, y el 20 de septiembre de 1813, tres años después de su apertura, terminaron sus sesiones. […] Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses; casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses, y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe.» Carlos Marx, La revolución en España (New York Daily Tribune, noviembre de 1854).

«Años antes, había conocido en México a don Fernando [de los Ríos], cuando vino a dar aquí varias conferencias. Una tarde, nos encontramos en Sanborns. Merendamos juntos. Iba yo a despedirme, al salir, pero don Fernando me dijo: «¿No quisiera usted pasear conmigo? Desearía ver nuevamente, de noche, la Catedral…» Dimos dos o tres vueltas a la Plaza de la Constitución. Y, de pronto, don Fernando me preguntó: —«¿Por qué cree usted que he venido a México?» —«Porque le invitaron a sustentar una serie de conferencias entre nosotros», le contesté. «Sí –comentó él–, la razón aparente es ésa. Pero lo que me interesaba, sobre todo, era completar mis conocimientos acerca de la historia de España. En efecto, tres de sus mejores siglos, mi país los vivió en el suyo. Ya irá usted algún día a España, y se dará cuenta de lo que hicieron los españoles en su solar, mientras los más audaces trabajaron en Nueva España y en el Perú, o en las tierras que llevan ahora los nombres de Colombia, Cuba, Chile y Venezuela». […] Desde mi llegada a España, lo comprobé. De los Ríos tenía razón. Se ha hablado mucho acerca del oro llevado a la península ibérica por los conquistadores. Pero España se entregó a América con esperanzas que sería injusto comparar con el interés consagrado por Inglaterra a sus posesiones en Oriente o en Occidente. Salvo excepciones ilustres, los mejores castillos y los más bellos templos de España son anteriores al viaje de Cristóbal Colón.» Jaime Torres Bodet, Equinoccio.

I

Pedro Insua ha tenido la generosidad de afirmar, en la parte primera de su imponente e inigualable trabajo de filosofía de la historia Hermes Católico (del que aún falta la tercera y, al parecer, última entrega), que lo que ahí está desarrollado con tan medular penetración –Pedro está literalmente apresando la médula de la cuestión– encuentra similitudes con algunas de las consideraciones que por mi parte bosquejé, a manera tan sólo de coordenadas de debate, en varios de los programas de Plaza de Armas que en torno de los Bicentenarios americanos han sido producidos recientemente por Nódulo Materialista de México y Capital21.

Honrosísima y, volvemos a decirlo, generosa referencia la que mi querido amigo ha hecho para conmigo, sobre todo porque el alcance, la consistencia dialéctica y la erudición en su análisis están muy lejos de lo que a mí me habría sido dado lograr en varios meses o años de investigación.

Se trata de un trabajo de proyección sinfónica –así queremos verlo– ante el que, con admiración e interés sinceros, nos ponemos de pie: Hermes Católico nos hizo evocar de inmediato aquélla anécdota de Jaime Torres Bodet sobre la inteligentísima y breve –al tiempo que preñada de claves esenciales– conversación que tuvo, alrededor precisamente de la Plaza de Armas de la ciudad de México, con Fernando de los Ríos.

Por mínima reciprocidad, y, si se nos permite sugerir, en el ánimo de esa sintonía intelectual, que llamaremos galdosiana{1}, entre Torres Bodet y de los Ríos, no podemos más que contribuir modestamente con algunas consideraciones adicionales que, de momento, hemos consignado a resultas de la lectura de las dos primeras entregas de Hermes Católico, y de algunas otras cosas que sobre la cuestión hemos podido revisar.

Esperamos que puedan ser de utilidad para las investigaciones tanto de Pedro como de quien seguramente está siguiendo con tanto interés como nosotros el hilo de sus argumentaciones.

II

Pues de esa manera

El título de estas notas proviene, como muchos advirtieron quizá desde el principio, del capítulo XXII del Quijote: De la libertad que dio Don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir, y lo tomé en conexión directa con el interesantísimo libro de Franco Cardini y Sergio Valzania, Las raíces perdidas de Europa. De Carlos V a los conflictos mundiales, editado por Ariel en 2008 con un posfacio de Luciano Canfora.

El libro está consagrado a proponer una teoría de la historia desde la que pueda ser posible reconstruir un período decisivo en términos de historia política universal, pero que de alguna manera ha querido ser eclipsado por ciertas historiografías, sobre todo aquellas ordenadas con arreglo a los criterios de los Estados-nacionales contemporáneos: el período de configuración del imperio español que durante los siglos XVI y XVII, bajo la tutela de la dinastía de los Habsburgo, hubo de ofrecerse como el más grande, complejo y consistente proyecto de unidad política europea «no nacional», como el mayor y más ambicioso intento europeo de unificación de los reinos divididos de la cristiandad medieval. Un proyecto que sólo en retrospectiva puede verse encarando uno de los más arduos problemas de la filosofía de la historia, y que podemos acaso denominar como el problema de Polibio: el de la unidad política universal:

«Pues en tiempos anteriores ocurría que los asuntos del mundo estaban, por así decirlo, separados, ya que cada empresa tenía su propio arranque y aun su propia culminación, e igualmente se desarrollaba en un marco espacial propio. Pero a partir de los sucesos mencionados, la historia viene a presentarse como algo orgánico, de manera que los acontecimientos de Italia y Libia se entrelazan con los de Asia y Grecia y todos concurren a un mismo fin. Por lo cual iniciaremos el tratamiento de los referidos eventos en la fecha señalada. Efectivamente, una vez que vencieron a los cartagineses en la guerra antedicha, pensaron los romanos que con ello habían realizado la parte mayor y más importante de la tarea conducente al dominio del universo; fue entonces y a raíz de aquello cuando, con ánimo por primera vez para tender sus manos hacia el resto del mundo, navegaron en son de guerra a Grecia y los países de Asia.» (Polibio, Historia de Roma, pág. 46 de la edición de 2008 de Alianza Clásica.)

Nada más propicio en todo caso, nos parece, que ofrecer una reconstrucción crítica respecto de las coordenadas del Estado-nacional en un contexto como el de los bicentenarios hispanoamericanos, que, aunque no son el tema central del libro Las raíces perdidas de Europa, sí que nos conciernen en el contexto amplio que Pedro Insua está ofreciendo en Hermes Católico (a esto habremos de volver).

Dicen en todo caso Cardini y Valzania:

«Estas páginas [..] tienden a demostrar que no había nada escrito en la dinámica histórica de los poco más de dos siglos que van desde el descubrimiento del Nuevo Mundo y el inicio de la Reforma protestante a la paz de Utrecht y la de Rastadt. […] En otros términos, en el período transcurrido entre el reinado de Carlos V de Habsburgo y el de Felipe V de Borbón-Anjou, ambos de diferente forma soberanos en las tierras de España y de la América meridional, se jugó una partida cuyos resultados habrían podido ser diferentes…» (Franco Cardini y Sergio Valzania, págs. 10 y 11.)

El libro se organiza en siete capítulos, cada uno de los cuales lleva por título una cita de lo que los autores mismos llaman su Sagrada Escritura: el Don Quijote de la Mancha{2}. En la nota crítica con la que rematan su trabajo dan las razones de ello: en la figura de Don Quijote se resumen las razones cristianas y caballerescas del anti-absolutismo, un anti-absolutismo que, a su juicio, presidió como principio fundamental, y más en ejercicio que en representación, una monarquía, la de Carlos V, inspirada a su vez en el De Monarchia de Dante (escrita alrededor de 1313) que habría sido considerada siempre por el gran canciller de Carlos V: Mercurino Arborio di Gattinara, estratega y «operador político» de la candidatura imperial de Carlos de Gante.

Desde este punto de vista, podríamos muy bien apreciar el contraste entre Maquiavelo y Gattinara, prácticamente contemporáneos (el primero vive de 1469 a 1527, el segundo lo hace de 1465 a 1530), y cancilleres los dos (posición privilegiada desde la que puede entenderse la dialéctica de Estados en su más alto grado de potencia problemática en tanto que verdadero motor de la historia): Maquiavelo puede ser considerado el gran teórico (y práctico) de la unidad nacional, mientras que Gattinara puede serlo como el gran teórico (y práctico también) de la unidad imperial universal. El florentino es el operador de las tendencias centrípetas de la dialéctica política a escala nacional, el piamontés era el operador de las tendencias centrífugas, expansivas, de la dialéctica política a escala imperial. Dos tipos de problematicidad política muy distintos, uno de los cuales, el del ortograma imperial, era sólo posible tener presente en el horizonte de la Monarquía española, toda vez que, con el descubrimiento del Nuevo Mundo –que coincide, no debe esto olvidarse nunca, con el fin de la Reconquista española: la toma de Granada tuvo lugar en enero de 1492; las naves de Colón, financiadas por los Reyes Católicos con el propósito de tomar a los moros por la espalda, llevaban, y no gratuitamente, ya lo vemos, la cruz en las velas–, sus fronteras habían alcanzado literalmente cotas universales.

Esta fue la clave distintiva, hermética en el sentido de Insua, de la norma imperial española con la que llegan a las Indias. La plataforma desde la que Gattinara desplegaba su estrategia geopolítica era la de un imperio universal ya en marcha y nunca antes visto hasta entonces: los contornos de organización de la Monarquía Habsburgo no eran pues nacionales (y esto aplica tanto para Europa como –esto es fundamental– para las Indias), sino los de la plataforma de la cristiandad ordenada políticamente en torno de las dinastías.

El pivote geo-estratégico europeo de la Monarquía-Imperio español eran, a la vez, el ducado de Milán (tomado el mismo año que México-Tenochtitlán, en 1521) y la República de Génova (tomada un año después, en 1522). Era la Respublica christiana que Dante propusiera en su De Monarchia como organización de una gran unidad de entidades políticas católicas inspirada en el imperio romano.

¿Pero por qué pues el título de nuestras notas?

III

Aquí encaja la ejecución de mi oficio

Hemos dicho ya que el título lo tomamos siguiendo las intenciones de Cardini y Valzania al acudir a su Sagrada Escritura para la organización de su interesante libro (ya habría dicho Unamuno que la verdadera religión de los españoles es el quijotismo).

Releímos pues el susodicho capítulo XXII del Quijote, habiendo encontrado, tal y como los autores refieren, esa norma anti-absolutista y caballeresca del Quijote que en ese y otros capítulos –en la novela entera, vale decirlo– se aprecia en toda su belleza moral y en toda su fuerza trágica: la única alternativa a esa vida caballeresca que, por otro lado, era vista por otros como delirante, era una y solo una: la muerte.

¿No era una escala trágica como ésta la misma desde la que Ernesto Ché Guevara construyó su vida? Cardini y Valzania mismos los consignan en su libro, cuando en la nota crítica final apuntan, página 157: «El 1 de abril de 1965, Ernesto Che Guevara de la Serna escribía a sus padres: ‘Queridos míos, una vez más siento debajo de mí las costillas de Rocinante; me pongo en camino con mi escudo en el brazo’. Ningún comentario al capítulo XXII de nuestra Sagrada Escritura ha sido más intenso, más profundo y más puntual.» (Cardini y Valzania, págs. 157 y 158.)

Ya habíamos consignado nosotros en otro lado (en nuestro trabajo sobre la soledad de Guevara) la tensión que anudaba la vida de Ernesto Guevara de la Serna en un sentido como el que aquí queremos destacar: «Empezamos algo nuevo, algo así como la batalla final. Si tú te quieres quedar, o mejor, si quieres empezar, me dices que sí o que no. Si es sí, debes saber, como la otra vez, que lo más probable es la muerte…».

Pero el título, no obstante (Pues de esa manera, aquí encaja la ejecución de mi oficio), si bien se nos apareció en el mismo capítulo (página 204 de nuestra edición del Quijote, impresa bajo el sello de Colección Austral), nos ha servido para señalar también un cambio de dirección fundamental entre la interpretación ofrecida en el libro de Cardini y Valzania y la tesis de Pedro Insua, a saber: mientras que los autores se mantienen en el contexto de configuración dialéctica de la política europea (Las raíces perdidas de Europa…), Pedro Insua, utilizando las directrices maestras de la filosofía de la historia de Gustavo Bueno, desborda los límites de Europa para centrar su análisis en lo que ahora se nos ofrece como la verdadera clave fundamental de la cuestión: el recubrimiento del Nuevo Mundo por parte del imperio español es el acta de nacimiento de una nueva realidad histórico universal: aquella que ha hecho que el profesor Bueno titulase su libro de filosofía de la historia, precisamente, España frente a Europa. Porque no se trata de la España como nación política en la actualidad, sino del imperio español generador –una unidad política no nacional, precisamente, pero enfrentada también a Europa– organizado en el siglo XVI.

Esa realidad histórico universal nueva se llama Hispanidad, pero Cardini y Valzania ya no pudieron –acaso porque no quisieron– verla:

«La forma de organización política asumida por los dominios de Carlos V representa una realidad alternativa, diferente y extraña a la de los Estados nacionales; si hubiese conseguido prevalecer, habría condicionado, obstaculizado y tal vez impedido su formación en beneficio de algo diferente, que no conocemos porque no existe, pero del que podemos imaginar algunos caracteres.» (Franco Cardini y Sergio Valzania, pág. 21.)

¿Algo que no conocemos porque no existe, señores? Pues es que acaso estén buscando nuestros autores en el lugar equivocado: se tiene que buscar en América, o, mejor, en Hispano América: esa realidad, en efecto, alternativa y diferente, aunque no necesariamente extraña a los Estados nacionales, como muy claro lo tuvieron, por ejemplo, Carlos Marx y Federico Engels (véase La revolución en España): somos, con España, 18 estados nacionales, pero recortados a partir de una plataforma, de una placa tectónica de características y proyecciones universales de acusada singularidad.

¿En qué consiste la ejecución distinta de ese oficio, de esa norma imperial española? En la realización de dos tareas herméticas cardinales: la gramática castellana de Nebrija, primer –repetimos, primer– ejemplo de sistematización de una lengua europea moderna; antes de la obra de Nebrija, en la Edad Media, sólo el latín y el griego podían considerarse merecedoras del interés y esplendor suficientes como para ser analizadas y sistematizadas, como para ser tomadas en consideración.

La segunda tarea, lo estamos ya entendiendo a través del trabajo de Insua, es la realización de los debates teológico y filosófico políticos que en torno de la justificación del Imperio español en Indias tuvieron lugar a lo largo del siglo XVI en Burgos, Valladolid, Salamanca….

Se trata de un trabajo de justificación in medias res, tomando partido dentro del proceso mismo, lo que implica asumir las contradicciones propias de la dialéctica de la historia y de la política; con una bondad con B mayúscula, es decir, dialéctica, realista y conformada según los moldes de la virtud ética materialista de la fortaleza, como podemos acaso entender según la lúcida interpretación que de España hace Torres Bodet a través de Benito Pérez Galdós:

«Una bondad –la que viene a proyectar Galdós en su obra– austera, profunda, firme, y a veces brusca, «hombría de bien», según dicen las más humildes gentes de España; bondad desprovista de sensiblerías, molicies y lloriqueos; sentimiento que no disimula jamás los defectos de los seres en que se ejerce y que los perdona con tanta mayor dignidad cuanto que ha principiado por conocerlos y en lo posible (y no siempre con mano blanda) por corregirlos. El paradigma de este concepto de la ternura humana, sin debilidades ni pueriles consentimientos, es don Miguel de Cervantes Saavedra, bueno entre los mejores, pero bueno con B mayúscula de brioso, es decir, pujante, y no con b de bobalicón, que merece minúscula a todas horas.»

Dice Cervantes, a través de Sancho y Don Quijote, página 204, capítulo XXII:

«—Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
—¿Cómo gente forzada? –preguntó don Quijote–. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
—No digo eso –respondió Sancho–, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras, de por fuerza.
—En resolución –replicó don Quijote–, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
—Así es –dijo Sancho.
Pues de esa manera –dijo su amo–, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
—Advierta vuestra merced –dijo Sancho– que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.»

Pero no nada más en esto –que no es poco, por otro lado– estriba la utilidad del título de nuestras notas, sino que nos sirve también para interpretar en conjunto la perspectiva global del trabajo de Pedro Insua: la ejecución del oficio –distinto, se entiende– del imperialismo generador español es encajado por Pedro en dos puntos fundamentales, a saber:

a) en la distinción global de perspectivas de interpretación de los bicentenarios hispanoamericanos, la indigenista y la progresista, entre medio de las cuales encaja Pedro la opción hermética española; dice en la parte primera de Hermes católico:

«Pues bien, nuestro enfoque, que en este trabajo trataremos de justificar ampliamente, explica los procesos de emancipación en efecto, más que de independencia, como un desarrollo interno del propio Imperio español, siendo la formación de las nuevas repúblicas hispanoamericanas resultado más bien de la propia acción imperialista en Indias en su fase consumatoria que de instancias exteriores al mismo (ya sean prehispánicas, o extranjeras). Y es que si desde el principio la acción imperial encontró su justificación, según fue concebido su ortograma inicial, en el tutelaje que los españoles operaban sobre las sociedades indígenas (títulos de civilización y evangelización), entonces, una vez transformadas estas en sociedades políticas, libres (dejando atrás su organización étnica, prepolítica), la acción del imperio, tras la catábasis inicial, debía cesar por metábasis, siendo la emancipación prueba no tanto de la decadencia («desastre»), sino de la plenitud de la acción imperial en cuanto que en la emancipación se consolida la metábasis final.» (El Catoblepas, 98:1, abril 2010.)

b) en el distanciamiento doctrinario, apreciado en un estrato mucho más sutil y profundo de análisis, entre el agustinismo político por un lado, y el cesaropapismo por el otro, entre medio de los cuales se encaja el racionalismo tomista de los escolásticos españoles.

Se trata en definitiva del aislamiento de las características fundamentales a través de las cuales se destaca el ejercicio de una norma imperial generadora, la española, que en su despliegue dialéctico objetivo –inmerso y no exento– activa internamente –en su seno, queremos decir–, procesos de sedimentación y configuración político-histórica cuyos frutos son muy fácil advertir desde una óptica como la propuesta por Insua. Una óptica desde la que –siguiendo otra vez a Torres Bodet– sería injusto, vale decir imposible, comparar la entrega de España para con América con el interés consagrado por Inglaterra a sus posesiones en Oriente o en Occidente.

La clave decisiva del problema es la Leyenda Negra, que es la que impide de manera tajante apreciar, en su estrato fundamental de configuración, la dialéctica política universal desde la que, durante los siglos XVI y XVII, se estaba jugando a los dos lados del Atlántico una partida histórica de descomunal envergadura.

Pero para eso es preciso entonces reconstruir –como Polibio lo hizo con Roma– el cuerpo entero en el momento en el que éste vivía con todo el esplendor de su energía, para que así caigan en la cuenta de su error quienes al ‘ver los miembros esparcidos de un organismo dotado antes de vida y belleza, creyesen haberse convertido en testigos autorizados de la energía y hermosura actuantes en dicho ser cuando vivía.’

Porque ¿saben ustedes qué es lo más hermoso e interesante, aunque paradójico, de todo, si se nos permite expresarlo así? Que, como muy bien hubo de entenderlo Lezama Lima en su magistral trabajo La expresión americana –y esto es algo que ya no pudieron ver Cardini y Valzania, pero que Pedro Insua sí–, resulta ser que con la emancipación del siglo XIX, los americanos, creyendo estar rompiendo con la tradición, no estaban haciendo otra cosa que agrandarla: aquí encaja la ejecución de mi oficio.

Primera lección americana, sentencia categórico Lezama: ha convertido, como en la lección de los griegos, al enemigo en auxiliar.

Notas

{1} Pérez Galdós fue figura angular tanto para Torres Bodet como para Alfonso Reyes en el momento de proyectar su entendimiento sobre España. Dando verdaderamente en el blanco, sobre todo por cuanto a lo que en torno del artículo de Pedro Insua nos atañe, dice sobre él Torres Bodet en su bellísimo tríptico Tres inventores de realidad (Stendhal, Dostoyevski, Pérez Galdós) lo siguiente:

«Esa bondad, de la que hablaré repetidamente al referirme al autor de El amigo Manso y de Marianela, no ofrece punto alguno de relación con la de ciertos tipos creados por Dickens y por Balzac, en quienes resulta a veces flaqueza, límite a la energía. Ni sería pertinente confundirla con la bondad religiosa de Aliocha, en la obra cumbre de Dostoyevski; y, menos aún, con la resignación pesimista de otros célebres bondadosos. Se trata, en lo que concierne a Pérez Galdós, de una bondad austera, profunda, firme, y a veces brusca, «hombría de bien», según dicen las más humildes gentes de España; bondad desprovista de sensiblerías, molicies y lloriqueos; sentimiento que no disimula jamás los defectos de los seres en que se ejerce y que los perdona con tanta mayor dignidad cuanto que ha principiado por conocerlos y en lo posible (y no siempre con mano blanda) por corregirlos. El paradigma de este concepto de la ternura humana, sin debilidades ni pueriles consentimientos, es don Miguel de Cervantes Saavedra, bueno entre los mejores, pero bueno con B mayúscula de brioso, es decir, pujante, y no con b de bobalicón, que merece minúscula a todas horas.»

{2} Capítulo I: Las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. Capítulo II: Nací para vivir muriendo. Capítulo III: Cuándo improvisamente ha de subir a las nubes sin alas. Capítulo IV: Que resultó de la burla crecer la parentela tan intricadamente, que no hay diablo que la declare. Capítulo V: Que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no. Capítulo VI: Y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Capítulo VII: Que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento.

 

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