Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 19
Libros

Afrancesadas mentalidades bicentenarias

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Encuentro, Madrid 2009

«La raza de la América latina,
Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza
Su libertad destruir y su pendón.»
José María Torres Caicedo, «Las dos Américas» (1856)

François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid 2009 El historiador hispanofrancés François-Xavier Guerra (1942-2002) fue un gran experto en la historia de Hispanoamérica (su primer trabajo al respecto fue su tesis de doctorado en la Universidad de la Sorbona de París, titulada México, del antiguo régimen a la revolución). Profesor de Historia de América Hispana en París y en varias universidades hispanoamericanas, dejó como obra más importante este Modernidad e independencias que aquí nos disponemos a reseñar. Obra compuesta de 10 ensayos que forman 490 páginas, fue publicada inicialmente por la Fundación Mapfre en fecha tan señalada como 1992. Se trata de un verdadero libro de cabecera de muchos historiadores dedicados a la glosa de las independencias hispanoamericanas, como se puede comprobar en la obra conjunta Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Libro que Ediciones Encuentro reeditó el pasado año 2009, justo cuando comenzaban a celebrarse los evanescentes bicentenarios de la independencia de las naciones hispanoamericanas.

El prologuista de la edición, José Andrés-Gallego, señala que en nuestro país la conmemoración del bicentenario de la independencia, en 2008, fue regional y no tuvo carácter nacional, mientras que en América sí ha existido hasta interés por lo que sucedió en España.

«[...] lo poco y lo mucho que se ha llevado a cabo en España y a que, en lo mucho y poco, han asomado los fantasmas. Pues bien, justamente en España y en los actos del bicentenario, ni siquiera se ha hecho notar una ausencia que es, sin embargo, clamorosa; ausencia que tiene que ver paradójicamente –mucho que ver– con aquellos fantasmas: no sé en qué medida nos hemos olvidado y nada más –si ha sido un puro olvido– que aquel rey a quien preguntaban cuándo acabaría la guerra era un monarca que se decía «de las Españas» y que el de hoy –si para bien o para mal, es cuestión absolutamente distinta– es sólo rey de España. Y, como lo hemos olvidado, no nos hemos acordado de América al conmemorar lo ocurrido en 1808. Hubiera bastado hacerse una pregunta tan aparentemente erudita y secundaria como ésta: la invasión napoleónica de 1808 –nadie lo duda– tuvo como razón real y explícita la ocupación de Portugal y, como razón igualmente real pero callada, la ocupación de España. ¿Y nada más?
¿España o las Españas? ¿Portugal o los dominios todos del rey de Portugal? ¿España o todos los dominios del rey de las Españas?
Responder a eso implicaría, por mi parte, alejarme de lo que se me ha pedido. Únicamente me pregunto sobre si nuestro silencio sobre América y el Pacífico en 1808 no es también elocuente y si ese olvido no es en la mayoría de nosotros nada más que eso –un olvido muy elocuente– y, en algunos, un olvido culpable.
Bien entendido que haría un uso incluso provocador de ese adjetivo –culpable– si no aclarase de inmediato que no me refiero a que el olvido constituya una culpa, sino a la posibilidad de que, conscientemente o no, tenga que ver con una pregunta propia del siglo XIX, pero viva en el siglo XXI: la de si la presencia de los españoles en América y el Pacífico fue o no fue una presencia culpable. Eso sí me lo pregunto expresamente como posible explicación» (pág. 22)

Sostiene también Gallego que Xavier Guerra ofrece una visión de conjunto sobre la presunta modernidad que faltaba, según Hegel, en una América que no había entrado aún en la Historia, perspectiva que influye sin duda en el desprecio y ocultación de estos bicentenarios y que también influyó en la ideología del «Encuentro de Dos Mundos» con la que se quiso ocultar el Quinto Centenario del Descubrimiento de América en 1992 (págs. 9-18).

De hecho, el propio Xavier Guerra, en la introducción de mayo de 1992, afirma que no cabe contraponer a España y Francia como «lo antiguo» y «lo moderno», como el atraso y la modernidad:

«Curiosamente, lo que a primera vista podría parecer como un tema de discusión académica, ha sido objeto de un debate apasionado, un argumento polémico en los debates políticos a ambos lados del Atlántico. Las modalidades y la cronología del debate han sido diferentes, aunque los términos del debate de hecho no lo fuesen. En ambos casos, el fondo de la polémica fue el oponer lo francés, identificado con lo moderno, a lo español, identificado con lo tradicional. [...] En América, el debate fue más tardío y en cierta manera surgió con signo contrario al español. Mientras que en España fueron los antiliberales los que acusaron a sus adversarios de «afrancesamiento», en América fueron los liberales de la segunda mitad del siglo XIX quienes reivindicaron su filiación con la Francia revolucionaria. Se construye entonces una interpretación de la Independencia hispanoamericana que tendrá un vigor considerable, incluso en nuestros días. La Independencia americana es hija de la Revolución Francesa y consecuencia de la difusión en América de sus principios. Contra esta versión liberal de finales de siglo, va a surgir progresivamente una escuela revisionista, que insiste al contrario sobre el carácter «hispánico» –identificado a lo tradicional– de las revoluciones de Independencia...
Avancemos, desde ahora, que sea cual sea la posición adoptada, favorable o desfavorable, a la Revolución Francesa o a la hispánica, es conceptualmente imposible el identificar una posición ideológica a un supuesto «espíritu» nacional: ni todo lo francés es moderno, ni todo lo español tradicional, ni inversamente. Ningún país es culturalmente homogéneo y la tarea del historiador consiste precisamente en intentar, para una época determinada, el captar y medir –geográfica y socialmente– la inevitable heterogeneidad cultural. Sólo después de esa etapa es posible arriesgarse a definir lo que sería, en un cierto momento, l'air du temps, esa impalpable y efímera combinación de ideas, imágenes, pasiones y juicios de valor de los múltiples actores de un país en una época determinada (págs. 31-32).

Pero si se reconoce que ni Francia constituye la modernidad ni España el atraso, entonces ¿por qué hablar de la modernidad como categoría historiográfica capaz de explicar las independencias hispanoamericanas? Lo veremos en la peculiar comparativa establecida por este autor hispano-francés a lo largo de sus diez ensayos, donde trata de responder a preguntas como «¿por qué el paso a la Modernidad se hizo por vías diferentes en el mundo latino y en el mundo anglosajón?, ¿y cuáles fueron sus consecuencias?» (pág. 32). Mundo latino en el que Guerra pretende subsumir lo hispánico en Francia, como los franceses han hecho siempre, ya desde los tiempos del emperador latino Maximiliano I, con el objetivo nada inocente, aunque desde luego sí muy extravagante, de formar un imperio francés en América.

En su primer ensayo, «I. La Revolución Francesa y Revoluciones Hispánicas: una relación compleja», Guerra ya señala algo tan curioso como que la Ilustración es la Modernidad, aunque la denominada por él Ilustración ibérica no implica la revolución: «Si queremos explicar la revolución, hay que utilizar tanto una historia cultural, que capte la especificidad de la Ilustración ibérica, como una historia social y política que analice, en el «tiempo largo», las relaciones entre el Estado y la sociedad en el mundo ibérico. Este último examen nos parece particularmente importante, en tanto en cuanto la Ilustración –la Modernidad– no implica necesariamente la revolución (pág. 36).

Pero esta afirmación de Guerra es mera ideología, ya que la Ilustración como fenómeno filosófico-ideológico es pura mitología –«las luces de la razón» también actuaban en la filosofía escolástica a la que tanto se denostaba desde las posiciones poco sistemáticas de Voltaire y Rousseau–. Más aún, tampoco cabe identificar a la Ilustración con la Modernidad y considerarla como superadora del mundo antiguo. No menos curioso resulta la solicitud realizada a los historiadores españoles de «un estudio imparcial acerca de la relación entre la Revolución Francesa y la revolución liberal española», pues parece que la cuestión de la guerra de la independencia aún colea «y la acusación implícita de afrancesamiento caracterizan todavía muchos estudios y explican extraños silencios» (pág. 37).

Pero la imparcialidad del historiador es algo imposible, y Guerra, pese a su presunta equidistancia, no deja de moverse en coordenadas afrancesadas, como veremos (al igual que muchos historiadores patrios, con claras ínfulas de presentismo en su afrancesamiento). Ya la forma de asociar una «Modernidad latina» como «revolucionaria» frente a una «Modernidad anglosajona» como «evolutiva» –¿acaso no hubo una revolución en Estados Unidos, parte de ese mundo anglosajón con el que se contrapone a lo latino?–, que está implícita en la pregunta de su introducción y señala de nuevo en la página 37, marca el camino de subsumir lo hispano en lo latino, algo muy propio de esos «afrancesados» que tanto menciona.

De hecho, aunque considera las independencias hispanoamericanas como algo ligado a España, no para de establecer paralelismos entre España y Francia en su evolución a «la modernidad», no sólo la crisis general de las monarquías y el triunfo del absolutismo que frena los parlamentos (págs. 38-40), sino incluso la formación de un nuevo «imaginario» a causa del individualismo y la Ilustración:

«Estas mutaciones del imaginario  y de la sociabilidad son, ciertamente, comunes a toda el área europea, pero sus consecuencias divergen, como bien lo mostró Tocqueville, en función de su relación con el régimen político. En Inglaterra, más avanzada incluso que Francia en esta vía, las élites culturales afectadas por estas mutaciones –que son también las élites sociales– participan en el ejercicio del poder gracias a las instituciones representativas de tipo antiguo. El proceso de individuación en curso va a provocar en ella una modernización progresiva de estas instituciones, paralela a la difusión de la Modernidad cultural. Por otra parte, las nuevas ideas y el nuevo imaginario –inevitablemente tentados por un modelo ideal–, están siempre compensados por el ejercicio real del poder, lo que obliga a compromisos constantes con la realidad. De ahí que en el mundo anglosajón la evolución hacia las instituciones democráticas modernas –el sufragio, por ejemplo– sea, al fin y al cabo, más lenta que en el mundo latino, pero que, al mismo tiempo, se haga progresivamente, con un carácter empírico que evita la ruptura con un pasado del que se conservan muchos elementos» (págs. 40-41).

De hecho, Guerra intenta comparar la convocatoria de los Estados Generales en 1788 con la convocatoria de Cortes en España (pág. 45). Pero la convocatoria de los Estados Generales en Francia obedecía a una crisis del Antiguo Régimen, mientras que en España tuvo lugar tal convocatoria para proclamar a Carlos IV Rey de España. Monarca borbón bajo cuyo mandato, precisamente, se combatió la propagación de la revolución francesa; en esta labor destacó el Conde de Floridablanca, ministro desde 1792, con su famoso «cordón sanitario» sobre las ideas revolucionarias francesas. Es más, las Cortes de Cádiz convocadas en la Isla de León en 1810 no tenían que ver con las Cortes del Antiguo Régimen, principalmente porque se formaron a partir de una situación revolucionaria en la que los poderes tradicionales habían caído en el afrancesamiento a partir de la invasión napoleónica, por más que, como dice que los constitucionalistas liberales encubrieran su programa revolucionario con referencias a la constitución tradicional de la monarquía española.

Entre las diferencias que encuentra Xavier Guerra entre España y Francia, destaca, según el autor, «la estructura plural de la Monarquía. Hasta principios del siglo XVIII, ésta sigue estando constituida por reinos diferentes, con sus instituciones propias, unidos simplemente en la persona del rey. De ahí una tradición pactista muy fuerte que concierne tanto a la teoría política como al recuerdo de una práctica institucional aún reciente. Para una parte considerable de los habitantes de la Monarquía «y sobre todo para la lejana América, afectada tardíamente por las reformas centralizadoras de los Borbones, la «nación» española se concibe aún a principios del siglo XIX como un conjunto de reinos. La soberanía del pueblo de la época revolucionaria será muy a menudo pensada y vivida no como la soberanía de una nación unitaria, sino como la de los «pueblos», la de esas comunidades de tipo antiguo que son los reinos, las provincias o las municipalidades» (págs. 53-54).

Asimismo, otra diferencia destacable, a la que asentimos positivamente, es que en España no existen, «en el mismo grado que en Francia, salvo en algunas regiones, muchos «derechos feudales», ni una reacción señorial significativa en vísperas de la crisis; el sentimiento antinobiliario es también mucho menor, quizá por la diversidad de la nobleza española, por el fuerte porcentaje de hidalgos en la población total y por el prestigio que este estatuto tenía todavía para amplios grupos sociales. [...] También difieren las circunstancias políticas, puesto que, si la Revolución Francesa se enfrentó con el rey y acabó por volverse contra él, la revolución hispánica se hizo en buena parte en su ausencia y combatiendo en su nombre. El hecho de que las primeras fases de la revolución tengan lugar al mismo tiempo que se luchaba contra un enemigo exterior, contribuyó poderosamente a evitar la exasperación de las tensiones sociales» (pág. 54).

Finalmente, desmintiendo todo lo anterior, habla de América Latina y de la influencia del modelo francés, llegando a decir que en Hispanoamérica hace falta llegar a una III República como en Francia, donde triunfó la lógica representativa  (págs. 76-77). Puro mito, pues la Historia no está establecida según distintos hitos o metas por donde todos hayan de transitar. Y más aún si desmentimos que no cabe establecer la categoría de lo latino para subsumir a Hispanoamérica en el mundo francés.

De hecho, en el segundo ensayo, «II. La modernidad absolutista», vuelve el autor sobre los tópicos de limitación del poder regio según fueros y estamentos, una «constitución» de la propia España frente al poder limitado del rey, algo que iría desapareciendo con la unificación propiciada por los Decretos de Nueva Planta en el siglo XVIII (págs. 80 y ss.). Pero, ante todo, Guerra se centra en el análisis de Hispanoamérica dentro de la Monarquía Hispánica, «las Indias de Castilla», «reinos ciertamente singulares por su alejamiento, por la complejidad étnica y cultural de su población, por sus producciones y por su comercio, etc. Singulares, pero no radicalmente diferentes de los reinos incorporados a la corona en la última época de la Reconquista: sólo unos lustros separan la incorporación del reino de Granada de la constitución de los reinos americanos. La Conquista es también en este campo una continuación de la Reconquista» (pág. 87). El propio Guerra señala que no se trataba de colonias sino de sociedades propias del Antiguo Régimen. Se conformaban como dos virreinatos, «Nueva España y Perú, aunque dentro de ellos se consideren como existentes otros reinos –Guatemala, Quito, Nueva Granada, Chile– herederos de las unidades políticas o étnicas precolombinas y de las empresas autónomas de conquista» (pág. 90).

De hecho, el sacerdote Fray Servando de Teresa y Mier, afirma en 1813 que en América «no establecieron [...] un gobierno de Consulados o Factorías, sino de Virreyes, Chacellerías, Audiencias y un Supremo Consejo de Indias, con los mismos honores y distinciones que el de Castilla; iguales establecimientos de Cabildos, Tribunales, Universidades, Mitras; un Código de leyes particulares, que se substituyan poco a poco con las de Castilla en lo que se diferencian [...]» (pág. 111).

Guerra, en un extraño retrueque formalista, afirma que «El pactismo suministraba aquí los instrumentos conceptuales y simbólicos necesarios al hacer de la Conquista un pacto fundador por el cual los reinos indígenas se incorporan, como lo hicieron en su tiempo los reinos musulmanes, a la Corona de Castilla. En este sentido, el rey de España es el descendiente del Inca» (pág. 90). Pero calificar como pactismo al mantenimiento de estructuras del Antiguo Régimen, como la monarquía o incluyo los derechos de la nobleza incaica o azteca en general, es cuando menos confuso y con resonancias del fabuloso escrito El contrato social de Rousseau.

Asimismo, los conquistadores españoles llevaron la ciudad como unidad básica política a América y «Sólo subsistieron como unidades políticas jurídicamente reconocidas los pueblos, villas y ciudades con una jerarquía de dignidad y de poderes que, como en Castilla, estructuró el espacio alrededor de las ciudades principales: más, incluso, que en Castilla, a causa de la ausencia de señoríos y de la más débil, en tanto lejana, autoridad real. Ésta fue la estructura territorial de base de toda la América española: las ciudades principales con sus territorios y pueblos dependientes. Comunidades humanas y por tanto unidades políticas indiscutibles y permanentes, integradas en los casos ya citados en la unidad superior del reino, y en otros –la mayoría reagrupadas con más o menos fundamento por el Estado moderno en circunscripciones administrativas muy variables» (pág. 93). Ciudades que son «pequeñas «repúblicas», actores autónomos de la vida social y política, e incluso tendencialmente ciudades-estados, si la autoridad del Estado llegara a desaparecer» (pág. 97). Algo sumamente importante para el proceso de la guerra de independencia en Hispanoamérica, como veremos.

Pero si Las Indias no eran colonias, como afirmaba Ricardo Levene, ¿qué motivo hay para justificar la supuesta marginación criolla de parte de los peninsulares? Respuesta de Xavier Guerra: el cambio de mentalidades que propicia la modernidad. Algo que sin embargo no encaja con la propaganda religiosa contra el absolutismo opuesta al concordato de 1753 y la expulsión de los jesuitas (pág. 105) –sucesos que fueron una continuación del Patronato de Indias y no simplemente efecto del regalismo reinante–. Porque si el camino revolucionario en América lo marcaron los jesuitas expulsos como Juan Pablo Viscardo y Guzmán en su Carta a los Españoles Americanos de 1791 o el clérigo Servando Teresa Mier, el mismo que decía que el Apóstol Tomás había evangelizado América en los primeros años de la Era Cristiana, ¿qué modernidad cabe encontrar ahí?

Pero, ante todo, ¿qué es la modernidad? En el ensayo «III. Una modernidad alternativa», habla en los términos afrancesados de invención del hombre, como Michel Foucault en Las palabras y las cosas:

«La Modernidad es ante todo la «invención» del individuo. El individuo concreto, «agente empírico, presente en toda sociedad» va a convertirse ahora en el «sujeto normativo de las instituciones» y de los valores. El proceso viene de lejos pero llega a su culminación a finales del XVIII. A través de toda una serie de mutaciones que afectan progresivamente a los diferentes campos de la actividad humana, el individuo y los valores individualistas se fueron imponiendo. Progresivamente, el individuo va ocupando el centro de todo el sistema de referencias, remodelando, a pesar de la inercia» (pág. 113).

En efecto, esta «invención» del individuo no deja de ser puro mito, el afirmar Xavier Guerra que en la Modernidad se descubre «el hombre». Otra cosa distinta sería afirmar que el hombre o el individuo pase a ocupar un papel central frente al estamento o el origen social, la holización de la sociedad política del Antiguo Régimen para constituir las naciones modernas. Pero esto no es lo que plantea Guerra, sino unas nuevas formas de socialización como la de los salones, sociedades literarias, academias, logias masónicas, sociedades económicas, &c., a finales del siglo XVII (págs. 118-119), donde se formarán las tertulias previas a la revolución. Sociedades informales organizadas muchas veces en casas particulares y en negocios como las pulperías, en lugares tan diversos como Sevilla, Salamanca, Zaragoza, Murcia, Madrid o las americanas Caracas, Guatemala, Lima, Quito, Santiago de Chile y otros lugares con sociedades patrióticas (págs. 125-130).

La tesis de Guerra recuerda mucho a las de Gabriel Tarde en obras como La opinión y la multitud o Las leyes de la imitación: el público lector o seguidor de determinadas tertulias vería alterada su mentalidad en contacto con determinados intelectuales. Los sucesos políticos posteriores no serían más que una proyección de ese «cambio de mentalidad» que se ha operado previamente en el «debate de ideas».

Guerra, inmerso en su chovinismo, afirma que: «El mundo latino, a finales del siglo XVIII, aparece pues organizado según estos criterios en tres círculos concéntricos: uno central, Francia, un segundo, formado por los países contiguos –Italia, España, Portugal–, y un tercero que comprende –aunque con grandes matices regionales– a América hispánica y a Brasil» (pág. 143). Pura apología afrancesada que pondría el avance principal de la Modernidad en el rey ilustrado español por excelencia, reivindicado hoy por la socialdemocracia española para no tener que mencionar el materialismo histórico, Carlos III. América sería así una suerte de «periferia de la Europa latina», en la línea con la ya habitual Leyenda Negra antiespañola.

En el ensayo «IV. Dos años cruciales (1808-1809)» reaparecen las ciudades hispanoamericanas como unidades políticas, mediante las juntas formadas en defensa de la soberanía de Fernando VII en distintas localidades peninsulares y americanas: «La formación de las juntas americanas es contemporánea, políticamente –que es lo que cuenta– de la desaparición de la Junta Central» (pág. 148). Las noticias eran más lentas y no es hasta 1810, dos años después de que el fenómeno se produzca en la península, se convocan las juntas en apoyo de Fernando VII en América. Un proceso unitario que confirma la unidad hispanoamericana existente entonces. Juntas que se declaran soberanas y que son explicadas por Xavier Guerra en curiosos términos:

«Los vínculos recíprocos que existen entre el rey y el reino –o la nación– no pueden ser rotos unilateralmente. Si el rey desaparece, el poder vuelve a su fuente primera, el pueblo. Estos razonamientos emplean a veces el vocabulario de la neoescolástica española o el de la moderna soberanía del pueblo, otros las referencias Jurídicas a las antiguas leyes medievales, otros muchos las mezclan todas. Sin embargo, en todos los casos hay un hecho evidente y fundamental: la ruptura con la teoría absolutista» (pág. 157).

De hecho, en Hispanoamérica también se defiende la figura de Fernando VII, lo que desmiente la existencia de naciones previas que se declaren independientes: «Los americanos rechazan las abdicaciones y declaran en todos los tonos su condición de españoles y de patriotas» (pág. 161). En ausencia de autoridad, o siendo afrancesada (como Liniers en el Río de la Plata en 1808), se pensará en rebelarse, pero no inicialmente para independizarse, sino para defender a la monarquía secuestrada.

Pero también, en el fondo, se plantea la posibilidad de que se hallara perdida España y fuera necesario la separación de la monarquía colaboracionista con el invasor, lo que podría influir en la formación de juntas:

«Por eso, no es en absoluto ilógico que los americanos, que reciben la noticia de las abdicaciones antes de recibir la de los levantamientos, puedan pensar que la España peninsular está perdida, que las autoridades peninsulares colaboran con el invasor. Durante varias semanas, la confusión sobre la situación de la Península, como consecuencia de los azares de las comunicaciones, es tan grande que las gacetas americanas reproducen al mismo tiempo noticias de las autoridades usurpadoras y las noticias de los levantamientos peninsulares. Es lógico que pareciese entonces que la única manera de salvar a una parte de la Monarquía fuese la de proclamar la independencia de la España americana. La independencia se concibe en referencia a Francia y a los que en España colaboran con ella. Como lo dice con toda franqueza Buenos Aires a la junta de Sevilla: «en aquella provincia [Buenos Aires] era general el entusiasmo por la libertad de España, siendo el dictamen de sus naturales y habitantes no obedecer a otra autoridad que la legítima y en caso de faltar ésta, nombrarse independientes»» (pág. 163).

Pero Guerra razona de forma muy peculiar: en la pág. 171 cita el Decreto llamando a la convocatoria de representantes americanos a la Junta Central, el 22 de Enero de 1809 en Sevilla, pero lo considera «una extraña mezcla de buenas intenciones y descomunales torpezas», al afirmar que las indias «no son propiamente colonias o factorías como las de las otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española» (págs. 171-172). Como si hubiera algo psicológico tras semejante manifiesto y sus reacciones posteriores.

De hecho, más adelante habla de la «Instrucción para las elecciones por América y Asia», manifiesto publicado por el Consejo de Regencia el 14 de febrero de 1810, que sirvió no como estímulo psicológico o de cambio de mentalidades, sino de prueba de la igualdad entre españoles americanos y españoles europeos: «Por eso, muchos de éstos la interpretaron no como la llamada a apoyar un nuevo régimen político sino como un estímulo para formar sus propios gobiernos, que eso fue lo que precisamente hicieron las elites formando sus propias juntas» (pág. 187). Juntas que no obstante fueron en 1810 convocadas en defensa de Fernando VII, iguales a las de España  en 1808, sólo separadas dos años por la lentitud de las noticias peninsulares en su llegada a América. Capítulo aparte es lo que sucediera tras la Guerra de la Independencia y la restauración del absolutismo en 1814, donde la hipótesis de Xavier Guerra sí sería plausible.

En el ensayo «V. Imaginarios y valores de 1808», Xavier Guerra señala que en 1808 se identifica al rey con la nación, como imagen del poder, de tal modo que al desaparecer se desune todo (págs. 190-191). Sorprende que afirme que, al hablarse en las proclamas peninsulares de 1808 se hable de asturianos o aragoneses, lo que le lleva a suponer que la monarquía es «unitaria en el imaginario absolutista, plural en la realidad social» (pág. 199). De hecho, señala que en enero de 1809 en Nueva España las repúblicas de indios juran fidelidad al rey al referirse a las Españas. Pero nuevamente las mentalidades le traicionan, porque las instituciones antiguas no son las que se levantan, sino nuevas instituciones (Juntas de defensa para la ocasión) usando de la forma tradicional para darse legitimidad y también para ser acogidas por terceras potencias amigas, como Inglaterra en el caso de la guerra de independencia española.

En «VI. Las primeras elecciones generales americanas (1809)» se explica el proceso acontecido en 1810, cuando los franceses invaden Andalucía y ello provoca la disolución de la Junta Central y la formación del Consejo de Regencia, así como las juntas americanas. Partiendo de la rebelión de Tupac Amaru en 1780 y la de los comuneros de Nueva Granada en 1781, se había pensado entre los ministros de la monarquía española que la independencia hispanoamericana es posible, lo que lleva a los planes de independencia controlada, como el del Conde de Aranda. Sin embargo, Guerra entiende que se trataba de «revueltas de tipo antiguo –«¡Viva el rey, muera el mal gobierno!»–, estos temores nos parecen ahora poco fundados, como lo muestra también en 1808 la extraordinaria explosión de patriotismo hispánico de América y la lealtad de los americanos a la resistencia peninsular» (pág. 228)

Y en efecto, «Lo que algunos ministros habían propuesto en la época del absolutismo se convertía en una necesidad en 1808, cuando renacía impetuosa la aspiración a la representación» (pág. 230). Más aún cuando Napoleón convocó cortes en Bayona para formar el famoso Estatuto, era necesario la colaboración de todo el Imperio Español para combatir al invasor francés. Así, se convocan elecciones a la Junta Central en América en 1809, que supondrán el debate sobre la igualdad política entre españoles y americanos. De hecho, si bien tanto el Reino de España como los virreinatos habían sido considerados como dependientes del rey y no de un territorio, «la España peninsular, es decir, de los reinos peninsulares; era, por lo menos, considerarlos como reinos subordinados» (pág. 234). Hipótesis también plausible, aunque no tanto en la línea de lo que pretende explicarnos Xavier Guerra.

Y también, en medio de esta polémica, comienza a plantearse la superación de la sociedad estamental del Antiguo Régimen:

«Las bases mismas de la sociedad estamental comienzan a ser puestas en duda. La igualdad de los vasallos no se concibe más que en la igualdad de estatutos; los viejos principios de los derechos y deberes propios de cada estado –en este caso, de las dos «repúblicas»– aparecen como incomprensibles.
La elevación de la postergada condición del indio y de las castas pasa ahora por la supresión de su diferencia con respecto a los «españoles». Para compensar el déficit fiscal se propone aumentar la tasa de alcabala, someter a los indios a este impuesto y crear uno suplementario sobre el tabaco. Pero, curiosamente, esta modernidad va pareja con la demanda expresada anteriormente de restablecer los repartimientos para forzar al indio al trabajo: contradicciones evidentes de la elite ilustrada que persistirán en el siglo XIX» (pág. 270).

En «VII. La pedagogía política de la prensa revolucionaria española», Xavier Guerra sigue profundizando en el estudio de las mentalidades y reivindica la existencia de una «república de las letras», en el sentido de los grupos de la modernidad anteriormente citados, como una entidad independiente del estado y que habla  «en nombre de la «razón»» (pág. 282». Algo que continúa en el ensayo «VIII. La difusión de la modernidad: alfabetización, imprenta y revolución en Nueva España», donde relaciona el grado de alfabetización con el proceso revolucionario. Pone como ejemplo el virreinato de Nueva España, sumamente alfabetizado y dotado de numerosas universidades, así como seminarios, Escuelas de Minas y un Jardín Botánico, entre los más punteros del mundo, según afirmaba Humboldt. También cita como importantes medios de comunicación las revistas y folletines ligados al mayor o menor número de imprentas (págs. 338 y ss.).

En «IX. Mutaciones y victoria de la Nación», nos aporta una confusa definición de nación, distinguiendo entre lo antiguo y lo moderno de la misma: «La nación en el sentido antiguo remite al pasado, a la historia –real o mítica– de un grupo humano que se siente uno y diferente de los otros. La segunda, la nación moderna, hace referencia a una comunidad nueva, fundada en la asociación libre de los habitantes de un país; esta nación es ya, por esencia, soberana, y para sus forjadores se identifica necesariamente con la libertad» (págs. 390-391). Pero esa nación «en sentido antiguo» no puede ser otra que la nación histórica, cuya historia no es meramente fabulada, sino basada en la experiencia común y las costumbres comunes compartidas por sus habitantes. España se considera así la primera nación constituida en el sentido histórico señalado. Capítulo aparte será la nación política surgida con la caída del Antiguo Régimen y la superación de la sociedad estamental hasta entonces existente, dotada de constitución a partir de 1812.

De hecho, Guerra cita un hermoso fragmento del poeta Francisco José Quintana en su Semanario Patriótico, alentando a la unidad de España frente al invasor francés, pero que interpreta horrorosamente como expresión del pactismo [sic]:

«En este augusto día se juraron también los Españoles eterna y estrecha unión, mirándose de aquí en adelante como un pueblo de hermanos a quien un solo y mismo interés dirige: en este augusto día desaparecieron para siempre las diversas denominaciones de Reynos y de Provincias, y sólo quedó España» (pág. 402)

Y pese a que reconoce que la Constitución de 1812 señala que «La soberanía reside esencialmente en la Nación», aquellos diputados de la Isla de León luchaban por un Rey ausente, en virtud del «imaginario tradicional» (pág. 408). Sí, pero por un rey que en virtud del Artículo 172 de la Constitución de Cádiz ya no puede enajenar ninguna parte del territorio nacional.

De hecho, afirma Guerra que «El uso constante de la palabra nación en todos los documentos oficiales no es fruto del azar. [...] Por ejemplo, en el «Discurso preliminar» que fue leído por la Comisión de Constitución en 1811 en las Cortes y que constituye uno de los documentos más importantes del proceso revolucionario, se menciona constantemente la «nación». El término «pueblo», en cambio, no figura ni una vez en su acepción moderna, en singular, sino siempre en plural, haciendo alusión a las ciudades o provincias, es decir, a las comunidades políticas de tipo antiguo. La palabra «nación», que evoca un todo y no hace referencia a los elementos constitutivos del conjunto, permitía mantener la ambigüedad sobre su estructura interna e introducir más fácilmente las ideas nuevas. No obstante, la misma Constitución ya ponía en evidencia los cambios que se habían producido: «La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios»». (págs. 410-411). Pero entonces no cabe ninguna ambigüedad: lo que importaba a los diputados de Cádiz era la Nación y no el Pueblo soberano, más que como totalidad de los ciudadanos de la Nación Española.

Sin embargo, tras una serie de desavenencias, acentuadas con la restauración del absolutismo, se llegará a la independencia en cuanto tal, pues el Consejo de Regencia verá con malos ojos las juntas formadas en ultramar y ello llevará al conflicto armado: «Guerra, pues, que es necesariamente una guerra civil entre los americanos que aceptan el nuevo gobierno provisional español y los que lo rechazan. En el curso de esta guerra se exacerban las diferencias de origen geográfico que existían entre los habitantes de la Monarquía –peninsulares y criollos– y la palabra nación, que significaba hasta entonces el conjunto de una Monarquía apoyada en dos pilares, el europeo y el americano, empieza a ser utilizada en América para designar a los «pueblos» que la componían» (pág. 417).

Culmina este ensayo afirmando que «Se ha dicho a veces que en la América hispánica el Estado había precedido a la nación. Mejor sería decir que las comunidades políticas antiguas –reinos y ciudades– precedieron tanto al Estado como a la nación y que la gran tarea del siglo XIX para los triunfadores de las guerras de Independencia será construir primero el Estado y luego, a partir de él, la nación moderna» (pág. 429). Pero la primera frase del texto es cierta: el Estado, el Imperio Español, existía previamente a la independencia, y fueron sus unidades, los virreinatos, incluso el propio continente americano, las plataformas de la independencia. Sólo tras el fracaso de esos proyectos de unidad continental, por la divergencia de los próceres una vez hundido el referente común de la monarquía, se impondrá la tarea de fundar nuevas unidades políticas diferenciadas, las naciones hispanoamericanas actuales.

Y finalmente, en el ensayo «X. El pueblo soberano: incertidumbres y coyunturas del siglo XIX», desde su metodología individualista y de mentalidades, habla del pueblo soberano cuando en realidad quiere decir la nación. Cita nuevamente el Artículo 1 de la Constitución de 1812, definiendo la nación española como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios (pág. 435). Incluso recupera una proclama de la Junta de Caracas de 1810, que afirma que «El pueblo de Caracas deliberó constituir una soberanía provisional» (pág. 444), para señalar que, nuevamente, en el imaginario de la revolución era el pueblo el centro, logrando tan sólo confundir al lector al volver sobre una cuestión algo añeja respecto al tema titular.

Sin embargo, tras reconocer los próceres hispanoamericanos que el pueblo soberano era una ficción hasta que no hubiera realmente una alfabetización e interés efectivo de tal pueblo por esos asuntos, es decir, hasta que la nación como tal esté constituida y no sea una mera ficción jurídica, cita interesadamente a argentino Sarmiento para afirmar que América, en cuanto a ideologías políticas, no es más que una periferia de Europa. Así, vendrían de Europa los sufragios capacitarios, donde sólo pudieran votar los ciudadanos alfabetizados (el doctrinarismo de Martínez de la Rosa, Javier de Burgos o Alcalá Galiano, así como el de Donoso Cortés y el de Balmes) (págs. 452 y ss.). Incluso Guerra, para reafirmar su chovinismo, señala al final del libro que, ya en el siglo XX, la dictadura de Porfirio Díaz, basada en el progreso social y económico del positivismo, es una nueva ola venida de Francia que conquista el mundo hispánico [sic] (pág. 465). Triste colofón a un libro claramente partidista que, pese a aciertos interesantes, sólo valora como positivo este período de la Historia de España e Hispanoamérica en tanto que se amolde al lecho de Procusto de lo latino y lo afrancesado.

 

El Catoblepas
© 2010 nodulo.org