Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 100, junio 2010
  El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 2
Rasguños

El porvenir de la filosofía
en las sociedades democráticas (1)

Gustavo Bueno

1 · 2 · 3 · 4
Se reexponen y amplían las tres conferencias inaugurales de la Escuela de Filosofía de Oviedo, pronunciadas por el autor en la Fundación Gustavo Bueno los días 19 y 26 de abril, y 10 de mayo de 2010. La sustancia de estas conferencias había sido esbozada en la conferencia inaugural de los XIV Encuentros de Filosofía (Oviedo, 13 de abril de 2009)

El porvenir de la filosofía

Sumario
Introducción. «Presente» y «Porvenir» como categorías historiológicas.
§1. Planteamiento de la cuestión sobre el porvenir de la filosofía a partir de la obra de Franz Brentano.
§2. Los dos tipos de limitaciones del planteamiento de Brentano.
§3. Sobre las fasificaciones ternarias de las épocas históricas y su dependencia de las ideas cardinales de un sistema filosófico de referencia.
§4. El problema de la conexión (desde el materialismo filosófico) entre las ordenaciones de los sistemas filosóficos y la fasificación de las épocas históricas.
§5. El porvenir de la filosofía en las sociedades democráticas del futuro.
Final. La «realización de la filosofía» en las democracias fundamentalistas.

Introducción
«Presente» y «Porvenir» como categorías historiológicas

A la Historia (como discurso, literario o científico) y a la historia (como sucesión de acontecimientos realmente acaecidos, res gestae) se les asigna, como «campo categorial» propio, el Pretérito. Lo que significa que tanto el Presente, como el Porvenir, quedan fuera de las categorías (subcategorías) históricas. La Historia se sobrentiende como la visión, o revisión (la «memoria crítica») del pretérito.

Sin embargo, tanto el pretérito como el porvenir están arraigados en el presente. Se apoyan en él y lo presuponen, al menos desde un punto de vista gnoseológico.

¿Cómo podríamos entonces, por paradójico que pudiera parecer, dejar fuera al Presente y al Porvenir del círculo de las categorías históricas?

Esta introducción a la exposición de la cuestión «el porvenir de la filosofía en las sociedades democráticas» está destinada a esbozar la utilización del Presente y del Porvenir en cuanto involucrados con las categorías históricas.

I. La Idea del «Presente» como categoría historiológica

1. Si la Historia se define por el Pasado (por el Pretérito) y por un pasado cuyos antecedentes, pero también sus consecuentes, puedan ser determinados con un mínimo grado de «rigor científico», entonces parece que el presente debiera quedar fuera, desde luego, del campo histórico, porque aún no es pretérito. Y, sobre todo, porque aún no tiene consecuencias positivas, las que tendrán lugar en el Porvenir.

Sin embargo, ese pasado por el que se define la historia (y la Historia) tiene una realidad fantasmagórica, porque no existe (tan sólo existió); o, si se prefiere, porque no sabemos donde podría existir ahora (¿en la mente de Dios? ¿en la mente de los hombres, de su «memoria histórica»?). Si la Historia quiere aproximarse al estado de una ciencia positiva, habrá que asignarle a su campo un estrato fisicalista (corpóreo); lo que significa que la memoria, en la medida en que es subjetiva, no puede ser el soporte de la Historia.

Esta es la razón por la cual venimos diciendo que el Pasado existe en el Presente, pero no en cualquier punto del presente, sino en aquellos dominios suyos que definimos como reliquias. Y las reliquias, por sí mismas, tampoco se revelarían como la «presencia del pasado» si no fuera porque algunos sujetos operatorios, mediante algún relato, nos hubieran dado la clave de determinadas reliquias. Estos relatos sólo pueden hacerlos los sujetos operatorios que viven en el presente; luego hay que comenzar entendiendo al presente, no ya como una plataforma homogénea, sino anómala, con por lo menos tres estratos de edad: los viejos, los adultos y los jóvenes (incluyendo en éstos a los niños). Los relatos de los viejos pueden revelar a los adultos y a los jóvenes el origen de las reliquias más antiguas.

Y es aquí en donde podemos poner los fundamentos para la construcción de la idea de Pretérito histórico, construcción que procede por la recurrencia retrospectiva, a través de las reliquias, de otros antepasados nuestros.

2. Podemos concluir, con toda seguridad, que la idea de Pretérito implica, por sinexión, a la idea de Presente, tanto como el Presente implica, por sinexión causal, al Pretérito.

Estos nos lleva a enfrentarnos, en la teoría de la Historia, con la idea del Presente, aún partiendo del supuesto de que, al parecer, el Presente no es una categoría histórica. ¿Y qué es el Presente?

Ante todo, conviene comenzar subrayando que el Presente no se agota en su condición de contenedor de reliquias (del Pretérito).

Es decir, hay que comenzar advirtiendo que el Presente no se define, ante todo, en función del tiempo histórico (Presente / Pasado / Futuro). Gramaticalmente: «Presente» es solamente un tiempo verbal, vinculado a algún pronombre personal (mi presente, nuestro presente, vuestro presente). Presente es también una realidad no propiamente pretérita o futura, sino también una realidad coetánea (simultánea en el tiempo), pero de algún modo apotética, lejana, como cuando digo que el Sol está presente a mis ojos cuando lo percibo. Por ello, praesens, -entis, se opone, no tanto al pretérito o al futuro, sino a absens, lo ausente (aunque sea simultáneo con el presente), en el espacio, sea por estar muy lejos, sea por estar oculto. Y de aquí deducimos que el presente «ante mis ojos», el presente apotético (es decir, la realidad presente ante mí, pero con solución de continuidad respecto de mi cuerpo), sólo puede entenderse como un fenómeno, es decir, como una realidad dibujada en un plano fenoménico perceptual, que no puede considerarse sustantiva o exenta, sino inmersa en otras realidades ausentes, o que actúan en ausencia en el fenómeno que el sujeto percibe. El Sol presente y exento ahora en el presente, hace ya ocho minutos que se ausentó del locus apparens perceptual, percibido del sujeto.

Por lo demás, este locus no está en reposo, no sólo porque puede desplazarse (manteniendo la identidad que le hayamos atribuido, como cuando al Sol que se pone cada día lo identifico con el mismo Sol numérico que se ocultó ayer en el crepúsculo, porque no creemos que el Sol de hoy sea un Sol nuevo, distinto, aunque salido de un «poblado del Sol»), sino porque también se desplaza el sujeto que lo percibe. Cuando representamos a este sujeto óptico individual (en principio, un «ego diminuto») por un punto, el presente se nos reduce también a la condición de un punto (el instante, nunc) que va fluyendo continuamente en una línea que representa el curso del tiempo; una línea cuya estela llena, a su izquierda, corresponde al Pasado, y cuya prolongación «punteada» pretende corresponder al Futuro.

Pero es evidente que el presente puntual, el nunc subjetivo, es una abstracción límite, porque el sujeto óptico co-existe siempre (en coexistencia pacífica o conflictiva) con otros sujetos ópticos, que también pueden estar presentes o ausentes mutuamente. Por ello, los cursos lineales (y los presentes puntuales) de cada sujeto forman partes de una multiplicidad de cursos lineales y de presentes puntuales, unidos, si, por ejemplo son simultáneos, por una línea. Por lo demás, si el presente vivo es representado por una línea, será debido a que esta línea desempeña el papel de una suerte de frente de onda de un curso no lineal, sino de superficie o de volumen, que se corresponde con el curso del tiempo (asimilado, desde Heráclito, al curso del río, pero de un río cuyas aguas «vienen de atrás», sin que todavía hayan alcanzado el mar u otro río), sino que sólo forman su frente último, que acaso se «despeña» en el «abismo» (en el Futuro).

3. Cuando la presencia propia del presente coetáneo la definimos como una coexistencia de individuos en un círculo dado (con nexos de influencia causal, sinalógica o atributiva, no meramente distributiva, como pudiera serlo la coexistencia de millones de sujetos o de moléculas que no mantienen conexión causal alguna), se nos abre la posibilidad de redefinir las categorías del presente y del futuro más allá de su representación lineal en la línea del tiempo:

Si el presente es el conjunto o círculo de todos los sujetos que de algún modo se influyen recíprocamente, directa o indirectamente, en algún aspecto, lo que equivale a decir que serán influidos conjuntamente por algunos objetos apotéticos comunes (por ejemplo, el círculo de sujetos que han percibido el Sol de un mediodía singular, o su eclipse), el Pretérito se corresponderá con el conjunto o círculo de sujetos que influyen decisivamente sobre los círculos del presente, pero sin que pueda tener lugar, bajo ningún concepto, la influencia recíproca. Y el Futuro se definirá como el conjunto o círculo de sujetos sobre los cuales el Presente va a influir decisivamente (hasta el mundo de moldearlos, de modo determinista, lo que no quiere decir «clónicamente») pero sin que sea posible, bajo ningún concepto, la influencia recíproca.

4. Esta idea de Presente, o del círculo del presente, podría considerarse como formal o funcional, dado que ella puede asumir como centro cualquier punto o suceso idiográfico determinable; una idea funcional de «Presente» puramente virtual, porque no se dan los parámetros para fijar el centro. Y este presente puede subdividirse en dos especies: la del presente vivo, último, pero con porvenir definido, y la del presente escatológico o terminal (un presente actual, pero sin porvenir alguno, un presente que localizaremos en el «último día de la historia»).

El presente vivo actual, último o infecto, mantiene relaciones asimétricas con su futuro o porvenir, porque mientras él coexiste con los demás sujetos de su círculo, en cambio el porvenir no coexiste con él, porque ni siquiera existe actualmente, sino que se relaciona con él en una línea de sucesión.

Además del presente vivo podemos formar el concepto de presente escatológico, del que acabamos de hablar. Y también el concepto de presente perfecto, intermedio entre los dos anteriores, como círculo de presente recortado e intercalado, que está antecedido por su Pretérito y sucedido por un «Porvenir perfecto».

5. Concluimos que, aunque la Historia comience a ser definida por el Pasado, sin embargo, las categorías del presente, en sus diferentes especies, no pertenecen propiamente a la Historia, sino que dicen alguna referencia al curso histórico. En esto estaría la diferencia entre un «presente historiográfico» y un «presente etnológico» (no histórico), que es el presente en el que viven los llamados «pueblos sin Historia», un presente que envuelve a la Antropología, en tanto que estudia, por ejemplo, a los primitivos, a las tribus amerindias de la época del Descubrimiento, o incluso a nuestros «contemporáneos primitivos», en la medida en que se mantienen (cada vez menos) en un «presente etnológico».

El presente vivo o último, como hemos dicho, es el lugar en donde existen las reliquias, y por ello este presente es la plataforma de la Historia. El presente inicial (sin pretérito) también cuenta en la Historia, como época del Paraíso terrenal, de la Prehistoria, de la comuna primitiva o de la Edad saturnal.

El presente infecto, escatológico, como final de la Historia, también interviene de algún modo en la filosofía de la historia, sobre todo entre aquellos que tienen en cuenta el estado final del Género humano, cualquiera que sea el estado según el cual él se represente.

El presente perfecto es un lugar que existe en el campo propiamente histórico. Y este campo no puede estar solo constituido únicamente por sucesos, eventos o acontecimientos, sino por el conjunto entretejido o concatenado entre ellos. Esta es la razón por la cual lo llamamos presente como parte del pretérito, así como el presente vivo lo veíamos como el lugar de las reliquias del pretérito. El presente perfecto no se confunde, por tanto, con un presente instantáneo o histórico, ni individual ni colectivo, ni menos aún con la mera coexistencia distributiva de los millones de sujetos o sucesos que coexisten en un instante del tiempo astronómico. En esa multitud de sujetos y de acontecimientos, que forman parte del espacio antropológico, hay que suponer que median interacciones, no sólo simultáneamente físicas, sino también históricas, es decir, que forman una unidad etic (percibida desde el etic del presente vivo, o quizá también desde un presente perfecto, pero aún no pluscuamperfecto) a la que pueden corresponder un grado adecuado de unidad emic.

El presente perfecto es un presente material, no formal, un presente funcional, posicional y fluyente. Es un presente delimitado por la materia (pero no orientado hacia el futuro o hacia el pasado); es un presente escalar, no vectorial, pero sin embargo localizado en el curso histórico, con fechas más o menos borrosas o convencionales de inicio y de terminación. El presente perfecto forma parte del curso histórico a la manera como el remolino forma parte del curso fluvial, y a veces se desplaza con él. Los individuos que forman parte de un mismo círculo de presente vivo (actual), pueden ser llamados contemporáneos; mientras los que forman parte de un mismo círculo de presente perfecto, podrían ser llamados coetáneos.

En cualquier caso, estos «remolinos históricos» que, considerados en sí mismos, ofrecen el aspecto de una «burbuja estable», pueden identificarse con ciertos intervalos históricos que han podido ser delimitados como si fueran un mundo presente perfecto, que ha merecido la atención de los historiadores. Los parámetros centrales se tomarán de los diversos ejes del espacio antropológico, aún cuando uno de estos ejes sea el dominante.

(1) Como primer ejemplo, tomado del eje circular, podemos poner a la República romana, cuando tras remontar el repliegue ante los ataques cartagineses, logra vencer a Cartago y consolidar un Estado, constituyendo a los ojos de muchos políticos e historiadores, una época singular, algo más que una fase de un ciclo, una época que será vista como un presente perfecto. Así la vio, casi un siglo después, hacia el año 140 a. C., Polibio (I, 4, 2): «La peculiaridad de nuestra obra y la maravilla de nuestra época consisten en esto: según la Fortuna ha hecho inclinar a una sola parte todos los sucesos del mundo, y ha obligado a que tendieran a un solo fin, del mismo modo [es preciso] también valiéndose de la Historia, concentrar bajo un punto de vista sinóptico el plan de que se ha servido la Fortuna para el cumplimiento de la totalidad de los hechos.»

Un segundo ejemplo (en el cual el parámetro central, aunque asignado al eje circular, también se define como un punto del eje radial): el 22 de septiembre de 1792 fue vivido en Francia, por la «generación de la Convención», como el inicio de una nueva era y, por tanto, de un nuevo cómputo del tiempo. Porque ese día habría sido el comienzo de un Vendimiario maduro de frutos, el día «en el cual el Sol llegó al equinoccio verdadero del otoño entrando en el signo de Libra a las 9 horas, 18 minutos, 30 segundos de la mañana, según el Observatorio de París». Una nueva era que comenzó a numerarse con el año 1.

(2) Los presentes perfectos con parámetros fijados en el eje angular son muy abundantes.

Es obligado citar, en nuestra tradición, los acontecimientos que se han tomado como divisorias de la historia humana en dos mitades, los que están antes y los que están después de tales acontecimientos. La Revelación de Dios a Moisés señala el antes y el después de la historia desde una perspectiva judía; para los cristianos, el acontecimiento divisorio es la Encarnación de Jesucristo, que divide a la Historia en antes y después de Jesucristo. Para los cristianos, el tiempo de plenitud es el del cristianismo primitivo, el presente perfecto es el que se centra en torno a la vida de Cristo, el nuevo Adán, el de la última cena. Lo que le precede es, tras la caída de Adán, «preparación evangélica», según Eusebio de Cesarea, lo que le sucede es realización del plan divino de la Salvación. La conversión de Constantino el Grande, por ejemplo, marcará una etapa decisiva de este proceso de incorporación de la vida política al plan de la salvación.

Sin embargo, nuevos «remolinos del presente» volverán a formarse en el curso de la historia, la que transcurre en la Edad del Hijo. En el siglo XII, Joaquín de Fiore (1131-1202), delimita un nuevo presente, lo que se llamara el «Evangelio eterno», identificado como la Edad del Espíritu, y cuyo comienzo habría tenido lugar en el siglo IV, con San Benito. Pero los «remolinos religiosos» que se constituyen en el curso de la historia del cristianismo no acaban ahí. En el siglo XVI, si creemos a Hegel, en su Filosofía de la Historia, y con Hegel a millones de cristianos reformados, un simple monje, Lutero, marcará una nueva época: «Mientras el resto del mundo [católico] se dirige hacia las Indias orientales y América saliendo a ganar riquezas y a procurarse dominios temporales cuyos territorios den como anillo la vuelta a la Tierra, y en los que nunca deberá ponerse el Sol, Lutero encontró en su corazón la subjetividad infinita, y no fue a buscarla en un sepulcro de piedra.»

También es obligado citar, como presente perfecto que divide la Historia en dos mitades, a la Hégira de Mahoma del año 622.

(3) También han tenido cierta importancia los círculos de presente constituidos en torno a algún parámetro central de carácter predominantemente radial. Es decir, un parámetro en torno al cual se organizaría la nueva era, el presente perfecto de referencia. La más conocida es la traslación del centro terrestre de los imperios siguiendo la sucesión de Oriente a Occidente, una dirección que el curso de la Historia terrestre imitaría del curso del Sol. La Historia universal, dice todavía Hegel, marcha de Oriente a Occidente; y «pese a que la Tierra es una esfera, la Historia no describe un círculo alrededor de ella, sino que tiene un Levante concreto, y este es Asia. Aquí nace el Sol físico externo, para morir en Occidente. Pero es en este último siglo, en cambio, donde se levanta el Sol interior de la autoconciencia.» Por ello, el Descubrimiento de América señala el comienzo de una Nueva Era: «América es el país del futuro, en el que, en los tiempos que van a venir –acaso en la contienda entre América del Norte y América del Sur [dice Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia, hacia finales de los años veinte del siglo XIX]– debe revelarse la trascendencia de la Historia universal.»

Pero no sólo las eras históricas se han establecido muchas veces a partir de parámetros radiales terrestres. Otras veces también se han establecido a partir de parámetros radiales celestes, es decir, astrológicos. «Cuando la excéntrica del Sol estaba en su máximo [escribía Rheticus, en su edición de Copérnico] el gobierno de Roma se transformó en monarquía, y mientras la excéntrica declinaba, Roma también declinó.»

En nuestros días, en plena Guerra Fría, comenzó a tomar cuerpo la idea de que la Historia universal iba a comenzar una nueva era, porque el eje terrestre comenzaba a entrar en el signo del Acuario. La serie de folletos publicados desde 1967 por David Spangler con el título de The New Age Vision, supone que los imperios y religiones de Mesopotamia habrían florecido bajo el signo de Taurus; la religión judía bajo el signo de Aries; el cristianismo bajo el signo de Piscis (que habría comenzado el 21 de marzo de nuestra Era). Pero en fecha próxima –dice hoy una legión de iluminados– el Sol entrará en el signo del Acuario, y con él vendrá un nuevo orden mundial, una nueva Humanidad. La Nueva Era o Acuario será como una inundación de amor, paz y luz: Ganímedes será el símbolo de la abundancia. Amor, paz, luz y concordia [Alianza de las Civilizaciones] de cada uno consigo mismo y con los demás, y con la nueva era del universo.

II. La idea de Porvenir como categoría historiológica

1. La idea de Porvenir, en su sentido directo y principal (el «porvenir infecto»), desborda, como hemos dicho, el campo de la historia humana, en la medida en que esta se mantiene «del lado del Pretérito»; y la desborda por la misma razón, aunque en sentido inverso, a como la Cosmología física desborda su campo, el análisis del pretérito del Universo, lo que existe o puede existir antes del Big Bang, que sólo puede conocerse desde su presente.

Sin embargo es lo cierto que, además de esta acepción «directa y principal» de Porvenir (acepción acuñada desde la «actualidad»), que venimos denominando como porvenir infecto (es decir, no hecho todavía), una acepción sin duda metahistórica, cabe hablar también de una acepción refleja y secundaria que pudiera designarse como porvenir perfecto (o ya realizado).

Esta acepción, por lo demás, estaría ampliamente ejercitada en Historia, si no representada. En todo caso, es una acepción histórica, es decir, interna al curso inmanente de la concatenación de los hechos históricos, porque el porvenir perfecto no es otra cosa sino la posteridad positiva que entendemos como derivada de algún sistema de hechos ya establecidos en el pretérito, y susceptible de constituirse de algún modo como un presente perfecto. Según esto el porvenir perfecto se relaciona con el presente perfecto como el porvenir infecto se relaciona con el presente inacabado o infecto. Con la gran diferencia de que mientras el porvenir perfecto ya tiene forma realizada (y una forma que contribuye esencialmente al conocimiento del alcance, no sólo del presente perfecto, o de sus antecedentes, sino también al conocimiento del alcance de sus consecuentes, en los cuales puede residir el «significado y la verdad» de los hechos pretéritos), el porvenir infecto es amorfo (al menos en el terreno positivo) y por tanto no puede ser utilizado, sin petición de principio, como instrumento para medir el alcance y el significado del presente vivo.

Nos permitimos advertir aquí que estas ideas que estamos exponiendo sobre el Presente y el Pretérito las presentamos, no como ideas inauditas que nosotros pretendamos introducir ex abrupto en el análisis de la historiología, sino como ideas ya utilizadas o ejercitadas por los propios historiadores. Por ejemplo, si hay una diferencia, desde el punto de vista histórico, entre dos hechos tales como el primer viaje de las carabelas de Colón en 1492, desde el Puerto de Palos hasta la América caribeña, y el viaje del Apolo XI, en el año 1969, de Armstrong, desde el Cabo Cañaveral a la Luna, esta diferencia históricamente no se agota en el punto de vista tecnológico. Desde este punto de vista el viaje del Apolo XI es mucho más importante que el viaje de las carabelas; pero desde el punto de vista histórico no lo es, porque ya conocemos las enormes consecuencias políticas, económicas, sociales, ideológicas que para la Historia universal se derivaron del «encuentro con América», pero desconocemos las consecuencias económicas, sociales o ideológicas que puedan derivarse del «encuentro con la Luna». Llamar «histórico» (como se acostumbra) a un suceso notable en nuestro presente –un cambio de gobierno, una victoria en la Liga– es sólo cuestión de retórica, porque la importancia histórica de cualquier cosa sólo puede medirse en el campo de su porvenir perfecto, es decir, cuando este ya se haya dado en una longitud determinada (que sirve, por cierto, para redefinir la llamada «distancia histórica», expresión que, por sí misma, es sólo una metáfora de la distancia de perspectiva geográfica).

2. En realidad, cuando nos referimos al Porvenir, tanto si es perfecto como si es infecto, nos estamos refiriendo a un porvenir conformado, porque si el porvenir perfecto de algo sólo se nos diera como un porvenir vacío, o como un caos amorfo de sucesos regidos por el azar, tampoco tendría gran ventaja sobre el porvenir infecto.

Y esto nos permite precisar el significado y alcance de un porvenir infecto. Desde el momento en que concedemos la posibilidad de que un porvenir perfecto pueda ser amorfo, tendremos que formular las siguientes preguntas: ¿Hasta qué punto, en efecto, un porvenir infecto es, por el hecho de serlo, amorfo y caótico? ¿Y de qué modos puede ser conformable?

Ante todo, y desde luego, según líneas que ya hayan sido utilizadas en el pretérito, y siempre bajo la suposición de que múltiples factores o condiciones que determinaron esas líneas seguirán actuando en el porvenir infecto. Estas líneas, para ser inteligibles, no tienen por qué tener necesariamente la forma cíclica; pueden tener también la forma de una función no cíclica, por ejemplo, ortogenética, parabólica o hiperbólica, ascendente, descendente o en zig zag, según criterios proporcionados a cada caso.

El porvenir infecto de los sistemas procesuales cíclicos de la «Naturaleza» o de la Historia natural, del sistema solar, por ejemplo, no se concibe como infecto, sino como conformado (salvo en su «momento existencial»), expuesto a la «contingencia» de una colisión intergaláctica. El mañana y el pasado mañana del sistema solar se concibe como sometido a las mismas leyes cíclicas que han regido desde hace miles de millones de años (aunque no desde siempre, como creía Aristóteles). Por ello predecimos hoy los eclipses de Luna o del Sol que tendrán lugar en nuestro porvenir infecto, y los predecimos con mucho mayor «conocimiento de causa» a como lo hiciera el primer filósofo de nuestra historia, Tales de Mileto, cuando anunció el eclipse del año 587 antes de Cristo (suponiendo que su anuncio no fuese algo más que un vaticinium post eventum). También cuando Oswald Spengler anunció la «decadencia de Occidente» es porque presuponía el porvenir perfecto, a partir de un punto dado en el curso de cada una de las que él llamo «Culturas», como superorganismos que se desarrollan a lo largo de diez siglos, siguiendo el ciclo de la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. Spengler pretendía negar la Historia universal, puesto que él establecía una «solución de continuidad histórica» en la supuesta sucesión histórica de las diferentes Culturas; en rigor lo que estaba negando era la Historia Universal en el sentido tradicional de la historia continua de una totalidad atributiva, pero sustituía este sentido por el de una Historia Universal cíclica, la propia de una totalidad distributiva cuyas partes fuesen precisamente las «Culturas».

3. El porvenir infecto juega importantes papeles en la lógica de nuestro presente histórico (cultural-institucional, no sólo natural), como se demuestra en todas las actividades que tienen que ver con la planificación y la programación, no ya a escala individual, sino a escala social o política. Nos referimos, sobre todo, no tanto genéricamente a todo lo que tiene que ver con la predicción del porvenir (con la llamada «Preología»), sino especificando aquellos planes o programas de porvenir, que llamamos «porvenir aureolar», y que definimos como aquellos planes y programas que, aún formulados desde el presente actual, sólo cuando se suponen ya realizados (en el porvenir infecto) influyen o repercuten significativamente en las decisiones de nuestro presente. De los planes o programas (apoyados en predicciones demográficas, hidrológicas, &c.) para dentro de cincuenta o de cien años, que formula un Gobierno en el presente, se derivan acciones u obras actuales (trazados de vías férreas, embalses gigantescos, programas educativos o demográficos) casi siempre irreversibles y que por tanto ejercen una influencia relevante sobre el porvenir infecto. Estos planes y programas, que requieren el postulado de que sus resultados futuros se den como ya realizados en el presente infecto, podrían diferenciarse de las meras predicciones especulativas (sin influencia en el presente actual) precisamente por ese postulado de realidad efectiva en el porvenir. A este postulado, cuando se compara con la aureola que resalta la cabeza de un santo (cabeza que, sin aureola, no se diferencia de las cabezas representadas de los demás mortales), podríamos darle el nombre de «postulado de porvenir aureolar».

Es obvio que el porvenir aureolar va referido ordinariamente a un porvenir infecto, de radio determinado, pero inserto en la concatenación cíclica o acíclica de los hechos históricos. Sin embargo, y de la misma manera que hemos hablado de los presentes escatológicos o últimos, utilizados por tantas predicciones apocalípticas, también deberíamos hablar del porvenir aureolar escatológico en los casos en los cuales ese porvenir sea postulado no ya simplemente como un hecho, o «sistema de hechos», dado en el curso del porvenir infecto, sino como el hecho último, el esjaton (εσχατον), que dará lugar a un mundo enteramente nuevo (el Big Crunch en Cosmología, el estado final en la Filosofía marxista de la Historia –que por cierto Marx concebía como el verdadero comienzo de la Historia, por cuanto todo lo que le precediera debiera considerarse solo como «prehistoria del Género Humano–).

Por lo demás, la categoría historiológica (en este caso, de filosofía o teología de la historia) del porvenir aureolar escatológico, ha jugado ya un papel decisivo en la teología de la historia del Antiguo Testamento y, sobre todo, en la que asociamos al Nuevo Testamento. Cuando San Mateo (en el capítulo 12, versículo 28 de su Evangelio) pone en boca de Jesús las palabras: «Si yo echo los demonios con el espíritu de Dios es señal de que ha llegado a vosotros el Reino de Dios», está diciendo que «los tiempos cristianos, de la Resurrección de Cristo a su reaparición, son definitivamente los últimos tiempos» (vid. Karl Löwith, El sentido de la historia, trad. española, pág. 269). Y otro tanto diremos de la primera carta de San Juan (cap. II, v. 18): «Hijos míos, estamos en la última hora, y, como ya habéis oído, el Anticristo viene y ahora ya han surgido muchos anticristos; por eso no creas que es la última hora» (estamos ante la idea de un porvenir aureolar escatológico, que obligaría a reinterpretar nuestro presente como si tuviese un contenido concatenado directamente con los últimos tiempos).

Adolf Exner (1841-1894)Franz Brentano (1838-1917)

§1
Planteamiento de la cuestión sobre el porvenir de la filosofía a partir de la obra de Franz Brentano

1. Vamos a ensayar un tratamiento, que podríamos llamar «clásico», de la cuestión del porvenir de la filosofía: el tratamiento de la cuestión del porvenir de la filosofía que parte de una teoría de su porvenir perfecto, fundada en una supuesta evolución cíclica de la filosofía: nos referimos al tratamiento que a la cuestión del porvenir de la filosofía dio Franz Brentano.

La expresión «porvenir de la filosofía» fue acuñada, en efecto, por Franz Brentano a raíz de su famoso alegato crítico contra las tesis expuestas por el rector Adolf Exner, de Viena (durante el curso 1891-1892), quien mantenía unas posiciones al respecto que podríamos considerar como radicales. La crítica de Brentano fue publicada en Viena por Alfred Hölder, en 1893, con el título Über die Zukunft der Philosophie.

Ahora bien: «Zukunft» se traduce también al español por «futuro»; pero Zubiri tradujo el Zukunft de Brentano por «porvenir», en una versión preparada para Revista de Occidente, que se publicó en 1931. Acaso influyó en esta decisión zubiriana el título de otra obra muy leída en las primeras décadas del siglo XX, que el traductor Antonio María de Carvajal había dado al libro L’irreligion del l’avenir (1887) de Jean-Marie Guyau, el «Nietzsche francés»: La irreligión del porvenir (Jorro, Madrid 1904). Zubiri, nacido en 1898, pudo leerlo sin duda en sus años de novicio jesuita. (Sin embargo, también Zubiri pudo haber leído La religión del porvenir, tal como tradujo Armando Palacio Valdés en 1877, a través del francés, La Religion de l’avenir, la obra de Eduardo Hartmann, Die Selbstzersetzung des Christentums und die Religion der Zukunft (Berlín 1874; el texto de Palacio Valdés está disponible en http://www.filosofia.org/aut/001/hartrp.htm).

En todo caso, cabe señalar un matiz diferencial importante, en español, entre «futuro» y «porvenir», matiz que se hace visible al trasponer el orden de los términos del sintagma «el porvenir de la filosofía» para dar lugar al sintagma «la filosofía del porvenir». Porque la expresión «filosofía del porvenir» (como la expresión «religión del porvenir») parece referirse a las «posibilidades» que tiene la filosofía futura, a un futuro determinado según algún tipo de filosofía (o de religión), como se aprecia en el título de la obra de Ludwig Feuerbach, Grundsätze der Philosophie der Zukunft (1843), que suele traducirse por «principios de la filosofía del porvenir» o «del futuro», significando un porvenir o un futuro determinado como materialismo. Así pues, mientras la expresión «el porvenir de la filosofía», según la opinión común, parece ir referida a la filosofía en su sentido más genérico (el de su misma existencia, con casi total indefinición de sus contenidos esenciales), la expresión «la filosofía del porvernir» parece aludir más bien al contenido mismo (o esencia) que supuestamente asumirá la filosofía en el futuro.

Por ello, el «futuro de la filosofía» –o el «porvenir de la filosofía»– se mantiene en un terreno más indeterminado y problemático, porque en este futuro se contienen, según la opinión común, todas las posibilidades, incluida la posibilidad nula, precisamente la que el rector Exner defendió en su discurso inaugural, manteniendo la tesis positivista de que la filosofía –desde Platón o Aristóteles, hasta Kant o Hegel– ya había cumplido su misión histórica, y que su puesto de «reina del Saber» había quedado vacante. Exner añadía que a quien correspondía heredarlo era a la «ciencia política», sucesora de la antigua filosofía política.

No entramos aquí en el debate con esa «opinión común» que concibe al futuro (o al porvenir, infecto p perfecto) como un lugar en el que se contienen todas las posibilidades, incluyendo la posibilidad nula. Debate que –desde el «argumento victorioso» de Diodoro Cronos («solamente lo necesario es real; sólo es posible lo que es real o lo que va a ser real; dadas dos o más posibilidades disyuntivas A, B, C, de las cuales sólo llega a realizarse la primera, A, las otras habrán de considerarse como imposibles, salvo que estemos dispuestos a aceptar que de lo posible puede derivar lo imposible»)– suscita la cuestión ontológica misma del «ser posible», de la posibilidad. Nos limitaremos a suscitar aquí la cuestión de las posibilidades que, según la opinión común, conforman el porvenir; desde la perspectiva gnoseológica (aunque, a través de ella, siempre reaparecerá la ontológica).

Dejaríamos de lado todo lo que tuviera que ver con la necesidad (en cuanto contrapuesta, por su determinismo, a la libertad) y nos atendríamos a la realidad positiva (ya fuese necesaria o contingente), a una realidad efectiva (como pueda serlo la de un porvenir perfecto), ya sea considerada necesaria o contingente, en cuanto fundamento de la posibilidad, en su sentido megárico. Lo que nos importa, ante todo, es desentrañar el papel que pueda jugar la consideración de estos «cursos alternativos posibles» en el análisis de los cursos singulares reales, pues no parece indiscutible que algún papel juegan los futuribles, o, como decimos, con un concepto bastante rudo, por ambiguo, de los condicionales contrafácticos, de Nelson Goodman (que arrastran confundidos los momentos ontológicos y los momentos gnoseológicos). Partimos de un hecho: que sólo los biólogos tienen competencia para analizar el curso que hubiera podido corresponder a la evolución de diversos géneros y especies del orden de los primates, a partir del impacto que hubiera producido un cometa gigantesco caído en el Océano Índico hace dos millones de años. O bien, que sólo los historiadores especialistas pueden analizar, de modo solvente, los cursos que hubiera podido seguir la Historia moderna si el teniente Bonaparte hubiera muerto en Tolon (puesto que, en cualquier caso, con su muerte, la Historia no habría acabado); parece evidente que el análisis y discusión de los cursos posibles alternativos al curso real que llevo al teniente Bonaparte al 18 Brumario sólo puede ser llevado a cabo por historiadores competentes. Pero si pueden ser tratados por éstos, hasta el punto de que sus resultados sean distinguibles de aquellos que puede ofrecer un indocumentado o gratuito autor de historia ficción, ¿no es porque tales «cursos alternativos» forman también parte de algún modo del «campo histórico»?

Desde la Teoría del Cierre Categorial la conexión entre los cursos posibles alternativos y el curso histórico real se establece principalmente a través de la figura sintáctica de las operaciones. En efecto, una operación es, ante todo, una transformación de unos términos en otros términos, y estas transformaciones tienen mucho de combinatoria de factores constitutivos de los propios términos, explícitos o implícitos en ellos. Lo que equivale a afirmar que las operaciones sólo tienen sentido cuando el sujeto operatorio puede confrontar alternativas y «elegir» las convenientes; lo que plantea la cuestión de su ordenación. Según esto confrontar el curso histórico efectivo con los cursos posibles alternativos no sería otra cosa sino profundizar en los factores constitutivos de los términos, y esta profundización podría ser un camino imprescindible para dar cuenta de la concatenación de los términos en el curso histórico real. Todo esto al margen de que la «elección libre» de alternativas fuera sólo una ilusión subjetiva del sujeto operatorio (o bien proyectada en él si este sujeto operatorio era el perro de San Basilio), que confunde la libertad con la elección, concluyendo que si no elige el sujeto, tampoco interviene en el curso histórico como sujeto operatorio. También el geómetra euclidiano cree poder elegir el postulado de las paralelas, cuando esta elección puede considerarse como ilusoria en el sistema de axiomas euclidianos, porque aquí los postulados alternativos posibles no lo son realmente hasta que no hayan sido «realizados» fuera de las geometrías parabólicas, es decir, sólo serán posibles, con sentido geométrico, cuando se hayan realizado en la geometría elíptica (la de Riemann) o en la geometría hiperbólica (la de Lobachevski).

2. Sin embargo, la propia indeterminación de la expresión «porvenir de la filosofía» no excluye la posibilidad de una predicción de una filosofía del porvenir, y tal habría sido el caso de Brentano que, en su alegato, cree poder determinar algo de este porvenir, basándose –y aquí reside su originalidad– no ya en el análisis de las condiciones que suelen considerarse como presupuestos exteriores o previos a la filosofía –como pudiera serlo el estado de las tecnologías, de las religiones, de las ciencias o de las artes– sino en el análisis «interno» de la propia «filosofía en marcha», en lo que pudiera tener de «inmortal», a saber, su misma historia inmanente, la que habría comenzado a «sustanciarse» en el siglo XVII en el Schediasma historicum de Thomasius, publicado en 1665.

Brentano, en efecto, mantuvo la idea del carácter cíclico, es decir, de la estructura cíclica inmanente, de la historia de la filosofía, en sus diversas secuencias de porvenir perfecto en ella determinables. Concepción original que contrastaba con los esquemas lineales y progresistas en boga, desde Hegel hasta Comte, con su «Ley de los tres estadios». Una idea, la de Brentano, como él mismo contó a Carl Stumpf (que había sido discípulo suyo el Wurzburgo), que se le habría ocurrido a los veintidós años, en 1860, después de salir de una enfermedad seria. Hacia 1863 utilizó esta idea en una Historia de la Iglesia (Brentano fue sacerdote católico, aunque se distanció de Roma a raíz del Concilio Vaticano I y de la proclamación del dogma de la infalibilidad del Papa, 1870). A finales de 1866 comenzó a enseñar su nueva concepción de la Historia de la Filosofía en Wurzburgo. Y dos años después de publicar, en 1893, su respuesta a Exner, ofreció un esbozo, casi telegráfico, de su concepción del curso cíclico de la Historia de la Filosofía, Die vier Phasen der Philosophie und ihr augenblicklicher Stand (Stuttgart 1895), Las cuatro fases de la Filosofía y su estado actual (como lo tradujo Zubiri).

En este escrito, Brentano expone su célebre concepción de las cuatro fases históricas de la filosofía en su desarrollo inmanente. Cuatro fases que él concibe como etapas que se repiten cíclicamente (al modo de los ciclos astronómicos gracias a los cuales predecimos el futuro) a lo largo de las tres grandes edades o épocas convencionalmente admitidas por la Historia general, la Edad Antigua, la Edad Media y la Edad Moderna. El cuarto ciclo, por tanto, tendrá que postularse al modo «aureolar», por lo cual la idea del Porvenir que da nombre al escrito queda automáticamente aludida y retrotraída al Pasado, como un porvenir perfecto, pero virtual.

No por ello Brentano establece una discontinuidad radical entre estas tres edades, como lo haría cinco lustros después O. Spengler en La decadencia de Occidente (convirtiendo las épocas de Brentano en culturas discontinuas e incomunicadas). Brentano sugiere más bien, aunque vagamente, un esquema espiral, que no elimina de todo punto la idea de Progreso.

Pero, en cualquier caso, en su teoría cíclica, y una vez identificados los ciclos propios de cada edad, podría considerarse, en el momento de referirse al porvenir infecto de la filosofía en posesión de un criterio inmanente y no gratuito, externo o aleatorio, sino capaz de conformar virtualmente un bosquejo de la naturaleza de la filosofía de este porvenir desde nuestra época actual.

En efecto, Brentano concibe los ciclos históricos de la filosofía como propios del proceso «continuado y gigantesco» implicado en el intento de lograr una verdadera visión especulativa (teorética) de la realidad total o universal. Este proceso no comenzaría, desde luego, en la infancia prehistórica de la humanidad, sino en su juventud histórica. Y sólo podría definirse cuando alcanza, desde su primera fase, la altura que le es necesaria para definirse como proyecto.

Por ello, en la primera fase, la fase «primaveral», habría madurado rápidamente el pensamiento ontológico más profundo, así como la conciencia de su propia metodología. Ahora bien, una vez alcanzada, en su fase primaveral, esta plenitud, comienza la decadencia del mismo proyecto filosófico, como si desde la elevación lograda en la primera fase temiese a sus propios descubrimientos, impulsada por una voluntad práctica de mantener un contacto no meramente especulativo con la realidad; cabría hablar por tanto de un repliegue, de una primera época de decadencia, que sería la misma segunda época del ciclo, que podría caracterizarse como una época de verano. De este modo se comprenderá cómo la filosofía se desliza, tras el verano, a su tercera época, a una época otoñal, caracterizada por el escepticismo generalizado.

Ahora bien, dice Brentano, el escepticismo es insoportable para aquel impulso que había sido ya definido en su primera fase de constitución, y por ello, en la cuarta fase, la del invierno de la filosofía, volverán de nuevo a recobrar su fuerza los esfuerzos para un comienzo total, profundo; pero la desconfianza escéptica hacia los métodos alcanzados en la primera fase, obligándole a tomar las sendas del misticismo y del irracionalismo.

3. He aquí cómo Brentano cree poder identificar en cada época histórica las supuestas cuatro fases de la filosofía.

En la Edad Antigua, la primera fase correspondería a la historia del desarrollo de los grandes sistemas, desde Tales o Anaximandro, hasta Platón y Aristóteles. En esta fase primera la filosofía antigua elabora los métodos adecuados, impulsada por su optimismo juvenil. Pero pronto viene la fatiga, y la necesidad de orientarse en el terreno de las urgencias prácticas. La segunda fase de la filosofía antigua estaría representada por los estoicos y por los epicúreos, más interesados por las cuestiones prácticas que por la especulación metafísica. Tras esta fase, el escepticismo y el eclecticismo comienzan a ocupar el campo: Pirrón, la Academia Media, Sexto Empírico... Pero la reacción a un escepticismo, que resulta ser insoportable, conducirá al invierno de la filosofía antigua, a su cuarta fase, que Brentano ve representada en el misticismo de Plotino, en el neoplatonismo o en el neopitagorismo.

En la Edad Media dará comienzo un nuevo ciclo, cuya primera fase, la ascendente, estará representada por las figuras de San Agustín y Santo Tomás. La segunda fase es ya el comienzo de la decadencia, es la fase del formalismo virtuosista, la fase de las distinciones, del ergotismo y del afán inmoderado por las disputas, que Brentano identifica con el escotismo, como escolástica degenerada. Y, en especial, con el escotista Francisco de Mayron, que introdujo en París el Actus sorbonicus, la defensa durante doce horas de una tesis ante cualquiera que le arrojase objeciones. Tras esta fase, estrictamente «escolástica», madurará una tercera, la del escepticismo, representada por el nominalismo de Guillermo de Ockam. Y contra esta skepsis, surgirá una reacción nueva y poderosa, un cuarto periodo, el invernal, en el que Brentano destaca las figuras del Maestro Eckhart, de Tauler, de Suso, de Ruysbroeck, así como los lulistas, el gran canciller Gerson y, sobre todo, Nicolás de Cusa.

En cuanto a la Edad Moderna, Brentano la hace comenzar con el «enérgico y puro apetito de saber» que inaugura su primera fase, representada por el Canciller Bacon y Descartes (Brentano recuerda aquí que cuando alguien pedía a Descartes ver su biblioteca, éste le conducía a un cuarto contiguo en donde no había ningún libro, pero sí un ternero muerto disecado: «Esta es, decía, la biblioteca en la que adquiero mi sabiduría»). A esta época primaveral pertenecen también, según Brentano, Locke y Leibniz.

Pero inmediatamente «surgió una perturbación», comenzó a prevalecer en todas las partes de la filosofía la idea de la filosofía como medicina, pedagógica o política, y el puro interés teórico fue reprimido de nuevo por el interés práctico. Brentano identifica esta segunda fase (primera de la decadencia) con la Ilustración francesa (una trivialización de Locke) y con la Ilustración alemana (una trivialización de Leibniz). Este segundo periodo conducirá al otoño escéptico de la filosofía moderna representado por David Hume y por Kant, a quien Brentano considera, con gran valentía (en la época de la «vuelta a Kant» en Alemania), casi como un impostor, por su doctrina de la razón práctica. Por último, tras la fase escéptica, vendrá la fase irracional y mística (aunque disfrazada de racionalismo absoluto), la de Fichte, Schelling y Hegel. Pero esta fase mística, piensa Brentano, declina ya a final del siglo en Europa, ante la presión del desarrollo de las ciencias positivas.

Y aquí ve Brentano el motivo más fuerte para confiar «en que nuestro tiempo es el comienzo de un nuevo periodo», que dará comienzo a un nuevo ciclo. Y esto debido a que Brentano no confunde la filosofía con las ciencias positivas. Por ello no admite que la filosofía haya caído ante el avance de estas ciencias, como Exner presuponía en su discurso inaugural. El interés por la filosofía no ha sido sustituido por el avance de las ciencias positivas. Lo que ha ocurrido, dice Brentano, es que el interés por las cuestiones filosóficas brota ahora del campo mismo cultivado por los propios científicos, de los naturalistas que, sin perjuicio de su dedicación positiva, se ocupan ampliamente de cuestiones filosóficas. Brentano cita a Du Bois-Reymond, a Helmholtz, a Darwin, a Th. Huxley, a Haeckel, a Mach...

4. Ante todo, queremos subrayar que Brentano, al delinear su teoría sobre el curso de la Historia de la Filosofía, se circunscribió a la Historia de la Filosofía tal como se ha desplegado en el «área de difusión griega». Es el curso que comienza por los presocráticos, sigue por Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, los epicúreos y los neoplatónicos, y continúa por San Agustín, Escoto Erígena, Santo Tomás, &c., y después por Descartes, Locke, Kant, Schelling y Hegel. Es decir, Brentano no incluye en el curso de la filosofía a la llamada filosofía oriental, la del brahmanismo hindú o a la filosofía china, lo que sería objeto de reproche por parte de quienes, como Masson-Oursel (o el propio Spengler, a su modo), pretendieron establecer paralelos cíclicos del curso de la filosofía occidental, hindú y china. Desde nuestro punto de vista, si subrayamos esta circunstancia, no es como reproche a Brentano, sino por el contrario, como reconocimiento de su elección, en la medida en que presuponemos que la idea de filosofía, y no sólo su nombre, surge, y no de un modo casual, en la antigua Grecia.

5. Sin embargo, si hemos tomado a Brentano como punto de partida para un planteamiento materialista de la cuestión del porvenir de la filosofía, no es porque compartamos otros muchos de sus planteamientos, ni sus respuestas «idealistas», sino porque en su planteamiento advertimos, sin perjuicio de su esquematismo, recogidos los principales componentes de la cuestión, organizados de un modo que aunque puede parecer arbitrario, sin embargo ofrece un material imprescindible para el análisis crítico. El planteamiento que Brentano ofreció de la cuestión, por él formulada, del porvenir de la filosofía, presupone una distinción entre los condicionamientos inmanentes del porvenir de la filosofía y las condiciones externas. Una distinción que puede considerarse como ejercitada por Brentano, más que como representada por él.

Brentano se atiene más a la perspectiva inmanente. Y con esto significa que separa y sustantiva el curso de la filosofía de las condiciones externas que, para el materialismo, no lo son tanto, puesto que la filosofía está ya incoada en los propios procesos tecnológicos, políticos, sociales o científicos, lo que impide aceptar plenamente la dicotomía entre lo inmanente o interno y lo trascendente o externo.

Sin embargo es evidente que Brentano, con su teoría de las cuatro fases de la filosofía durante tres épocas distintas y sucesivas, y que supone como ya dadas, está enfrentándose a quienes suponen que la filosofía y su curso está determinado enteramente por condiciones llamadas extrínsecas a la filosofía, ya sean éstas de índole religioso (como pudiera serlo la «pérdida de la fe»; Ortega decía que la filosofía griega nace «para cerrar la tremebunda herida que dejó la fe al marcharse»), ya sean de índole científica («la filosofía es la infancia de la ciencia», decía ya Exner), ya sean de índole política («la filosofía griega es el fruto de la democracia ateniense», o, más recientemente, «la filosofía es una superestructura surgida en la lucha de clases, y, por ello, el comunismo significa la realización de la filosofía, es decir, su extinción como forma o institución separada»).

Lo que parece evidente es que si Brentano ha podido dejar de lado estas cuestiones centrales, es porque da por supuestas las tres épocas en las que se desarrolla la filosofía de tradición helénica (la Antigua, la Media y la Moderna). Pero estas épocas involucran, de un modo muy confuso, las llamadas condiciones externas (religiosas, sociales, políticas, tecnológicas, científicas). Y, en este sentido, la teoría de Brentano puede ser acusada de superficial.

Franz Brentano (1838-1917)El porvenir de la filosofía

§2
Los dos tipos de limitaciones del planteamiento de Brentano, y la necesidad de una reformulación del criterio de división de la filosofía según las tres épocas (Antigua, Media y Moderna)

1. Ante todo, no parecerá extemporáneo constatar hasta qué punto la perspectiva desde la cual Brentano está situado al organizar su Historia de la Filosofía es la perspectiva genérica de lo que suele considerarse como Filosofía de la Historia (como contradistinta de la Teología de la Historia), si bien la mayoría de los historiadores profesionales que utilizan esta división no la consideran como filosófica sino simplemente como empírica o factual, como ofrecida «por la realidad misma del curso histórico efectivo».

El criterio (gnoseológico) de distinción que aquí utilizamos no es, sin embargo, el criterio muy común que contrapone la «racionalidad» de la «filosofía de la historia» a la «revelación» teológica supraracional (como si los criterios teológicos fuesen efectivamente revelados, es decir, como si no fuesen ellos mismos productos de la misma «razón» humana).

Pero habrá construcciones «con fuerte carga emic de revelación» que, sin embargo, estarán muy cerca del género «filosofía de la historia» (es el caso de San Agustín o de Bossuet); y, en cambio, habrá construcciones globales que, aún sin utilizar «materiales revelados o míticos», tampoco podrían considerarse como Filosofía de la Historia.

El criterio gnoseológico al que nos referimos es este: una «filosofía de la historia» será una concepción total, global, de los materiales históricos que pretenda estar fundada en el análisis de sus mismas partes o materiales históricos (tecnológicos, políticos, económicos, &c.), en cuanto trabados unos con otros según concatenaciones que, por respecto a cualquier corte temporal dado al tiempo histórico, se encuentran antes y después de ese corte, como antecedentes o como consecuentes. Por lo demás, esta definición generalísima de la filosofía de la historia admite las especificaciones más diversas, desde las continuistas (progresivas o regresivas, lineales o cíclicas) hasta las discontinuistas (cuando los «materiales históricos» sean organizados en sistemas discontinuos tales como las culturas de Spengler, las civilizaciones de Toymbee o las epistemes de Foucault).

La «Teología de la historia», en cambio, no tendrá tanto en cuenta los materiales del contenido secular de la historia, cuanto algún principio tenido por trascendente, intemporal o eterno que, sin embargo, para ser histórico, también habrá de poder «cortar» en algún punto, o en varios, al curso cronológico de los acontecimientos, pero dejando «fuera de foco» a sus antecedentes o consecuentes. Como ejemplo paradigmático de teología de la historia, así definida, cabría citar la «visión lineal» del tiempo histórico atribuida al Antiguo Testamento, interpretado por los teólogos judíos, cuando ponen el clímax de la Historia en un punto o suceso del curso futuro (del porvenir infecto), aunque este punto quede indeterminado cronológicamente (la venida del Mesías); también cabría citar al Nuevo Testamento, interpretado por los teólogos cristianos cuando ponen el clímax de la Historia (aquel en el cual lo eterno corta a lo temporal) en un punto preciso del pretérito perfecto, el año que divide a la historia en dos mitades, antes de Cristo y después de Cristo. La característica gnoseológica de la Teología de la Historia, así definida, sería esta: que todo otro material histórico se desdibuja propiamente; sólo cuando los materiales positivos puedan reorganizarse, aunque sea en función del punto de clímax, nos encontraremos con una aproximación a la filosofía de la Historia (como sería el caso de la Praeparatio Evangelica de Eusebio de Cesarea, o bien el Discours sur l’Histoire universelle, de Bossuet), o, simplemente, como una aproximación a la «Historia Sagrada».

2. En cualquier caso, el análisis crítico de las limitaciones de la «Filosofía de la Historia» implícita en Brentano lo entendemos no tanto en un sentido polémico (una polémica que estaría fuera de lugar, si tenemos en cuenta que las tesis de Brentano fueron publicadas hace más de cien años, y que además no han sido tenidas en cuenta prácticamente por los historiadores de la filosofía), cuando en un sentido eurístico: el análisis de los límites de una doctrina tan compacta como sin duda lo es la de Brentano, en la medida en la cual puede servir de ocasión para profundizar en los componentes (edades, épocas, fases...) implicadas en el curso histórico de la Historia de la Filosofía.

3. Las dos limitaciones principales, que creemos poder utilizar como objeciones insuperables a la teoría de las fases cíclicas de Brentano, son las siguientes:

(1) La primera limitación: al proponerse fasificar la Historia de la Filosofía, deja de lado todo aquello que no forma parte de la tradición de la llamada «filosofía occidental», a la filosofía que comienza con las escuelas griegas, alejandrinas y romanas del Mediterráneo, y se continúa más tarde en las escuelas cristianas occidentales (España, Francia, Italia, Inglaterra, Alemania) y las escuelas musulmanas cercano orientales (Persia, Siria) o más propiamente ibéricas (Córdoba, Zaragoza, Alcira), y que más tarde, pasa a América del Sur y a América del Norte.

Es decir, Brentano deja fuera de su campo a la llamada «filosofía oriental», y, desde luego, también a la llamada «filosofía étnica» de los pueblos africanos, australianos o amerindios.

Esta limitación, según algunos (sobre todo, los antropólogos), desautorizaría las pretensiones de una fasificación del curso histórico de la filosofía, porque únicamente atendería a una, entre otras, tradición lineal, la occidental (vinculada a la tradición de las «religiones del libro»). En consecuencia, quedaría imposibilitada para alcanzar las líneas, mucho más generales y complejas, según las cuales se desenvuelve el pensamiento filosófico humano.

Esta limitación será sobre todo subrayada por quienes ponen el porvenir de la filosofía precisamente en la recuperación, acaso desde la tradición occidental, de los pensadores orientales, o incluso también de determinadas filosofías étnicas (la perspectiva de los llamados «filósofos de la liberación», que encuentran, por ejemplo, en el mito de la Pachamama la posibilidad de alcanzar la nueva filosofía del futuro).

(2) La segunda limitación que señalamos es ésta: que aún circunscribiéndonos al terreno mismo de la tradición occidental, y sobre todo cristiana, el proyecto brentaniano de fasificación inmanente y cíclica del curso de la historia de la filosofía se presupone como algo dado, en un plano genérico. A saber, como fasificación no cíclica, sino lineal ternaria, la fasificación de la historia en las tres consabidas épocas o edades, que por sí misma no se estableció con pretensiones filosóficas, sino que más bien con la pretensión de recoger los condicionamientos y los resultados externos, en principio, a la filosofía.

En suma, aún cuando diéramos por bueno el ciclo de las cuatro fases de la época antigua, la continuidad (inmanente) de la cuarta fase antigua con la primera fase medieval, quedaría interrumpida. Asimismo otras soluciones de continuidad habrían de ser reconocidas en la transición de la cuarta fase de la filosofía medieval a la primera fase de la filosofía moderna. Por ello puede afirmarse que Brentano utiliza dos escalas de fasificación: una fasificación acíclica triádica (las tres edades o épocas, antigua, media y moderna; más próxima a la división por eras) y otra fasificación cíclica tetrádica (pero sin duración precisa, en cuatro periodos por cada edad).

Pero como las fases cíclicas de las épocas se continúan cronológicamente (la cuarta fase de la primera época se continua con la primera fase de la segunda, &c.) podríamos considerar las 4x3=3D12 fases como una sucesión histórica única, «cortada» por las épocas, a la manera como la sucesión lineal de los sonidos, por ser periódica o cíclica, está «cortada» por las octavas, o bien, a la manera como la sucesión de los elementos atómicos, según su peso atómico, está «cortada» (en el sistema periódico) por las «octavas de Newlands».

Ahora bien, estos cortes o soluciones de continuidad impuestos por la división ternaria de la historia universal en tres épocas, o edades, revelan sin duda la artificiosidad de la teoría de Brentano. Porque históricamente, tanta continuidad o concatenación interna media entre las fases sucesivas de una misma época y las fases terminales de una y las iniciales de la siguiente. Por ejemplo, entre la cuarta fase de la Edad Antigua y la primera de la Edad Media, los desplazamientos geográficos de las escuelas (Atenas, Alejandría, Roma, respecto de Sevilla, Toledo, París o Bolonia) no implican «soluciones de continuidad» entre las personas o sus bibliotecas, y mucho más cuando nos referimos a la transición de la Edad Media a la Edad Moderna. La continuidad de las escuelas universitarias de Bolonia, París, Salamanca, no es menor que la que con ellas mantuvieron los pensadores modernos (aunque ya no actuasen dentro de la universidad), como Bacon, Descartes, Espinosa, Leibniz, Locke o Hume.

Además, entre las escuelas antiguas (la Escuela de Mileto, las escuelas itálicas) hay tanta distancia o mayor como la que pueda haber entre las escuelas medievales de Bolonia o de Oxford, y las escuelas modernas del empirismo inglés o del idealismo alemán. Todo lleva a concluir que la «fasificación inmanente» de Brentano se funda en criterios superficiales, y en el fondo «psicológicos», como lo demuestra la propia terminología con la que trata de fijar sus conceptualizaciones de las fases: «entusiasmo inicial», «fatiga», «incertidumbre», &c.

4. Ahora bien, las dos limitaciones que efectivamente afectan a la teoría de Brentano tienen un alcance muy distinto.

A nuestro juicio, la primera limitación es evidente. Pero, ¿puede tomarse como una objeción? ¿Acaso no es, por el contrario, constitutiva de la Historia en tanto va referida al curso de una tradición institucional? Queremos decir: ¿acaso no es una limitación necesaria, por tanto, fértil, por cuanto permite (omni determinatio est negatio) deslindar una tradición que se diluiría si se borrasen los límites de sus cauces?

Si esto fuera así la primera limitación no constituiría una objeción a Brentano, sino un mérito de su planteamiento. Porque en el momento en el que se desborden los límites de una tradición (la de las religiones del libro, y no sólo por sus contenidos, sino por las bibliotecas, trasladadas de lugar o de soporte –papiro a pergamino, pergamino a papel–, &c.), el punto de vista histórico se desvanecerá, para ser sustituido, por ejemplo, por el punto de vista antropológico o etnológico, el de la filosofía como Weltanschauung de los antropólogos.

En efecto, desde el punto de vista antropológico (el de la «Humanidad» en general) podrán ponerse en el mismo plano las líneas de la tradición del pensamiento griego con las del pensamiento hindú o chino; más aún, en las líneas de las tradiciones bantúes, guaraníes o mayas. Y entonces, el antropólogo verá, como un simple caso de «miopía etnocéntrica» (acaso imperialista) incomprensible, la decisión de «privilegiar» alguna de estas líneas, elevándola a la condición de canon de todas las demás, es decir, de canon de la «historia de la filosofía» por antonomasia.

Desde una perspectiva geográfica o antropológica, tomar como criterio de la filosofía a los pensamientos publicados de un pueblo circunscrito a un lugar (Grecia o Tenochtitlán), parecerá a todos un etnocentrismo ridículo, casi autista. ¿Por qué no considerar también a otros pueblos?

No negamos que muchas de estas líneas de tradiciones diversas puedan compararse entre sí, incluso con los criterios que utilizó Masson-Oursel, del que ya hemos hablado. Sin embargo estos paralelismos o analogías no pueden llevar a la conclusión de una tradición común, porque el paralelismo presupone su diversidad y, por tanto, la imposibilidad de la totalización de todas ellas en un curso único. En la evolución de las especies vivientes hay analogías entre las líneas evolutivas de los peces, de los reptiles o de las aves, pero estos paralelismos no autorizan a hablar de un ritmo común de evolución, ni menos aún de la subsunción de una línea, por ejemplo la de los peces, en otras (como la de las aves, o la de los reptiles).

En el caso del curso de la Historia de la Filosofía, la tradición occidental, mediterránea, no es, en ningún caso, una más. Ante todo, en primer lugar, porque Grecia fue un lugar de cruce, y, sobre todo, un lugar de periegetas y de viajeros. Tales de Mileto puede tomarse como símbolo, por sus viajes a Egipto. Y, en segundo lugar, porque la palabra «filosofía» fue acuñada por los griegos (y no por los persas o por los guaraníes), a partir, sin duda, de acepciones genéricas, para designar una institución específica, que había ido organizándose en las escuelas presocráticas, de una institución heredada por la Academia platónica.

Además la filosofía griega apareció dentro de condicionamientos muy distintos de los que condicionaron a las demás formas de pensamiento oriental o «étnico»; condicionamientos que no son sólo raciales o culturales (que seguirán siendo siempre particulares) sino tales que trascienden las propias tradiciones locales o étnicas, hasta el punto de abrirles el horizonte de una universalidad de la cual las demás tradiciones están privadas.

Nos referimos principalmente a las vinculaciones entre la ciencia (geométrica o astronómica) y la filosofía griega. Los grandes filósofos griegos –Tales, Anaxágoras, Pitágoras, Platón...– fueron también grandes geómetras o astrónomos, y esto sólo serviría para justificar la consideración diferencial de la filosofía griega como una tradición muy distinta de las otras tradiciones étnicas. Porque la Geometría habría significado para los griegos la posesión de un canon de razonamiento apodíctico que desbordaba cualquier relativismo, y que relegaba a los demás a un rango inferior. Estos condicionamientos geométricos o científicos se reproducirán después en la época moderna (Copérnico, Newton &c.). Ni los mayas, ni los aruntas, ni los budistas ni los confucianos, organizaron sus Weltanschauungen condicionados por la Geometría, por la Astronomía científica o por la Mecánica.

5. Otra cuestión es la de las limitaciones de que adolece la teoría de Brentano en el momento de acogerse a una fasificación genérica, la división de la historia occidental en las tres épocas consabidas (Antigua, Media y Moderna). Cuya significación, hasta que no se demuestre lo contrario, sólo puede ser considerada externa al curso histórico inmanente del pensamiento filosófico. Una división que suele ser justificada por los historiadores profesionales mediante ideas confusas, a través de las cuales se manifiesta una filosofía vergonzante o clandestina («antigüedad», «medievalidad», «modernidad»).

Pero, ¿hasta qué punto el saqueo de Roma por Alarico, por ejemplo, es relevante en el curso de la historia de la filosofía? Sin duda, La Ciudad de Dios, de San Agustín, fue escrita con ocasión del saqueo de Roma, pero, ¿fue este suceso algo más que una causa ocasional? O bien: ¿qué tiene que ver el ascenso del nacional socialismo en la Alemania de los años veinte con la filosofía existencialista?

Una fasificación histórica puede sin duda fundarse en criterios muy diferentes. Si el criterio se toma de un determinado sistema de ideas, siempre que ellas puedan considerarse como ideas filosóficas, entonces es evidente que un criterio de fasificación histórica podrá tener pertinencia en el curso de la historia de las ideas. Desde una concepción idealista de la historia (que atribuya a las modulaciones de ese sistema la determinación de los grandes estadios de la historia), una fasificación del curso de las ideas tendría por sí misma un significado histórico (como pretenden, sin quererlo, quienes suponen que la filosofía de la Ilustración señaló el giro de la sociedad feudal del Antiguo Régimen hacia la sociedad moderna, surgida de la Revolución Francesa).

Desde el materialismo histórico, sin embargo, es inadmisible la disociación radical entre el curso inmanente de la historia de la filosofía y el curso de la historia universal. Ni tampoco podría admitirse que el curso de las ideas determinó el curso de las edades históricas (sociales, políticas). El materialismo histórico dirá lo contrario, a saber, que es el curso político, económico o tecnológico el que determina el curso de las ideas; es decir, que a fasificación histórica de las edades es la que determina las fases del curso de las ideas filosóficas, pero siempre que esta fasificación histórica esté involucrada a su vez en ideas filosóficas, y no sólo en conceptos sociológicos, políticos, económicos o tecnológicos. Y es este proceso de inversión el que lleva al materialismo histórico al borde de un reduccionismo más grosero que terminará considerando a la «conciencia filosófica» como una mera superestructura de la «conciencia social». Tal proceso de reduccionismo genérico le permitirá hablar de «filosofía esclavista», de «filosofía feudal», de «filosofía burguesa» o de «filosofía proletaria», como si estas expresiones tuvieran sentidos profundo, o ni siquiera sentido.

Sin duda, los criterios históricos de fasificación filosófica no pueden ser inmanentes a las propias ideas filosóficas abstractas, por la sencilla razón de que las ideas no constituyen un mundo separado o autónomo, sino que proceden de los conceptos políticos, geométricos o religiosos. Ahora bien: estos conceptos no tienen por qué considerarse como extrínsecos al curso de la historia de las ideas. Están involucrados en ella, y además, de maneras muy diversas.

Pero reconocer estas conexiones es dejar de lado la dicotomía entre una historia externa y una historia interna. En la ciencia mecánica de Newton, por ejemplo, encontramos conceptos ontológicos nuevos, antes ejercidos que representados, como puedan serlo las ideas involucradas en el propio Principio de la Inercia o en el concepto de Espacio Absoluto (principios o conceptos diametralmente contrapuestos a los principios o conceptos correlativos que podremos determinar en la Física de Aristóteles).

6. ¿Autorizan estas consideraciones a dejar de lado enteramente la teoría de las cuatro fases de Brentano, como si fuesen una teoría superficial y sin mayor importancia que la que corresponde a reliquia arqueológica?

En modo alguno. Pues acaso fuera posible reconocer a la teoría tetrádica algún fundamento inmanente, aunque no fuera exactamente el que Brentano tuvo a la vista. ¿Acaso la filosofía materialista no puede reconocer algún fundamento a ese «afán puramente especulativo» de saber universal acompañado por una preocupación por el método?

Brentano creía suficiente apelar a la etimología del término filosofía, «amor puro al saber». Y a partir de esta etimología, se acogía, sin darse mucha cuenta, a lo que podríamos llamar «lógica muscular» más elemental. Es decir, a la secuencia de las fases por las que pasa, a simple vista, el movimiento de un músculo que comienza contrayéndose mediante un prolongado esfuerzo inicial de máxima tensión (primera fase), experimentando a continuación una fatiga que lo relaja (segunda fase); y lo relaja hasta el punto de llevarle a desistir de su primer objetivo (tercera fase), hasta terminar arrojándole, en plena pasividad, a un descanso próximo al de ensueño místico.

El primer impulso analizado (según el canon que suponemos implícito) de esta «lógica muscular», movido inicialmente por el asombro y deseo del saber, elevaría el espíritu a su máxima altura especulativa (primera fase). Pero a este esfuerzo prolongado (acaso durante tres siglos) le seguiría una fase de relajación, y adaptación a la nueva situación práctica (segundo periodo). Y una vez transcurrida esta segunda fase, comenzaría a desfallecer el impulso inicial, lo que conducirá al espíritu a un estado de escepticismo (tercera fase). Por último, el escepticismo llevaría al espíritu a un estado de pasividad capaz de transformar el impulso inicial en un ensueño de carácter místico.

Y si esto fuera así, cabría concluir que el punto de partida de Brentano no parece tener más fundamento que el de una petición de principio, de un simple postulado tomado del campo psicológico: el asombro y el deseo de saber orientado a calmarlo especulativamente. Pero el asombro es un estado genérico psicológico-etológico, como lo es el impulso o el amor hacia el saber en general. Un impulso que también lo experimenta el gatito que explora con su pata los movimientos de la cadena que cuelga del interruptor de la lámpara; sin embargo, nadie llama por ello filósofo al gato. Tampoco la etimología directa, o literal, del término filosofía, en su acepción estricta, como sustantivo, justifica la traducción del genérico «amor al saber» por el específico «impulso hacia el saber filosófico».

La etimología directa o literal del término filosofía como «amor al saber», nos remite a un saber que no puede, sin más, interpretarse como saber filosófico. Esta etimología genérica primera tiene que ver con el verbo philosophein (φιλοσοφειν), o con formas asociadas a este verbo, como ως φιλοσοφεων, que aparece en Herodoto (I, 30), cuando nos cuenta que Creso, al dirigirse a Solón le dice que ha oído hablar de él «por su amor al saber», pero refiriéndose a un saber vinculado al que se obtiene de los viajes orientados a ver cosas nuevas, theories (θεοριες). También Tucídides (II, 40) pone en boca de Pericles, en su Oración fúnebre, las siguientes palabras: «Amamos la sabiduría, pero sin exageración» (φιλοσοφεων). Ahora bien, como sugirió Jaeger, el término filosofía, como sustantivo, con un sentido nuevo (respecto del amor al saber genérico), es decir, en un sentido distinto al amor que Platón llamará polimatía (o mera curiosidad) es muy tardío. Habría sido, si no creado, sí testimoniado por primera vez por Heráclides Póntico, del círculo platónico (Jaeger, como Brentano, pone el nuevo significado del término «filosofía» en relación con el bios theoretikos, un significado que los platónicos habrían atribuido a los pitagóricos por razones de prestigio).

Por nuestra parte, no negamos que la idea de una pasión puramente teorética haya jugado decisivamente en la concepción de la filosofía por parte de Platón y de Aristóteles (por ejemplo en la definición de la felicidad como contemplación, propia del Acto Puro, que propuso Aristóteles). La misma leyenda que no presenta a Demócrito cegándose, para no distraerse de la contemplación de sus teorías, podría estar en la línea de la interpretación especulativa de la vida filosófica.

En cualquier caso, esta definición (emic) de la filosofía no puede ser compartida (etic) desde el materialismo, que ofrece una interpretación muy distinta de este supuesto «impulso especulativo». La pasión por la contemplación habría que verla, ante todo, como un subproducto psicológico-subjetivo (que, en todo caso, tampoco habría que dejar de lado).

¿No sería preferible suponer que lo que ha sucedido en el proceso de institucionalización de ese supuesto impulso por el saber especulativo o contemplativo, tiene que ver con la sustantivación, no ya tanto de un impulso psicológico, cuanto con las ocupaciones de una clase de ciudadanos ociosos, separados de los intereses familiares (pragmáticos), impulsos de una clase o élite que reflexiona sobre las demás clases, y que logra «sustanciar» (institucionalmente) una temática que se transmite de unas épocas a otras?

La sustantivación del término «filosofía», sobre la base de un cuerpo de doctrina aritmética, geométrica o astronómica, sería lo esencial, y podría simbolizarse en la posición de Teeteto, dibujado por Platón, el Teeteto que se aparta de la plaza pública para entregarse a la meditación. La paradoja se nos hace patente cuando advertimos que entre los «contenidos» de esa meditación habrá que reconocer inmediatamente, al lado de los contenidos aritméticos, geométricos o astronómicos, los contenidos políticos, éticos, ontológicos o teológicos.

Desde la perspectiva del materialismo, la novedad de este nuevo sentido específico e institucionalizado del amor al saber podría hacerse consistir en el hecho de haber dejado atrás el sentido genérico y directo para asumir un sentido propio indirecto y dialéctico, de segundo grado. Un sentido crítico que contrapone el «amor al saber» al propio saber, y reduce la filosofía a la condición de un saber inalcanzable. Tradicionalmente se habría interpretado este saber inalcanzable como el saber propio de los dioses. Por ello, al decir Heráclides Póntico que su saber era un «amor al saber» estaría subrayando críticamente que el saber que busca no pretende alcanzar al saber divino, al saber apodíctico y seguro.

Ahora bien, cuando, desde el materialismo, dejamos de lado como referencia a este saber divino, sólo podemos encontrar otro saber que aún siendo «humano», por su evidencia y seguridad, se aproxima a la idea del saber divino. Y este saber se encuentra realizado precisamente en el saber geométrico, un saber apodíctico cuya evidencia experimentaron los grandes filósofos presocráticos y los platónicos («nadie entre aquí sin saber Geometría»).

Según esto, el nuevo término «filosofía», la nueva acepción del término, aludiría a un saber universal (válido para todos los hombres y sobre todo el universo), que fuera tan evidente como el saber de los geómetras. Un tipo de saber que, sin embargo, el mismo curso histórico, y la dialéctica entre sus defensores, demostrará que no es posible fuera del ámbito de las Matemáticas, es decir, cuando se intenta abarcar al universo. No por ello esa «madurez crítica» tendrá por qué hacerse equivalente a una renuncia definitiva a todo saber filosófico, porque la decisión de circunscribir la evidencia de los saberes matemáticos a los límites de su categoría (con la merma consiguiente de sus pretensiones de saber primario y verdaderamente divino), no suprime su función de canon desde el cual someter a crítica implacable a todos los «saberes sobre el universo y sobre el hombre», que arrastran los residuos de los modos míticos, teológicos o místicos del saber.

7. No será el «amor al saber» especulativo la fuente de la filosofía, tal como fue redefinida en la época de la Academia platónica. Es la necesidad de confrontar los saberes sobre las diversas regiones del universo, la necesidad de disponer de un canon capaz de enjuiciar el alcance de los saberes universales que la tradición había encomendado a los mitos cosmogónicos o teogónicos.

Y desde este punto de vista cabría ensayar una «reconstrucción» aproximada de las cuatro fases que Brentano habría formulado desde una perspectiva genérica subjetiva (esfuerzo, fatiga, &c.).

El primer periodo, el del ascenso continuado, no necesitaría ser interpretado como emanado de un impulso especulativo originario, lleno de optimismo (un impulso que se reproduce por cuatro veces: en la aurora de la filosofía antigua, en la aurora de la filosofía medieval, en la aurora de la filosofía moderna –o, como se dirá después, de la «modernidad»–, y también acaso, como insinúa Brentano, en la aurora de una filosofía del porvenir que él creía vislumbrar). Lo interpretaremos como un proceso determinado por un «estado de cosas» al que ha llegado una sociedad histórica (y no otras) que necesita confrontar activamente, y lejos de toda mitología, sus propios conflictos ideológicos, la multiplicidad de sus nuevas tecnologías, las ciencia rigurosas esbozadas.

Por ello, no habría por qué reducir el curso histórico de la filosofía a ciclos de cuatro fases, aunque no fuera mas que porque podríamos distinguir muchas más, según la escala de análisis histórico utilizada.

En todo caso, las fases de cada ciclo no tendrían por qué ser discontinuas respecto de las fases del ciclo anterior; las fases de cada ciclo podrían ser determinantes del siguiente. Así, por ejemplo, los grandes sistemas filosóficos del siglo XIX (Fichte, Hegel, Schelling y Comte, con sus respectivas «filosofías positivas») no tendrían por qué ser considerados como fases de decadencia y de fatiga, porque también podrían verse como fases de ascenso optimista, inmersos en la idea de progreso. Si Brentano incluyó a Hegel entre los representantes de la fase mística de la filosofía moderna fue, sin duda, porque las tres fases que había propuesto habían agotado a las grandes figuras de los siglos XVI, XVII y XVIII, y las que quedaban –entre ellas Hegel– no tenían más remedio que pertenecer a la cuarta fase.

Las «segundas fases» tampoco tendrían por qué ser explicadas como principios de la decadencia. Como primeros periodos de una decadencia, decía Brentano, marcada por un giro hacia la práctica (del primer impulso especulativo), como si los grandes sistemas del primer periodo no contuviesen también, desde el principio, esa orientación práctica que es constitutiva en la República de Platón o en la Política o en la Ética de Aristóteles. Son, sin duda, fases distinguibles de las primeras, pero sin necesidad de entenderlas como inicios de una decadencia. Bastará interpretarlas como fases derivadas del desarrollo interno del virtuosismo promovido por los grandes sistemas ya cristalizados en las fases previas, el de los saberes que buscan «realizar resultados» en la caverna. En efecto, los académicos, los peripatéticos, los epicúreos, los estoicos, no dejan de hacer desarrollos y análisis de los grandes sistemas anteriores.

Las «segundas fases» pueden en gran medida considerarse como análisis y desarrollos de las primeras, cuando efectivamente haya una continuidad de escuela, o una interacción polémica entre ellas. ¿Cómo considerar a Escoto, a Occam, o a la Escolástica española del siglo XVI y XVII, como expresión de una decadencia, antes que como un poderoso desarrollo de la Escolástica medieval? Sólo los «hermanos dominicos» que consideraban, en el fragor de las controversias, como degenerados a los molinistas, podrían suscribir las calificaciones de Brentano.

Asimismo, las fases escépticas quedarán explicadas, sin necesidad de apelar a la fatiga, por la misma descomposición derivada de las confrontaciones de los diversos sistemas de referencia, en el proceso de su enfrentamiento polémico, cuando estas confrontaciones se alimentan de nuevos componentes científicos, políticos, artísticos, &c., de «primer grado».

Más difícil es dar cuenta de las cuartas fases, de las que Brentano llama fases místicas de la filosofía. Desde la perspectiva de la reconstrucción de las fases de Brentano que estamos ensayando, cabría decir simplemente que tales fases no son tanto fases del desarrollo de la filosofía cuanto fases de sustitución del saber filosófico por un saber religioso o político pragmático (identificado con las mismas ciencias positivas, o con las nuevas tecnologías), de cuño enteramente distinto que, sin embargo, arrastra en su curso algún componente de las fases propias de la filosofía. Tal sería el caso, en la época contemporánea, de las «concepciones del mundo», proféticas o sapienciales, representadas en ideas tales como las que expone el Zaratustra de Nietzsche o como las que predican los utopistas del Hombre nuevo comunista, o las de la nueva raza humana nacionalsocialista.

 

El Catoblepas
© 2010 nodulo.org