Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 100 • junio 2010 • página 14
1. El objetivo de esta nota es rellenar cierto vacío que nuestro artículo «Del cero al infinito» ha dejado, y que nos ha sido señalado certeramente por Javier Delgado Palomar (gracias). En efecto, en dicho artículo, se respondía a la pregunta «¿por qué los griegos no inventaron el cero?»; pero poco o nada se aventuraba a propósito de la siguiente: «¿por qué los indios sí lo inventaron?». Con otras palabras, allí se recorrieron las vías que no conducían al cero (la geometría griega); pero no las que, de hecho, llevaron a él (la aritmética india, la china, la maya). Esta adenda pretende, pues, solventar esta laguna, reconstruyendo sumariamente la historia de la invención –nótese que no decimos descubrimiento{1}– del número cero.
2. En principio hay que distinguir con precisión dos momentos dentro de la historia que nos ocupa. Un primer momento correspondería al de la aparición de la grafía o del signo del cero. Del cero como referencial, diríamos desde la teoría del cierre. Y un segundo momento correspondería, sin perjuicio de su conexión necesaria con el primero (al menos desde una perspectiva materialista), al del surgimiento del concepto (operatorio) de número cero. Del cero como esencia, a la manera de los elementos químicos o los átomos físicos, dentro del eje semántico del espacio gnoseológico. Esta distinción (signo / número) estaba, es cierto, muy oscura y confusa en nuestro anterior artículo.
3. Según esto, tanto los babilonios como los griegos habrían construido una grafía especial para indicar vacíos y huecos notacionales. En el caso babilonio, dos cuñas oblicuas, según consta en unas tablillas de barro que datan aproximadamente del 400 a. de C. En el caso heleno, como fue dicho, «O», como muestran varios registros astronómicos asociados con Hiparco y Ptolomeo. Pero este signo no puede confundirse, ni mucho menos, con el número cero; porque este concepto, aunque presupone la existencia del signo, quedó construido en contextos técnicos (contables) y científicos (matemáticos) aritméticos, como resultado de la operación resta. Con otros términos: el cero, como esencia matemática, sólo apareció a partir de la composición operatoria de ciertos referenciales (grafías) a través de determinados fenómenos aritméticos (la resta o sustracción). Por ejemplo: 1 – 1 = 0. El cero, como número, sólo apareció de manos de los matemáticos indios.
4. En efecto, hacia el siglo XXXV a. de C. aparecen en Uruk las primeras tablillas de arcilla escritas como medio auxiliar para llevar la contabilidad del templo. La necesidad de contar (primero, con las manos{2}; después, con piedras y guijarros; más tarde, con marcas y signos) llevó al cálculo. Calculus, en latín, significa precisamente guijarro. Y sería la necesidad de perfeccionar el cálculo más allá de los números naturales 1, 2, 3… lo que condujera al 0. Mejor dicho: sería la composición de algunos de esos términos mediante una nueva operación –la resta o sustracción– lo que produjera el nuevo término: 1 – 1 = 0.
Aunque el cero como signo ya se usaba en la India (también en la China), quizá heredado de la Grecia helenística (Boyer: 2003, p. 277), el cero como número no toma carta de naturaleza hasta La puerta del Universo de Brahmagupta, 628 d. de C. Este matemático indio estableció que el cero es más que un símbolo para escribir otros números correctamente (por ejemplo: 101), es en sí mismo un número, y como tal lo definió por vez primera: «cero es el resultado de restar a un número cualquiera ese mismo número». 1 – 1 = 0. 2 – 2 = 0. 3 – 3 = 0. &c.
Mientras que la sustracción de un segmento a otro segmento siempre da otro segmento, aunque en el caso de segmentos iguales sea un segmento sin longitud (un punto), lo que explica por qué la geometría griega no precisó del cero ni de los números negativos; la resta a un número de otro número igual o mayor precisa de la introducción del cero y de los números negativos para poder continuar la serie de operaciones aritméticas. De hecho, el propio Brahmagupta fue quien introdujo las nuevas leyes aritméticas –los nuevos principios de cierre (de la aritmética con números enteros frente a la aritmética con sólo números naturales)–, que gobiernan el uso del cero y de los negativos: «la suma de cero y un número positivo es positiva», «la suma de cero y un número negativo es negativa», «la suma de cero y cero es cero», «la resta de un negativo (una deuda) a cero (la nada) es un positivo (un bien)», &c.
La inclusión de nuevos operadores desbordó, por decirlo con terminología moderna, el semigrupo de los números naturales con la suma (N, +), y posibilitó construir el grupo de los números enteros con la suma (Z, +), donde para cada número n existe un número opuesto denotado por -n de modo que n + (-n) = 0, siendo 0 el elemento neutro del grupo.
5. La difusión del invento presentó dos vectores. Por una parte, hacia los chinos{3}. Por otra, hacia los árabes. El primer testimonio árabe lo constituye, ya en el 810 d. de C., el Tratado de la adición y la sustracción mediante el cálculo de los indios de Al-Juarizmi (Ifrah: 2008, p. 828). Nuestro vocablo «cero» proviene, precisamente, del sánscrito shunya, que significa vacío, y que habría sido traducido al árabe como sifr o zephirum, de donde derivan respectivamente nuestros términos «cifra» y «cero».
Algunos siglos después (y sin desmerecer el precedente que supone Las siete puertas de la aritmética decimal del rabino toledano Abraham Besnera, 1092), Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci, trabaría contacto con la obra de Al-Juarizmi y su contenido gracias a varios viajes realizados por el Norte de África y Oriente Próximo. Allí conocería de primera mano el sistema de numeración indo-arábigo. Y, en 1202, publicaría Liber Abaci (Tratado del ábaco), donde afirma: «Es con estas nueve cifras y con este signo 0, que recibe el nombre de zephirum en árabe, como se escriben todos los números que se quieran» (Ifrah: 2008, p. 1357). Pero, pese al persuasivo libro de Fibonacci, la victoria de los algoristas –entusiastas del lápiz y el papel– frente a los abaquistas –partidarios del viejo ábaco– aún se resistiría a llegar, tanto entre mercaderes como entre matemáticos, cerca de trescientos años, hasta bien entrado el siglo XVI.
Figura 1. Un abaquista compite con un algorista, según la célebre estampa de Gregor Reisch en Margarita Philosophica, 1508. Obsérvese cómo ambos contendientes operan quirúrgicamente (manualmente) con cuerpos: «los propios símbolos, las fórmulas, son antes ‘manipulaciones de figuras’ que cualquier otra cosa» (Bueno: 1970, p. 209).
6. En resumen, la historia de la aritmética muestra cómo los matemáticos han ido creando nuevos números (ampliando los existentes) por la necesidad de ir haciendo siempre posibles las operaciones. Así, para restar, se pasó del conjunto de los números naturales N al conjunto de los números enteros Z, incorporando el cero y construyendo los negativos. Para dividir, se amplió Z a Q, a los números racionales. Y Q, junto a todos los números irracionales, determinó los números reales R, que son el conjunto de números donde se puede calcular la raíz –en particular, la raíz cuadrada– de todos los números, salvo las de índice par de los negativos, que precisan de la introducción de los números complejos C.
Obviamente, esta presentación abstrae múltiples hechos, por cuanto la historia de la matemática incluye pasos atrás y vueltas del revés que la axiomática pone normalmente entre paréntesis{4}. En cualquier caso, la lección es que las operaciones matemáticas –al igual que las operaciones químicas– cuando componen diferentes términos de la categoría pueden dar lugar a nuevos términos a partir de los precedentes. En concreto, al cero.
Figura 2. El matemático renacentista Luca Pacioli demostrando uno de los teoremas de Euclides, según el pintor Jacopo di Barbari, 1495. Obsérvese cómo la construcción operatoria de un juego de figuras objetuales hace aparecer relaciones necesarias y cómo, además, M1 (el círculo, las rectas y los triángulos dibujados en la pizarra, a la izquierda), M2 (la conducta del matemático manipulando diversos aparatos como la pluma, la tiza o el compás, en el centro) y M3 (las proposiciones del libro de Euclides, a la derecha) aparecen perfectamente conectadas formando una especie de triángulo superpuesto al cuadro.
7. Materialismo y Matemática. Los matemáticos no llevan bata blanca como los físicos o los químicos; pero también son de carne y hueso, y construyen verdades: sus átomos son los signos; su laboratorio, el papel o la pizarra; y sus aparatos experimentales, las manos, junto a las reglas, los compases o los modernos ordenadores. Quitad a la matemática sus signos y a los matemáticos sus manos, y esta ciencia se evaporará sin dejar rastro. Anaxágoras dejó dicho que el hombre pensaba porque tiene manos, y en las matemáticas esto es especialmente notorio; porque los conceptos matemáticos aparecen en el mismo material tipográfico en el que se realizan, en los signos trazados manualmente por el matemático, a la manera que el concepto de cero surge de las operaciones con la grafía «0». No en vano, «algebrista» refiere, etimológicamente, al cirujano que reparaba los huesos luxados colocándolos con sus manos, de modo análogo a como la x de la ecuación se logra despejar transponiendo quirúrgicamente (manualmente) términos.
Las matemáticas son, concluimos, el canon de la racionalidad no porque el Universo esté escrito en caracteres matemáticos, sino porque la escala de su campo es una escala fisicalista que siempre está presente en cualquier campo científico. Los signos matemáticos son «metros» solidarios a nuestro cuerpo, marcas fácilmente reproducibles y practicables por nuestras manos en cualquier lugar. Y las matemáticas, pese a surgir de necesidades prácticas (la geometría, por ejemplo, no nació de manos de los ociosos sacerdotes, sino de los aplicados agrimensores), constituyen una nueva objetividad{5}.
«Y de ahí que afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad.» (B. Espinosa, Ética, I, apéndice.)
Referencias
Boyer, Carl (2003): Historia de la matemática, Alianza, Madrid.
Bueno, Gustavo (1970): El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid.
Ifrah, George (2008): Historia universal de las cifras, Espasa Calpe, Madrid.
Lizcano, Emmanuel (2009): Imaginario colectivo y creación matemática, Editorial Gedisa, Barcelona.
Madrid Casado, Carlos M. (2009): «Filosofía de las Matemáticas. El cierre de la Topología y la Teoría del Caos», El Basilisco, 41, pp. 1-48.
Notas
{1} Desde nuestras coordenadas, las matemáticas son una construcción humana. El Teorema de Pitágoras, por ejemplo, no es un descubrimiento, como si –según decía Cornelius Castoriadis– «hubiera estado allí desde la formación del Sistema Solar». Es una invención, cuya verdad no consiste en la supuesta adecuación de los triángulos rectángulos empíricos con una suerte de triángulos rectángulos ideales que flotasen en un cielo uránico platónico o en la mente de los geómetras, sino en la identidad (sintética, es decir, producida) entre la suma de las áreas de los cuadrados construidos sobre los catetos con el área del cuadrado construido sobre la hipotenusa, como queda demostrado mediante las sucesivas construcciones geométricas consistentes en prolongar, cuadrar y transportar múltiples figuras objetuales sobre la arena, el papel o la pizarra (ver Euclides, Elementos, Libro II, Teorema 47). El hecho de que el teorema de Pitágoras sea, al igual que cualquier otro teorema matemático, una construcción operatoria no es óbice para el carácter universal (por su extensión recurrente y circular) y necesario (por su intensión inmanente y cerrada) de las verdades matemáticas. De hecho, la enseñanza de las matemáticas, que no suele considerarse un proceso propiamente constitutivo de la matemática como ciencia, por cuanto no es investigación, es, desde nuestro punto de vista, una característica distintiva de la matemática, como de toda ciencia: la posibilidad de su enseñanza demuestra su racionalidad (las demostraciones de los teoremas son repetibles una y otra vez, cosa que no ocurre, por ejemplo, con los milagros). De este modo, los teoremas matemáticos conforman elementos válidos desprendidos de las Culturas (la griega, la egipcia, la india, la árabe, la cristiana, la occidental…), más allá de sus vicisitudes temporales (pese a Oswald Spengler), y sin que por ello formen tampoco parte de la Naturaleza (donde, por cierto, no hay triángulos rectángulos). Cf. Madrid Casado (2009).
{2} La mejor prueba de que los números no son ideas flotantes sino conceptos ligados a la tierra es, como mantenía Engels (y, luego, Piaget), que los hombres han aprendido y aprenden a contar con los diez dedos de sus manos. Lo que también explica que nuestro sistema de numeración sea decimal. Si tuviésemos doce dedos en lugar de diez, nuestro sistema habría sido duodecimal. De hecho, la base de muchos otros sistemas de numeración primitivos se explica contando también los dedos de los pies o las falanges de los dedos.
{3} Para el sociólogo de la ciencia Emmanuel Lizcano (2009), los números negativos en China emergieron «naturalmente» a partir del complejo simbólico del yin/yang. Algo imposible dentro de la episteme griega, ordenada según el principio del ser/no-ser, y que sólo quedaría parcialmente superado cuando con Diofanto apareciera una especie de negatividad numérica pensada como ausencia. Ahora bien, estas sugestivas tesis etnomatemáticas, de las que el profesor San Miguel Hevia se hizo en parte eco en su artículo «El descubrimiento del cero» del nº 95, tienen un importante componente metafísico (cf. nuestro «Del cero al infinito» del nº 96). Especialmente, si se desconectan de los procesos técnicos: en las tablas de cálculo chinas, había ganancias y pérdidas, simbolizadas respectivamente por varillas rojas y negras –al revés que nuestros actuales «números rojos»–; pero nunca aparecían números negativos como tales en los enunciados y en las respuestas de los problemas.
{4} Por ejemplo, el papel central desarrollado en la construcción de los números reales por el cálculo de límites o, más sencillamente, por la resolución de ecuaciones. Así, en el siglo XVI, tras la competición entre Antonio Fiore (discípulo de Scipione del Ferro) y el tartamudo Tartaglia por dar con la solución de la ecuación de tercer grado (las de primer y segundo grado eran conocidas desde antaño), este último confió la fórmula secreta que había redescubierto al adulador y caradura de Cardano –médico, astrólogo, jugador y hereje (predijo hasta el día de su muerte… ¡y acertó!)–, quien juró guardar el secreto pero acabó divulgándolo en su Ars Magna (1545), junto a la solución de la ecuación de cuarto grado –ideada por Ludovico Ferrari, quien murió asesinado con arsénico por su propia hermana–. En la obra de Cardano se acepta el cero y los negativos como soluciones posibles de una ecuación, lo que supuso todo un progreso notacional. Mientras que Pacioli no mencionaba las soluciones negativas de una ecuación de segundo grado, Cardano se percata ya de que existen dos raíces, una positiva y otra negativa. Y, sin embargo, a esta última la llama «solución falsa».
{5} Sirva como ilustración cómo el Teorema Fundamental de la Aritmética, que establece que todo número puede factorizarse como producto de primos de manera única, salvaguarda la seguridad en Internet por medio del sistema criptográfico RSA: si los dígitos D de mi tarjeta de crédito se transmiten por la Web multiplicados por un número primo grande P, es decir, D·P, que sólo conoce el banco receptor, el pirata informático que interrumpa la trasmisión habrá de factorizar D·P para conocer mi tarjeta de crédito D, tarea realmente complicada.