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El Catoblepas, número 101, julio 2010
  El Catoblepasnúmero 101 • julio 2010 • página 8
Historias de la edad media

Europa

José Ramón San Miguel Hevia

La configuración del mundo actual

Europa al final de Carlomagno

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Las razones por la que los hombres actuales canonizan su propio tiempo condenando a las tinieblas exteriores a quienes han tenido la desgracia de vivir en el medievo, –gentes oscuras y necias–, obedece entre otros motivos a uno de importancia central. Piensan con razón que el desarrollo de la ciencia y de la técnica correspondiente es un fenómeno que tiene aparición y continuidad en la época moderna, y como además están convencidos de que este tipo de conocimiento es el único posible y fuera de él no hay salvación, critican a una edad que casi lo desconoce por completo y que al parecer le da la espalda. Y no caen en la cuenta de que existe otro saber científico de colosal importancia, que tiene precisamente su lugar propio en la oscurísima Edad Media.

Una viejísima colección de fotografías culturales adhesibles titulaba uno de sus apartados «inventos y descubrimientos», admitiendo al mismo tiempo la radical diferencia de esos dos tipos de conocimiento y su valor igual. Los inventores parten del axioma baconiano de que saber es poder, y a partir de él buscan construir un universo artificial que sea el reino del hombre y su éxito tan grande y tan temible que en la mayor parte del tiempo, nuestro cuerpo es la única realidad natural con que los urbanitas convivimos.

El descubrimiento en cambio parece el negativo de los inventos, hasta tal punto es diferente: el descubridor no hace nada con las cosas, como no sea respetar su forma de ser, que permanece inmutable Lo que en cambio varía en el acto de conocer es el sujeto, que abandona su primera condición de ignorancia. El hombre moderno, que demuestra hacia la antigüedad una devoción sólo comparable a su desprecio de la Edad Media, debía reflexionar que al menos en este punto la filosofía griega parece dar la razón a los medievales, pues para ellos verdad vale tanto como desvelamiento de lo que estaba oculto.

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Como los inventos son el resultado de una aplicación a casos concretos de leyes científicas suficientemente contrastadas, el resultado de esas leyes es ya sabido, antes de de que se nos aparezca. Los descubrimientos no pueden seguir a la ciencia, y su origen es forzosamente menos seguro, aunque más variado, y por supuesto mucho más divertido. Los siglos del milenio, sobre todo desde el VII al XV, son una abundante muestra de este extraño conocimiento, tan caprichoso como sorprendente.

Se puede descubrir algo por casualidad: la brusca llegada del Islam, su expansión por África y Asia –un acontecimiento enteramente inesperado– su contacto con los pueblos más lejanos y su vocación viajera cambia radicalmente el marco geográfico y pone en relación a todos los pueblos del mundo conocido. Pero donde vemos de una forma más cercana y evidente cómo funciona el azar en el conocimiento de algo absolutamente nuevo es en el encuentro con América, algo con lo que nadie contaba y menos que nadie el mismo descubridor. Por los precedentes en los mitos y leyendas y hasta en errores científicos, por el perfil humano de Colón y del pueblo que le ha enviado y por el carácter de aventura, este disparatado viaje es la mejor ilustración del principio del anarquista Feyerabend: para la ciencia vale todo, el caso es llegar.

En segundo lugar descubrimos algo cuando por efecto de la acción de un pensador, una escuela o una civilización o una época entera, = se nos hace evidente algo que desde siempre hemos tenido ante los ojos, pero que se nos escapaba por su carácter negativo. El ejemplo más glorioso en el que han colaborado tanto sus iniciadores indios como sus seguidores árabes es el del cero.

Todavía hay otro proceso que viene de más atrás y es mucho más lento, por el que los habitantes de la franja norte del Imperio romano llegan a ser conscientes del nuevo espacio en el que han de ensayar su proyecto común de vida El descubrimiento de Europa dura varios siglos, pasa por diferentes fases, y no tiene el carácter azaroso y espectacular de la aventura americana ni la apertura a las culturas del lejano Oriente. Pero sus protagonistas han alcanzado el conocimiento de su propia identidad, a través de un proceso que dura casi mil años.

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Otra de las razones de la incomprensión de los modernos hacia los medievales es el hecho de que las ciencias que sirven de base a los inventos y los descubrimientos son forzosamente distintas. La física estática o dinámica, la química o la biología son la base de las técnicas por las que trasformamos el mundo, y sus logros más notables son la multiplicación de la energía, y el hallazgo de nuevos materiales sintéticos, y de medicinas cada vez más eficaces para prevenir o sanar enfermedades.

Por el contrario el conocimiento que en los tiempos medievales juega un papel central es la geografía: en este punto la labor de todos los pueblos que han convivido en el medievo es gigantesca. Gracias a ellos el universo pequeño y cerrado, que hace del mar romano el centro de la tierra, se ensancha durante estos mil años hacia los cuatro puntos cardinales y se abre a todos los continentes. Este descubrimiento de la tierra entera va acompañado de una nueva vivencia: el ecumenismo medieval sustituye al exclusivismo con que los griegos y los romanos contemplan su propia cultura y desprecian todas las que caen fuera de ella.

Los árabes tienen una brillante nómina de geógrafos-viajeros, que dan a conocer en sus tratados los pueblos de que tienen experiencia directa y que además de describir el contorno de las tierras visitadas dan a conocer las costumbres y los conocimientos ciertamente sorprendentes de aquellos pueblos olvidados. Su labor es tanto más fácil y urgente cuanto que el Islam, un siglo después de la muerte de Mahoma, abarca un espacio inmenso, que va desde la India y la frontera con China al sur y al este hasta Al Andalus al norte.

En el siglo XIII los embajadores franciscanos o los mercaderes italianos continúan esta tradición viajera y dan a conocer las costumbres y las ideas de los tártaros en el más lejano oriente. Al principio de los años cuatrocientos los navegantes portugueses describen el occidente de África, que hasta entonces había sido una tierra inhabitable y desconocida, dibujan el perfil del continente y sustituyen los antiguos mapas, fuertemente imaginativos. Todos estos avances preparan la definitiva aventura –medieval por los cuatro costados– de la llegada a América, y un último descubrimiento, tanto más extraño cuanto que se produce por la simple reflexión de sus protagonistas sobre su nuevo espacio geográfico: la autoconsciencia de Europa.

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Aunque la realidad geológica de los mares y continentes de la tierra ha permanecido inalterable desde hace cientos de miles de años, los hombres que la ocupan pueden variar sustancialmente su geografía, algo así como una misma secuencia de signos admite una doble lectura, que descubrimos con sorpresa al resolver un jeroglífico. Concretamente en el corto espacio de los mil años que van desde el comienzo al fin de la Edad Media el mar Mediterráneo funciona primero como un factor de unión de los pueblos que están en sus dos orillas, y después todo lo contrario como su separación y alejamiento. Conviene reflexionar sobre la existencia sucesiva de esas dos realidades geográficas que dan lugar al descubrimiento de lo que ahora es Europa.

Al comienzo de la edad antigua los griegos desarrollan su proyecto colectivo de vida alrededor de los mares interiores orientales, primero el Ponto Euxino, rodeado de una cadena de puertos, donde las ciudades estado han hecho apoikia. Después de la llegada de los persas su civilización se traslada al talón de Italia y a Sicilia, alrededor del golfo de Tarento. En un tercer momento, después de la victoria de Salamina, la Confederación de Delos se extiende a todas las islas y ciudades de Egeo.

Cuando los macedonios llegan al poder se mantienen fieles a esta vocación y su campaña sobre el gigantesco imperio persa es una herencia de la victoriosa guerra defensiva de Maratón y Salamina. A la muerte de Alejandro el helenismo se implanta en un círculo formado por la Grecia continental, el Asia Menor y Egipto y la capital cultural y comercial se traslada a la recién fundada ciudad de Alejandría. El espacio geográfico en el que se mueven y al que miran los helenos en su historia colectiva es la costa sur y este del Mediterráneo, mientras que las tierras y los pueblos del norte son inhóspitos y salvajes y no despiertan su nativa curiosidad.

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Los romanos viven en un espacio geográfico más amplio y mucho mejor definido. En el centro de la tierra está el Mediterráneo –y casi en el centro geométrico de este mar interior la ciudad de Roma–, ha establecido una monarquía universal, gracias a la acción complementaria de sus legiones y de su derecho. Hay que esperar al siglo II para que se estabilicen sus dominios con Adriano y la dinastía de los Antoninos, que renuncian a extender la segura frontera donde queda encerrados sus inmensos dominios.

Los límites del Imperio casi coinciden con los de la ecumene. Por el sur abarca las costas de África, desde Egipto a Cirene, Cartago y Mauritania: debajo de estas tierras, totalmente romanizadas, sólo hay un desierto inhabitable por las altísimas temperaturas. Lo contrario sucede en el norte, más allá de la Galia, Germania, Dacia y la muralla construida en Britania, pues el frío extremo y continuo impide el normal desarrollo de la vida humana y hace a los bárbaros vecinos rudos y salvajes.

Hispania en la parte occidental también es el Finisterrae pero esta vez por la presencia de un océano, según los cálculos de los astrónomos de Alejandría infinito por su extensión, e imposible de navegar por su régimen de tormentas. Sólo el último oriente está habitado, pero es inaccesible y desconocido por su lejanía, su extensión y la presencia de los partos y los persas, todas tres circunstancias, que hacen de esas tierras y esos pueblos un mundo tan extraño a Roma como puede ser para nosotros los extraterrestres.

Esta estructura geométrica del espacio en anillos concéntricos –la tierra inhabitada o desconocida, el mundo romano, el mare nostrum y la propia Urbe– se completa con una disposición física. Todo el orbe gravita en torno a Roma, que con su fuerza mantiene unidos los tres continentes e impide su separación e independencia. Hasta tal punto que los pueblos de la costa de África, los más meridionales como Italia, Hispania, los herederos de la antigua Grecia, y los habitantes de la costa septentrional del mar interior, son los más romanizados,. mientras que mas al norte los bárbaros siguen siendo potenciales enemigos.

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Cuando el Imperio inicia su lenta decadencia, incluso cuando Roma, ante la perplejidad y el horror universal cae en poder de los bárbaros, todavía se mantiene ese espacio geográfico. Ya a principios del siglo IV Constantino ha fundado en los estrechos que unen el Mediterráneo con el mar Negro una ciudad, que se llamará con el tiempo Constantinopla, y en 398 Teodosio divide el Imperio entre sus dos hijos, con dos capitales en la antigua y la nueva Roma. Pero aunque los orientales conservan el idioma y la cultura griega, se consideran descendientes de Augusto y de Cesar, llaman a sus dominios basileia tôn romaiôn, reino de los romanos, y no olvidan su primer origen.

Poco después de esta escisión, el occidente sufre la invasión masiva de los bárbaros del norte, pero a pesar de la progresiva desintegración de la primitiva unidad romana, todos los pueblos mantienen tenazmente el espacio geográfico en el que ha vivido la antigüedad. Concretamente los visigodos –los godos del oeste– terminan estableciéndose en el sur de Francia y en España, los vándalos fundan un imperio marítimo en la costa norte de África y los suevos se asientan en Galicia. Por su parte los anglos se distribuyen entre Dinamarca e Inglaterra, los sajones en el norte de Alemania y los francos en el nordeste de Francia.

También el pensamiento pervive en medio de las invasiones y alcanza niveles altísimos. No es ningún azar que Agustín, uno de los intelectuales mayores del mundo clásico, haya escrito sus más grandes obras en los años mismos de la primera caída de Roma, y que muera en su diócesis africana de Hipona en el momento en que la ciudad está cercada por los vándalos. Unos años más tarde el rey ostrogodo Teodorico encarcela a Boecio y Casiodoro, tras una confusa acusación de conspiración de los latinos contra la corona.

En un segundo momento, ya muy entrado el siglo VI, los bizantinos conquistan a los vándalos el norte de África, y a los ostrogodos Italia llegando por el occidente hasta las islas Baleares y el sur de Hispania. Son de esta forma, los herederos del antiguo imperio, y los amos del Mediterráneo, que deben compartir con los visigodos y con los francos. Es evidente que todos estos pueblos no abandonan el marco geográfico en que han vivido las civilizaciones de Grecia y de Roma.

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La inesperada aparición del Islam es uno de los acontecimientos decisivos de la historia, y la causa de la formación de un nuevo espacio geográfico, justamente el mismo en que todavía estamos viviendo. Sus fulminantes conquistas por otra parte son mucho más extensas en el espacio que las de todos los imperios de la antigüedad. Sólo diez años después de la muerte de Mahoma, bajo el califa Omar, los musulmanes conquistan Damasco y completan su dominio del cercano oriente tomando Mesopotamia, Palestina, Egipto, Armenia y toda Persia, hasta llegar al Pakistán. Y poco después, a comienzos del siglo VIII se apoderan por el sur de las bocas del Indo y de una parte del Punjab, y por el norte del Magreb y de Córdoba, Sevilla y Toledo.

En el 715 el imperio Omeya alcanza su máxima amplitud y comprende desde las fronteras con China hasta los Pirineos, y sólo entonces está obligado a detener su avance. El ejército bizantino libra a Constantinopla del asedio de los árabes y los rechaza más allá de la cordillera del Taurus, justo el mismo año en que comienza la resistencia de los pueblos del norte de España. Los nuevos conquistadores atraviesan entonces los Pirineos y penetran en el reino de los francos, pero en el 732 Carlos Martel los vence en Poitiers, en una batalla que tendrá pronto una continuación de incalculables consecuencias.

En Asia en el inicio de la segunda parte del siglo VIII, ya bajo la dinastía Abbasí, los árabes se apoderan de Kabul en Afganistán y ocupan de forma estable el Sind, aproximadamente el actual Pakistán. Al mismo tiempo y a pesar de su victoria en Talas, deben detenerse en los límites de la Sogdiana ante los continuos contraataques de los chinos. Queda así trazado un nuevo mapa y definido un nuevo marco geográfico, que a lo largo de toda la Edad Media va a sufrir variaciones en apariencia insignificantes, pero decisivas a la hora de dibujar la nueva figura del mundo. En particular el Mediterráneo deja de ser el centro alrededor del cual se construye o recuerda una civilización, y se va a revelar cada vez más como un punto de conflicto y separación. Y los tres continentes, Europa, Asia y África, dejan de gravitar en torno al Mare Nostrum y poco a poco adquieren una realidad independiente.

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El año 800, justo en la frontera de los siglos VIII y IX, nace oficialmente en el norte del Mediterráneo una nueva entidad política, que aspira a ser la réplica del dominio islámico: el papa corona solemnemente a Carlomagno como emperador con los títulos de Imperator Augustus Romanorum gubernans Imperium o también serenissimus Augustus a Deo coronatus, magnus pacificus Imperator Romanorum gubernan Imperium. A los ojos de del papa León y de sus contemporáneos aparece investido de un carácter sacral, como defensor de los cristianos, pero al mismo tiempo es el heredero de los antiguos, en cuanto restaurador del imperio romano.

Lo que sí es de una novedad radical es el espacio geográfico en que forzosamente Carlomagno ha de desarrollar su gobierno, porque el Mediterráneo ha dejado de ser el Mare Nostrum al romperse toda comunicación entre sus dos orillas. La consecuencia es que el emperador ha de construir sus dominios en el norte del continente. Nadie es consciente de esta mutación, pues todos piensan y llaman a los reinos cristianos –lo mismo orientales que occidentales– romanos.

Los territorios que hereda Carlomagno –la actual Francia, Bélgica, Holanda, la Alemania del sur–, son ya muestra de esta nueva realidad continental. Por su parte él se encarga de ampliarlos mediante sus conquistas en Frisia y Sajonia en el norte de Alemania, de Lombardía y Espoleto en Italia, y de Dalmacia y Carintia en los Alpes orientales, concretamente en lo que ahora son Chequia, Eslovaquia y Croacia. Además establece una serie de marcas fronterizas para proteger su imperio muy al norte de los limes de los romanos: la marca bretona, la danesa, la soraba contra los eslavos, y la oriental en el Danubio contra los avaros, y la hispánica al sur de los Pirineos.

Carlomagno es además de protagonista de esta experiencia el promotor de un renacimiento cultural con la ayuda sobre todo de Alcuino de York, en funciones de ministro de instrucción pública. Este florecimiento de las letras latinas habría sido imposible sin la presencia de los monjes, que se han trasladado al nuevo espacio geográfico del centro norte del continente. A fines del siglo VI –poco tiempo después de que San Benito funde la casa madre de Montecassino– llegan a Inglaterra los primeros misioneros, y medio siglo después, el papa Viteliano refuerza esa primera presencia enviando un monje griego, Teodoro, y un abad africano, Adriano, conocedores del griego y latín, así como de la literatura sacra y profana. Durante todo el siglo VIII la predicación del Evangelio y la difusión de una elemental cultura latina pasa de Irlanda e Inglaterra a Germania primero y después a todo el continente.

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A partir del siglo XI y de una forma mucho más decidida en el XII y XIII, los pueblos del continente toman poco a poco la iniciativa y desarrollan un proceso económico y social, que los pone en comunicación y prepara a la larga el descubrimiento de su propia entidad. Desde los primeros años del segundo milenario los obstáculos que se oponen a su actividad y a su misma independencia van desapareciendo. Los normandos abandonan su primera agresividad y se convierten de bandidos en mercaderes armados, integrándose en la vida de sus vecinos del sur.

En el oriente los magiares, que han impedido la comunicación a través del Danubio con el imperio bizantino, se incorporan también a la vida del continente, desde que el rey de Hungría se convierte al cristianismo. Al mismo tiempo el conde de Arlés expulsa a los piratas sarracenos, que controlaban los pasos de los Alpes, y en los reinos de España la ofensiva contra los árabes llega a su momento decisivo, cuando Alfonso VI conquista Toledo, la vieja capital desde donde los godos habían dominado la totalidad de la península ibérica. Por el norte, el este y el sur vuelve a estar abierta la conexión a través de los ríos y los mares interiores.

En el siglo anterior, ante la primera crisis de energía –la energía humana– motivada por la considerable disminución de la esclavitud, se habían descubierto una serie de técnicas extraordinariamente novedosas –la collera, el enganche en fila, el barbecho y la herradura– y se pone en funcionamiento el molino de agua. Gracias a todos estos avances los hombres de los años mil inician la primera renovación de la agricultura.

En fin, por primera vez en mucho tiempo los pueblos de la Edad Media experimentan unos siglos de relativo florecimiento. Las hambrunas son cada vez más escasas y casi desaparecen desde los primeros años del año mil, y la peste –la gran amenaza apocalíptica– concede un larguísimo alivio. La presencia de una naturaleza dos veces amiga es causa de un crecimiento demográfico ininterrumpido, y todos estos factores –sociales, técnicos, naturales– hacen posible y necesario el gran salto hacia delante de estos tres siglos. La revolución de la economía agrícola, industrial y comercial es además la causa de la primera comunicación estable de los pueblos del continente del norte.

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Pronto los comerciantes medievales sustituyen al Mediterráneo en sus dos orillas por mares interiores situados en el centro del continente. Los venecianos, integrados en un principio en el imperio bizantino, potencian el comercio con su puerto del Adriático, y no tienen reparos en establecer relaciones bilaterales de dudosa moralidad con los árabes orientales. Más al norte los noruegos y daneses ejercen su actividad en el Báltico y el mar del Norte, y los suecos en Rusia meridional, desde el Dnieper al mar Negro y Caspio. Por otra parte los pueblos de Flandes, Italia, Francia o Alemania comercian a través de los grandes ríos, que sustituyen a las antiguas calzadas romanas.

El continuo crecimiento demográfico de estos tres siglos multiplica a los segundones, que por su número ya no caben en la economía cerrada y autosuficiente de los señores. Unas veces están forzados a abandonar sus tierras, otras huyen del estado de servidumbre en que al parecer están condenados a vivir, y así forman una clase de individuos desarragaigados Para descansar de su vida nómada ocupan los barrios de las ciudades eclesiásticas y las fortalezas feudales, y muy pronto son capaces de desarrollar una vida económica y política autónoma formando el naciente estamento de los burgueses.

La economía mercantil abierta exige, no sólo unos individuos dotados de fuerte conciencia de clase y de determinado status jurídico, sino una actividad industrial y agrícola en expansión. La producción de lanas en Flandes, origen de una técnica artesanal que se extiende a muchas ciudades de Francia es origen de una naciente industria, y otro tanto sucede con la construcción de armas de las que occidente se hace por primera vez exportador. Pero el fenómeno decisivo de la nueva época es el cambio de una agricultura de subsistencia por la roturación de gigantescos espacios de tierras baldías que aumentan sin límites la riqueza del continente.

El comerciante es de esa forma el protagonista de la economía medieval, como que su acción es causa y efecto de todas las demás, además de que descubre una serie de instrumentos que se pueden traducir sin esfuerzo al lenguaje actual. Pero su acción está potenciada por la religión, que funciona como un factor de unidad de todos los pueblos del norte y de separación con relación a los invasores orientales, y por una institución internacional, la universidad, que integra a los maestros y estudiantes de las nacionalidades del continente. Este movimiento tiene tal fuerza que ni siquiera lo pueden detener las calamidades de todo tipo, naturales y políticas que llenan el siglo XIV, y se consuma en los doscientos años siguientes.

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Quienes sitúan el comienzo de la Edad Media en la caída de Roma completan esa visión tópica explicando su final por otro acontecimiento rigurosamente simétrico, la toma de Bizancio por los turcos. Es más exacto decir que el nuevo espacio geográfico en que se mueven los hombres en estos casi mil años está definido en su inicio por la conquista del Islam, que divide en dos el mar romano, estableciendo una solución de continuidad entre sus dos orillas. Sólo la aparición, por cierto mucho más precipitada y teatral, de un nuevo imperio, es capaz de poner fin a los tiempos medios, conservando y superando esa primera morada.

De esta forma el mapa en que se mueven los hombres de los tiempos modernos sólo está completo cuando España y Portugal interviene= n en la historia, dibujando el contorno de todas las tierras. Al mismo tiempo los reyes católicos conquistan el último reducto del Islam en Europa, convirtiendo al Mediterráneo en la frontera entre dos mundos, y terminando el lento proceso por el que el continente se ha hecho consciente a través de casi mil años, de su propia identidad, proyectándose fuera de sí a través de los grandes océanos.

 

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