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El Catoblepas, número 102, agosto 2010
  El Catoblepasnúmero 102 • agosto 2010 • página 3
Guía de Perplejos

De la veleidad

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre la voluntad inconstante y caprichosa

Giotto de Bondone (1266–1337), Inconstancia, Capilla de los Scrovegni, PaduaGiotto de Bondone (1266–1337), Inconstancia, Capilla de los Scrovegni, Padua

No sabría si calificarme a mí mismo de indeciso o dubitativo: digamos que no siempre me resulta fácil tomar una decisión; no pocas veces –hay que decirlo también– porque me da exactamente igual una cosa que la contraria. No se trata de abulia, sino de indiferencia. Mas si difícil me resulta decidirme, no lo es menos, una vez resuelto a algo, que nada ni nadie consiga hacer que cambie de opinión. Con ello me encuentro a salvo de la veleidad, pero tal vez al precio de caer en brazos de la obstinación. Cierto que no soy (o no creo ser) terco hasta la estupidez: mi terquedad se manifiesta únicamente en aquellos asuntos en los que tanto valdría (me parece) una opción u otra, y si precisamente por eso me cuesta optar, no veo razón alguna para cambiar una vez que lo he hecho. Pero supongo que terco, al cabo. Y si en ello ninguna otra ventaja reside, existe, siquiera, la de no ser veleidoso o lábil. Mas no lo digo para engalanarme o servir de ejemplo a nadie: es indudable que no es virtud lo segundo, pero no es ni mucho menos evidente que lo sea lo primero.

Claro que también cabría pensar que ni lo uno ni lo otro tienen que ver con la virtud: son, sencillamente, formas de ser como otras cualesquiera, y si de ellas se deriva ocasionalmente algún mal, no será con frecuencia mayor que el que puedan engendrar otras posibles: una bondad extrema o una buena intención que no conoce límites pueden alumbrar desdichas y catástrofes sin cuento, y, como es natural, el juicio moral deberá recaer sobre la acción misma que las ha generado y sobre el sujeto ejecutor, cuya bondad o buena intención no le exime, sin embargo, de responsabilidad; mas resultaría erróneo y profundamente injusto concluir, por ello, que la bondad es perversa o la buena intención, dañina.

La veleidad, en efecto, no es perversa en tanto que veleidad: es, simplemente, un engorro, para quien la padece y para quienes no tienen más remedio que tratarle, porque con un sujeto así nunca sabe uno a qué atenerse ni cuál será el siguiente giro que dé su veleta: el último estímulo le domina y el último en llegar lo convierte fácilmente a su causa.

Locke dirá de ella que

«es el grado más bajo del deseo, y casi la ausencia total del mismo, en el que la pena por la ausencia de la cosa es tan pequeña que no consigue provocar en quien la experimenta más que un deseo muy ligero para obtenerla, pero sin que provoque ninguna utilización vigorosa y efectiva de los medios para obtenerlo» [Ensayo, II, XX, 6].

Y Leibniz, que la considera una suerte imperfecta de voluntad condicionada, defenderá, casi con las mismas palabras, una posición idéntica a la de Locke, cuando afirma que veleidad es

«término que ha sido utilizado para designar el grado más bajo del deseo –y añade–, y es lo más aproximado a ese estado en que se encuentra el alma respecto a una cosa que le resulta completamente indiferente, cuando el displacer que provoca la ausencia de algo es tan poco importante que no lleva más que a débiles anhelos, sin llegar al punto de poner en juego los medios para obtenerlo» [Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Lib. II, cap. XX]

Formas, sin duda, muy interesantes de complicar el asunto, algo a lo que muchos filósofos son dados con cierta frecuencia. Aunque peor es el caso de aquéllos (y en modo alguno incluiría yo aquí ni a Leibniz ni a Locke) cuya verborrea oscurantista no oculta sino simplezas y lugares comunes y ordinarios expresados en un lenguaje cuya difícil comprensión se quiere hacer pasar por profundidad; y a veces ni eso, sino meros discursos revestidos de tantos y tan complejos ropajes con los que se desea aparentar que ocultan joyas, siendo así que detrás no hay más que baratijas; verdades sublimes y complejas donde no hay más que sinsentidos; cuerpos excelsos donde sólo hay maniquís de cartón; cuerpos, en todo caso, que únicamente les es dado desnudar a unos pocos elegidos, y hay incluso quienes dicen haberlo hecho. Es como el cuento aquél del traje del rey, que sólo ven los muy inteligentes: ¿quién se atreverá a decir, en consecuencia, que su Majestad va a cuerpo gentil o en pelota picada? A mí, cuando era joven, me hubiera costado mucho no decir que había entrado, o que estaba a punto de entrar, en esos templos de arcana sabiduría: ahora me da igual afirmar que no existen tales templos ni tales sabidurías; y hasta podría recoger aquí, sin titubear un instante, una docena de nombres que, todos juntos, no valen lo que un capítulo de los Ensayos de Montaigne.

«Es una buena regla afirmar –dice Whitehead– que cuando un matemático o un filósofo escribe con una brumosa profundidad está diciendo algo carente de sentido».

Y Lagrange sostenía que un matemático (¿no vale lo mismo para un filósofo?) no llega a comprender plenamente su obra hasta que esté tan clara que la pueda explicar al primero con el que se encuentre. Pero hay algunos que parecen pensar que cuanto menos se entienda lo que dicen, más sabios son. Y lo malo es que hay otros que lo creen. Es increíble la variedad de formas mediante las cuales la gente retrata su estupidez, quiero decir, no ya que la pone de manifiesto, sino que hace un reconocimiento implícito de la misma. El razonamiento inconsciente parece ser más o menos éste: «No entiendo nada de lo que dice, luego es un genio; entiendo lo que dice, luego es un simplón» De donde se deduce que el propio individuo se considera a sí mismo un imbécil y un simple. Admito que yo, en cambio, peco en estas cuestiones de soberbio, y si parto del supuesto de que no soy tonto (confío en no incurrir en un exceso de optimismo), cuando no entiendo algo concluyo que, una de dos: o que quien me lo ha explicado no ha sabido hacerlo o que tampoco lo entiende él. O también –y acaso con más frecuencia– que tras tanta palabrería vacua no hay, en realidad, nada que entender, por lo que no merece la pena dedicar un solo minuto a devanarse los sesos intentando descifrar el sentido de una página que no lo tiene.

«Al escuchar o leer éstas y otras sutilezas semejantes, propias de un diletantismo ingenioso y placentero, y al no ver en tales fruslerías ventaja alguna manifiesta y útil para la vida, o algún objetivo digno de perseguir» [Aulo Gelio, Noches áticas, V, XV],

lo que hago es cerrar el libro o los oídos y pasar a otra cosa, porque

«hay que saborear la filosofía, pero no ahogarse en ella» [Noches áticas, V, XVI].

Pero, en fin, nada de esto tiene que ver con Leibniz ni con Locke: puedo asegurar que ninguno de ellos formaría parte de mi antología personal del disparate y que ni en uno ni otro estaba pesando al escribir lo anterior. Digo sólo (y refiriéndome ahora de manera exclusiva a la veleidad) que ambos complican innecesariamente el asunto, y hasta lo distorsionan. Cuando Leibniz afirma que se trata de una especie imperfecta de voluntad condicionada, ¿no sería más simple que dijera que el veleidoso posee una voluntad fácilmente tornadiza e incapaz de comprometerse firmemente con nada? A menos, claro está, que no sea eso a lo que se refiere. Y cuando ambos., tanto Leibniz como Locke, sostienen que se trata del grado más bajo del deseo, al punto que denota incluso una ausencia total del mismo, la cuestión no es sólo que se complica el asunto. sino también que se distorsiona, porque la veleidad no consiste necesariamente en un bajo grado de deseo, y mucho menos en la ausencia del mismo; ni siquiera en un deseo débil o indeciso, sino en un deseo inconstante y fácilmente mudable; un deseo, pues, vano y antojadizo. El veleidoso puede desear algo, y desearlo incluso intensamente: lo que sucede es que al instante siguiente deseará otra cosa, incluso la contraria.

La veleidad no es más que el resultado de una voluntad caprichosa y poco firme, inconstante, desde luego, y también superficial. Su escaso arraigo en un determinado objeto no nace de la indiferencia –como parece sospechar Leibniz–, ni siquiera de la duda, sino de la inseguridad. Una inseguridad que tampoco ha de confundirse con indecisión que si casi nunca son exactamente lo mismo, menos aun en este caso concreto: el veleidoso puede desear un determinado objeto y decidirse con firmeza (e incluso con decisión precipitada) por él. Pero lo que falla es la constancia en la elección, e inseguro de que haya sido la más acertada, la decisión se quiebra fácilmente, para acabar asentándose ambas (elección y decisión) en un objeto distinto.

El veleidoso parece vivir de continuo un conflicto, en el sentido de Lewin: diríase encontrarse siempre ante dos o más alternativas que le agradan o le repelen por igual, pero sin que le sea posible quedarse con las dos o evitarlas a un tiempo. De tal manera que, obligado a ello, una vez que ha optado, su propia inseguridad le conduce invariablemente a un nuevo conflicto: el conflicto posterior a una decisión, que no consiste sino en que la alternativa rechazada se le muestra ahora como más deseable o menos desagradable que aquélla que fue objeto de elección, por lo que no es infrecuente que revoque, de ser posible, su decisión primera y… vuelta empezar. El resultado de todo ello, como es obvio, no puede ser otro que la frustración.

Tomás de Aquino, partiendo de la distinción entre voluntad antecedente (aquélla que quiere algo no absolutamente, sino sólo en cierto modo) y voluntad consecuente (la que quiere después de considerar todas las circunstancias particulares), dirá que Dios quiere (con voluntad antecedente) salvar a todos los hombres, pero quiere, al mismo tiempo (con voluntad consecuente), a causa de la justicia, condenar a algunos; de igual modo que la voluntad antecedente de un juez justo quiere que el hombre viva, pero su voluntad consecuente quiere colgarlo. Mas un querer absoluto es sólo el nacido de la voluntad consecuente, de ahí que lo que Dios quiere absolutamente (condenar a algunos), lo hace, aun cuando no haga lo que quiere con voluntad antecedente (que se salven todos).

«Por eso puede decirse que un juez justo quiere absolutamente colgar al homicida, pero en cierto modo quiere que viva, es decir, en cuanto que es hombre. De ahí que tal acción pueda ser llamada veleidad más que absoluta voluntad» [Suma Teológica, Ia, c. 19, a. 6].

¿Valdría, según esto, decir que la veleidad es una voluntad que no se decide a ser consecuente y a querer, por tanto, absolutamente (es decir, colgar al individuo), sino que permanece aún anclada a suerte de voluntad antecedente (que quiere que el sujeto viva) y sin acabar de desprenderse de ella.

Por supuesto, todas estas sutilezas del de Aquino van encaminadas a explicar el nada despreciable problema (¡y hay tantos cuando hablamos de Dios!) de cómo es posible que si Dios quiere que se salven todos los hombres, no todos se salven. Pero, a mí entender, la respuesta ni soluciona el problema para el que es elaborada ni aclara mayormente qué sea la veleidad como tal. El ejemplo del juez no es de ninguna manera un caso de veleidad: lo sería si ahora decide absolver al reo y más tarde considera que debería haberlo condenado, o a la inversa. Pero no es eso lo que sucede; lo que en verdad ocurre es que se dan en él dos disposiciones de ánimo o dos tendencias enfrentadas e incompatibles: la que le dicta (o puede llegar a dictarle) su condición de hombre y la que le impone su condición de juez: en tanto que hombre puede ser misericordioso, mas en tanto que juez únicamente puede ser justo (y lo mismo podría suceder a la inversa: que su deseo en tanto hombre sea colgar al individuo al que sabe, sin duda alguna, culpable; mas su sentencia en tanto que juzga debe ser la absolución siempre que no haya sido suficientemente demostrada la culpabilidad). Mas todo esto lo que viene a probar (no sólo en el caso del juez, sino también en el del mismo Dios) es algo muy distinto a lo que supone Tomás de Aquino, y en lo que, desde luego, no parece haber reparado, y es esto: que nadie ser puede ser misericordioso y justo al mismo tiempo, ni siquiera Dios. Viene, en suma, a poner de relieve una de las muchas contradicciones que entraña la Idea del Ser Perfectísimo y que hacen de Dios un ser imposible: Dios no puede ser sumamente Bueno o Misericordioso y, al tiempo, sumamente Justo, de igual modo que no puede ser Perfecto, en general (y dígase otro tanto de cualquier perfección en particular) y, a la vez, ser Omnipotente, porque un ser Perfecto no puede poseer potencialidad alguna, sino que ha de ser, por fuerza, acto puro, pero si no la tiene, entonces no es Omnipotente: si Dios no puede llegar a ser mejor de lo que es, no es Todopoderoso; y si no puede ser peor, tampoco.

Entiendo que de todas las formas de ateísmo posibles, ésta, a la que podríamos denominar ateísmo lógico, es la más fuerte y consistente. Y envuélvase de todas las brumas y profundidades metafísicas que se quiera, que la argumentación continuará, a mi juicio, siendo tan simple como demoledora. O dígase, si se quiere, con el propio Tomás de Aquino, que la contradicción no se encuentra en la problemática misma, sino en las limitaciones de nuestro espíritu y de nuestro entendimiento, es decir, que no podemos entenderlo. Pues bien, créalo quien así lo estime oportuno, apueste con Pascal, y quizá vaya al Cielo, que los demás iremos a donde nos dejen. Y si es verdad que en el Infierno se encuentran todas las mujeres malas, no es el peor de los sitios al que se puede ir.

Pero no, tampoco Tomás de Aquino acierta a explicar lo que sea la veleidad. Y es que, en último término, ninguna otra cosa es más que lo que hemos dicho: una voluntad variable e insegura, y, más en concreto, variable por insegura. Una voluntad, por tanto, que desea y quiere (ninguna hay que no lo haga), pero sin continuidad ni constancia, sino, como una veleta, a merced de los vientos que soplen.

Y tal querer antojadizo y cambiante puede manifestarse en los más diversos ámbitos, incluido el de los afectos, cuyo caso extremo constituye la denominada labilidad afectiva, en la que los sentimientos y las emociones son fácilmente cambiantes (incluso de la risa al llanto, o viceversa). Pero esto forma parte ya del ámbito de la sicopatología y de la psiquiatría. De hecho, la labilidad afectiva es frecuente en algunas demencias, como la arteriosclerótica. Pero sin llegar a tanto, existe, ciertamente, una veleidad afectiva, no sólo referida a los estados de ánimo, sino también, y principalmente, a las personas en tanto que objetos afectivos, con las que se pasa de la veneración al desprecio, del amor al odio, sin que medie razón aparente alguna. Y si bien es cierto que tal forma de veleidad se presenta con frecuencia en algunos trastornos de la personalidad, no lo es menos que la encontramos también en sujetos veleidosos sin más. Y es que hay algunos individuos a los que parece que las cosas no les interesan más que el tiempo justo que tardan en conseguirlas. Y otro tanto les sucede con las personas.

 

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