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El Catoblepas, número 102, agosto 2010
  El Catoblepasnúmero 102 • agosto 2010 • página 19
Libros

Un estudio histórico sobre los felices sesenta

Pedro Carlos González Cuevas

Sobre el libro de Nigel Townson (ed.), España en cambio.
El segundo franquismo, 1959-1975,
Siglo XXI, Madrid 2009

Nigel Townson (ed.), España en cambio. El segundo franquismo, 1959-1975 Profesor de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y estudioso del republicanismo español, Nigel Townson ha convocado a doce historiadores, politólogos y sociólogos con el objetivo de dar nuevas interpretaciones de la España de los años sesenta y setenta.

En la introducción a la obra, Townson destaca el cambio experimentado por la sociedad española a lo largo de esos años, denunciando la relativa «marginación» que esta etapa a sufrido por parte de los investigadores. A su entender, «la segunda mitad del régimen franquista tiene un interés incuestionable, no sólo por la propia magnitud de los cambios que se produjeron, sino que porque la transición de la dictadura a la democracia –y, en menor medida, el posterior desarrollo de la España democrática– es inexplicable si no se tiene en cuenta la agitación de aquellos años». Y es que el régimen de Franco nunca fue monolítico e inmutable, sino que atravesó una serie de «cambios bien visibles»; en realidad, tuvo un carácter «híbrido». En ese sentido, el historiador británico pone en cuestión la naturaleza fascista del sistema político español. A ese respecto, critica el modelo interpretativo marxista defendido por historiadores como Preston, Tuñón de Lara o Casanova, según el cual el régimen franquista podía identificarse con el fascismo, porque había cumplido la misma «misión histórica», la misma «función social» que éste, es decir, estabilizar y fortalecer el modo de producción capitalista. Y es que, a juicio de Townson, tales fines «no son propios únicamente del fascismo, sino que han caracterizado a otros muchos regímenes, incluidos algunos de tipo militar, oligárquico-liberal e incluso democrático». Además, la interpretación marxista defiende que las características fundamentales del régimen franquista se definieron durante la primera década, negando que evolucionara de modo significativo; lo cual resulta indefendible desde el punto de vista histórico. Para Townson, el franquismo no puede ser definido «en términos de una única tipología», sino como «una amalgama de diferentes corrientes políticas e ideológicas» y como «un régimen que evolucionó claramente entre su fundación en los años treinta y su caída en los setenta». En su opinión, la etapa franquista puede ser dividida en «en una fase cuasitotalitaria o semifascista de 1939 a 1945, una nacional-católica, corporativista, hasta finales de los años cincuenta y, finalmente, un período definido sobre todo por su naturaleza tecnocrática, desarrollista, que perduró hasta la muerte del dictador». Esta última etapa ha sido, a juicio de Townson, marginada por los investigadores debido a que «carece del dramatismo y el alto perfil del primer tercio», lo mismo que por el interés suscitado por el período de la llamada «transición», del que la etapa desarrollista suele presentarse como un mero precedente. En el último período franquista, el cambio se debió, según el historiador británico, «ante todo a la transformación de la economía» auspiciada por los tecnócratas del Opus Dei, a través de la liberalización económica, la inversión extranjera, la emigración y el turismo. En sus conclusiones, Townson considera que «la segunda mitad de la dictadura es digna de estudio por derecho propio»; y que se trata de «un período intrínsecamente fascinante».

Pablo Martín Aceña y Elena Martínez Ruíz analizan la situación económica a lo largo del período que arranca del Plan de Estabilización de 1959. Ambos historiadores definen el período como «la edad de oro del capitalismo español». Y es que en tres lustros se registraron notables transformaciones estructurales, un innegable incremento del nivel de vida y un profundo cambio social. Tanto es así que, a la altura de 1975, «la economía española podía considerarse industrializada, lejos ya de la contextura agraria de 1940, y con una estructura productiva cercana a la de las economías occidentales». Unas transformaciones que se hicieron sin democracia, ni libertades políticas, pero que facilitó el ingreso de España «en el Primer Mundo y en el exclusivo club de los países con una renta por habitante superior a los dos mil dólares». El desarrollo español se debió a la combinación de un cúmulo de fuerzas: el deseo social de desarrollarse, el atraso relativo acumulado, la incorporación de la tecnología a través de la importación de bienes, el rápido aumento de la demanda de consumo y de tasa de inversión, la apertura al exterior, la disponibilidad de recursos productivos necesarios, las relaciones de intercambio favorables, &c. Los autores consideran que los resultados del Plan de Estabilización fueron «espectaculares», si bien la libertad económica nunca llegó a materializarse, ya que el régimen recurrió a los Planes de Desarrollo, «un instrumento de política económica importado de Francia». Los resultados más favorables de estos Planes se alcanzaron en aquellos sectores donde existía una significativa presencia de empresas públicas; por el contrario, en aquellos en que el Estado disponía de escasa presencia «los logros fueron relativamente modestos». Por otra parte, las relaciones laborales fueron objeto de una exhaustiva regulación; porque el régimen intentó compensar la falta de libertades políticas y el mantenimiento de los salarios bajos con la garantía del pleno empleo mediante «una legislación inflexible, especialmente en lo referente a los salarios y despidos, que impedía un eficaz ajuste a eventuales oscilaciones de la demanda». En ese sentido, los autores señalan «la ausencia del Estado como agente encargado de la distribución de la riqueza que se generaba», consecuencia de «la falta de voluntad política para llevar a cabo una verdadera reforma fiscal que convirtiera al sistema tributario en una sistema eficiente, igualitario y suficiente». Todo lo cual obstaculizó la edificación de un auténtico Estado benefactor. Por otra parte, el proceso de desarrollo económico contribuyó a reducir las diferencias entre las regiones más ricas y las menos desarrolladas, de forma que «la estructura económica se hizo más homogénea a través del territorio», si bien «el potencial de crecimiento de las regiones más atrasadas no se aprovechó plenamente».

Sasha D. Pack incide en las relaciones del turismo con el proceso de desarrollo económico y de cambio político. A juicio del profesor norteamericano, el turismo significó, por una parte, la «prueba convincente» de la aceptación del régimen de Franco por parte de la Europa democrática; y, por otra, «desafíos a sus principios fundacionales de autarquía mortal y económica». Hizo de España un país «menos diferente». Sin embargo, no existió una correlación unívoca entre turismo y democratización, puesto que el régimen fue capaz de fomentar y mantener políticas económicas liberales y la influencia de los turistas fue «más popular que democrática». El turismo favoreció, además, a la rama del conservadurismo más reformista, cuya principal figura fue Manuel Fraga. Antes de la consolidación del régimen franquista los viajes a España fueron muy escasos y el turismo no llegó a representar más de la décima parte del 1% del PNB. Y es que el turismo comenzó a desarrollarse como industria tras la Segunda Guerra Mundial en toda Europa y el interés por España comenzó a manifestar alrededor de 1949, sobre todo hacia la Costa Brava y Mallorca. Su clientela fue inicialmente francesa, británica y norteamericana. En 1951 Franco decidió elevar el turismo al nivel de cartera ministerial. El fomento del turismo tuvo como objetivos básicos «obtener divisas y romper con la reputación antimoderna del régimen de Franco y de España en general». Sus ingresos aportaron al régimen «la fuerza y confianza necesarias para poner en marcha importantes reformas económicas», como la mejora de las carreteras, de los servicios municipales, los hoteles y restaurantes, hasta alcanzar los estandares europeos. Implicaba igualmente, a nivel cultural, «la tolerancia e incluso la asunción de actitudes y conductas foráneas, y, quizás de igual importancia, una aceptación oficial de esa tolerancia». De la misma forma, el turismo obligó a abordar «una especie de descentralización gestionada de las iniciativas y la regularización»; y generó un debate político en torno a la moral y a las costumbres, que condujo al final del «desprecio oficial a la influencia extranjera en el período anterior». «La sueca –literalmente la mujer sueca– se convirtió en icono de la cultura popular contemporánea.»

El hispanista alemán Walter L. Bernecker aborda, por su parte, el tema del cambio de las mentalidades en el segundo franquismo. Para este historiador, el desarrollismo no fue únicamente un fenómeno de carácter económico; fue igualmente «la consecuencia de un cambio de actitudes y mentalidades», que se puso de manifiesto en la disposición a emigrar para buscar trabajo y bienestar en un entorno diferente, nacional o internacional. Condición y, al mismo tiempo, consecuencia de ello fue «el vertiginoso aumento de la tasa de escolarización» y la extensión de la enseñanza universitaria. Bernecker incide igualmente en las consecuencias de la guerra civil, que, en su opinión, «trastocó los estilos de vida» y significó «un cambio decisivo en el sistema de valores y normas de la población». Según el hispanista germano, a lo largo de los años sesenta, «el polo tradicional no era representado por parte de la sociedad, sino por el régimen franquista». Y es que la brecha entre el Estado y la sociedad se ahondaba cada vez más y el tradicionalismo estaba «ya sustancialmente agotado como una opción seria». Prueba de ello era, a su juicio, la influencia reciente del marxismo entre los estudiantes universitarios y la aparición del cristianismo progresista. Incluso interpreta en su sentido liberal la producción intelectual de Pedro Laín Entralgo, con su valoración del noventayochismo, lo mismo que la revista Escorial. Y concluye: «En cierta manera se podría decir que la victoria franquista en 1939 fue, desde el punto de vista ideológico, más bien efímera y no tuvo consecuencias duraderas, pues ya en los años sesenta la sociedad española estaba más politizada, urbanizada y secularizada que nunca, contradiciendo en casi todos los puntos las intenciones originales de la coalición vencedora en la guerra civil».

Tom Buchanan se pregunta hasta qué punto era España «diferente» a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta. La repuesta del profesor de Oxford es que las relaciones entre la España de Franco y el resto de Europa se «normalizaron» con relativa premura tras las Segunda Guerra Mundial; y que entre 1960 y 1974 el régimen español permaneció cómodamente asentado en una Europa del Sur compuesta por el Portugal de Salazar y la Junta Militar de los coroneles en Grecia. Señala, además, que hasta los años setenta la democracia europea estuvo mucho más preocupada por «equilibrar los intereses sociales y económicos que ampliar derechos y extender la participación política»; a ello se unía la profunda inestabilidad que sufrían los sistemas políticos de Francia e Italia. Y señala: «Sería fatuo afirmar que no había nada que distinguiera a la España de Franco de la Europa «democrática», pero hay que señalar que durante buena parte del segundo franquismo la fortaleza y los beneficios de la democracia europea eran mucho menos evidentes de lo que una visión retrospectiva permite afirmar». Lo cual cambió a partir de los años setenta, cuando fueron ampliándose los derechos políticos y sociales, por parte de los gobiernos europeos. Por otra parte, las tendencias sociales, económicas y culturales europeas tuvieron presencia clara en la sociedad española. Frente al historiador marxista Eric Hobsbawm, Buchanan estima que la experiencia española entre 1960 y 1975 no fue «atípica»: salto del capitalismo industrial moderno, nacimiento de la sociedad de consumo, incluso el renacimiento de los movimientos separatistas, como lo muestra el ascenso del nacionalismo de los galeses, escoceses, checos y eslovacos. «España lo mismo, pero diferente», concluye Buchanan.

Antonio Cazorla analiza la percepción de los cambios socioeconómicos por parte de las autoridades franquistas. El historiador español estima que «el cuadro de las mentalidades en las décadas finales del franquismo está aún por completar, y mucho». A juicio de Cazorla, la normalidad era, para el franquismo, «la despolitización de la población, incluso aunque ésta afectase al propio partido único». El futuro del régimen no pasaba, así, por la «revitalización del partido único sino por la mejora del nivel de vida y el mantenimiento de la confianza en Franco». A ese respecto, este autor destaca «la falta de políticas activas para expandir el apoyo político de la dictadura en la gente: el enorme vacío político y asociativo que el franquismo renuncia a ocupar en la sociedad y el apego de las autoridades a fórmulas organizativas y actividades que tenían un poder de convocatoria muy limitado».

Cristina Palomares aborda las nuevas mentalidades políticas en el período. A su juicio, es en los años sesenta cuando aparece «un sector reformista en el seno del régimen». Como consecuencia, el régimen se dividió en «inmovilistas o conservadores intransigentes y moderados»; lo cual se reflejó en la nueva legislación, cuyos hitos fueron la Ley de Prensa, la Ley de Asociaciones y la Ley de Representación Familiar. Estos cambios se reflejaron en la aparición de una nueva prensa crítica e independiente: Cuadernos para el Diálogo, Cambio 16, etc; y de nuevas asociaciones como CEISA, ANEPA, GODSA, &c.

Pamela Radcliff analiza las asociaciones y su incidencia en los orígenes sociales de la transición. Su punto de partida fue la progresiva disidencia de los grupos católicos como la HOAC y las JOC. Destaca igualmente la presencia de las asociaciones de padres de familia y de padres de alumnos. En 1964 se aprobó la Ley de Asociaciones, que legalizó «un pluralismo funcional que inauguró una nueva etapa en la vida asociativa», pero que no fue más que un aspecto de la oleada que se estaba produciendo en sectores del régimen. En ese nuevo contexto, los líderes del Movimiento Nacional comenzaron a formular «un nuevo lenguaje corporativo de participación de las masas». La nueva Ley, lo mismo que la reorganización del Movimiento Nacional, ofrecieron «un marco legal, que abrió un espacio «desde arriba» para el renacimiento de un asociacionismo no ideológico, que tuvo su correlato «en la apertura desde abajo». A la altura de 1977, figuraban en el Registro Nacional 4.251 asociaciones, entre las que destacaban asociaciones de amas de casa y cabezas de familia, de padres de alumnos y de vecinos. Frente a la visión tradicional de la inoperancia de estas asociaciones, Radcliff señala que su vitalidad dependía de las «condiciones locales, las acciones de los funcionarios del Movimiento, el entusiasmo de los residentes locales y la naturaleza de los problemas de la sociedad». El fenómeno asociativo «perdió gas en los años setenta al desmoronarse el ideal de colaboración entre el Estado y la sociedad civil bajo las presiones de un desarrollo rápido e incontrolado y un Estado impávido y sin respuestas».

William J. Callahan se pregunta sobre la continuidad o el cambio de las actitudes de la Iglesia católica a lo largo del período. El punto de partida fue el Concilio Vaticano II, que «produjo cambios radicales dentro de la Iglesia española y acabó con el aparente consenso que existía entre la Iglesia y el Estado». Las autoridades civiles –incluyendo el propio Franco– aceptaron públicamente el trabajo del Concilio; pero en privado tuvieron serias dudas acerca de su aplicación en España. La clausura del Concilio dio origen a un «período de ambigüedad». De hecho, la nueva Conferencia Episcopal estuvo dominada por los sectores conservadores; pero Pablo VI propició la creación de una nueva jerarquía, que culminó con el nombramiento del cardenal Tarancón para el arzobispado de Madrid. Hacia 1971, la mayoría de los obispos se movían «lenta y ambiguamente hacia una redefinición de la relación de la Iglesia y el régimen». Sin embargo, la jerarquía no se mostraba partidaria de «cambios sociales radicales, ni económicos»; se inclinaba por «un proceso de cambio paulatino», «un cambio de régimen, pero no de sistema». De la misma forma, Callahan estima que los obispos deseaban evitar una ruptura con el régimen, pese a los roces provocados con casos como el del obispo Añoveros. En contra de esas posiciones, apareció la Hermandad Sacerdotal del Clero, mientras que otros sectores próximos a la izquierda criticaron abiertamente los fundamentos del nacional-catolicismo, defendiendo posiciones sociales radicales y apoyando al nacionalismo en el País Vasco y Cataluña. Todo lo cual provocó la aparición de un cierto «anticlericalismo oficial». En el período de la transición, la Iglesia católica logró conservar sus posiciones en las finanzas y la educación; pero no en la legislación y en las costumbres, como se demostró en los temas del divorcio y el aborto. No obstante, Callahan cree que, al final, prevaleció «la continuidad» sobre los intentos de ruptura.

¿Se encuentran los orígenes del apoyo de la población española a la democracia en la España de Franco?, tal es el tema que se plantea Mariano Torcal, en su artículo. Cuando el sociólogo español hace mención al apoyo de la población, se refiere a un «apoyo incondicional», es decir, relativamente inmune a los vaivenes de la satisfacción con el funcionamiento del sistema, sus resultados sociales y económicos. A juicio de Torcal, este apoyo incondicional se produjo durante el período de la transición «en pocos años». Este apoyo es mayor entre los jóvenes, pero se encuentra difundido en todas las generaciones, sobre todo en el que denomina «la generación de la liberalización». Torcal cree que ello es reflejo igualmente de «los cambios que se produjeron en el discurso utilizado para legitimar el régimen», cuando se dio prioridad «a la exaltación de la paz y de la prosperidad impulsada por el régimen». De ahí que, según el autor, el cambio fue «fundamentalmente posible, en parte, gracias a la importancia que dieron los protagonistas al mantenimiento de estos logros tan apreciados ahora por los españoles (paz y prosperidad)». Y concluye: «La legitimidad del sistema democrático actual se construyó bajo la base de la socialización política del franquismo y de los símbolos que éste generó, pero el cambio actitudinal no se produjo antes de la transición, sino durante la misma».

El historiador Charles Powell analiza la actitud de los Estados Unidos ante el régimen de Franco y la transición hacia el sistema demoliberal. A su juicio, los sucesivos gobiernos norteamericanos siguieron unas pautas basadas en el realismo político y en el pragmatismo. Sus objetivos estuvieron determinados por la guerra fría y la renovación del Acuerdo sobre las Bases Militares de 1953. De ahí que su apoyo a la democratización fuese, según Powell, «modesto».

Por último, Edward Malefakis realiza una especie de balance global del régimen franquista, al que define como un «régimen bifurcado», que giraba en torno a dos tipos de dictadura, la totalitaria y la autoritaria. Tal fue la clave de su capacidad de cambio y de su longevidad.

* * *

De un tiempo a esta parte, proliferan los estudios sobre el régimen de Franco. Simplificando un poco, podríamos dividir el contenido de estos estudios en dos tendencias fundamentales: la marxista y la que algunos estudiosos denominan «revisionista». La primera viene a reproducir, en el fondo, las polémicas político-ideológicas del período de entreguerras. Su resurrección con motivo de las discusiones suscitadas por el tema de la llamada «memoria histórica» de la guerra civil y el franquismo no sólo ha contribuido a revivir los peores vicios de la historiografía española de los años setenta y ochenta, es decir, el dogmatismo, el apasionamiento y el partidismo, sino que viene acompañada, a nivel ético-político, por un contenido claramente vindicativo. En su desarrollo argumentativo, sus representantes tienden a considerar el régimen de Franco, desde una perspectiva más «demonológica» que propiamente histórica, como un delito, al identificarle, no ya con el fascismo, sino simplemente con la reacción, la represión, la negación de todo proyecto de modernidad; en definitiva, con el Mal absoluto. Así, en las obras de Manuel Tuñón de Lara, Paul Preston y sus discípulos, Angel Viñas o Julián Casanova, se ofrece, por lo general, no una historia razonada, como pedía el gran economista y sociólogo Joseph Schumpeter, sino una visión profundamente distorsionada y maniquea de los acontecimientos. El régimen de Franco aparece como un compendio paradigmático de lo grotesco y lo repugnante; algo que produce indignación y, al mismo tiempo, supera los límites del absurdo. Lo grotesco y lo horrible se unen en este caso de un modo tal que, pese a los años transcurridos de su desaparición, aún aparecen, en primer plano, la polémica y las acusaciones. Su perspectiva militante, combativa, casi agónica, hoy fortalecida política y mediáticamente por la Ley de Memoria Histórica, contribuye, al menos en mi opinión, a restar credibilidad historiográfica a este tipo de literatura.

La segunda, la que hemos denominado «revisionista», se encuentra mucho menos desarrollada en nuestra historiografía académica. Sus máximos representantes han sido Renzo de Felice, Emilio Gentile, George L. Mosse, François Furet, &c. Entre nosotros, sus seguidores más representativos han sido el hispanista norteamericano Stanley Payne y el sociólogo Juan José Linz. Esta tendencia tiene por base un enfoque pluralista, que sintetiza lo político, lo cultural y lo social de forma no reduccionista, intentando, a diferencia de lo sustentado por los marxistas tradicionales, una interpretación más matizada y compleja de la configuración histórica de los regímenes autoritarios y/o totalitarios del período de entreguerras, y en particular del franquismo. A ello se une, en su perspectiva metodológica, sobre todo en la obra de George L. Mosse, el principio de empatía, es decir, la capacidad de comprender y de ponerse de modo imaginario en los sentimientos y planteamientos de otras personas y tendencias ideológicas. Y, como complemento, una significativa animadversión, muy pronunciada en la obra de Renzo de Felice, hacia las interpretaciones monolíticas y esquemáticas y, sobre todo, al moralismo historiográfico.

Por fortuna, el libro que comentamos se encuentra mucho más cerca de la segunda línea que de la primera. Algo que puede verse desde el principio, en la introducción desarrollada por Nigel Townson, cuyo contenido resulta extremadamente clarificador. En primer lugar, por su reivindicación historiográfica de un período que todavía adolece de una considerable ausencia de estudios monográficos. Luego, por su penetrante crítica de las falacias de la interpretación marxista tradicional, que últimamente suele caracterizarse, sobre todo en la obra del hispanista británico Paul Preston, por una curiosa amalgama de materialismo histórico vulgar, de individualismo metodológico, empirismo y, sobre todo, de lo que los discípulos de Renzo de Felice han denominado peyorativamente «moralismo sublime», es decir, juicios de valor al servicio de una ideología política muy concreta. La introducción de Nigel Townson creo que debería convertirse en guía para los futuros estudiosos del período.

Sobre la política económica del segundo franquismo y el período desarrollista existe ya una literatura considerable, envuelta todavía en una dura polémica. Autores como, por ejemplo, Francisco Comín han negado la existencia del llamado «milagro español». El artículo de Martín Aceña y Martínez Ruiz remueve en aguas menos turbulentas. Sus conclusiones son mesuradas, pese a versar sobre un tema en el que han florecido, y florecen, abundantemente, los radicalismos. Hay en el texto un general propósito de objetividad y de rigor que invita al optimismo respecto al futuro historiográfico de una cuestión en la que se mezclan, al lado de problemas propiamente historiográficos, los temas claramente políticos. Los autores reconocen que, a lo largo de quince años, se produjo en la sociedad española notables transformaciones estructurales, un innegable incremento del nivel de vida y un profundo cambio social. Ponen en duda, sin embargo, que existiera, en aquella época, un auténtico Estado del bienestar; lo que, a mi modo de ver, resulta discutible, porque los autores tienden a identificar Estado del bienestar con su variante social-demócrata. En España, a juicio del sociólogo Gregorio Rodríguez Cabrero, existió una modalidad de Welfare State que denomina Estado autoritario del bienestar, que arranca de la legislación franquista del período 1964-1975, durante el cual se constituyó el entramado institucional de los diferentes sistemas de protección social, que, sin modificaciones importantes, llegan hasta la actualidad. La tesis que asocia Estado del bienestar y sistema político demoliberal es históricamente falsa, puesto que los orígenes de los sistemas de protección social varían de país a país y tienen una gran diversidad institucional. Por otra parte, los autores enfatizan el hecho de que el proceso de desarrollo económico y modernización social tuvo lugar bajo la égida de un régimen autoritario, sin instituciones representativas ni libertades políticas. Parecen interpretarlo con una anomalía histórica. ¿Es la democracia liberal un requisito del despegue económico industrial?. Es ésta una tesis que podemos considerar no sólo meramente retórica, sino falsa desde el punto de vista histórico. No existe una correlación entre la democracia liberal y el crecimiento económico. Chile, en la época del general Pinochet, se desarrolló más rápido que sus vecinos hispanoamericanos con régimen representativo. La China autoritaria supera, al menos de momento, a la India más o menos liberal. En cuanto al pasado, Japón despegó, bajo un régimen político autoritario, lo mismo que Corea. La Alemania imperial, a finales del siglo XIX, progresó económicamente con la misma rapidez que la Francia republicana o el Reino Unido parlamentario. De otro lado, cuando se estudia la política económica franquista de esos años y se critican, por ejemplo, los Planes de Desarrollo, debería hacerse mención a las alternativas de la oposición clandestina, democrática o no. Y es que por aquellos años el intervencionismo, la planificación y el socialismo eran las señas de identidad de la izquierda española y europea. Por aquel entonces, Luis Angel Rojo propugnaba un inconcreto «socialismo de mercado». Miguel Boyer, la nacionalización de los sectores productivos básicos. Y lo mismo defendía Ramón Tamames. Además, numerosos sectores de la izquierda, empezando por los comunistas, rechazaban el Estado del bienestar.

Muy innovador y esclarecedor es el texto de Sasha Pack sobre el turismo en los años del desarrollo. Este artículo, junto a su monografía La invasión pacífica, establece un claro punto de partida para determinar el influjo de la industria turística en el proceso de desarrollo y en la evolución política e incluso cultural de la sociedad española.

Muy distinto resulta, a mi juicio, el contenido del artículo de Walter L. Benecker sobre los cambios de mentalidad en la España de los años sesenta y setenta. Se trata, sin duda, del texto más flojo de todo el libro y sus tesis entran en contradicción con las de la inmensa mayoría de sus colaboradores. El hispanista alemán parece desconocer –y esta valoración puede extenderse a sus obras España entre la tradición y la modernidad o El precio de la modernización– no sólo los estudios sobre la ideología y el proyecto político de la denominada «derecha tecnocrática», sino los textos más representativos de dicha tendencia, como, por ejemplo, El crepúsculo de las ideologías o Del Estado ideal al Estado de razón, de Gonzalo Fernández de la Mora. Lo que se deduce del texto de Bernecker es que las élites políticas e intelectuales del régimen no se renovaron ni experimentaron cambios en su percepción de la realidad social y política. ¿No hubo, a lo largo del período, un claro proyecto de modernización conservadora?¿Acaso, por poner un ejemplo palmario, en El crepúsculo de las ideologías no se propugnaba la «interiorización de creencias», es decir, la secularización? No menos discutible es la interpretación liberal de la obra de Laín Entralgo y de la revista Escorial, cuya reivindicación del noventayochismo y de Ortega y Gasset no tenía otro objetivo que la renovación del proyecto político-cultural falangista.

Aleccionador, desmitificador, innovador y valiente resulta el texto de Tom Buchanan, cuya tesis me parece muy bien fundamentada. Pero, en mi opinión, no era sólo el Portugal salazarista o la Grecia de los coroneles la que servía de apoyo al régimen de Franco. Hay que tener en cuenta igualmente la simpatía que Franco suscitaba entre los social-cristianos alemanes, dirigidos por Konrad Adenauer, lo mismo que en la Francia del general De Gaulle. Según ha señalado el hispanista Guy Hermet, la llegada al poder del Charles De Gaulle no sólo fue muy bien recibida por los dirigentes españoles, sino que el gobierno francés apoyó sus demandas de acceso al Mercado Común. Significativa fue la visita del estadista francés, hombre formado en las ideas de Maurras, Barrès y en la tradición bonapartista, a España y a Franco, en junio de 1970, bien es verdad que ya fuera de la política. Adenauer se entrevistó igualmente con Franco, dando conferencias en el Ateneo madrileño.

Igualmente convincente me parece la tesis de Antonio Cazorla. Sin duda, el régimen franquista centró su interés, en aquellos años, en el desarrollo económico, fomentando la despolitización; lo que luego condujo, como les reprocharían los sectores tradicionalistas y falangistas a los tecnócratas, a su desarme político y doctrinal.

Interesante, aunque los datos que aporta son ya bastante conocidos, es la contribución de Cristina Palomares. Más innovador resulta el estudio de Pamela Radcliff sobre el asociacionismo, un fenómeno que refleja un mayor dinamismo de la incipiente sociedad civil española en aquellos momentos. La tesis continuista sobre las relaciones Iglesia/Estado, defendida por William Callaham, me parece fundada. En realidad, las jerarquías católicas siguieron la táctica lampedusiana de que «todo cambie para que todo siga igual»; y los grupos disidentes fueron fácilmente marginados. Otra cosa es que la Iglesia católica tuviera que enfrentarse a un vertiginoso proceso de secularización en el que todavía estamos inmersos.

Muy audaz y digna de tenerse en cuenta es la tesis defendida por Mariano Torcal. Y es que, en mi opinión y en la de otros muchos, las transformaciones de los años sesenta y setenta permitieron que muchos ciudadanos españoles depositaran su confianza en el régimen por lo que entendían una gestión eficaz. Esto quedó reflejado en una suerte de cultura política consistente en un pragmatismo vital cuyas principales reivindicaciones eran el mantenimiento del desarrollo económico y de la paz, muy por encima de cualquier planteamiento democrático. En ese sentido, puede decirse que el discurso tecnocrático caló hondo en el tejido social. De ahí que el reto de los partidarios del régimen demoliberal fuese convencer a ese sector de que un cambio en el sistema político, más o menos gradual, era compatible con el mantenimiento del bienestar y de seguridad alcanzados. Además, el nuevo sistema político no dudó en legitimarse por su capacidad de modernizar la sociedad y de garantizar el desarrollo económico.

El trabajo de Charles Powell resulta erudito, bien fundado y esclarecedor. Y, en fin, que el régimen de Franco, como señala Edward Malefakis, fuese un sistema político «bifurcado» y que ello facilitó su pervivencia, me parece evidente. Ahora bien; podemos decir igualmente que tal característica fue una de las causas de su desaparición, a la muerte de su fundador y guía. De ahí que, a diferencia de lo sustentado por el historiador norteamericano, no sea posible, a mi juicio, la comparación con lo sucedido en la Italia posfascista. Y es que mientras Mussolini contó con un partido político, que, tras la guerra mundial, pudo transformarse en el Movimiento Social Italiano y luego en Alianza Nacional, Franco fue el eje de una heterogénea coalición social y política. Como señala Malefakis, el régimen fue, en el fondo, plural, una maraña inextricable de organizaciones rivales que se hostilizaban entre sí. A ese respecto, lo que se ha venido en llamar «franquismo» resultó ser el recipiente en el que confluyeron todas las corrientes de las derechas españolas. El predominio de una u otra corriente cambió según los períodos, las coyunturas y, sobre todo, la voluntad de Franco. Dada esta pluralidad, fue imposible disociar la estructura del régimen de la personalidad de Franco, convertido en el eje sustentador de las instituciones. A su muerte, las distintas fuerzas políticas confluyentes en el sistema se dispersaron; unas en sentido reformista; otras continuista e incluso reaccionario.

Nigel Townson ha editado una pieza básica en la bibliografía sobre el régimen de Franco en sus últimas etapas. Lo es por su condición cabal: un conjunto de estudios que, por lo general, y con la excepción ya señalada, destacan por su calidad, su inteligencia, su equilibrio y erudición. Su único defecto es haber situado al margen la historia de la cultura, de las ideologías y del pensamiento político, ya oficial, ya opositor. No hay ninguna mención al pensamiento político y económico de los llamados «tecnócratas». El estudio de revistas como Punta Europa o Atlántida hubiera contribuido a esclarecer esa parcela de la realidad, y lo mismo podríamos decir de un análisis de las polémicas suscitadas por las tesis de El crepúsculo de las ideologías. Otra de las virtudes de esta obra es su objetividad. Ninguno de sus colaboradores ha mojado su pluma, como viene siendo habitual, en ácido perclórico. En algunas obras, cuyo arquetipo es la biografía de Franco escrita por Paul Preston, destaca la proclividad en presentar al dirigente español y su régimen con perfiles monolíticos, para la plena iniquidad y sin distingos. Ahora bien; el Mal absoluto es una noción metafísica que ni ha encarnado ni encarnará ningún ser humano. En la existencia, todo es claroscuro y correlatividad. La Historia simplista es simplemente mala. De ahí que Nigel Townson y los colaboradores de esta excelente obra marquen el camino a seguir.

 

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