Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 104 • octubre 2010 • página 3
El término, una de las claves del pensamiento de Pascal, ha sido traducido a nuestra lengua, indistintamente, tanto por «distracción» como por «diversión»; y, sin embargo, ambas cosas no son exactamente lo mismo. Distraerse no supone de manera inmediata divertirse, en aquellos casos, por ejemplo, en los que la distracción consiste en desviar la atención de algo (sea de forma deliberada o no), tal vez porque ese algo no interesa o aburre, o acaso porque la atención misma es acaparada por otros asuntos que resultan más acuciantes o importantes, más interesantes, quizá, o, sí, más divertidos. Pero la distracción, como tal, no conlleva de modo inmediato y por fuerza diversión de ningún tipo. Bien pudiera darse el caso de que, en ocasiones, aquello que reclama nuestra atención y nos impele a distraernos de otra cosa no tenga nada de divertido (y sí lo sea, en cambio, aquello de lo que nos distrae), sino que nos resulte desagradable, agobiante y hasta doloroso. Y tampoco, desde luego, la distracción entendida como una falta de atención generalizada (sea más o menos grave) conduce, necesariamente, a diversión alguna, y sí, probablemente, a un sufrimiento, mayor o menor, por el problema que se padece.
Y, a su vez, entendida la distracción en cualquiera de esos sentidos, en modo alguno cabe decir que la diversión suponga distracción de ninguna clase, al contrario: presupone siempre una atención concentrada, precisamente, en aquello que divierte. Y ni siquiera puede afirmarse que suponga una distracción respecto a otras cosas a las que en ese preciso momento no atendemos, porque si hemos comenzado por no atenderlas, ocupados, como estamos, en aquello que nos divierte, difícilmente se podría decir que hemos acabado por desatenderlas o distraernos de ellas.
Tan sólo cuando la distracción es vista no como falta de atención, sino como aquel conjunto de actividades (distracciones) que nos resultan agradables o placenteras (porque puede haber otras que nos distraen sin causarnos un especial agrado o placer), pueden comenzar a confluir ambos términos, porque entonces será posible decir que la distracción es aquella actividad que apartándonos de otras, mas no porque se distraiga de de ellas, sino porque las deja momentáneamente en suspenso, busca, precisamente, alegrarnos o divertirnos, sea mediante la supresión del tedio, sea mediante la puesta entre paréntesis, siquiera por unos instantes, de otros asuntos, permitiéndonos, si no olvidarlos, al menos descansar de ellos. Y, por su parte, cabría decir que la diversión es, justamente, ese estado gozoso que nos provocan las distracciones. Únicamente así (y siempre que ni una ni otra, distracción o diversión, se piensen radicadas forzosamente en lo fácil o cómodo, en lo muelle o trivial, porque pueden nacer, por supuesto, de tareas arduas, complejas y hasta peligrosas o de lo que, desde otros parámetros cabría considerar como trabajo), únicamente de ese modo «distracción» y «diversión» podrían comenzar a ser vistos como conceptos sinónimos, aunque siempre puede subsistir el matiz de entender la distracción como una actividad y la diversión como la respuesta gozosa a la misma.
Pero lo traduzcamos como lo traduzcamos el divertissement pascaliano tiene poco que ver con nada de lo que acabamos de decir.
La diversión, tal como la entiende Pascal, en la que incluye las ocupaciones o trabajos cotidianos, no es sino el medio mediante el cual intentamos apartar nuestro pensamiento de nuestra desdicha y nuestra nada, de nuestra condición miserable, débil y mortal; la diversión es, pues, todo aquello (no importa qué) que nos permite desviar y distraer nuestra atención de nuestra miseria, porque nada hay capaz de consolarnos cuando pensamos detenidamente en ella, y sólo nos son dados el tedio, la angustia y la desesperación. Tedio y diversión son, en consecuencia, conceptos profundamente entrelazados en el pensamiento de Pascal; pero tampoco el tedio entendido como simple aburrimiento, sino como aquello que nos enfrenta directamente con nuestra propia nada.
– Ennui – Rien n´est si insupportable à l´homme que d´être dans un plein repos, sans passions, sans affaires, sans divertissement, sans application. Il sent alors son néant, son abandon, son insuffisance, sa dépendance, son impuissance, son vide. Incontinent il sortira du fond du son âme l´ennui, la noirceur, la tristesse, le chagrin, le dépit, le désespoir.
[«– Tedio– Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversión, sin cuidado. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. En el acto saldrá del fondo de su alma el tedio, la tenebrosidad, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación», Pensées, 131].
Y he aquí el preciso sentido y el papel desempeñado por la diversión pascaliana: cualquier ocupación (la que sea) que impida que tales pensamientos afloren u ocupen nuestra atención.
– Divertissement – Les hommes n´ayant pu guérir la mort, la misère, l´ignorance, ils se sont avisés pour se rendre heureux, de n´y point penser.
«– Diversión– No habiendo podido los hombres superar la muerte, la miseria, la ignorancia, se les ha ocurrido, para ser felices, no pensar en ello» [168].
Diversión, es, pues, todo aquello que nos distrae de nuestra miseria. Y yo me pregunto qué tiene de malo, después de todo, distraernos de nuestra naturaleza frágil y efímera; olvidarnos de que no somos más que un breve paréntesis entre dos nada, la segunda de las cuales será definitiva y eterna. ¿Acaso adelantamos algo teniendo permanentemente presente que llevamos dentro de nosotros el germen del vacío y de la nada? ¿Un pensar obsesivo en nuestra condición mortal y miserable nos conducirá a parte alguna que no sea la desesperación y hasta la locura? Tiene razón Kant:
«Es una de las debilidades del alma estar aferrado por medio de la imaginación reproductiva a una representación, a la que se ha aplicado una grande o insistente atención, y no poder apartarse de ella, esto es, no poder hacer de nuevo libre el curso de la imaginación. Cuando este mal se hace habitual y dirige a un mismo objeto, puede convertirse en demencia […] distraerse, esto es, hacer objeto de una desviación a la imaginación involuntariamente reproductiva […] es un procedimiento preventivo de la salud del alma necesario y en parte artificial» [Antropología, § 47].
¿Y qué ganamos, después de todo, con estar de continuo obsesivamente pendientes de nuestra debilidad? ¿Tal vez vernos inducidos a apostar por la existencia de un Dios Padre Misericordioso y dador de vida eterna? ¿Diremos entonces que no habiendo podido los hombres curarse del temor a la muerte y de su miseria se les ha ocurrido, para ser felices, apostar por Dios? ¿Es que eso supone un arrojo mayor que afrontar la realidad tal como es, y hasta que sea cumplido el tiempo que se nos ha otorgado, disfrutar de los escasos placeres que nos ofrece la vida, en lugar de lloriquear como niños extendiendo las manos para que nos cojan en brazos?
A mí no me resulta nada fácil mantener buenas relaciones con estos espíritus trágicos que, como Pascal, pasan la vida pensando en muerte, con lo que, al cabo, ni viven ahora ni vivirán más tarde, porque vivir para la eternidad es vivir para la nada. Es demasiado lo que hay en mí de epicúreo y de estoico como para dejarme enredar en esas quimeras que a nada conducen más que a amargar las pocas dulzuras que se hallan a nuestro alcance. Una vez muertos, se acabó el temor a la muerte, y se acabaron también el tedio, la tenebrosidad, la tristeza, la pena, el despecho, la miseria, la desesperación. Y si de apostar se trata, yo apuesto, frente a Pascal, que Dios no existe, aunque lo cierto es que ni el ha tenido ocasión se saber que ha perdido la apuesta ni yo la tendré de saber que la he ganado.
A mí, la verdad, diga lo que diga Pascal, hasta que
mihi supremos Lachesis peruenerit annos
«Láquesis me haya hilado mis últimos años» [Marcial, Epigramas, I, 88: 9],
ningún otro afán me ocupará por entero que no sea el vivir mismo; y vivir, en la medida de lo posible, como si fuera un juego. De sobra sé que la vida va en serio; que jamás es posible (ni en ella en su conjunto ni en cada uno de los instantes que la conforman) comenzar otra vez confiando en tener más suerte o en ser más hábil; que existen normas que se nos imponen y obligaciones insoslayables. Mas queda, con todo, margen suficiente para jugar. Yo nada hago que no me sea impuesto, a menos que me procure algún gozo y divertimento; a menos que al hacerlo experimente la misma satisfacción que si estuviera jugando, privilegio que, injustamente, se ha otorgado sólo a la infancia, como si el individuo adulto no necesitara jugar o estuviera mal visto que lo haga, o, peor aún, como si en el individuo adulto no residiera todavía el niño que un día fue. Nuestros yos sucesivos se superponen unos a otros, pero no se anulan por completo. Mi yo no es únicamente el yo que ahora soy, sino también los que fui, y eso es, casi con entera certeza, lo único que podemos considerar nuestra identidad personal. No hay contradicción alguna en pensar que la vida es un conjunto de percepciones diferentes que se suceden en un movimiento y en un fluir continuo y perpetuo, como decía Hume, y afirmar la existencia del yo, porque éste no es otra cosa, precisamente, que ese moverse y fluir constante y permanente, de tal manera que cada yo sucesivo no surge únicamente de las nuevas circunstancias que le han dado vida, sino que, en parte, también se halla formado de los materiales que han sobrevivido a la disolución de los anteriores. No se trata tan sólo de que la memoria mantenga unidas ese flujo de percepciones diferentes, de modo que lo que llamamos identidad no es más que nuestra memoria. En parte así es, claro está: sin memoria no es posible un yo ni identidad alguna. Pero hay más que eso: sucede que lo que somos sólo ha podido configurarse a partir de lo que fuimos. Ninguno de nuestros yos pasados se ha esfumado tan por completo que no haya dejado siquiera una pieza decisiva y fundamental para recomponer y entender el puzzle en que ahora consistimos. Quien nunca haya sentido bullir dentro de sí al niño que fue, es digno de lástima.
Pero, en fin, hablábamos del juego. Y de lo que opine Pascal de él, ya podemos hacernos una idea, sin que sean precisas nuevas indagaciones. En cuanto a mí, lo único que quería decir es que yo no hago nada que no esté obligado a hacer, excepto que al hacerlo experimente la misma dicha que de niño jugando. Y esto hace que no acabe yo de estar muy conforme con la idea habitual que se tiene del juego.
Esa idea, me parece a mí, tiene su origen en Aristóteles. El filósofo griego, como es sabido, considera que la felicidad pertenece al conjunto de cosas que se buscan por sí mismas, y lo mismo las acciones virtuosas, y afirmará que la vida feliz, que no es otra que aquélla que es conforme a la virtud, es vida de esfuerzo serio, no de juego. Mas parece distinguir dos tipos de juegos: unos benéficos y los otros perjudiciales –si podemos decirlo así–. Y los segundos son, curiosamente, aquéllos que, como la felicidad y la virtud, se buscan por sí mismos:
«Asimismo [es decir, al igual que la felicidad y la virtud], los juegos agradables, ya que no se buscan por causa de ninguna otra cosa; al contrario, los hombres reciben de ellos más daño que provecho, descuidando su salud y sus bienes».
Los otros (de los que hemos dicho que son benéficos) son los que se buscan en vistas al descanso. Y por ello:
«afanarse y trabajar por causa de la diversión parece necio y pueril en extremo; en cambio, divertirse para trabajar después, como dice Anacarsis, está bien; porque la diversión es una especie de descanso, y como los hombres no pueden trabajar continuamente, tienen necesidad de descanso».
Existe, pues, una diversión que es un descanso necesario (y que podríamos confrontar con Pascal), y otra, la que se obtiene de los juegos agradables que, no se entiende muy bien por qué, conllevan más daño que provecho. Y si es así, es claro que la felicidad no puede consistir en la diversión, pues
«sería en verdad absurdo que el fin del hombre fuera la diversión y que se ajetreara y padeciera toda la vida por divertirse» [Ética a Nicómaco, X, 1176b].
No voy a proseguir la confrontación con Pascal a partir del concepto de diversión como descanso inexcusable. Ni siquiera voy a indagar en qué juegos y diversiones está pensando Aristóteles cuando asegura que son motivo de ajetreo, padecimiento y daño. ¿Todos, en general, y siempre, o todos cuando no se vive sino para ellos? ¿Y cuáles son aquéllos de los que se obtiene descanso? ¿Los mismos aplicándose a ellos en su justa medida –en su justo término medio– u otros distintos a esos; y, si es así, cuáles son unos y otros? A mí todo esto me resulta bastante confuso. Y, en consecuencia, tampoco voy a discutir si la felicidad se encuentra o no en la diversión, aunque podría discutirse, siempre, claro está, que manejemos un concepto de diversión muy distinto al que cabe sospechar actuando en Aristóteles (y muy distinto, quizás, al que se usa habitualmente), y también más amplio. La creación, en cualquiera de sus facetas, el arte, la literatura, la ciencia, la filosofía… ¿no resulta divertida y placentera, por dificultosa que sea? El saber que hemos actuado bien, que hemos cumplido con nuestro deber, que hemos sido honrados y virtuosos, ¿no es agradable, aunque haya resultado doloroso y costado esfuerzo? Únicamente cuando se parte de un concepto muy estrecho de diversión, y se la entiende como algo siempre banal e intranscendente, que, a lo sumo, será admitido como descanso entre las cosas serias, o peor aún, cuando se la piensa integrada por un conjunto de actividades opuestas a la virtud, ya sea en sí mismas, ya sea por su exceso, cabe decir de ella todo lo que dice Aristóteles, y aun mas. Nos hallamos, creo yo, en el corazón mismo del frecuente malentendido del que a menudo fue objeto Epicuro: ¿cómo el bien y la felicidad pueden hallarse en el placer? ¿Qué hay del esfuerzo, del sacrificio, de lo desagradable y doloroso que puede resultar, en ocasiones, cumplir con el deber y actuar bien? ¿Pero es que acaso no cabe un concepto más amplio y sutil de placer que el recluido a la mera satisfacción de las necesidades puramente biológicas o animales, o el asociado a la diversión despreocupada, egoísta y estéril? ¿En qué contradicción incurriría alguien que afirmase que el penoso trabajo que le condujo a no importa qué decisivo descubrimiento científico le ha resultado enormemente divertido y placentero, o que el sacrificio que le supuso llevar a cabo una buena acción le ha reportado una profunda satisfacción?
Pero no voy a discutir nada de esto. De todo lo que dice Aristóteles a propósito del juego y la diversión me quedaré ahora sólo con algo que, a mi entender, ha condicionado desde entonces las más de las reflexiones que sobre el juego se han llevado a cabo, a saber: que se trata de una actividad que se busca por sí misma, que es un fin en sí, y no un medio para otra cosa, que el único resorte que la mueve es el placer que proporciona y no el resultado que de ella pueda derivarse. Esto conduce, de manera inmediata (y algo de esto ya hemos dicho antes), a contraponer juego y trabajo: agradable el primero; desagradable el segundo. Podemos verlo en Kant que habla del
«juego […] como ocupación que es en sí misma agradable [frente al] trabajo, es decir, ocupación que en sí misma es desagradable (fatigosa) y que sólo es atractiva por su efecto (verbigracia, la ganancia)» [Crítica del juicio, § 43].
La primera objeción que cabría hacer a esto es que si el juego es una actividad agradable, si se busca por el placer que de él se obtiene, ya no es, después de todo, un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar otra cosa, que, es, precisamente, el placer, y no es, en consecuencia, actividad que se busca por sí misma, sino por el resultado que de ella se deriva: el placer, nuevamente. No se juega por jugar, sino porque resulta agradable. El juego no es sino el medio mediante el que se persigue una sensación placentera.
Por lo demás, el propio Kant ha señalado la relación del juego con las ideas estéticas, concretamente aquéllos que el denomina juego del sonido y juego del pensamiento, esto es, música y risa [Crítica del juicio, §54]. Relación que Schiller ha llevado a sus últimas consecuencias, afirmando que el impulso estético no nace sino del juego mismo.
El hombre –afirma Schiller– no es ni sólo materia ni sólo espíritu, por lo que la belleza, «que es la suma de la humanidad», no puede ser exclusivamente vida ni exclusivamente figura, sino que es el objeto común de ambos impulsos, esto es, del impulso del juego: la unión del impulso material y el formal.
«El objeto del impulso del juego, representado en un esquema universal, podrá, pues, llamarse figura viva, concepto que sirve para indicar todas las propiedades estéticas de los fenómenos, y, en una palabra, lo que en su más amplio sentido se llama belleza».
Ahora bien –se pregunta el filósofo alemán–, ¿no se rebaja la belleza y se contradice su concepto racional y su dignidad al considerarla un simple juego?
«Pero, ¿qué sentido puede tener –responde– hablar de simple juego, cuando sabemos ya que, de todos los estados del hombre, es precisamente el juego y sólo el juego el que realiza íntegramente lo humano y descubre a un tiempo mismo su doble naturaleza? […] No corremos gran peligro de error si, para indagar cuál sea el ideal de belleza de un hombre, estudiamos por qué medios satisface su impulso de juego […] el hombre, con la belleza, no debe hacer más que jugar, y el hombre no debe jugar nada más que con la belleza. Porque, digámoslo de una vez: sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es plenamente hombre cuando juega» [Cartas sobre la educación estética del hombre, XV].
Mas si ello es así, quiero decir –sin entrar en los pormenores de las ideas de Schiller–, si, en alguna medida, cabe ver al propio arte nacido del juego, entonces no parece que se pueda afirmar alegremente, esto es, hablando en términos generales y sin entrar en detalles y matices, que el juego puede definirse como una actividad que es fin en sí misma.
En la misma línea de Schiller, aunque yendo más allá que él, Huizinga ha radicado en el juego no sólo la génesis y el origen del arte, sino también de la cultura toda, y eso significa no que el juego se transmuta en cultura, sino
«que la cultura, en sus fases primarias, tiene algo de lúdica, es decir, que se desarrolla en las formas y con el ánimo de un juego» [Homo ludens, 2].
Ahora bien, si esa idea no ya del origen lúdico de la cultura, sino de lo que de lúdica tiene siempre la cultura como tal, yo la encuentro perfectamente plausible; las dificultades, empero, comienzan a presentarse cuando Huizinga nos dibuja las características del juego –actividad libre, superflua, separada de la vida corriente por su lugar y duración, desinteresada, es decir, encerrada en sí misma, creadora de orden, nacida de la tensión, entendida como incertidumbre y azar, dotada de sus propias reglas…– y la definición que a partir de ellas propone:
«Resumiendo, podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre, ejecutada “como si”y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual» [Homo ludens,1].
O también:
«el juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de “ser de otro modo” que en la vida corriente» [Homo ludens, 2];
y digo que comienzan a surgir dificultades porque alguna de tales características en sencillamente errónea, como la insistencia en el tópico de que el juego tiene su fin en sí mismo, o la afirmación de que es actividad ejecutada “como sí” (entiendo que quiere decir ficticia) y situada fuera de la vida corriente. ¿Por qué motivo? ¿Qué sucede cuando el juego es una profesión? Pues sencillamente que el jugador no tiene ninguna conciencia de que en lo que hace hay un “ser de otro modo” que en la vida corriente, ya que ésa es, justamente, su vida corriente. Y, por supuesto, es falso que no haya en el juego ningún interés material ni se obtenga de él ningún provecho: en casi todos los juegos se busca, al menos, ganar, y, por supuesto que muchos de ellos persiguen un interés material (no pocas veces incluso monetario. Enseguida volveremos sobre esto). Y aquéllas otras características que pueden considerarse atinadas, como son los limites espaciales y temporales, la existencia de reglas, el absorber la atención, el carácter de acción libre o el sentimiento de tensión y alegría, no son exclusivas del juego, sino de muchas otras actividades humanas, como el trabajo, sin ir más lejos
Y es que, ciertamente, la dificultad mayor se encuentra en la distinción entre el juego y otras ocupaciones humanas, y, muy especialmente, entre juego y trabajo; y máxime cuando dicha distinción se presenta como contraposición entre ambos, establecida no sólo mediante el profundo abismo que separa lo agradable (atribuido al primero) de lo desagradable (propio del segundo), como hemos visto en Kant, sino también (y esta diferencia es señalada igualmente por Kant [Crítica del juicio, §] 43) afirmando el carácter espontáneo y libre del juego, frente al carácter impuesto u obligado, coactivo, en suma, del trabajo. Pero tales distinciones son muy frágiles, al menos si se mantienen en términos absolutos o generales, y tratar de delimitar con ellas ambas actividades no conduce más que a trazar fronteras muy borrosas, efímeras y, en consecuencia, profundamente inestables.
A esto último (a la contraposición entre el juego libre y el trabajo obligado) habría que decir que aunque al juego, como tal, hay que presuponerse las condiciones de espontaneidad y libertad (quien juega obligado a ello no creo que pueda decirse que verdaderamente juega), lo cierto es que, una vez, puesto en marcha, no hay ninguno que no se halle constreñido por reglas muy concretas que determinan lo que puede y no puede hacerse en el curso del juego mismo, con lo que la libertad de iniciarlo desaparece una vez iniciado, o lo que es igual: que sólo es posible jugar obligado a respetar tales normas, aunque, sin duda, subsista la libertad de cómo jugar. Y en cuanto al trabajo, resulta muy discutible que sea siempre obligado o impuesto. Si yo pinto mi casa, ¿estoy jugando o realizando un trabajo? Si se opta por lo segundo, repárese en que nadie me ha obligado a hacerlo. Y resulta innecesario añadir que los ejemplos podrían multiplicarse hasta el aburrimiento.
Y en cuanto a lo primero (lo agradable del juego frente a lo desagradable del trabajo), conviene reparar en que aunque el juego, en términos generales, es actividad agradable, algunos hay de los que, cuando menos, podría decirse que lo agradable que comportan tiene un carácter muy sui generis. Estoy pensando, por ejemplo, en todos los deportes de alto riesgo, en los que el placer que se obtiene proviene del peligro que se afronta, sea perder la vida, sea perder la hacienda ¿Qué pasa con el juego de la ruleta rusa? ¿Es un juego? Y, si lo es, ¿es agradable? Supongo que siempre es posible responder que sí, mas sólo si se parte de un concepto enfermizo de lo agradable y placentero. Y, por otro lado, ¿acaso no hay trabajos agradables y dotados del suficiente interés como para que resulte placentera su realización? Y, en todo, caso, si no agradables, ¿por qué necesariamente desagradables? ¿Será desagradable todo trabajo por el mero hecho de serlo? Me parece que es ir demasiado lejos.
En realidad, todo el asunto está mal enfocado, tanto en lo que se refiere a la afirmación de que el juego es siempre fin en sí mismo, como en lo que atañe a la distinción entre juego y trabajo, entendidos como espontáneo y agradable el primero, y obligado y desagradable, el segundo. Y, sin embargo, de todo ello comienza a vislumbrarse, entiendo yo, la única respuesta coherente a estas cuestiones.
Los juegos de azar, de los que también habla Kant, y en general todos aquellos que buscan alguna ganancia, persiguen, como es obvio, una finalidad. ¿Quiere decirse, entonces, que ya no son juego? Imaginemos una partida de póquer entre cuatro amigos que apuestan cantidades mayores o menores de dinero. Todo el mundo dirá que están jugando, no trabajando; y jugando para ganar, no por jugar. Imaginemos ahora un jugador de póquer profesional: ¿juega o trabaja? Convendremos en que ese es su trabajo. ¿Y añadiremos que, por el hecho de serlo, le resulta desagradable, o no afirmaremos, más bien, que, como suele decirse, trabaja en lo que le gusta? Entonces, el póquer mismo, ¿qué es? ¿Un juego o un trabajo? Depende, naturalmente, y ni como juego es fin en sí mismo ni como trabajo resulta desagradable. De manera que no tiene sentido decir que el juego se lleva a cabo por sí mismo y el trabajo con vistas a un fin (porque tal fin distinto a ellos mismos se da en ambos), ni que el juego es agradable y el trabajo desagradable, porque pueden ser agradables los dos (o desagradables, si buscáramos otros ejemplos apropiados, quizá la ruleta rusa o limpiar cloacas).
Cuando un maestro de ajedrez juega una partida, por el mero hecho de pasar el tiempo en un café, está jugando (con la finalidad de ganar, o tal vez de dejarse perder, quién sabe). Cuando estudia y se entrena con sus ayudantes, está trabajando. Y lo mismo cuando participa en un torneo, pero tal trabajo no le desagrada en absoluto. Y nadie le ha obligado a hacerlo, quiero decir que si en tanto que si su medio de vida es ése, no tiene más remedio que jugar, al menos es claro que nadie le obliga a jugar en este torneo y no el otro.
Y por señalar un último ejemplo, Cuándo yo, en este preciso, instantes, escribo estas majaderías, desvarío, desde luego, pero, ¿juego o trabajo? No aporreo las teclas al azar, para ver si el resultado es el Quijote, por tanto, ¿no juego? Nadie me obliga ni en absoluto me resulta desagradable hacerlo, luego, ¿no trabajo? ¿De veras hacen falta muchas argumentaciones para decir que podrían afirmarse las dos cosas, esto es, que el trabajo que estoy realizando es un juego que me resulta enormemente divertido? Y, en general, ¿no cabe decir otro tanto de cualquier obra de creación (no digo que lo sea la mía: esto no es más que un hilvanar ocurrencias), creación artística, literaria, científica o filosófica?
Yo creo que de todo esto lo que cabe deducir es que si bien no hay actividad que no se lleve a cabo en vista a otra cosa, las hay, en cambio, agradables y espontáneas, desagradables y obligadas, más también agradables obligadas y desagradables espontáneas. Lo cual no parece sino una verdad de Perogrullo, pero que fuerza una importante conclusión que constituye la única solución coherente a toda esta problemática, a saber: que no existe un conjunto de actividades determinadas a las que conviene la etiqueta de juego, frente a otras que deber ser consideradas como trabajo, porque una misma actividad puede, o bien ser las dos cosas a un tiempo, o serlo según el contexto en el que se lleva a cabo. Y como quiera que es muy probable que eso no pueda decirse de absolutamente todas las actividades que pueda llevar a cabo el ser humano, no tengo inconveniente en aminorar lo rotundo de la afirmación y decir que algunas de tales actividades pueden llevarse a cabo jugando, con lo que el juego mismo más que una categoría que define esencialmente un conjunto de actividades, no es otra cosa que la forma como algunas o muchas de ellas pueden ser realizadas. Pero no existen, en todo caso, unas que son juego y otras que son trabajo, como si de dos compartimentos estancos se tratase, sin posibilidad alguna de trasvase de uno a otro. Mas bien sucede que, como si de mecánica cuántica estuviésemos hablando, alguna (muchas probablemente) de tales actividades se encuentre en los dos a un tiempo, dependiendo sólo de nosotros en cuál de ellos esté, es decir, dependiendo sólo de nosotros que sea juego o que sea trabajo. Miremos, pues, siempre de tal forma que se encuentre en el primer compartimiento, es decir, intentemos hacer todo lo que debemos o nos apetece hacer como si estuviéramos jugando.