Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 104 • octubre 2010 • página 4
I
Además de serlo para todo cuanto concierne a la independencia nacional (inicio en 1810, consumación en 1821), septiembre del año en curso ha sido ocasión también para que una conmemoración destacadísima haya encontrado cita: la de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En efecto, en este 2010, nuestra Universidad Nacional ha cruzado el umbral de los cien años de vida institucional (desde tales coordenadas nacionales), además de que, del mismo modo, la conmemoración es –digamos que– por partida doble, pues fue en septiembre también, pero de 1551, cuando se firmó la Cédula Real en donde quedaba estipulada la creación de la Real Universidad de México con los mismos «privilegios, franquicias y libertades» que la Universidad de Salamanca, su modelo canónico. Según la Cédula en cuestión, fechada al correr del vigésimo primer día de aquél mes y año, la disposición general obedecía a las siguientes consideraciones:
«El rey don Carlos […], por cuanto así por parte de la ciudad de Tenochtitlan México de la nueva España como de los prelados y religiosos de ella y de don Antonio de Mendoza, nuestro Virrey que ha sido de la dicha Nueva España, ha sido suplicado fuésemos servidos de tener por bien que en la dicha ciudad de México se fundase un estudio e universidad de todas ciencias, donde los naturales y los hijos de españoles fuesen industriados en las cosas de nuestra santa fe católica y en las demás facultades y les concediésemos los privilegios y franquezas y libertades que así tiene el estudio y Universidad de la ciudad de Salamanca con las limitaciones que fuésemos servidos. Hemos acatado el beneficio que de ello se seguirá a toda aquella tierra, habémoslo habido por bien y habemos ordenado que dé nuestra Real Hacienda en cada un año, para la fundación de dicho oficio y estudio y universidad, mil pesos de oro en cierta forma; por ende, por la presente tenemos por bien y es nuestra merced y voluntad que en la dicha ciudad de México pueda haber y haya el dicho estudio e universidad, la cual tenga y goze todos los privilegios y franquezas y libertades y exenciones que tiene y goza el estudio e Universidad de la dicha ciudad de Salamanca.»
(La primera Universidad de América. Orígenes de la Antigua Real y Pontificia Universidad de México, XXX Aniversario de su restablecimiento como Universidad Nacional de México, UNAM, Inst. de Investigaciones Estéticas, Imprenta Universitaria, México, 1940, pp. 29 y 30, según lo plasma don Jesús Silva Herzog en las páginas 1 y 2 de su Historia de la Universidad de México y sus problemas, Siglo XXI, México, 3ª ed. de 1979, siendo la 1ª de 1974.)
El 25 enero de 1553 tuvo lugar la fundación efectiva de la Universidad, habiendo sido hasta 1555 cuando el Papa confirmó la fundación y privilegios de la misma, ocasión en virtud de la cual fue dispuesto que, poco tiempo después, la universidad, además de Real, pasara a ser también Pontificia.
La estructura y nómina inicial de la Universidad fue la siguiente (es también de don Jesús Silva Herzog la fuente de la que nos servimos): como rector, el oidor D. Antonio Rodríguez de Quezada; como maestrescuela, el oidor D. Gómez de Santillana; en la cátedra de prima de teología, Fr. Pedro de la Peña; en la de Sagrada Escritura, Fr. Alonso de la Veracruz; por cuanto a la de prima de cánones, el Dr. Pedro de Morones; de decreto, el Dr. Bartolomé Melgarejo; de leyes e instituta, el Lic. Bartolomé de Frías; en artes, el presbítero Juan García; en la cátedra de retórica, Cervantes; en la de gramática, el bachiller Blas Cervantes. La primera matrícula constó de diez religiosos agustinos. El primer claustro tuvo lugar, según la noticia que de ello se tiene, el 21 de julio de 1553. El primer rector fue el Dr. D. Juan Negrete.
Desde su real fundación hasta el siglo XIX, según consigna Silva Herzog en su somero recorrido histórico (el libro suyo del que nos servimos se concentra sobre todo en los problemas que, en esos momentos, año de 1974, eran de más acuciante carácter e inminencia para la UNAM), la también Pontificia Universidad de México logró desarrollar sus actividades con cierta estabilidad. Para fines del siglo XVIII, por ejemplo, se habían graduado un total de mil ciento sesenta y dos doctores y veintinueve mil ochocientos ochenta y dos bachilleres, además de un buen número de licenciados.
El XIX fue otra cosa, pues lejos estuvo la Universidad de encontrar estabilidad semejante por el evidente sometimiento de su vida institucional a la compleja y caótica dialéctica política que, ya en ese siglo, estaba dándose con arreglo a la morfología del Estado nacional en ciernes: en 1833, el presidente Valentín Gómez Farías la extingue para que, al año tan sólo, la hubiera de reabrir Santa Anna, mismo que, a su vez, habría de someterla a un proceso de reorganización en 1854. Pero tres años después, el presidente Comonfort la vuelve a clausurar por decreto del 14 de septiembre. Efímera sería la vigencia de ese decreto en realidad, pues fue derogado por Zuloaga en mayo de 1858. El presidente Benito Juárez volvió a extinguirla por decreto en enero de 1861. Y fue Maximiliano quien, cuatro años después, en 1865, la suprimió definitivamente.
El cambio drástico de las cosas vino con la República restaurada, en 1867, pues en materia educativa tuvo México la suerte de contar, flanqueando a Juárez, con la figura fundamental de don Gabino Barreda, introductor del positivismo comtiano en México. La Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal es de diciembre de 1867, y se complementa con la de mayo de 1869, ambas de evidente sello barrediano. Se trata del proyecto de la Escuela Nacional Preparatoria, verdadera plataforma de transformación y edificación orgánica de la vida educativa e intelectual del México moderno hasta, precisamente, la reorganización de la universidad como Universidad Nacional: «la piedra fundamental de la mentalidad mexicana» en definitiva, en palabras del propio Justo Sierra.
Y fue precisamente hasta principios del siglo XX, concretamente en abril de 1910, cuando, ya desde coordenadas ideológico-políticas recortadas a escala nacional, el maestro Justo Sierra, a la sazón ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes en el gobierno de Porfirio Díaz, presentó en la Cámara de Diputados la Iniciativa de Ley para crear la Universidad Nacional de México. Iniciativa que en poco menos de un mes habría de alcanzar el estatuto para convertirse, previo decreto presidencial, en Ley efectiva atenida a las disposiciones siguientes:
«LEY CONSTITUTIVA DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE MÉXICO
Artículo 1º. Se instruye, con el nombre de Universidad Nacional de México, un cuerpo docente cuyo objeto primordial será realizar en sus elementos superiores la obra de la educación nacional.
Artículo 2º. La Universidad quedará constituida por la reunión de las Escuelas Nacionales Preparatoria, de Jurisprudencia, de Medicina, de Ingenieros, de Bellas Artes (en lo concerniente a la enseñanza de la arquitectura) y de Altos Estudios.
El gobierno federal podrá poner bajo la dependencia de la Universidad otros institutos superiores, y dependerán también de la misma los que ésta funde con sus recursos propios, previa aprobación del Ejecutivo, o aquellos cuya incorporación acepte, mediante los requisitos especificados en los reglamentos.
Artículo 3º. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes será el jefe de la Universidad; el gobierno de ésta quedará, además, a cargo de un Rector y un Consejo Universitario.
Artículo 4º. El Rector de la Universidad será nombrado por el Presidente de la República; durará en su cargo tres años; pero podrá renovarse su nombramiento para uno o varios trienios. Disfrutará el sueldo que le asignen los presupuestos; será sustituido en sus faltas temporales por el Decano de los Directores de las Escuelas Universitarias, y su cargo será incompatible con el de Director o profesor de alguna de ésas.
(Silva Herzog, Historia de la Universidad de México y sus problemas, pp. 18 y 19)
El 22 de septiembre de 1910 nació pues, según las directrices expuestas, la Universidad Nacional de México. Y en este su primer centenario, y a manera de homenaje, queremos ofrecer un comentario crítico centrando nuestra atención en dos figuras decisivas tanto para la Universidad Nacional como para México: Justo Sierra (1848-1912) y José Vasconcelos (1882-1959). Los miraremos desde un ángulo desde el que nos sea dado destacar los perfiles de la Idea de Universidad que en ellos había, situándola luego como punto de fuga a partir del cual podamos proyectar, acoplada a una escala histórico-política, la Idea que también de México tenían.
Se trata, como decimos, de figuras verdaderamente grandes en cuya obra y proyectos se refracta buena parte de la dialéctica política e ideológica del México de fines del XIX y principios del XX. La conjugación comparada entre sus respectivas ideas de la Universidad y de México ofrece contrastes notables, aunque lo cierto es también que la fragua de la revolución terminaría, de alguna manera, por mezclarlas.
Utilizaremos dos textos como material de trabajo: el Discurso de don Justo Sierra pronunciado en la inauguración de la Universidad Nacional en 1910, y el texto Los motivos del Escudo, pronunciado por José Vasconcelos ante la Confederación Nacional de Estudiantes. No hemos podido encontrar la fecha exacta en que tuvo lugar tal conferencia de Vasconcelos (la hemos conocido nosotros en su libro En el ocaso de mi vida, de 1957), pero hemos podido constatar que en la edición que para los efectos preparó la UNAM en 2001, con el título José Vasconcelos y el espíritu de la Universidad y con prefacio y selección de textos de Javier Sicilia, se consigna en su Índice que Los motivos del Escudo fue una conferencia pronunciada entre 1923 y 1935. Valga por lo pronto ese dato para pasar por nuestra parte a las consideraciones en cuestión.
II
Justo Sierra: nacionalismo y positivismo
Encabezada por el entonces presidente de la República, el general Porfirio Díaz, la inauguración de la Universidad Nacional de México tuvo lugar pocos meses antes del inicio de la Revolución mexicana, un 22 de septiembre de 1910. La ocasión no era gratuita ni mucho menos. El a los pocos meses derrocado gobierno de Díaz festejaba en ese año las Fiestas del Centenario del inicio de la Independencia Nacional, y la de la Universidad era sin duda una de las tantas obras con las que su gobierno conmemoraba tan señalada ocasión.
Con Porfirio Díaz encontraba fin, como su remate y su perfilamiento final, el proceso orgánico –económico-político e ideológico- de restauración y reconstitución de la república mexicana que se había extendido durante la segunda mitad del siglo XIX, fundamentalmente a partir de la Revolución de Ayutla de 1854 (encabezada por Juan Álvarez contra Santa Anna), pasando por la invasión francesa, el imperio de Maximiliano y la restauración republicana de Juárez de 1867. Guerra civil y guerra nacional en cuya conjugación quedó trabada una dialéctica histórica y política que sólo pudo ser encabezada, primero, por un Benito Juárez, y, luego, como superación dialéctica, por alguien de la talla de Porfirio Díaz bajo cuyo dirección en régimen de inevitable dictadura –sólo así podía garantizarse la eutaxia del Estado– quedó trabada la estructura del México moderno; una estructura dentro de la que, a su vez, en ese año de 1910, habría de darse una nueva fase de despliegue de fuerzas antagónicas por vía revolucionaria. Pero, con todo, y a pesar del magro equilibrio interno de su trabazón, la estructura nacional estaba con Díaz por lo menos ya erigida. Otros serían, por lo demás, los grandes problemas nacionales pendientes, como magistralmente hubo de señalarlo, en 1909, Andrés Molina Enríquez.
Justo Sierra fungía como Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes y moriría dos años después, en 1912. Y fue suyo el Discurso principal en la inauguración de la Universidad, pues fue él quien trazó el derrotero maestro de la flamante y nueva institución.
En su discurso se aprecian las coordenadas ideológicas fundamentales de ese momento: la escala nacional y sólo la nacional –y aquí está la clave del contraste con Vasconcelos–, además de las directrices filosóficas del positivismo, eran para Sierra las variables fundamentales de la función Universidad y de su idea de México: en el terreno de las vastas realizaciones por nacionalidades enteras –nos dice don Justo en el preámbulo de su Discurso– ‘el fondo de todo problema, ya social, ya político, tomando estos vocablos en sus más comprensivas acepciones, implica necesariamente un problema pedagógico, un problema de educación.’ (‘Discurso pronunciado en la Inauguración de la Universidad Nacional’, en el año de 1910, insertado entre la p. 165 y la 192 de las Prosas de Justo Sierra, editadas por la UNAM, en México y en 2010, en la Biblioteca del Estudiante Universitario número 10; p. 166, énfasis añadido).
Anclando así los fundamentos del problema nacional en el plano educativo, despliega luego Sierra sus consideraciones más generales sobre la función de la educación y la universidad y sobre sus responsabilidades patrióticas, sobre la ciencia y sobre la necesidad de depositar por entero en ella esfuerzos y esperanzas por igual; necesidad ésta que lo lleva a plantear, casi al final de su discurso, la divisa de adorar a Athenea Promakos, es decir, según sus palabras, a la ciencia que defiende a la patria.
Dice en todo caso, por ejemplo, en la página 167 de nuestra edición, teniendo siempre presente, como no podía ser de otra manera, las fronteras a cuyos perfiles se plegaba la materia de la nación política mexicana tan arduamente construida, lo siguiente:
«No, no se concibe en los tiempos nuestros que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo que lo uniera a las entrañas maternas para formar parte de una patria ideal de almas sin patria; no, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice; no la sorprenderá la toma de Constantinopla, discutiendo sobre la naturaleza de la luz del Tabor.»
Y luego añade, como asignando la tarea fundamental:
«Me la imagino así: un grupo de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión, que recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber.»
Cuando vemos las cosas a mayor distancia, o quizá cuando las vemos a la distancia que de ello tomó precisamente Vasconcelos, y no sin comprender las determinaciones políticas e históricas del momento, constatamos no obstante que no dejaba nunca don Justo de enfatizar, y al parecer era siempre tanto mejor cuanto más le fuera posible hacerlo, el carácter singular de México y lo mexicano, singularidad cuyas claves y contenidos habrían de ser esclarecidos por las ciencias (históricas, demográficas, económicas, sociales, antropológicas diríamos también ahora), pero demarcando los terrenos de un nacionalismo ideológico que, al margen de que, obvio es, suscribimos hoy por entero dentro de los límites de sus alcances, podría ser también viso a nuestro juicio con señales de peligro en los momentos de alcanzar los registros de la exacerbación:
«Realizando esta obra inmensa de cultura y de atracción de todas las energías de la República, aptas para la labor científica, es como nuestra institución universitaria merecerá el epíteto de nacional que el legislador le ha dado; a ella toca demostrar que nuestra personalidad tiene raíces indestructibles en nuestra naturaleza y en nuestra historia; que, participando de los elementos de otros pueblos americanos, nuestras modalidades son tales que constituyen una entidad perfectamente distinta entre las otras y que el tantum-sui simile gentem de Tácito, puede aplicarse con justicia al pueblo mexicano.» (pág. 171)
Y dice luego (página 174):
«La Universidad, entonces, tendrá la potencia suficiente para coordinar las líneas directrices del carácter nacional y delante de la naciente conciencia del pueblo mexicano mantendrá siempre alto, para que pueda proyectar sus rayos en todas las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de verdad, de bondad y de belleza, ésa es la antorcha de la vida de que habla el poeta latino, la que se transmiten en su carrera las generaciones.»
Vamos viendo pues cómo es ejercido en el discurso de Sierra un corte histórico-ideológico en virtud del cual se recortaba una nación, una patria, y, dentro de ella, como custodia y coordinadora de su inteligencia al tiempo que como su buque guía, a la Universidad, sobre el fondo de la Humanidad y la Cultura metafísicamente entendidas, diluyendo así la plataforma desde la que, desde un punto de vista histórico materialista y no metafísico, puede ser posible entender sin la retórica espiritualista y humanista del «faro del ideal», la Idea de Hombre y de Cultura: la plataforma del imperio español, pues no era el fondo de la humanidad entera aquél del que se recortaba México con todas sus singularidades, era el fondo, la plataforma, del imperio español. Pero si se trataba de negar, en el terreno histórico político, al imperio español de cuyo «yugo» nos habíamos por fin librado, tal negación tenía que venir acoplada con la negación correspondiente en el terreno universitario.
Y es que, en efecto, al hacer punto y aparte al final del párrafo anteriormente citado, se pregunta retóricamente Sierra: ¿tenemos una historia (de la Universidad, se entiende, I.C.)? La respuesta que da es negativa, ésta es la cuestión:
«No. La Universidad mexicana que nace hoy no tiene árbol genealógico; tiene raíces, sí, las tiene en una imperiosa tendencia a organizarse, que revela en todas sus manifestaciones la mentalidad nacional… Si no tiene antecesores, si no tiene abuelos, nuestra Universidad tiene precursores; el gremio y el claustro de la Real y Pontificia Universidad de México no es para nosotros el antepasado, es el pasado. Y sin embargo, la recordamos con cierta involuntaria filialidad; involuntaria, pero no destituida de emoción ni interés.» (pág. 174)
Y luego pasa don Justo a servirse, preso por entero tanto del mito del Renacimiento (en el que, de pronto, «aparece el Hombre») como del de la Reforma (gracias a la cual «el Hombre se supo Libre»), de la desafortunada caricatura que tanta fama hubo de tener posteriormente –incluyendo aquí a nuestro presente más concreto- entre analfabetos históricos y filosóficos, en la que nos presenta a profesores y teólogos de la Real y Pontificia pasando inútiles horas en disquisiciones retóricas y lógicas de aburrida y estéril escolástica, ajenas a las voces de la ciencia que en otras latitudes a su juicio estaban llamadas a hacerse sonar por voz del Hombre renacentista que, por fin, «dejó la fe en Dios para dar paso a la fe en la Razón».
Dice por ejemplo Sierra, con esquematismo grosero, literariamente retórico y de superficie (es decir, sin pasar al análisis interno, doctrinario y dialéctico, patinando por encima de los problemas), lo siguiente:
«Los indígenas que bogaban en sus luengas canoas planas, henchidas de verduras y flores oían atónitos el tumulto de voces y el bullaje de aquella enorme jaula en que magistrados y dignidades de la iglesia regenteaban cátedras concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológicos, canónicos, jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la autoridad de la iglesia.
Nada quedaba que hacer a la Universidad, en materia de adquisición científica, poco en materia de propaganda religiosa, de que se encargaban, con brillante suceso, las comunidades, todo en materia de educación, por medio de selecciones lentas en el grupo colonial. Era una escuela verbalizante; el psitacismo, que dice Leibnitz, reinaba en ella. Era la palabra y siempre la palabra latina, por cierto, la lanzadera prestigiosa que iba y venía sin cesar en aquella urdimbre infinita de conceptos dialécticos.» (pág. 175.)
Y luego los mitos oscurantistas del Renacimiento y la Reforma aparecen en su discurso, que aquí se nos ofrecen como sacados de un Manual de Filosofía para Periodistas o, lo que es peor, de un Manual de Filosofía para Políticos:
«Pero la universidad mexicana, rodeada de la muralla de China por el Consejo de Indias elevada entre las colonias americanas y el exterior, extraña casi por completo a la formidable remoción de corrientes intelectuales que fue el Renacimiento, ignorante del magno sismo religioso y social que fue la Reforma, seguía su vida en el estado en que se hallaban un siglo antes las universidades cuatrocentistas. ¿Qué iba a hacer?» (pág. 176.)
«El actual periodo de la revelación humana hace juego con el de la revelación divina, de donde, después del triunfo del cristianismo militante, convertido al catolicismo, nacieron los siglos píos de las órdenes monacales, de los Papas teócratas, de las Cruzadas y de la Escolástica. Aquél, el periodo medioeval, venía de la cruz del templo, de Dios, y viajó siglos enteros a través del pensamiento y se perdió en formidable laberinto teológico en busca de la unión metafísica entre las reglas de la conducta humana y la idea divina. Buscaba al hombre con la interna escolástica, cuando la esplendente aurora del Renacimiento apagó la linterna y mostró al hombre; de este hombre compuesto de pasiones, odios y amores, de atracciones y repulsiones, pero reducido por la razón, no por la fe, a una unidad armónica tal como la filosofía pagana la había concebido, la ciencia nueva partió.» (pág. 177.)
Esos mil ciento sesenta y dos doctores y veintinueve mil ochocientos ochenta y dos bachilleres, además del buen número de licenciados que don Jesús Silva Herzog nos reporta como graduados para fines del siglo XVIII de una de las dos primeras universidades de América, la Real y Pontificia Universidad de México, terminan por ofrecérsenos, según la caricatura de Justo Sierra (y repetimos que es una caricatura que se sigue utilizando hoy en día mismo por analfabetas filosóficos anticlericales y laicos en la prensa o en el foro político), como una voluminosa masa de retóricos y diletantes escolásticos sin ninguna utilidad para México y aislados de la ciencia y la Razón por la muralla China del Consejo de Indias.
Imposibilitado estuvo Sierra en definitiva –pues, además de ser hijo de su tiempo, no hablaba desde la filosofía en un sentido lo suficientemente riguroso como para captar y entender la symploké interna de conceptos e ideas, sino en todo caso desde una retórica atada a los designios de una necesidad política– para ver detrás de las sombras y comprender que, lejos de representar una ruptura con el pasado, la filosofía llamada moderna –desde la que pretendía hablar y hacia la que pretendía dirigir a la Universidad– es sencillamente ininteligible fuera de la matriz de la escolástica cristiana, que fue la que, al instrumentalizarla internamente para fines doctrinarios, llevó al límite de sus alcances a la metafísica aristotélica, abriéndole paso así a la posibilidad de que lo que se conoce como ciencia moderna pudiera haberse dado:
«Es evidente, por tanto, que a medida que el sustancialismo individualista fuera transformándose (la unidad de la sustancia material de los cartesianos, la unidad de la sustancia de Espinosa) la fundamentación de las categorías por los escolásticos iría perdiendo todos sus apoyos doctrinales y acabaría por desaparecer. De este modo podría decirse que la filosofía escolástica, que había utilizado a Aristóteles como instrumento para desarrollar el dogma cristiano, determinó la liquidación misma de la metafísica aristotélica. Habría que retirar el esquema convencional según el cual fue la «filosofía moderna» la que, liberada de la teología, instauró «la razón» y pudo recuperar a Aristóteles y a Platón. El proceso habría consistido, por el contrario, en la incorporación, hecha por la escolástica, a la «nueva razón», de la metafísica cristiana. La nueva razón, la «razón moderna», no se elevó tras el desprendimiento de los dogmas de la metafísica cristiana, sino, por el contrario, fue tras la asimilación de estos dogmas que iba a conducir a la transformación, por ejemplo, de la Conciencia divina en Conciencia humana, a la transformación del Espíritu Santo en Espíritu Absoluto, y aun a la transformación de las Formas eucarísticas en las Mónadas leibnicianas, o a la transformación del Reino de la Gracia en Reino de la Cultura.» (Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, Pentalfa, Oviedo, tomo 2, págs. 100 y 101.)
Situado en ese mito moderno como ruptura tácita con la teología y la escolástica es que quería Sierra diseñar las tareas supremas de la Universidad en su papel de catapulta y guía de México hacia las alturas del «espíritu del mundo moderno». Y tenía claro que la responsabilidad de sistematización y totalización habría de recaer en la filosofía, acogida en la universidad en la Escuela de Altos Estudios. Pero había que romper de tajo con lo vetusto y añejo, con la escolástica y los teólogos y los retóricos, con lo cual, a juicio de Sierra, era preciso iniciar, sí, con la enseñanza de la historia de la filosofía, siempre y cuando estuviera garantizado empezar por las «doctrinas modernas y de los sistemas nuevos, o renovados, desde la aparición del positivismo hasta nuestros días, hasta los días de Bergson y William James» (pág. 188). Ruptura de tajo, en efecto.
Termina don Justo Sierra su discurso deteniendo su atención y la del auditorio en los destinatarios de tres mensajes. En primer lugar, a quien habría de ocupar el cargo de primer rector de la misma, doctor Joaquín Eguía Lis, profesor y jurista: «contáis para el desempeño de vuestra misión con la ardiente simpatía de tres generaciones de hombres de estudio, con el respeto de la sociedad, con la confianza del gobierno, de quien vuestro encargo rectoral os constituye en colaborador íntimo» (pág. 189).
Eguía Lis mantendría su cargo desde ese septiembre de 1910 hasta el mismo mes de 1913: finales del porfirismo, todo el maderismo y siete meses de huertismo. Lo sucedió don Ezequiel A. Chávez. En 1920, José Vasconcelos llegaba a la cabeza de la Universidad en su calidad de secretario de Educación Pública de Álvaro Obregón.
El segundo grupo de destinatarios del correspondiente mensaje, estaba conformado por tres de las varias universidades que del extranjero fueron invitadas a tan magno evento. Eran las que a juicio del maestro Sierra resumían con más eminencia que el resto la representatividad de la Idea de Universidad a cuyos moldes quería ajustar la suya, y a las que por tanto quería distinguir con la tarea de apadrinar, en nombre de todas las demás, a la Universidad Nacional. Éstas son las universidades y éstas las palabras a ellas dedicadas por don Justo Sierra:
«La Universidad de París, la que enseñó a la Edad Media su lenguaje intelectual, la que inició la vida del pensamiento puro, alzando desde lo alto de Santa Genoveva la antorcha de Abelardo, que casi era una protesta, que era casi una herejía; la Universidad de París, la maestra universal, el alma mater de cuatro siglos de teología y filosofía, la que con su vida y su agonía larguísima y con su muerte y su transformación imperial y su espléndida resurrección de hoy, prueba que la inteligencia está condenada a eclipses y catalepsias cuando no respira su oxígeno, que es la libertad; la Universidad de Salamanca, en cuyos estatutos se sembró la planta exótica de nuestra Universidad colonial, porque representa nuestra tradición, porque en ella queremos proclamar nuestro abolengo del que, a riesgo de ser tenidos, no sólo por ingratos, sino por incapaces de sentido histórico, es decir, por incapaces de cultura, no podemos renegar, como no renunciamos tampoco a nuestro abolengo indígena, dígalo nuestro orgullo en refundir en la misma religión cívica las memorias del azteca Cuauhtémoc, del criollo Hidalgo y del zapoteca Juárez; la Universidad de California, nuestra amiga más antigua con ser tan joven, tipo de estas instituciones tales como en América se conciben, abiertas de par en par a las corrientes nuevas, buscadoras de todas las enseñanzas de cualquiera procedencia que sean, con tal que dejen su simiente en el suelo patrio, y que bajo la altísima dirección intelectual y moral de su presidente, pueda tomar como lema el apotegma de William James: ‘La experiencia inmediata de la vida resuelve los problemas que desconciertan más a la inteligencia pura’» (págs. 190 y 191.)
El último destinatario es Porfirio Díaz, presidente de la República a punto de encontrar el fin de su vida política en México y a quien reconoce Sierra la autoría total de la universidad: «La Universidad Nacional es vuestra obra; el Estado, espontáneamente, se ha desprendido, para constituirla, de una suma de poder que nadie le disputaba, y vos no habéis vacilado en hacerlo así, convencido de que el gobierno de la ciencia en acción, debe pertenecer a la ciencia misma. ¿Sabrá el nuevo organismo realizar su fin? Lo esperamos y lo veremos.» (pág. 191.)
El resto del mensaje mantiene un tono laudatorio hacia la figura de Díaz («mucho habéis hecho por la patria», «os habéis puesto al frente de la glorificación de nuestro pasado»), cosa perfectamente entendible y justificada a la distancia, pero que refleja también el tono de la circunstancia tanto del momento histórico que se vivía como del hecho de ser Sierra mismo el ministro de Instrucción del último porfiriato.
En su final, le dice Justo Sierra a Díaz:
«Ella –la patria– aplaude hoy esta soberana obra vuestra, segura de que será fecunda, porque fía en que todos los árboles que sembráis crecen frondosos, porque conoce el secreto del éxito constante de vuestras empresas: vuestro amor íntimo y profundo al pueblo vuestro padre y vuestra fe genuina e irreductible en el progreso humano.» (pág. 192.)
Pocos meses después de estas palabras, estallaba la Revolución mexicana y Porfirio Díaz tenía que salir de México para no volver más y morir en el exilio. Por su parte, Justo Sierra moría en 1912.
Un hombre de esa Revolución sería el encargado de reorganizar la ideología de la Universidad, pero, lejos de reafirmar o reconcentrar su carácter nacionalista y singularista, lo que hizo fue darle una proyección más amplia y más concreta e históricamente universal: José Vasconcelos.
III
Vasconcelos: universalismo hispanoamericano
Los motivos del escudo es, como hemos dicho ya en nuestras palabras introductorias, un discurso pronunciado por Vasconcelos ante la Confederación Nacional de Estudiantes entre 1923 y 1935. Se trataba de dar cuenta de los principios y directrices a los que se atuvo para diseñar el escudo y lema de la Universidad (que al día de hoy permanece): Por mi raza hablará el espíritu.
Hombre de la revolución como hemos dicho, sobre todo de su primer gran momento de despliegue previo a la fase constitucionalista y carrancista (en la fallida Convención de Aguascalientes de 1914, fue designado como secretario de educación por el presidente de la República electo por esa convención: Eulalio Gutiérrez; el desconocimiento de tales resoluciones por parte de Carranza detonó la fase conocida como «lucha de facciones»), Vasconcelos consideraba sus acciones determinadas, primero, desde el ángulo político, por el maderismo, y, luego, por el lado ideológico-cultural, por el ateneísmo.
Y era precisamente contra el carrancismo el primer repliegue político y doctrinario desde el que Vasconcelos se situaba para reorientar el derrotero ideológico de la Universidad, pero, además de que lo hacía considerándose precisamente dentro del impulso de la revolución mexicana, era un repliegue que encontraba la fuente de sus determinaciones en otro plano problemático:
«El hallazgo de un lema que complementara el nuevo escudo de la Universidad Nacional de México, me resultó indispensable para formular el propósito y la orientación de la Universidad que se lanzaba al destino por el impulso de la Revolución. Me tocó restacar nuestro primer instituto tradicional de enseñanza, de manos de la barbarie carrancista que por decretos de fuerza se había apoderado de la escuela de Barreda, combatida por nosotros, sin embargo muy superior a lo que estaba siendo deshecho. Los asaltantes, en efecto, habían convertido nuestra Preparatoria en mala réplica de una secundaria protestante norteamericana.» (Los Motivos del Escudo, editado en En el ocaso de mi vida, Populibros «La prensa», México DF, 1957, pp. xxi a la xxviii, p. xxi).
Tenía claro Vasconcelos el problema nacional, en efecto, el problema de nuestra «índole nacional», como él refería en sus palabras, pero la diferencia con Sierra estribaba en el hecho de que no diluía Vasconcelos la plataforma histórico cultural de la que esa índole se recortaba; no negaba pues la plataforma de la que la materia nacional participaba, y era sólo así posible que, desde esa plataforma que universal y culturalmente se definía como católica, le fuera dado advertir la escala dialéctica del problema: la escala del antagonismo entre lo sajón y lo latino o lo hispano, entre lo protestante y lo católico. Por más singularidades que quisiera Sierra haber señalado, aislado y reservado en exclusiva para México, había una plataforma histórico-universal de la que no podría desprenderse sin ver diluida, inadvertidamente acaso (lo que era y es más dramático aún), sus cimientos histórico-políticos (más que etnológico antropológicos):
«Los profesores habían sido reclutados en las segundas filas del normalismo, que por su índole popular ganó influencia dentro de los círculos políticos de la Revolución, pero que en general, carecía de preparación académica. Aquellas subalmas, por lo mismo, se habían vuelto materia plástica frente al programa extranjero de deformación de nuestra índole nacional. Resultaba urgente salvar las esencias de nuestra propia cultura, librándonos de aquella mediocridad sin cohesión y sin médula y para hacerlo era menester integrar una nueva ideología. Mediante ella se evitaría el paso, el peligro de recaer en las doctrinas políticas del porfirismo que la propia Revolución había combatido desde la época de la claridad maderista, a saber: la evolución spenceriana, el cientificismo de Justo Sierra y el materialismo de Comte.» (págs. xxi y xii)
Era preciso pues recuperar la por Vasconcelos llamada «claridad maderista», una claridad que acaso estaba más en Vasconcelos que en Madero, cuyos delirios espiritistas verdaderamente bochornosos nos lo presentan hoy como un tipo de lamentables dotes intelectuales y de muy poca claridad ideológica, es decir, como un «impresentable político».
Vasconcelos hablaba y actuaba desde la fe, nosotros lo hacemos fuera de ella, desde la filosofía atea materialista; pero no se trata de un ateísmo genérico y menos aún de un agnosticismo liberal cuya única metodología posible es el relativismo, sino de un ateísmo materialista y dialéctico que, por serlo, no puede entenderse más que cifrado dentro de un sistema coordenado de ideas y de doctrinas a partir de cuya confrontación y refutación dialéctica se codeterminan sus perfiles y contenidos, lo que significa que hablamos, pues, desde un ateísmo materialista católico (porque una cosa es ser un ateo católico y otra muy distinta es ser un ateo musulmán o un ateo judío). Esta es la clave decisiva que nos permite no ya tanto compartir la fe de Vasconcelos, lo que es sin duda imposible, cuanto comprender la symploké de ideas filosófico-teológicas y doctrinarias, culturales, vale decirlo, desde las que hablaba. Y es solamente así como nuevamente nos es dado comprender aquello contra lo que, situado dentro de una dialéctica concreta, disparaba Vasconcelos: la influencia protestante, la masónica, la positivista, la norteamericana.
Dice pues en la parte que podría considerarse como su «exposición de motivos»:
«Había que comenzar dando a la escuela el aliento superior que le había mutilado el laicismo, así fuese necesario para ello burlar la ley misma. Esta nos vedaba toda referencia a lo que, sin embargo, es la cuna y la meta de toda cultura; la reflexión acerca del hombre y su destino frente a Dios. Era indispensable introducir en el alma de la enseñanza el concepto de la religión, que es conocimiento obligado de todo pensamiento cabal y grande.» (pág. xxii.)
Y luego viene la explicación de la estrategia utilizada, aunque Vasconcelos no estaba haciendo otra cosa que seguir el mismo recorrido que hubo de darse para que, en la filosofía moderna misma, pudiera haberse dado el proceso de transformación de la idea de gracia en la idea de cultura, de la de salvación en la de progreso, o la de espíritu santo en la de espíritu absoluto; un recorrido que no vio ni pudo ver ya Justo Sierra (y que tampoco pueden ver hoy periodistas y políticos indoctos y rabiosamente laicos y anti-clericales):
«Lo que entonces hice equivale a una estratagema. Usé de la vaga palabra espíritu, que en el lema significa la presencia de Dios, cuyo nombre nos prohíbe mencionar, dentro del mundo oficial, la Reforma protestante que todavía no ha sido posible desenraizar de las Constituciones del 57 y del 17. Yo sé que no hay otro espíritu válido que el Espíritu Santo; pero la palabra santo es otro de los términos vedados por el léxico oficial del mexicano. En suma, por espíritu quise indicar lo que hay en el hombre de sobrenatural y es lo único valioso por encima de todo estrecho humanismo y también, por supuesto, más allá de los problemas económicos que son irrecusables pero nunca alcanzarán a normar un criterio de vida noble y cabal.» (págs. xii y xiii).
¿Qué es el escudo?, se pregunta entonces Vasconcelos. Y para responder se sale del terreno de la ciencia y las singularidades mexicanas para situarse en una atalaya política desde la que le era dado divisar la soberanía de nuestra vastedad continental, y que era la escala a la que él se medía y se midió siempre:
«El escudo es, en primer lugar, una protesta en contra de aquel pequeñito anhelo que arrodillaba a la juventud en lo que se llamó el altar de la patria jacobina.» (pág. xxiv)
Pero ¿cuál patria?, se pregunta.
«No la grande que compartimos con nuestros mayores del imperio universal español, sino la muy reducida en el territorio y en la ambición, que es el resultado de los errores del período de formación que nos costara la pérdida de Texas y de California… Y ya que no podíamos reconquistar territorios geográficos, no quedaba otro recurso que romper horizontes y ensanchar el espacio ideal por donde el amor, ya que no la fuerza, pudiera conquistar heredades del espíritu, más valiosas a menudo que la disputada soberanía territorial. El paso inmediato, en consecuencia, era obvio: reemprender el esfuerzo ya secular pero abandonado y saboteado por las dictaduras nacionalistas, de ligar nuestro destino con los países de nuestra misma estirpe española, en el resto del continente.» (pág. xxiv)
La ineptitud de nuestro nacionalismo miope y exacerbado eran las causas de la mutilación continental que con tanta firmeza y persistencia impugnó a lo largo de toda su vida y obra Vasconcelos:
«La independencia del sur, con Bolívar, con San Martín, había engendrado no sólo nacioncitas, a lo liberal británico; también había inventado el anhelo de constituir con los pueblos afines por el lenguaje y la religión, federaciones nacionales poderosas. Nosotros no pudimos conservar ni siquiera la confianza de Centroamérica, a efecto de haber construido una vigorosa federación del norte, aliada con el grupo disperso de los pueblos ilustres de Las Antillas. Todo por culpa de las dictaduras y de la confusión doctrinaria de la Reforma, que en su odio a España, nos deformó el patriotismo subordinándolo al recorte territorial y a la mentira de una soberanía fingida.» (pág. xxiv y xxv)
Y entonces vienen, pues, «los motivos del Escudo» y el deber de la Universidad, que era el de ensanchar horizontes:
«Rota, desde hacía tiempo, nuestra solidaridad con los hermano de la América Española y de España, un sentimiento reducido e intoxicado además de falsas patrioterías, mantuvo en opresión nuestros pechos hasta que la Revolución despertó exigencias nobles, informes. Ensancharlas era el deber de la Universidad. Símbolo gráfico de esta eclosión del alma mexicana, fue el diseño del escudo entonces nuevo, cuya historia estoy describiendo. Consta el escudo de dos elementos inseparables: el mapa de América Española que encierra en su fondo, y el lema que le da sentido. Por encima del encuadramiento, un águila y un cóndor reemplazan el águila bifronte del viejo escudo del Imperio Español de nuestros padres. Ahora, en el escudo, el águila representa a nuestro México legendario, y el cóndor recuerda la epopeya colectiva de los pueblos hermanos del continente.» (pág. xxv)
Por cuanto al lema, Por mi raza hablará el espíritu, las referencias a la raza cósmica vasconceliana son evidentes, y ahí también los horizontes son continentales: en México, en Perú, en Ecuador, nos viene a decir Vasconcelos, la raza es doble: indígena y española; en el resto de América, nuestra raza es una mezcla de base latina, española e italiana, pero que no excluye ni mucho menos ninguna variedad humana, ni el negro brasileño ni el chino de las costas peruanas.
Pero hay que comenzar por enfatizar en todo caso que somos latinos; y aquí el horizonte es ya universal más que continental, lo que hace imposible pensar desde el falso complejo renacentista-reformista y liberal masónico en virtud del cual la América, por ser española, era (y es, para muchos todavía) atrasada o no-moderna. Como si, por lo demás, fuera mucho la modernidad y la supuesta libertad que desde el individualismo liberal moderno hoy muchos pregonan, pero que en realidad se reduce a un patético proceso de configuración de una masa amorfa de individuos flotantes, hastiados de consumir y a la deriva que, o gastan considerables sumas de dinero en esa estafa repugnante que es el psicoanálisis, o en cursos de yoga, de kábala o de espiritualidad oriental, o que, cuando no tienen tanto dinero, sucumben a los engaños de algún charlatán engaña-bobos que, desde la televisión abierta, promueve religiosidades secundarias como el zodiaco, el tarot o la espiritualidad prehispánica y chamánica.
En todo caso, la fasificación histórica y el núcleo de las aportaciones que de esa estirpe latina se desprenden son presentados y reconocidos por Vasconcelos con claridad y sin complejos positivistas o masónicos o de moderno analfabeto espiritualista. Sabe de lo que habla porque lo puede ver y porque comprende en todo momento, apreciando sintéticamente –como el general que sabe distinguir una batalla de una guerra– el cuadro global de antagonismos y tendencias fundamentales, aquello contra lo que mucho de lo que tuvo lugar se enfrentaba, y sabe entonces la escala a la que nos es posible medir, dialécticamente, nuestra verdadera grandeza y nuestra potencia histórica real. Sabe reconocerse, en definitiva, como parte de lo que es ya, y desde siempre, genuinamente nuestro:
«Dentro de lo latino, nos impelen hacia adelante los gérmenes de las más preciadas civilizaciones: el alma helénica y el milagro judío-cristiano, el derecho de la Roma pagana y la obra civilizadora y religiosa de la Roma católica.
En nuestro abolengo hay nombres envidiados de todas las naciones, como Dante Alighieri, magno poeta de todos los tiempos. En nuestro pensamiento hay torres como Santo Tomás o San Buenaventura. Y particularmente en la América nuestra, del Paraguay a California, es el cordón franciscano la disciplina de la obra civilizadora que todavía se prolonga y que no hubiera alcanzado realización sin el esfuerzo quijotesco que guió la Conquista. Raza es, en suma, todo lo que somos por el espíritu: la grandeza de Isabel la Católica, la Contrarreforma de Felipe II que nos salvó del calvinismo, la emancipación americana que nos evitó la ocupación inglesa intentada en Buenos Aires y en Cartagena y que, con Bolívar, fijó el carácter español y católico de los pueblos nuevos. Nuestra raza es, asimismo, toda la presente cultura moderna de Argentina, con el brío constructor de los chilenos, la caballerosidad y galanura de Colombia, y la reciedumbre de los venezolanos. Nuestra raza se expresa en la doctrina política de Lucas Alamán, en los versos de Rubén Darío y en el verbo iluminado de José Martí. Todo esto es lo que el lema contiene y coordina para encaminar hacia la grandeza imperial. Nos despierta el emblema el orgullo fecundo y la ambición noble de los pueblos que no se contentan con recibir hecha la historia sino que la engendran, la conforman, le imprimen grandeza. Quise, en fin, dar a los jóvenes por meta, en vez de la patria chica que nos dejó el liberalismo, la patria grande de nuestros parentescos continentales.» (pág. xxvi)
Es difícil añadir un comentario aquí, pues lo dicho se explica por sí mismo. Hay nombres y apellidos, y las referencias se pueden señalar con el dedo. Pueden tomarse o, si se quiere, dejarse, pero nunca ignorarse. Estos son en efecto los motivos del Escudo con los que Vasconcelos conjugó su idea de la Universidad con la idea de México. Y aunque inútil en términos históricos, no deja de intrigarnos la respuesta que pudo haber tenido lugar en la audiencia ante una exposición de tal claridad y perspectiva. Y siempre es en todo caso la decepción lo que nos embarga cuando, de manera por demás habitual, al escucharse planteamientos como los de Vasconcelos, la respuesta o reacción es siempre la de ese burdo manual de filosofía para periodistas o para políticos: ‘¿Vasconcelos? Ah, sí, al principio fue valioso, pero luego se hizo muy de derecha’, es el comentario oficial. Nada peor que la incomprensión de los indoctos y los simples.
Con todo, lo cierto es que la fuerza de sus ideas no será al parecer menguada jamás, pues son ya varias las décadas que corren sin que ni el lema, ni el escudo, hayan sido retirados de las torres y frontispicios de cuantas escuelas e instituciones forman parte de esa sin duda honorable y centenario universidad a la que, con estas líneas, hemos querido rendir sentido homenaje.
Pero habría que recordar y refrendar en todo caso el mensaje final de Vasconcelos. Es importante atender a su aclaración y encargo. Óigase bien y lejos:
«Jóvenes amigos: Ya muy pronto tendréis que improvisar capitán. Yo os dejo mi bandera. El día es vuestro, actuad con vigor y con prudencia; reservad vuestras fuerzas porque la ruta es larga y muy ardua. Es ley misteriosa del destino que la conquista del bien ha de costar dolor y sangre; pero el éxito es alterno.
Mañana, en las horas del triunfo, las manos de las nuevas generaciones izarán el asta de otras banderas más gloriosas, bordadas con las letras de oro de los principios eternos. Mi lábaro no estaba hecho para el lucimiento de los desfiles. Es un airón de combate. Nada importa que lo borren de las placas que escribe la adulación y de los membretes del papeleo burocrático y de los estandartes que encabezan las procesiones del servilismo. Mi encargo es: que el actual escudo, con su lema, lo dejes plantado en la trinchera más expuesta y bajo el fuego tupido de la metralla.»
Ciudad de México
Octubre, 2010