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El Catoblepas, número 104, octubre 2010
  El Catoblepasnúmero 104 • octubre 2010 • página 8
Historias de la edad media

América

José Ramón San Miguel Hevia

La configuración del mundo actual

América

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A mediados del siglo XIII, los frailes franciscanos y los comerciantes venecianos van a relevar a los primeros viajeros árabes. La cristiandad necesita hacer las paces con los tártaros, que desde Gengis Khan se han convertido en una gran potencia, capaz de atacar a los musulmanes por la espalda y anular su amenaza. El papa Inocencio IV envía a uno de los primeros franciscanos, Juan del Plano Carpino, portador de una especie de ultimátum, que Cuyuc, el Khan reinante desprecia altaneramente. Tampoco los geógrafos se aprovechan de las preciosas noticias que el misionero proporciona sobre los lugares hasta entonces inexplorados.

En 1253 el rey San Luis, después del fracaso guerrero de su cruzada, decide organizar una nueva embajada y coloca a su frente a otro franciscano, Guillermo de Rubruk, cuya misión, sin ser un éxito, tiene resultados más prometedores. Su camino hacia los tártaros es muy semejante al de Fray Juan: desde Ucrania atraviesa el Don y el Volga y a través del lago Balkach, alcanza el campamento de Mongka, el nuevo Khan de los tártaros. La evangelización parece por lo menos posible, pues además de las comunidades nestorianas instaladas en todo el Asia, resulta que muchos altos personajes de los tártaros, entre ellos el hermano menor de Mongka y otros familiares, son ya cristianos. «Si el papa enviase en su nombre un obispo podría decirles cuanto quisiera, porque escuchan cuanto dicen los misioneros y todavía quedan ansiosos de oír algo nuevo».

En medio de estas expectativas demasiado optimistas Marco Polo visita corte de los tártaros y el libro que escribe a su vuelta en Génova va a tener un considerable éxito editorial por una serie de razones. En primer lugar Marco Polo recorre prácticamente toda Asia, pues además del cercano oriente, las dos Armenias, Persia, el alto Afganistán y China donde reside durante dieciséis años conoce Indonesia, Ceilán y la costa occidental de India. Por otra parte adorna sus descripciones con hechos naturales y con costumbres humanas fantásticas, y así despierta interés en los oyentes medievales, lo mismo comunes que cultos. Y su viaje tendrá un interés histórico creciente al dar razón de un mundo lleno de posibilidades y abierto a las aventuras más imaginativas.

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En el siglo XV los dos reinos de la península ibérica recogen los frutos de estas investigaciones y estos viajes y son los protagonistas de un proyecto doble y contrario. Los portugueses deciden salvar el obstáculo que oponen los musulmanes en sus dominios del Sahara y en la ruta de las grandes caravanas navegando por las costas de África.

Sus viajes empiezan con el siglo y progresan lentamente pero cuentan con la seguridad que proporciona la ciencia: en el año 1415 Enrique el Navegante organiza la primera expedición al África, y en etapas sucesivas las naves de Portugal conquistan las islas Madeira y Azores, atraviesan el temible cabo Bojador y la desembocadura del Zaire y llegan a Angola. Por fin en el año 1486 Bartolomé Díaz consigue doblar el cabo de Buena Esperanza y alcanza por fin el océano Indico.

Pero en cambio sus vecinos españoles, además de estar empeñados en la guerra contra los árabes, son teatrales e impacientes y no toleran el aburrido y lento proceso de la ciencia y de sus logros técnicos. Su proyecto comienza mucho más tarde que el de los portugueses, pero a pesar de ello es enteramente medieval por la forma de ser de sus protagonistas y por los documentos que les sirven de inspiración. El éxito de su disparatada aventura es la mejor ilustración del carácter azaroso de todo auténtico descubrimiento, pues cuanto está programado y previsto por la ciencia ya se sabe antes de ser sabido.

El nuevo y tardío plan es tan sencillo en su planteamiento como científicamente imposible por su realización: consiste en buscar un atajo y llegar a las Indias por la ruta de occidente. Quien mejor resume esta doble condición es Estrabón, que sigue a dos grandes geógrafos griegos, Eratóstenes y probablemente Marino de Tiro: «Si no fuese un estorbo la colosal extensión del Océano Atlántico –comprende más de una tercera parte de la circunferencia terrestre– se podría llegar fácilmente por mar, siguiendo el mismo grado de latitud, desde la Península Ibérica hasta las Indias». Estas deben de ser las autoridades clásicas a que acuden las juntas de sabios de España y Portugal al comunicar a sus gobernantes la inviabilidad del proyecto.

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Antes de describir la vida de Colón, hay que saber cuáles han sido las lecturas que han servido de prólogo a la realización de su expedición. El navegante genovés es en su época un personaje de notable cultura, pues además de conocer los documentos históricos y científicos de la antigüedad griega, la Biblia y los padres latinos, los científicos nominalistas, las descripciones geográficas de Marco Polo, Pío II, Ramón Llull y Abraham Cresques, tiene acceso a los tratados árabes y a su sistema de numeración. Sólo que interpreta toda esta información desde una mentalidad medieval.

La historiografía moderna se ocupa de los acontecimientos y hombres pasados, que analiza utilizando todo el aparato crítico de las ciencias con un cuidado y una minuciosidad muchas veces desesperante. En cambio ha renunciado en nombre de esa misma ciencia a describir el futuro, y trata con desdén a todos los profetas y visionarios que prometen felicidad o amenazan una ruina más o menos cercana. Ni siquiera la historia es maestra del presente, ya que las circunstancias de cada época son irrepetibles y no se pueden –como en el caso de la física o las matemáticas– generalizar.

En cambio la historiografía medieval sigue un camino totalmente inverso. Lo que preocupa a sus historiadores es precisamente el futuro, hasta el punto de que utilizan con singular desparpajo y con una buena dosis de imaginación todos los documentos pasados que sólo se justifican por su anuncio de lo que vendrá después del momento en que están viviendo. Es justamente el modelo que seguirá Colón.

Esta preocupación por la historia futura de la humanidad se condensa en la Edad Media cristiana en la atención a los libros proféticos de la Biblia. El libro de Daniel y sobre todo el Apocalipsis proporcionan una serie de señales, que interpretadas por la brillante imaginación de los escritores de la época, anuncian acontecimientos a veces contradictorios, pero en todo caso tan inesperados como decisivos. Colón, asiduo lector de la Vulgata de San Jerónimo, recuerda las profecías de Isaías sobre las naves de Tarsis que traen oro para el nombre de Yahveh, y completa el pasaje con los presagios de Séneca en Medea.

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Colón, inicia la lectura de documentos del pasado con un gigantesco anacronismo: ha tenido acceso al libro que sobre las maravillas del mundo, ha escrito Marco Polo dos siglos antes en la cárcel de Génova, y en su prólogo ha podido leer cómo el gran Khan pidió al papa cien doctores que predicasen allí la fe católica. Ya en la relación dirigida a los reyes en 1492 recoge esta noticia convenientemente ampliada: no sólo un rey de los reyes tártaros había solicitado ayuda a Roma, sino todos sus antecesores, pero a pesar de esta universal petición nunca el Santo Padre la ha atendido con la consecuencia de que muchos pueblos se han perdido y se siguen perdiendo creyendo en idolatrías.

Colón parece además estar al tanto de la operación diplomática de San Luis, que intentaba encerrar a los musulmanes entre los reyes cristianos y los khanes mongoles. Lo que no puede o no quiere saber el navegante genovés es que durante los dos siglos trascurridos desde los viajes de Marco Polo, la temible amenaza de los tártaros ha desaparecido, y las «partidas a las Indias para ver a los dichos príncipes» ya no tienen sentido. Para un hombre medieval todo esto es indiferente, porque los documentos del pasado sólo sirven para justificar las empresas que vendrán después.

Ya en la segunda mitad del siglo XIII los mongoles se han dividido en cuatro khanatos y entran en una fulminante declive. Los mamelucos frenan el ataque de Hulagu sobre el próximo oriente y al mismo tiempo Kubilay se repliega sobre China, fundando la dinastía Yuan y heredando la política de aislamiento del Imperio: cuando recibe por segunda vez a Marco Polo ha perdido interés por sus contactos con occidente. De esta forma la aventura de Colón se apoya en una doble falsedad, por una parte geográfica, pues confunde los territorios descubiertos con las Indias, pero además histórica, ya que hace tiempo que los mongoles han renunciado a su expansión y hasta perdido el poder en China. De todas formas el genovés se mantiene tenazmente fiel a su interpretación de los hechos, y esto no de una forma episódica, sino durante todos sus viajes y hasta en su testamento ratificado en 1506.

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Por muy anacrónicos y parciales que sean todos estos datos, sirven por lo menos para justificar y hacer propaganda del futuro. Uno de los más eminentes escritores medievales, Arnau de Vilabona, escribe con particular desparpajo que aunque su interpretación de las profecías sobre el fin del mundo no salgan veraces, por lo menos conseguirán que en los años siguientes crezca la obediencia al Evangelio. Colón está convencido de la autoridad de los documentos que ha consultado, pero de todas formas el pasado estaría muerto para él si no proporcionara esperanzas para quienes emprenden aventuras con auténtico espíritu deportivo.

Eso sucede con sus lecturas de Marco Polo. Colón recuerda a los reyes de España su misión de predicar la fe en las Indias, y deja dicho a su hijo Diego en el testamento que sostenga cuatro maestros en teología en la isla Española para convertir a todos los pueblos de las Indias, y que gaste todo lo que haga falta cuando la renta del mayorazgo sea crecida para aumentar este numero inicial de sabios y personas devotas. Pero además de esta misión estrictamente pastoral solicita a Isabel y Fernando que se determinen a gastar parte de los abundantes dineros que sin duda obtendrán de las nuevas tierras en la conquista de Jerusalén.

Además, las Indias son el señorío más rico del mundo, y sobre todo están llenas de oro con el que se puede comprar cualquier cosa por mucho valor que tenga «el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro y quien lo tiene hace lo que quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al paraíso». Igual que David dejó a su hijo en el testamento oro de las Indias para edificar el templo, ahora toca a los cristianos, precisamente salidos de España, la reconstrucción de Jerusalén y más concretamente de la Casa Santa y la redención del santo sepulcro.

Esta conquista de Jerusalén es tanto más urgente cuanto que el fin del mundo –otra recurrente utopía medieval– está ya cercano. Colón participa de esta expectación apocalíptica que toma en él forma, gracias a una interpretación fuertemente imaginativa de San Agustín, completada con la consulta a las tablas de Alfonso X y la particular visión astrológica de los acontecimientos de la humanidad, tal como aparecen en Pedro de Ailly. Según todos estos testimonios falta muy poco para la consumación de los tiempos, que coincidirá con el séptimo milenario de la historia del mundo: los astros anuncian que antes de ese momento decisivo desaparecerá la secta de Mahoma y la ciudad santa volverá a ser habitada. Colón está del todo impregnado de este espíritu profético que pone al servicio de una brillante imaginación y utiliza para hacer publicidad de su empresa.

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Si la interpretación de los documentos históricos oscilan en los medievales y en Colón entre el anacronismo y la utopía, los datos científicos con que el navegante cuenta son –siempre mirados con la severa crítica actual– una acumulación de despropósitos. Su punto de partida es el mapa de Tolomeo, que calcula el valor de la circunferencia terrestre en ciento ochenta mil estadios egipcios, es decir unos treinta y ocho mil kilómetros, una medida que se acerca a la más exacta de Eratóstenes. Que el océano Indico esté cerrado, como piensa el último geógrafo griego, o por el contrario abierto aunque de grande extensión, como dice Estrabón y después los árabes, es algo irrelevante para su empresa, que quiere ensayar el camino de occidente.

La primera y feliz equivocación consiste en sustituir los estadios egipcios equivalentes a doscientos diez metros por estadios griegos con valor de ciento cincuenta y siete. De esta forma la circunferencia del globo pasa a tener veintiocho mil kilómetros y queda acortada en poco más de una cuarta parte. El atlas catalán de 1375, obra de Abraham Cresques, todavía reduce esta extensión, y la deja en veinte mil millas, aproximadamente veintiséis mil kilómetros, en vez de los cuarenta mil reales.

Este cálculo parece confirmado por el mapa de Toscanelli, que se inspira en Pedro de Ailly. Según su «Imago mundi» el grado de latitud mide cincuenta y seis millas y dos tercios, y por tanto los 360 grados que completan la circunferencia llegan a la extensión de las veinte mil millas. El mismo Colón comprueba en sus viajes estas equivalencias, y en vista de todas estas concordancias entre los antiguos, los modernos y él mismo, afirma de modo contundente que esa medición del grado de meridiano es la exacta «y todo lo demás son habladurías».

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Los mapas elaborados por los griegos y los árabes y los geógrafos más recientes permiten conocer la distribución e las tierras y los mares en la dirección norte sur, y es este conocimiento el que hace avanzar con toda seguridad a los navegantes portugueses. En cambio no se dispone de una carta que asegure de forma definitiva la geografía este oeste, y en ausencia de experiencias, sólo queda la autoridad de los sabios. El temor a lo desconocido, los imaginarios amenazas de tormentas imparables y sobre todo la casi seguridad de perderse en la extensión inmensa del océano, impiden a los marineros dejar las costas en dirección al occidente.

Así que, mientras no venga en nuestra ayuda una equivocación mayor la extensión del gran océano es prácticamente infinita y las costas de las Indias totalmente inalcanzables. Tolomeo cree que sólo la mitad de la tierra está habitada, y suponiendo que el mar ocupe el resto, comprende todavía más de dieciocho mil kilómetros. Pero incluso la autoridad de Marino de Tiro y probablemente del mismo Estrabón concede al mar ciento treinta y cinco grados de los trescientos sesenta totales, s decir, más de un tercio de la superficie del orbe. Es prácticamente la misma extensión que figura en el mapa de Toscanelli, que sólo recorta al mar diez grados.

Como no dispone de datos de los geógrafos y los marineros, ni al parecer es posible obtenerlos, Colón decide consultar documentos que sin ser científicos tengan la máxima autoridad y en primer lugar los textos de la Biblia. Entre ellos hay un libro el cuarto de Esdras, que resultó ser apócrifo, pero que duran- te mucho tiempo y todavía en aquella época era aceptado por los más eminentes padres latinos.

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Inspirándose en ese libro de Esdras, San Ambrosio y San Agustín dicen que la esfera tiene seis partes de tierra firme y una de mar océana. Lo mismo opinan una serie de pensadores judeo–cristianos y sobre todo el cosmógrafo Pedro de Ailly, que se ha convertido en el principal cicerone del navegante genovés: según el científico cardenal, seis partes de la tierra son habitables y sólo la séptima está cubierta de agua.

Si todos estos testimonios concordantes son exactos, entonces la distancia desde España hasta las Indias y los dominios de los khanes disminuye considerablemente. La séptima parte de los aproximadamente veintiocho mil kilómetros, queda en tres mil millas o cuatro mil kilómetros, un magnitud fácilmente superable por naves bien preparadas para la aventura. La distancia real a las Indias –de no encontrar en medio algún obstáculo– es de veinte mil.

Todo este conjunto de profecías bíblicas y medievales, de sugestivos documentos históricos y de datos científicos favorables, son más que suficientes para poner en movimiento la prodigiosa imaginación de Colón y de empeñarle en su empresa. Todos los testimonios que ha consultado tienen por otra parte la ventaja de estar equivocados, porque si se descubre algo a partir de ellos será una realidad todavía no sabida por la ciencia, un auténtico descubrimiento.

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Cristóbal Colón nace alrededor del año 1451 en Génova. Es un puerto de mar del occidente italiano, perpetuamente enfrentado a la otra gran potencia marítima y comercial de la península, Venecia. Mucho antes de asistir a la brillante empresa naval de Portugal en busca de los tesoros de las Indias, puede conocer las hazañas de los mercaderes venecianos, que han logrado abrirse camino por mar y tierra hasta el océano oriental. Precisamente en la cárcel de Génova ha escrito dos siglos antes Marco Polo su «Libro de las cosas maravillosas», en el que descubre nuevos horizontes y orienta hacia ellos a los últimos hombres de la Edad Media.

El linaje de Colón es bien modesto, pues su padre es artesano tejedor y en ese mismo oficio le va a seguir él en sus primeros años. En cambio consigue ampliar su cultura con el paso del tiempo, gracias a la lectura de esos documentos, que vienen a ser la última enciclopedia medieval. El gran navegante no cree que sus lecturas tengan una importancia decisiva, pues según él la ciencia tiene que obedecer religiosamente a la utopía: «para la hesecución de la inpresa de la Indias no me aprovechó rasón, ni matemática ni mapamundo. Llanamente se cumplió lo que diso Isaías».

Muy pronto Colón se enrola como marino mercante en las naves fletadas por las casas más ilustres de Génova, participa en una expedición a la isla de Quíos –1475– y un año después, también en una flotilla mercantil, naufraga a la altura del cabo San Vicente y tiene que ganar tierra a nado en Portugal. Vive en Lisboa, formando parte de la colonia genovesa y sigue en su oficio de marino al servicio de los Centurione. Realiza entonces viajes cada vez más atrevidos y amplios, y en uno de ellos alcanza el último límite del mundo conocido, la tierra de Islandia, en el Noroeste del océano occidental.

Cuando Colón se casa con una dama portuguesa, hija de Diego Perestrello, el capitán donatario y colonizador de la isla de Porto Santo en las Madeira, abandona las empresas mercantiles de sus compatriotas y se embarca en la aventura colonizadora de Portugal. El navegante toma parte en los viajes que bordean el África, visitando las cabezas de puente que los reyes lusos han establecido por debajo de la línea equinoccial. Es entonces cuando concibe la idea de alcanzar las Indias por el camino de occidente, pero su propuesta es tan nueva y heterodoxa que tanto los monarcas como las universidades y las juntas de sabios la rechazan.

El navegante abandona Portugal en el año 1485, ya viudo y sin otra compañía ni riqueza que su alucinado ideal. Pero en los reinos de España –a pesar de la lógica resistencia de la ciencia oficial– encuentra pronto insensatos que participan de sus ideas, y lo que es todavía más importante, la propia Isabel de Castilla juega magistralmente con su doble oficio de mujer y reina, y sin tener en cuenta las razones de los varones más ilustres y el escepticismo e indiferencia de su mismo esposo, decide en el último momento apoyar el imposible proyecto.

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Desde ahora Colón se va a convertir en su propio mito. Los reyes católicos han decidido apoyar su disparatado plan de visitar al gran khan y negociar con él la reconquista de Jerusalén. Muchos años después de realizar su primera expedición escribe de sí por medio de una profecía –por supuesto apócrifa– de Joaquín de Fiore: «el abad Joachim, calabrés diso que había de salir de España quien havía de redificar la Casa del Monte Sión». Y Thomaso Campanella, en libro dedicado precisamente a los reyes de España, resume magistralmente el sentido que Colón ha querido dar a su empresa: «el reino de Dios empezó en Jerusalén y a Jerusalén volverá después de dar la vuelta al orbe».

Después de haber obtenido el visto bueno de Isabel y Fernando en las enigmáticas capitulaciones de Santa Fe, el día tres de Agosto del año 1492 sale del puerto de Palos de Moguer la expedición más extravagante de toda la historia. Unos cuantos marineros abandonan su tierra, rumbo a un horizonte absolutamente desconocido a bordo de tres pequeñas embarcaciones y con alimento para unas pocas semanas De acuerdo con las mediciones más exactas de la ciencia el extremo oriente está a mucho más de un año de recorrido, pero el optimismo de Colón consigue que sus acompañantes emprendan el viaje con un espíritu lúdico. Las naves reciben los carnales apelativos de la Pinta, la Niña y la Marigalante, y tiene que ser el propio almirante quien ponga un punto de seriedad, bautizando Santa María a la nao carabela capitana. La bandera de los templarios, expulsada primero de Jerusalén y después de todos los reinos de Europa, adorna la velas y camina de nuevo hacia su primer destino, la Casa Santa.

Toda la serie de opiniones equivocadas que Colón acumula en la lectura de sus documentos, o tiene un destino totalmente negativo, o tropieza con algo nuevo para todos, y especialmente para el propio navegante. Cuando los expedicionarios alcanzan tierra el 12 de Octubre en Guanahaní, que rebautizan con el nombre de San Salvador, y después en otras islas del mismo archipiélago de las Bahamas –la Santa María, la Fernandina, la Isabela– y sobre todo cuando llegan a las grandes Antillas, contornean Cuba –la Juana– y finalmente van a dar a Santo Domingo –la Española–. Colón está totalmente convencido de haber tocado los dominios del gran khan. La aparición de grandes cantidades de un oro totalmente imaginario, y de unas etimologías todavía más imaginarias –Civao por Cipango, caniba por caribes– confirmarán sus expectativas.

En todo caso cuando el almirante emprende la vuelta a España deja ya preparado el escenario de su segundo viaje. Esta vez al mando de dieciocho naves continúa la exploración y el poblamiento de todas estas islas, y descubre además Jamaica y Puerto Rico. Por supuesto que Colón sigue fiel a su proyecto inicial de entrar en contacto con el mítico imperio tártaro, y aprovechar de paso las infinitas riquezas del oriente. Todavía en su testamento resume su primera hazaña, escribiendo que en el año noventa y dos descubrió «tierra firme de Indias y muchas islas, entre las cuales la Española, que los indios de ella llaman Ayte y los monicongos Cipango».

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Cuando Colón revalida su condición de hombre medieval es en el tercer viaje, uno de los más desconocidos y emocionantes de su empresa . Sobre la base del relato del Génesis, primero Agustín y luego Isidoro de Sevilla en las etimologías afirman que el paraíso terrenal. después de su desalojo forzoso sigue en la tierra en un lugar hasta ahora oculto. Honorio de Autun y Pedro de Ailly y como último eslabón de esta cadena el navegante, todos se mantienen fieles a este mito, tan propio de la Edad Media.

Las «etimologías» de San Isidoro, que van a ser la base de datos de todos los escritores y cosmógrafos de la Edad Media dicen que el paraíso está situado en la región de oriente. En hebreo se dice Edén, una palabra que traducida al latín es jardín de delicias, donde hay toda clase de árboles, entre ellos el de la vida. Allí no hace frío ni calor, pues el aire es perpetuamente templado. En medio del paraíso hay una fuente que se distribuye en las cuatro grandes corrientes originales. Este lugar, después del pecado del hombre está rodeado por un círculo de fuego que llega hasta el cielo. Según la «semejanza del mundo» se sitúa en el Asia y es un lugar agradable de ver, lleno de todo deleite y todo bien, aunque ningún hombre puede entrar por el fuego que lo cierra.

Honorio de Autun en su «Imago mundi» mantiene todas estas ideas, y explica la imposibilidad de acceder al Edén por la propia constitución del mundo tal como la dibuja en su mapa. Al parecer, la esfera se divide en cinco zonas, pero los extremos de norte y sur son inhabitables por el frío, y el ecuador, donde está el paraíso, por su insoportable calor. Finalmente Pedro de Ailly mantiene el carácter inaccesible del primer jardín, y lo sitúa en una región templada, más allá del ecuador. La descripción del paisaje que Colón descubre en su tercer viaje tiene en cuenta todos estos documentos y los confirma con la cita de un abundante número de autoridades medievales.

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En su expedición de 1498, Colón va derecho hacia este nuevo destino que le marcan todo este conjunto de documentos, y sigue un camino que hasta entonces nunca había ensayado. Al llegar a las Canarias envía el resto de su flota derechamente a la Española, donde ha sufrido los primeros contratiempos y tomando una nao y dos carabelas, navega hacia el sur, pasando por las islas del Cabo Verde, llegando a la latitud de cinco grados en el paralelo de Sierra Leona. En principio el extremoso clima parece dar la razón a los geógrafos que han dibujado en el ecuador una zona tórrida, pues durante ocho días experimenta un calor difícilmente soportable. A pesar de ello decide seguir su aventura y toma la dirección oeste, aprovechando un viento de levante, con la esperanza de encontrar el mismo «mudamiento de temperatura» que ha conocido en su primer viaje, al traspasar la raya de las doscientas millas a poniente de las Azores. Durante diecisiete días de navegación tiene la suerte de encontrar un viento favorable, que le permite alcanzar en una nueva región inexplorada –la desembocadura del Orinoco– una costa llena de prodigios.

Colón contempla un cambio total en la vegetación, el clima y el aspecto y vida de los hombres, del todo semejante al que ha podido leer en Isidoro y en los demás escritores y cosmógrafos medievales. . La temperatura es suave y no cambia de verano al invierno, las tierras son tan lindas «como las huertas de Valencia en Marzo», los indígenas que le salen al encuentro son «todos mancebos, de buena disposición y no negros, salvo más blancos que otros que haya visto en las Indias, y de muy lindo gesto y fermosos cuerpos, y cabellos largos y llanos, cortados a la guisa de Castilla».

Hay otros dos fenómenos naturales que llaman la atención del navegante, pues en las dos bocas del mar hay un rugir muy fuerte, que es pelea de dos aguas. «La dulce empujaba a la otra porque no entrase y la salada para que la otra no saliese, pero hallé que el agua dulce siempre vencía.» Es una señal clarísima de que allí está el paraíso terrenal, pues la fuerza de la corriente dulce sólo se explica a partir de la fuente original, de donde salen los cuatro ríos principales,: el Ganges, Tigris Eufrates y Nilo.

Colón descubre todavía otra señal de que está en la cercanía del monte altísimo «el más propincuo al cielo», con el que se figuraba universalmente en la Edad Media el primer jardín. Pues el cielo –probablemente por la refracción de la luz en la zona ecuatorial, tanto mayor cuanto más fría y densa es la capa de aire– «hace gran diferencia en poco espacio» ya que la polar está al anochecer alta de cinco grados, y a la media noche, alta de diez.

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Esta trasformación de los cielos y los climas es más que suficiente para disparar la prodigiosa imaginación de Cristóbal Colón. Según él hay que corregir la astronomía y la geografía de los sabios antiguos, pues la tierra sólo tiene forma esférica en la parte donde están Europa y África, mientras que más al occidente de las Azores y sobre todo en los nuevos territorios descubiertos al suroeste, es como una pera, o más exactamente «como teta de mujer en una pelota redonda». Y allí es donde los filósofos sacros y sabios: Isidoro, Juan Damasceno, Beda, Estrabón, Avicena, Scoto, San Ambrosio con autoridad de argumento, sitúan la montaña del paraíso y su fuente prodigiosa.

Por segunda vez la acumulación de hipótesis imaginarias desemboca en un descomunal hallazgo. Colón sigue implantado en la Edad Media, pero esta vez no piensa en los tártaros, ni en la reconquista de Jerusalén, ni siquiera en las Indias. «Creo que esta tierra que agora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y haya otras muchas en el Austro de que jamás hobo noticia». Su cercanía al paraíso terrenal asegura la templanza del clima, la diversidad de las estrellas y las aguas, tanto mayor cuanto, más al sur se traspase la línea equinoccial, remontando la parte más noble y vecina al cielo. La carta del almirante es el anuncio de que los reyes de España «tienen aquí otro mundo», el más extenso y el mejor que el hombre ha podido conocer o imaginar.

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La aventura del Descubrimiento tiene como telón de fondo una ciencia, una historia y un a técnica, muy difíciles de traducir a las categorías mentales de los tiempos antiguos o actuales. No se trata de demostrar apodícticamente resultados técnicos, contenidos necesariamente en sus principios científicos, ni tampoco de explicar racionalmente los fenómenos que están a la vista. Se trata de abrirse con la ayuda de la imaginación a mundos desconocidos pero posibles, haciéndolos realidad como por un toque de magia. No es un azar que el más bello logro del hombre medieval sea esta expedición sobre el mar hacia una tierra que no está a la vista y que en principio parece del todo inaccesible.

Durante más de tres siglos los pueblos de Europa han estado preparando en un constante ejercicio de su inconsciente colectivo este golpe de teatro.

Toda la Edad Media asiste a Colón silenciosamente, religiosamente en su salto en el vacío. Las cruzadas sobre Jerusalén, las aventuras de Marco Polo y de Luis IX en busca de los tártaros, los ideales de los Templarios, las esperanzas escatológicas del séptimo milenario, las enciclopedias geográficas que sacralizan la tierra, adivinando en sus zonas más desconocidas y misteriosas el mismo paraíso, las detestables etimologías de Isidoro de Sevilla y sus imitadores, las profecías de la Biblia y sus libros apócrifos, los colosales hallazgos de, los modernos y sus colosales errores, todo esto junto hace posible esta hazaña, que marca el fin de una época histórica y se abre a otra, totalmente nueva.

Gracias al esfuerzo conjunto del Islam, de los portugueses y españoles, el mundo crece desmesuradamente durante los mil años medievales, hasta alcanzar prácticamente su última configuración.

 

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