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El Catoblepas, número 104, octubre 2010
  El Catoblepasnúmero 104 • octubre 2010 • página 12
Televisión

De cómo un príncipe cristiano se volvió un horrible déspota por abandonar la fe

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre la serie de televisión Los Tudor, cuya primera temporada
fue emitida recientemente por TVE

Los Tudor

«Puesto que la trama de la tragedia ideal no debe ser simple, sino compleja, e imitar acciones temibles y dignas de compasión [...] es, por lo pronto, evidente que no deben exhibirse personajes virtuosos que pasan de la felicidad a la desdicha [...], ni tampoco malvados que pasan de la desdicha a la felicidad –pues esto es lo menos trágico del mundo– [...]. Es preciso, pues, que la trama bien construida sea simple, y no compleja, como afirman algunos, y que el paso no sea de la desdicha a la felicidad, sino, al contrario, de la felicidad a la desdicha, y ello no como resultado de alguna perversión, sino a causa de un gran error, ya se trate de un héroe como el que hemos mencionado, ya de uno mejor aún, preferentemente a uno que sea peor.» Aristóteles, Poética, 1452b-1453a.

«Crees conocer una Historia, pero sólo sabes cómo termina. Para llegar al núcleo de la Historia, tienes que volver al principio». Con esta voz de cabecera se inicia la primera temporada de la serie televisiva Los Tudor, que TVE ha recuperado de su archivo emitiéndola durante el verano tras mantenerla tres años en el olvido, ahora que su desarrollo se encuentra actualmente en la cuarta temporada en otros canales de televisión tanto nacionales como extranjeros.

Una serie sobre el reinado del famoso monarca inglés de la dinastía Tudor, Enrique VIII (1491-1547), que provocó una verdadera convulsión durante su reinado al abandonar el catolicismo y convertirse en cabeza de la Iglesia de Inglaterra, todo para abandonar a su esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y casarse con Ana Bolena. Esta primera temporada de la serie (rodada en la católica Irlanda), comienza con el momento en que Enrique está convencido que Catalina no podrá darle un descendiente varón, en 1519, y decide separarse, y dura hasta 1536, cuando Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII, es ejecutada junto a otros familiares y colaboradores bajo la acusación de alta traición e infidelidad. Una serie de gran interés que intenta, dentro de las licencias habituales, aproximarse lo máximo a la realidad histórica, incluyendo en uno de sus episodios la epidemia de sudor inglés que sufrió Inglaterra durante el reinado de Enrique.

Un príncipe desdichado y déspota

La historia del Rey Enrique VIII es sin duda un ejemplo de drama según la perspectiva aristotélica: un rey virtuoso, nombrado por el Papa Clemente VII «Defensor de la Fe» (Fidei defensor) en 1521, a raíz de la publicación de su escrito Defensa de los siete sacramentos contra la reforma protestante de Lutero, casado con la hija de los Reyes de España, con quien mantiene una buena relación, pasa a convertirse en hereje y romper con Roma, arrastrando a su reino y a los suyos a la desgracia. La historia de este monarca se prestaba a ser un ejemplo de tragedia, tal y como señala Aristóteles en su Poética: «La tragedia es, pues, la imitación de una acción elevada y completa, de cierta amplitud, realizada por medio de un lenguaje enriquecido con todos los recursos ornamentales, cada uno usado separadamente en las distintas partes de la obra; imitación que se efectúa con personajes que obran, y no narrativamente, y que, con el recurso a la piedad y el terror, logra la expurgación de tales pasiones» (Aristóteles, Poética, 1450a). Algo percibió William Shakespeare, quien escribirá La famosa historia de la vida del Rey Enrique VIII (1613), en cuyo Prólogo el Coro parafrasea la Poética de Aristóteles: «No vengo ahora a haceros reír; son cosa de fisonomía seria y grave, tristes, elevadas y patéticas, llenas de pompa y de dolor; escenas nobles, propias para inducir los ojos al llanto, lo que hoy os ofrecemos. Los inclinados a la piedad pueden aquí, si a bien lo tienen, dejar caer una lágrima: el tema es digno de ello».

Sin embargo, en la tragedia de Shakespeare no se menciona la conversión de Enrique VIII en un déspota, apenas se nombra a Ana Bolena, ni se habla del pleito con el Papa. La tragedia de Shakespeare gira en torno al Cardenal Wolsey, Lord Canciller que habría acabado con la vida primero del Duque de Buckingham, y después roto el matrimonio real para intentar que Enrique VIII se case con la hermana del Rey de Francia, Francisco I, rompiendo así la alianza con España que representa tal unión conyugal. Movido por el resentimiento hacia el Rey de España y Emperador del Sacro Imperio, Carlos I, Wolsey se ve dominado por la pasión del poder y sueña con separar a la reina Catalina para casar a Enrique VIII con la Duquesa de Aleçon, hermana del Rey de Francia, Francisco I, por el resentimiento de no ser nombrado Arzobispo de Toledo, como señala Shakespeare a través de un caballero: «Esto es obra del cardenal, y simplemente para vengarse del emperador, que no ha querido concederle, a petición suya, el arzobispado de Toledo» (La famosa historia de la vida del Rey Enrique VIII, Acto II, Escena I).

Pero el cardenal caería en desgracia, y pese a que del nuevo matrimonio con Ana Bolena apenas nada se dice, la obra se cerrará con el bautismo de la hija primogénita, la futura reina Isabel I, la soberana de Inglaterra en tiempos del poeta inglés (la reina virgen en cuyo honor se llamará Virginia a la parte de América que colonice Inglaterra), fallecida en 1603 y a la que sucede Jacobo I. La tragedia se convierte así en una glorificación de la última reina de los Tudor y del monarca entonces reinante, en los términos que expresa Thomas Cranmer, Arzobispo de Canterbury, en el momento del bautizo de la Reina Virgen: «Bajo su reinado, cada cual sentado sobre su propia viña, comerá en seguridad lo que plante y cantará a todos sus vecinos las alegres canciones de la paz. [...]. Y esta paz no dormirá con ella en la tumba, sino que, igual que cuando muere esa ave maravillosa, la virginal fénix, un nuevo heredero tan grande y tan admirable como él mismo renacerá de sus cenizas. Así, cuando el Cielo la llame de esta mansión de tinieblas, transmitirá su bendición a un príncipe que de las cenizas sagradas de Su Majestad se elevará como un astro tan esplendoroso en renombre como ella misma y brillará con el mismo fijo resplandor. [...] Por dondequiera que brille el sol radiante del cielo, brillarán también su honor y la grandeza de su nombre, creando nuevas naciones. Florecerá, y, semejante al cedro de las montañas, extenderá sus ramas sobre todas las llanuras del contorno. Los hijos de nuestros hijos verán esto y bendecirán al Cielo» (La famosa historia de la vida del Rey Enrique VIII, Acto V, Escena IV).

De hecho, en la última adaptación cinematográfica del drama de Shakespeare, Las hermanas Bolena (2008), –película en la que María y Ana Bolena son interpretadas por Scarlett Johannson y Nathalie Portmann, mientras que a Enrique VIII lo encarna Eric Bana–, apenas hay referencias políticas o religiosas más allá del triángulo amoroso de los tres personajes, aunque la glorificación de Isabel I se mantiene intacta. Curiosamente, la única referencia política la profiere el padre de las hermanas Bolena, Tomás, quien proclama, cuando se discute la posibilidad de que su hija mayor se case con el rey, que la separación de la Iglesia de Inglaterra respecto a Roma es una temeridad.

La propia teleserie Los Tudor sigue el itinerario, en un principio, de la famosa tragedia de Shakespeare: comienza con la conspiración abortada del Duque de Buckingham para adueñarse de la corona, inducido por Wolsey de que un monarca que no puede tener hijos varones no podrá mantener el reino. Mientras, el Cardenal intenta que Inglaterra se aproxime a Francia con la firma de un tratado entre Francisco I y Enrique VIII. Pero al convertirse Carlos I de España en Sacro Emperador y soberano de grandes dominios, además de haber hecho prisionero a Francisco I, Enrique VIII firma un tratado con el rey español, que es precisamente su sobrino por mediación del matrimonio con su tía Catalina de Aragón. Tratado que a su vez se romperá; el rey Tudor, inducido por los hábiles ardides de su Primer Ministro, el Cardenal Wolsey, piensa que su matrimonio con Catalina de Aragón es nulo, porque primero Catalina yació con su hermano Arturo –considera que la ausencia de hijos varones que sobrevivan es una profecía autocumplida de Levítico, 20, 21, «El que tome a la mujer de su hermano, comete una impureza, porque ha descubierto la desnudez de su hermano. Quedarán sin hijos». Se acepta así, con la venia de Clemente VII, quien envía a Inglaterra al Cardenal Lorenzo Campeggio, que se forme un tribunal para determinar la virginidad de Catalina de Aragón en el momento de casarse con Enrique VIII, y la consecuente validez o invalidez de su enlace matrimonial. La reina Catalina habrá de defenderse públicamente ante él.

Este momento también aparece en la tragedia de Shakespeare: «Señor, deseo que me hagáis derecho y justicia y que me concedáis vuestra compasión, pues soy una muy débil mujer y una extranjera, nacida fuera de vuestros dominios; no tengo aquí ningún juez imparcial ni ninguna seguridad de amistosa equidad y proceder. [...] El cielo me es testigo de que he sido para Vos una fiel y humilde esposa, en todo tiempo acomodada a vuestra voluntad, siempre en el temor de produciros descontento, sí; [...] Permitidme que os diga, señor, que el rey vuestro padre estaba reputado como un príncipe muy prudente, de un excelente juicio y de un talento incomparable. Fernando, mi padre, rey de España, fue tenido por uno de los príncipes más sabios que habían reinado desde hacía mucho tiempo. No cabe duda que ellos reunieron, cada uno en sus reinos, ilustrado Consejo que, tras haber debatido este asunto, consideró como legítimo nuestro matrimonio» (La famosa historia de la vida del Rey Enrique VIII, Acto Segundo, Escena IV.) A lo que responde Wolsey con una negativa convincente: «Aquí tenéis, señora (elegidos por vos), estos reverendos padres, hombres de una integridad y de una ciencia singulares, sí, la flor del reino, que se han reunido para defender vuestra causa. Es, por tanto, inútil, tanto para vuestro propio descanso como para tranquilizar los escrúpulos de la conciencia del rey, que solicitéis de la corte que difiera de su juicio».

Sin embargo, comprobando que razonar con el tribunal no será posible, en Los Tudor el discurso de defensa de Catalina sufre un importante cambio y un retrueque que resulta ganador: Catalina apela a su marido Enrique VIII (y no a Wolsey), suplicándole piedad e invocándole como testigo de su virginidad antes de desposarle. Tras el espectáculo, abandona un tribunal al que considera nulo. Wolsey, incapaz de concretar una nulidad ante un Papa, Clemente VII, en poder de Carlos I tras el saqueo de Roma en 1527, cae automáticamente en desgracia y los Bolena alcanzan el poder.

Enrique VIII, tras el juicio, admite en privado a Catalina de Aragón que era virgen, pero que igualmente se separará de ella. Será considerada «Princesa viuda de Gales» y fallecerá en la más absoluta soledad, víctima de un cáncer, en 1536, al tiempo que su hija María es retirada de escena. Sin embargo, no será ninguna princesa extranjera, sino la amante del rey, Ana Bolena (su hermana María había sido su favorita previamente), quien se convierte, una vez aceptada la supremacía del monarca sobre la Iglesia de Inglaterra, en su segunda esposa, en 1533; queda vía libre para que la familia Bolena, y en especial su patriarca Tomás Bolena, nombrado Lord del Sello Privado, se gane el completo favor del rey. En el tránsito, Enrique VIII permite la Reforma protestante en Inglaterra por mediación de Ana, quien recomienda sintomáticamente a sus damas de la corte la lectura de La Biblia, y el «viceministro espiritual», Thomas Cromwell (ascendido a rangos importantes por Wolsey, con quien había disuelto treinta monasterios para financiar una escuela en Ipswich a cargo del cardenal), se encargará de vaciar los monasterios ingleses y de expandir el protestantismo sin ningún freno, al tiempo que se apropia de mucho de los bienes desposeídos a la Iglesia católica.

Europa se juega a tres bandas

Los Tudor pretende mantener cierta fidelidad a la Historia, y al menos lo consigue dentro de los cauces que ha establecido en la narración. No obstante, y siguiendo su propio consejo, para entender mejor el trasfondo en el que se desenvuelve la serie es necesario regresar a la situación de Europa en siglos anteriores. Una Europa en la que los distintos reinos resultantes de la descomposición del Imperio Romano mantienen unidad en la fe cristiana, pero conflicto entre sí y a su vez contra el Islam, ya sea en la «Reconquista» en España o en las cruzadas encabezadas por el Papa y sus reinos vasallos para recuperar Jerusalén. En la Baja Edad Media, especialmente conflictivas fueron las relaciones entre Inglaterra y Francia, ya desde la invasión de Inglaterra por Guillermo I, Duque de Normandía, en 1066, y con la ocupación de Normandía por Inglaterra y su recuperación por Francia durante la Guerra de Cien años (1337-1453).

España impondrá una tregua en este conflicto en 1388, cuando logra que el Duque de Lancaster, aspirante al trono español por casarse con Constanza, la hija de Pedro I el Cruel, acepte el matrimonio de su hija Catalina con el hijo del Rey de España, Juan I. Como señala el Canciller de Castilla Pedro López de Ayala: «Otrosí, que farían todo su poder por facer la paz entre los reyes de Francia e de Inglaterra, o por poner entre ellos tregua luenga. Otrosí, que los dichos rey de Castilla e duque de Alencastre, e la duquesa doña Costanza, su mujer, farían sin ningún engaño que se ficiese casamiento por palabras de presente del infante don Enrique, fijo primogénito del rey don Juan de Castilla, con doña Catalina, fija de los dichos duque e duquesa; e que del día quel trato fuese jurado e firmado, fasta dos meses, públicamente solenizarían el dicho casamiento en faz de la Iglesia, e que se consumaría lo más aína que ser pudiese». (Pedro López de Ayala, Crónica del Rey Juan, primero de Castilla e de León, Año Décimo, Capítulo II). Ambos cónyuges se convertirán así en los Príncipes de Asturias, herederos al trono de España al igual que el Delfín lo era de Francia y el Príncipe de Gales de Inglaterra: «Otrosí pusieron e ordenaron los dichos rey don Juan e duque de Alencastre en sus tratos, que el dicho infante don Enrique oviese título de se llamar príncipe de Asturias, e la dicha doña Catalina princesa; e fue ordenado que a día cierto fuese venida la dicha doña Catalina en Castilla». (Pedro López de Ayala, Crónica del Rey Juan, primero de Castilla e de León, Año Décimo, Capítulo III).

Una España que, al conquistar Alfonso XI a los musulmanes Tarifa (1292), el Estrecho de Gibraltar (1309) y Algeciras (1344), consiguió hacerse con una de las orillas de entrada a Europa, frenando así las invasiones del Islam, y adquiriendo todo el poderío naval y militar que ello conllevaba (Pierre Chaunu, La España de Carlos V, RBA, Barcelona 2005, pág. 33). Poder al que se sumará la unión sin marcha atrás de los reinos de Castilla y Aragón al casarse en 1469 los futuros Reyes Católicos, Isabel y Fernando, convirtiéndose con tal unión España en el reino más poderoso de Europa: «Aquella creación de una soberanía que abarcaba tantas personas y tantas tierras significaba un duro golpe para los esquemas del equilibrio europeo que, desde 1455 –término de la guerra de los Cien Años y restauración del reino de Francia–, se apoyaba en tres factores distintos: la debilidad del imperio, la hegemonía francesa y la neutralización de los príncipes italianos dentro del sistema de Lodi. Podía percibirse en esta Unión de Reinos, que desde el primer momento fue presentada como permanente, el resultado de la política endógena de la Casa de Trastámara, pues partiendo de la existencia de una sola dinastía para todos los reinos españoles, era previsible que, en un determinado momento, y por circunstancias ajenas a la voluntad de los hombres, desembocase en la entrega del trono a una sola persona. Se reabre la posibilidad en 1497 con la muerte del Príncipe de Asturias y el reconocimiento de Miguel, que ya heredaba Portugal, y se repite, en 1580, con el caso de Felipe II» (Luis Suárez, Los Reyes Católicos. Ariel, Barcelona 2004, página 173).

Inglaterra quedará desde entonces como tercero en discordia en las luchas entre Francia y España, usando de sus pactos para debilitar a su rival histórico francés; hasta en Los Tudor el «vicerregente de asuntos espirituales» Thomas Cromwell intenta que los pactos con España se mantengan, y llega a decir que Inglaterra algún día superará al mayor reino de la cristiandad, España. Sin una población excesiva (alrededor de tres millones de habitantes, número que se mantendrá durante más de dos siglos y que contrasta con su explosión demográfica a partir de la Revolución Industrial, desde finales del siglo XVIII) y con una marina mucho menor que la que dispondrá en el siglo XVII, Inglaterra aspiraba a convertirse en árbitro de las disputas entre Francia y España.

Enrique VII de Inglaterra, padre del futuro Enrique VIII, había logrado el casamiento de su hijo mayor Arturo con Catalina de Aragón (los cónyuges tenían 15 y 16 años de edad, respectivamente), en acuerdo con los Reyes Católicos, en 1501, siendo ambos así Príncipes de Gales. Sin embargo, Arturo fallece seis meses después del enlace y el Papa Julio II, por la presión de los Reyes Católicos, tras la muerte de Enrique VII concede una dispensa a Catalina –quien afirma no haber sido consumado su matrimonio– para casarse con Enrique VIII en 1509. Todo acordado finalmente por el regente Fernando el Católico y el Cardenal Wolsey, el mismo que introdujo a Inglaterra en la Liga Santa de todos contra Luis XII de Francia y convenció a Enrique VIII de firmar el tratado de Westminster entre España y Francia en 1511; la Liga invadirá Francia en 1512.

Muerto Fernando el Católico en 1516, la Liga se desune e Inglaterra se acerca a Francia, justo cuando el nieto de Fernando, Carlos I, asciende al trono español, y su primo Francisco I al trono francés. Wolsey, como réplica ante la ruptura de la Liga, había apoyado en secreto a Enrique para ser Sacro Emperador, aunque públicamente a Francisco I; pero el elegido es Carlos I en 1519 y la lucha entre Francia y España se acentúa, con Enrique VIII ejerciendo de mediador del poder europeo. Después de 1521 el poder inglés en Europa menguó y el Tratado de Westminster se rompió en 1527, dos años después de que Carlos I apresase a Francisco I en Pavía y justo en el año que se produce el Saqueo de Roma para evitar que el Papa Clemente VII siga apoyando a Francia, y que tanta influencia tendría en la negativa del Sumo Pontífice al divorcio de Enrique con Catalina. En este momento histórico se ambienta la serie Los Tudor, tal que parece que la relación inglesa con España es cronológicamente posterior a la entablada con Francia. Pero todo es un artificio producto de centrar la situación en la biografía de los personajes desde 1519, justificando las relaciones políticas posteriores en la forma de iniciar «el Credo por Poncio Pilatos», en el momento en que Enrique VIII ya se ha convencido que Catalina no le dará hijos varones y Wolsey urde su trama para lograr la nulidad matrimonial.

Papa y Papisa: Benedicto XVI e Isabel II

«Quedaréis aislados de Europa»

Wolsey, instigador del divorcio de Enrique y Catalina, en ningún momento pensó en la ruptura con la Iglesia de Roma (aunque en Los Tudor la use como amenaza frente a Campeggio), algo normal si aspiraba a ser Papa, y sin duda debió ser considerada como una barbaridad exagerada: sería como si hoy día Inglaterra dejase de aplicar los Derechos Humanos y abandonase la Organización de Naciones Unidas, que al fin y al cabo ese era el papel de la Iglesia católica en ese momento frente a la herejía luterana, que era sólo adoptada por reinos muy débiles; de hecho, en la actualidad sólo la propia Inglaterra, junto a una parte de Alemania, Suiza, Holanda y los países nórdicos son protestantes. El resto no cambió de fe.

Era poco menos que inconcebible que uno de los tres reinos más poderosos de la época en Europa, junto a Francia y España (pese a que el historiador Henry Kamen los obsequie con el poco afortunado epíteto de «estados no unificados»), dejase de lado la cristiandad y abrazase la Reforma protestante de Lutero. En virtud de la tradición católica seguida por toda Europa, durante la serie Los Tudor los monarcas europeos rechazan la legitimidad de la nueva esposa de Enrique VIII, Ana Bolena, así como que su hija, la futura Isabel I, pueda matrimoniar con algún príncipe de Europa. No sólo Carlos I, que está dispuesto a olvidar desavenencias pasadas si se acepta como sucesora a María, la hija de Catalina, sino que el embajador francés comunica que ni el Papa ni Francisco I aceptarán jamás a Ana Bolena como esposa de Enrique VIII, además de presentar una perspectiva desalentadora en caso de seguir ese camino: «Quedaréis aislados de Europa», sentencia.

El Papado, apenas mencionado por Shakespeare en su obra, en la serie televisiva tiene un papel relevante: primero Clemente VII, preso en manos de Carlos I tras el saqueo de Roma, se negará a conceder el divorcio a Enrique VIII, aunque acepte formar la comisión de Wolsey y Campeggio. Pero tampoco su sucesor, Paulo III, interpretado por el irlandés (y católico, detalle nada inocente) Peter O´Toole, acepta ni el divorcio ni el matrimonio con la que el Santo Padre califica como «la puta del rey», Ana Bolena. Papa que es presentado actuando con autonomía, amonestando a España con la bula de Paulo III Sublimis Deus de 1537, donde se condena la esclavitud que tenía lugar en América, aunque en la serie es aprobada en la serie en 1535, sin mencionarse que en 1538, al mismo Papa en otra bula «no le parece indecente» (Non indecens videtur se titula la bula) y la reprueba, seguramente porque no debía encajar muy bien condenar una esclavitud en América que en la propia Roma tenía uno de sus centros más activos, aparte de ser una injerencia en el Patronato de Indias concedido por su antecesor el Papa Alejandro VI a los Reyes de España. (tal y como señala Pedro Insua en su «Quiasmo sobre Salamanca y el Nuevo Mundo», en el número 12 de El Catoblepas).

No obstante, lo interesante de Los Tudor es el papel que se concede a Paulo III como referente moral de la cristiandad, al que todos los monarcas cristianos han de seguir e incluso someterse. Tal es el caso de Francisco I, Rey de Francia, que acude como simple peregrino a Roma y recibe la orden de Paulo III para poner sus tropas al servicio de la cristiandad, es decir, del papado, y derrotar al impío Enrique VIII. Al igual que Carlomagno en el año 800, cuando es coronado «Emperador» por el Papa León III, setecientos años después un rey francés, el «rey cristianísimo», se somete al Papa. En cambio, Carlos I, Rey de España, pese a ser quien más peleó por la cristiandad (frenó a los turcos en Viena en 1529, mientras que Francisco I se entendía con ellos), apenas aparece más que para sellar el citado pacto con Enrique VIII, allá por el año 1521, y visitar a su tía, la reina Catalina. El no rendir vasallaje al Papa, sino incluso capturarlo, sin duda influye en la perspectiva de la serie.

En suma, Los Tudor se cuida mucho de mostrarnos que la Iglesia católica era en la Europa del siglo XVI la sociedad civil, y marcaba las normas básicas del Derecho internacional, al nivel de lo que hoy día son los Derechos Humanos. Era absurdo que Enrique VIII pudiera casarse y divorciarse a su antojo, marcando así los vaivenes de la línea sucesoria, pues a ojos de toda Europa sólo la unión autorizada por el Papa, y los sucesores fruto de tal unión, tenían validez y reconocimiento. Tampoco se aceptaba que un rey pudiera gobernar como un monarca absoluto que hubiera recibido el poder directamente de Dios (el cesaropapismo que la Reforma propició entre los príncipes alemanes), pues ese poder se consideraba, dentro de la «democracia cristiana», cedido por los súbditos al príncipe. Como señalará Francisco Suárez en las disputas con Jacobo I ya en el siglo XVII: «Por eso, el que la entrega del poder la haga inmediatamente Dios mediante la generación, la elección o una semejante designación humana, sólo es concebible en los casos en que tal sucesión tenga su origen en una institución divina positiva. Ahora bien, el poder real tiene su origen, no en una institución divina positiva, sino sólo en la razón natural mediante la libre voluntad humana: por eso necesariamente proviene del hombre, que lo confiere inmediatamente y que no se reduce a designar la persona» (Francisco Suárez S. J., Defensa de la fe católica y apostólica contra los errores del anglicanismo [1613], Volumen II. Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970. Libro III, Capítulo II, 17).

De hecho, la Reforma protestante que alentó Enrique VIII en Inglaterra fue la causante de las guerras vividas en Europa durante dos siglos (la biocenosis europea, tal y como nos señala Gustavo Bueno en España frente a Europa), y no trajo ningún tipo de modernidad ni progreso, pues el «libre examen» para la interpretación de La Biblia que defendían los reformados como alternativa al catolicismo, conduce a un puro irracionalismo, donde los límites y cauces de la racionalidad no existen. La presunta «libertad de pensamiento» sólo conduce al despotismo más atroz, el mismo que el practicado por Enrique VIII. Produce cierto sonrojo que Hegel, uno de los mayores filósofos, fuera tan partidista con los protestantes (él mismo había estudiado Teología protestante en su juventud) y defienda que en el protestantismo hay libertad de pensamiento porque cada uno podía interpretar lo que quisiera sin necesidad de un clero intérprete de las escrituras: «Dado que el contenido existente en y por sí aparece en la figura de la religión como un contenido determinado, como doctrinas propias de la iglesia en cuanto comunidad religiosa, estas doctrinas permanecerán fuera del ámbito del estado (en el protestantismo no hay un clero que sea depositario exclusivo de la doctrina de la iglesia, porque en él no hay laicos). Por el hecho de que los principios éticos y el orden del estado atraviesan el dominio de la religión, y no sólo pueden, sino que deben ser puestos en relación con ella, el estado mismo adquiere una certificación religiosa. Pero, por otra parte, mantiene el derecho y la forma de la racionalidad autoconsciente y objetiva, el derecho de hacerla valer y de afirmarla frente a afirmaciones que nacen de la figura subjetiva de la verdad, cualquiera sea la seguridad y la autoridad con que se rodean. Puesto que el principio de su forma es, en cuanto universal, el pensamiento, también ha sucedido que de su parte surgiera la libertad del pensamiento y de la ciencia (mientras que, por el contrario, una iglesia ha quemado a Giordano Bruno y obligado a Galileo a pedir perdón de rodillas por su exposición del sistema solar copernicano)» (Hegel, Principios de la Filosofía del Derecho, §. 270).

Hegel parece desconocer, o simplemente lo oculta de manera deliberada, que también las sectas protestantes impusieron sus propias inquisiciones, cuyas cifras de ejecutados superan claramente las de cualquier inquisición católica. Y el protestantismo poco ha tenido que ver con el desarrollo científico: fue un clérigo católico, Nicolás Copérnico, quien desarrolló el heliocentrismo, y un protestante, Calvino, quien quemó al español Miguel Servet, descubridor de la circulación pulmonar de la sangre, «abrasado de amor» por motivos análogos a los de Bruno. Tampoco cabe olvidar que cuando Hegel escribe su famosa disertación para lograr la habilitación en la Universidad de Jena, Las órbitas de los Planetas (1801) –donde parece incluso oponerse a las tesis de Newton–, en la católica Roma llevaban siglos reconociendo el sistema copernicano y también el newtoniano, como nos señala Feijoo: «el Sistema Copernicano, bien lejos de ser privativamente propio de Herejes, u de Filósofos sospechosos en la Fe, es seguido por innumerables Autores Católicos, y se enseña dentro de la misma Roma, a vista, y ciencia del Papa, del Colegio de Cardenales, de otros muchos ilustres, y doctos Eclesiásticos que hay en aquella Capital del Catolicismo» (Benito Jerónimo Feijoo, «Progresos del Sistema Filosófico de Newton, en que es incluido el Astronómico de Copérnico», Cartas Eruditas, Tomo 4 [1753] Carta 21, 26).

En Los Tudor, Tomás Bolena, quien celebra alborozado la separación de la iglesia inglesa de Roma, y los propios protestantes ingleses son caracterizados como depravados morales, cometiendo todo tipo de irregularidades y abusos, especialmente escenificados en el «vicerregente en asuntos espirituales» Thomas Cromwell, quien no sólo se queda con los bienes requisados a las órdenes religiosas disueltas, sino que realiza propaganda de la Reforma con comedias donde se satiriza de forma grosera al Papa, que recuerdan el vulgar anticlericalismo de los siglos XIX y XX. Los Bolena (aunque no Ana), al haber aceptado la doctrina protestante, son considerados en Los Tudor como la máxima depravación: el hermano de Ana, George Bolena, pese a estar casado, practica el vicio contra natura de la homosexualidad con un músico de la corte (aunque este extremo no parece probado por la historiografía). Ante esta situación, los tratadistas coetáneos o ligeramente posteriores al reinado de Enrique VIII, muchos de ellos dedicados a la educación de príncipes cristianos, encontraron en el monarca inglés el ejemplo de cómo no debe ser un príncipe católico:

«Si el vicio de deshonestidad fue tan feo, y digno de condenar en este Príncipe Julio César, cuya vida vamos historiando: ¿cuánto más digno de condenar es, en un Príncipe, que había sido católico (como lo fueron sus antecesores) que es este desdichado Rey Enrique? El cual fue tan desordenadamente dado a mujeres (aun en su postrera edad, cuando los hombres cuerdos y Cristianos se recogen a buen vivir, para desquitar las liviandades de la mocedad) que estando casado con la Princesa doña Catalina: hija de los Reyes Católicos, mujer de grandes prendas, y con autoridad y dispensación del Papa Julio segundo (por haber sido primero casada con Arturo, hermano de este Rey Enrique, su marido postrero) y habiendo tenido de ella tres hijos: la aborreció, y repudió, por sola su autoridad: si haber otra causa ni razón, sino que estaba ciegamente aficionado a una mujer de baja condición (llamada Ana Bolena) por cuyos amores quiso dar repudio a una reina de tanto ser y majestad, como la Reina doña Catalina. Y siendo ella muy hermosa, y la Ana, fea, y desgraciada (si no era en la lengua, que era graciosa y decidora)». (Pedro Sánchez, Historia moral y philosophica: en que se tratan las vidas de doze philosophos y principes antiguos y sus sentencias y hazañas y las virtudes moralmente buenas que tuuieron ... Toledo, 1589, fol. 196v)

Independientemente del fin del autor de la serie, Michael Hirst, esta escenificación de la corrupción moral de los Bolena y afines se convierte en una crítica al protestantismo y sus sectas; sectas que el propio rey Enrique y sus sucesores perseguirán una vez introducidas en su reino: la secta de los puritanos habrá de huir en 1620 por la persecución religiosa de la corona inglesa en el famoso Mayflower, fundando las famosas trece colonias que después se independizarán formando los Estados Unidos de América. De hecho, dado que los protestantes fueron los causantes de todos los males y divisiones en Europa, ni siquiera Isabel I, la hija de Ana Bolena, mostró el más mínimo interés en restaurar la memoria de su madre, que hoy es considerada una santa por los protestantes ingleses; el propio William Shakespeare, al escribir su drama sobre Enrique VIII, se cuidó de importunar lo más mínimo a la corona inglesa sobre tan escabroso asunto.

De hecho, muchos católicos ingleses se negarán a firmar el Acta de Supremacía aprobada por el Parlamento ingles, que postula a Enrique VIII como cabeza de la iglesia inglesa, siendo ejecutados por ello. Así, la serie representa el martirio del Obispo Juan Fisher, que ayudó en la defensa de su legitimidad matrimonial a Catalina de Aragón, y especialmente el del famoso humanista Tomás Moro en 1535, convertidos ambos en un ejemplo de la pasión de Cristo. Mártires que atormentan a Enrique VIII, sobre todo el segundo, llegando Enrique a acusar a Ana Bolena de inducirle para aprobar la ejecución de Moro. Es interesante el argumento que Tomás Moro esgrime frente a un amigo suyo que acude a su celda de la Torre de Londres (y usado cobardemente en su juicio para condenarle): un parlamento no puede decir que Dios no es Dios, ni tampoco que el rey es superior al Papa en cuestiones religiosas. Y en efecto: un parlamento no puede poner en cuestión con sus decisiones lo que son las costumbres y los conocimientos vigentes en una sociedad dada; debe legislar precisamente tomando como referencia dichas costumbres y conocimientos. Del mismo modo, hoy diríamos en España que un parlamento no puede decir que dos homosexuales puedan contraer matrimonio (algo que sólo corresponde, como dice la etimología de la palabra, a un hombre y a una mujer, la madre del matrimonio), o que tal parlamento pueda determinar si un feto es un ser humano o una verruga que pueda abortarse sin consecuencias. Son cuestiones que traspasan por completo la jurisdicción de una cámara legislativa, y fallando sobre ellas como lo hace sólo puede mostrarnos los síntomas de su completa corrupción.

Mientras tanto, Enrique VIII se reencontrará con un viejo compañero de armas en la invasión de Francia de 1512, John Seymour, y conocerá a su hija, Jane, a quien decide convertir en su esposa. Ana, traicionada por el mismo que ella había aupado a las más altas esferas del poder, Thomas Cromwell, dejará con su muerte el camino libre para esa unión. Tras falsas confesiones arrancadas por torturas y amenazas de muerte a las criadas de la corte, son condenados su hermano George Bolena y otros personajes próximos a Ana, mientras que el patriarca Tomás Bolena salva su vida a cambio de caer en la vergüenza y la desgracia. Aceptado su destino de morir ejecutada, en el momento de subir al patíbulo Ana Bolena es perdonada por el pueblo, que sigue siendo católico y reza por su salvación. Todo un recurso estilístico, puesto que ni Ana Bolena compareció para dar un discurso, pues llevaba los ojos vendados, ni su ejecución fue pública, sino que en virtud de su carácter noble apenas la presenciaron unos pocos testigos. Ana Bolena queda así retratada como mártir protestante, pero ante todo como una persona errada pero de buenas intenciones, que se dejó manejar por quienes sólo se preocupaban del poder político. Mientras todo esto sucede, las criadas de la corte regañan a la futura Isabel I y chismosean: concluyen que no conviene que una mujer use de su matrimonio para fines políticos, dado el resultado obtenido por Ana Bolena.

Un final para nada previsto

Tras la ejecución de Ana Bolena, Enrique VIII se casará cuatro veces más, hasta completar un muestrario de seis esposas y un galimatías sucesorio resuelto según su propia y despótica voluntad. De Jane Seymour nacerá el futuro Eduardo VI en 1537, pero ella fallecerá poco después del parto. La cuarta esposa del monarca, Ana de Cleves, era alemana y protestante, y su matrimonio fue recomendado por Thomas Cromwell, quien pensaba que el enlace favorecería aún mas el proceso de reforma en Inglaterra. Sin embargo, no era muy agraciada y su temprana separación de mutuo acuerdo precipitó la caída en desgracia de Cromwell, quien parece se reconcilió con el catolicismo antes de ser decapitado. Catalina Howard (prima de Ana Bolena, y que conoció idéntica suerte a su pariente en 1542, aunque en esta ocasión sí parece que fue justificada la condena) y Catalina Parr, que sobrevivió a su esposo apenas un año, completarán el elenco matrimonial de un Enrique VIII que ya no tuvo más hijos legítimos.

Eduardo VI seguirá el deseo de su padre de conservar la Iglesia anglicana con su misma estructura católica previa, pero sin reconocer la supremacía del Papa. No obstante, su temprana muerte en 1553 permitirá a María Tudor, la hija legítima, alcanzar el trono y contraer matrimonio con el Rey de España Felipe II, hijo de Carlos I. Se normalizan las relaciones con las otras monarquías y con el Papa hasta 1558, momento en que fallece y es sucedida por Isabel I, la hija de Ana Bolena, quien frena el proceso abierto por María y mantendrá a Inglaterra en el aislamiento: la última reina de los Tudor permanecerá virgen y fallecerá en 1603, dando paso a la dinastía Estuardo en la persona de Jacobo I, quien seguirá manteniendo su papel de cabeza de la Iglesia Anglicana que caracterizará a Inglaterra: una iglesia protestante que no reconoce la primacía del Papa, pese a que recientemente Benedicto XVI visitó Inglaterra e intentó reconducir esa situación producida hace varios siglos.

 

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