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El Catoblepas, número 105, noviembre 2010
  El Catoblepasnúmero 105 • noviembre 2010 • página 19
Libros

La sociedad credencialista

Marcelino Javier Suárez Ardura

Sobre el libro de Randall Collins, La sociedad credencialista. Sociología histórica de la educación y de la estratificación, Akal, Madrid 1979, 246 p.

La sociedad credencialista

I. El mito de la educacionocracia

A pesar de que este libro de Randall Collins es una obra de hace unos treinta años, y seguramente por ello se puede considerar como un trabajo viejo, aún conserva cierto interés en la actualidad tanto por sus tesis como por el recurrente debate existente en torno a la escuela; porque la cuestión escolar da lugar a un campo de batalla al parecer inagotable: sirva como muestra el botón de Bolonia.

La sociedad credencialista es una de las primeras obras de Collins y acaso la primera traducida al español. En ella, se ponen de manifiesto las relaciones entre la escuela –desde la enseñanza secundaria hasta los estudios universitarios– y la estratificación social, para echar abajo lo que el autor ha denominado mito de la tecnocracia: a mayor desarrollo tecnológico mayor producción de puestos de trabajo y más necesidad de empleos con destrezas especializadas y, consiguientemente, más escuelas. Por el contrario, Collins denuncia esta función ideológica del discurso de la «educacionocracia», señalando su carácter de mito tecnocrático destinado a encubrir la verdadera naturaleza de las sociedades modernas en tanto que sociedades credencialistas o de las sinecuras.

Pero el interés de La sociedad credencialista no reside exclusivamente alrededor de lo que pudiéramos denominar –con sus propias palabras– relaciones entre la educación y la estratificación. Esto se debe a que el autor, en el proceso de exposición de sus tesis, se ve obligado a introducir componentes que desbordan a todas luces el campo sociológico en el que se pretende inscribir su trabajo. En algunos aspectos, los límites de la sociología de la educación y en general los de la propia sociología son traspasados para entrar en un terreno más propio de la filosofía cuando no de la ideología. Y esto tiene importancia, sobre todo, porque Collins irá haciendo extensivo su método –en otras publicaciones– a otros ámbitos institucionales hasta alcanzar el propio de la filosofía. El método de Randall Collins parece arrojar interesantes descubrimientos, cuando se mantiene en el campo de las relaciones sociales característico de la sociología, pero se convierte en un planteamiento reductor, cuando se pretende generalizar a otros campos. Aunque La sociedad credencialista no siempre incurre en este reduccionismo, se pueden apreciar algunos indicios del mismo a la vez que cierto sesgo propio del ilusionismo etnologista.

Básicamente, la estructura de esta obra organiza su argumentación, como hemos dicho, orientada al desvelamiento del mito de la tecnocracia al que considera como una concepción ingenua de la historia social. La educacionocracia, según Collins, no sería más que palabrería burocrática fundamentada en una serie de supuestos ideológicos, a saber: que el empleo en las sociedades industrializadas modernas aumenta en función de los cambios tecnológicos; que el desarrollo tecnológico requiere un creciente número de empleos con mayores y mejores destrezas; que tales destrezas se forman en las escuelas colegios y universidades, y que, consiguientemente, la enseñanza tiene el reto de capacitar esos empleos de una sofisticación creciente. El ingenuismo del mito de la tecnocracia concluiría que la estratificación social de los empleados vendría dada por el nivel de especialización de los empleos: a mayor especialización en las destrezas exigidas por el puesto de trabajo, una posición más relevante en la jerarquía laboral.

Pues bien, a partir de aquí, Randall Collins realiza un análisis del sistema de relaciones entre las carreras profesionales y la enseñanza para llegar a conclusiones harto diferentes; por decirlo así, para llegar a darle la vuelta al mito de la educacionocracia, argumentando ahora que es la dialéctica de los intereses y de los conflictos sociales, dados en el mundo de las profesiones y los empleos, la que acaba originando una estructura del sistema de enseñanza tal como lo conocemos, cuya función nada tendría que ver con las destrezas ni con el desarrollo tecnológico. Su campo de prueba será la sociedad norteamericana de los siglos XIX y XX. En él Randall Collins rastreará el nacimiento de la política credencialista y del sistema de las profesiones para acabar identificando a la sociedad norteamericana como un sistema de privilegios y sinecuras, al modo como pudieron serlo las sociedades medievales europeas o las sociedades weberianas de la India que habrían dado lugar al sistema de castas. Al respecto, Collins es poco optimista con relación a la modificación del sistema credencialista que describe, porque ni siquiera las soluciones que se propondrían desde diferentes perspectivas del credencialismo serían capaces de acabar con la creciente corrupción de la sociedad de las sinecuras. El pesimismo de Randall Collins termina incurriendo en una suerte de escepticismo que lo acerca a tesis cercanas al relativismo al considerar que la sociedad credencialista moderna es el resultado de una estructura dinámica similar a la de las sociedades tribales.

II. Sociología histórica de la educación y la estratificación

La construcción que Randall Collins nos ofrece supone la existencia de un campo de términos trabados entre sí diaméricamente mediante un sistema de relaciones, determinadas a la escala sociológica. En primer lugar, nos encontramos con la clase de los términos constituidos por individuos humanos organizados como clases sociales, comunidades étnicas y culturales y grupos profesionales jerarquizados. Aun admitiendo que también entran en juego los distintos ejes (circular, radial, angular) del espacio antropológico se ve claramente cómo los términos y las figuras que aparecen en la obra están orientados desde la perspectiva circular (social, pero no natural ni religiosa) que introducen las clases, los grupos sociales y las jerarquías (consideradas como relaciones entre los términos). Por otro lado, hay que contar con la existencia de la clase de los términos del medio geográfico (condiciones naturales, recursos energéticos, &c.), presentados acaso en segundo plano o como telón de fondo, pero que constituyen los recursos naturales que al ser transformados por el trabajo agrícola e industrial aparecen como bienes materiales. Las «posiciones» que ocupan los individuos humanos en las organizaciones empresariales y en las jerarquías burocráticas deben ser interpretadas desde la clase de los términos, pero no debe perderse de vista la conexión que guardan con el sector gnoseológico de las relaciones. Por otro lado, se advierte que la transformación de unos términos individuales humanos en otros por la mediación de los recursos reclama el ejercicio de una serie de operaciones dadas también a la misma escala categorial (maniobras, presiones). En este sentido, hay que señalar que la clase de los objetos culturales constituidos por las acreditaciones académicas, los títulos universitarios o el capital cultural (que podríamos interpretar como componentes radiales), a partir de los cuales se establecen relaciones entre los individuos humanos, introduce la presencia de operadores. Así pues, términos, operaciones y relaciones constituyen el entramado implícito de la ciencia que atribuimos a la construcción de Collins.

1. Cuellos blancos y cuellos azules

Acabamos de señalar que, para poder desvelar la estructura credencialista de las sociedades modernas, y en particular de la sociedad norteamericana, el autor ha de contar con una multiplicidad de términos relativos al espacio antropológico. Por una parte, estaría la clase de los individuos humanos (eje circular) organizados como trabajadores (hombres y mujeres, pero también individuos pertenecientes a distintos grupos sociales y étnicos –nacionales e inmigrantes– profesionales –estudiantes, cuellos blancos, cuellos azules–. Por otro lado, contará con la clase de los objetos pertenecientes al eje radial: bienes económicos, resultado de la transformación de los recursos naturales. Por tanto, la conjugación de los individuos de la clase de los trabajadores y la clase de los estudiantes a través de títulos y diplomas, pero siempre en posesión de un capital cultural de mayor o menor densidad, con el fin de apropiarse de los bienes económicos, dará lugar a una dialéctica que explicaría la textura de la sociedad de las sinecuras.

Ahora bien, Collins no piensa estos grupos en términos de las «macroclases» del marxismo tradicional. Pronto se encargará de tomar distancia respecto a las clases sociales antagónicas (burguesía y proletariado) del materialismo histórico. Los factores cruciales en la jerarquía y estratificación son sociales y políticos y los recursos tecnológicos no serían más que medios de comunicación y administración. La estructura de dominación es una red de personas haciendo pactos y amenazas, manipulando expectativas y solidaridades a través del capital cultural que desempeña la función de un operador. La tecnología, como vemos, tiene interés al ser canalizada en una escala circular por los grupos socioprofesionales: «los fundamentos de este proceso son esencialmente interpersonales, lo que es lo mismo que decir culturales» (pág. 36). Los individuos habrán de negociar y maniobrar dentro de los grupos y en relación con otros grupos –determinados etic– en virtud del capital cultural para obtener un lugar relevante en los empleos. En este sentido, ni las pruebas de habilidades, ni los requisitos de habilidad, ni los tests de coeficiente de inteligencia son efectivos; pero sí se ponen de manifiesto los vínculos informales en la lucha por el control. Los factores de mérito o demérito quedan ahogados en las grandes estructuras administrativas. El análisis de los criterios que utilizan los empleadores (gatekeepers) nos dirá que la educación es un instrumento para seleccionar empleados de clase media, pero en tanto que aquella es un indicador de motivación y experiencia social (capital cultural). El mercado cultural sería la clave de la lucha de clases por el control de la producción, toda vez que las relaciones de producción aparecen enormemente fragmentadas desde una perspectiva que ahora ya no es fenoménica sino esencial. De ahí que los términos de la lucha de clases no puedan ser reducidos a dos. Al contrario que en el marxismo, el campo de batalla de la ocupación («posiciones») no se unifica sino que se fragmenta en grupos, corrientes y organizaciones de trabajadores transformados por el mercado cultural.

De alguna manera, el mercado cultural constituye un dispositivo operatorio. No sería tanto la educación (académica y reglada) en cuanto resultado del sistema de enseñanza la que posibilita a distintos grupos detentar una posición privilegiada sino otro tipo de componentes educativos más sutiles y no tan explícitos al menos desde la perspectiva funcionalista tecnocrática a la que Collins denuncia.

Así mismo, otro tipo de factores relacionados con el campo de la política y de la administración empresarial son los ligados al «trabajo político» y no al «trabajo productivo». Es en este contexto, donde pasan a primer plano los recursos culturales, los cuales darían cuenta de la diferencia, en la organización de la empresa, entre «cuellos blancos» y «cuellos azules». Cabría ver una organización, por tanto, como el resultado de una lucha de grupos sociales heterogéneos, interactuando a través de complejos procesos políticos informales:

«La estructura global del mundo moderno puede ser concebida como un conjunto variable en posesión de recursos políticos necesarios para poder controlar las condiciones de trabajo y apropiarse los frutos de la producción: por lo tanto, puede contemplarse como una mezcla de trabajo productivo y labor política. En un lado, están los trabajadores, relativamente no protegidos y directamente sujetos al mercado en cuanto a su trabajo productivo; en otro, trabajadores políticos puros, dedicados a las actividades que conforman las estructuras ideológicas, financieras y estatales. Las filas superiores de la clase obrera y las líneas medias de las clases administrativas contienen actividades mezcladas, los primeros utilizando recursos de la política organizativa para reducir las tensiones y cosechar los beneficios del trabajo productivo; las segundas, construyendo una elaborada cortina de política administrativa alrededor de un número productivo de actividades planificadoras y distributivas.» (pág. 66.)

Así pues, la forma más importante de propiedad en la sociedad credencialista no será la propiedad financiera ni siquiera la propiedad material (sic) sino la propiedad de las «posiciones» en el sistema de trabajo, toda vez que sería la distribución de tales posiciones la que determina las rentas. Las luchas generadas por el cambio tecnológico serán luchas entre grupos por la posición ocupacional. El significado del trabajo no será otra cosa que una forma de redistribución de la riqueza. Consiguientemente, quien tiene una posición determinada accede a una porción determinada de la riqueza: por tanto, una posición significa una sinecura. De la misma manera que en otros contextos históricos nos encontrábamos con grupos sociales que disfrutaban de determinadas prebendas y canonjías, la sociedad del siglo XX posee las credenciales educativas como si fuera un título de nobleza cuya función es obtener un trabajo blindado (una propiedad) en la biocenosis del mercado de trabajo –transformando una posición en otra, un término en otro–.

El intercambio cultural permite la formación y reproducción de los grupos sociales constituyendo la base de las comunidades asociadas (como comunidades de conciencia). La producción cultural podrá ser formal o informal. Generalmente allí donde haya diversidad racial y étnica la cultura informal se convierte en materia de reflexión y genera fulcros que permiten estrechar los lazos entre las personas generando la competición entre los grupos para apropiarse de mercancías culturales generalizadas, pudiendo llevar en determinados momentos a una situación inflacionaria. Una gran producción de cultural formal puede transformar completamente una sociedad. Determinados grupos detentarán los recursos permitiendo o no que otros grupos accedan a estos bienes; comienzan a aparecer, entonces, enclaves profesionales monopolizados que en un determinado momento llevan al sistema a una parálisis y a la inflación de las profesiones más antiguas. Sin embargo, el número de personas dependientes de las sinecuras irá aumentando.

2. Estratificación social

La sociedad credencialista –podría decirse así, desde un punto de vista gnoseológico– es más un resultado que un hecho puro y evidente, dado ahí, a la observación inmediata del sociólogo. Son las diferentes relaciones trabadas entre los términos del campo las que nos conducen a identificar una sociedad credencialista o de las sinecuras. Hemos de contar, consecuentemente, con un sistema de relaciones que a la postre darían cuenta del tejido constitutivo de la explicación de los nexos de causalidad existentes entre educación y estratificación social.

Las relaciones en torno a las cuales se va configurando la sociedad credencialista son relaciones antropológicas circulares: relaciones entre individuos humanos. Sin duda, en el contexto de estas relaciones entran en juego componentes radiales del espacio antropológico, tales como los recursos económicos o los objetos culturales (en su función de operadores), y componente angulares (si aceptamos la interpretación de los inmigrantes desde el eje angular). Pero las relaciones que parecen conformar las sociedades de las sinecuras son relaciones circulares.

La sociedad credencialista no es una sociedad igualitaria; aparece organizada en grupos y clases sociales conforme a distintas estructuras jerárquicas. Es cierto que los individuos pueden considerarse iguales entre sí, pues ni siquiera los tests de coeficiente de inteligencia demostrarían una desigualdad originaria, pero la organización social y la apropiación de parte de la producción por parte de unos grupos sociales, y no de otros, van dando lugar a una sociedad no igualitaria. Así, nos encontramos con un sistema social organizado jerárquicamente en virtud de las relaciones de producción y a la altura de un determinado desarrollo de las fuerzas productivas, donde desempeñan un papel importante los bienes culturales. Los recursos culturales conducirán al refuerzo de la dominación económica en vez de a la expansión económica, lo que podría llevar al estancamiento de una sociedad. La solución vendría de la mano de una ampliación del sector de las sinecuras. Aparecen, así, niveles y jerarquías como las que diferencian a los cuellos blancos de los cuellos azules. Otro contexto en el que se opera con la desigualdad como relación básica de la sociedad credencialista es el de las relaciones entre hombres y mujeres, las cuales vendrían a obtener la peor parte en la distribución de las posiciones en las organizaciones. Igualmente, cabría mencionar las relaciones entre profesores y alumnos, relaciones que se reproducirían más tarde en las empresas.

Pero entre determinados grupos sociales con un acervo cultural semejante cabría reconocer ciertas relaciones de igualdad. A partir de tal acervo cultural, estos grupos constituirían totalidades atributivas que buscan ocupar un espacio en el control de las posiciones y los empleos a la vez que pugnan contra otros grupos sociales. Los individuos en tanto que miembros del grupo son iguales ante sus semejantes, aunque no sea nada más que por participar en lo que Collins llama comunidad de conciencia.

Para Randall Collins, todas las formas organizadas de estratificación se construyen mediante «intercambios culturales», produciendo relaciones verticales y horizontales («comunidades de conciencia»). Las comunidades de conciencia –repetimos– resultan ser así totalidades atributivas definidas a través de los recursos culturales (lengua, raza, tradiciones, nivel de instrucción, &c.) que constituyen ahora la base y el instrumento de estas comunidades informales. Las personas con lazos culturales comunes tenderán a establecer relaciones igualitarias, dando lugar a un grupo informal perfectamente pertrechado para la lucha en la organización.

Hay que mencionar la desigualdad de género como uno de los ejemplos más notorios señalado por Collins, interpretado como una barrera de casta basada en el credencialismo. Sin embargo, para Collins el feminismo, al insistir en la paridad profesional con relación a los puestos de elite en los consejos directivos de las empresas, habría profundizado aún más en el credencialismo:

«Por supuesto, las aspirantes que aporten mejores credenciales educativas al mercado de trabajo profesional y directivo harán que en el futuro se eleven, y especialicen los requisitos en titulaciones para tales puestos, haciéndolos mucho menos accesibles a las que quieran promocionarse fuera del gueto de las secretarias.» (pág. 225.)

Dentro de la organización empresarial, el «trabajo político» daría cuenta de los distintos esquemas de relaciones jerárquicas, toda vez que sería el responsable del establecimiento de las condiciones bajo las cuales tiene lugar la apropiación de la riqueza. A partir del trabajo político, se iría formando un sistema de alianzas que conformaría las influencias recíprocas de unas personas sobre otras. De nuevo, entrarían aquí en juego los recursos culturales como operadores entre individuos. Estos permitirían un mejor posicionamiento en las relaciones dentro de la estructura jerarquizada de los empleos. Necesariamente, la continuidad de las relaciones jerárquicas –en tanto que permiten un mayor control de los recursos– requiere igualmente un mayor control de los subordinados en una dinámica en la que unos grupos aparecen enfrentados a otros, tanto en la dirección que va de los cuadros directivos a los empleados de más baja especialización como en el sentido contrario ascendente. En todo caso, como venimos diciendo, las relaciones entre los distintos grupos están siempre vinculadas por procesos políticos informales.

Por último, no hay que perder de vista que toda esta estructura de relaciones de desigualdad y jerarquía entre los distintos grupos y clases sociales en el contexto de las organizaciones del trabajo por la apropiación de una posición tiene lugar en el contexto de la economía política. Para Collins el keynesianismo sería en buena parte responsable de la consolidación y crecimiento de la sociedad credencialista. El mayor cambio hacia este tipo de organización se habría producido durante el New Deal en el que tuvo lugar una política económica de empleo que habría traído como resultado la burocratización tanto del gobierno como de las corporaciones privadas. Habría sido esta política la responsable efectiva de la revolución de las rentas y no la educación como sugiere el mito de la tecnocracia. Las beneficiadas habrían sido las clases medias de la burocracia y los trabajadores de alta cualificación, mientras los cuellos azules y las mujeres quedaban fuera del reparto de la proporción correspondiente de la renta. En este marco, la expansión de las credenciales escolares habría servido para que aquellas profesiones que estaban en mejor posición se apropiasen de los puestos de trabajo, de manera que cerraron filas para conseguir esta parte del botín. A la vez, otras profesiones se irían «profesionalizando». Y así se habría ido formando un sector de las sinecuras a través de las credenciales exigidas. Las retóricas de la profesionalidad «se han limitado a ser un simple modo de argumentar que buscan dejar en segundo plano el problema de transferir una corriente de ingresos desde las clases más altas a las clases medias.» (pág. 212). En suma, al remitir la explicación de las causas de la sociedad credencialista a la economía de los llamados bienes culturales en el contexto de la apropiación de las rentas, Randall Collins nos está dando la clave de las relaciones esenciales que estarían a la base de la sociedad de las sinecuras.

En definitiva, las relaciones que conforman la sociedad credencialista son relaciones entre individuos en cuanto pertenecientes a grupos, clases, estratos y niveles sociales. Estas son relaciones circulares de desigualdad principalmente. El mito de la educacionocracia pretendería ocultar esta desigualdad efectiva velando la realidad con una supuesta igualdad de oportunidades canalizada por la educación. Sin embargo, el trabajo efectivo realizado a pie de oficina, taller o despacho nada tendría que ver con la igualdad de oportunidades; el aprendizaje de las técnicas profesionales, los aprendizajes de la escuela, la relación entre educación y éxito profesional no confirmarían el mito de la educacionocracia. Al contrario, lo que realmente se aprende en las escuelas estaría relacionado más con normas convencionales que con técnicas instrumentales y corporativas. El éxito en el trabajo no guardaría una relación de causa y efecto con el nivel de graduación:

«Parece, pues, que las graduaciones están ligadas al éxito profesional principalmente por la importancia del certificado de graduación académica, más que por los conocimientos (a menudo insignificantes) que éste, por sí mismo, pueda indicar.» (pág. 28.)

3. Maniobras, presiones e influencias

Ahora bien, esta estructura de relaciones, que en tanto que sistema global de privilegios no sería otra cosa que la propia sociedad credencialista, nos remite a una serie de operaciones constitutivas del campo gnoseológico de la ciencia sociológica de la educación y de la estratificación. Son las operaciones de los sujetos orientados a lograr una posición o sinecura. Son operaciones que transforman las posiciones que ocupan los individuos, por ejemplo, de cuellos azules en cuellos blancos; o que impiden el cambio de posición. Desde la perspectiva de las operaciones, la clase de los objetos culturales (como son los títulos y diplomas expedidos por las instituciones universitarias, con los que van a contar los individuos humanos enclasados socialmente, aunque subdivididos en grupos heterogéneos connotados según su capital cultural) en cierta manera podrían ser interpretados como operadores. El propio Randall Collins nos habla de las maniobras, las presiones e influencias que unos grupos ejercen sobre otros y sobre los individuos para ocupar un lugar de privilegio. Los propios sujetos actantes –desde una perspectiva emic– entenderán que las destrezas adquiridas en la enseñanza secundaria y en las facultades son las responsables de las posiciones que ocupan en la organización del trabajo. Sin embargo, Collins –desde una perspectiva etic– explicará que no serían aquellas operaciones las que conducen a los puestos de trabajo sino otras operaciones acaso más sutiles o dadas a otra escala a través de las cuales se van conformando las relaciones dadas de jerarquía. Ya hemos señalado que la estructura de dominación cristalizaba como una red donde los individuos entraban en determinadas relaciones en las que el conflicto se hacía presente y por ello tenían lugar los pactos, las amenazas y la manipulación de expectativas y solidaridades. Así pues, la sociedad credencialista nos sitúa, ante todo, en un contexto pragmático en el que los individuos enclasados en grupos (como corporaciones sindicales, clases sociales, grupos étnicos, &c.), y acaso organizados informalmente como comunidades de conciencia, buscan realizar sus intereses. Pero la sociedad credencialista –así parece plantearlo Randall Collins- sólo aparecería como «resultando» de los múltiples intereses (fines y planes), cristalizando como una estructura supraindividual y supragrupal semejante a la institución del kula.

Consecuentemente, diremos que el planteamiento de La sociedad credencialista, partiendo de un contexto pragmático β-operatorio, donde los individuos y los grupos llevan adelante sus fines y planes con relación a los recursos, tendrá que regresar a estructuras institucionales específicas. Creemos –si no interpretamos mal– que estas estructuras específicas son aquellas que el propio Collins pone de lado de los bienes culturales, que resultarían de esta forma una suerte de operadores. Ahora bien, aquí se manifiesta, a nuestro juicio, el error de Collins al representar tales estructuras desde el espíritu subjetivo y no desde el espíritu objetivo como está ejercitando. En efecto, por ejemplo, se describe cómo, en Estados Unidos, los trabajadores de los niveles más altos y algunos operarios y capataces habrían defendido sus privilegios mediante fuertes asociaciones en las empresas más poderosas, y la defensa de tales intereses incrementaría el sistema de la sociedad credencialista. El contexto del que se parte es, pues, una situación β-operatoria (pragmática) pero el resultado al que se quiere regresar es una situación α-operatoria (α2-II) según la cual cabría ver la organización como el resultado de aquella lucha a través de procesos políticos informales de conflicto. Sin embargo, las instituciones culturales tienden a ser vistas como una «realidad mental compartida», como expresión de sentimientos y emociones constitutivos de la «comunidad de conciencia»:

«La cultura, es tanto una mercancía por sí misma como un recurso social. En la vida cotidiana, toma la forma de apariencias físicas y las expresiones de pensamientos y emociones a través de la comunicación y especialmente en la conversación. La cultura sirve para dramatizar la propia imagen, formar estados de ánimo, recrear mentalmente realidades pasadas y para crear otras nuevas. Cualquiera que sea el tema preponderante en una conversación, por muy fugaz que sea tiene un correspondiente grado de realidad mental compartida. Como tal, provee la definición temporalmente dominante de la situación social, y por lo tanto, de la estructura social operativa.» (pág. 71.)

En realidad Collins parece estar restringiendo los bienes culturales a una esfera específica ligada a la subjetividad.

Lo que hemos hecho hasta ahora ha sido presentar analíticamente las líneas maestras de la construcción de Randall Collins, por ello hemos tenido en cuenta los aspectos gnoseológicos que nos parecían más relevantes. Pero donde verdaderamente vemos en funcionamiento la ciencia sociológica de la educación y la estratificación es en el análisis del credencialismo y las sinecuras de la sociedad norteamericana. En efecto, aquí no sólo nos presenta los términos referenciales desde la perspectiva semántica sino que aparecen recortados los contextos institucionales determinantes, según su propia morfología, a partir de los cuales lleva a cabo toda la arquitectura de la sociedad de las sinecuras, dando cuenta, a la vez, de las relaciones esenciales y de los fenómenos atinentes a los mismos.

III. Estados Unidos como la sociedad más credencializada del mundo

La sociedad de los Estados Unidos aparecerá, pues, caracterizada como un sistema credencialista. En principio, sus rasgos de producción, nivel de consumo, enseñanza, número de instituciones educativas y profesiones tituladas y su sistema político descentralizado inclinarían a verla como un modelo de meritocracia tecnocrática. Sin embargo, los datos que relacionan los requisitos educativos, el cambio tecnológico y las posiciones en el empleo no avalarían tal modelo. La intersección entre producción material y economía cultural explicaría de forma más satisfactoria esta estructura en los términos ya señalados de las sinecuras; otras sociedades como Rusia, Japón, Francia o Inglaterra, dados sus propios rasgos de producción y organización, tendrían una peculiar combinación de factores originando otra modulación del credencialismo.

1. Cambios en los sectores de actividad económica

Desde su origen, los Estados Unidos contarían con una base de recursos naturales muy rica tanto en tierras de labor y energías como en medios de transporte naturales. Estos recursos le permitirán un alto nivel de producción y consumo, un gran poder militar y la posibilidad de inversión económica en otros sectores. Por otra parte, el hecho de que se constituyera como una sociedad multirracial daría lugar a un mercado cultural de gran dinamismo y competitividad, que acabará conduciendo a un sistema educativo muy inflacionista. Así mismo, la descentralización administrativa posibilita que el mercado cultural haya sido especialmente cambiante. Con estas características la lucha de clases se mostraría muy fragmentada en virtud de los intereses de grupos raciales, regionales y profesionales y de varias estructuras institucionales, corporaciones oligopolistas, sistemas «credencialistas», sistema de titulaciones y diplomas y mercado cultural inflacionario.

Con posterioridad a la Guerra Civil se habrían desarrollado las primeras formas industriales, coincidiendo con una masiva inmigración étnicamente heterogénea que daría lugar a una singular estructura social y cultural en la que los conflictos raciales contribuyeron al desarrollo del sector de los productos de cultura. La expansión del sistema educativo significaría una manera de escalar en las posiciones y lograr movilidad ocupacional. A la postre, éste sería el contenido del credencialismo característico del siglo XX.

El aislamiento geográfico y la descentralización política del siglo XIX habría permitido el desarrollo de la empresa industrial (mecanización agrícola, manufactura, minería, metalurgia y ferrocarriles), dando lugar, a partir de 1865 al surgimiento de las grandes corporaciones. Hacia 1900 el modelo industrial norteamericano ya estaba consolidado. La presión de la tecnología había sido crucial, dadas unas condiciones geográficas de gran riqueza de materia prima pero también de escasez de mano de obra que había determinado el crecimiento con salarios altos que sirvieron para potenciar el consumo. A la vez, relacionado con la escasez demográfica, se explicaría el desarrollo del ferrocarril. Así, quedarían establecidas las bases de la industrialización del siglo XX sobre la que se establecen los principales cambios que afectarían al sector agrícola y terciario.

En el siglo XX, comenzaría el declive del empleo agrícola, pero crecerían los sectores relacionados con la administración gubernamental, la educación y los empleos de la dirección técnico profesional y el sistema de servicios en general. La productividad de la tecnología operaría dentro de una estructura productiva conformada ya en el siglo XIX en virtud de las condiciones creadas por las luchas raciales; de ahí el crecimiento de los puestos de cuellos blancos. El sector terciario absorbe un gran excedente de trabajo (incremento de gastos militares y sociales, política de igualdad de oportunidades en educación) aumentando la proporción de ramas profesionales y burocracia administrativa con relación a la producción material.

Veamos ahora con un poco más de detalle cómo, a partir de este contexto socioeconómico, va cristalizando la sociedad credencialista norteamericana que daría lugar a lo que Randall Collins denomina superestructura improductiva de las sinecuras a partir de la expansión de un sistema de credenciales educativas.

2. La superestructura de las sinecuras

La sociedad estadounidense posee el mayor porcentaje de empleo oficial en la enseñanza (con datos de hacia 1979), aún mayor que la fuerza de trabajo potencial de cualquier otra clase. El sector de las sinecuras habría podido constituirse a partir de las credenciales que suministra el sistema educativo, las cuales posibilitaban el monopolio de los empleos. Se formaría así la sociedad más credencializada del mundo, según Collins. El propio sistema de movilidad competitiva característico de los Estados Unidos, reforzado por la descentralización, habría fomentado la lucha entre los grupos sociales, étnicos y religiosos, haciendo que el contenido específico de la educación fuese menos importante que el propio título que los refrendaba.

2.1. Factorías de credenciales

Durante el siglo XIX, debido a la escasez de población se habría creado una fuerte demanda de trabajo que daría lugar a la generación de conflictos étnicos. La creciente inmigración pone en guardia a las minorías blancas protestantes de lengua inglesa, toda vez que se va configurando una sociedad donde las distintas comunidades son portadoras de diferencias lingüísticas, gastronómicas, hábitos de vestido, &c. pero sobre todo en formas de trabajar y actitudes ante el poder, la religión o la interacción personal

A finales del XIX, la autoridad cultural protestante se desmoronaría como consecuencia de la erosión que sufren los pilares en que tuvo lugar su formación ante nuevos condicionantes socioeconómicos (crecimiento urbano, economía nacional, grandes burocracias, medios de comunicación de masas y migraciones), con la consiguiente pérdida de control sobre el trabajo. En este contexto, se habría abierto una lucha continua para avanzar en la propia carrera profesional; se trataría de una lucha multilateral en cuyo seno se van conformando los canales de estratificación de clase, a partir incluso de trazos culturales, pues las solidaridades étnicas se convirtieron en una forma de resistencia. Paralelamente, en el campo educativo habría tenido lugar un gran esfuerzo para abrir la cultura angloprotestante a otros sectores sociales, con la extensión de la escuela con fines de americanización al mismo tiempo que crece la confianza en las credenciales educativas. Pues bien, todos estos fenómenos de pluralidad racial y étnica, en un marco de conflictos, estarían a la base del sistema credencialista de movilidad competitiva mediante el cual se habría formado un mercado cultural.

Así pues, el último tercio del siglo XIX habría conocido ya la lucha por la estratificación social. Mientras que las escuelas de principios del siglo XIX se caracterizaban por la homogeneidad étnica y aportaban poco al estatus social, los «colleges» tenían poder de certificación. Pero, en general, el sistema escolar no otorgaba certificados. La educación formal sólo era importante para los empleos relacionados con la Iglesia y con la Enseñanza. A partir de esta situación, el primer paso hacia el credencialismo habría sido el surgimiento y el desarrollo de la escuela pública y gratuita cuya institucionalización suponía el despliegue de argumentos que defendían la relación de la instrucción con la mejora de la productividad laboral en la estabilidad política y en la moralidad y que en el fondo eran los intereses de una elite colonial y no las necesidades de la producción industrial. A mediados del siglo XIX, quedaría establecido el modelo básico de la educación elemental.

Hacia 1860 aparece la educación secundaria, extendiéndose luego por los Estados Unidos en el siglo XX. Una vez establecido este sistema, tendría lugar un proceso de ampliación en dos sentidos: por un lado la ampliación de la edad de escolarización y por otro la ampliación de Estado a Estado. Pero la escuela secundaria entraría en conflicto con los «colleges» y con la enseñanza profesional. Ya hacia 1970 se podría decir que el crecimiento escolar norteamericano era un crecimiento hipertrofiado.

Una situación parecida habría ocurrido en los centros de educación superior. También aquí entran en escena factores similares (descentralización política, ausencia de apoyo estatal a las iglesias, expedición de títulos corporativos). Los colleges eran los herederos de la universidad medieval y en el siglo XIX aún constituían un instrumento a su servicio. Tenían un importante poder de acreditación que pronto se debilitó al estar ligados al modelo medieval. Pero la competitividad entre las culturas étnicas los llevaría a transformarse en centros universitarios. Así pues, con la transformación de los colleges aparece una universidad revitalizada que buscaba perpetuar a la vieja elite social a través de la consigna del «espíritu del colegio». Las universidades, entonces, recuperarán su prestigio modificando el plan de estudios y ofreciendo distintos niveles de titulaciones en un proceso creciente en el que el diploma prevalecería sobre el contenido de la enseñanza.

2.2. El blindaje de las profesiones

Paralelamente a la expansión del sistema educativo credencialista, iría conformándose la estructura de determinadas carreras profesionales, como abogados, médicos e ingenieros, según modelos distintos. Las profesiones son vistas como comunidades profesionales pero también como grupos de estatus basados en la clase y organizándose en la esfera del trabajo. En Estados Unidos, las profesiones de elite se habrían formado a partir de las viejas clases privilegiadas. De manera que las antiguas luchas de grupo habrían posibilitado el auge de las profesiones cuyos códigos deontológicos no serían otra cosa que sistemas ideológicos orientados a protegerse ante la feroz competencia de los advenedizos.

En el gremio de la medicina, se habría partido de una situación de monopolio y alto nivel de vida en el siglo XIX, donde el médico tenía el mismo estatus social que sus clientes. Este modelo se habría ido delimitando con la fundación de escuelas de medicina dependientes de colleges y universidades. Sin embargo, a finales del XIX, con el desarrollo de la ciencia médica y el perfeccionamiento de los medios técnicos, se incrementan los recursos de la elite. En el contexto de las leyes antitrust, comienzan a crearse asociaciones profesionales, privilegiando así su situación monopolista: creación de juntas evaluadoras, concesión de títulos, uniformización de licencias estatales y normalización de escuelas de medicina. El resultado será una organización del sistema de enseñanza de la medicina muy competitivo que aumenta el valor del estatus profesional.

En el gremio jurídico nos encontraríamos con una evolución similar. Partiendo de una situación inicial, que hereda su estructura de la organización política de Inglaterra, según la cual no eran las universidades quienes monopolizaban la enseñanza del derecho, se llega a otra en la que el control profesional correrá a cargo de escuelas de leyes. Sobre todo, habría sido a partir de 1870, cuando la construcción del ferrocarril necesitó de las grandes corporaciones de abogados, el momento en el que se habría formado a nivel nacional. Por otro lado, se institucionalizó la enseñanza de la abogacía a partir del «método de los casos» del que pronto Harvard se convirtió en el centro paradigmático. De esta manera, se fue creando lentamente el control profesional; las escuelas de leyes impondrán criterios selectivos exigiendo una graduación de college. En este sentido, el criterio centralizador y la exigencia de requisitos de las asociaciones de abogados no significarían otra cosa que un cinturón protector frente a los inmigrantes y la clase obrera.

En el caso de los ingenieros, nos hallamos con un escenario de partida en el que no habría clara separación entre mecánicos, técnicos e ingenieros. Ahora bien, las posibilidades de movilidad social no eran las mismas entre un ingeniero mecánico proveniente de clases acomodadas y el proveniente de clases modestas. Aquí estaría el fundamento de la separación entre titulados ingenieros y mecánicos:

«La organización de la ingeniería profesional es mucho más un fenómeno social que técnico, y los intereses de status y los conflictos entre ingenieros han sido las causas principales que han impedido que la ingeniería llegara a ser un serio desafío al sistema de educación no técnico y al creciente sistema de estratificación mediante status de grupo y recursos políticos y sociales.» (pág. 180.)

En suma, lo que tendríamos que entender en la argumentación de Randall Collins es que la formación de las profesiones estaría determinada por los mismos principios generales que gobiernan las formas de cualquier clase de conciencia comunitaria:

«Sobre todo, en su encajamiento dentro de un largo proceso educativo (que esencialmente precede al verdadero aprendizaje de técnicas prácticas, especialmente en el caso de la medicina y la abogacía) encontramos que la ontogenia de la moderna carrera profesional de un individuo recapitula la filogenia de su estatus monopolístico». (pág. 199.)

IV. Algunas observaciones críticas

Un fantasma recorre toda la argumentación de La sociedad credencialista; es el espectro del fundamentalismo pedagógico. En torno a esta ilusión, parece girar, paradójicamente, la crítica al mito de la tecnocracia. Si, por un lado, se desvela y denuncia la relación ficticia entre lo que el alumno aprende en la escuela y la posición que más tarde ocupará en las organizaciones del trabajo, por otro, esta denuncia se apoya precisamente en una idea del sistema educativo como una institución que debería enseñar verdaderos conocimientos.

El fundamentalismo pedagógico actúa en la misma perspectiva del abolicionismo credencialista desde la que se articula la argumentación de Randall Collins. Distingue Collins varias posiciones políticas en relación con el mercado de las credenciales. Primero, el capitalismo credencialista y el socialismo credencialista como ideologías dominantes, ambas presas del mito de la tecnocracia (educacionocracia). Pero también reconoce otras versiones del credencialismo como el socialismo igualitario credencialista, el nacionalismo étnico o el fascismo credencialista. Así mismo, contempla la posición del radicalismo credencialista con sus propuestas de desescolarización, para descartarlo en virtud de sus consecuencias inflacionistas de credenciales. Frente a estas alternativas sólo cabría reconocer, entonces, por un lado, el keynesianismo credencialista y, por otro, el abolicionismo credencialista. El keynesianismo credencialista reconocería que la educación crea un mercado artificial de títulos, útil económicamente por su funcionalismo, aunque desde luego inflacionario. La posición de Randall Collins consiste en el abolicionismo credencialista, y, desde ella, propone «abolir los requisitos de la enseñanza obligatoria y decretar la ilegalidad de exigir titulaciones formales para acceder a un empleo» (pág. 222).

Ahora bien, a nuestro juicio, no queda clara la razón por la cual el abolicionismo credencialista se deriva de la crítica al llamado mito de la educacionocracia; podría mantenerse una posición crítica abolicionista sobre las credenciales sin perjuicio de la defensa de la educacionocracia o precisamente como consecuencia de este mito, en la medida en que cabría argumentar, a la contra, que el credencialismo obstaculiza que llegue a las posiciones en el trabajo quien verdaderamente ha adquirido las destrezas necesarias y suficientes. Ahora bien, esta perspectiva para la cual lo fundamental es la educación parece ser la del mismo Randall Collins, quien, a la postre, vendría a defender un sistema educativo ideal que se encontraría distorsionado por las políticas credencialistas:

«El empleo del sistema educativo como una base para un medio arbitrario de dominación significa que este sufre una creciente contradicción interna en la conciencia de los usuarios. Todas sus demandas, pues, para que se eleve el nivel de racionalidad de los estudiantes, significa que la propia educación opera como parte de un más amplio sistema que denigra sus propios contenidos y que ignora todas las indagaciones que podría llevar a cabo en el interior de la naturaleza de ese mismo sistema.» (pág. 228.)

La crítica al mito de la educacionocracia presupone el fundamentalismo pedagógico. Los bienes culturales harían las veces de un currículum oculto que pasaría a un primer plano en las esferas del trabajo. El sistema de credenciales educativas que conduce a la desigualdad social y a la estratificación sería la prueba de una escuela corrupta que sería necesario cambiar. Es cierto que Randall Collins no pone esta corrupción en el haber de los individuos particulares sino en un sistema credencialista que involucra ampliamente a la escuela, pero también es cierto que quiere salvar a un sistema educativo concebido idealmente:

«Los niveles que existen de producción masiva de credenciales son perjudiciales para la ciencia americana, y especialmente, para la cultura humanista.» (pág. 223.)

En otro orden de cosas, La sociedad credencialista lleva adelante una crítica insuficiente al concepto de lucha de clases. Si, por un lado, la crítica a la sociedad de las sinecuras está orientada a salvar el «verdadero» sentido del sistema educativo desde una concepción fundamentalista de la educación, por otro, Randall Collins apunta directamente a la sala de máquinas del materialismo histórico. En efecto, la lucha de clases será ahora el objeto de su ataque. Habría que advertir el acierto de La sociedad credencialista al elaborar una crítica al concepto de lucha de clases, en el sentido de las clases antagónicas del marxismo. Para Collins, no habría dos clases antagónicas que se oponen a muerte hasta el final de los tiempos, sino una gran multiplicidad de grupos en conflicto –grupos muy heterogéneos–, con intereses diversos y enfrentados por la apropiación de una parte de la riqueza que, en el caso de la sociedad credencialista, se convertiría en la posesión de una posición en la jerarquía del trabajo. Por lo tanto, Collins insiste en negar la lucha de clases según la concepción marxista:

«Pero en perspectivas más limitadas, la expansión de la economía cultural parece moverse en dirección contraria al modelo marxista de la creciente movilización de clases. El modelo marxista propone el desarrollo de una cultura homogénea entre los trabajadores, conducidos a la conciencia de sí mismos por un interés común que se plasma en su participación en una lucha económica común contra un solo enemigo.» (pág. 85.)

Sin embargo, no habría tal conciencia común porque el mercado cultural –diría Collins– introduce en la lucha por su posesión una fragmentación de las clases:

«A lo más, el mercado cultural conduce al desarrollo de grupos conscientes y organizados de trabajadores. Esto, también, es una forma de conflicto de clases, pues los obreros pueden ser contemplados como luchadores por la supervivencia económica en la angustia de una economía capitalista tanto como en busca de ventajas económicas. La diferencia es que un mercado cultural transforma los conflictos, irreparablemente, en una lucha en muchos frentes, cada grupo profesional contra los otros, tiende más a una creciente fragmentación que a una consolidación de los bloques opuestos. Una cultura común, aunque reduce las diferencias étnicas, reproduce el equivalente a una división del trabajo efectuada mediante segregaciones raciales. La educación, como he dicho en otra parte, podría muy bien ser reputada como una pseudoetnicidad.» (págs. 85-86.)

Con todo, a pesar de este ataque, en modo alguno queda demolido el concepto de lucha de clases. La lucha de clases ha de ser mantenida para dar cuenta del conflicto entre los diferentes grupos y subgrupos de individuos mediados ahora por los bienes culturales:

«Una teoría de los mercados culturales, pues, puede acreditarse como importante para rescatar los puntos de vista del marxismo respecto a la revolución y a la lucha de clases, aunque en una forma bastante más cínica. Los conflictos de clases podían haber sido mucho más penetrantes, y menos revolucionarios históricamente, de lo que se había supuesto.» (pág. 86.)

Pero la perspectiva de la línea sociológica que sigue Collins obstaculiza que dé el paso decisivo que permita interpretar en forma el verdadero sentido de la lucha de clases. Y aunque intenta regresar a ciertas estructuras objetivas (culturales) como explicación de los conflictos se inclina hacia un reduccionismo psicologista que interpreta esta cultura –una cultura entendida muchas veces como cultura circunscrita– desde la conciencia subjetiva: «La cultura sirve para dramatizar la propia imagen, formar estados de ánimo, recrear mentalmente realidades pasadas y para crear otras nuevas.» (pág. 71). Resulta, pues, una Sociología que parece transformarse en Psicología Social. Es la propia perspectiva del campo sociológico la que, al segregar aquellos términos que no sean las clases de individuos pugnando por los recursos, obliga al autor a introducir de nuevo la lucha de clases en la perspectiva de las relaciones circulares que conforman su ciencia.

Mas, a nuestro juicio, para entender las razones según las cuales la sociedad norteamericana se ha convertido en una sociedad de las sinecuras, no podemos quedarnos exclusivamente con el conflicto de los grupos sociales (o raciales). Desde luego, el planteamiento de Collins, en la medida en que quiere mantenerse en el campo de la sociología de la educación y de la estratificación, se ve obligado a prescindir de otros contenidos como puedan ser los políticos. Y a este respecto, aunque su estudio dedica una parte considerable de tiempo al análisis histórico de la sociedad norteamericana, considerando ciertos componentes basales y conjuntivos, la ausencia de un tratamiento de los componentes corticales –que en todo caso tienden a ser vistos como componentes conjuntivos o basales– nos permiten entrever las dificultades de su argumentación. La inmigración no tendría que entenderse restringidamente desde una perspectiva basal o conjuntiva sino también cortical. La organización de la producción –y, por lo tanto, la estratificación en las organizaciones de la administración política y de las empresas– tiene importantes componentes basales pero también corticales. Y si en Estados Unidos, tras la crisis del año 29, ha tenido una gran importancia económica la política denominada New Deal también la ha tenido la Segunda Guerra Mundial y el periodo posterior conocido como Guerra Fría. El keynesianismo del que habla Collins podrá ser explicado como una forma de gestión de la economía cultural pero no sin ser entendido al margen de los componentes corticales relativos a la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría. Es curioso que Randall Collins no entre en el análisis de estos acontecimientos históricos en su descripción de la formación de la sociedad norteamericana de las sinecuras.

Pero tener en cuenta los componentes corticales además de los componentes basales y conjuntivos supone considerar a la sociedad credencialista desde un punto de vista político, desbordando consiguientemente la perspectiva sociológica. Así que lo que nos ofrece Randall Collins es una disolución de la Política en la Sociología, razón por la que la lucha de clases sigue siendo la malla sobre la que construye su tesis, sin tener en cuenta la dialéctica entre los Estados. De esta manera, se explicaría el hecho según el cual los ejemplos históricos que introduce sean de tipo socioeconómico pero no histórico político.

Para concluir queremos llamar la atención sobre la reflexión final con la que Collins cierra el libro. De repente, al final de La sociedad credencialista nos encontramos con una suerte de subsunción de las relaciones sociales dadas en la sociedad política norteamericana en la clase genérica de las relaciones tribales etnológicas. Es como si el autor, ahora, viniera a decir que, en última instancia, la Sociología se reduce a la Etnología:

«En efecto, nos hallamos mucho más cerca de la sociedad tribal de lo que nos gustaría admitir. A pesar de nuestra propia imagen de control racional, nuestras instituciones no son seleccionadas más reflexivamente que los ritos tribales de iniciación, los de las sociedades secretas o los dioses implacables a los que nuestros procedimientos de educación y de profesionalización se parecen mucho. Y si trasladamos estas analogías a sociedades de mayor tamaño, también nosotros estamos sometidos a las mismas fuerzas que a través de los siglos transformaron la India en una serie de castas cerradas o que hicieron de la Europa medieval un entramado de gremios monopolísticos. Tales sociedades sufren convulsiones por fuerzas que se hallan más allá de su control, como la Reforma, que destruyó la prepotencia de la religión sobre la que se legitimaban los monopolios medievales. A largo plazo, a menos que alcancemos nuestro propio nivel de control racional sobre nuestras instituciones, tendremos que contar con que tales fuerzas nos estarán esperando.» (pág. 228.)

El quiebro que realiza Collins con relación a la línea de sus análisis sociológicos supone la introducción del «punto de vista etnológico» según el cual se hace tabla rasa de todas las culturas, alineando, por ejemplo, a las sociedades iroquesas con la sociedad política norteamericana del siglo XX; por eso afirma que nuestras instituciones no se diferencian de los ritos tribales. Por nuestra parte, no se trataría sólo de impugnar una irreglamentaria operación de driblado sino también de denunciar la conversión de la envoltura final de todo el análisis sociológico en una suerte de papel celofán etnológico relativista, en un producto fruto de la ilusión etnológica consistente en suponer que todas las culturas están a la misma altura.

Esta sería la razón por la que Collins mira a la sociedad norteamericana como si fuera una cultura iroquesa. Así, parece obtener el horizonte de una ciencia neutral, a partir de la cual sería posible enunciar leyes universales, pero al precio de la confusión entre las lindes de distintas categorías científicas. Ahora bien, tal neutralidad es imposible; las sociedades que Collins analiza no pueden ser interpretadas en los mismos términos que las sociedades tribales, obviando el hecho según el cual éstas ya están presupuestas en la constitución histórica de las sociedades estatales modernas. Ocurre aquí como si el autor, dirigiéndose al análisis de una catedral gótica, reparase en un sillar cuyo origen puediera ponerse acaso en relación con una construcción megalítica prehistórica, y, «generalizando», redujese todo el entramado arquitectónico de la catedral –incluyendo el presbiterio y el coro– a aquella sociedad «tribal» a la que pertenece dicho sillar.

Collins no puede fingir el punto de vista del observador ideal –del cronista ideal–. Se constata por tanto, como anunciábamos al principio de esta reseña, que la postura relativista que introduce tan repentinamente aboca su posición a un escepticismo que supone la negación de toda sabiduría filosófica. Aun considerando el interés y el valor del estudio de la sociedad credencialista con relación a los nexos entre la educación y la estratificación, este último párrafo introduce un sesgo etnológico que pretende rebasar el límite de la propia Sociología. Hacia dónde conduce esto no lo sabemos, pero con ello se sientan las bases de una falsa filosofía por no decir de la ideología más abyecta.

 

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