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El Catoblepas, número 107, enero 2011
  El Catoblepasnúmero 107 • enero 2011 • página 1
Libros

Una historia sociológica
de la Filosofía Española en el presente

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de Gabriel Plata Parga, De la revolución a la sociedad de consumo. Ocho intelectuales en el tardofranquismo y la democracia. Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid 2010

Gabriel Plata Parga, De la revolución a la sociedad de consumo. Ocho intelectuales en el tardofranquismo y la democracia, UNED, Madrid 2010 Solemos designar desde la perspectiva del materialismo filosófico como «presente» el campo de acontecimientos en el que distintos sujetos humanos están influyéndose mutuamente, mientras que el pasado incluye a las personas que influyen en nosotros, no pudiendo influir nosotros en ellas. Finalmente, el futuro incluye a las personas a quienes nosotros influimos, sin que ellas puedan influir en nosotros.

En este caso, el libro que aquí reseñamos es un ejemplo de Historia de la Filosofía del presente, en tanto que dicha división temporal no se queda en el hic et nunc de nuestra sociedad democrática de 1978, considerada por muchos el nacimiento de España «por consenso», sino que remonta sus orígenes a los últimos años de la España franquista de la que surgió, por evolución «de la ley a la ley», la actual democracia coronada.

Sin embargo, la manera en que analiza doctrinas y autores de este período de la Historia de la Filosofía Española es de corte sociológico, pues la tesis de Gabriel Plata Parga (Santiago de Compostela, 1954) se resume así: la perspectiva revolucionaria y rupturista de muchos de los autores que designa como «intelectuales» (en lugar de «filósofos», detalle que hunde sus raíces en la perspectiva sociológica) durante los últimos años del franquismo habría fracasado, pues no se produjo un verdadero cambio político «revolucionario», sino el tránsito de la dictadura a una democracia liberal y hedonista desentendida de cualquier cambio profundo, por lo que el desencanto de los autores reseñados habría provocado un profundo cambio ideológico en ellos.

Este estudio se embarca en una perspectiva sociológica e historicista una vez constatado que los conceptos en Historia no pueden aprehenderse, sino que cambian según el historiador o las propias circunstancias históricas: «Los conceptos históricos –se ha escrito– son compuestos de imágenes sin limites precisos, con una aureola de asociaciones («izquierda», «revolución», «clase media», &c.); son falsas esencias, designaciones más que definiciones; las tipologías en historia no sirven porque los tipos no tienen existencia real, sino que son subjetivos, acotados por el historiador. La realidad es incierta y fluida y se escapa de las categorías, las teorías o las cronologías en las que se intenta apresarla» (pág. 13).

El propio autor confiesa que su posición de partida no es una Historia de la Filosofía de corte filosófico, sino lo que él denomina una «Historia de las ideas»: «La historia de las ideas no se confunde con la historia de la filosofía hecha por los filósofos, por cuanto esta última tiene carácter filosófico, constituye una "crítica de la razón humana" y pretende "avanzar en la solución objetiva y sistemática de los problemas filosóficos mismos". La historia de la filosofía es así "filosofía en el pleno sentido de la palabra". Por el contrario, la historia de las ideas no pretende evaluar el rigor técnico de las construcciones por las que se interesa. El historiador de las ideas no ha de demorarse entre tecnicismos filosóficos; no tiene que refutar ni valorar las justificaciones últimas de los sistemas, sino que «resbala» a un nivel más superficial sobre las conexiones entre los conceptos, buscando las afirmaciones social e históricamente eficaces, que son las que profesionalmente le interesan» (págs. 16-17). Pese a que el autor señala que esta perspectiva pudo ser recuperada con la decadencia del marxismo, que consideraba meras superestructuras a las teorías filosóficas, Plata Parga no se libra de caer en idéntico reduccionismo de corte sociológico formulado de manera tan explícita como en la anterior cita.

Con estas bases que mezclan un presunto doble enfoque de historia de las ideas y de los contenidos, el autor pretende realizar un análisis de los «intelectuales», entendidos éstos de la siguiente manera: «El intelectual, de acuerdo con el concepto habitualmente empleado, es quien transfiere a la esfera política un prestigio ganado en una actividad del espíritu –artística, científica, humanística, &c.–, con abuso –se añade a veces– de su autoridad moral. La toma de postura en el ámbito público –desbordando el cerrado círculo académico o profesional– es una nota constitutiva de la esencia del intelectual» (pág. 19).

Es decir, que el intelectual es alguien que ha ganado una autoridad en determinado ámbito social, sin que el autor señale si tal autoridad es debida a sus vastos conocimientos, o si simplemente se trata de una impostura, en el sentido que le atribuye Gustavo Bueno en «Los intelectuales, los nuevos impostores»:

«la impostura la entendemos como una transformación dada en un espacio social y, de este modo tan "responsable" de la impostura es el impostor como su público que acepta títulos sin contrastarlos debidamente, y ello, acaso, porque en el fondo desea atribuirlos». [Gustavo Bueno, «Los intelectuales, los nuevos impostores», Cuadernos del Norte, 48 (marzo-abril 1988), pág. 17.].

Desde esta perspectiva de reduccionismo sociológico, el autor se apresta a realizar un análisis de los siguientes «intelectuales»: José Luis Arangúren, Enrique Tierno Galván, Gustavo Bueno, Manuel Sacristán, Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio, Eugenio Trías y Fernando Savater.

Es curioso cómo el autor no renuncia a presentar la evolución de varios de los autores durante toda su trayectoria biográfica, como es el caso de Arangúren, que «enlazó con un grupo generacional de significación falangista, en el que se encontraban jóvenes poetas e intelectuales como Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, José María Valverde, Pedro Laín y Dionisio Ridruejo» (pág. 25), pero también el de Manuel Sacristán, quien «fue militante del falangista Sindicato Español Universitario, el SEU, y "seuísta comprometido"», además de ocupar puestos importantes en la redacción de revistas falangistas, siendo «codirector de la revista del SEU Quadrante y, en 1950, se incorporó a otra revista del Sindicato, Laye, de la que fue la autoridad intelectual indiscutida, redactor jefe, inventor de sus diversas secciones y autor de los editoriales de la primera época» (pág. 103). También destaca que Eugenio Trías fue, entre 1960 y 1963 «miembro numerario del Opus Dei» (pág. 165). Semejantes afirmaciones en otras obras de temática similar constituirían un escándalo para oídos piadosos (piarum aurum ofensiva), una verdadera pars pudenda que en nuestra democracia actual debería taparse, en nombre de la memoria histórica y la reinvención y manipulación del pasado. Es de agradecer que, pese a la censura imperante en ese aspecto, Plata Parga no nos hurte tan decisivos momentos biográficos de los autores retratados en su obra.

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Dentro del conjunto seleccionado por Plata Parga (nombres que constituyen una constante en las obras dedicadas al análisis de la Filosofía Española del presente), sin duda destaca la presencia de Rafael Sánchez Ferlosio, la más rara avis del conjunto por ser un escritor y, por lo tanto, un autor no relacionado ni con la filosofía académica ni con la filosofía administrada; tan sólo su inacabada licenciatura en Filosofía y Letras, durante su filiación no demasiado comprometida con el falangismo en sus años de juventud (pág. 147), podría acercarle a este ámbito.

Casos como el de José Luis López Arangúren o Fernando Savater señalan más al ideólogo que al filósofo, al «intelectual» en tanto que expositor de una serie de ideas propias de la ideología imperante en una sociedad determinada. Así, Arangúren, tras su primera etapa vinculado al falangismo, habría evolucionado tras las protestas en la Universidad de Madrid en febrero de 1956, que provocaron la destitución del rector Pedro Laín Entralgo y el ministro Joaquín Ruiz Jiménez. Se convertiría así en parte visible de la oposición a los derroteros del régimen franquista, siendo expulsado de su cátedra junto a Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo por involucración en las protestas contra el sindicato falangista SEU en 1965 (pág. 32). Sin embargo, el tránsito a la democracia coronada habría provocado el escepticismo de Arangúren en la revolución política, y su vuelco a una «revolución cultural». No obstante, se mantuvo en el entorno ideológico del PSOE, sobre todo por su cercanía al diario El País, al que consideraba como prensa independiente:

«Aranguren saludaba a El País como el primer diario independiente a escala nacional. La prensa independiente habría de ser expresión de la democracia como modo de ser, órgano de educación y participación políticas, imbuida de contenido ético-utópico; hablaría en nombre de los independientes, marginados y oprimidos. «Prensa independiente, al servicio del cambio cultural»". Aranguren no hablaba de una prensa para la información, sino para la transformación moral de los ciudadanos» (pág. 40).

Su desencanto por «una seudodemocracia administrada por los franquistas» (pág. 44) amainó cuando se produjo el golpe de estado del 23 F y mantuvo la esperanza del «cambio» con la victoria electoral del PSOE en 1982, aunque ese entusiasmo decayó; no así su gran influencia en los medios socialdemócratas, tanto universitarios como periodísticos, hasta muchos años después de su fallecimiento, que tuvo lugar en 1996.

Por su parte, Fernando Savater, que se mantuvo en un entorno ácrata sobre todo durante su estancia en la academia que regentaba en Madrid Agustín García Calvo (y cercano en su subjetivismo romántico a Eugenio Trías, a juicio de Gabriel Plata Parga), «irrumpía como un pensador antiacadémico, renuente a las convenciones de la prosa profesoral y escéptico ante los sistemas filosóficos pretenciosos, con vocación más de escritor que seduce con su estilo que de filósofo armado de conceptos técnicos, menos inclinado a la erudición sobre un autor o un problema que a recrear a su manera una propuesta filosófica» (pág. 191). Pero ese mismo Savater que manifestaba en sus escritos una línea ácrata se convirtió, no obstante, en un pensador al servicio del poder al ingresar como columnista de El País, ya desde 1976:

«El País, más que abanderar de manera lineal una ideología determinada, habría actuado como formalizador de un campo ideológico y cultural, como delimitador de un espacio finito de discursos posibles. Además de ejercer esta poderosa influencia política y cultural, El País mantiene, aunque desde la independencia empresarial, lazos de apoyo, correspondencias e intereses compartidos con una de las principales fuerzas políticas de la democracia, unas veces en el Gobierno y otras en la oposición, el PSOE. Así, paradójicamente, el joven Savater que apelaba románticamente a marginales de toda laya para alzarse contra el Estado, apoyado cada uno en la fuerza propia liberada por la danza jubilosa sobre el negro azar.., al mismo tiempo era la pluma más brillante del órgano dominante del «cuarto poder». Pese a su anarquismo y su aura rebelde, y en contra de lo que una apreciación superficial pudiera sugerir, Savater ha sido el intelectual más representativo del poder cultural y político dominante en la democracia; y por eso es tan significativo y tan importante. La conexión informal entre Savater, El País y el PSOE, mostraba que el mensaje anarquizante de Savater, podado de sus excesos irrealizables, resultaba cohonestable y funcional para una izquierda democrática con aspiraciones mayoritarias» (pág. 199).

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En otro lugar habría que clasificar las biografías de «intelectuales» ligados a partidos políticos, como Tierno Galván o Sacristán. Enrique Tierno Galván, que inicialmente estudió a los autores españoles del Siglo de Oro y más tarde difundió desde Salamanca el neopositivismo y la filosofía analítica (pág. 51), ingresó en el entonces marginal PSOE en 1963, y tras ser expulsado de su cátedra en 1965, decidió que su grupo socialista se denominase Partido Socialista en el Interior (PSI) (págs. 59-60), después Partido Socialista Popular (PSP) en 1974, grupo que finalmente se uniría al PSOE y con el que logró alcanzar la alcaldía de Madrid en 1979 (pág. 70). A juicio del autor, la trayectoria de Tierno escenifica una suerte de dualismo entre su doctrina y su práctica política: «La llamada «utopía» de Tierno Galván se explica por la filosofía analítica, la sociología norteamericana y un marxismo progresivamente radicalizado. El Tierno Galván intelectual tiene poco que ver con el liberalismo, y mucho menos con el libertarismo. Otra cosa fue el comportamiento del político en relación con la política española, siempre al servicio de la reconciliación nacional y la democracia liberal» (pág. 71).

Manuel Sacristán fue básicamente un hombre con «espíritu de partido», fiel a los postulados comunistas antes que a los marxistas, al tiempo que traductor y asesor de las editoriales Ariel y Grijalbo, lo que le convirtió en introductor de numerosos autores de filosofía analítica y de clásicos del marxismo, lo que explica que «gran parte de la obra de Sacristán brotase en forma de prólogos, artículos, ensayos breves y estudios introductorios» (pág. 104). Sacristán renegaría del PSUC y el PCE en 1969, dimitiendo de sus cargos a causa del «oportunismo, la superficialidad y la cortedad de objetivos que creía percibir en las direcciones de ambos partidos, [...]» (pág. 112), abandonando finalmente el PCE en 1978, «en parte por el rechazo del giro eurocomunista impreso por Santiago Carrillo, pero también porque para entonces había empezado su reconsideración del comunismo y el análisis de nuevos problemas» (pág. 114-115). Se acercaría así a los movimientos ecologistas desde una óptica marxista, como las tesis del límite del crecimiento del alemán oriental Wolfgang Harich, lo que desembocaría en los actuales movimientos altermundistas, producto de la caída del bloque socialista: «por su ejemplo personal, pudo transmitir su actitud de rechazo radical y exigencia revolucionaria a una serie de discípulos, y enlazar insólitamente con el todavía incierto movimiento altermundista que arrancó, muerto ya Sacristán, tras la desaparición de los regímenes del Este» (pág. 122).

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La perspectiva de un cambio ideológico con la llegada de la democracia pudiera ser verdad en el caso de autores ligados biográfica y sociológicamente a determinados proyectos políticos en marcha, ya sea el caso de Enrique Tierno Galván con el PSOE o Manuel Sacristán con el PCE, pero en el caso de Gustavo Bueno el mismo esquema reiterado una y otra vez no encaja, como veremos a continuación.

Plata Parga inicia capítulo con la experiencia contada en pinceladas autobiográficas por Gustavo Bueno en textos como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión (Mondadori, Barcelona 1989) o «La filosofía en España en un tiempo de silencio» (publicado en el número 20 de El Basilisco en 1996), donde el propio Bueno confiesa su conducta «adaptativo-precautoria» (pág. 74) respecto al franquismo. Pero, a partir de 1960, con su traslado a Oviedo para ejercer como Catedrático de Universidad y con los propios cambios «aperturistas» del franquismo, Gustavo Bueno pasó a realizar una constante actividad no sólo docente sino también de conferencias, «agitación cultural y colaboración en la prensa local» (pág. 75), en un ámbito cercano al Partido Comunista de España. Plata Parga destaca las obras publicadas por Gustavo Bueno en los últimos años del franquismo: El papel de la filosofía en el conjunto del saber (1970), Etnología y utopía (1971), Ensayos materialistas (1972), Ensayo sobre las categorías de la economía política (1972) y La metafísica presocrática (1974), además de la primera exposición global de la gnoseología del materialismo filosófico, ya en el postfranquismo, Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial (1976).

El autor demuestra conocer con cierto detalle los rudimentos del materialismo filosófico; así, en el caso de la polémica con Manuel Sacristán, a quien Bueno respondió en el libro de 1970, distingue el orden categorial (propio de las ciencias) y el trascendental (propio de la Filosofía), y también entiende el significado de la materialidad trascendental (M) señalada por el materialismo filosófico como límite regresivo, no como el noumeno kantiano o el retorno a la Ontología de Cristian Wolff que autores como Quintín Racionero han fabulado: «La confrontación de las categorías y de las ideas conducía por regressus o ascenso dialéctico a una idea límite, la «materialidad trascendental», un concepto clave del materialismo filosófico. Se trataba de una idea de materialidad puramente negativa, indeterminada e infinita, que tenía una función antimetafisica, a saber, la de negar cualquier intento de entender el mundo como una unidad o un todo, de reducirlo a un principio explicativo» (págs. 77-78).

Sin embargo, tras esta interesante exposición, Gabriel Plata Parga cambia de epígrafe, y en el titulado Repliegue forzoso y segunda navegación, el autor afirma que «Tras Idea de ciencia (...) pasaron casi diez años hasta la aparición del siguiente libro de Bueno. En estos años se frustraron las expectativas políticas expresadas en los Ensayos materialistas, Bueno adoptó un forzoso "repliegue estratégico" y emprendió un "giro" hacia nuevos campos teóricos que expandiría su sistema materialista por la religión, la ética y la política» (págs. 83-84). Pero esta interpretación del autor sólo merece el calificativo de gratuita, gratuidad que no es original suya sino inspirada en la interpretación realizada por Alberto Hidalgo acerca de una «segunda navegación» en el materialismo filosófico, que Plata Parga cita explícitamente. Pese a todo, no deja de ser curioso que la reconstrucción biográfica del entorno de Gustavo Bueno sea tan prolija en citas literales y todo tipo de referencias, pero para sostener la tesis de una «segunda navegación», su referencia fundamental apenas sea citada sumariamente a pié de página.

Para entender esta supuesta «segunda navegación», hay que remontarse al origen de esta expresión, tan desgraciadamente habitual como desenfocada, que Alberto Hidalgo señala ya en 1989, al jubilarse Gustavo Bueno. Hidalgo afirma, en el homenaje realizado a Bueno por la Universidad de Oviedo, que la publicación de El animal divino en 1985 y las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión (1989) es producto de una «segunda navegación» sobre un tema, la Filosofía de la Religión, que Bueno había tratado ya en su tesis doctoral de 1948:

«Cuando Gustavo Bueno apuesta por la filosofía mundana, lo hace si mengua de rigor crítico. No pretende "bajar la filosofía de los cielos", como Sócrates, ni tampoco elevar místicamente los espíritus de los hombres, hasta los cielos mediante una suerte de levitación agustiniana, sino bajar los mismos cielos y los éxtasis neoplatónicos hasta el rasero de la crítica filosófica, firmemente asentada en la materia nutricia de la que toma sus energías. Se entiende ahora por qué Gustavo Bueno ha decidido regresar en «segunda navegación» a un problema que desde el principio se había planteado.» (Alberto Hidalgo Tuñón, «La segunda navegación de Gustavo Bueno», en Homenaje al Profesor Gustavo Bueno. Gráficas Baraza, Oviedo 1990, pág. 51.).

Pero esa supuesta «segunda navegación» desde una perspectiva más «mundana» (distinción que, por otro lado, es una completa desvirtuación de la distinción entre filosofía mundana y filosofía académica que plantea el materialismo filosófico, como hemos señalado en otro lugar) no se justifica en absoluto en la década que Gustavo Bueno dejó transcurrir sin publicar más libros. Sobre todo, porque los índices de la revista El Basilisco demuestran una febril actividad de Bueno, con trabajos de suma importancia que después se plasmarían en varios libros –por ejemplo, «Cultura», publicado en el número 4 de El Basilisco en 1978, germen de El mito de la cultura (1996)–, especialmente el texto «Sobre el concepto de "espacio antropológico"» –publicado en El Basilisco, 5 (1978)–, artículo básico para poder escribir El animal divino y sostener la tesis de una filosofía de la religión cuyo núcleo se encuentra en las relaciones antropológicas angulares, de los hombres con los animales.

Sin embargo, la tesis de Hidalgo, tristemente asumida por Plata Parga, tiene unas raíces socialdemócratas en las que se basa la ideología del actual régimen de 1978, que le sirven para considerar a Bueno una suerte de resistente antifranquista que se habría «autoexiliado» en una capital de provincias, Oviedo, para poder alejarse del malvado influjo del régimen franquista:

«Gustavo Bueno, riojano de nacimiento, ha desarrollado esta inmensa tarea intelectual desde su «retiro ovetense», una suerte de autoexilio interior conscientemente elegido y tan orgullosamente subrayado que su filosofía lleva ya, tanto para sus críticos como para sus admiradores, una indeleble marca de « asturianía». [...] Aquí se atrincheró Gustavo Bueno a principios de la década de los sesenta frente a los centros de poder y decisión del establishment franquista; aquí se distanció del «oficio» filosófico oficialista; desde aquí practicó una crítica implacable, llevó a cabo encedidas polémicas «mundanas» y resonantes enfrentamientos testimoniales que le granjearon fama de iconoclasta y enemigos sin cuento, pero también popularidad e influencia en amplios sectores de la población; [...]»(Alberto Hidalgo Tuñón, «La segunda navegación de Gustavo Bueno», en Homenaje al Profesor Gustavo Bueno. Baraza, Oviedo 1990, págs. 52-53).

También lo señala el autor cuando afirma que Bueno se atrincheró en una ciudad de provincias contra el franquismo: «Bueno producía la impresión de un gigante encerrado en límites angostos: una universidad de provincias, una prensa local, una transición política que dejó en seco sus expectativas político-culturales, una sociedad hedonista que no oía sus austeras apelaciones materialistas, una nación filosófica y científicamente modesta, que daba pobre resonancia a su esfuerzo...» (pág. 77).

Pero la elección de Oviedo, según el propio Gustavo Bueno ha señalado en varias ocasiones, no fue para «autoexiliarse» respecto a un régimen opresivo ni nada parecido, sino por dos motivos fundamentales, cuya trascendencia en la Historia Universal es difícilmente apreciable para quien se encuentra imbuido en la ideología oscurantista y viscosa de la socialdemocracia y participa en el fondo de la Leyenda Negra: el Padre Feijoo, fundador del ensayo filosófico en lengua española con su Teatro Crítico Universal, escrito íntegramente en Oviedo, y la Revolución de Octubre de 1934, que también en Oviedo dejó sentir sus más devastadores efectos. Revolución hoy interpretada desde la historiografía adicta al régimen democrático de 1978 como «reacción defensiva contra el fascismo» y no como revolución bolchevique desde la perspectiva del PCE años atrás.

No obstante, Plata Parga formula una conclusión que demuestra su conocimiento del materialismo filosófico fundado por Gustavo Bueno con detalle, manteniendo un juicio ciertamente elogioso sobre tal filosofía:

«Gustavo Bueno intentó decir cómo son las cosas, y no invitaba al escepticismo ni al subjetivismo Al hacerlo así, contradecía un principio intocable del mundo moderno –la autodeterminación del individuo, la soberanía del yo–. Por eso, pese a haber sido un intelectual comprometido y compañero de viaje del PCE en el tardofranquismo, no fue nunca un representante «normal» de la izquierda progresista y no conoció el halago de sus medios. También por eso, el materialismo filosófico constituyó una verdadera respuesta a la desorientación actual. El desarrollo, sistemático o polémico, de la obra de Gustavo Bueno representa un legado filosófico con pocos equivalentes en la España de nuestro tiempo» (pág. 101).

Curiosamente, cuando el autor reconstruyó los primeros años de desarrollo del materialismo filosófico, afirmó que el socialismo que postulaba Bueno en Ensayos materialistas era un socialismo cercano al soviético («Estos ensueños apuntaban a un régimen autoritario, de socialismo autoritario o comunismo», afirma en la pág. 82), cuando en realidad ese socialismo es lo mismo que el propio autor resume como conclusión general de la doctrina del materialismo filosófico: socialismo como relaciones sociales, como negación del Yo absoluto, del yo hedonista de la democracia de mercado y también del armonismo socialdemócrata imperante:

«Y por ello mismo, el Socialismo no constituye la cancelación de la Filosofía, sino precisamente su verdadero principio. En tanto la dialéctica de la razón debe siempre pasar –regressus y progressus– por el episodio del Ego corpóreo (como sujeto de responsabilidad), será siempre necesaria la disciplina filosófica como instrumento mismo de la moral socialista. Porque la disciplina filosófica asume ahora como tarea específica (pedagógica, terapéutica, "pastoral" –y, vista desde fuera, "propagandística") la colaboración al proceso de eliminación de las representaciones inadecuadas del Ego (infantiles, pero también gnósticas, o capitalistas-residuales, competitivas), no ya en el sentido de su adormecimiento (propio, p. ej., de la mentalidad del "consumidor satisfecho" del socialismo del bienestar), sino en el sentido de la instauración de juicio personal crítico, sin el cual es absolutamente imposible una sociedad democrática» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 197).

La misma tesis de 1972 es defendida aún hoy –como en el artículo «Notas sobre la socialización y el socialismo», El Catoblepas 54 (agosto 2006)–, por encima de cualquier consideración extemporánea de una presunta «segunda navegación» que habría modificado el rumbo previo.

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Como conclusión general de su libro, Gabriel Plata Parga señala que la transición a la democracia habría trastocado los proyectos revolucionarios, pero los de fondo individualista y libertario mantendrían plena su vigencia:

«Con el establecimiento de la democracia, los proyectos revolucionarios marxistas de matices diversos perdieron el horizonte de futuro. En cambio, los planteamientos de fondo libertario (e indirectamente, las visiones críticas inconformistas) encontraron una nueva utilidad como presupuesto de una ética individualista, bien amalgamada con el hedonismo de la sociedad de consumo y con las opciones culturales de la izquierda posmarxista. Enseguida se hicieron patentes algunos efectos anómicos y desorientadores de este ambiente cultural» (pág. 217)

Así, según el autor, «Gustavo Bueno especulaba en los 70 sobre una revolución y un Estado socialistas que propiciarían la "reforma del entendimiento", y gracias a los cuales el materialismo filosófico se alzaría como poder espiritual. Manuel Sacristán dio vueltas en torno a una posible dialéctica racional y veraz que permitiese acceder a la comprensión de las sociedades concretas y despejar la vía de la praxis revolucionaria; al mismo tiempo, sufría un desgaste de convicciones que acabó por alejarlo del PCE hacia 1970» (pág. 218). Posición un tanto desvirtuada, heredera de los capítulos anteriores, pues el socialismo del que hablaba Gustavo Bueno en 1972 no era el «socialismo realmente existente» representado por el PCE en España (como sería la referencia para Manuel Sacristán), sino un fundamento propio de toda sociedad; lo contrario del socialismo es el solipsismo, el subjetivismo, como ya hemos señalado.

Por otro lado, también estaban posiciones de corte romántico y subjetivista, como las de Trías y Savater: «Eugenio Trías encarnó la vertiente romántica, rebelde y anarquizante de la cultura izquierdista en el seno de la gauche divine de la Barcelona de fines de los 60.Y Fernando Savater, desde un fondo de azar y escepticismo, proclamó el rechazo del Estado, de la necesidad y la ley, y la emancipación de la voluntad y la fuerza propia de cada uno como único fundamento admisible de una futura comunidad impecable» (pag. 218).

Sin embargo, con el final del franquismo y el advenimiento de la democracia se produjo «un rápido y profundo cambio sociológico del que surgió una sociedad regida por valores igualitarios e individualistas, centrada en el yo y sus opciones como fuente exclusiva de la moralidad, y con una decidida orientación hedonista o consumista, todo lo cual se hizo sentir de manera acentuada entre los jóvenes. [...] Esta sociedad constituyó el medio que condicionó la suerte de los proyectos de los intelectuales. Los proyectos revolucionarios de signo marxista o anarquista quedaron en vía muerta. Fue el caso del marxismo de Tierno Galván, o del Estado socialista apoyado en el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Tierno renunció a desafiar a Felipe González por el control del PSOE en 1979 –cuando el Partido abandonó el marxismo–; Bueno emprendió, tras un repliegue forzoso, una segunda y fructífera navegación filosófica. La crisis de convicciones de Manuel Sacristán obedeció a razones más complejas que el resultado de la Transición española –la historia de desengaños de la tradición comunista–; pero la raíz moral y revolucionaria de su marxismo reverdeció en el movimiento antiglobalizador como una todavía incierta corriente antisistema» (págs. 218-219).

Por el contrario, «Savater, inicialmente desencantado por la democracia, rectificó paulatinamente sus posiciones y se convirtió en el pensador más influyente y representativo de la órbita política y mediática de la socialdemocracia, y aun de toda la sociedad española. Una sociedad democrático-individualista-consumista suma, a la soberanía política del ciudadano, la soberanía ética del individuo y la económica del consumidor; y resulta alérgica a cualquier formulación ética que cuestione o encierre entre marcos objetivos la autodeterminación moral del individuo». De ahí que «La falta de sintonía del materialismo filosófico con los principios individualistas, de raíces románticas, de la sociedad actual, explica la marginalidad de Gustavo Bueno en el campo de la izquierda durante la democracia, su alejamiento del PSOE, de los Gobiernos socialistas y de los medios de prensa en los que se fraguan los proyectos culturales afines a la socialdemocracia, especialmente El País.» (pág. 219).

Es interesante, no obstante, que el autor no se crea del todo la ideología del régimen de 1978 que afirma la ruptura con el franquismo, sino que «Sin duda, los esfuerzos y sacrificios de la oposición –incluida la oposición intelectual– confluyeron en la democracia consagrada por la Constitución de 1978; pero considerados en su momento y sin introducir en el análisis lo que sería un resultado posterior, se puede observar que podían apuntar y empujar en otras direcciones» (pág. 220). Esas direcciones serían, a juicio del autor, la revolución marxista en Sacristán, una «revolución socialista, requisito del reconocimiento social de la verdad materialista» (pág. 220) en Gustavo Bueno (afirmación deudora de las erradas premisas anteriores), «el carnaval y la rebeldía» (pág. 221) en Eugenio Trías y «la anarquía» (pág. 221) en Fernando Savater. A juicio del autor, la democracia liberal no aparecía en el horizonte de ninguno de los citados autores.

A su juicio, el antecedente de la actual democracia, como también ha señalado (aunque en otro sentido diferente) Gustavo Bueno en varias obras suyas (la más reciente, El fundamentalismo democrático), proviene de una situación en que las clases obreras y medias habrían abandonado las ideas revolucionarias y habrían apostado por posiciones más moderadas. «Por otra parte, existía una larga historia, que se remontaba a la primera posguerra, de contactos, negociaciones y pactos entre disidentes del régimen y representantes de las fuerzas derrotadas en la guerra civil, que sirvieron hasta cierto punto de guión de los pasos que se dieron entre 1975 y 1978. Hay que destacar el papel de las corrientes reformistas del régimen franquista, así como el espíritu de moderación y compromiso de los dirigentes políticos de la izquierda» (pág. 221).

Pero con este juicio, con el que ya decimos que concidimos en parte, se deja caer el peso en un análisis de corte sociológico, donde los autores actuales, tales como Arangúren, Trías o Savater (aquí no aparece, curiosamente, la «segunda navegación» de Gustavo Bueno) serían meros transmisores de los intereses de empresas audiovisuales multimedia págs. 222-223), con lo que el horizonte de las doctrinas filosóficas queda reducido a mera expresión de distintos grupos empresariales o partidos políticos, especialmente el PSOE como bloque de poder del régimen de 1978. Una conclusión por otro lado lógica, una vez que se usó el difuso término «intelectual» para encasillar en él a autores y obras tan dispares como las de Agustín García Calvo, Eugenio Trías, Fernando Savater, José Luis López Arangúren, Manuel Sacristán, Gustavo Bueno, Enrique Tierno Galván o Rafael Sánchez Ferlosio. El análisis filosófico desaparece en pos de mantener un reduccionismo de corte sociológico.

Termina el libro de Gabriel Plata Parga con una recopilación bibliográfica clasificada por autores, donde salvando una reedición de las Obras Completas de Enrique Tierno Galván, las fechas no avanzan más allá del año 2005, completada con una bibliografía más general sobre la época historiada en esta obra.

 

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