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El Catoblepas, número 107, enero 2011
  El Catoblepasnúmero 107 • enero 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

Don Quijote como Caballero de la Fe

José Antonio López Calle

Tercera parte del estudio sobre la interpretación de Unamuno del Quijote como evangelio del Cristo español. Las interpretaciones religiosas del Quijote (7)

Salvador Núñez-Ureta Medina, Cristo y Don Quijote (esbozo)

Pero antes de ocuparnos del comentario unamuniano de los principales hechos de la biografía de don Quijote como figura de la de Cristo, es menester examinar el retrato que nos ofrece, desde la primera página, de aquél como «Caballero de la Fe», pues se trata de una idea clave para entender la dimensión religiosa esencial que desde el principio se atribuye a don Quijote y a su mensaje. Desde esta perspectiva, el Quijote se nos presenta como la historia trágica de un Caballero de la Fe, esto es, de alguien al que se le ha encomendado una misión que sólo Dios y él mismo conocen y que en la más completa soledad lucha por mantener su noble ideal contra toda duda hasta que, al cabo de un largo proceso de decepciones, abjura de su misión e ideal en su lecho de muerte. Aunque esto, como veremos, no será el final. Pero, por de pronto, lo que queremos resaltar es esta idea de don Quijote como Caballero de la Fe, una idea inspirada en la doctrina de Kierkegaard sobre la religión, cuyo centro lo ocupa lo que él precisamente llamaba «el caballero de la fe».

Kierkegaard había colocado el estadio religioso en la cúspide de la existencia humana, por encima del estadio estético y el ético, que estudió en su O lo uno o lo otro (1843). Las limitaciones de las formas estética y ética de la existencia humana desembocaban finalmente en la forma religiosa de la existencia humana como su expresión más auténtica y más heroica. Unamuno, al identificar a don Quijote como Caballero de la Fe a la manera de Kierkegaard, lo está situando también en el plano más elevado de existencia humana, lo que entraña concebirlo preeminentemente como un héroe religioso antes que como un héroe ético o moral. Si personajes como Sócrates o Antígona representan el heroísmo característico de la existencia ética o moral, en tanto se sacrifican a sí mismos en aras de la ley universal, el personaje que, según el pensador danés, mejor representa el heroísmo característico de la existencia religiosa no es curiosamente Cristo, a quien quizá deja aparte por su naturaleza divina, sino Abraham, quien, llegado el caso, en nombre de su fe en Dios, afirma el principio religioso contra la validez universal de la ley ética o moral.

En Temor y temblor (1843) el pensador danés analizó la oposición entre la vida ética y la religiosa, entre las cuales crea un abismo mayor que el que hay entre la existencia estética, simbolizada por don Juan, y la ética. En esta obra erige a la figura de Abraham en el símbolo perfecto del caballero de la fe pues nada representa mejor el carácter del caballero de la fe y la diferencia entre la existencia ética y la religiosa que la disposición voluntaria del patriarca bíblico a sacrificar a su hijo Isaac por mandato divino. Contrariamente al héroe ético, Abraham, como caballero heroico de la fe, no se sacrifica por la ley universal, sino que está dispuesto a vulnerarla por causa de una orden divina, pero, en un plano estrictamente religioso, no actúa, sin embargo, mal, porque dios protege al caballero de la fe con lo que Kierkegaad llama la «suspensión teológica de la moral», esto es, se anula la vigencia de la ley moral a expensas de la afirmación del principio religioso.

Desde el punto de vista ético, el sacrificio de su hijo Isaac es el acto de un hombre, criminal o loco, que estuvo a punto de matar a su hijo. Pero desde el punto de vista religioso, no es el acto de un criminal o un loco, porque Dios ha suspendido para él, teológicamente, la vigencia de la moral, lo que convierte su acción en una excepción justificada. Pero esto no lo saben los demás; sólo pueden saberlo Abraham y Dios, pues nadie más que éste ha oído la voz de Dios encomendándole una misión singular, que exige y justifica la suspensión de la ética. El caballero de la fe es un «único», que mantiene una relación absolutamente privada con Dios y durante esta relación se produce la suspensión teológica de la moral. El hombre sólo por la fuerza de su fe y por la angustiosa incertidumbre con que ésta se experimenta puede saber que es una excepción justificada, que es un elegido al que Dios ha confiado a solas una tarea excepcional, que exige y justifica la mentada suspensión teológica de la moral.

Pues bien, Unamuno aplica toda esta doctrina irracionalista sobre el caballero de la fe a don Quijote. Kierkegaard no ha dejado interpretación alguna sobre don Quijote, aunque sí se refirió en sus Diarios a Cristo como alguien que sería percibido como alguien semejante a don Quijote, como una figura cómica en un tiempo como el actual, en el que la mentalidad secular ha impregnado todo y el genuino espíritu cristiano ha desaparecido. La estrategia de Unamuno es justo la contraria: no es que Cristo sea como don Quijote, sino don Quijote como Cristo, cuya locura es pareja de la locura de la cruz. Pero el Cristo español, a través de la doctrina kierkegaardiana del caballero de la fe, queda retratado a su vez como un héroe religioso similar a Abrahám. Y esa misma doctrina le va a permitir a Unamuno además presentar la locura de don Quijote como una forma heroica de existencia religiosa en conflicto con los otros, que son todos los demás personajes de la novela, con la excepción de Sancho, el único que llega a entender la genuina naturaleza religiosa de la locura de su amo.

Don Quijote es un auténtico héroe de la fe que a Unamuno le recuerda a Abraham, prototipo de héroe de la fe, en el monte Moria, porque como éste ha escuchado en su interior la voz de Dios y ello ha transformado su vida, de forma que toda su historia posterior, su misión caballeresca, sus aventuras, sólo cabe entenderlas como respuesta a esa llamada divina. A partir de esta llamada don Quijote es un caballero heroico de la fe, cuya fe loca en la caballería andante y su no menos loco proyecto de resucitarla convirtiéndose él mismo en caballero andante son tanto más auténticos y valiosos cuanto más locos aparecen ante los ojos de los demás. En ningún momento don Quijote es más caballero de la fe, más loco sublime, más él mismo y más único que cuando más loco parece a la vista de los demás y en la medida que así es, esto es, que aparece más loco ante los demás, más cerca está de Dios ese loco único. Es más, cuanto más hostiles sean los otros con el heroico loco singular, cuanto más lo desprecien, lo ridiculicen y sea para ellos, para los «hidalgos de la razón», objeto de mofa y befa, más héroe de la fe es don Quijote. La hostilidad, burlas e incomprensión de los hidalgos de la razón, exponentes de la tiranía del sentido común, no hacen sino confirmar a don Quijote como héroe de la fe ante Dios, cuyo heroísmo disminuiría en la misma medida en que cediese ante las presiones de los curas, barberos, amas, sobrinas, Duques y bachilleres, hasta el punto de perder su identidad de héroe de la fe, un don de Dios, y pasar a ingresar las huestes de los hidalgos de la razón y tiranos del sentido común, de aquellos a quienes Dios no se ha dignado comunicarles que don Quijote es un héroe, portador de una misión, a quien Dios ha singularizado de este modo.

Cabe preguntarse dónde Unamuno ha podido ver semejante visión de don Quijote como un caballero heroico de la fe a la manera de Abraham, una visión directamente calcada de las enseñanzas del pensador danés, al que Unamuno consideraba su alma gemela. El pasaje crucial se encuentra en la plática entre don Quijote, caído al suelo luego de la aventura de los mercaderes, y Pedro Alonso, el labrador vecino suyo, que le reconoció y lo socorrió llevándolo a su casa. En un momento de esa plática don Quijote pronuncia la frase: «¡Yo sé quién soy!», que Unamuno tiene por una sentencia muy preñada de sustancia, tan preñada de sustancia, y de sustancia religiosa, que en ella encuentra la llave maestra para descifrar el sentido del Quijote o, lo que viene a ser lo mismo para él, de la figura de don Quijote y esa llave maestra no es otra que, en justa aplicación al caso de las ideas de Kierkegaard arriba expuestas, en la identificación de don Quijote con una figura heroica dotada de un profundo significado religioso, ya que ahí se nos revela como un caballero de la fe a la manera de Abraham con todas las consecuencias que ello entraña. Vale la pena citar en extenso el comentario de Unamuno a la mentada sentencia preñada de sustancia para que el lector compruebe por sí mismo hasta qué punto está inspirado en las doctrinas de Kierkegaard:

«Sí, el sabe quién es y no lo saben ni pueden saberlo los piadosos Pedros Alonsos. ‘!Yo sé quién soy ¡’– dice el héroe, porque su heroísmo le hace conocerse a sí propio. Puede el héroe decir: ‘yo sé quién soy’ y en esto estriba su fuerza y su desgracia a la vez. Su fuerza, porque como sabe quién es, no tiene por qué temer a nadie, sino a Dios, que le hizo ser quien es; y su desgracia, porque sólo él sabe, aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce, por un loco.
Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que sólo es sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella: la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios, que dice: ‘tienes que hacer esto’, mientras no les dice a los demás: ‘este mi hijo que aquí veis tiene esto que hacer’. Cosa terrible haber oído: ‘haz eso; haz eso que tus hermanos, juzgando por la ley general que os rige, estimarán desvarío o quebrantamiento de la ley misma; hazlo, porque la ley suprema soy Yo, que te le ordeno». Y como el héroe es el único que lo oye y lo sabe, como la obediencia a ese mandato y la fe en él es lo que le hace, siendo por ello héroe, ser quien es, puede muy bien decir: ‘yo sé quién soy, y mi Dios y yo sólo lo sabemos y no lo saben los demás’. Entre mi Dios y yo –puede añadir– no hay ley medianera; nos entendemos directa y personalmente, y por eso sé quién soy. ¿No recordáis al héroe de la fe, a Abraham, en el monte Moria?». Vida de Don Quijote y Sancho, págs. 188-9.

Pero la sustancia religiosa de que está preñada la sentencia de don Quijote, el alfa y la omega del comentario de Unamuno, no se reduce a revelarnos el perfil del héroe manchego como un «Caballero de la Fe», expresión que a Unamuno le gusta mayusculizar. Aún hay más sustancia religiosa que ordeñar. La sentencia de don Quijote es también la expresión de su misión en la tierra y la formulación, para quien tenga ojos para verlo, del mensaje fundamental del evangelio del Caballero de la Fe. Y lo que Unamuno ve es que decir: «Yo sé quién soy» equivale a decir que don Quijote, a diferencia del hombre común, no se conforma con ser un existente caduco y perecedero, sino con ser lo que quiere ser y lo que quiere ser es ser por siempre. Se nos retrata así, pues, a un don Quijote dotado de un poderoso impulso querencioso de eternidad que se nutre de una intensa nostalgia de su hogar divino. Don Quijote es, pues, un Caballero de la Fe cuya misión divina en el mundo consiste en encarnar en su vida el ansia de eternidad, en proclamar el evangelio de la inmortalidad personal y en estimular en los demás su propia ansia de perpetuación. Esta voluntad de inmortalidad es un deseo de que el carácter único y absoluto del yo se vea reconocido eternamente, pues sólo la eternidad del yo puede garantizar verdaderamente su unicidad y absolutez. De ahí que Unamuno considere las palabras «No hay otro yo en el mundo» que don Quijote pronuncia en una plática con Alitisidora, poco después de su fingida resurrección, una sentencia melliza de la anterior de «Yo sé quién soy», que inmediatamente se apresura a interpretar como una apología de la unicidad y absolutismo del yo, que, para serlo realmente, tiene éste que ser inmortal (véanse, op. cit., págs. 498-9). Ambas sentencias contienen, pues, de forma comprimida el mensaje esencial del evangelio del cristianismo quijotista.

Complementario del comentario unamuniano de las precedentes sentencias es su comentario de la aventura de los mercaderes, en la cual se reafirma la dimensión esencialmente religiosa de la tarea de don Quijote, aunque sin entrar en el contenido concreto de ésta, que queda, sin embargo, vagamente sugerido. Lo esencial en la que pondera como una de las más quijotescas aventuras de don Quijote es, de un lado, la exaltación del ministerio religioso de don Quijote y, de otro lado, su exaltación como Caballero de la Fe. El comentarista está especialmente interesado en resaltar la primacía de la misión religiosa del caballero manchego sobre su misión ética o moral de socorrer a los menesterosos. Ello le mueve a censurar a quienes alaban el intento del caballero de amparar a los menesterosos y de querer hacer pagar a Juan Haldudo el Rico en la aventura del desvalido Andrés, azotado por su amo, pero no ven sino mera locura en la pretensión del caballero de que los mercaderes confiesen, sin haberla visto nunca, la sin par hermosura de Dulcinea del Toboso. En cambio, para Unamuno la aventura de los mercaderes es justamente una de las más quijotescas precisamente porque éste no se dispone a pelear por favorecer a los desvalidos, ni por enderezar entuertos, ni por reparar injusticias, sino a combatir por la conquista del reino espiritual de la fe, que Dulcinea simboliza, y por la redención de los que niegan su existencia: «Quería hacer confesar a aquellos hombres, cuyos corazones amonedados sólo veían el reino material de las riquezas, que hay un reino espiritual, y redimirlos así, a pesar de ellos mismos» (op. cit., pág. 183).

Pero sobre todo en esta aventura don Quijote se revela como un admirable Caballero de la Fe, no sólo porque pretende redimir a los que se niegan a admitir el reino espiritual de la fe en la inmortalidad, que Dulcinea representa, sino porque la fe de la que don Quijote es su heraldo es la fe sublime sin pruebas. Para Unamuno cuanto mayor es el irracionalismo de don Quijote y de su evangelio más se engrandece éste como Caballero de la Fe y más se eleva como héroe redentor. Don Quijote queda retratado como un fideísta para quien la exigencia de pruebas de la existencia del reino espiritual de la fe en la inmortalidad es un pecado de la mayor soberbia, de la que acusa a los mercaderes («Gente descomunal y soberbia») por rehusar confesar la hermosura de Dulcinea si antes no la ven o, al menos, no ven un retrato suyo. Pero para don Quijote, como para el catecismo en que debió de educarse, fe es creer lo que no vimos y, de acuerdo con esto, recrimina a los mercaderes por negarse a confesar la hermosura de Dulcinea sin antes haberla visto con unas palabras que a punto están de provocar en un Unamuno un estado de éxtasis:» Si os la mostrara, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender». Unamuno, siempre dispuesto a señalar paralelos evangélicos, equipara la actitud de los mercaderes de pedir un retrato de aquella señora con los judíos que pedían al Señor señales.

La aventura de los mercaderes termina con don Quijote por los suelos. Es su primera caída. Pero su derrota, en realidad, es una victoria. Y así interpretará las demás presuntas derrotas del caballero. En la exégesis de Unamuno pocas cosas son lo que parecen ser en el Quijote: ya hemos visto que la locura de don Quijote, en el fondo, no es locura, incluso los verdaderos locos son lo «hidalgos de la Razón», que parecen los verdaderos cuerdos. Igual que, según san Pablo, el mensaje cristiano es necedad para los gentiles, pero la suprema sabiduría para el cristiano, para Unamuno el mensaje de don Quijote es necedad y locura para los cuerdos hidalgos de la Razón, pero la verdadera sabiduría para los adeptos o fieles del Caballero de la Fe o de la Locura, entre los que él mismo gustosamente se incluye. Unamuno se quejaba, no obstante, de la acusación de sus coetáneos de abusar de las paradojas. Pues bien, a la precedente paradoja hay que añadir ésta nueva: en la alquitara de don Quijote o de Unamuno, que tanto da, las derrotas se trasmutan en victorias. Naturalmente, como en la tradición romántica, esto sucede en el terreno alegórico y espiritual; en este terreno, las derrotas del Caballero de la Fe o de la Locura se trasmutan en triunfos, al igual que la derrota de Cristo en la cruz se transformó en gloriosa victoria.

A partir de aquí, esta línea de exaltación del irracionalismo del evangelio de don Quijote será una de las constantes del comentario unamuniano, una línea que, como le objetara Ortega, conduce a presentar a don Quijote como un profeta de una existencia absurda. Hay dos lugares donde esta línea hermenéutica del más exaltado irracionalismo llega hasta el paroxismo. En primer lugar, en el comentario de la penitencia del Caballero de la Fe en Sierra Morena. Aquí Unamuno nos exhorta a seguir el ejemplo del heroico loco desatinando como él y rebelándonos contra la lógica, denigrada como «durísima tirana del espíritu». Es un llamamiento a desatinar, pero no con motivo y en seco, sino sin motivo y en mojado, «henchidos de fe en lo absurdo» de acuerdo con otra «preñadísima sentencia» de don Quijote que dice: «Ahí está el punto, y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?» Estamos ante una apología del irracionalismo más extremo, pero cifra de la genuina sabiduría, frente a lo que denosta como «peste del sentido común», que nos ahoga y de la que la verdadera locura nos ha de curar.

En segundo lugar, en el comentario sobre el pleito del yelmo, en que don Quijote proclama que la bacía del barbero es, en realidad, el yelmo de Mambrino. En esta proclamación en voz alta por el Caballero de la Locura ve Unamuno la expresión de una «fe sublime». Cuanto mayor es la locura del caballero mayor es la sublimidad de su fe. Y de su comportamiento en el pleito extrae toda una doctrina estrafalaria de la fe, con la que compite en disparatar tanto como el propio don Quijote cuando se le ofrece la ocasión. De la proclamación y comportamiento de don Quijote infiere Unamuno que la fe es asunto de la voluntad y crea la verdad y, por tanto, la realidad. Es la voluntad y no la inteligencia la que impone las cosas creídas, que son tanto más verdaderas cuanto más creídas. La verdad es cuestión de fe y además de defender la fe con valor. Así la declaración de don Quijote de que la bacía del barbero es yelmo es verdadera por el mero hecho de que don Quijote así lo cree y lo defiende con su propia vida con valor. De acuerdo con esto, las religiones y todas las verdades tienen su origen, nos dice, en una voluntad de fe de este género. Una vez más, Unamuno se identifica plenamente con la perspectiva de don Quijote y con la propia vida de éste, hasta el punto de que el pensamiento y obras del caballero, por más enloquecidos que sean, se convierten en doctrina y modelo de actuación para el propio exegeta.

Una de las consecuencias de esta doctrina de la fe es que tiende a convertir a don Quijote en un iluminado. El propio Unamuno es consciente de ello. En un pasaje posterior a la cita precedente en la que nos ofrecía su exégesis de la sentencia «Yo sé quién soy» como expresión de que don Quijote es ante todo una caballero de la fe a la manera de Kierkegaard, se anticipa a la objeción de que, si el héroe es alguien que cree haber oído una voz interior y que vive solo en medio de los hombres, cualquiera podría alegar caprichosamente haber tenido semejante revelación interior y de sentirse héroe suscitado por Dios. Su respuesta es que no basta con decirlo y alegarlo, sino es menester además creerlo y estar dispuesto a mantenerlo con valor soportando resignadamente la adversidad de los demás o de la muchedumbre:

«No basta con exclamar ‘¡Yo sé quién soy!’, sino es menester saberlo, y pronto se ve el engaño del que lo dice y no lo sabe y acaso ni lo cree. Y si lo dice y lo cree, soportará resignadamente la adversidad de los prójimos que le juzgan con la ley general, y no con Dios». Vida de Don Quijote y Sancho, págs. 189-190.

Pero estas cautelas no son suficientes para resolver el problema. No sólo los iluminados, sino también los fanáticos, los obstinados y los locos creen lo que dicen y están dispuestos a mantenerlo valerosamente ante los demás. La idea de don Quijote como caballero heroico de la fe no difiere, pues, nada de lo que es un iluminado, un fanático, un obstinado o un loco en sentido literal.

En realidad, toda la construcción unamuniana de la figura de don Quijote como un caballero de la fe es una extravagancia que no resiste un mínimo análisis crítico. Unamuno es el primero en pretender descubrir un mensaje trascendente en el dicho de don Quijote «Yo sé quién soy», pero su exégesis de la que presenta como sentencia preñadísima de sustancia religiosa es un producto de una práctica hermenéutica calamitosa que combina la abstracción del contexto y la ocultación del texto subsiguiente a la luz del cual hay que interpretar el sentido de la frase de marras. Una vez insertada en su contexto y tenido en cuenta el texto completo del pasaje de que forma parte, toda la construcción unamuniana se deshace como un castillo en el aire. En cuanto al contexto, digamos que la sentencia tan preñada de sustancia es tan sólo la respuesta de don Quijote a su vecino Pedro Alonso, quien, habiendo visto desvariar a su convecino y sumido en un caos de identidades, pues unas veces cree ser Valdovinos, un caballero del ejército de Carlomagno, y otras el moro Abindarráez y al propio Pedro Alonso primero lo tiene por el marqués de Mantua y luego por Rodrigo de Narváez, tiene dudas de que su convecino sepa realmente quién es y decide recordarle su verdadera identidad diciéndole que él no es otro que «el honrado hidalgo del señor Quijana» (I, 5, 58). Don Quijote, molesto porque alguien le recuerde su identidad como si él la ignorase, contesta con una respuesta que no hace sino confirmar la grave y singular locura que padece y de la que la frase en cuestión es sólo el comienzo:

«Yo sé quién soy –respondió don Quijote–, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.» Ibid.

Pero realmente don Quijote no sabe quién es, pues él no se reconoce como el hidalgo señor Quijana ocupado en la administración de su hacienda, sino como don Quijote, un caballero andante capaz de superar las hazañas de los mejores caballeros de antaño. Ya en el curso de la plática mantenida con Pedro Alonso había dado muestras del alcance de una locura que le impide saber quién es y que le fuerza a creer ser quien no es, cuando, después de padecer los mentados desdoblamientos de personalidad, emerge de nuevo como don Quijote y se identifica a sí mismo como un caballero cuya dama es «la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo» (I, 5, 57). ¿Qué tiene que ver todo esto con la supuesta identificación de don Quijote como un caballero de la fe único y solo ante Dios y en medio de los hombres? Naturalmente, el sedicente caballero manchego se considera como alguien que está al servicio de Dios, como él mismo dice, como un ministro de Dios en la tierra y brazo ejecutor de su justicia. Pero esto nada tiene que ver con la doctrina unamuniana del caballero de la fe como un único y solitario ante Dios y en medio de los hombres, imbuido de una misión religiosa. Todos los caballeros andantes, de acuerdo con el código caballeresco, eran ministros de Dios. Por eso don Quijote afirma, no en términos personales refiriéndose sólo a sí mismo, sino en términos colectivos a todos los caballeros, «somos ministros de Dios en la tierra…». El caballero andante no es, pues, alguien singularizado ante Dios como un único y solitario. Por otro lado, la misión que se supone que Dios le encomienda no es de signo religioso como la del caballero de la fe unamuniano de actuar en el mundo como paladín agónico del afán de inmortalidad, sino una misión que tiene a la vez una dimensión ética, moral, militar y política, como ya en su momento explicamos en El Catoblepas de Mayo de 2008.

En realidad, don Quijote no sólo no es un caballero heroico de la fe ante Dios en el sentido unamuniano, sino que ni siquiera pretende serlo, sin perjuicio de su condición de cristiano católico. Su objetivo no es ser un héroe religioso unamuniano, un individuo único ante Dios ni un Cristo, sino un Amadís, su prototipo de caballero andante. Por la misma razón, el evangelio de don Quijote, en cuanto sedicente caballero andante, no es desde luego el de ser paladín del afán de inmortalidad, sino el evangelio de la caballería andante, el código caballeresco, impregnado, por lo demás, de las enseñanzas cristianas, lo que lleva a don Quijote a establecer analogías entre las órdenes religiosas y la orden de caballería, pero sin llegar a confundirlas.

Es más, la doctrina unamuniana sobre don Quijote como caballero de la fe, como un único ante Dios, dispuesto a sacrificar la ley universal en nombre de la fe en Dios, es incompatible con la pretensión de don Quijote de ser un héroe caballeresco, lo que exige la prevalencia de la ley. Hay unas normas éticas, morales, militares y políticas que el caballero andante debe cumplir para ser un héroe, que, como tal, ha de ser reconocido, contrariamente a la doctrina unamuniana del héroe de la fe reconocido por Dios, pero no por los demás, por los hombres, en primer lugar por sus pares caballeros y luego por el conjunto de la sociedad de que forma parte. La fama a que aspira el caballero andante no es, pues, un subproducto o indicio del afán de inmortalidad, sino que responde a la necesidad del reconocimiento de los demás de la excelencia de los hechos caballerescos llevados a cabo, y que no pueden ser tales si no son conformes con las normas caballerescas. Por eso en la vida de don Quijote, y de cualquier otro héroe caballeresco, no hay ni puede haber una historia semejante a la del sacrificio de Abraham de su hijo Isaac. Incluso cuando don Quijote actúa más enloquecidamente no actúa a la manera de Abraham, sino como lo haría un caballero andante para quien ninguna acción podría ser reconocida como heroica ni por sus pares si no se ejecutase en conformidad con las reglas caballerescas. Eso explica el celo permanente de don Quijote por respetar el código de la caballería. Un ejemplo interesante de actuación suya extremamente enloquecida en nombre de la ley universal es la de su liberación de los galeotes. Incluso a pesar de su locura, don Quijote se atiene a la ley para liberarlos, otra cosa es que debido a su demencia la aplique falazmente, pero él mismo, ante el cuestionamiento por Sancho de su actuación, se justifica alegando que los ha liberado en nombre de la ley de la libertad de todos los hombres en tanto hijos de Dios: «Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres», espeta el hidalgo (I, 22, 207). Así que ni siquiera por causa de su extravío obra don Quijote como un héroe de la fe al estilo de Abraham y si alguna vez lo hiciese sería excusable por su locura y no se podría, por tanto, utilizar como base para aproximar la figura de don Quijote a la de Abraham.

Por otro lado, sería mejor no intentar aproximar una figura a la otra, porque en la misma medida en que se interpreta a don Quijote como un héroe de la fe a la manera de Abraham don Quijote deja de ser imagen de Cristo. No cabe ser a la vez un caballero de la fe semejante a quien está dispuesto a sacrificar a su hijo por la fe en Dios y una imitación de Cristo, pues la ley es ley de Dios y él no ha venido a cambiar ni una tilde de la ley, sino a darle cumplimiento.

Otro tanto cabría decir del comentario unamuniano de las demás aventuras citadas que se presentan como la obra de don Quijote en tanto caballero de la fe. La aventura de los mercaderes ciertamente no es una en la que don Quijote actúe como paladín de los menesterosos o reparador de injusticias, pero tampoco como heraldo de un reino espiritual de la fe. Meramente se trata de una parodia de un género peculiar de desafío caballeresco, el de un paso de armas en que un caballero cierra el paso a otro u otros caballeros si no admite la superior belleza de su dama. Y no hay más que sacar. La penitencia de Sierra Morena es un producto de la extrema locura de don Quijote, pero es ridículo interpretarla como una apología de la rebelión contra la tiranía de la razón y del sentido común, cuando es justo todo lo contrario: en la medida que está construida como una parodia jocosa de la penitencia de Amadís lo que se trata es de hacernos reír con los estragos de la sinrazón y así quede restablecido el buen juicio. Por último, es un despropósito leer el pleito del yelmo como una apología de la fe sublime, cuando todo él está construido como una cómica diversión a costa del disparate de don Quijote de pretender que la bacía de un barbero es el yelmo de Mambrino. Para más detalles, remitimos a otros lugares en que hemos comentado esta aventura quijotesca. Y no hay más.

 

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