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El Catoblepas, número 107, enero 2011
  El Catoblepasnúmero 107 • enero 2011 • página 11
Artículos

La política de Balmes
(o Balmes frente a Donoso Cortés)

Pedro López Arriba

Intervención, en la conmemoración del bicentenario del nacimiento de Balmes, del Presidente de la Sección de Ciencias Jurídicas y Políticas del Ateneo de Madrid (29 de septiembre de 2010)

BalmesDonoso

Introducción

A menudo, los grandes son desconocidos o, peor aún, mal conocidos. Probablemente, Jaime Balmes haya sido en eso un caso paradigmático. El hombre que, desde sus humildes orígenes campesinos fue uno de los más brillantes polemistas de su tiempo, que presidió las sesiones del Ateneo de Madrid en 1846, que fue nombrado por unanimidad académico de la Española, y autor de una obra filosófica de gran interés, falleció de tuberculosis poco antes de cumplir los 38 años de edad, el 9 de julio de 1848. Muerto demasiado joven para la filosofía, nunca hubiera erigido su gloria, a diferencia de Donoso Cortés, sobre el dogmatismo o la intransigencia

Y a pocos autores les es de tan cabal aplicación el dicho de «líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos ya me guardo yo», como a Balmes. El pensamiento político de Balmes, de extrema originalidad cuando se formuló, fue sepultado por la catarata de etiquetas calificativas, si bien descalificadoras, con las que se lo quiso fijar a una tendencia política singular. La operación de convertir a Balmes uno de los autores más destacados del pensamiento tradicionalista español y de la escolástica del siglo XIX fue un gran fiasco, pese a que su notable éxito propagandístico haya perdurado, sobre todo, tras la exaltación de su figura efectuada en los primeros años del franquismo. El principal resultado de todo ello ha sido, lamentablemente, el haber sumido su obra en el desdén del olvido, al haberle fabricado una imagen oficial irreconocible cuando se leen sus textos.

El mérito inicial de esa tergiversación correspondió al joven Menéndez Pelayo que, en su tan célebre como entusiasta Historia de los Heterodoxos Españoles (1880), obra que escribió a los 27 años de edad, clasificó a Balmes entre los pensadores más destacados de la reacción tradicionalista española. Y no ha bastado con que, más tarde, al alcanzar madurez y perspectiva, variase el ilustre polígrafo, y muy considerablemente, sus juicios y opiniones, tanto sobre Balmes, como sobre otros muchos autores.

En concreto y sobre Balmes, con ocasión de la reedición, en 1910, de El Protestantismo comparado, con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, Menéndez Pelayo rectificaría esa calificación anterior de «restaurador de la tradición neo-escolástica y neo-tomista», destacando la modernidad del pensamiento balmesiano, así como su afinidad con las ideas de libertad y tolerancia, más bien propias del mejor liberalismo, que del tradicionalismo que le había imputado inicialmente.

Sin embargo, fue esa primera calificación dada la que ha perdurado y, siguiendo a Menéndez Pelayo, lo han catalogado como neotomista, neoescolástico, o tradicionalista, casi todos los que se han referido a Balmes con posterioridad. Una caracterización ésta en la que, por injusto que pueda parecer, han coincidido después con el joven Menéndez Pelayo pensadores muy dispares que, probablemente, opinan así porque nunca tuvieron un conocimiento suficiente de la obra balmesiana. El caso es que, puede que porque les pareciera demasiado elemental, o puede que por desinterés u otras razones, el calificativo ha venido siendo habitualmente bien aceptado, pese a la poca o ninguna realidad que contiene. Y Así, han coincidido en ese tipo de calificaciones, u otras, personajes tan dispares como Unamuno y Ortega y Gasset, o como Artola y Tuñón de Lara, entre otros muchos.

Sin embargo, algunos estudiosos del pensamiento español que sí lo han leído con cierto detalle, han expresado opiniones diferentes. Por ejemplo, José Luis Abellán en su Historia del Pensamiento Español, destaca la singularidad de la obra balmesiana, pese a que lo califique de «ecléctico», con cierta imprecisión no exenta de injusticia, ya que el «eclecticismo», y muy particularmente el eclecticismo político de los doctrinarios, fue uno de los grandes adversarios teóricos a los que combatió Balmes en su obra. Sólo Ferrater Mora, en su imprescindible Diccionario de Filosofía, efectúa un juicio conciso, pero mucho más aproximado a la realidad de la obra balmesiana, subrayando la gran originalidad de su pensamiento. Un juicio éste que es, desde luego, mucho más atinado en sus conceptuaciones.

La obra política de Balmes

La obra política de Balmes tiene dos aspectos claramente diferenciables, uno teórico y otro práctico, aunque ambos se encuentran muy imbricados entre si. No fue Balmes un político teórico meramente especulativo, fue también un ciudadano activo, que participó con la palabra, con el consejo y hasta con intervenciones directas, en los más complejos problemas políticos de la época, ejerciendo una gran influencia en la opinión pública. Sin ser nunca un hombre de partido, fue el portavoz de un grupo de hombres de bienintencionados que, aún viniendo de campos opuestos, buscaron con gran sentido práctico una fusión de derechos, una legalidad que, amparando a todos, hiciese imposible la renovación de la guerra civil carlista y fundase sólidamente la paz. La fórmula de Balmes, el matrimonio de Isabel II con el heredero carlista, el Conde de Montemolín, no triunfó por muchas razones, pero de la limpieza de sus motivos e intenciones nadie dudó. Como tampoco hubo dudas de la habilidad con que condujo aquella campaña, pese a su fracaso final.

En el ámbito de lo teórico, Balmes dejó tres textos políticos principales, que son el ensayo de 1840, titulado Consideraciones Políticas sobre la situación de España, las Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, también de ese año, y su última obra, Pío IX, escrita en 1848. Además, dejó también una ingente obra de periodismo político distribuida por multitud de medios de prensa de la época y, muy especialmente, de aquellos en los que él mismo participó dirigiéndolos o animándolos, como La Sociedad, El Pensamiento de la Nación, La Civilización, o El Conciliador, que serán estudiados en otra sesión de este Bicentenario.

Los fundamentos del pensamiento político de Balmes se han de buscar, además, en otras dos obras. Me refiero a El Protestantismo comparado, con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1841) y su Vindicación Personal (1846). De excepcional importancia es sobre todo la primera de ellas, probablemente la más importante de nuestro autor y la que más ha perdurado, en la que traza las bases de lo que podríamos considerar un pensamiento que tiende a aproximarse al liberalismo y a la democracia, al considerarlos también como realidades objetivas que en nada tiene por qué afectar a la religión, además de poseer ellas mismas imborrables raíces cristianas. Unas ideas que Balmes desarrollaría posteriormente en otras obras.

El adversario al que combatió Balmes en ese texto, y en general en toda su obra política, no lo fue tanto el liberalismo revolucionario, o el naciente socialismo. No, su principal adversario teórico-práctico fue la denominada escuela ecléctica y, en particular, su ex­presión teórica más concreta, el llamado doctrinarismo político, que cautivaba por entonces a las mentes más cultivadas del liberalismo español. El partido moderado, del cual fue Balmes juez, más o menos benévolo, pero nunca partícipe, ni tan siquiera aliado, había convertido en su teórico de cabecera a Guizot, el líder y teórico máximo de los doctrinarios franceses.

Fue Guizot un seco y honrado protestante francés, varias veces ministro con el rey Luis Felipe de Orleans (1830-1848), e historiador de las instituciones, aunque filósofo de la his­toria muy menor, por razón de su rígido y abstracto dogmatismo ecléctico que, aspirando a simpli­ficar los fenómenos sociales, le hizo ignorar muchos elementos básicos de la realidad en su obra la Historia General de la Civilización en Europa. Una obra que ha quedado sepultada en el olvido con todo merecimiento.

En toda la obra de Balmes, y muy especialmente en la relativa a los temas políticos, se aprecia una gran continuidad argumental, sin sobresaltos ni grandes cambios. Y junto a ella, una acusada orientación hacia el pragmatismo honrado del hombre de principios que, sin renunciar a sus convicciones, se plantea la necesidad de aceptar la realidad de las cosas para poder incidir sobre las mismas. Como afirmó en su obra Pío IX, en relación con las cada vez más intensas tendencias hacia la libertad política existentes en las sociedades europeas y americanas de la primera mitad del siglo XIX «no se trata de saber si hay en esto un bien o un mal, sino de saber lo que hay».

La coherencia balmesiana se armonizaría en esto también con la idea de «objetividad» que atraviesa la totalidad de su obra filosófica y, desde luego, todo su pensamiento político. Una coherencia que se hace tanto más apreciable al revisar los aciertos y errores de su actividad práctica, entre 1843 y 1848, en la política española.

Bases para una nueva política conforme al tiempo nuevo

En esto, como en todo, Balmes fue siempre fiel a sí mismo. El análisis frío y desapasionado de los hechos se impone en la obra balmesiana, en todas las situaciones, como un prius imprescindible, anterior a la defensa de los principios o a la contraposición de los distintos ideales. Maestro del análisis objetivo, lo prioritario para Balmes, en todos los casos, era tener la idea más completa y cabal posible de la realidad, antes de pasar a fijar principios o a plantear propuestas.

El punto de partida de la teoría política balmesiana es la constatación de que la sociedad tradicional, la anterior a la época de las revoluciones, ha perecido. Inútiles serán, pues, los esfuerzos para volver a resucitarla y levantarla de la tumba. De modo que el absolutismo monárquico, que caracterizaba las formas políticas de esa sociedad tradicional, ha quedado sin base y fundamento. La alianza del Trono y el Altar habrá sido necesaria para el Trono, pero no ha resultado nada buena para el Altar, que tampoco la necesitaba, dirá en su Pío IX. El absolutismo no tiene porvenir, pues responde a la realidad de sociedades que ya no existen. El tiempo presente, lleno de luchas revolucionarias en toda Europa, hace perceptible con toda certeza que el porvenir corresponde a las incipientes democracias. El carlismo, por ello, no podía ser considerado seriamente como una opción política de futuro.

La cuestión a solventar, para Balmes, es la atención adecuada a la necesaria reorganización de las sociedades europeas que, por efectos de la revolución, han quedado profundamente desestructuradas. En realidad, de todas las naciones europeas de la época, sólo Inglaterra poseía tradición en el gobierno liberal, en razón de su dilatada trayectoria parlamentaria, lo que la convierte casi en un modelo para Balmes. Y en América, los Estados Unidos, ofrecen, para él, el ejemplo de cómo la democracia puede también ser un sistema de orden, progreso y respeto a los valores del humanismo cristiano que profesaba, más y mejor que el absolutismo austriaco o ruso de la época, o que el derrotado carlismo.

Esa desestructuración social y política que ha derivado de los procesos revolucionarios, es especialmente aguda en el caso de la sociedad española. En ella, la experiencia de un constitucionalismo ordenado es demasiado inédita, ya que, en tiempos de Balmes, España ya había conocido hasta cinco Constituciones –la de Bayona, de 1808, la de 1812, de de 1834, la de 1837 y la de 1844–, todas ellas con periodos de vigencia demasiado breves, como para que las virtudes del régimen liberal, y particularmente la flexibilidad que lo caracteriza, permitieran alcanzar la estabilidad necesaria para poder adentrarse en el camino del progreso social y económico. Sobre todo tras los agudos espasmos revolucionarios padecidos entre 1833 y 1840 que, además, habían estado acompañados de una larga, cruenta y desgarradora guerra civil.

La política, para Balmes, aunque contenga algunos fines en sí misma, es sobre todo un medio para alcanzar otros fines superiores, más en sintonía con los ideales del humanismo cristiano que le inspiran. Por ello Balmes pretenderá establecer alguna idea general que permita orientar la acción política en la sociedad, como medio para la consecución de esos otros fines superiores, como lo es el mantenimiento de la paz. Y es que la paz civil y la paz social son dos de los principales objetivos de la gran política. Y Balmes entenderá que ambas sólo serán posibles dentro de un régimen político flexible a los cambios, al tiempo que firme agente para la armonización de los intereses particulares, que si bien han de ser respetados, han de estar subordinados al interés general.

Sus planteamientos políticos concretos se pueden resumir en su propuesta de hermanar la razón y la justicia con la conveniencia pública. Quizá por ello, resulte más que oportuno destacar el dato del exquisito trato que siempre mantuvo con todos los personajes de la política de la época, amigos o enemigos, con los que nunca cruzó insultos o descalificaciones, pese a que él mismo sí que las sufrió, y a veces con exceso, en numerosas ocasiones. Balmes predicó con la palabra, pero también con el ejemplo.

Dentro de sus líneas generales, la armonía universal se convierte en uno de los valores supremos de la política en el pensamiento político balmesiano. Una idea de armonía que posee perfiles religiosos, sin duda, pero que se formula desde presupuestos puramente civiles. La armonía balmesiana reenvía a las nociones de concordia entre los ciudadanos, de acuerdo y conformidad de los gobernados con los gobernantes, de solidaridad social y de fraternidad cívica. La idea de concordia sería, precisamente, una de las que inspiraría su acción política más célebre, la reintegración de la unidad dinástica con el fin de impedir el retorno de la guerra civil. El lema con el que abordó ese y otros empeños políticos concretos, «acción, unión y Gobierno verdaderamente nacional, a votar y a perdonar; no queda otra salvación para España», lo acreditan sobradamente.

Balmes no fuese quizá tanto un pensador liberal, desde luego, o al menos no en sus bases y presupuestos iniciales, que eran fundamentalmente de inspiración católica. Pero su radical objetividad, al reconocer definitivamente caídos los sistemas anteriores a la revolución, su consideración de la tolerancia como valor político primordial –«no es tolerante quien no tolera la intolerancia»– y su defensa de la libertad de prensa, le fueron aproximando, con el tiempo, más y más, a los planteamientos liberales. Su temprana muerte deja abiertas en esta materia muchas más interrogantes, si cabe, que las existentes en otras partes de su obra filosófica.

Por último, debe destacarse que en la política de Balmes, desde el primer texto elaborado por el autor sobre esta materia, sus Consideraciones Políticas sobre la situación de España, de 1840, se bosqueja una filosofía de la Historia de España, base desde la que nacerían muchas de sus ideas políticas. Una filosofía de la historia nacional, en sintonía con la filosofía de la Historia Universal, plasmada en la que probablemente es su obra más destacada, El Protestantismo comparado, con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.

Debe recordarse que la antes citada obra de Guizot, a la que Balmes contrapondría la suya, tuvo una indudable influencia en la opinión general durante todo el siglo XIX y comienzos del XX. Una influencia reforzada especialmente por la aparición en 1904 de los artículos de Max Weber sobre sociología de la religión que cristalizarían después en un libro cuya traducción al inglés por T. Parsons, en 1930, llevó por título El Protestantismo y la Ética del Capitalismo. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, el auge progresivo que fue alcanzando la denominada Escuela Austríaca de Economía (Menger, Von Misses, Hayek y otros), con su reivindicación del origen católico de los principios y fundamentos de las ciencias económicas y del liberalismo, centrado en figuras como la del clásico español del Siglo de Oro, Juan de Mariana, ha puesto de nuevo de relieve las aportaciones efectuadas a este respecto por el pensamiento de Balmes.

Balmes y Donoso Cortés, o las coincidencias casuales

En 1910, Menéndez Pelayo reconoció que el juicio sobre Balmes, expresado en su Historia de los Heterodoxos Españoles, había sido un tanto exagerado. Y fijó también un primer término de comparación de Balmes con Donoso Cortés al indicar que «Balmes parece un pobre escritor comparado con el regio estilo de Donoso, pero ha envejecido mucho menos que él, aun en la parte política. Sus obras enseñan y persuaden, las de Donoso re­crean y a veces deslumbran, pero nada edifican, y a él se debieron principalmente los rumbos peligrosos que siguió el tradicionalismo español durante mucho tiempo». Frente a la riqueza literaria y las imágenes fulgurantes de Donoso, centradas en la condena de la modernidad, Balmes había iniciado la exploración del liberalismo desde bases católicas.

Y es que, hasta para el mismo Menéndez Pelayo, que en su juventud pensaba que Balmes y Donoso representaban, prácticamente, una misma posición conservadora opuesta al liberalismo, en general, el tiempo no pasó en balde. Y así, también él acabó por apreciar la radical disparidad existente entre la filosofía política de ambos autores, y hasta sobre la importancia como teóricos que cabía atribuir a cada uno de ellos.

Porque la realidad de la trayectoria intelectual de ambos autores, en lo que se refiere al pensamiento político, no sólo es dispar sino que se puede afirmar que se trata de trayectorias contrapuestas. Los dos se movieron en la misma línea, pero en direcciones inversas. Y, mientras Donoso Cortés se desplazaba a gran velocidad desde el liberalismo exaltado, aun cuando nunca estuviese en las posiciones más extremadas, hacia el conservadurismo más acendrado, aunque nunca llegó a unirse al carlismo, Balmes recorría el camino contrario, desde la tradición católica más templada, avanzando con la prudencia que siempre le caracterizó hacia posiciones cada vez más próximas al liberalismo. En las últimas obras de cada uno de ellos, el Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo de Donoso Cortés, y el Pío IX de Balmes, se pueden apreciar con toda claridad las diferencias que los separaban, e incluso hasta cuál había sido el punto de llegada de cada uno de ellos en sus respectivas trayectorias.

En el comienzo de su Ensayo, Donoso expuso su intención de oponerse al pensamiento socialista. Sin embargo, la posición de Donoso, lejos de constituir una refutación del socialismo, era más bien una confirmación de las injusticias que denunciaban los socialistas, limitando sus objeciones a tratar sobre cual fuera la base que hubiera de tener esa sociedad idílica prometida desde el socialismo y contra Dios, a la que Donoso opondrá la sociedad encarnada en la tradición católica.

Su crítica al socialismo no se formuló tanto desde la defensa de la sociedad abierta, en la que ya no creía, sino desde la objeción general a que se pueda llegar establecer sobre la tierra el bien absoluto por decreto, que para los socialistas sería «la voluntad del proletariado» y, para él, el Reino de Dios que, por definición, no es de este mundo.

Sin embargo, en el desarrollo de su obra se aprecia perfectamente que el enemigo para Donoso Cortés no es tanto el socialismo como el liberalismo. Y es que, para él, el liberalismo, como teoría, es impotente para el bien por carecer de afirmaciones dogmáticas, y es incapaz para el mal, porque le causa horror toda negación absoluta. Para Donoso, la doctrina liberal era como un puerto evitable, en la ruta que el barco de la sociedad deberá seguir, bien para dirigirse al puerto seguro y definitivo del catolicismo, o bien para estrellarse indefectiblemente, naufragando en las escolleras del socialismo.

No caben para Donoso, pues, vías intermedias entre la revolución y la reacción, ha de tomarse partido entre una u otra, inevitablemente. En esa lucha a muerte entre el Bien y el Mal que representan para él catolicismo y socialismo, respectivamente, el liberalismo sólo puede dominar en los momentos de debilidad en que la sociedad desfallece, y el período de predominio liberal se identifica con el momento transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si elegir a Barrabás o a Cristo, dudando entre una afirmación dogmática y una negación suprema.

Por el contrario, Balmes, en su Pío IX, hizo una apología de las reformas liberalizadoras adoptadas por el Papa Pío IX en los inicios de su pontificado. Unas medidas como la amnistía general, la libertad de prensa y la convocatoria de elecciones en los Estados Patrimoniales del Papado.

Con ello, Balmes, no sólo proclamó su adhesión al nuevo pontífice, sino que, sobre todo, terminó de consolidar las ideas que ya había apuntado en sus primeras obras de carácter más directamente político. En su última obra, no hizo otra cosa que reafirmar el pensamiento político que había ido madurando al largo de su vida, al resumir la empresa abordada por Pío IX con estas palabras:

«Conceder a la época lo justo y conveniente, negándole lo injusto y dañoso; mejorar la condición de los pueblos sin precipitarlos en la anarquía; prevenir la revolución por medio de la reforma…»

Para a continuación definir el proyecto político en el que él finalmente había llegado a creer, aunque atribuyéndolo al nuevo Papa:

«…cimentar un orden político y administrativo que se sostenga por sí propio, sin necesidad de bayonetas extranjeras; desarrollar en los Estados Pontificios un espíritu público que los prepare para atravesar sin trastorno las profundas vicisitudes que ha de sufrir Europa…»

Balmes llegaba así, en 1848, al final de su recorrido intelectual y también al final de su vida. Siempre se había manifestado plenamente respetuoso con el régimen político constitucional, al que consideraba inevitable, así como con los principios en los que éste se fundamenta. Con ello culminaba en el ámbito de lo teórico, en concepto de auténtico precursor, un largo proceso de reflexión, efectuada desde el catolicismo, respecto a la necesidad de adoptar una posición de plena aceptación de las realidades políticas nacidas tras las convulsiones de la época de las grandes revolucione= s de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Aparentemente ñopera más que un pionero, y esa aceptación era exclusivamente teórica y, seguramente, de carácter muy personal. Pero Balmes había sido uno de los primeros en realizarla, justo en el momento inmediatamente anterior a su muerte. Su camino sería seguido luego por muchos y, finalmente, por casi todos.

Donoso Cortés y Balmes solo habían coincidido, pues, en algún momento y en algún punto, cuando uno iba en una dirección y el otro en la contraria. Coincidieron en la fracasada operación de casar a Isabel II con el heredero carlista, y coincidieron en la fe católica. Pero no coincidieron en mucho más. Donoso Cortés trabajó en ese propósito entre bambalinas, mientras Balmes lo hizo al descubierto. Donoso estuvo siempre en los aledaños del poder, y Balmes jamás ostentó cargo público alguno. Donoso alcanzó a ser Marqués de Valdegamas y Balmes sólo un modesto curato. Sin embargo, ambos lograron el más amplio reconocimiento público y, quizá, la paz y el juicio benévolo de Dios, tras su muerte. Pero no mucho más.

 

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