Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 107 • enero 2011 • página 12
¿Por qué escribir acerca de la utopía o, mejor, acerca de los efectos indeseables de la utopía? En principio hay muchos motivos, pero en el fondo y esencialmente por el hecho de que la utopía, en contra de cualquier acto de prudencia, justifica su arquitectura determinista y cerrada gracias a la nostalgia de la perfección absoluta. Y, además, como ciencia pretenciosa y arrogante, le gusta fomentar imaginarios tan inmensos como propensos a distinta suerte de excesos.
Este libro, editado por Academia Editorial del Hispanismo en los últimos días de 2010, surgió de un artículo, Multiculturalismo y feminismo, un dilema imposible, publicado en esta revista. Como ayer, el objetivo de hoy es relacionar el auge del multiculturalismo con la caída de las estrategias de emancipación del siglo pasado, explicar por qué la búsqueda utópica de la justicia conduce a la creación de nuevas pesadillas políticas y, en suma, demostrar cómo el núcleo teórico del movimiento multiculturalista anda muy alejado de la libertad y pluralidad que graciosa e improcedentemente muchos presuponen.
Tipos de distopía
Ésta muestra dos variantes. En primer lugar, y traspasando las franjas de la invención, la distopía posee el cometido de descalificar y desautorizar situaciones reales determinadas. Por eso, decimos que el campo de concentración de Auschwitz, que la guerra genocida en Ruanda, las masacres de Darfur, etc., son distopías, o sea, sitios horribles y brutales.
Ahora bien, el concepto de distopía asume otra formulación o, mejor, tiene otra dimensión, la de designar aquellas crónicas de ficción, de efectos calamitosos. Comentemos que en el campo de la pintura la distopía más famosa la realizó el holandés Jerónimo Bosch, más conocido por El Bosco (1450-1516), autor de El Jardin de las Delicias, mientras que en el mundo de la literatura fue el poeta italiano Dante Alighieri (1265-1321) el creador de esa distopía conocida por La Divina Comedia, de cuyo caudal pesimista arrancaría un sinfín de distopías contemporáneas, como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1948) de George Orwell, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, entre otras.
Lo usual en estas y otras narraciones fantaseadas es que la distopía funcione cual gigantesco imaginario. Y en contra de lo que frecuentemente se cree, la distopía nunca es antónimo de utopía. Empeñarse, desde presupuestos maniqueos, en separar las distopías respecto de las utopías impide visualizar los rasgos que, entre sí y en común, manifiestan estos discursos de lo inexistente:
1. Utopías y distopías constituyen fabulosos aparatos narrativos centrados en la ficción de mundos nuevos, esto es, en la arquitectura del «altermundismo».
2. Igual que la utopía se define como ensoñación sobre la justicia e injusticia, los relatos distópicos son una fantasía social acerca del mal y del bien.
3. Como en las utopías, la exageración, el exceso, la hýbris, vertebran el discurso distópico.
4. A semejanza de las utopías en donde nunca prima la provisionalidad y siempre se castigan las innovaciones, las distopías se ubican en ambientes carcelarios, cerrados y, por ende, claustrofóbicos.
5. De la misma manera que sucede en las utopías, en las distopías la élite gobernante se cree investida con el derecho a invadir todos los ámbitos de la realidad, a regular y a intervenir en cualesquiera de las facetas de la vida humana. Por eso, predomina la deriva totalitaria y no existe libertad individual. Por eso, el dirigismo y el determinismo son los rasgos antidemocráticos que definen prima facie a utopías y distopías.
6. Utopías y distopías suelen transcurrir en los ejes del futuro. Además, en calidad de profecías de un tiempo anunciado, ambas pueden utilizar un lenguaje omnipotente de tintes escatológicos.
Distopías de la utopía
Una de las razones de titular el libro de esta manera ha venido dada por la necesidad de sugerir que utopía y distopía son dos caras de la misma moneda aclarando, entretanto, que no hay utopía que no genere distopía ni distopía que no albergue proyectos utópicos.
¿Por qué insistir en las distopías de la utopía? Primero, porque a distopías y a utopías les mueve la misma pasión por los relatos fantaseados. Y, en segundo lugar, y esto no es menos importante, porque la utopía en tanto arcaísmo platónico es herencia de un protofascismo primitivo e indócil. Así que no es una mera coincidencia que las utopías sean una clase de idealismo político opuesto al realismo democrático. Por eso, desde Platón a Moro, desde Campanella a Morelly, desde Calvino a Rousseau, desde Müntzer a Marx, desde Bacon a Skinner, desde Defoe a Nietzsche, desde Hitler a Stalin..., toda utopía lleva en su seno una serie de elementos totalitarios claramente distópicos, y más cuando las utopías defienden incluso con sentimientos de rebeldía «antisistema» un sentido espartano –léase «autoritario»- de la autoridad.
Dicho esto, el término «distopía» lo acuñará en 1868 John Stuart Mill, filósofo, escritor y político inglés que, por cierto, a veces filosóficamente incluía como sinónimo de distopía el neologismo «cacotopía» que había creado el pensador, también británico, Jeremy Bentham (1748-1832), aunque en honor a la honradez intelectual el término «distopía» está documentado en publicaciones irlandesa e inglesa de 1747 y 1748 respectivamente, o sea, 120 años antes de que Mill empleara la palabra.{1}
Pero, más allá de la modernidad de este término, ¿qué es, qué denota «distopía»? Pues bien, del mismo modo que el sufijo griego –itis significa inflamación (apendicitis, hepatitis, otitis…), el prefijo dis– sirve para constatar la falta de salud y, en consecuencia, confirmar la presencia de una anomalía (dispepsia, disnea, dislexia). Sabido esto, el vocablo «distopía» está compuesto, es obvio, por la raíz griega δυσ- y por la palabra, también griega, τόπος que significa lugar. Por tanto, cuando empleamos la voz «distopía» lo hacemos para denominar ese espacio humano en donde imperan las anomalías política y socialmente aberrantes, frente y en oposición a «eutopía» que designa el buen lugar.
Consiguientemente, no es cierto, ni siquiera hablando desde un punto de vista lingüístico, que utopía sea una eutopía. De hecho, y dado que «utopía» proviene etimológicamente de la voz griega οὐτόπος (οὐ: no, τόπος: lugar), el filósofo español Ortega y Gasset (1883-1955) sentenció acertadamente que «lo falso es la utopía, la verdad no localizada vista desde lugar ninguno». ¿No localizada desde lugar ninguno? Según el filósofo alemán Peter Sloterdijk (1947-), «la utopía ha sido la forma mental, literaria y retórica de un cierto colonialismo occidental imaginario [… que] nos ha servido a la vez para proyectar la realidad exterior de nuestra sociedad sobre nuestro imaginario y exteriorizar nuestros sueños interiores sobre lugares alejados».{2}
Llegados a este punto de la exposición, conviene reseñar un dato que, en absoluto, es baladí, pues igual que el pensador y político Thomas More (Tomás Moro: 1478-1535) planteaba las bondades del altermundismo y, en su escrito Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía, proponía una sociedad a la manera platónica, o sea, una alter sociedad planificada y controlada hasta en sus detalles más nimios, curiosamente y desde hace unos pocos años emergen con fuerza nuevos Tomás Moro que, desde la isla de Multiculturalismo, predican la pluralidad de las tradiciones, pero bajo el argumento de que los cambios las dañan y precipitan su aniquilación. Y es que en el multiculturalismo la sumisión al vientre comunitario constituye un valor endogámico, además de una exigencia, igual que la regla carcelaria de Tomás Moro residía misoneístamente en prohibir a hombres y mujeres salirse de las normas colectivas establecidas.
En resumen: puesto que toda utopía, sea pasada o presente, siempre conlleva una distopía, un exceso, una patología, en la utopía multiculturalista la libertad personal, lejos de ser tal, funciona cual mecanismo deforme de relojería, pues lo importante son las tradiciones, las culturas. Y con su peculiar rebelión contra las certezas, logradas históricamente con gran esfuerzo, las y los defensores del multiculturalismo encabezan una cruzada romántica en la que el irracionalismo regresa como arsenal ideológico y en defensa de los oprimidos.
El fenómeno «Tasaday»
«¿Cómo es posible una historia a priori?», se preguntaba Kant. «Muy sencillo cuando es el propio adivino quien causa y prepara los acontecimientos que presagia», se contestaba el filósofo alemán. Pues bien, suspirando por la predictibilidad e invariabilidad del mundo o, lo que es igual, anhelando detener el tictac del tiempo, el mago de los adivinos, Jean-Jacques Rousseau, aconsejó: «no instruya en absoluto al niño del aldeano, pues no le conviene ser instruido».{3}
Este sueño fantástico se ha visto irónicamente cumplido y en fechas no lejanas, pues con los fuegos de este espejismo se decidió crear allende los mares un parque temático al estilo rousseauniano. Así, «la etnología rozó la muerte un día de 1971 en que el gobierno de Filipinas decidió dejar en su meollo natural, fuera del alcance de los colonos, [de] los turistas y los etnólogos, a las pocas docenas de Tasaday recién descubiertos en lo más profundo de la jungla donde habían vivido durante ocho siglos sin contacto con ningún otro miembro de la especie. La iniciativa de esta decisión partió de los mismos antropólogos que veían a los Tasaday descomponerse rápidamente en su presencia, como una momia al aire libre».{4}
Cabe preguntarse por la razón de esta política constrictiva. La respuesta radica o en el dirigismo no disimulado de una élite (intelectual y política) que se otorga el señorío de reglamentar la vida humana en pos de la inviolabilidad de las tradiciones de la Tierra o en la búsqueda antidemocrática del «atrasismo de las masas», y más cuando la utopía (que es el sitio que no admite otros sitios) encarna la nostalgia adamita de un pasado primitivo que extasía y, a la vez, determina el futuro. Esto explicaría por qué el multiculturalismo deja al modo Tasaday, o sea, en suspenso y sin cambios, el curso de la vida de las personas hasta el grado de difundir la idea de que quien quiebra los lazos de su útero cultural comete un acto de apostasía, de herejía incluso. Dicho en román paladino: como la utopía sigue viva en los descendientes de Platón, resulta que, «considerada como un ideal social final o definitivo, la utopía es una sociedad estática; y la mayor parte de las utopías han incorporado salvaguardas contra una alteración radical de su estructura».{5}
La hora de los tlönitas
El argentino Jorge Luis Borges escribía en 1940, y en clave utópica, un cuentecito muy curioso, a todas luces genial, titulado Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Las personas de Tlön (Tierra), no se dedicaban a analizar los problemas cotidianos. No, al igual que sucedía en la Academia de Platón, los tlönitas volcaban su existencia en la especulación más pura y etérea. Y así ocurría, dice Borges, que «una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente».
Pues bien, con semejantes e idénticos malabarismos los adivinos de hoy, los multiculturalistas, han decidido convertir a mujeres y hombres en seres exóticos y ello gracias al empeño, convertido en argumento, de buscar lo alternativo y mitificar las (culturas de las) periferias qua locus de la autenticidad. Pero, ¿justificar el efecto Tasaday no recuerda en algo a la narración carcelaria de Un mundo feliz? Quizás, cuando en nombre de la utopía, o Ley de Leyes, todo se subordina a un único fin, y el pasado, el presente y el futuro son encerrados coactivamente en la misma habitación y bajo llave y para siempre.
En relación con estos gustos coercitivos el genial escritor ruso Dostoyevsky en su Diario de un escritor (1873-1881) había reparado en la ironía de «que solo nuestra clase intelectual tenga una historia y que el pueblo se contente con servirla con su trabajo y con todas sus fuerzas». La observación de Dostoyevsky encuentra su eco, cien años después, en las palabras de Bernard Henri-Lévy cuando este filósofo francés de origen argelino (1948- ) censura el narcisismo de los idealistas y señala:
«La añagaza del proceso es la de los filósofos que la tradición llama idealistas; reconocerse cuando uno conoce, venerarse cuando uno reverencia, elevarse cuando uno se doblega, no plantear alteridad alguna que no sea una figura de la identidad, no admitir resistencia a la voluntad que no sea obra suya».{6}
Pero de qué sorprenderse. Platón, como juglar de la utopía, había afirmado en su Política, y de eso hace ya dos mil quinientos años, que «tanto si mandan con el consentimiento de sus súbditos o no, […] quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia». Y por extensión, y además, tutores de la vida de los súbditos.{7}
Características del pensamiento utópico
El multiculturalismo, como faro emplazado en las atalayas de la diversidad, insiste con banderas y pancartas en proteger la orografía de las tradiciones no dominantes. Y aunque en este siglo XXI parezca ser el mito justiciero de las periferias, en la práctica del «res non verba» (hechos que no palabras) vemos que el multiculturalismo silencia el yugo de las tiranías que, por cuestión de cultura, padecen millones de personas. Es más, debido a la alergia que siente por las democracias modernas, la utopía del multiculturalismo contiene elementos altamente reaccionarios, amén de peligrosos, pues no reivindica el mapamundi de la libertad, sino que opta por el colectivismo de grupos y comunidades, y defiende, tales son sus delirios de unanimidad, los derechos de las Culturas, que no los derechos de hombres y mujeres.
Lejos del buen juicio de Edward Said (1935-2003), el cual solía repetir que «los derechos humanos no son objetos culturales o gramaticales y cuando se violan son lo más real que podamos encontrar»; lejos de lo que decía este norteamericano de origen palestino; el multiculturalismo o, peor, el mito del multiculturalismo tiene el inconveniente de ser expresión de la utopía. Pues bien, con el fin de entender los riesgos distópicos que escoltan al multiculturalismo y, por tanto, a la epistemología utopizante que lo acompaña debemos analizar y de cerca sus características. Para ello, y antes que nada, reseñaremos la opinión de Ernst Bloch. Según este filósofo, T. Moro tan solo fue el creador del término «utopía», que no el Marco Polo, que no el inventor de la idea, que no el descubridor, en definitiva, de la noción de sociedad ideal que no existe. Al hilo de esto, Bloch consideraría, y no es extraño, las utopías como «sueños despiertos».
Y es que, al ubicarse en la Atlántida del imaginario más puro, el pensamiento utópico consigue moverse al latido de la ficción. Lo que implica que el sistema explicativo del pensamiento utópico se apoya, y ésta es su primera característica, en las leyes de la lógica borrosa. Dicho de otra manera. Quienes muestran apego por la utopía suelen ataviar a esta criatura intelectual con predicados omnicomprensivos, esto es, con enunciados vagos que, por centrífugos, carecen prácticamente de límites y, debido al hecho de que van asociados a soluciones de un perímetro tan indefinido como amplio, exhiben una retórica prometedora, prometeica inclusive. Pero, a la vez, peligrosamente imprecisa y difusa.
Con esta manera borrosa de percibir y no situar los problemas de la realidad, se omiten los datos concretos de la experiencia. Y aquellas personas que desde la ética de la convicción se comprometen con la utopía resulta que consciente o inconscientemente anhelan estar «libres» de la atadura de las evidencias empíricas, al tiempo que «arraigadas» al país del Érase una vez... para, y como decía Unamuno (1864-1936), «dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso».{8}
Unido a los reinos de una prosa ilusoria, el pensamiento utópico, y ésta es otra característica del mismo, trabaja igual que las antiguas pitonisas. Y, como conciencia anticipadora, se autolegitima con sus propias ucronías o visiones del tiempo. De ahí que las utopías tengan mucho de profético, mucho de infalible, mucho de cretinismo. De ahí que las utopías tiendan a hacernos beber en las aguas de visionarios hasta el límite, señaló el filósofo francés Maurice Blanchot (1907-2003), de creer que «se está tan seguro de tener razón en el cielo que se prescinde no solo de tener razón en el mundo, sino incluso del mundo de la razón».{9}
Pero, a esto hay que añadir, en tercer lugar, que el pensamiento utópico siempre opta por una narración cerrada que, ajena a la experiencia fáctica, resulta «autorreferencial». Este es el motivo por el que los relatos utópicos habitualmente traicionan las leyes del tiempo corriente. Y al desertar del tempus vulgar, ya lo observó el antropólogo rumano Mircea Eliade (1907-1986), acaban entrando en los pasadizos del tiempo sagrado, en los laberintos de ese tempus sacro que no necesita, para iluminar el camino, más que sueños y noúmenos.{10}
De otro lado, y puesto que constituye una imagen de la perfección prístina del mundo proyectada al futuro, ocurre que el pensamiento utópico propende a manejar toda suerte de elementos religiosos, como El Paraíso, El Dorado, Shangri-La, etc., y, por tanto, tiende a reflotar y legitimar lugares de sublime corrección en cuyo seno y armonía, dicen, vivirán mujeres y hombres. ¿Y por qué esa característica? Porque según el filólogo y filósofo canadiense Northrop Frye (1912-1991) todos los arquetipos, símbolos y mitos literarios, incluidos los utopistas, remiten a una experiencia religiosa.{11}
Este es el caso de El filósofo de la Utopía. Nos referimos a Ernst Bloch (1885-1977). Pues bien, a juicio de este pensador alemán no se puede vivir sin ensoñaciones ni llegar a experimentar el espíritu de la utopía sin la esperanza e intermediación de elementos y categorías religiosas como el mesianismo, la apocalipsis y la escatología. Lo cual tiene su enjundia porque Bloch habla (¿sin darse cuenta?) como teólogo marxista y (¿contradictoriamente?) en calidad de filósofo laico que defiende la utopía religiosa del marxismo.{12}
En quinto lugar, y es importante no olvidar aquí este otro rasgo, el pensamiento utópico asoma y emerge en todos los ámbitos humanos. Y por el don de la ubicuidad puede aparecer en cualquier rama del conocimiento. Ya el filósofo británico de origen ruso Isaiah Berlin (1909-1997) advirtió que «convertir la historia, la lógica o una ciencia natural, ya sea la biología o la sociología, en una teodicea, [que] intentar hallar en ella soluciones a dudas y angustiosos interrogantes morales o religiosos y transformarlas en teologías seculares no es nada nuevo en la historia de la humanidad».{13}
De lo que se deduce que el pensamiento utópico se asienta en ideas residualmente antidemocráticas, razón por la que la utopía (cuyo origen se localiza en la filosofía política de Platón) ha sido y es históricamente refractaria a conceptos como libertad, habeas corpus, estado de derecho, etc. Con lo cual, y en consecuencia, es lógico que la utopía conlleve distopías. Es lógico que entrañe, sea cual sea su representación y corpus doctrinal, aberraciones políticas, tanto o más cuanto que, última característica, el pensamiento utópico siempre «se reencuentra con una serie de mitologías arcanas que le hacen utilizar un lenguaje fósil y arcaico y, por tanto, ajeno al mundo de la política moderna».{14}
En consecuencia, y en palabras del filósofo francés Jean-François Revel (1924-2006), «es preciso distinguir perfectamente entre la utopía y el ideal. Es evidente que no hay pensamiento político sin un proyecto, sin un ideal, sin objetivos. [...] Pero la utopía es la construcción a priori, anterior a toda aplicación a la realidad, de un modelo completamente acabado, y aplicado en sus detalles más pequeños, de una sociedad perfecta. Todas las utopías que conocemos, en Platón, Campanella, Fourier, construyen una sociedad totalitaria a partir de la elaboración del modelo intelectual».{15}
La nueva ciudadela
Si creemos en la gramatología de los cuentos de hadas y, por extensión, en la logocracia de las narraciones fantásticas, no tenemos más que hablar. Pero, como no queremos quedar atrapados en la armadura de los imperialismos ideológicos, en Distopías de la utopía. El mito del munticulturalismo nos dedicamos en 120 páginas a analizar las dosis elevadas de racismo, sexismo, violencia y… antidemocracia que acompañan a las formulaciones multiculturalistas. Item más. Igual que en el siglo pasado la utopía de perfección condujo a la idea de superioridad de una clase social (comunismo) y de una raza (fascismo, nazismo), en este nuevo milenio se está avivando el postulado de la supremacía de las costumbres locales frente a tradiciones foráneas, tal es la lucha contra la neoculturación y/o deculturación de las culturas no occidentales que abandera el multiculturalismo.
Más aún. Buscando culturas que carezcan de influencias del exterior y ligado a un mitificado filonomismo (o respeto incondicional a las normas), en el multiculturalismo cohabitan la intolerancia y la dictadura espiritual. Sin embargo, ¿por qué enterramos el ideario igualitarista y nos enredamos no tanto en la defensa de los derechos de las personas cuanto en la defensa de los derechos de las Culturas?
Defendemos que no son las culturas sino las personas lo que tenemos que proteger. De ahí que la guineana Katoucha Inane, recientemente fallecida, narrara en su autobiografía el trauma que le supuso la extirpación del clítoris a la edad de 9 años. De ahí que la española Dolores Sayans relatara el cautiverio que vivió con su marido palestino. De ahí que la iraní Marina Nemat nos haya descrito las ofensas y humillaciones que padeció bajo el régimen tradicionalista de su país. De ahí que Chahdortt Djavann, una refugiada en Francia que llevó puesto durante diez años el velo, nos explique su oposición a él y los efectos discriminatorios que conlleva este tipo de prenda. De ahí que la alemana de origen turco Necla Kelek siga denunciando casos de mujeres turcas que, compradas en su país de origen, son raptadas y llevadas en contra de su voluntad a Alemania para ser casadas con emigrantes turcos.{16}
Por tanto, y en contra del mito del multiculturalismo, no hay que tener miedo a denunciar las violaciones de los derechos humanos, sean cuales sean, afecten a quien afecten, las genere quien las genere y se produzcan donde se produzcan.
Conclusión
La dogmatomaquia (u oposición a posturas dogmáticas) es lo que me ha llevado a tratar de averiguar el motivo del abandono de las estrategias igualitarias y, de paso, a investigar el origen de algunas de las mutilaciones ideológicas que merman y de manera muy seria el afán emancipador. Mutilaciones que están relacionadas con el declive del racionalismo y, asimismo, con el ascenso de un romanticismo tan decadente como igualmente retrógrado y dogmático. E igual que en la utopía luterana, en la utopía revolucionaria francesa, en la utopía racista, en la utopía bolchevique o en cualquier otra utopía, resulta que hoy en la utopía multiculturalista se sigue apostando por valores de inerrancia y antidemocracia, de dirigismo y falta de libertad.
En consecuencia, frente al «idealismo constructivista»; frente a esas hambres inmoderadas de control social; frente a la querencia relojera de las élites por el dirigismo uniformador; frente a todo esto; ni la injerencia ni el intervencionismo políticos pueden justificar ninguna teoría y más cuando la defensa de la libido dominandi tan solo conduce a esas dictaduras espirituales eufemísticamente conocidas bajo el nombre de «utopías».
Notas
{1} Para más información sobre el concepto de distopía en Stuart Mill léase Michael S. Roth, Trauma: A Dystopia of Spirit, en VV. AA. (2001), Thinking Utopia. Steps into other Worlds, Berghahn Books, EE. UU. 2005, cap. XV, pág. 230. Con el fin de tener una visión más completa del término «distopía», recomiendo la lectura interesantísima del artículo de V. M. Budakov titulado Dystopia: An Earlier Eighteenth-Century Use que puede leerse en: http://nq.oxfordjournals.org/content/early/2010/02/08/notesj.gjp235.full
{2} José Ortega y Gasset (1923), El tema de nuestro tiempo: El ocaso de las revoluciones, el sentido histórico de la teoría de Einstein, Espasa Calpe argentina, Buenos Aires 1939, pág. 92. Peter Sloterdijk, L'utopie en chantier, dans le dossier La renaissance de l'utopie, Magazine littéraire, n° 387, mai 2000, pág. 54.
{3} Immanuel Kant (1797), Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso, punto 2 (Hacia lo mejor), en Immanuel Kant, Ideas para una Historia universal en clave cosmopolita, Tecnos, Madrid, 19942ª, pág. 46. Jean-Jacques Rousseau (1761), Julie ou la nouvelle Héloïse, ed. Armand-Aubrée, París 1832, vol. II, partie V, lettre III, pág. 183.
{4} Jean Baudrillard (1978), Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 20052ª, pág. 20.
{5} Northrop Frye, Diversidad de utopías literarias, en VV. AA, Utopías y Pensamiento utópico, Espasa-Calpe, Madrid 1982, pág. 262.
{6} Bernard Henry-Levy (1977), La barbarie con rostro humano, Monte Ávila Editores, Barcelona 1978, pág. 49.
{7} Platón, Político, 239 a, 239 c.
{8} Miguel de Unamuno (1911-1912), Del sentimiento trágico de la vida, Akal, Madrid 1983, pág. 173.
{9} Maurice Blanchot (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Tecnos, Madrid 2003, pág. 61.
{10} Obsérvese que usamos el término «noúmeno» en el sentido kantiano, o sea, refiriéndolo al objeto que trasciende y escapa al conocimiento sensible.
{11} Léase Northrop Frye (1982), El gran código: una lectura mitológica y literaria de la Biblia, Gedisa, Barcelona 20011ª reimpresión, pp. 131 y ss.
{12} El pensador alemán Karl Marx (1818-1883) detestó las utopías de Babeuf, de Fourier, Saint-Simon, Owen, Blanc, Stirner, Prohdhon, Bakunin, Weitling, Lasalle, Dühring, etc. Más aún. Exceptuando la aportación de Thomas Müntzer (c. 1488-1525), según Marx no había utopía social que mereciera reconocimiento. Y si hacemos caso a Georges Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia (1906), Marx habría escrito en 1869 al filósofo inglés E. Spencer diciéndole: «Quien formula un programa para el porvenir es un reaccionario».
Añadamos a lo expuesto que, antes de que el leninismo convirtiera a Marx en evangelista de la utopía proletaria, Karl Marx había desarrollado su presciencia particular. Y en una carta a W. Bracke escrita el 5 de marzo de 1875, carta que Friedrich Engels titularía Crítica del programa de Gotha, Marx expuso su utopía de la revolución y defiende la dictadura del proletariado en el futuro, para el porvenir y como etapa previa a la culminación del comunismo. Así, y por estos cambalaches, aunque Marx había definido la religión como «opio del pueblo», su teoría política devino, gracias a él y a sus acólitos, en oráculo sagrado, asunto que criticaría Simone Weil (1909-1943). Recordemos que a juicio de esta revolucionaria y filósofa francesa, a la luz de las revoluciones contemporáneas «el marxismo es completamente una religión en el sentido más impuro del término. Tiene notablemente en común con todas las formas inferiores de la vida religiosa el hecho de haber sido utilizado, según la palabra tan justa de Marx, como opio del pueblo».
{13} Isaiah Berlin (1957), La cultura de la Rusia soviética, en Isaiah Berlin, La mentalidad soviética. La cultura rusa bajo el comunismo, Galaxia-Gutenberg, Barcelona 2010, pág. 221.
{14} María Teresa Glez. Cortés, Distopías de la utopía. El mito del multiculturalismo, Academia Editorial del Hispanismo, Vigo 2010, pág. 59.
{15} Jean-François Revel, Utopie et politique, dans le dossier La renaissance de l'utopie, Magazine littéraire, o. cit., pág. 36.
{16} Katoucha Inane, Dans ma chair (En mi carne), Michel Lafon, París 2007. Dolores Sayans en Paloma Sanz, Rojo pasión, negro destino, verde porvenir, Temas de Hoy, Madrid 2009. Marina Nemat, La prisionera de Teherán, Espasa, Madrid 2008. Chahdortt Djavann, Bas les voiles!, El Aleph, Barcelona 2004. Necla Kelek, Die fremde Braut (La novia extranjera), Goldmann, Munich 2006.