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El Catoblepas, número 109, marzo 2011
  El Catoblepasnúmero 109 • marzo 2011 • página 14
Libros

Primates, pero… ¿divinos?

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito del libro de Francisco J. Ayala,
¿Soy un mono?, Ariel, Barcelona 2011

Francisco J. Ayala, ¿Soy un mono?, Ariel, Barcelona 2011 Es evidente que los científicos, lo mismo que los sastres o los panaderos, son muy libres de creer lo que les venga en gana, y de reflexionar sobre todo aquello que estimen oportuno, y esto incluye, por supuesto, a Dios y a la religión. Más discutible, por no decir enteramente recusable, es que se apoyen en su competencia en no importa qué campo científico para pensar que pueden solventar desde él determinados problemas filosóficos, incluyendo el problema de Dios y la religión; ya que, por lo pronto, con tal proceder se hacen culpables de ingenuidad; ingenuidad derivada no sólo del hecho de que, en no pocos casos, su más que evidente desconocimiento de la tradición filosófica les lleva a presentar caminos desde antiguo trillados como si fuesen inusuales descubrimientos debidos a su magín y a la ciencia que cultivan, sino también por no advertir que tal problema (por ejemplo, Dios y la religión) no puede ser abordado, y menos resuelto desde una ciencia particular, sino desde la filosofía, mas no porque al filósofo le haya sido otorgada una gracia especial para ocuparse de tales cuestiones, sino, sencillamente, porque tales cuestiones son filosóficas, no científicas. De manera que la ingenuidad estriba en confundir ámbitos y en pensar que están haciendo ciencia, cuando lo que en realidad hacen es filosofía, sólo que una filosofía que, por las razones expuestas, suele dejar mucho que desear.

Mas la ingenuidad deja de ser tal para trocarse ahora en mala fe cuando las conclusiones a las que finalmente se llega nos son presentadas no como la opinión personal del filósofo aficionado, sino como la Palabra de la Ciencia. Se trata, pues, de la conclusión a la que la ciencia llega y de lo que la ciencia dice, siendo el honrado científico alguien que se limita a hacer partícipe al mundo de tan insigne descubrimiento. La ciencia, al igual que ha resuelto el problema de la estructura del ADN o el de la conjetura de Poincaré, ha resuelto, finalmente, el de la problemática filosófica de referencia: digamos, la relativa a la existencia de Dios, asunto por el que muestran una especial (y sospechosa) predilección. Ejemplos de tal ingenuidad maliciosa o de tal mala fe ingenua no son del todo infrecuentes. Se trata (en alguna ocasión lo he dicho) de una suerte de nueva apologética religiosa que dice hundir sus raíces en la ciencia y que quiere presentarse, por tanto, como estrictamente científica. En consecuencia, la proposición «Existe Dios», es una verdad tan científicamente probada como puedan serlo las leyes de Newton o las ecuaciones de Maxwell. Casos señalados de esa nueva apologética son, desde la física, Los científicos y Dios (1994), de Antonio F. Rañada o desde la neurobiología, La conexión divina (2002), obra de la que es autor Francisco J. Rubia. ¿Debemos añadir ahora, proveniente de la biología, el escrito de Francisco J. Ayala, origen de esta reseña?

Ahora bien, Ayala, además de un reputadísimo biólogo evolucionista, es teólogo, y eso significa que debería hallarse libre, al menos, de la acusación de ingenuidad a la que antes me refería. Sin embargo, siendo teólogo, Ayala no habla como tal, sino como biólogo, y así cabe suponer que aborda el problema de Dios en el último capitulo de su libro. Y ese hecho, esto es, el que un teólogo hable de Dios no como teólogo, sino como biólogo, vale decir, como científico, resulta enormemente significativo en el contexto de lo que aquí vengo diciendo: las conclusiones a las que se llega no surgen del campo más difuso e incierto de la teología, sino de la solidez de la ciencia, y más en concreto de la biología.

Del libro en cuestión lo primero que sorprende es no ya su sencillez, sino su simplicidad: en escasamente cien páginas (con un tamaño de letra que se puede leer sin necesidad de usar gafas) se nos resume no sólo la biología evolucionista toda, sino también todo lo que sabemos y conjeturamos sobre el origen de la vida, para terciar, finalmente, en la problemática de Dios y la religión. Es obvio que incluso en un biólogo de la talla de Ayala, tal notoria brevedad por fuerza ha de verse acompañada de una no menos notoria superficialida= d. Y, entonces, la pregunta inmediata es, ¿por qué este libro? ¿Cuál es su objeto? ¿Para qué se necesita y quien lo necesita? Dejando a un lado otros posibles propósitos, parece que la conclusión más lógica es que se halla dirigido a eso que se ha dado en llamar el gran público (lo malo es que el gran público no lee, al menos no excepto si se hace un desembolso considerable en publicidad). Y dirigido al gran público, ¿para qué? ¿Para informarle de los misterios de la evolución y de la vida o para conducirle a la reflexión final sobre Dios?

Es cierto que Ayala comienza por reconocer que para explicar el origen de la vida no se necesita postular la intervención de un agente sobrenatural. Pero acto seguido se esforzará en convencernos que entre la evolución y las creencias religiosas no tiene por qué darse contradicción alguna, entre otras cosas, porque ambas se ocupan de asuntos distintos (argumento que, como seguramente sabe Ayala, fue utilizado con frecuencia a lo largo de la Edad Media; por ejemplo, por san Alberto Magno). Más aún: Ayala parece creer que se complementan. Son dos ventanas, dice, para mirar el mismo mundo: si la ciencia se ocupa de explicar el mundo, la religión lo hace de su significado y finalidad. Mas finalidad y sentido también de la vida humana, para lo cual reflexiona sobre los valores morales, sobre la correcta relación entre los seres humanos y entre éstos y el Creador (cuya existencia diríase darse por supuesta), &c. En consecuencia, las contradicciones, sólo aparentes (Tomás de Aquino estaría de acuerdo), nacen de la interferencia de cada una de ellas (ciencia y religión) en los asuntos que son incumbencia de la otra. Por lo demás, la propia ciencia puede inspirar las creencias y el comportamiento religioso (si lo que se quiere decir es que la ciencia puede conducirnos a la fe, estaríamos ahora en plena órbita agustiniana). De manera que la religión suele ser (concluye Ayala, a saber con qué fundamento) fuente de inspiración y motivación para el científico.

Ahora bien, el que para explicar el origen de la vida no sea preciso recurrir a un agente sobrenatural, no supone, en verdad, obstáculo alguno para la creencia en Dios, ya que, como es sabido, éste puede actuar por causas intermedias, de tal modo que la evolución (y cabe conjeturar que también la selección natural) no es sino el proceso y el medio mediante los cuales Dios creó la vida (previa creación –digo yo— del Universo).

Por otra parte, aceptar la evolución tiene una enorme ventaja: y es que se pueden explicar las imperfecciones de los organismos, exculpando a Dios. Las disfunciones que observamos en los seres vivos, la crueldad… el mal, en suma, ya no hay ningún motivo para sostener que son responsabilidad de Dios, haciendo de ello un argumento con el que negar su existencia: en la evolución y la selección natural hemos hallado un excelente chivo expiatorio al cual atribuir tales desaguisados. Queda desactivado así el famoso argumento tantas veces repetido, entre otros por Hume, según el cual, si Dios quiso evitar el mal y no pudo, entonces no es omnipotente, y si pudo y no quiso, entonces no es bueno, y si ni quiso ni pudo, entonces no es ninguna de las dos cosas. O lo que es lo mismo: Dios no existe. Así que mira por donde, como decía Aubrey Moore: «apareció el darwinismo y, bajo el aspecto de un enemigo, hizo el trabajo de un amigo».

Y si se continúa argumentando que un Dios omnipotente podría haber creado un mundo mejor, en el que no existiera el mal, siempre se puede responder diciendo que los caminos del Señor son inescrutables, y que el mal, por excelencia, no es sino el pecado, que es responsabilidad del libre albedrío de los seres humanos. Cierto que podría haberlo hecho mejor, haberse servido de otras causas intermedias que hubieran dado lugar a un universo libre de crueldades, imperfecciones y maldades, pero un mundo así, sostiene Ayala como argumento final, resultaría mucho menos interesante, menos creativo y menos emocionante que éste. Y ahí llegamos a la conclusión: «Sí, se puede creer tanto en la evolución como en Dios».

Y bien, ¿qué decir de todo esto? Pues varias cosas.

Para empezar, es cierto que no puede haber conflicto entre la ciencia y la religión, sencillamente porque la ciencia, en cuanto tal, no tiene nada que decir de Dios ni de la religión. Ni en un sentido ni en otro (y esto conviene que lo tengan muy presente tantos científicos reconvertidos en apologistas). La confrontación tiene lugar entre la religión y la filosofía, porque el problema de la existencia o no existencia de Dios únicamente puede plantearse y cobra algún sentido en el contexto de la ontología. Se trata, en último término, de una confrontación entre una ontología espiritualista, solidaria de la religión y, ocasionalmente, del Dios del monoteísmo, y una ontología materialista, que conduce inevitablemente al ateísmo. Y no es una confrontación baladí; no lo es, desde luego, como para que alguien que ni siquiera se percata plenamente de su origen y de su alcance, se atreva a castigarnos con unas especulaciones tan simples y clamorosamente ingenuas como las de Ayala (de forma acaso incomprensible, si tenemos en cuenta que nos hallamos frente a un teólogo formado en la Universidad Pontifica de Salamanca).

Respecto al tratamiento completamente superficial que se hace del problema del mal, nada diré. Afirmar que Dios podría haber creado un mundo sin él, pero que no lo hizo porque resultaría menos atractivo, interesante y emocionante que éste, lo dice todo. Creer que con una sugerencia tan peregrina se ha solventado la enorme dificultad que supone el mal de cara a afirmar la existencia de Dios, no es más que un pío y candoroso deseo. Y si el peso se carga ahora en el libre albedrío, debería Ayala plantearse, como hizo san Agustín, si la misma existencia de Dios (dada su omnipotencia y omnisciencia) no implica una negación de la libertad humana. Y aunque la respuesta agustiniana es negativa (somos libres, pero libres de hacer libremente lo que Dios sabe que haremos libremente), no debemos olvidar que, siglos más tarde de que los intuyera san Agustín, la de los protestantes es afirmativa: La existencia de Dios no sólo niega el libre albedrío, sino que conduce, directamente, a afirmar la predestinación. Todas esas cuestiones no pueden despacharse, sin más, en un par de líneas. De lo contrario, más vale callarse.

Finalmente, si Dios no se necesita (como reconoce el propio Ayala) para explicar el origen del Universo y de la vida, entonces, pregunto yo, ¿para qué se necesita? ¿Acaso para servir de fundamento a los valores morales y dar sentido a esa misma vida? ¿Quiere decirse que la filosofía por si sola no puede reflexionar sobre la moralidad a menos que cuente con el apoyo de la religión? ¿O que mi comportamiento moral se halla tan supeditado a la existencia de Dios, o, al menos, a mi creencia en tal existencia, de tal modo que el dictado de mi razón no es suficiente para inducirme a actuar moralmente? Y en cuanto al sentido de la vida, ¿únicamente la religión puede desentrañarlo y proporcionarlo? El sentido de la vida, si es que alguno tiene, y si verdaderamente tiene, a su vez, sentido preguntarse por él, a menos que un desee, con cuestión tan escurridiza, empantanarse en la ciénagas de la pura metafísica, es algo de una relatividad y subjetividad que no admite solución ni consenso, porque cada cual puede dar sentido a su vida de muchas formas: por ejemplo, ocupándose en desentrañar sus misterios, como con innegable eficacia hace el biólogo Ayala, mas también jugando al mus, sin ir más lejos.

En definitiva, si desde la biología no puede apuntalarse la existencia de Dios, entonces la biología no tiene nada que decir al respecto, y el biólogo haría bien en concluir que si la Idea Dios nace para explicar el mundo y el mundo puede explicarse sin Él, lo más lógico es suponer que Dios no existe. Con todo, el biólogo (y Ayala en este caso) es muy libre de creer lo que estime oportuno, y su creencia es del todo respetable. Pero menos lo es ese intento de dejar la puerta abierta para que el gran público, al que nos referíamos en el inicio de esta nota, llegue acaso a la conclusión de que la biología prueba fehacientemente que, sin duda, somos primates, pero… quizá divinos.

 

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