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El Catoblepas, número 110, abril 2011
  El Catoblepasnúmero 110 • abril 2011 • página 10
Artículos

La ciencia y el relativismo.
Una apología materialista de la razón

Carlos M. Madrid Casado

Publicado en el volumen colectivo editado por Jesús G. Maestro y Inger Enkvist, Contra los mitos y sofismas de las «teorías literarias» posmodernas, Academia del Hispanismo, Vigo 2010, páginas 441-458

«El que no es matemático –decía Aristóteles– se asombra
de la inconmensurabilidad de la diagonal y del lado del cuadrado;
el matemático, se asombra del asombro de quien no es matemático.»
Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, pág. 882

1. El siglo XX fue, desde luego, el siglo de oro de la epistemología científica. Probablemente, porque la acumulación en el tiempo de «revoluciones científicas» que conoció el siglo pasado sea algo muy raro e irrepetible. Pero queda lejos ese tiempo en que la epistemología y la filosofía de la ciencia aparecían como las disciplinas filosóficas más seguras. Cuando la primera década del siglo XXI está próxima a concluir, las amenazas internas y externas contra la teoría filosófica del conocimiento (epistemología) y de las ciencias (gnoseología) parecen más fuertes que nunca. La meta de estas páginas no es otra que revindicar la actualidad permanente de ese proyecto filosófico que la Modernidad ha venido desarrollando en zig-zag.

2. Las Guerras de la Cultura (Culture Wars) han sido el emblema de una buena parte de las controversias académicas a propósito del multiculturalismo, la interculturalidad, el choque de civilizaciones y el relativismo cultural. Pero el relativismo cultural se convierte en relativismo epistemológico cuando la igualdad de valor de todas las culturas se aplica al valor de verdad (Alvargonzález, 2002).

Dentro de la serie de polémicas que desde finales de los 80 han salpicado a filósofos, historiadores, sociólogos y demás miembros de los departamentos anglosajones de «estudios culturales», el relativismo epistemológico ha demostrado tener un alcance todavía mayor que el relativismo cultural, ya que no sólo afecta a las diferentes culturas sino también a los diferentes conocimientos de cada cultura. En especial, atención, a la ciencia.

La ciencia del primer mundo no sería, como escribiera Feyerabend en la introducción a la edición china de Contra el Método, más que una ciencia entre otras ciencias. La ciencia y la tecnología occidentales habrían perdido a lo largo del XX su certidumbre y carácter benefactor. La Ciencia, con mayúscula, sería un mito, una narración o construcción social. Estamos ante las Guerras de la Ciencia (Science Wars), por emplear la expresión acuñada por Andrew Ross, editor de Social Text, y que Sokal & Bricmont han popularizado en Imposturas Intelectuales.

Pero, alto ahí, un momento... ¿cómo ha podido llegarse a esta concepción relativista de la ciencia y del conocimiento? ¿Qué papel ha desempeñado la filosofía de la ciencia en este desplazamiento? ¿Es posible acaso una epistemología que navegue entre dos aguas, entre dogmatismo y escepticismo, entre cientifismo y relativismo? Y, aún más, ¿es necesaria una puesta al día de la gnoseología en este mundo tecnificado?

3. Es ocasión de denunciar el primer tópico: no debe confundirse la crisis de la filosofía de la ciencia del siglo XX con la crisis de toda filosofía de la ciencia. Son los programas epistemológicos y gnoseológicos clásicos, dominados por una concepción de la ciencia fuertemente logoteórica o teoreticista, los que han hecho crack.

La sucesiva incorporación de materiales históricos y sociológicos en la imagen tradicional de la ciencia se ha conseguido a costa de reducir las ciencias a la mera condición de formaciones culturales o teoréticas (literarias), desconectadas de la objetividad y la verdad. El teoreticismo imperante ha vaciado de contenido la gnoseología, llegando a plantear su jubilación y sustitución a medio o largo plazo por la historia de la ciencia, la sociología del conocimiento científico o, peor todavía, los estudios sobre ciencia y cultura, sin perjuicio de que la crítica de Kuhn y sus epígonos siga sirviendo en cada ocasión como apoyo filosófico.

4. La originalidad de nuestra apología radica en que, a diferencia de otros, no tratamos de defender la filosofía estándar de la ciencia frente a la sociología o los estudios culturales. Porque aceptamos gran parte de sus críticas a la concepción heredada de la ciencia. Estamos tan lejos del Círculo de Viena, Popper o Lakatos como de Van Fraassen o Giere. Pero, a cambio, pretendemos sentar las bases de una filosofía de la ciencia no logoteórica, no teoreticista. Una filosofía experimentalista o, incluso, materialista de la ciencia (Madrid Casado, 2008).

No se trata sólo de un cambio de tema (del énfasis en la estructura de las teorías científicas al análisis de la praxis científica, de la Academia al Laboratorio), sino de algo más. De bastante más. Se trata de tomarse en serio que los científicos son, ante todo, agentes activos. Los científicos no sólo formulan teorías o hipótesis de que deducir predicciones, sino que dedican la mayor parte del tiempo a experimentar, manejar aparatos, diseñar artefactos y accionar máquinas. Son, empero, agentes que hacen cosas con cosas (incluso plantear leyes consiste en una práctica escrita). Y lo que los científicos manejan o manipulan, equipados con las teorías y los modelos, no son otras teorías u otros modelos, sino la realidad misma por medio de los aparatos. No se produce ciencia intercambiando teorías sino actuando sobre la realidad; porque la ciencia no es primariamente un modo de representar y observar el mundo, sino de manipularlo e intervenir en él. Frente a la tendencia endémica de la filosofía contemporánea a reemplazar todo por entidades lingüísticas, experimentar no es enunciar o informar sino hacer, y hacer con algo distinto de palabras [Figuras 1, 2].

Para conocer científicamente hay que transformar el mundo en una probeta o en un ciclotrón. La genética o la física son, en esencia, tecnociencias. Así también, por ejemplo, la química, lejos de ser una yuxtaposición de teorías y proposiciones, constituye un campo material, con una serie de operaciones fisicalistas propias (calentar, enfriar, destilar, filtrar, decantar, centrifugar, &c.) desplegadas con ayuda de diversos instrumentos sobre ciertos términos característicos (ácidos, bases, sales, hidratos, óxidos, &c.), que va cerrándose en torno a unos principios (el principio de Lavoisier, el de Dalton, el de Proust, &c.) y a unos teoremas (acerca de la oxidación reducción, el intercambio de valencias, &c.), y al que hoy podemos referirnos rápidamente señalando la tabla periódica y los compuestos formados por sus elementos (Alvargonzález, 2010).

Joseph Wright de Derby, Experimento con pájaro en bomba de aire
Experimento con pájaro en bomba de aire de Joseph Wright de Derby, pintor que retrató a los «filósofos naturales» de la Revolución Científica operando con sus aparatos e ingenios (bombas de vacío, microscopios, telescopios, planetarios...)

5. Este énfasis en la práctica, procedente originariamente de la sociología y, más recientemente, de la historia, produce una concepción de la ciencia dramáticamente nueva y da pie a explorar una idea de conocimiento que abandone la representación por la manipulación. La práctica dibuja dentro de la órbita de la ciencia no sólo teorías y modelos, sino también hechos, instrumentos, aparatos, máquinas y seres humanos. Lo que distingue esta imagen de la tradicional es, insisto, que no comprende la ciencia y el conocimiento como una construcción en términos conceptuales y lingüísticos sino como una actividad social y material.

La filosofía analítica de la ciencia ha dedicado de siempre poca atención a la práctica científica. De hecho, el giro «historicista» mantiene, al igual que la Concepción Heredada o Sintáctica y la actual Concepción Semántica, una fuerte orientación teorética. Por su tendencia a centrarse en la historia de las teorías científicas, Kuhn constituye –como Carnap o Popper- uno de los máximos exponentes de la miseria del teoreticismo. De hecho, la mayoría de las discusiones postkuhnianas aún adoptan una visión de la ciencia casi exclusivamente logoteórica, que ignora su carácter técnico-operatorio. Esta filosofía «teoreticista» anima a decir, con Popper, que todo nuestro saber se reduce a un mero conjeturar, abriendo sin querer la puerta al relativismo. Pero basta argumentar ad hominem: la explosión de una bomba atómica hace saltar por los aires cualquier clase de escepticismo (nunca mejor dicho). Sin embargo, no es preciso llegar a este extremo. Como tampoco es preciso invitar, como hace Sokal, a transgredir las leyes de la física newtoniana desde la ventana de su apartamento a quien cree que son simples convenciones sociales, para comprender que la realidad no se agota en nuestro comercio lingüístico o teórico. El papel de la realidad no es insignificante. Pensando y repensando se puede llegar muy lejos. Pero las teorías son de cristal. Y la realidad es un martillo. Un experimento bien controlado y reproducible puede echar por tierra creencias que eminencias han dado por válidas durante siglos. La transformación de la realidad que producen las ciencias constituye el máximo indicio de su veracidad y objetividad. Y hoy, como ayer, la conexión ciencia-tecnología es insoslayable (no en vano, si la I Guerra Mundial fue la guerra de la química, la II Guerra Mundial fue la guerra de la física).

Joseph Wright de Derby, Filósofo dictando una lección sobre un planetario
Filósofo dictando una lección sobre un planetario (orrery) de Joseph Wright de Derby

6. En suma, se trata de tomar partido por una filosofía experimentalista de la ciencia y una gnoseología materialista (que, por ejemplo, comprenda los aparatos científicos como máquinas epistémicas y ónticas, productoras de conocimiento y constructoras de mundo). Esta propuesta está en condiciones de asumir buena parte de las críticas anteriores y, al tiempo, evitar deslizarse hacia cualquier clase de relativismo epistemológico o social. Frente a Bloor, muñidor del Programa Fuerte en Sociología del Conocimiento (y matemático antes que sociólogo), Barnes, Collins y Pinch, puede diseñarse una filosofía de las ciencias que no renuncie a la verdad, la objetividad y la racionalidad (en un sentido material, no formal). Para ello, puede echarse mano de los resultados que los «estudios de laboratorio» (Latour, Woolgar, Knorr-Cetina, Pickering...), pero también el «nuevo experimentalismo» (Hacking, Galison, Franklin...), así como la «teoría del cierre categorial» del «materialismo filosófico» (Bueno, Álvarez, Alvargonzález, Huerga…), han ido obteniendo en los últimos quince años. Estamos en condiciones de adelantar a grandes rasgos cuáles son sus premisas metodológicas:

i) predominio del idioma performativo sobre el idioma representacional en ciencia (Pickering, 1995);

ii) el científico es un sujeto operatorio e interventor (Hacking, 1996);

iii) la ciencia comprende una cultura material y los aparatos e instrumentos de laboratorio son los contextos determinantes de las ciencias (Bueno, 1992).

Además, estas tesis facilitan, como vamos a ver, una relectura (materialista) de las mantenidas por los sociólogos de la ciencia a propósito de la construcción social y demás.

7. Salgamos, ahora, en defensa de la epistemología y la filosofía al terreno donde se libran las Guerras de la Ciencia. Pero, atención, no en pos de una epistemología fundacionalista con pretensiones de tribunal legitimador, ni tampoco de una filosofía representacionalista de la ciencia y del conocimiento científico; sino enarbolando la bandera de una gnoseología como la antes referida, sabedora de que la posibilidad de dar una respuesta al escéptico capaz de vencerle por K.O. está en la práctica (algo, es cierto, que Marx atisbó en su Tesis II sobre Feuerbach). E intentando demostrar, frente a los provocativos análisis de Rorty (1980), que la gnoseología no ha muerto. A lo sumo, será la gnoseología adecuacionista la que habrá muerto (e incluso esto está por demostrar); pero la de inspiración experimentalista o materialista no necesariamente. Ni mucho menos.

8. A vueltas con la sociología de la ciencia y la construcción social. Antes de analizar las reglas de juego de la sociología del conocimiento científico, vamos a rastrear sus orígenes. Si Popper contribuyó a demoler el criterio positivista de verificabilidad, Kuhn y Feyerabend hicieron lo propio con el popperiano de falsabilidad, allanando el camino a la historia y, especialmente, a la sociología de la ciencia, que supone un respetable competidor para la filosofía de la ciencia. Pero, desde nuestras coordenadas, interesa subrayar que el falsacionismo popperiano, con su idea de una verdad científica conjetural, provisional, frágil, también facilitó el camino al relativismo epistemológico y social. Porque difundió la idea de que las ciencias son sólo teorías, hipótesis teóricas, que, desde la teoría de los paradigmas de Kuhn o el anarquismo metodológico de Feyerabend, se suceden como modas y son poco más que el fruto de un consenso dentro de la comunidad científica. Es decir, al contrario de lo que habitualmente se defiende, el relativismo del enfoque social e histórico de la ciencia es precisamente una consecuencia de las concepciones clásicas de la ciencia, a causa –digámoslo una vez más– de su profundo teoreticismo (Huerga, 2003: 22). Guiada por lo que se ha llamado una «interpretación radical» (no conservadora) de Kuhn y Feyerabend, la sociología del conocimiento científico ha hecho de la controversia el lugar privilegiado desde donde mirar cómo se hace la ciencia real y se fuerzan los consensos científicos. Los sociólogos de la ciencia han pasado de la veri-ficación a la veri-dicción, desplazando el análisis de lo que puede afirmarse como verdadero a las estrategias por las que algo parece verdadero dentro del discurso.

Una vez que hemos rastreado sus orígenes, podemos afirmar que la sociología del conocimiento científico se sustenta, simplificando, en tres principios:

i) Naturalismo: los procesos científicos son susceptibles de investigación empírica.

ii) Relativismo: no hay criterios absolutos de verdad, de objetividad y de racionalidad.

iii) Constructivismo social: el conocimiento científico no es una representación del mundo sino una construcción social, porque los científicos están influidos socialmente y la ciencia no difiere –salvo quizá en eficacia- de otros tipos de conocimiento.

Comencemos analizando este último principio (iii), dejando el análisis de los principios (ii) y (i) para después.

La sociología de la ciencia se ha propuesto sustituir la concepción representacionalista o adecuacionista del conocimiento, ya limada por Kuhn y sus sucesores, por otra que ponga de relieve el modo en el que el mundo natural, sobre el que siempre se ha supuesto que se constituye el conocimiento científico, es en realidad una construcción social. Los sociólogos del conocimiento científico dan cuenta de las decisiones científicas en términos de intereses y no de razones, de manera que el conocimiento logrado de la naturaleza no es algo objetivo o verdadero, sino algo socialmente producido en función de la búsqueda de autoridad, reconocimiento y crédito de la comunidad científica. O sea, es el entramado social –las creencias, los conocimientos, las expectativas, la totalidad de la cultura– el que constituye al objeto científico. Lo cual significa nada menos que la inversión de la relación supuesta entre sujeto y objeto, entre forma y materia.

A nuestro entender, la teoría constructivista del conocimiento presenta tres versiones no siempre bien diferenciadas por sus defensores:

1) Constructivismo sobre los hechos: todos los hechos están construidos socialmente de una forma que no es independiente de nuestros intereses.

2) Constructivismo sobre la justificación: el que el hecho H justifique la creencia C depende de nuestro contexto social.

3) Constructivismo sobre la explicación racional: el que la creencia justificada C explique racionalmente otra creencia C* depende de nuestro contexto social.

Antes de entrar en materia, conviene señalar que 1 → 2 y que 2 → 3. En efecto, el constructivismo social de los hechos es, desde luego, la forma más radical posible de constructivismo, mientras que la 2 y la 3 suelen ir ligadas con formas de relativismo más o menos acusado. Por ello, nuestro estudio ha de comenzar por desactivar 1.

Nuestra estrategia va a ser la siguiente: no vamos a negar de plano 1, defendiendo un empirismo más o menos ingenuo; sino que, asumiendo que los hechos científicos son construidos, vamos a mantener que esta construcción es, efectivamente, social, pero sólo en un sentido trivial y secundario. Porque los hechos científicos son construidos, en un sentido primario, material y experimentalmente por los científicos, empleando múltiples aparatos. Y como los científicos son agentes sociales, así como los equipos de laboratorio son productos sociales, no cabe sino aceptar que esta construcción práctica es también social. Todo enfoque gnoseológico en sus casillas reconocerá que la sociedad orienta decisivamente el alcance (ontológico, añadiríamos nosotros) de la ciencia. Por ejemplo, ciertas proteínas, el agua pesada o el uranio enriquecido son productos relativamente fáciles de producir hoy día y cuya fabricación era imposible en los albores del siglo XVII, dado que se carecía de la cultura instrumental necesaria.

Ahora bien, para poder presentar y defender esta doctrina hay, primerísimamente, que eliminar toda calificación peyorativa del constructivismo. Para ello, recordaremos que el primer movimiento constructivista fue, aunque suene paradójico, el propio positivismo lógico (Hacking, 2001). Basta mencionar el famoso libro de Carnap titulado La construcción lógica del mundo. En otras palabras, pese a lo que sostengan bastantes epistemólogos, el peligro no proviene del constructivismo, del género, sino de su variante social, es decir, de la especie. Lo que ha cambiado es la fuente de materiales de construcción: la lógica por la sociología.

Basándonos en las premisas metodológicas ya fijadas, aceptamos que los hechos científicos son construidos (experimentalmente) por los científicos en sus laboratorios. Al modo, por ejemplo, que lo es el Plutonio-239, inexistente en la naturaleza, en los aceleradores de partículas. Pero los científicos no construyen el hecho científico ex nihilo, lo hacen a partir de otros hechos científicos ya construidos y, en el límite, de hechos brutos de la experiencia común. No pueden, por tanto, hacerlo libremente. A la manera que por hábil que sea el obrero, su libertad está siempre limitada por las propiedades de la materia prima sobre la cual opera.

Pero, ¿cómo es posible que la ciencia dependa tanto de la cultura, sea una construcción social, y sin embargo produzca resultados tan sólidos? Tanto el Programa Fuerte (Bloor & Barnes) como el Programa Empírico (Collins & Pinch) minimizan el papel de la naturaleza y de lo material en la resolución de las controversias científicas; pero los sociólogos partidarios de los estudios de laboratorio han intentado anclar las controversias en algo de algún modo material. Así, la teoría de la red de actores de Latour y Callon convierte la ciencia en un proceso de constante interacción entre el científico, los actores humanos más allá de las paredes del laboratorio (periodistas, gestores, políticos) y, atención, los actores no humanos (bacterias, átomos, virus, protones). La nueva teoría de Latour, pionero junto a Woolgar en defender la tesis de la construcción social de los hechos científicos (Latour & Woolgar, 1995), supone una inflexión a tomar muy en cuenta. Latour (2001) reintroduce la naturaleza y lo material como conjunto de actores no humanos. Algo que ha sido criticado por Collins, considerando que de este modo obstaculiza el poder crítico del sociólogo. Pero que, en cambio, ha sido muy aplaudido por otros como Pickering, para quien la recuperación de la agencia material viene a cubrir una importante laguna de los análisis sociológicos. Dadme un laboratorio y levantaré el mundo, afirma Latour. Y no le falta razón, aun cuando lo haga en un contexto más político que gnoseológico, porque ha dejado de concebir la ciencia como puro texto producto de una construcción social, para rescatar lo empírico del olvido e imaginarla como una construcción material y social (en línea con las premisas no teoreticistas que marcamos).

Desde nuestra órbita, pese a que algunos de sus trabajos han sido caricaturizados por Sokal y los cientifistas, Latour es quien más en serio se ha tomado explicar –desde el campo de los estudios sociales de la ciencia- cómo es posible hablar de descubrimientos científicos si la ciencia es en realidad una construcción. Desde una perspectiva constructivista, no puede decirse –si se quiere ser coherente– que, por ejemplo, Ramsés II muriera de tuberculosis, puesto que el bacilo de Koch no fue construido hasta el siglo XIX. Para Latour, la afirmación de que Ramsés II murió de tuberculosis sólo deja de ser un anacronismo cuando la momia es traída a un laboratorio por los científicos franceses. Es en ese momento cuando los restos de Ramsés II quedan incorporados e insertos materialmente en la red científica (Latour, 2000: 247-249). Nos encontramos, pues, ante el mismo problema que subyace en la imaginación de un inobservable escenario precámbrico, con sus rocas y dinosaurios, de los que nosotros sólo poseemos reliquias en forma de estratos y fósiles (Bueno 1992, Volumen V: 207-208).

En resumen, nuestra defensa frente al constructivismo social no consiste en negarlo taxativamente, sino en argumentar que éste es consecuencia a su vez de un constructivismo de signo material más radical, que opera en un nivel jerárquico más fundamental, en la práctica antes que en la teoría.

9. Simetría, reflexividad y relativismo: un mènage à trois muy productivo. Desde el Programa Fuerte de la Sociología del Conocimiento (Bloor y Barnes), hasta el Programa Empírico del Relativismo (Collins y Pinch), pasando por los estudios culturales de la ciencia, todos coinciden en que un estudio adecuado de la estructura y de la dinámica de la ciencia tiene que pasar por la adopción de la siguiente regla metodológica:

Simetría. Los estudios de la ciencia han de ser simétricos en el estilo de sus explicaciones; los mismos tipos de causas han de explicar las creencias verdaderas y falsas; es decir, tendríamos que permanecer alejados de la idea positivista (internalista) de que las explicaciones sociológicas, psicológicas, políticas, etc. sólo serían pertinentes para explicar el error, pero nunca la verdad (Bloor & Barnes, 1982).

Cuando la simetría la aplicamos a la propia sociología, aparece la reflexividad. Y cuando la aplicamos al análisis del resto de disciplinas científicas, nos topamos con el relativismo. Simetría, reflexividad y relativismo son –si se nos permite la expresión castiza– la Santísima Trinidad de la Sociología del Conocimiento. Pero, sin duda, la simetría es la madre del cordero, y a la que más líneas hemos de dedicar.

La situación ha llegado al extremo de que, emboscados en el dogma de la simetría (que impide diferenciar entre lo verdadero y lo falso), los sociólogos de la ciencia se muestran incapaces de distinguir entre el Diseño Inteligente y la Teoría de la Evolución: el sociólogo de la ciencia Steve Fuller ha testificado, de hecho, en un juicio en defensa de la enseñanza del Diseño Inteligente en EE.UU., argumentando que es ciencia antes que religión, puesto que –al igual que el darwinismo– se trata de una teoría (nótese el teoreticismo de su respuesta) (Camprubí, 2006). La simetría acaba con la sociología del error y estudia la física igual que la frenología. Las piedras dejan de caer igual en Europa que en América, pese a Galileo, Newton y sus cachivaches. La sociología de la ciencia arruina, pues, la «escala gnoseológica».

Para la sociología del conocimiento, la génesis (social) parece viciar profundamente la validez (científica) del conocimiento. O, dicho con terminología de Reichenbach, el contexto social de descubrimiento anega por completo el contexto de justificación. Sólo quedaría este contexto social; porque cada conocimiento emerge, según su opinión, en condiciones sociales muy particulares, que lo generan y determinan. La aceptación rígida de la distinción de Reichenbach parecía garantizar la independencia mutua de sociología y gnoseología por los siglos de los siglos. Pero si se niega, escudándose en la simetría, la sociología se convierte en falsa gnoseología. Porque el estudio social de la ciencia no puede dar cuenta de la configuración y desenvolvimiento histórico de las verdades científicas, puesto que estos procesos exceden por definición su ámbito: el análisis sociológico tiene la misma vigencia para el establecimiento de una verdad como de una falsedad (algo que yace enterrado en la propia tesis de simetría). En otros términos, tratamos de sostener frente a los sociólogos que una lectura atenta de la tesis de la simetría condena la invasión sociológica del terreno gnoseológico y epistemológico.

Es más, si aplicamos la simetría a la propia sociología (reflexividad), llegamos a que ésta última también es relativa y depende de condiciones sociales concretas (no habría tal ciencia de la ciencia elevada a metaciencia): al igual que los científicos naturales, los científicos sociales se moverían impulsados por la pugna de poder académico en el ámbito de los Science Studies. De igual modo que una lectura kuhniana de la obra de Kuhn lo deja muy mal parado (fruto de un científico normal, nada revolucionario), una lectura relativista del relativismo parece reducirlo a la nada. No se puede ser un antirrealista natural y, seguidamente, un realista social, como en el fondo son la mayoría de sociólogos, que se limitan a cambiar la Physis, con mayúscula, por la Polis, también con mayúscula. Relativizan todo, a excepción de sus propios conceptos (sociedad, cultura, contexto… según sean macro- o micro-sociólogos). Sólo Woolgar (1990) es coherentemente radical: sustituye el representacionismo social por un mero descripcionismo, para alejar el «fantasma» de la representación, apostando por una visión etnográfica de la ciencia. Propone, incluso, la exploración de nuevas formas literarias, pero esto supone la defunción de la sociología del conocimiento en lo que tiene de ciencia (Rioja, 2009). El problema es, por supuesto, que una vez aceptado que las palabras no tienen relación alguna con las cosas; aceptado que no hay referente objetivo en el discurso; aceptado que tampoco el discurso sobre el discurso puede tener referente objetivo; aceptado que unos y otros son sólo «construcciones sociales» y, por lo tanto ilusiones (sic), aceptado todo esto, el discurso carece simplemente de objeto, carece de sentido y lo único que puede tener sentido es el silencio, como concluye Lamo de Espinosa (1994). Pues tras la afirmación «no hay verdad alguna», que sume al discurso en la paradoja, sólo el silencio parece legítimo.

10. Los dos dogmas del relativismo: la distinción Naturaleza / Cultura y el dilema Prescripción / Descripción. Hasta donde alcanzamos sostenemos que la sociología del conocimiento científico se sustenta en dos dogmas no bien explicitados, que suelen darse por supuestos, aprobados tácitamente, pero que distan años luz de ser consistentes, sólidos. Entre otras cosas, porque estos dos dogmas de la sociología son dos dogmas filosóficos:

a) La distinción Naturaleza / Cultura. Al igual que sus colegas sociólogos, Woolgar (1990) defiende que las entidades científicas están construidas, constituidas, definidas en virtud del conocimiento social. Pero nada dice de su estatus ontológico, que si se articula a través del dualismo Naturaleza / Cultura, concluirá que son productos culturales y, por tanto, sociales, relativos (no susceptibles de verdad). Todo el relativismo del movimiento CTS se asienta sobre la dicotomía ontológica entre Naturaleza y Cultura. Si el cuerpo de la ciencia es un invento cultural, aspiramos al relativismo escéptico; y el único freno posible a una consecuencia tan radical es recurrir a una suerte de naturaleza, detentadora de los datos empíricos observacionales (siempre percibidos bajo una opresora carga teórica). Mientras que Collins y la mayoría siguen abrazando la primera opción, Latour y algunos otros han optado por la segunda, dando marcha atrás en su tradicional apuesta por la Cultura frente a la Naturaleza. No obstante, con este paso atrás, el movimiento CTS demuestra que no puede salir de ciertas modulaciones ya esbozadas en la Concepción Heredada de la Ciencia. En efecto, los sociólogos del conocimiento no podrán salir de esta coyuntura hasta que no abandonen precisamente el marco ontológico en el que pretenden construir su «nueva» visión de la ciencia: la dualidad Naturaleza / Cultura. ¿Puede llamarse posmoderno un movimiento que arraiga en una dualidad tan tradicional? (Huerga, 2003: 40.)

Nuestra propuesta materialista procura superar ese dualismo insistiendo en el especial carácter constitutivo de la ciencia en la confección del mundo, lo que evita deslizarse hacia el relativismo. La física o la biología, a través de laboratorios artificiosos resultantes de nuestra cultura, nos ponen delante de estructuras objetivas que al menos cuando son tenidas por verdaderas, no pueden ser llamadas culturales. Cabría decir, en general, que los resultados de las ciencias naturales o matemáticas, cuando son verdaderos, dejan de ser culturales, y sólo pueden seguir considerándose como culturales aquellos resultados no verdaderos, falsos. Ahora bien, si estas estructuras objetivas no son llamadas culturales, ¿hay necesariamente que llamarlas naturales? No siempre. Solamente cuando la oposición entre Naturaleza y Cultura se sobreentiende (metafísicamente) como una oposición disyuntiva parece que ello es imposible (Bueno, 1996: 200-202).

Hay conformaciones objetivas que no cabe situar ni entre la Naturaleza (en el sentido cósmico) ni entre la Cultura (en el sentido antropológico). Por ejemplo: las estructuras matemáticas no pueden considerarse como estructuras naturales, aunque tampoco como culturales. Los llamados números naturales (0, 1, 2, 3, 4...) son, desde luego, obra cultural del hombre; pero se enajenan y ganan autonomía hasta el punto de que existe una infinidad de estos números, más de los que ningún hombre o ninguna máquina contará jamás.

Es innegable que las ciencias, en cuanto procedimientos de construcción, son contenidos culturales. Pero las dificultades comienzan, para la sociología de la ciencia, cuando nos referimos a los resultados de esos procesos de construcción, a las «verdades científicas». ¿Pueden estas verdades seguir siendo consideradas como culturales? El Teorema de Pitágoras, por ejemplo, ¿es acaso un contenido específicamente cultural? ¿De qué Cultura: la griega, la china, la india…? ¿De todas? ¿O de ninguna? Ahora, tampoco es un contenido natural, reconocible en el seno de la Naturaleza, donde no hay triángulos rectángulos. La disyuntiva Naturaleza / Cultura es, resumiendo, muy superficial. Como momentos culturales de las ciencias hay que considerar a aquellos que tienen que ver con las acciones de su construcción, de su historia; pero no a aquellos que tienen que ver con los resultados y productos objetivos de las ciencias, que tampoco por ello son puramente naturales. Por ejemplo: múltiples bariones pesados predecidos por el modelo estándar sólo han sido determinados en reacciones nucleares desencadenadas por los físicos de partículas. Los laboratorios, con sus sofisticados aceleradores de partículas, sus sustancias químicas industriales, su agua esterilizada… ¿acaso forman parte de la Naturaleza? Estamos ante estructuras transnaturales y transculturales, de una tercera clase más allá de la Naturaleza y de la Cultura.

Si desde la filosofía, sólo Gustavo Bueno (1996) ha dejado meridianamente claro cómo pensamos presos de los Mitos de la Naturaleza y de la Cultura; desde la sociología, sólo Bruno Latour (2001) es consciente de la necesidad de dar otro giro a los estudios sociales de la ciencia: «Los estudios de la ciencia nos conducen a un mundo no-moderno (o amoderno). Hasta ahora, hemos estado determinados por la idea de que éramos modernos. Lo que ahora estamos presenciando y lo que explica el actual interés por los estudios de la ciencia, es el fin de esa creencia, el fin de las dos ilustraciones. La primera Ilustración usó el polo de la naturaleza para desbancar la falsa pretensión del polo social. Las ciencias naturales desvelaban, por fin, la naturaleza y acababan con el oscurantismo, el dominio y el fanatismo. La segunda Ilustración utilizó análogamente el polo social para desbancar la falsa pretensión del natural. Las ciencias sociales (la economía, el psicoanálisis, la sociología, la semiótica) desbancaban, por fin, las pérfidas afirmaciones del naturalismo y el cientifismo. El marxismo, evidentemente, fue tan poderoso porque parecía unir las dos Ilustraciones: las ciencias sociales nos permitían criticar las ciencias naturales y sus poderes y dominaciones naturalizadas. Cuando, dolorosamente, se hizo patente hasta qué punto era insostenible el marxismo, nos trasladamos a lo que se denominó el posmodernismo... La representación no-moderna consiste en que ninguna de esas dos divisiones es necesaria. No existe separación entre el objeto y la sociedad: nosotros los occidentales, seguimos haciendo lo que todos han hecho desde siempre, es decir, cultivar objetos-colectivos ahí abajo que pueden acabar siendo naturaleza ahí fuera o sociedad ahí arriba» (Latour, 1992: 258).

b) El dilema Prescripción / Descripción. Normalmente, el binomio epistemología / sociología se ha venido analizando en términos del par prescripción / descripción. Históricamente, la epistemología ha arrastrado una faceta normativa y reguladora que desbordaba la meramente observacional. Pero el fracaso de buena parte de la epistemología del siglo XX (Círculo de Viena, Popper, Lakatos y otros) en codificar el método científico puso la propia epistemología en crisis y ha desencadenado la deriva sociológica, conduciendo en ciertos círculos al relativismo extremo. El reconocimiento de que no hay un único conjunto de normas o reglas metodológicas cuyo empleo puedan los epistemólogos aconsejar a los científicos, por una parte, dificulta la comprensión misma de lo que sea la ciencia así como de aquello que justificaría su estatus privilegiado dentro de nuestro cuerpo de conocimientos, y, por otra, obliga a acometer un esfuerzo para la identificación, tanto de la pluralidad de métodos operantes en la ciencia, como de las constantes metodológicas que no obstante pudieran existir. Pero, aún más, estas consideraciones sacan a la luz una cuestión de fondo: la del propio aspecto prescriptivo de la epistemología. Si no hay método(s) científico(s), la epistemología no está en condiciones de prescribir nada y tiene que contentarse con una labor únicamente descriptiva. Lo que plantearía el abandono más antes que después del enfoque filosófico y su sustitución por otro. Quizá, dada su virtualidad, por el enfoque sociológico. Si el filósofo de la ciencia acepta que no hay constantes metodológicas ni –por decirlo con Ian Hacking– estilos de razonamiento o de operación, hará bien en reconvertirse en sociólogo o historiador de la ciencia, cambiando un análisis antaño crítico por otro más bien empírico.

Precisamente, la sociología del conocimiento ha sido la disciplina que, haciendo de ello una virtud, ha llevado (supuestamente) a su máxima expresión una concepción puramente descriptiva (empírica) de la faena científica, desconectada de cualquier conexión prescriptiva (crítica) relacionada con el método o la verdad en ciencia. El paso del polo prescriptivo al polo descriptivo está dado. De la prescripción metodológica se ha pasado a la descripción socio-histórica. Si la prescripción se asociaba a la verdad, la descripción se asocia al interés. La crisis de la epistemología ha abierto la caja negra de la ciencia. La sociología post-mertoniana de la ciencia se constituye en oposición a la epistemología, por cuanto no sólo critica su énfasis normativo sino también su descripción (clásica) de la ciencia. Con otras palabras, ataca a la epistemología tanto en el plano prescriptivo como en el plano descriptivo. En última instancia, señala el fracaso de ambas fases y apuesta por abandonar ese proyecto.

Pero la sociología del conocimiento ha hecho un uso interesado de la distinción prescripción / descripción, presentándola como si fuera un dilema último. En el fondo, ni la epistemología era puramente normativa, ni la sociología es puramente descriptiva. Aún más, la sociología del conocimiento es a veces igual de normativa que la epistemología, lo único que ha cambiado es el tipo de normatividad. En efecto, Steve Fuller (1997) ha detectado, a diferencia de sus colegas, la latencia de una epistemología social, con que el enfoque CTS recupera la dimensión normativa perdida con la crítica global a la filosofía de la ciencia tradicional. Fuller y sus colegas tratan de intervenir en la propia producción del conocimiento hic et nunc, combinando la reflexión CTS con una retórica adecuada para vender el producto. Su normatividad no es metodológica (interna), sino política (externa). El sociólogo está, como Fuller llega a reconocer, más cerca del gestor político que del «maestro de escuela» (sic), esto es, del epistemólogo.

Ahora bien, una teoría de la ciencia que no renuncie a abordar el problema de la verdad o del método científico y, por tanto, rechace explícitamente la tesis de la simetría, tendrá necesariamente un alcance crítico y, por tanto, prescriptivo interno. En efecto, cualquier análisis o definición no trivial del método científico o de la verdad en ciencia discriminará y tomará partido por unos contenidos frente a otros (lo verdadero frente a lo falso, el éxito frente al error), alejándose de una descripción simétrica (neutral) de la ciencia, y por tanto postulará implícita o explícitamente un conjunto de normas (no necesariamente a priori) que podrá hacer llegar a los científicos con una intención crítica, dialéctica. Pues, aunque el propio científico es quien mejor sabe dónde le aprieta el zapato –la ciencia como regla de sí misma–, restan múltiples preguntas sin respuesta: ¿Cómo se formuló la hipótesis? ¿Por qué vía se confirmó? ¿Con qué proceder metodológico? ¿Respetando el conocimiento disponible? ¿De manera hipotético-deductiva o contrainductiva? ¿Es un descubrimiento normal o revolucionario? ¿Hay influencias externas a la comunidad científica? &c. Es más, podemos referir bastantes casos actuales donde los filósofos asimétricos de la ciencia pueden intervenir normativamente: los debates a propósito del creacionismo; los derroteros metafísicos de la física teórica puntera (Teoría de Cuerdas, Teoría del Todo); las aplicaciones delirantes de la Teoría del Caos en Ciencias Humanas; las cuestiones bioéticas que surgen en investigación genética; &c. Todos estos casos tienen un rasgo en común: en ellos aparecen Ideas filosóficas que desbordan los propios conceptos científicos de que brotaron.

Resumiendo, a la manera que Quine, al señalar los dos dogmas del empirismo, consiguió ponerle coto, nosotros, al señalar los dos dogmas del relativismo social (la distinción Naturaleza / Cultura y el dilema Prescripción / Descripción), pretendemos marcar los límites que separan la sociología de la filosofía.

11. Conclusión: el porvenir de la gnoseología en el siglo XXI. Hay un futuro y una función actual para el filósofo racionalista, sistemático. Frente al científico natural, frenar el cientifismo imperante. Frente al científico social y sus amigos posmodernos, partidarios del relativismo anticientífico heredado de Rousseau, solventar la bancarrota de la racionalidad, tratando de comprender la ciencia como proceso mejor que como producto. La ciencia como hacer, y no sólo como saber (la de los manuales), es una empresa social y, sobre todo, material, en que los estilos de pensamiento y los criterios de racionalidad son, es cierto, revisables históricamente. Pero la ciencia no es un producto meramente linguístico, no se reduce a un lenguaje o a un conjunto de textos, porque la vemos obrar diariamente ante nuestros ojos (aviones, microondas, ordenadores, &c.). Sólo la perspectiva materialista permite escapar de la prisión idealista.

La ciencia, aunque haya surgido en una cultura muy concreta (la cultura occidental de tradición grecolatina), es universal. Y si es universal, entonces, una vez constituida, no forma parte de la cultura, ya que toda cultura es siempre «cultura particular». Por consiguiente, difícilmente podrá ser acusado de etnocentrismo cultural quien reconozca y defienda la universalidad del Teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las culturas, por encima de cualquier relativismo (Bueno, 2002).

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