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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 3
Guía de Perplejos

De la rabia

Alfonso Fernández Tresguerres

Anotaciones sobre su utilidad y su inconveniencia

Rabia

Quieren verla algunos (entre ellos Catell o Izard, por ejemplo) como emoción básica. No entro yo en lo de si es básica o no, pero que es emoción, parece indudable: al menos su fuerte intensidad y su breve duración así lo hacen pensar. Ni es posible una rabia moderada, que no pasaría de ser un mero enojo, ni tampoco prolongada por un tiempo indefinido, porque, de ser así, lo que inicialmente había sido rabia se habría trocado en resentimiento, e incluso en odio, es decir, se habría convertido en una pasión o hasta tal vez en un sentimiento. Igualmente, no ha de confundirse la rabia con la indignación, por intensa que ésta sea, ya que la indignación, a diferencia de la rabia, no tiene por fuerza que manifestarse al exterior, sino que puede muy bien ser controlada, en ese aspecto, y disimulada. Podría, a lo sumo, decirse que la rabia es una indignación incontrolada y manifiesta. Se trata, en suma, de una explosión afectiva muy próxima, sin duda, a la ira y a la cólera, mas sin ser tampoco, exactamente, ninguna de las dos cosas. Porque la rabia es una reacción inmediata e irreflexiva que comienza y finaliza en sí misma, en tanto que la ira y la cólera rara vez se conforman con estallar y esfumarse, sino que con harta frecuencia buscan el desquite y la venganza de aquél o de aquello que las ha suscitado, y mas a menudo de aquél, porque ambas suelen despertarse siempre contra alguien, en tanto que la rabia, como la frustración de la que suele nacer, puede ser también provocada por una situación (de la que no existe un culpable definido) y hasta por un objeto. Incluso uno mismo, desde luego, puede suscitar su propia rabia. Además, en tanto que la ira y la cólera podrían, con un autocontrol suficiente, ser disimuladas; y disimuladas, precisamente, a la espera del momento oportuno para poder descargarse, la rabia es respuesta tan automática como puedan serlo el asco o el miedo, y, como éstos, posee una expresión facial característica e inconfundible.

Rabia

Pero si es verdad que todas las emociones, como sugería Darwin, tienen un componente funcional, es decir, sirven para algo, no sólo en tanto que medio de comunicación con los otros, sino también en orden a la propia supervivencia, entonces la rabia ha de cumplir, innegablemente, alguna función. Para dar con ella, habría que averiguar antes qué cosas son susceptibles de despertarla.

Naturalmente, sería tarea imposible hacer un listado de todo aquello capaz de provocarla, pero no, acaso, establecer unas pocas categorías en las que podrían encuadrarse todas aquellas cosas, situaciones y actitudes o acciones de personas a las que la rabia sigue de forma inmediata y natural.

En realidad, acaso bastaría con decir que la rabia nace siempre de la frustración, y entonces quizá lo que más bien habría que señalar es las distintas categorías o tipos de ésta, y tendríamos con ello, al mismo tiempo, las principales circunstancias ante las cuales suele reaccionarse con rabia.

Es claro, en primer lugar, que pueden frustrarnos los otros: por ejemplo, cuando somos –o creemos ser– víctimas de una injusticia, de un engaño o de una traición. También cuando nos sentimos controlados, sin que se nos deje margen para maniobrar o actuar, y no ya cuando se trata de un control físico en sentido estricto (que también: una de las cosas que provoca una rabia más intensa en un niño es, justamente, el impedirle cualquier movimiento), sino acaso, y principalmente (al menos en un adulto), el sabernos controlados psicológicamente, sin que nos sea dada una libre elección y decisión en no importa qué asuntos. En definitiva, nos frustran los demás en la medida en que nos causen un maltrato, hablando en general y del tipo que sea. Qué alguien se sienta frustrado, asimismo, por la existencia de una serie de leyes y normas éticas y morales, y hasta de mera urbanidad, que le impidan hacer en cada momento su santa voluntad y la realización de todos sus caprichos, es algo que denota un problema psicológico en el individuo en cuestión y de lo que no tenemos por qué ocuparnos en este momento.

Nos puede frustrar, en segundo lugar, la realidad misma: la imposibilidad de alcanzar un objetivo que deseamos, y ello sin que necesariamente haya nadie –tal vez incluso ni nosotros mismos– culpable de tal fracaso, que puede ser debido meramente a las circunstancias; y, en general, cualquier contratiempo de mayor o menor calado, desde una lluvia inoportuna hasta la pérdida de un medio de transporte. Y, una vez más, hablo de frustraciones razonables, puesto que alguien que se sienta frustrado en toda ocasión porque la realidad no se amolda de modo pleno a sus deseos, tiene también un grave problema psicológico.

Y, por último, el creyente que se sienta frustrado por Dios y rabioso con Él, haría muy bien. Pero esto nada tiene que ver conmigo. Quien se halle en esa tesitura y llegue a tener tal problema, tal vez sea de carácter lógico más que de otra clase. Porque sucede, sencillamente, que Dios no existe.

Y bien, ¿qué puede tener de positivo la rabia cuando nos enfrentamos a esas situaciones? En algunas de ellas, en todo aquello que no se halla en nuestra mano el eludir o enmendar, muy poco, desde luego: no es más que una simple pataleta que a nada conduce, y sí, acaso, únicamente puede servir de deshogo y ser una forma como otra cualquiera de aliviar la tensión mediante un gasto de energía. En otros casos parece igualmente claro que puede actuar como una especie de revulsivo que nos induzca a redoblar los esfuerzo en pos de la consecución de una meta; y también puede servir para marcar nuestro territorio e indicar a los demás que también estamos ahí y que no estamos dispuestos a perder nuestra dignidad ni a dejarnos avasallar, es decir, puede ser un mecanismo que nos induzca de una manera inmediata a ocuparnos de nuestra seguridad (aunque en muchos casos más efectividad que una rabieta la tendría un ladrillazo).

Con todo, no es estado afectivo por el que yo tenga especial simpatía. Me parece obvio que la rabia nace siempre de la impotencia. Y cuando de la relación con los otros se trata, es una ira y una cólera que no quieren manifestarse plenamente como tales. Es, por tanto, reacción agresiva, pero impotente: una impotencia agresiva o una manifestación agresiva de impotencia, una agresión, en suma, que no quiere o no puede constituirse como tal y se queda en simple pataleo. Y si es verdad que preferible es el pataleo –la rabieta– a la agresión, o que la rabia se descargue en una pared en lugar de en la cabeza del prójimo (por lo menos, hablando en general), innecesario resulta, sin embargo, dar a ese prójimo el gusto de vernos rabiar.

Yo creo, por otra parte, que es emoción característicamente infantil, y, por tanto, de espíritus esencialmente infantiles, porque sólo el niño es incapaz de comprender que a la realidad le importan muy poco sus deseos y sus expectativas, y que los otros no han venido a este mundo con la función exclusiva de servirle, sino que, a las veces, más bien da la impresión de que a lo que han venido es con la misión de fastidiarle, sea mediante el engaño, sea mediante la traición o de mil otras formas distintas. Y, por eso, el adulto que sigue la misma pauta en su forma de pensar y de reaccionar ante los acontecimientos externos (o ante las propias limitaciones) que le impiden la realización de un propósito, siendo, por tanto, incapaz de asumir la frustración resultante de todo ello, no es, en realidad, un adulto, sino, y en un sentido muy preciso, un niño.

Ser adulto significa, justamente, asumir las frustraciones y comprender que, una vez que, por su parte, ha hecho todo lo que ha podido para que las cosas fuesen de otro modo, las cosas, en último término, son como son, y, en consecuencia, tanto da reaccionar ante ellas con rabia o con serenidad: nada de eso modificará la realidad misma; pero, en cambio, la primera de tales respuestas no sólo no le conducirá a ninguna parte (tampoco la segunda), sino que le hará víctima de un pesar mayor.

Y ser adulto significa, también, no esperar gran cosa del prójimo. Advertir que cada cual tiene sus propios intereses y que cuando entren en confrontación con los que uno tiene, por lo general se produce el derrumbe y la quiebra de toda lealtad. Nadie hay que pueda sorprendernos y hallarnos desprevenidos en el engaño o la traición si previamente no le hemos dado por supuestas (de forma tan ingenua como absurda) una sinceridad y una fidelidad inquebrantables.

No hay más que un modo de prevenir la rabia: y es hallarse preparado para cuando llegue el momento en que hagan acto de aparición aquellas circunstancias que la provocan, y para ello no hay otro camino que ser poseedor de un sano escepticismo, habernos despojado de la ingenuidad y el candor virginales que fueron testigos de nuestros primeros fracasos, y tener una cierta práctica en la apatheia y la resignación estoica. Pero ésta es, seguramente, lección que sólo el tiempo puede enseñar. Y a quien sea tan torpe como para mostrarse incapaz de aprenderla, no le queda otra alternativa que morderse los puños y clamar por las esquinas.

 

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