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El Catoblepas, número 113, julio 2011
  El Catoblepasnúmero 113 • julio 2011 • página 3
Guía de Perplejos

De los uniformes

Alfonso Fernández Tresguerres

Divagaciones sobre su origen y función

De los uniformes

Un informe, como resulta obvio, no es meramente un vestido, sino un hábito (no en el sentido de costumbre, claro) que caracteriza y distingue a un determinado grupo social, sea del tipo que sea. Mas también a determinados individuos dentro de un mismo grupo. Y ésta ha sido, seguramente, su primera función y la más obvia.

El hábito no hace al monje

Y no está nada mal esa función, a mi modo de ver. A quienes se dedican a algunos oficios o profesiones, es muy útil y conveniente poder identificarlos desde el primer momento. Así, por ejemplo, debería obligarse a los curas a que portasen siempre el suyo. Las monjas, en cambio, suelen hacerlo, o lo hacen con una frecuencia mayor, o eso me parece a mí (aunque es sólo una impresión, ya que, por supuesto, no podría decir si han sido muchas o pocas las que me he cruzado vestidas de paisano). Claro que también es verdad que para una monja puede resultar siempre más engorroso que para un cura el dar lugar a confusiones. Pero, en fin, dejemos esto, no sea que, tal como están las cosas, se me acuse no sólo de anticlerical, sino también de machista.

Pero el uniforme no sirve únicamente para distinguir, sino también para diferenciar, quiero decir, para establecer diferencias de rango entre los distintos sujetos de un estamento social. Y, en este sentido, es evidente que se halla vinculado a la idea de prestigio y de poder; algo que, a lo que se ve, suelen encontrar irresistible muchas personas. Hay individuos que se pirran por llevar uno, aunque sea de segunda mano, y poder parecer lo que no son, y hay mujeres que antes se enamoran del uniforme que del tipo que hay debajo de él; y preferentemente, tanto los unos como las otras, si el uniforme no sólo señala a alguien como perteneciente a un cierto estamento, sino que pone de manifiesto que ocupa un escalafón alto dentro del mismo. Es por eso por lo que a algunos el uniforme les cambia el carácter y la forma de ser; cambio que también suele operarse por la ocupación de cualquier cargo, aunque no sea otro que el de la presidencia de la comunidad de vecinos por simple turno rotatorio. Y esto es fácil de comprobar: no hay más que coger a algún imbécil, colocarle tres botones dorados, aunque sean los propios de un portero de hotel, y al pronto, la transformación es tanta que creerá haberse convertido en almirante del Alto Estado Mayor del Ejército, y lo que es peor, comenzará a comportarse como tal. El ejemplo, según creo recordar, es de Luis Miguel Dominguín, torero inteligente, aunque lo del almirante es cosa mía: él decía que al punto habrías echado al mundo otro hijo de una madre cuyo oficio es uno de los más antiguos.

Toro Sentado, de uniforme

Yo creo que estos aspectos del uniforme, es decir, el remarcar diferencias y subrayar jerarquías, han existido desde que el hombre es hombre, y por eso conjeturo que el uniforme es tan antiguo como la propia humanidad, aunque en un principio no consistiera más que en un color o un adorno corporal distintos, o una pluma más o más alta añadida al tocado. Y esto último no ha de considerarse una mera extravagancia: el ocupar lugares más elevados o más altos (y hablo, desde luego, en sentido estrictamente físico) es desde siempre uno de los símbolos asociados al poder. En realidad, todo eso que se ha dado en denominar protocolo ninguna otra función cumple más que ésta: indicar no sólo quién es cada cual, sino también quién detenta una más alta jerarquía, esto es, decir quién manda.

Ahora bien, no es menos cierto que el uniforme, al tiempo que para establecer distinciones entre los individuos sirve también para igualarlos, y hasta me atrevería a decir que para rebajarlos y degradarlos: todo un país en el que los sujetos estuvieran obligados a vestir igual, se parecería más a un hormiguero que a una sociedad humana. ¿Se supone que así, igualados todos por el vestido, se habría puesto fin a las envidias y las luchas por el poder en cualquiera de sus manifestaciones? ¡Qué torpe ilusión! Algo así sólo puede esperarse desde un profundo desconocimiento de la naturaleza del ser humano, y olvidando que no hay nada que un hombre no pueda envidiar; y hasta es posible que algún pobre sea capaz de envidiar a otro que lo sea más.

Una sociedad de igualados, sería ésa, que no de iguales, lo que es imposible. Las prebendas siempre han existido y siempre existirán, y por eso no dejaría de haber quien tuviera un armario lleno de uniformes o quien se viera en la necesidad de robarte el tuyo a nada que te descuides. Y si alguien cree que eso supondría un procedimiento para curar de la vanidad (empezando por vanidad en el vestir), nuevamente se equivoca: con ello no se conseguiría más que cualquier baratija adquiriera un precio astronómico, aunque nada se pudiera hacer con ella más que gozarla en soledad.

No niego, sin embargo, que pueda haber situaciones muy concretas en las que la obligatoriedad del uso del uniforme llegase a resultar útil y pudiera operar, acaso, como un antídoto contra la vanidad. Estoy pensando, por ejemplo, en la enseñanza: algunos ponen el grito en el cielo, sosteniendo que el uso del uniforme degrada y despersonaliza al alumno, cuando sucede más bien al contrario: lo que el uniforme subraya en ese caso es que allí, de puertas adentro, son todos iguales, sin que importe cuál sea el número de ceros de la cuenta de su papá, y que están allí para lo que están, no para que uno vaya luciendo sus zapatillas de marcan, en tanto que otro tiene que ocuparse, avergonzado, en ocultar las suyas compradas en unos grandes almacenes. De puertas afuera, y una vez finalizada la jornada escolar, cada cual es muy libre de vestirse como pueda y como quiera: con unos pantalones cuyo misión fundamental es mostrar el calzoncillo o con otros puestos a calzador y que amenazan con reventar por todas las costuras.

Y esto nos conduce a otra cuestión importante, aunque perogrullesca (tal vez como todas las que se me ocurren). Y es que el uniforme lo es porque se pone y se quita. Un uniforme del que uno no pudiera despojarse no sería uniforme, sino camisa de fuerza.

Por eso una comunidad de las características a las que antes me refería, esto es, en la que el uniforme no es tal, sino una segunda piel de la cual, lo mismo que de la primera, uno no pudiera desprenderse, lo único que conllevaría es una absoluta degradación y despersonalización de los individuos. Mucho mayor que la de los habitantes del mundo feliz de Aldous Huxley, que eran clasificados en grupos a los que se obligaba a vestir con colores distintos según cuál fuese su cociente intelectual. Esto al menos tiene una ventaja: siempre resulta útil, ya desde el primer golpe de vista, saber cuando nos encontramos frente a un imbécil.

Por otra parte, y si bien se mira, todos utilizamos uniforme. Si pasamos ahora del uniforme en tanto que hábito, esto es, uniforme estandarizado, al vestido en general, es obvio que con él la gente quiere muchas veces dar una determinada imagen –como suele decirse–, es decir, poner de relieve lo que es o lo que cree o desearía ser. Y de ahí que el que en un centro de enseñanza no se use hábito, no significa que no se use uniforme: lo que en realidad significa es que hay tantos como alumnos, y cada cuál intentará con el suyo decir quién es o a qué tribu urbana pertenece, y ello, no pocas veces, creando un distanciamiento despectivo respecto a otros sujetos u otras tribus (aunque presiento que cada vez hay menos: la imaginación de la gente es escasa hasta para llamar la atención).

De manera que si bien el vestido no es, en sentido estricto, uniforme, es evidente que en ocasiones puede oficiar como tal, Y eso de dar una imagen de uno mediante el vestido es algo, ciertamente, de una singular importancia por muchos motivos: por ejemplo, alguien puede aparentar ser un gran intelectual, no siendo más que un payaso; parecer respetable, siendo un crápula; educado, siendo un patán; o digno de confianza, siendo un bribón. De ahí que el uniforme, estandarizado o no, sea una herramienta indispensable al impostor, que tiene que lograr pasar por ser lo que no es.

En estos casos habría que decir que el uniforme o el vestido más que revelar, oculta, es decir, más que uniforme o vestido es disfraz.

 

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