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El Catoblepas, número 113, julio 2011
  El Catoblepasnúmero 113 • julio 2011 • página 13
Libros

La biocenosis lingüística europea

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el último libro de Jesús Laínz, Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras, Encuentro, Madrid 2011

Jesús Laínz, Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras, Encuentro, Madrid 2011 Desde el materialismo filosófico se ha caracterizado a Europa y su unidad como una biocenosis, es decir, como una suerte de ecosistema que mantiene su unidad en tanto que unos depredan a otros para su supervivencia o dominio sobre el resto. En este sentido, la ausencia de un estado verdaderamente dominante en Europa ha impedido una paz europea de garantías hasta después de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que Estados Unidos y la Unión Soviética impusieron respectivamente la pax americana y la pax sovietica, durante el período denominado «Guerra Fría». De hecho, la última guerra de Europa, la sufrida en los Balcanes tanto en Bosnia en 1992 como en Kosovo en 1999, fue consecuencia de la desaparición de la pax sovietica y de la implantación de la Unión Europea, invento precisamente de Estados Unidos bajo la forma de unión comercial y aduanera.

En este contexto cabe entender el último libro de Jesús Laínz, autor de libros tan importantes como Adiós España (2004) o La nación falsificada (2006), cuyo título ya es muy sintomático, Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras (Encuentro, Madrid 2011. Prólogo de Amando de Miguel). Si en los dos primeros se nos mostraban las invenciones de los nacionalismos fraccionarios para fundamentar sus objetivos de secesión de partes de la Nación Española, en esta última obra Laínz aborda el estudio bajo un marco muy general del fenómeno nacionalista en toda Europa, bajo un rasgo distintivo fundamental: la lengua y su imposición o normalización de unas sociedades sobre otras. La normalización lingüística que hoy practican los nacionalistas en distintas comunidades autónomas de España, con plena impunidad y saltando por encima de leyes que los sucesivos gobiernos de la Nación son incapaces de hacer cumplir (evidenciando así una corrupción de la Nación Española), no es algo que hayan inventado los separatistas antiespañoles, sino que ha sido moneda común a lo largo de la Historia de Europa.

Eslavos sobre turcos, turcos sobre eslavos, alemanes sobre eslavos, ingleses sobre irlandeses, los intentos de normalización lingüística y también cultural sobre territorios que eran anexados o perdidos por distintos estados europeos han sido muy frecuentes; uno de los casos más recientes ha sido la prohibición de usar el idioma ruso en repúblicas ex soviéticas como Ucrania o Azerbaián, pese a que fue la lengua común que permitió a estos países, algunos nacidos de un estado prácticamente tribal, desarrollarse como nacionalidades en el contexto de la URSS: «Hoy, sólo veinte años después de Gorbachov, millones de niños habitantes de inmensos territorios en los que durante muchas generaciones la lengua dominante fue la rusa ya no conocen de ella más que unas pocas palabras. Russkiy Mir, fundación encargada de difundir la lengua rusa por el mundo, equivalente al Instituto Cervantes, estima que desde el fin del Comunismo dicha lengua ha perdido cerca de cincuenta millones de hablantes (de trescientos cincuenta millones a trescientos). Si bien el proceso parece haberse frenado, la cuestión lingüística ocupa y seguirá ocupando buena parte del debate político en varios países exsoviéticos como Ucrania, cuyos partidos políticos oscilan entre el deseo de nacionalizar sus poblaciones mediante la ingeniería lingüística –durante el mandato presidencial de Yushenko se ha reducido mucho el número de escuelas en lengua rusa aunque ésta siga teniendo gran vitalidad– y la necesidad de usar la única lengua que les permite comunicarse con su entorno y mantener un vínculo con la que, a pesar de todo, sigue siendo la gran potencia económica, política, militar y energética de la zona» (págs. 198-199).

De este constante baile de fronteras y territorios surgió un imaginario país, denominado «Poldavia», como una suerte de caricatura que reflejaba lo que fue el reparto de fronteras tras el Tratado de Versalles de 1919, que fragmentó el antiguo Imperio Austro-Húngaro y preparó el terreno para el pangermanismo nazi y la Segunda Guerra Mundial. «Poldavia» surgiría años después de las conversaciones de paz posteriores a la Gran Guerra para ejemplificar este complejísimo y artificioso puzzle europeo: «La moda ruritaniana y los despropósitos de los negociadores versallescos sirvieron para que unos años después, en 1929, un militante de la Action Française de Maurras y Daudet –esta vez Léon, hijo de Alphonse– burlara durante algunas semanas a la Asamblea Nacional Francesa con un país imaginario. El país era Poldavia (Poldévie, en francés), y Alain Mellet, que así se llamaba el autor de la farsa, se dirigió a varios diputados de la izquierda rogándoles su apoyo a la causa nacional poldeva ante la Sociedad de Naciones» (págs. 144-145). Lo más gracioso es que cuatro diputados de esta efímera asamblea respondieron a la petición. De hecho, «La primera Poldavia que salió de los laboratorios versallescos recibió en la pila bautismal el nombre de Checoslovaquia» (pág. 149), la misma cuyos tres millones de alemanes, que vivían en los denominados «Sudetes», fueron anexionados a Alemania en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial.

La primera parte de la obra de Laínz está dedicada precisamente a estudiar este fenómeno, no sólo europeo sino mundial, pues

«El explosivo puzzle exsoviético, Yugoslavia con sus recientes guerras nacionalistas que parecen salidas de otra época, Irlanda con su todavía viva guerra de religión cinco siglos después de la matanza de san Bartolomé, 'y todos los demás casos señalados tuvieron como causas remotas o inmediatas conquistas, invasiones, guerras, arrebatos patrióticos, venganzas nacionales, regímenes totalitarios, circunstancias todas ellas en las que la mesura, la justicia, el raciocinio, el conocimiento y la humanidad brillaron por su ausencia.
Aunque parezcan acontecimientos lejanos en el tiempo y en el espacio, no conviene olvidar que muchos de ellos, y no de los menos graves, ocurrieron hace sólo una o dos generaciones, cuando no en nuestros mismos días. Y en la civilizadísima Europa.
Las mismas técnicas de nacionalización –la opresión lingüística, la manipulación educativa, la presión social, la modificación de la toponimia y del nombre de las personas, e incluso la eliminación física de los opositores– han venido siendo utilizadas por los separatismos españoles desde hace treinta años sin oposición digna de mención, y en demasiadas ocasiones con la colaboración de los partidos de ámbito nacional. Aunque, evidentemente, las circunstancias no son las mismas, pues ni ha habido una guerra ni invasiones ni se ha deportado a la fuerza a millones de personas, el esquema de acción es idéntico.» (pág. 239.)

Por el contrario, España mantuvo su paz y no hubo problemas lingüísticos destacados durante siglos. En ese sentido, parece que España no tuviera mucho que ver con la biocenosis europea. Jesús Laínz no lo explica, pero habría que decir que esa unificación lingüística y la ausencia de normalizaciones proviene precisamente de su carácter imperial: en el territorio ocupado por la pax hispanica, la lengua española fue, como decía Antonio de Nebrija, «la Lengua del Imperio», y gracias a esa paz permitió la comunicación de los continentes europeo, asiático y americano.

«Hasta el siglo XIX España se había distinguido por una estabilidad lingüística poco habitual en una Europa agitada por decenas de conflictos lingüístico-culturales. La tendencia hacia el uso general de la lengua de mayor implantación, sobre todo para usos oficiales, se había desarrollado en España, desde los lejanos siglos medievales, de un modo notablemente pacífico y sin necesidad de grandes esfuerzos gubernativos. Ello demostró tanto la coexistencia de las lenguas regionales con la de ámbito nacional como la debilidad de la acción gubernamental para intensificar el uso de esta última en las regiones con otra lengua, sobre todo si se compara con las mucho más imperiosas que tenían lugar en países vecinos.» (pág. 280.)

En virtud de su cualidad de «lengua del imperio», los propios catalanes usaban la lengua española como lengua de comunicación desde el siglo XIII; de hecho, desde «el siglo XV hasta finales del XIX los escritores catalanes y valencianos escribieron en castellano, desde Boscán y Timoneda, pasando por Mayans y Capmany, hasta Balmes y Pi i Margall, por considerar al catalán inapropiado para la creación de cultura. Por ejemplo, el barcelonés Antonio Capmany y Montpalau, uno de los más insignes historiadores españoles de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, escribió en 1779 que «el catalán es un idioma antiguo y provincial, muerto hoy para la república de las letras». Incluso uno de los padres de la Renaixença, Milá y Fontanals, consideró que «encerrar en los rústicos modismos de los dialectos locales pensamientos filosóficos, cosmopolitas, universales, nos parece exigir de una aldeana la expresión propia de las Meditaciones de Lamartine o del Ideal de Schiller» (págs. 280-281).

Precisamente el problema con los nacionalismos proviene del final del Imperio Español. Especialmente con la «Crisis de 1998», los nacionalismos separatistas manifestarán su mayor virulencia, sin haber decaído a día de hoy en sus objetivos, ligados especialmente a grandes grupos empresariales. El romanticismo y la lucha por la cultura, identificada con la nación, será el leiv motiv. De Pompeyo Gener a Jordi Pujol, de la raza catalana y el vasquismo de Sabino Arana y la ETA, se pasará a la cultura catalana como «seña de identidad» distinta respecto a España, que caracterizarán a estas naciones fraccionarias que aspiran a separarse de la Nación Española.

Pese a todo, concluye Jesús Laínz señalando casi lo mismo que había dicho Bismarck, que España es el país más sólido del mundo, pues los ataques separatistas no la han mellado aún tanto como para asegurar su destrucción.

«Y, sin embargo, paradójicamente, la realidad es que España está demostrando ser una nación de una fortaleza y una cohesión extraordinarias, pues muchos otros países europeos han sufrido en los dos últimos siglos secesiones, amputaciones, divisiones, incorporaciones, desapariciones y todo tipo de modificaciones pacíficas o violentas, por disputas serias o bizantinas, mientras que España lleva un siglo resistiendo los embates de los separatismos. Lo irónico del asunto es que los vascos, gallegos y catalanes que apoyan las modas nacionalistas no se están dando cuenta de que las medidas dirigidas supuestamente a defender y fortalecer unas identidades colectivas amenazadas, según dicen, por España, no las están haciendo ningún favor. Lejos de ello, la imposición lingüística y las obsesiones palabreras sólo puede conducir, y se está viendo ya, a la fobia hacia esas lenguas por parte de muchos ciudadanos. Por otro lado, muy difícilmente se puede defender y fortalecer lenguas, historias y personalidades colectivas falsificándolas, adulterándolas y eliminándolas sistemáticamente. Nunca se ha perpetrado un ataque más devastador contra la lengua, la historia y la cultura de esas regiones como el desatado en los últimos treinta años. Los supuestos defensores de las esencias vascas, catalanas y gallegas han demostrado ser sus principales enemigos, pues lo único que han conseguido son ficticias Poldavias, parodias ridículas de aquello que pretenden defender.» (pág. 488.)

En este sentido, puede decirse que España pasó de ser una «anomalía» despreciada desde la óptica torcida y tendenciosa de la Leyenda Negra, a ser una parte más de Europa en tanto que sufre los mismos problemas de «lucha por la cultura» tan característicos de la biocenosis europea.

 

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