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El Catoblepas, número 114, agosto 2011
  El Catoblepasnúmero 114 • agosto 2011 • página 3
Guía de Perplejos

De los excesos

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre las maldiciones de la mesa y la cama

De los excesosDe los excesos

No seré yo quien niegue que todo exceso resulte censurable. Lo sorprendente es que la mayoría de los ilustres teólogos, moralistas y, cómo no, teólogos que se han ocupado y se ocupan del asunto sólo parecen entenderlo así referido a los placeres, y muy especialmente a los que se obtienen en la mesa o en la cama (incluido el dormir). A lo primeros se les ha dado en llamar gula, y a los segundos, lujuria (al dormir, claro está, pereza). Y la definición de ambas (dejo ahora a un lado la pereza) no ha resultado nunca demasiado complicada.

«La gula –dice Espinosa– es el deseo inmoderado, o también el amor, de comer» [Ética, III, af. 45];

lo mismo que la ebriedad lo será de beber.

En cambio, la definición que el propio Espinosa da de la lujuria resulta más curiosa. Desaparece el concepto de exceso o de falta de moderación para decir, simplemente, que

«La lujuria es también el deseo y el amor de mezclar los cuerpos» [Ética, af. 48];

lo que todavía es peor, ya que, a menos que haya que dar por sobreentendido lo de «inmoderado», la propia supervivencia de la especie humana diríase ser el resultado de una disposición viciosa, puesto que no cabe tal supervivencia sin reproducción, y ésta no es posible (al menos en la época de Espinosa, hoy tal vez sí) sin mezclar los cuerpos, y quién podría manifestar el menor deseo de mezclar los cuerpos si la consecuencia de tal ayuntamiento fuese una jaqueca de quince días. Pongamos, pues, que Espinosa se refiere a un deseo inmoderado o a un uso excesivo de la actividad genésica.

En cualquier caso, de lo que nunca ha hablado nadie es de un amor excesivo al trabajo o de un deseo inmoderado de trabajar. Parece que en lo desagradable nunca hay exceso: cuanto más, mejor. Y, de todos modos, si se admite tal exceso, antes será considerado virtud que vicio. Como nadie habla tampoco de una generosidad o una bondad desmesuradas; o de un perdón o un arrepentimiento excesivos. Y, sin embargo, todo tiene su exceso: incluso la virtud. Y si es cierto que la demasía ha de ser siempre viciosa, entonces el vicio correspondiente a los casos mencionados (vicio no tanto moral como intelectual) también tiene un nombre: se llama necedad.

Mas volvamos, como diría Montaigne, a nuestras botellas, quiero decir, a la gula y a la lujuria.

La cocina y la escritura, constituyen dos de los descubrimientos más grandiosos del ser humano, y seguramente aquéllos que han tenido una influencia más determinante en lo que finalmente ha llegado a ser. A los placeres que puedan derivarse de la segunda nadie, que yo sepa, les ha puesto tasa; a los de la primera, sí: se hallan siempre acechados por la gula. Pero, ¿qué es la gula? Creo recordar que era san Agustín quien opinaba que el experimentar satisfacción en el mero hecho de comer suponía incurrir en tal vicio. Y me parece que san Juan Crisóstomo defendía que el pecado original había sido, precisamente, de gula: el ferviente deseo de Eva de comer la manzana, arrastrando a ello a Adán, que como es notorio hacía siempre lo que le mandaban. Las conjeturas de este buen santo, queden para él. En cuanto a san Agustín, yo supongo que nadie –ni siquiera otro santo de igual relieve— estará dispuesto a llegar a los extremos que el sugiere. Después de todo, ¿cómo es posible evitar experimentar una sensación placentera satisfaciendo el hambre o la sed? Ya lo decía san Gregorio quien, desde luego, reprobaba todo tipo de placer, pero advertía que en el derivado del comer se encuentran tan entremezclados el placer y la necesidad que no es fácil determinar que porción se lleva cada cual. ¿Acaso sugiere Agustín que para no ser pecador es necesario comer y beber con auténtica sensación de asco? ¿Era ése su caso? Pero, claro, si es verdad (y no hay por qué dudarlo, desde luego) lo que de sí mismo cuenta, Agustín es un arrepentido que, tras hacer uso abundante de los placeres corporales, y entre ellos los derivados de la bebida y del lecho, descubrió finalmente a Dios, y con los arrepentidos, ya se sabe, da igual que sean del tabaco, de la botella o de la cama, no existe inquisidor capaz de mostrar una intolerancia semejante con los que continúan cultivando, aunque sea con moderación, aquello en lo que acaso ellos se excedieron. Pero, entonces, ¿qué es la gula?

Santo Tomás sostiene que no es gula todo deseo de comida o bebida, sino sólo el desordenado; es, pues, un deseo de alimento no regulado por la razón. De tal manera que si alguien comiera en exceso, no por deseo del alimento mismo, sino por pensar que es necesario, eso no sería gula, sino error de cálculo:

«sólo comete pecado de gula quien se excede en la cantidad de comida conscientemente, llevado por el placer producido por los alimentos» [Suma Teológica, II-IIae, c. 148, art. 1].

Por otra parte, Tomas distinguirá en el acto de comer dos elementos: en primer lugar, el alimento mismo, y, en segundo lugar, el acto de tomarlo. Y en los dos casos se puede incurrir en gula: en lo que atañe al alimento, bien comiendo en exceso, bien exigiendo «una preparación demasiado esmerada», vale decir, creo yo, regalarse el estomago y el paladar con exquisiteces; y en lo que hace al acto, comiendo deprisa, con voracidad o adelantando la hora de comer. Yo, por mi parte, me permitiré plantear el asunto de una forma un tanto distinta.

Dejo de entrada a un lado eso de comer deprisa, porque no faltaba más que prescribir a la gente cuánto tiempo ha de invertir en alimentarse, o lo de adelantar la hora, porque cada cuál hará bien en comer cuando le venga en gana (y nunca mejor dicho), y también lo de la voracidad, porque, ése no es un problema moral, sino estético, y, llegado el caso, seguramente también higiénico y médico (como el de comer deprisa, dicho sea de paso). Y de todos, modos, cualquiera de esos aspectos tendrían en último término que ver más con la urbanidad que con la ética. Pero pienso, en efecto, que en el hecho de comer hay que distinguir dos elementos: por un lado, el alimento como tal, y, por otro, el placer que pueda derivarse de su consumo. En cuanto al alimento, es obvio que podemos excedernos, pero, ¿quién puede determinar la línea divisoria que separa lo necesario de lo excesivo? ¿Habrá que concluir que para un individuo una cantidad determinada de comida se encuentra en los límites de lo necesario, en tanto que esa misma cantidad instala a otro directamente en la gula? ¿Y quién, sino el propio individuo, podrá dictaminar cuál es el término medio que a él le conviene?

Se puede, ciertamente, comer en exceso, esto es, en cantidad superior de la que es necesaria para un sujeto dado (cantidad que, por supuesto, no es la misma para todo el mundo), pero cabría preguntarse hasta qué punto esa demasía no es siempre consecuencia de un trastorno más o menos severo de la alimentación, en cuyo caso estaremos de acuerdo que el individuo no es consciente ni responsable de su conducta. Podrá tildársele de glotón, tragón o adicto al vicio de la gula, ¿y qué? ¿Qué ganamos con eso, más que satisfacer esa pasión tan arraigada en nosotros de señalar, demonizar, condenar y separar a todo aquél que en su conducta no se ajusta a unos cánones establecidos por no se sabe quién. ¿Acaso todas las sociedades y culturas han establecido el vicio de la gula a partir de un determinado y mismo punto? El individuo al que llamamos tragón es tal vez el mismo que en unas coordenadas culturales distintas era considerado plenamente normal, y quién sabe si un auténtico y verdadero hombre. Es cierto, hay una diferencia sustancial: nuestros actuales conocimientos médicos han logrado determinar que una alimentación excesiva resulta perjudicial. Entonces, ¿adelantaremos algo dándole un curso intensivo de moral, recordándole que está sacando un billete al infierno, o no sería mejor que lo fuera de higiene y salud, y hasta de urbanidad? Y si después de tales esfuerzos persiste en su conducta desordenada, ¡qué más da que nos empeñemos en calificarla de una forma u otra! Pero nos priva ejercer de censores morales, y si nada decimos de quien revienta trabajando, porque es sabido que el trabajo dignifica, cargamos contra quien revienta comiendo, porque nos hemos creído con derecho a decidir hasta de qué y cómo tiene que morirse la gente.

Todo esto no tiene nada que ver conmigo, que creo comer más bien poco, pero no porque me haya propuesto ser parco y moderado, sino porque ésa es mi disposición, sencillamente. Y ni siquiera soy un comedor exquisito, aunque, por supuesto, hay cosas que me gustan mucho, otras poco y algunas nada en absoluto. Y con esto de la exquisitez venimos a dar en el segundo de los aspectos del comer: el que tiene que ver con su dimensión placentera. Éste es el verdaderamente interesante de los dos, tal vez porque es aquél en el que se advierte con total claridad otra de nuestras grandes pasiones: amargarnos la vida y amargársela al prójimo.

¿Qué razones hay para considerar repudiable el deleite que pueda obtenerse de la alimentación misma? Yo, francamente, no encuentro ninguna, excepto el hecho de que algunos parecen pensar que la vida no nos proporciona ya suficientes sinsabores como para además tener que renunciar a los escasos gozos que pone a nuestro alcance. Existe toda una moral en la que se da por supuesto que todo placer, por el hecho de serlo, resulta siempre sospechoso, y que no cabe vida virtuosa más que ligada al esfuerzo, al sacrificio y al sufrimiento. Deleitarse en el comer, experimentar buscando sabores nuevos y platos más apetecibles, ¿es ocupación viciosa? De ser así, eso supondría desacreditar la cocina como tal, porque eso es con toda seguridad lo que el ser humano ha estado haciendo desde que ha sido capaz de dominar el fuego. Pero no digo yo que no sea así; tal vez la gastronomía es un invento diabólico y la verdadera entrada al Paraíso pasa por el consumo de raíces y tubérculos, y eso en estado puro. ¡Dios nos libre de cocerlos o ni siquiera limpiarlos!, porque al hacerlo (para mejorar su sabor, entre otras cosas) estamos siendo llevados directamente al Infierno a través de nuestras papilas gustativas. Toda esa larga secuencia de frailes, excelentes creadores y consumidores de cerveza, ¿estarán por ventura condenados? ¿Y las monjitas madres de pastas exquisitas? ¿Son, por ventura, victimas de la gula, o desean, acaso, que lo seamos nosotros? Y no digamos nada de un gourment, a quien más le valiera no haber nacido. ¡Qué ganas de enredar con tonterías! Evidentemente que es ridículo vivir en exclusiva para los placeres de la mesa, tanto en cantidad como en calidad. Pero eso no pone de manifiesto tanto una disposición viciosa como estúpida. Ahora bien, renunciar de modo absoluto a ellos, y exigir a los demás que lo hagan, no es menos estúpido, sino más. Ayunen a pan y agua con un cilicio en cada pierna y otro en la lengua, si ése es su deseo, y déjennos a los demás dueños siquiera de nuestro propio cuerpo.

Pero, claro, sucede que la gula no es un solo pecado, sino que, al decir de santos nombrados, como el mismo Tomás de Aquino, es madre también de una legión de vicios, entre ellos la alegría boba, la bufonería, la inmundicia (naturalmente, es que después de comer mucho se vomita), la locuacidad, la ceguera mental, y…, cómo no, la lujuria, porque, según docta opinión de san Gregorio, cuando el estómago es víctima de la glotonería, entonces, inevitablemente, la lujuria mata las virtudes del alma. Ignoro si la propia experiencia del santo le ha llevado a comprobar que una comida copiosa o exquisita amplifica los deseos de coyunda.

No podía faltar la lujuria, naturalmente, y hete aquí que por si la gula fuese por sí misma poco reprobable, para más inri alumbra la lujuria mediante una relación causal fatal e inevitable. Ya en otra ocasión me he ocupado del asunto éste de la lujuria y, por consiguiente, y toda vez que hemos venido a dar en el asunto, me limitaré ahora a unas breves observaciones

Hay algunos que definen optimistamente la lujuria como el uso ilimitado de los deleites carnales. Acaso ellos tengan esa suerte. En lo que a mí respecta, los límites se encarga de ponerlos (y a veces antes de lo que yo quisiera) la propia naturaleza. Ni siquiera el deseo es ilimitado. Nuestros académicos de la Lengua, con mejor criterio, hablan de uso ilícito o apetito desordenado de dichos deleites. Definición que si no tan absurda no por ello resulta más clara.

Si la lujuria se entiende como el apetito de voluptuosidad carnal, entonces tiene razón Tomás de Aquino al afirmar que no sólo los placeres venéreos serían su objeto, sino muchos otros, como aquéllos, precisamente, asociados a la gula. Ahora bien,

«los placeres venéreos son los que más degradan la mente del hombre. Por eso se consideran los placeres venéreos como la materia más apropiada de la lujuria» [Suma Teológica, II-IIae, q. 153, art. 1].

Sí, ésta es, sin duda, la bestia negra de esa moral (cristiana, pero no sólo cristiana) del sacrificio y el sufrimiento. Únicamente cuando el placer venéreo tiene por objeto la reproducción no será vicioso. En todos los demás casos estamos excediendo el orden que la razón prescribe e incurrimos con ello, directamente, en la lujuria,

«porque es propio de la lujuria el incumplir el orden y la moderación que la razón exige en los actos venéreos» [Suma Teológica, II-IIae, q. 153, art. 3].

El problema con el que nos encontramos es que si únicamente son lícitos los placeres carnales que tienen como objetivo último la reproducción, entonces no se entiende muy bien que Tomás de Aquino hable de moderación en los actos venéreos, puesto que cualquiera que no persiga tal objeto parece que habría de ser considerado vicioso, y, consecuentemente susceptible de ser calificado de lujuria. Y paralelamente, cualquier actividad genésica por intensa y frecuente que sea, siempre que lo que pretende es buscar con ahínco un embarazo, no debería ser considerada en ningún momento como inmoderada. Acaso sucede que yo no acabo de entenderlo muy bien, pero la verdad es que todo esto me resulta un tanto contradictorio.

Por otro lado, tampoco la definición que proponen nuestros padres de la Lengua aclara mucho las cosas. Hablan de apetito ilícito o desordenado. Admitamos que el apetito, vale decir, el deseo mismo, pueda ser considerado lujurioso, aunque no culmine en su satisfacción. Pero, ¿a qué se refieren con lo de ilícito? ¿Tal vez fuera del matrimonio o de la pareja firmemente establecida? Bien, pero eso podrá ser denominado adulterio o falta de lealtad, traición, &c., pero, ¿por qué lujuria? ¿Deseo o relaciones sexuales con menores? Se tratará de paidofilia, corrupción, un delito, en según qué casos y condiciones. Pero, ¿eso es la lujuria? Y otro tanto habría que decir de prácticas sexuales más o menos extrañas, eso que ahora se ha dado en llamar parafilias y que en ocasiones son auténticas perversiones sexuales. Pero lujuria…

Y yendo al otro término de la definición, ¿qué es un apetito desordenado de placeres carnales? ¿Quién establece dónde finaliza el orden y comienza el desorden, dónde la moderación para dar paso a la falta de ella? ¿Cuántas coyundas cabe considerar ordenadas y moderadas, al punto que una más nos convierte en lujuriosos?

Estamos en lo de siempre: en ese afán de gobernar la vida del prójimo diciéndole cuánto tiene que comer y cuánto tiene que fornicar; exigiéndole que lo primero lo haga sólo a base de alimentos con los que no se corra el riesgo de experimentar un placer culinario excesivo; y lo segundo, pensando en todo momento cómo se va a llamar el niño.

Yo, lo he dicho muchas veces, y lo repetiré una vez más: jamás entenderé ese empeño de considerar vicioso todo (o casi todo) aquello que resulta agradable. Se suelen dejar a un lado, es cierto, esos otros placeres que se ha dado en considerar mentales o espirituales (aunque, obviamente, también es con el cuerpo con el que se experimentan). Pero todos aquéllos en los que éste parece hallarse más directamente implicado, son automáticamente descalificados como vicio: pereza, gula, lujuria… Y, en consecuencia, no se sabe muy bien por qué, lo mejor para no excederse es renunciar completamente a ellos. Y cuando no se nos dice que debemos hacerlo para ganar el Cielo, se nos advierte que entregados a cultivo (particularmente en el caso de los placeres genésicos) nos asemejamos de todo en todo a las bestias comunes. Como si no fuésemos también un animal con una serie de necesidades primarias y como si en algunos aspectos no tuviésemos mucho que envidiar a ésos que llamamos bestias.

No se trata de ser un tragón irredento ni un obseso y maniaco sexual, pero cualquiera de esas dos disposiciones constituyen antes un problema psicológico que un vicio. Y si bien la templanza y la moderación son convenientes en todo, precisamente en estos dos aspectos de los que hablamos no hace ninguna falta que nos la prediquen: yo, al menos, en la medida en que mis escasas dotes gastronómicas me lo permiten, procuro deleitarme comiendo (y me reiré si alguien sostiene que soy víctima de la gula), y, por supuesto, sé cuándo he comido suficiente, y desde luego que sé también cuándo no puedo continuar practicando los divertidísimos ejercicios amatorios. Y si alguien me llamara lujurioso, le respondería que lo único que lamento es no poder serlo mucho más.

 

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