Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 114, agosto 2011
  El Catoblepasnúmero 114 • agosto 2011 • página 11
Artículos

Dios y España

Desiderio Parrilla Martínez

Frente a la racionalidad anticatólica (protestante, libertina, islámica) y paracatólica (novatores, afrancesados), el pensamiento en lengua española adquiere unidad e identidad propias a través del contexto determinante de la Teología dogmática católica

Defiendo a quien me defiende, grabado pórtico de Juan Antonio de Vera, El Fernando o Sevilla restaurada, Milán 1632

1. La cultura española como cultura católica

Para entender la noción de «cultura» podríamos admitir la definición clásica dada por E. B. Tylor: «La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte [incluyendo la tecnología], la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad»{1}. Aunque se admitiera como verdadera la noción de «las tres culturas», cada uno de estos géneros incluiría especies diversas. Efectivamente, dentro de la propia cultura cristiana cabe distinguir entre protestantismo, ortodoxia y catolicismo, por ejemplo, pero a su vez el catolicismo manifiesta no pocas flexiones: catolicismo bávaro, polaco, irlandés, escocés, español, &c.

Sin embargo, nos parece posible establecer una distinción jerárquica dentro de la cultura católica, pues consideramos como un hecho histórico que el catolicismo español haría de analogatum princeps y el resto de modalidades católicas serían analogados secundarios o subordinados por «analogía de atribución intrínseca» respecto de ese «prius». La razón para otorgar al catolicismo español esta prioridad es histórico-política. Siguiendo a un autor tan poco sospechoso como Manuel Azaña nos atrevemos a decir que no es tanto que España sea católica, que lo es, como que el catolicismo es español. España y la cristiandad católica se han definido mutuamente y han determinado la naturaleza misma de todas las demás modalidades posibles de catolicidad. Citamos in extenso:

«Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos.
(…) España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa.»{2}

La Iglesia es verdaderamente católica, universal, gracias a España. En un sentido no reduccionista, podemos afirmar que España hizo al catolicismo universal. Es forzoso reconocer lo que la Iglesia debe a España por extender la fe católica por el mundo entero, y compararlo con lo que italianos, franceses, alemanes o polacos, han hecho por cumplir el mandato de derecho divino de expandir la fe «a todas las gentes». España merece el calificativo de cultura católica en grado sumo por dos razones: A) la cristiandad se transformó en verdaderamente católica (universal) por su acción imperial que extendió la fe a todo el orbe conocido; y B) el resto de culturas cristianas prosperaron a expensas de esta catolicidad, como el cristal sólo puede desarrollarse en un medio de cristalización adecuado. Es un hecho que el resto de naciones políticas de la cristiandad debían medirse por el canon español para definirse como católicas, aunque fuera para estar enteramente volcado contra dicho canon. Por otro lado, también es un hecho que estas naciones prosperaron gracias al tutelaje del imperio español y que sólo pudieron crecer en relaciones a veces de simbiosis, a veces de parasitismo.

Hay que tener presente la materia misma de estudio para entender estas afirmaciones en todo su alcance. España no es un país más porque, entre otras cosas, ha sido cabeza de un Imperio «donde no se ponía el sol», y lo ha sido durante mucho tiempo, según la escala temporal de la historia de Europa, incluso de la civilización helenístico-romana{3}. El imperio español, heredero en cierto modo del imperio romano y del sacro imperio, al constituirse como línea de choque entre el cristianismo y el Islam ha protegido los territorios que se convertirían más tarde en las grandes naciones –Francia, Inglaterra, Países bajos, Alemania...– y ha permitido su estabilización. Las grandes fracciones territoriales en Europa tienen un trasfondo teológico-político en el que se debate si es el papado o el emperador quien tiene la representación privilegiada de Dios en la tierra. Estos conflictos, primero en forma de polémica, después en forma de guerras, coinciden con la conquista de América. Las incipientes naciones se enfrentan al Papado romano, lo que conducirá a una escisión muy profunda entre dos zonas de Europa. Estos enfrentamientos se agudizan con la explotación del Nuevo Mundo.

La idea de España como unidad tiene sus antecedentes en unos planes y proyectos contra el Islam. Un proyecto de esta envergadura requiere poner en marcha una gran energía en hombres, máquinas, estrategias.... Y fue la Iglesia Católica, por medio unas veces de unos reinos y otras de otros, quien consiguió organizar la resistencia. En esas luchas, España, imitando el expansionismo musulmán, se va viendo a sí mismo como un imperio que quiere «re-cubrir» el Islam mismo. Pero una vez superado ese peligro, los distintos reinos entran en devastadoras guerras para escapar del poder metapolítico de Roma. Carlos V ve en la Reforma un movimiento que puede dar al traste con el proyecto de imperio católico. Felipe II se empecina contra los protestantes porque los percibe como enemigos internos. Lo que quizá no pudo entender Felipe II es que el movimiento reformista era autosuficiente y que estaba dando lugar a otro Imperio que se consolidaría a lo largo del siglo XVII y que ya en el XVIII «superaría» a España en poder militar.

De este modo, el Imperio hispano supuso una manera histórica singular de constitución de la unidad nacional política española. Constituye una excepción crítica de primera importancia por comparación con el resto de Imperios modernos predominantemente depredadores. España no ha sido en su origen una nación política más, comparable a las de su entorno histórico-geográfico. Desde la Edad Media, en virtud de su lucha de Reconquista frente al Islam, surge como proyecto imperial político universal en cuanto que católico de fraternidad comunitaria ilimitada entre fraternidades comunitarias locales. Esta fraternidad se define contra el Islam y prosigue contra éste una vez expulsado de suelo ibérico, dado que había que expulsarlo de las riberas opuestas del Mediterráneo. El imperio español no podía, por tanto, limitarse a sus fronteras geográficas ibéricas sino que, movido por su propio impulso universal en cuanto que católico, se ve impelido a extenderse ilimitadamente por todo el orbe, para recubrir el imperio islámico «tomándolo por la espalda», descubriendo en este proceso América y dominando el Océano Pacífico. Frente al Islam en el Mediterráneo, frente a las nuevas naciones protestantes en el continente europeo, frente a los imperios depredadores de estas naciones en los mares y continentes de todo el mundo, España establece así la unidad geofísica del orbe mediante la circunvalación del planeta, sobre la cual propaga la universalidad católica que está construyendo este mundo planetario{4}. Este proyecto imperial creció hasta donde le dejaron las potencias imperiales depredadoras protestantes que se acabaron mostrando más fuertes desde el punto de vista económico y técnico, como justamente se correspondía con su condición de potencias predominantemente económico-técnicas indiferentes a la vida comunitaria{5}.

2. Conexión entre la cultura católica española y la idea de Dios

2.1. La idea genérica de Dios y sus especies

Una vez delimitada la esencia de la cultura católica española, nos disponemos a analizar la conexión de ésta con la idea de Dios. Esta conexión nos descubrirá a su vez la racionalidad inherente a la cultura católica española, así como su ontología subyacente, su ética, su moral comunitaria y su cosmología. Como dejamos escrito, la idea de Dios es una noción análoga. Posee la morfología de un concepto analógico, lo mismo que la idea de cultura. Ambas ideas se dicen de muchas maneras y establecen conexiones diversas entre sí.

Cabe tratar la noción de Dios como idea o como principio, según ejercitemos las facultades de generalizar o de pensar respectivamente. El primer ejercicio genera un análisis lógico de la idea de Dios. Del segundo ejercicio brota una reflexión metafísica de Dios como principio. Ambos ejercicios tienen un alcance e importancia desigual; los resultados pueden ser también dispares. La lógica funciona con «segundas intenciones» que actúan como conceptos objetivos. Permite, sin embargo, cerrar con rigor el campo de lo pensable mediante las tres herramientas de la dialéctica expuestas por Platón en la Carta VII: denominación de Ideas, definición ulterior y ordenación de las mismas en tablas clasificatorias. Para el realismo filosófico en el que nos movemos, la metafísica llega más lejos en su conocimiento de la realidad y sus conclusiones tienen, por tanto, preeminencia sobre las conclusiones de la lógica.

Para la metafísica, Dios como principio carece de analogados secundarios. No ocurre así en la lógica donde podemos analizar dialécticamente la idea de Dios, usando la teoría del Acto Puro como analogado principal y el resto de ideas de Dios como analogados subordinados y derivados históricamente de este «prius».

Es cierto que, para la lógica, Dios es unum in multis cuando consideramos esta noción como idea genérica. Esta operación lógica es válida puesto que se puede tratar la noción de Dios como idea. Sin embargo, no es legítimo reducir Dios a la condición exclusiva de idea, negando su condición de principio. En este ensayo, trataremos la noción de Dios como idea a efectos de desarrollar exclusivamente un ejercicio lógico-formal, sin pretender por ello detener el acto de pensar, negar la validez de la metafísica o incurrir en «logicismo».

Entonces, efectivamente, Dios como idea «se dice de muchas maneras». El término «Dios» como idea no sería equívoco ni unívoco, sino análogo. Ahora bien, podríamos distinguir dos variedades de analogía: a) analogía plurívoca (analogía cuyo analogatum princeps, su «prius», sería flotante, oscilante, fluctuando, «nadando» entre diversos polos) y b) analogía multívoca (analogía cuyo «prius» está fijado, es fijo, como un «designador rígido»). Las clásicas analogías de atribución y proporcionalidad, con todas sus variantes, se incluirían en esta segunda tipología.

En el primer caso, para caracterizar la analogía plurívoca usamos la propiedad «flotante», que implica un carácter procesual, de devenir, según la metáfora heraclítea del río metafísico (panta rei): como una veleta flotando sobre el haz del mar a merced de las corrientes y sus olas. Un palo que traza elipses sobre el agua, define en la superficie ondas, pero si ese mismo palo inmediatamente golpea en puntos discretos dentro del área definida por esa elipse, surgirán múltiples ondículas que se fusionarán con las primeras ondas o las asimilarán o generarán tensiones que producirán ondas nuevas que a su vez... Esta analogía plurívoca, dinámica, que implica cambio, mutación y movimiento, fue empleada por los musulmanes en su teoría del Motor Inmóvil en relación a la comunicación del movimiento (y de la verdad profética) al Universo sublunar mediante la acción de los Motivos inmóviles (Ángeles) de las estrellas fijas; Gustavo Bueno la aplica, por ejemplo, al fenómeno físico de la convección del calor como aceleración de las partículas y su transmisión en un medio líquido.

Lo que ocurre es que la identidad de la que hablamos hay que concebirla como una identidad viviente, dinámica, cuyos contenidos puedan transformarse los unos en los otros, y en otros que deseamos mejores; y no como una identidad fijista, que nos constriña a formas de identidad esclerosadas. No es un prius megárico, exento; es un heno-analogado. Dios, por tanto, considerado como Idea es un analogado plurívoco: el Dios de Hobbes..., el Dios de Descartes..., el Dios de..., con el «de» como genitivo objetivo. Desde un análisis estrictamente lógico, la idea de Dios, en nuestra tradición, está vertebrada fundamentalmente por la modulación aristotélico-tomista que concibe a Dios como Theos, Acto Puro y Motor Inmóvil. Desde esa fuente lógica se ha generado como un manantial el flujo continuo de analogados secundarios sobre la idea de Dios.

La idea de Dios, como ya se ha señalado, no sólo no es «eterna» o «intemporal», sino que tampoco es unívoca; es decir, hay varias modulaciones de la idea de Dios, muchas contrapuestas entre sí. Por eso, ni siquiera tiene sentido hablar de «Dios» en general, a menos que estemos sobreentendiendo a qué idea de Dios nos estamos refiriendo, como es el caso de este ensayo, donde la idea de Dios hace referencia, fundamentalmente, al Dios de la ontoteología católica, cuya principal modulación es la aristotélico-tomista, como de hecho ha sido reconocido explícitamente por la Iglesia Católica en diversos Concilios. Pero existen otras modulaciones, por lo que concluimos que la idea de Dios (repetimos: salva veritate, como un ensayo meramente lógico) se dice de muchas maneras.

Por ejemplo, ¿es Dios finito, como el de Platón o el de Aristóteles? Podría ser un Dios inmutable, y por tanto no procesual, como pueda serlo el de Fichte o Hegel; así, también se define como incorpóreo, y por tanto parece claro que no hablaríamos del Dios corpóreo de Hobbes. Igualmente, puede tratarse de un Dios raciomorfo, egoiforme y personal, y por tanto no nos acogeríamos al Dios impersonal de los estoicos, de Plotino, de Bruno, de Spinoza, o de Einstein. Y si no sólo es egoiforme, sino, además, providente, no se trataría del Dios sin significado religioso de Aristóteles o del deísmo ilustrado. Otro Dios puede ser, desde luego, omnisciente; por tanto no se trata del Dios que sólo conoce los universales, pero no los particulares. Dado que es nada más y nada menos que creador ex nihilo del Mundo, no se trata, por supuesto, del Dios personal pero infinito y anegador del Mundo del krausismo. Algunas concepciones de Dios carecen del atributo de omnipotencia, como pueda ser el caso del Dios de Hans Jonas. Quizá haya algunas dudas respecto del atributo de Omnibenevolencia, depende de si nos pronunciásemos explícitamente. ¿Estará la Voluntad del Dios de subordinada al Bien o, al contrario, será el Bien el que esté subordinado a la Voluntad caprichosa e impredecible de Dios, al modo del Dios voluntarista propio del franciscanismo de Ockham?

2.2. La idea de Dios a través de la cultura católica española, y viceversa

La relación entre la cultura española y la idea de Dios es dialéctica, una relación de determinación mutua que ha constituido el catolicismo español y éste ha constituido el catolicismo mismo en sus restantes variantes.

El Dios de la cultura española se define frente a otras ideas de Dios y frente a las culturas no españolas que esta idea define. Como dijimos más arriba, España es antes que una nación política moderna un imperio católico, y ello ya desde su modo de articulación de los diversos reinos españoles durante la Reconquista y, por supuesto, durante su expansión americana.

Nos parece que la idea de Dios que prima en la cultura española no es la que deriva de la teología natural ni de la teología preambular. Todo lo contrario, la idea de Dios que define la cultura y la racionalidad española es la que procede de la teología dogmática, principalmente a través de dos dogmas: el dogma de la Santísima Trinidad y el dogma de la Encarnación, del que depende el dogma de la transubstanciación (Eucaristía y Corpus Christi). Esta idea de Dios está en conflicto con la idea de Dios propia del Islam que es un aristotelismo más puro y ceñido a la teología natural donde Dios se concibe como Acto Puro y Motor Inmóvil. La Umma islámica se estructura por este unitarismo o monofisismo puro, incompatibles con el dogma trinitario y la Encarnación. Recordemos que estos dogmas católicos son asumidos en la península ibérica desde el III Concilio de Toledo contra el arrianismo y herejías aledañas, entre las que contaríamos al propio imperio islámico.

La teología dogmática, o teología positiva, a diferencia de la teología natural o de la preambular, ya no toma a Dios como objeto formal propio, sino a la revelación que este Dios habría hecho a los hombres. La teología dogmática se propone coordinar e interpretar desde categorías filosóficas los datos de la revelación, y de ahí sus pretensiones de ciencia proposicional. La teología dogmática cristiana, por ejemplo, se ocupa ante todo del dogma de la Trinidad, que está eliminado de la teología natural y de la preambular, puesto que se da por supuesto que el dogma de la Santísima Trinidad es un dogma de fe y no un principio ni una conclusión de razón. Asimismo el dogma del Corpus Christi es tema central en la teología dogmática cristiana que intenta no ya reducirlo a categorías científicas o filosóficas, sino de reexponerlo con estas categorías sabiendo sin embargo que las desborda.

La teología filosófica o teología natural metafísica es la disciplina fundada por Aristóteles cuyo objeto es tanto demostrar la existencia de Dios (como Primer Motor, Causa Primera... del mundo) como analizar su esencia (Acto Puro, Pensamiento del pensamiento, identidad de su esencia y su existencia, infinitud, unicidad, &c.). También podría decirse que la teología natural se ocupa del Dios de los filósofos, y tradicionalmente ha sido una disciplina desarrollada independientemente de cualquier religión positiva.

La cultura española se define contra la cultura islámica, y ulteriores enemigos, e incorpora este antagonismo a todos los niveles de racionalidad posible. Sin embargo, a nuestro entender, la racionalidad católica generada por esta idea teológico-dogmática de Dios es superior a la racionalidad de la idea teológico-natural, a todos los niveles antropológicos, gnoseológicos, cosmológicos, éticos, morales, económicos, políticos, &c. Es lo que nos disponemos a demostrar en el breve espacio que nos queda, mediante una especie de «filosofía de la teología», si pudiera existir algo que se llame así. Con este análisis trataremos de resaltar el significado antropológico de la teología católica, que no es comparable al de otras teologías. Toda la historia de la filosofía, desde Parménides hasta hoy, palidece en sabiduría antropológica si se la compara con las implicaciones que tiene el dogma de la Trinidad y el de la Encarnación, pongamos por caso.

A) Respecto del dogma de la Trinidad

¿En qué consiste la sabiduría antropológica de este dogma católico? La teología que se elabora es coherente con una visión donde prima lo comunitario. El secreto es que Dios no es soledad. Son tres personas y tiene, por tanto, una estructura familiar y comunitaria: Padre, Hijo, vinculados por ese amor universal que es el Espíritu Santo. Frente al Dios de los filósofos, Acto Puro, este Dios es persona y comunidad: es amor virtualmente universal entre dos personas en las que, además, una de ellas tiene la figura carnal del hombre. Ese amor compromete a cada uno de los hombres y por ello ahí se encuentra el motivo por el que el cristianismo está obligado a propagar comunidad{6}.

Este dogma trinitario determina toda norma moral como edificante, como edificación a partir de la comunidad. La lección más importante que se puede extraer de los estudios etnológicos no es que las relaciones de parentesco impliquen una prohibición, un deseo al que hay que renunciar (la prohibición del incesto). Por el contrario, esa estructura no supone una renuncia: más bien, con la relación de parentesco se accede a algo que no se tenía, es decir, la exogamia permite la propagación universal de la comunidad a terceros.

A partir de estos estudios de etnología y antropología cultural llegamos a la conclusión de que la familia es sinónimo de universalidad, y por ello es tan importante. Cuando se preserva la familia es cuando se puede garantizar la propagación de la ayuda mutua a terceros. Parece un tópico que la familia es la célula básica de la sociedad, pero es que eso es algo profundamente verdadero. Y el día que se rompa la forma normativa de la familia, se rompe la raíz misma de lo que tiene la sociedad humana, que es la propagación a terceros del apoyo mutuo.

La vida comunitaria se rompe por el dominio del mercado. Seguimos en esto los análisis de Karl Marx y de algunos etno-economistas tales como Gordon Childe, Karl Polanyi, Maurice Godelier, Marshall Sahlins, Marcel Mauss, &c. El desgarramiento en la vida comunitaria lo produce el mercado en la medida en que está compuesto de relaciones abstractas, medidas por dinero. También es cierto que el mercado, el dinero y el trabajo pueden servir a la vida comunitaria, pero en el capitalismo avanzado han desviado por cauces anti-comunitarios, abstractos, y ahí está el error.

El equilibrio entre la vida comunitaria y un mercado que no intente monopolizar es primordial. La sociedad que por antonomasia lo ha conseguido ha sido la sociedad «cristiana vieja» o católica, porque fue capaz de realizar la pretensión universal de la comunidad. Lo consiguió gracias a los contenidos de la teología dogmática que determinan como fundamento trascendental su estructura civil y política. Católico significa precisamente universal, pero universal comunitario. Y esto es un matiz importante para diferenciar el universalismo católico del universalismo de la razón moderna, por ejemplo. Porque la modernidad, precisamente, va a disolver las raíces comunitarias del universalismo católico y a transformar la comunidad en abstracción económica.

Desde un punto de vista histórico es impresionante comprobar que en los primeros siglos de nuestra era el cristianismo, que se consideraban una herejía, fuera creando lazos comunitarios y familiares allí donde faltan, en un momento de descomposición del Imperio. Gracias a ello, sin duda, Europa pudo salir a flote de aquel colapso civilizatorio; en torno a los monasterios, allí donde hay un cristiano se genera vida comunitaria, arropo, caridad. Pero esto sólo es posible en una sociedad civil y política constituida por la estructura trascendental trinitaria.

B) Respecto del dogma de la Transubstanciación

La física contemporánea ha cambiado nuestro concepto de materia. ¿En qué medida esto ha tenido repercusión en la filosofía? Ha tenido una repercusión decisiva, fundamental, que evoluciona en varias etapas. Primero, con la relatividad general. Más tarde, con la física cuántica, la termodinámica de procesos reversibles y el big-bang se abre un escenario completamente distinto de lo que se podría entender por materia en el siglo pasado: el materialismo corporeísta. El concepto de materia que propicia la física contemporánea, a diferencia de la física del siglo pasado, es un rebasamiento del concepto de materia como cuerpo, desde el momento en que se introduce el concepto de campo electromagnético por Maxwell, y que empieza a tratarse en serio en el concepto de campos gravitatorios. René Thom ha dado en el clavo en su estudio filosófico de estas cuestiones{7}.

Para este ensayo lo fundamental es sin embargo la desconexión que la física contemporánea obliga a hacer entre la materia y el cuerpo. Esto tiene mucho que ver con el cristianismo católico, porque lo fundamental de la filosofía católica, sobre todo en su orientación tomista, es la idea de que la materia no es cuerpo; esto es una idea central desconocida por los griegos, por los atomistas, por los pitagóricos, por los epicúreos y, en general, por toda la tradición filosófica pre-católica. También es desconocida por la tradición filosófica postcatólica (herejía protestante) o paracatólica (novatores). En este sentido hay una parametrización entre la filosofía clásica pagana y la filosofía moderna. Ambas tradiciones se oponen a la tradición filosófica católica en éste y en muchos otros aspectos. La filosofía clásica griega y romana había conceptualizado ampliamente teorías sobre cuerpos materiales, tanto inertes como vivientes, incluso tematizó doctrinas acerca de sustancias vivientes e inmateriales no corpóreas; pero no elaboró las correspondientes teorías sobre sustancias materiales que no fueran ni vivientes ni corpóreas.

Un momento de especial importancia para este tipo de tratado se inaugura cuando los teólogos deben conceptualizar en la medida de lo posible la transustanciación de la Eucaristía. Santo Tomás (Suma teológica, Parte IIIa, Cuestión 75) tuvo que poner a punto una teoría donde el cuerpo quedaba reducido a la condición de accidente de la sustancia material, un accidente no vinculado a la extensión. Las formas de pan y vino resultan así pensadas como sustancias materiales, pero inertes e incorpóreas, por cuanto el verdadero cuerpo es el de Cristo, aunque sus cualidades no sean apariencias (ilusiones) sino verdaderas formas accidentales de pan y de vino inheridas al cuerpo de una sustancia animada personal. Es tal vez la primera vez que se tematiza la idea de una sustancia material ni viviente ni corpórea, aunque perceptible y detectable por los sentidos. Hasta el momento sólo Aristóteles había neutralizado el atomismo corpuscularista con su teoría hilemórfica. En esta teoría lo que la mentalidad ordinaria y acrítica concibe de modo burdo como «materia» o «cosas materiales» se transforma en la refinada noción filosófica de «sustancias primeras» o cuerpos materiales; la «materia prima», entonces, es lo menos «material» que cabe pensar, dado que la materia no se puede captar ni por sensibilidad interna ni externa. La materia es pensable, mas no sensible. Esta teoría hilemórfica incluso admitía la posibilidad de «sustancias inmateriales» tales como el Acto Puro, pero este caso único trascendía el mundo sublunar y, por tanto, no era objeto de la Física. No será hasta el ejercicio de racionalizar la transubstanciación cuando la tradición filosófica consiga establecer en el ámbito físico, sublunar, la noción de «sustancias materiales inertes sin cuerpo», que ha sido una de las más fecundas de la historia del pensamiento. Un ejemplo de este tipo de sustancias inertes, no vivas, materiales pero incorpóreas, puede ser la relación de distancia entre dos cuerpos, los fotones, los campos electromagnéticos o gravitatorios, las hipotéticas «supercuerdas» si las hubiere, &c.

Sin esta tematización sería inviable cualquier reflexión sobre el espacio y el tiempo considerados como sustancias materiales inertes y sin cuerpo. Newton, que no incorpora la racionalidad católica a través de la tradición sobre el Corpus Christi, no puede concebir de esta manera el espacio y el tiempo que resultan finalmente concebidos como «sensorium dei», es decir, como los órganos sensoriales de una sustancia no corpórea, pero viviente e inmaterial: el «Dios solitario» de la herejía arriana, pero no ya el Dios aristotélico químicamente puro. Espacio y tiempo serán considerados por Newton como sustancias extensas pero inmateriales.

Einstein desbloquea este tratamiento del espacio y el tiempo absolutos gracias sin duda a la influencia que sobre él ejerce Ernst Mach. Pero es la Ética de Spinoza la que le permite conceptualizar estas nociones de un modo nuevo, por cuanto este autor lleva incorporada la tradición hispana de la materialidad incorpórea del Corpus Christi no de forma directa sino oblicua a través de la tradición escolástica precedente. La identidad cartesiana entre espacio y materia, conduce a que sólo exista una materia en el universo, y a que ésta adquiera las propiedades de la extensión geométrica. Negar la noción cartesiana de número, le permite a Spinoza afirmar la existencia de cuerpos infinitos mayores y menores en la naturaleza. Sólo así, dirá Spinoza, se puede mantener la coherencia de un universo infinito: porque entre finito e infinito no hay proporción, y porque la finitud es una mera ilusión de la imaginación. Entonces, los cuerpos no son "partes" sino "grados" de materialidad, tanto como el espacio o el tiempo son otra proporción determinada de esa materia, como un conjunto de otros "grados" de la materia considerada a otra escala. Spinoza concibe espacio y tiempo como modos que afectan a los atributos de Dios, pero en cuanto este Dios, o la Naturaleza, es una sustancia inerte no corpórea. El Dios de Spinoza es material pero incorpóreo. Descartes no atribuyó extensión a Dios. Para Spinoza, sin embargo, extensión no significa corporalidad. Como se advierte, la teoría espinosista seculariza la tradición hispana precedente en una «inversión teológica» que será aprovechada siglos después por Einstein al cerrar el campo de la física relativista, donde el espacio y tiempo dejan de ser sustancias inmateriales para ser sustancias materiales incorpóreas. Todos estos ejemplos bastan para advertir la importancia filosófica que tiene uno de los principales dogmas católicos: la Eucaristía, dependiente como verdad de fe de un dogma teológico previo, la Encarnación del Verbo en Jesucristo.

Desde el siglo XVIII el iluminismo ilustrado se arroga el título de árbitro de la racionalidad. Desde esta racionalidad se condenaba el Corpus Christi como superstición. Sin embargo, la tradición filosófica española no percibe contradicción entre este dogma y un cierto uso racional de la razón. Para los escolásticos, por ejemplo, este dogma admite cierta racionalización, de modo que hay que plantearse desde qué racionalidad hablan unos y otros, y qué presupuestos llevan implícitos estas racionalidades antagónicas. No es lo mismo la racionalidad de la ilustración francesa o prusiana que la racionalidad de la ilustración española, representada como decimos por los escolásticos más ameritados de la Compañía de Jesús, pongamos por caso. La primera es una racionalidad donde domina el análisis y un materialismo corpuscularista donde se incurre además en un reduccionismo cientificista. La segunda es una racionalidad cualitativa, donde la materia no está necesariamente relacionada con el cuerpo y donde la extensión (partes extra partes) no puede reducirse a la cantidad. La cultura española, al menos la disuelta en instituciones tan potentes como la escolástica o las universidades auriseculares, considera unánimemente que la racionalidad de la extensión reside en una reflexión de partes y todos, no en ejercicios de medida mediante relatores, frente al reduccionismo metodológico de tipo cartesiano o nominalista. La primera presupone una lógica univocista, la segunda admite aspectos de la realidad sometidos a distintos niveles lógicos incomensurables entre sí como géneros diversos de racionalidad. El primero tiende al espiritualismo, al dualismo, al mecanicismo, al idealismo y demás dicotomías, muy propias del espíritu protestante (aut… aut…), mientras que la ilustración española asume un planteamiento integrador y sintético (&c., &c.), donde distinguir los géneros incomunicables no es lo mismo que separarlos.

Cuando los ilustrados españoles defienden el dogma del Corpus Christi no sólo están defendiendo dogmas religiosos sino un tipo de racionalidad incorporado en las fórmulas de esas verdades de fe. No defienden sólo unas creencias subjetivas sino una lógica objetiva, incorporada materialmente a esa tradición, que praeter dialecticam es objeto de culto institucional y de fe psicológica. Esa racionalidad implícita necesariamente se hace explícita cuando se condena como irracional el monismo fisicalista, el materialismo cuantificador o el fundamentalismo cientificista, o cualesquiera otros fundamentalismos. El pluralismo filosófico está disuelto en un ambiente cultural como el español que tiene en el dogma de la transubstanciación algunos de sus anudamientos más elaborados.

El rótulo de «ilustración» es, por tanto, un concepto ideológico de alemanes y de franceses, de humanistas sobre todo, tipo Voltaire, Rousseau, &c., que se adornan con las plumas del científico. Para los ilustrados protestantes la razón era pensar contra los clérigos, contra la superstición, contra el papado. Pero resulta que este criterio de racionalidad no funciona porque es el reivindicado por los ilustrados en España para definir precisamente lo que ellos consideran racional. Para los ilustrados protestantes, España sería uno de los lugares más irracionales y supersticiosos porque se abogaba a favor del Corpus Christi, que era tradicional en toda España desde Suárez, Calderón, Gracián, y no digamos Feijoo, Sarmiento, el marqués de la Ensenada; es decir, absolutamente todos los ilustrados españoles asumen la racionalidad del Corpus Christi. Estos escolásticos, desde el punto de vista de Voltaire, son una especie de salvajes. Pero para los ilustrados españoles el salvaje es Voltaire. Para los representantes de la racionalidad española la tradición del Corpus Christi contiene más racionalidad que la que incorpora el cuerpo de Voltaire y todos sus escritos juntos. El cuerpo de Voltaire incorpora un cuerpo de doctrina que es la tradición analítico-reduccionista francesa, y es contra este reduccionismo irracionalista contra el que los ilustrados españoles contraponen la racionalidad implícita en el dogma del Corpus Christi, por ser una propuesta más completa y realista que la de sus rivales para-católicos (novatores) o anti-católicos (protestantes, libertinos).

La revolución francesa, ya en plenos Estados Generales, cuenta con una presencia realmente por encima de lo normal de científicos. La «República de los sabios» (Laplace, Lavoiser, Lagrange, Monge, &c.) con todas las ciencias modernas están comprometidas en la Revolución Francesa. ¿Y cuál es el método que se impone? Se deduce de la razón que utilizan estos científicos: la racionalidad analítica{8}.

Para reparar en la importancia del Corpus Christi, frente a esta racionalidad analítica, resulta interesante detenerse en la condenación de Galileo, por ejemplo{9}. La condenación de Galileo no fue debida a la cuestión heliocéntrica. Para la Inquisición y sus «asesores» escolásticos la doctrina heliocéntrica es secundaria, les daba exactamente igual esta querella entre académicos. Su intervención correctiva se dirigía precisamente hacia la defensa de la Hostia Consagrada, porque el atomismo de Galileo o de los eclécticos gassendistas o de los cartesianos hacía prácticamente imposible explicar la transubstanciación. La condena inquisitorial se dirige para bloquear la emergencia del neoatomismo (Juan Magnien, Manuel Maignan, Conti, Casimiro de Toulouse, Juan Saguens, Legrand) y la catena aurea de «novatores» que origina esta escuela revisionista en España. Sin embargo, los «novatores» no son unos renovadores en general, «los que traen ideas nuevas», sino los «herejes eucarísticos» que incorporan ese reduccionismo de la racionalidad exclusivamente analítica procedente de la Francia revolucionaria o los imperios protestantes.

Pero resulta que el atomismo y el corporalismo extensional hoy día están ya superados por el electromagnetismo. Sin salirnos de la disciplina filosófica hay que tener en cuenta que las mónadas de Leibniz son una «inversión teológica» de la Sagrada Hostia, es decir, Leibniz era tomista, estaba muy influido por Santo Tomás; conocía toda la escolástica española de arriba a abajo, y crea la teoría de las mónadas que es sencillamente lo que es la Hostia: en cada parte el todo se multiplica. La doctrina de la transubstanciación está implicada en todo esto. Entonces resulta que el culto al Corpus Christi en España ha supuesto una defensa de la racionalidad frente a las formas más burdas, groseras e irracionales del atomismo, del reduccionismo en una palabra, y por lo tanto está mucho más cerca después de las teorías del electromagnetismo de lo que podía parecer; de manera que nada justifica equiparar la Ilustración o el atomismo con la racionalidad y el culto del Corpus Christi con la irracionalidad, sino todo lo contrario. El dogma de la transubstanciación inherente al Corpus Christi ha hecho por la racionalidad más que las diatribas afrancesadas contra esta doctrina desde el atomismo, que es una doctrina filosóficamente más tosca que la doctrina hilemórfica.

En nuestra época secularizada, en nuestra época nacida del cartesianismo y culminada con el kantismo y el idealismo alemán, es muy difícil entender los dogmas del cristianismo. Pero, sin lugar a dudas, esos dogmas acompañaron a una labor de civilización que sintetiza el imperio romano con el Islam y con todas las tradiciones paganas. Y todo se hizo coordinándolo con el dogma de un Dios creador, que no olvida a sus criaturas, sino que se les presenta como Providencia, y aun viene al mundo de forma física, corpórea, según las especies eucarísticas. El dogma de la Eucaristía se compromete con la física, no es una mera cuestión lógica, ni alegórica. Pietro Redondi ha puesto de relieve cómo los jesuitas defendieron el dogma de la Eucaristía, la verdadera razón que les llevó a oponerse a Galileo, y no tanto la tesis heliocéntrica, una cuestión que cae más bien en el terreno de las hipótesis. Lo que era inasimilable por la dogmática católica era el atomismo físico.

Por eso, la Eucaristía, además de la fe (subjetiva, psicológica), exige una física (objetiva). Y si Galileo y Newton muestran que esa física es inconmensurable con el dogma, al católico tridentino no le queda más remedio que rechazar la física, si es que, a diferencia de las hipótesis matemáticas, es algo más que hipótesis y apariencia: es realidad. Y para defender el dogma, no queda más que volverse hacia la ontología. Hay que ontologizar el mundo y no nominizarlo.

La cuestión que me interesa destacar aquí no es la tesis generalista de que la Iglesia católico-romana se opusiera a la ciencia galileano-newtoniana; también los luteranos y los calvinistas se habían opuesto a las tesis copernicanas, y los jesuitas podrían haber rectificado como lo habían hecho los reformados. Y no se trata tampoco de intolerancia, pues los jesuitas defendían la argumentación racional tanto como los dominicos. Menos aún de la psicología de éste o de aquél. Los jesuitas tenían razones ontológicas para defender otras teorías: las que correspondían a la defensa del único dogma cristiano que podía mostrar una estructura racional en grado máximo, a saber, la Eucaristía. Si los jesuitas y la Iglesia en general no aceptaron el atomismo de la nueva física es porque se sabían dueños de una teoría alternativa (un materialismo no corporalista) que permitía conceptualizar el dogma cristiano. Y esto es ya una cuestión específica: la lucha entre dos teorías ontológicas, la aristotélica y la galileana, sobre los diversos géneros de existencia material.

Los jesuitas están comprometidos con una ontología verdadera, y no con hipótesis matemáticas. El «hyppoteses non fingo» de Newton podrá entenderse de múltiples maneras, pero una de ellas es, sin duda, que él tampoco hace hipótesis, sino que cuenta, contra los jesuitas, la verdad del Dios unitarista de los latitudinaristas. «Uno de los mejores ejemplos que pueda proporcionarnos la historia sobre la no neutralidad de la ciencia podría ser el uso que de la ciencia newtoniana hizo la Iglesia anglicana y más concretamente una de sus facciones episcopalianas, la llamada latitudinarista»{10}. Para Newton el corpuscularismo no es una ficción filosófica, un instrumento útil, mera terminología nominalista para controlar técnicamente el mundo, sino un hecho ontológico que describe la realidad del mundo físico. Cuando los jesuitas cierran filas contra ese atomismo paracatólico (novator) o anticatólico (protestante) en torno a la ontología implícita en el Corpus Christi hacen exactamente lo mismo que Newton. Para ellos tampoco es una hipótesis que exista materia incorpórea aparte de la materia corpórea o corpuscular. Lo que es inaceptable para los escolásticos jesuitas es que sólo existan corpúsculos, que toda la realidad física pueda reducirse por análisis a átomos, y nada más. Los jesuitas reclaman haber descubierto racionalmente un orden de realidades más amplio, otros géneros diversos de materialidad aparte de la materia corporal. No se repetirá lo suficiente que la postura jesuita es más racional que el reduccionismo corpuscular de Newton, con más razón desde el descubrimiento de la dualidad onda-corpúsculo tras el efecto fotoeléctrico. Su tesis ontológica básica es la siguiente: además de la materia corpórea existe la materia incorpórea, como el contexto determinante del Corpus Christi ha permitido mostrar racionalmente.

Defender la tradición del Corpus Christi o la transubstanciación tiene razones distintas a la motivación confesional o devota. Sin duda esta defensa puede comportar una dimensión apologética religiosa o nacionalista, pero puede defenderse con una apologética exclusivamente ontológica. Esta apologética ontologista reza así: los dogmas católicos contienen una ontología implícita más rica que otras ontologías rivales (protestantes, islámicas, paganas). Ocurre incluso que esa ontología del Corpus Christi es una ontología que ha resultado más fructífera y que se ha vuelto incluso hegemónica en el ámbito científico, de manera que es más racional su defensa que su diatriba, en un sentido exclusivamente filosófico, con independencia de toda motivación cultural o teológica.

Esta apología ontológica reivindica la racionalidad intrínseca de estos dogmas católicos: una racionalidad corpórea donde la escolástica hispana ha contribuido más que la anglosajona y protestante, manteniendo vigente en el mundo una racionalidad no mecanicista ni espiritualista capaz de generar ciencia y civilización. El mapamundi posibilitado por esta racionalidad universal dispersa por el mundo gracias al Imperio hispano es el contexto colimador de numerosas disciplinas científicas (electromagnetismo, topología, fractales, termodinámica reversible), por cuanto reivindica lo cualitativo frente a la reducción analítica.

Para abundar en esta idea de la superioridad ontológica de la tradición filosófica hispánica añadiremos que otros elementos peculiares de la tradición escolástica, tales como la animalidad humana y la racionalidad de los brutos (tensión cogitativa-estimativa), la conversión al fantasma frente al esquematismo trascendental kantiano, la distinción ética entre «actos humanos» y «actos del hombre» (primo primi, secundo primi, &c.), han contribuido no poco para retener y, en su caso, desbloquear el mecanicismo del «animal máquina» y favorecer y propiciar las bases de disciplinas tales como la etología, la psicología comparada, la biología evolucionista, &c.

Concluyamos con una imagen sugerida por Fernando Miguel Pérez-Herranz. Recordemos el grabado que ilustra el poema escrito por Juan Antonio de Vera y Figueroa titulado El Fernando o Sevilla restaurada, editado en Milán en 1632 y que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. Detengámonos un instante en este dibujo. Felipe IV está rodeado de enemigos por todas partes: turcos, monstruos, &c. Y de su boca sale una frase: «Defiendo a quien me defiende». ¿Y qué es lo que defiende? Alguno pensará que es el imperio hispánico. Pues no: lo que defiende el joven Felipe es la Eucaristía custodiada, un dogma central en ese momento de la Iglesia. Y ésa es la realidad: la Eucaristía y sus consecuencias físicas y ontológicas, por más que dijeran o dejaran de decir Galileo, Newton y los indocumentados «novatores».

Notas

{1} E. B. Tylor, La cultura primitiva (1871), Ayuso, Madrid 1977-1981, vol. I, p. 29.

{2} Manuel Azaña, «España ha dejado de ser católica», El Sol, 14 de octubre de 1931, año XV, número 4.421, págs. 1 y 5.

{3} Gustavo Bueno, «España», El Basilisco, nº 24, 1998, págs. 27-50. Patricio Peñalver, «Contextos de Imperio», Revista de Occidente, nº 259, diciembre 2002, págs. 63-89. Ibidem., SABER/Leer, nº 147, agosto-septiembre 2001, págs. 10-12.

{4} Gustavo Bueno, «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América», El Basilisco, 2ª época, nº 1, 1989, págs. 3-32. Pedro Insua Rodríguez, «Hermes católico», El Catoblepas, nº 98, abril 2010, pág. 1. Lino Camprubí Bueno, «Viaje alrededor del Imperio», El Catoblepas, nº 95, enero 2010, pág. 1.

{5} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999. Ibídem, «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados», El Basilisco, 2ª época, nº 30, 2001, págs. 83-90.

{6} Juan B. Fuentes Ortega, «Crítica de la idea de España de Gustavo Bueno», Nómadas, nº 2, Julio-Diciembre, 2000. Ibídem, La Impostura freudiana, Encuentro, Madrid 2009, págs. 95-144. Cfr. «Filosofía, Política y Metapolítica», Revista Nexo, nº 159, 1-15 de mayo de 2005, págs. 10-11. Ernesto Quiroga Romero, «Apuntes críticos sobre la economía capitalista como principio trascendental a las sociedades históricas», Cuaderno de materiales, nº 20.

{7} René Thom, Estabilidad estructural y morfogénesis, Gedisa, Barcelona 1987. Ibídem, Esbozo de una semiofísica, Gedisa, Barcelona 1989.

{8} Lino Camprubí Bueno, «Noticia historiográfica sobre ciencia y Revolución francesa», El Catoblepas, nº 83, enero 2009, pág. 20.

{9} Pietro Redondi, Galileo herético, Alianza, Madrid 1990. Mariano Artigas, «Galileo después de la Comisión Pontificia», Scripta Theologica, nº 32, 2000, págs. 877-896. Francesco Beretta «Inquisición romana y atomismo desde el caso galileo hasta comienzos del siglo XVIII» en: Sergio Montesinos (ed.), «Ciencia y religión en la edad moderna», Fundación canaria orotava, Canarias 2006, págs. 35-69.

{10} Eloy Rada, La polémica Leibniz-Clarke, Taurus, Madrid 1980, pág. 24.

 

El Catoblepas
© 2011 nodulo.org