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El Catoblepas, número 115, septiembre 2011
  El Catoblepasnúmero 115 • septiembre 2011 • página 1
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La luz de Jovellanos
y el mito oscurantista de la Ilustración

José Manuel Rodríguez Pardo

Acerca de la muestra «La luz de Jovellanos», expuesta en Gijón del 15 de Abril al 4 de Septiembre de 2011, en el contexto del Bicentenario del fallecimiento de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

La luz de Jovellanos y el mito oscurantista de la Ilustración

Del 15 de Abril al 4 de Septiembre de este año 2011 tuvo lugar en Gijón la exposición La luz de Jovellanos, enmarcada dentro de los fastos conmemorativos del bicentenario del fallecimiento de tan ilustre prócer gijonés y español. La muestra, organizada por instituciones tales como la Universidad de Oviedo, el Ayuntamiento de Gijón, la Acción Cultural Española y el Gobierno de España, incluye abundantísimo material sobre la época tanto en la que fuera la Casa Natal de Jovellanos, hoy museo, como en el también espacio museístico del Palacio de Revillagigedo, donde se exhibió el grueso de la exposición. En la muestra aparecieron elementos tan curiosos como un documental rodado en 1944 con guión del historiador y militar Jesús Evaristo Casariego, donde Jovellanos es presentado como un defensor de la Patria, Dios y la Religión, en consonancia con el nacionalcatolicismo imperante. Destacan también obras artísticas inspiradas en el prócer gijonés, como el cuadro de Javier del Río que representa la Casa Natal de Jovellanos y da nombre a la exposición, La luz de Jovellanos, que data del año 2002.

Una idea fundamental sirve de hilo conductor a la muestra: Jovellanos habría sido un ilustrado en un país lleno de oscurantismo medieval, al que habría intentado sacar de tal oscurantismo y atraso (en especial a su Asturias natal) con su plan de ambiciosas reformas tanto económicas como sociales, que sólo en una sociedad más desarrollada y abierta, como sería la España del siglo XIX, habría podido ver la luz. Junto al Ministro de Gracia y Justicia se habrían aliado personajes de las luces como Cabarrús, el matemático Agustín Pedrayes o el Obispo de Oviedo opuesto a los jesuitas Agustín González Pisador. También mostraría su espíritu avanzado por su avidez de lecturas de los liberales ingleses, sobre todo de sus economistas, y de los autores ilustrados franceses, dejando a un lado la anquilosada y decadente tradición española. Las constantes citas referentes a la Ilustración aparecidas en los muros del Palacio de Revillagigedo, ya fueran de Turgot, de Condorcet, del sapere aude («atrévete a pensar») de Kant y otras, reforzarían esta idea constante que vehicula la muestra.

Pero el reinado de Carlos IV dio con los huesos de Jovellanos en la cárcel, y la Guerra de Independencia española, de la que Jovellanos habría sido poco menos que un testigo accidental, rompería España en dos mitades irreconciliables («Las dos Españas») y frustraría los proyectos del ilustrado gijonés, fallecido en Puerto de Vega en 1811 en su huida de los franceses que habían invadido España. Sería así Jovellanos una suerte de reformista similar a los caracterizados por Miguel Artola en su ya clásico libro Los afrancesados, donde situaría a estos como reformadores que buscaban una España mejor, una España distinta a aquella que apenas había visto el resplandor de las Luces. Unas luces que serían, según las presentan la exposición, precursoras del progreso del capitalismo que ha conducido a nuestra sociedad actual.

Sin embargo, hemos de señalar algo que para muchos permanece oculto, pero que bien mirado resulta muy obvio: la luz de la Ilustración no puede ser más que la iluminación divina, la luz percibida por los gnósticos cristianos en los primeros años de la Era Cristiana y que se presentaba a ciertos hombres del siglo XVIII como una forma de entender a Dios lejos de la figura de la Iglesia de Cristo, como una mera religión natural sin contenidos dogmáticos y postulando a Dios como un mero arquitecto del universo. Como ha señalado Gustavo Bueno a raíz de la visita del Papa a España, la luz de la ilustración es indiferente respecto al Dios cristiano o al musulmán (no conviene olvidar que los denominados ilustrados, en su deísmo, parecían ver con más simpatía el Dios de Mahoma que el de Abraham o Jacob). Sería en definitiva el triunfo de la luz divina, como anunció San Juan: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Juan, 1,9). Ismael Carvallo, en un reciente trabajo suyo sobre el mito de la derecha, nos ha recordado que el marxista Gramsci analizó la Revolución Francesa y vio que, desde el punto de vista del Antiguo Régimen, no constituía más que una herejía teológica respecto al catolicismo imperante. En este sentido, Jovellanos no estaría tan lejos de la perspectiva ofrecida por el documental cuyo guión escribió Evaristo Casariego en 1944, y sí muy alejado de ese mito oscurantista de la Ilustración que nos retrotrae a tiempos de un gnosticismo religioso previo a la consolidación de la Iglesia Católica.

De hecho, en una cita que la exposición incorpora como parte de la influencia de Jovellanos en la literatura posterior, Carlos Marx no caracteriza a Jovellanos como un hombre de progreso, sino como «"un amigo del pueblo": esperaba elevar éste a la libertad con una serie, penosamente prudente, de leyes económicas y con la propaganda literaria de doctrinas generosas». («España Revolucionaria (III)», Núm. 4.214, 20 de octubre de 1854, citado en Carlos Marx y Federico Engels, Escritos sobre España. Extractos de 1854. Trotta, Barcelona 1998. Edición de Pedro Ribas, pág. 118).

Pero quienes incluyen la cita no parecen darse cuenta que la expresión «amigo del pueblo» tiene un carácter despectivo en Marx, por considerar a Jovellanos un reformista incapaz de realizar cambios sustanciales, revolucionarios, y partidario de mantener el status quo vigente con pequeñas concesiones para los más desfavorecidos. De hecho, en el esbozo previo del artículo citado, Marx definía a Jovellanos como «un reformador bienintenciona­do que, por exagerados escrúpulos de conciencia sobre los medios, nunca se atrevía a ejecutar un proyecto» (Carlos Marx y Federico Engels, Escritos sobre España. Extractos de 1854, pág. 161). La Ilustración no era bien vista ya por el marxismo, y su crítica seguiría con la Escuela de Frankfurt y otros sistemas filosóficos que la consideraron el inicio de una opresión aún mayor que la del Antiguo Régimen.

Sin embargo, lo más interesante es comprobar que, a poco que escarbamos ligeramente en el programa ideológico de La luz de Jovellanos, comprobamos que todos estos mitos se derrumban. Para empezar, la presunta elite ilustrada («afrancesada», dirá Artola), se fractura con la invasión napoleónica de España entre quienes son afrancesados y quienes defienden a España y a la monarquía secuestrada por Napoleón, sean partidarios del Antiguo Régimen o de formas políticas más avanzadas. De hecho, en la correspondencia mantenida por Jovellanos con los afrancesados Miguel de Azanza y Cabarrús durante junio de 1808, cuando el Estatuto de Bayona está en ciernes y éstos piensan en presentar a Jovellanos como víctima del absolutismo y favorable a los afrancesados, la situación da un vuelco que no debería pasar inadvertido para quien debe tratar estos temas.

Y es que Jovellanos, enardecido ante la victoria española en Bailén el 19 de Julio de 1808 y la formación de una Junta Central del Reino en Aranjuez, responde a Cabarrús que el rey José es un intruso al frente de un ejército invasor al que tribunales, nobleza y pueblo desprecian, y que el pueblo español lidia por los Borbones y no por los Bonaparte porque son aquéllos los legítimos y éstos los impuestos. Incluso llega a decir que si le fallara a la nación la monarquía, aquélla sabría vivir sin rey y gobernarse sin él. (Silverio Sánchez Corredera, Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica, Pentalfa, Oviedo 2004, pág. 177). Como dirá textualmente a Cabarrús: «Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sostiene mi patria [...] España no lidia por los Borbones ni por Fernando, lidia por sus propios derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos; en una palabra, por su libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos». Otra vez la Patria, Dios, la Religión...

Los partidarios de José I, es decir, los afrancesados tales como Miguel de Azanza, Cabarrús, Meléndez Valdés, Sempere y Guarinós, &c., habían declarado su fe en la constitución de Bayona, impuesta por una nación extranjera. Como dice Gustavo Bueno: «Los afrancesados, sin perjuicio de ser “de izquierdas”, eran “colaboracionistas” y en su coyuntura, traidores» (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 176.)

De hecho, Jovellanos será uno de los principales representantes en la Junta Central del Reino, junto al Marqués de Camposagrado, de la Junta Suprema de Asturias, proclamada el 25 de mayo de 1808 en nombre de Fernando VII, secuestrado por Napoleón en Bayona, la primera en constituirse como gobierno español de todas aquellas juntas provinciales que, reasumiendo la soberanía secuestrada y según los principios de la democracia cristiana de la «atrasada» escolástica, constituían un principio de acción incomprensible para la «moderna» Francia. Jovellanos inspirará asimismo a personajes como Argüelles o el Conde de Toreno, y sus ideas serán fuente de inspiración en los denominados liberales frente a los serviles (recuperando la vieja distinción escolástica entre artes liberales y artes serviles) de las Cortes de Cádiz, donde tendrá lugar en 1812 la primera Constitución de la Nación Española, que reconoce la soberanía en la Nación de ciudadanos iguales ante la ley y reduce el poder del Rey a jefe de estado, incapaz de enajenar el territorio español a su antojo. En la Constitución de 1812 dice su art. 172: «No puede el Rey ena­jenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna, por pequeña que sea, del territorio español».

Jovellanos, partiendo de una nación histórica constituida, pero opuesta a su sometimiento a potencias extranjeras, señala que la legitimidad debía surgir de sus instituciones tradicionales: de ahí la importancia de la figura de la Corona, aunque siempre incapacitada para enajenar el Estado en su beneficio. Asimismo, la contraposición frente a posiciones del Antiguo Régimen se hace patente en su correspondencia con Lord Holland, parlamentario inglés del partido whig. Pese a la presunta anglofilia de los liberales españoles, Jovellanos, al cartearse con Holland, señala la importancia de la base de las Partidas de Alfonso X el Sabio, suprimiendo la monarquía absolutista y colocando en su lugar un nuevo poder legislativo mucho más fuerte que a su vez no deje atribuciones gubernativas al monarca (Silverio Sánchez Corredera, Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica, págs. 192-193).

No sólo la revolución producida en España con la Constitución de Cádiz es mucho más fuerte que la Gloriosa inglesa de 1688, al no poder enajenar el rey el territorio nacional y ser las cortes las que ostentan el poder (de hecho, Wellington llegó a decir que la Constitución de Cádiz era parecida a la Constitución francesa de 1791). Es más, serán los propios whigs quienes se declaren varias décadas después como liberales (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, págs. 180-181), asimilando la experiencia española, y no antes. Es en España, país católico, donde se funda el liberalismo político, y no en un país anglosajón, en contra de lo que suele defenderse en muchos cenáculos hoy día.

Jovellanos sería así un precedente e influencia en el liberalismo de Cádiz y del Trienio Liberal (1820-1823), que desde bases escolásticas encarnaba la forma política más avanzada del momento, eliminado por el retraso histórico y el oscurantismo que suponía del absolutismo imperante en el resto de Europa, encarnado en la Santa Alianza y los Cien Mil Hijos de San Luis. Liberalismo que tuvo una gran influencia al estar asentada en un Imperio universal como fue el Imperio Español, lo que favoreció su expansión por toda América y su contagio en otros imperios rivales, como la citada Inglaterra. Asimismo, bajo su influjo, surge el nacionalismo español como superación del Antiguo Régimen, que a pesar de sus triunfos parciales irá dejando huella en la sociedad española: en la Constitución de 1876, la de la Restauración Borbónica tras la accidentada I República, el art. 55 disponía que «El Rey necesita estar autorizado por una ley especial: Primero, para enajenar, ceder o permutar cualquiera parte del territorio español.[...]».

Jovellanos queda así caracterizado como figura de la Historia de España de primer orden, pero alejado de los tópicos que hacen de él una suerte de ilustrado que «se atrevió a pensar» en un país atrasado y bárbaro, así como de un mero regionalista que simplemente quería hacer avanzar a su patria chica dentro de España.

 

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