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El Catoblepas, número 115, septiembre 2011
  El Catoblepasnúmero 115 • septiembre 2011 • página 3
Guía de Perplejos

Eruditos y diletantes

Alfonso Fernández Tresguerres

O sobre el placer de fisgonear

Eruditos y diletantes

Uno de los aspectos para mí más inquietantes de la naturaleza humana es cómo siendo tan escaso el tiempo que nos es dado vivir (por venturosamente larga que pueda llegar a ser nuestra vida) y siendo tantos los asuntos que pueden acaparar nuestro interés (a poco curioso que sea nuestro espíritu), haya quienes dediquen su existencia toda no ya al conocimiento exhaustivo de una disciplina o de un determinado campo del saber (con pleno desentendimiento de todo lo demás), sino, aun dentro de ella, a algún aspecto minúsculo de la misma, no imparta cuán importante pueda ser, e incluso aunque no lo sea en absoluto o su importancia pueda resultar más bien relativa. Digamos, por ejemplo, no ya a conocer al dedillo la Historia de España, sino el reinado de Felipe II, y, hasta más en concreto, su última semana de vida y cuál fue su comida el último día, y si fueron garbanzos, cuántos, para ser exactos, comió. O si mostraba su preferencia por los galgos o los podencos. Como hay para quienes la Historia de la Filosofía se reduce a un único nombre, y no sólo eso, sino, muy particularmente, cuál fue su recepción (así lo llaman estos académicos) en España: qué nombres más o menos conocidos publicaron una nota sobre dicho autor en una revista más o menos conocida, quién leyó por primera vez al filósofo en cuestión en un ejemplar que le prestó un amigo que profesaba como lógico en la Universidad de Granada, y así sucesivamente.

Es verdaderamente sorprendente. Si alguno de tales eruditos prestara igual atención desmedida a sus propias actividades fisiológicas, tal vez llegará un día en que, con Gargantúa, pudiera declarar solemnemente:

«He inventado […], tras luenga y curiosa experiencia, el medio más señorial, más excelente, más expeditivo que jamás se viera para limpiarme el culo» [Rabelais, Gargantúa, XIII.]

No se vea burla ni desprecio en lo que digo. Cada cual es muy libre de dedicar su vida toda a aquello que estime más oportuno, incluido el medio más expeditivo para limpiarse el culo, pero a mí me resulta absolutamente incomprensible una entrega tan plena y obsesiva a la labor de desentrañar minucias.

Mas no caricaturicemos. Es posible que el conocimiento de tales minucias pueda ocasionalmente resultar de singular importancia para la humanidad; y, además, lo es casi siempre para el individuo en cuestión: por ejemplo, para quien ninguna otra cosa es capaz de hacer, suele ser un medio efectivo de acrecentar sus méritos académicos. Y también está dentro de lo probable que el objeto de erudición no sea siempre una minucia ni una cuestión baladí, sino algo de suma trascendencia, pero ni así alcanzo a entender esa dedicación monocorde y exclusiva, acompañada (así suele suceder frecuentemente) de un no menos completo desinterés por todo lo demás. No digo yo que alguien no pueda tener una sana afición, como pudiera ser el conocer los pormenores de la vida sexual de Isabel II, y dedicar a tal menester algún que otro momento de ocio, pero vivir para ello me parece locura y necedad. Y sostengo que quien lo hace no es el individuo verdaderamente curioso, sino, al contrario: el que carece por completo de la menor curiosidad. Y sostengo también que no nos hallamos ante un individuo talentoso y sabio (se les suele llamar sabios), sino ante un completo ignorante. Pero, quién sabe, tal vez individuos así poseerán la tierra. Después de todo, ya sabemos desde hace tiempo que la selección natural no favorece precisamente la inteligencia ni el talento (ni tampoco muchas otras instituciones, dicho sea de paso).

En lo que a mí respecta, no soy erudito en nada y aficionado a casi todo. Antes prefiero la polimatía a la erudición; mas no ya en el sentido de afirmar poseer conocimientos diversos, sino meramente de declararme interesado en los más diversos conocimientos. Soy –también puede decirse así– un aficionado al saber: un diletante, en suma; aunque quiero creer que en el más noble sentido del término. Lo digo porque a veces, abusando, sin duda, del vocablo, se le confiere un matiz peyorativo y se entiende por diletantismo la manía de meter las narices en todas partes sin tener auténtica competencia en ninguna. No es mi caso: me declaro apasionado por múltiples campos del saber, pero competente, en ninguno. No soy más que un fisgón. Quien hallándose en posesión de unos pocos conocimientos puramente superficiales (y a veces ni eso) quiere sentar cátedra en todo, no es un diletante, sino un imbécil. De todo o casi todo no es posible saber más que un poco (muy poco).

¿Superficialidad? Superficialidad, ciertamente, en los conocimientos, mas no necesariamente en el carácter. El individuo verdaderamente superficial es el que es incapaz de captar otra cosa que la capa más externa de cualquier cuestión, y aún así se siente autorizado a pontificar sobre ello a partir de un conocimiento tan exiguo. Pero es obvio que quien se interesa por muchas cosas, a poco más puede aspirar que a tener un conocimiento superficial de las mismas. Mas qué puede importarle a aquél para quien el saber más que un asunto serio es un simple juego en el que antes busca gozo que renombre.

Nada más aburrido que encerrarse entre cuatro paredes con una sola cuestión a la que dedicarle en exclusiva todo el tiempo y todos los esfuerzos, conocerla en sus más nimios recovecos y especializarse en ella hasta ser reputado de egregio sabio y erudito. Yo creo que tal proceder antes denota escasa inteligencia que talento, falta de curiosidad que tesón. Después de todo, como decía Chesterton, cualquiera puede fingir que es sabio, pero no que es ingenioso. Así que ni siquiera es preciso una erudición grande: con una pequeña o moderada cabe igualmente sentar plaza de sabio, mas no de inteligente.

Quizá más que en ningún otro aspecto, la inteligencia se manifiesta en la curiosidad, y al individuo realmente curioso le resulta imposible centrar su atención en una única parcela del saber: es demasiado goloso y son demasiado exquisitos los platos que se le ofrecen como para conformarse sólo con uno. Pero no se puede comer de todo más que picoteando aquí y allá. Mas picotear significa, en el fondo, no comer de todo, sino no comer realmente nada. Pero ésa es seguramente la condición del individuo curioso, tan distinto al especialista y tan igual a él en ignorancia: porque si uno lo sabe todo de algo, con pleno desconocimiento del resto, el otro sabe un poco de todo, sin saber, en último término, verdaderamente nada.

Que sea preferible una cosa o lo otra, depende de muchos factores, y acaso muy especialmente de que uno haya decidido vivir para la posteridad o vivir para sí mismo; de que alguien quiera asegurarse aunque no sea más que un humilde lugar en la memoria de otros eruditos, o de que le importe muy poco lo que vaya a suceder una vez que él haya rendido el último aliento, preocupado hasta entonces por una sola inquietud: no apurar hasta el límite los placeres que le ofrece la vida, y que sea llegado ese día sin que, con Kavafis, pueda decir que

Nada me retuvo. Me liberté y fui.
Hacia placeres que estaban
tanto en la realidad como en mi ser,
a través de la noche iluminada.
Y bebí un vivo fuerte, como
sólo los audaces beben el placer.

Y entre ellos, el más gratificante y duradero de todos: el placer de conocer.

Por eso, a quien es lo suficientemente afortunado como para que las más variadas cuestiones despierten su curiosidad y susciten su interés, más le preocupará satisfacer su voraz apetito que romperse los cuernos para hacerse un hueco en la historia de una disciplina cualquiera. Su vida será anónima y anónima su muerte, pero ése es menguado precio a pagar por el indescriptible gozo de vivir como un voyeur del conocimiento.

La diferencia entre el erudito y el diletante es la misma que media entre alguien que se detiene a hacer una tesis doctoral sobre un cuadro y otro que prefiere recorrer todo el museo. Yo, desde luego, me quedo con lo segundo. Prefiero patear todo el bosque antes que conocer cada milímetro de un solo árbol.

Ahora bien, al cabo hay que admitir que ser un fisgón no es ser un entendido, y que a medida que se conoce más, más hondo se hace el pozo de lo que se ignora y más conciencia se cobra de la ignorancia misma. En cualquier caso, de mí se decir que ni por una estatua en un pedestal renunciaría al placer de tales exploraciones por esos vastos territorios del saber, aunque, a fin de cuentas, no tenga más remedio que decir, con Montaigne, Qué sais je. En efecto, qué se yo, y no únicamente en el sentido de un sano escepticismo sin el cual ningún placer, tampoco el de conocer, está completo, sino también en el de que, en el fondo, si bien lo miro, he de reconocer que no sé nada de nada.

 

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