Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 115 • septiembre 2011 • página 6
Pocos años después de publicado El pensamiento de Cervantes, Américo Castro reforzó sus alegaciones en pro del erasmismo de Cervantes y de su visión del Quijote como un producto erasmiano con dos nuevos argumentos que desarrolla amplia y meticulosamente en Erasmo en tiempo de Cervantes y a los que volverá a referirse en otros escritos suyos posteriores: el de que López de Hoyos, maestro de gramática de Cervantes a sus veinte años (en 1567-8), fue erasmista; y el del erasmismo de Luz del alma, obra atribuida por Castro a fray Felipe de Meneses y citada por Cervantes cuando don Quijote visita una imprenta en Barcelona. Ambos argumentos recibieron la aprobación de Bataillon sin necesidad de analizarlos, aunque no les concede tanto valor como Castro; con respecto al primero, rebaja su importancia al expresar su convicción de que el «erasmismo diluido» que pueda haber en el pensamiento y obra de Cervantes lo captó en el ambiente español de su época, en la conversación con ingenios de las generaciones anteriores a la suya, más que en las lecciones de López de Hoyos; en cuanto al segundo, no lo desestima, pero sostiene que el erasmismo del cristianismo cervantino se percibe más en las pruebas que da de «devoción especialísima al apóstol san Pablo» que en los rasgos de su fe que se manifiestan en la alusión a la Luz del alma de Meneses. Por nuestra parte, vamos a molestarnos en analizarlos y refutarlos para llegar a la conclusión de que son completamente infundados.
El argumento del erasmismo de Lopez de Hoyos
Castro conjetura que López de Hoyos debió de ser erasmista, conclusión que extrae de una cita de Erasmo que aparece en la carta que el maestro de gramática de Cervantes dirige al Ayuntamiento de Madrid (carta adjuntada como apéndice por Castro al final de su artículo), y que a través del íntimo trato con su maestro, Cervantes fue receptor del erasmismo. Bien puede ser que el maestro fuera erasmista, pero del discípulo no hay ninguna prueba textual de que lo sea, por lo que de nada sirve establecer el erasmismo de López de Hoyos, si no hay prueba alguna de que lo sea Cervantes. Todos hemos tenido maestros que no nos han dejado influencia alguna. Y Castro, desde luego, se revela incapaz de dar esa prueba textual. Todo lo que se le ocurre es recordar de nuevo las ironías de Cervantes sobre las costumbres de los frailes (op. cit., págs. 510-11) como indicio del erasmismo cervantino, pero ya hemos refutado más atrás la interpretación erasmista de estas ironías. Y al final, incapaz de aportar una muestra sólida de presencia erasmiana en Cervantes, acaba afirmando que «lo esencial de todo ello es la disposición favorable [a Erasmo se entiende], y la espiritualidad del cristianismo cervantino».
Así que toda la interpretación de Castro del erasmismo cervantino se construye sobre nociones tan vaporosas y vacuas como la de «disposición favorable», de la que naturalmente no se da ninguna prueba, y de «espiritualidad del cristianismo cervantino». Pero no se nos explica el sentido de esta última expresión, la cual desde luego requiere una clarificación, pues ¿acaso nos está sugiriendo que cabe determinar clases, grados o variedades de espiritualidad dentro del cristianismo? Nada nos dice sobre ello. ¿O acaso se refiere a que Cervantes, en la onda de Erasmo, defiende un cristianismo interiorista más orientado hacia el espíritu que hacia las prácticas rituales o ceremoniales? Si es esto lo que quiere decir, como nos tememos, pues Castro llega a conjeturar que López de Hoyos «pudo depositar…los gérmenes de un cristianismo más orientado hacia el espíritu que hacia las práctica usuales» (op. cit., pág. 510), debemos decir rotundamente que nada hay en el Quijote que haga sospechar que Cervantes se aleje de la doctrina católica ortodoxa que condena las ceremonias puramente externas, sin compromiso interior, por lo que ironizar sobre los rezos mecánicos, como los de don Quijote en Sierra Morena, donde reza un millón de avemarías, no entraña de ningún modo, como ya vimos más atrás, erasmismo alguno, pues la Iglesia católica tampoco aprueba las prácticas religiosas que no van acompañadas de piedad interior. Lo que no hace el catolicismo, a diferencia de Erasmo, es devaluar los ritos en sí mismos frente a la piedad interior, sino exhortar a que éstos sean la expresión externa cabal de la devoción o piedad interior, y nada hay en Cervantes que invite a pensar que se aleje del espíritu del catolicismo en este punto.
Pero, volviendo de nuevo al argumento que nos traemos entre manos, analicemos la tesis del supuesto erasmismo de López de Hoyos. Como decíamos, Castro basa su tesis en una cita de López de Hoyos de una obra de Erasmo en una carta suya dirigida al Ayuntamiento de Madrid, inserta en un libro suyo sobre la enfermedad y exequias de la reina española Isabel de Valois, esposa de Felipe II, publicado en 1569. En esta carta menciona el Antibarbarorum liber de Erasmo, concretamente un pasaje donde se reprende a los adulteradores de vino y sobre todo a los gobernantes que toleran malos preceptores, a los que corrompen a la juventud con grave daño de la república. Castro llama la atención sobre el hecho de que la referencia a los adulteradores de vino no procede, en realidad, de Antibarbarorum liber, un libro de censura de las malos preceptores y, por tanto, inocuo para la religión –de hecho, esta obra de Erasmo no había sido prohibida en el Índice inquisitorial de Fernando de Valdés de 1559–, sino de Exomologesis sive Modus confitendi (1524), un escrito sobre la confesión en el que se ponía en duda su origen evangélico y, por consiguiente, se rozaba un asunto peligroso para la ortodoxia religiosa y que, en cambio, sí había sido incluido en el Índice de Valdés.
La interpretación de Castro es que, aunque el error puede deberse a una mezcla de distracción y de intención del autor, ya que López de Hoyos parece citar de memoria, lo que el sacerdote y maestro de Cervantes hacía, en el fondo, era erasmizar, con precaución, hasta donde podía, transmitir la doctrina de Erasmo a pesar de la prohibición inquisitorial mediante el procedimiento de ofrecer una frase de un texto prohibido –la relativa a la censura de los adulteradores de vino-, simulando que procedía de un escrito inofensivo. A partir de aquí extrae la conclusión de que López de Hoyos había leído y conocía a Erasmo, y la conjetura de que, siendo Cervantes su alumno, al que trata afectuosamente como «amado y caro discípulo», le habría transmitido a través de conversaciones privadas las doctrinas erasmianas. No obstante, Castro, consciente de la fragilidad de su argumentación, termina confesando: «Ignoro en qué medida tuviera Cervantes directa noticia de la doctrina erasmiana, ni hasta dónde se extendiese la influencia de López de Hoyos» (op. cit., pág. 510).
La argumentación de Castro está abierta a múltiples objeciones. En primer lugar, resulta muy artificiosa desde el comienzo. No tiene nada de extraño que López de Hoyos presente la cita como procedente del Antibarbarorum liber, pues, en realidad, este libro contiene un importante pasaje añadido por Erasmo en 1519 en el que se denuncian los daños que causan los malos educadores y además en el contexto de la carta la referencia breve a los adulteradores de los vinos es innecesaria, y lo que a él precisamente le interesa destacar es la censura de los malos preceptores, censura que el sacerdote madrileño comentaba con amplitud y además la utiliza como excusa para glosar, en el resto de la misiva, remitiéndose a autoridades antiguas, la importancia de los buenos preceptores y de la educación de los jóvenes («No podemos hacer otro beneficio mayor a la república que enseñar e industriar los mancebos, de adonde salen buenos ciudadanos», escribe glosando a Cicerón), así como su propia contribución a la enseñanza de la gramática en la escuela y los Evangelios en los púlpitos: «Toda mi vida y tiempo gasto en enseñar». No hay necesidad, pues, de suponer que intentaba ocultar que había leído el escrito erasmiano sobre la confesión.
En segundo lugar, aun suponiendo que, por precaución, ocultara la lectura de este último escrito, no se debe magnificar la cita de Erasmo. Pues en el conjunto de la obra de López de Hoyos, nada sospechoso de erasmismo, Castro sólo ha podido descubrir esta referencia expresa a Erasmo, de lo que cabe inferir que el maestro de gramática de Cervantes al menos conocía dos libros de Erasmo, de los cuales uno de ellos, el Antibarbarorum liber, es inocuo desde el punto de vista religioso, incluso a los ojos del inquisidor Valdés, a pesar de que contenía ataques acerados a los monjes y el otro trata ciertamente un tema peligroso para la ortodoxia, según la propia Inquisición, que lo encontró sospechoso de herejía y por ello lo prohibió, pero no parece que haya influido nada en López de Hoyos el punto de vista erasmiano sobre la confesión. Hoy sabemos que en el inventario de los libros de la biblioteca del sacerdote madrileño aparecen cuatro menciones a títulos de Erasmo, pero no se especifica cuáles, y que también se menciona un libro titulado Enchiridion, pero no se puede asegurar que sea el libro de igual título de Erasmo, pues en la época, como sabemos por las catálogos de otras bibliotecas, era frecuente el uso de esa palabra como título de un libro, aunque tampoco cabe descartarlo (véase sobre esto, Bataillon, Erasmo y el erasmismo, Crítica, 1977, reeditada en 2000, pág. 350, nota 5). En cualquier caso, nada hay en la obra de López de Hoyos que manifieste algún rasgo típico de la concepción erasmiana de la religión.
Por el contrario, en la propia carta del maestro de gramática al Ayuntamiento de Madrid aparece un rasgo de su pensamiento totalmente contrario a las enseñanzas de Erasmo, y no deja de ser llamativo que Castro no le preste atención, a saber: la apología del uso de las armas en defensa del catolicismo, lo que contradice rotundamente el pensamiento de Erasmo, que rechazaba completamente el uso de las armas en defensa de la fe cristiana y abogaba por el pacifismo evangélico. He aquí las palabras de López de Hoyos: «Los capitanes y gentes valerosas en armas que de Madrid han salido, y al presente sirven a su majestad en defensa de nuestra santa fe católica en Flandes, en Granada y en otras partes». En suma, del hecho de que un autor haya leído a otro no se puede inferir que le haya influido doctrinalmente, si no somos capaces de documentar esa influencia. Y, de todos modos, aun si Erasmo influyó en algo en López de Hoyos, lo que sí podemos afirmar es que esa influencia no le arrastró a respaldar ninguna tesis característica y relevante del erasmismo en lo que concierne a la religión cristiana. Puede que en López de Hoyos haya algo de erasmismo, pero un erasmismo intrascendente, inofensivo, desde el punto de vista religioso, localizado en compartir con Erasmo sus críticas a los malos preceptores. Por tanto, nada relevante para entender la concepción cervantina del cristianismo, aun en el supuesto no probado de que el sacerdote madrileño le hablara de Erasmo.
El argumento del erasmismo de Luz del alma
Pasemos ahora a examinar el segundo argumento de Castro. En la visita a una imprenta en Barcelona don Quijote ve un libro titulado como consta en el epígrafe, que desde que Bowle así lo estableciera en su edición del Quijote de 1781, viene siendo identificado con Luz del alma cristiana del fraile dominico Felipe de Meneses, a quien Castro considera influido por las ideas de Erasmo. El libro de Meneses, que se publicó en Valladolid en 1554 y conoció múltiples ediciones, unas quince a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, es, en realidad, un catecismo totalmente ortodoxo, pero Castro se empeña en descubrir en él un manual de piedad erasmiana. Y como don Quijote recomienda su lectura, ello sería una muestra de la huella del erasmismo en Cervantes.
Pero lo cierto es, y ésta es nuestra primera objeción, que don Quijote, a quien se pretende presentar así como un adalid del erasmismo, no recomienda en particular la lectura del supuesto catecismo de Meneses, sino de los libros de piedad en general, como así lo sugiere el comentario que hace el hidalgo nada más ver el libro: «Estos tales libros, aunque hay muchos de este género, son los que se deben imprimir, por= que son muchos los pecadores que se usan [de hoy en día] y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados» (II, 62, 1033). Además, en la actualidad se cuestiona la atribución de Luz del alma a Meneses. Francisco Rico, por ejemplo, ha alegado, en la nota correspondiente de su edición del Quijote, que con ese título circularon en la época varios libros, por lo que es muy probable que Cervantes no esté aludiendo en concreto a uno de ellos, sino que tal título sirve de denominación genérica para designar cualquier lectura de libros de devoción o, como suele decirse ahora, de espiritualidad. A esto cabe añadir que, como señala el propio Castro, en Barcelona, donde Cervantes en la ficción lo supuso impreso, nunca se editó, lo cual viene a respaldar la sugerencia de Rico. Esta sugerencia se halla avalada también por la actitud de don Quijote en su lecho de muerte, quien, luego de lamentarse, recobrada la cordura, de no haber prestado más atención a la lectura de libros de piedad, se refiere genéricamente a los que son luz del alma: «Ya conozco sus disparates y sus embelecos [de los libros de caballerías], y no me pesa sino que ese desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma» (II, 74, 1100).
Ahora bien, si Cervantes, a través de don Quijote, lo que aconseja realmente es la impresión de libros edificantes en general y si la atribución de Luz del alma a Meneses no es segura, toda la construcción de Castro se viene abajo antes ya de que entremos en el análisis del contenido del catecismo de Meneses de título homónimo. Supongamos, no obstante, que la obra así titulada de la imprenta de Barcelona visitada por don Quijote sea realmente de Meneses y que Cervantes tiene interés particular en la impresión y lectura de la misma. ¿Hay algo en este libro que invite a situar a Meneses en la estela del erasmismo?
Según Castro, el tratado de Meneses está afectado por la doctrina erasmiana, incluso sostiene que es un trasunto bastante fiel del Enchiridion de Erasmo y si Cervantes lo citó no es por casualidad, sino porque la visión del cristianismo de su autor está a tono con su propio sentir cristiano. Bien es cierto que, de acuerdo con Castro, el erasmismo no lo debe Cervantes al tratado de Meneses, al menos en sus inicios, sino, como ya hemos visto, a su trato íntimo con López de Hoyos, su maestro supuestamente erasmizante. Y la primera prueba que nos ofrece del carácter erasmista de Luz de alma es ésta: «El avezado a la literatura religiosa de la época encuentra…un aire especial en…Luz del alma. La tradición de Erasmo tiñe de intelectualismo la exposición del tema religioso: hay más razón que fervor, mucha crítica y aire de estar sobre él. Lo erasmista se manifiesta tanto en lo silenciado como en lo que se expresa. Al mismo tiempo, exuberancia de citas paulinas» («Erasmo en tiempo de Cervantes», op. cit., pág. 513).
Lo más sorprendente de la alegación de Castro es que no menciona ni un solo rasgo característico del erasmismo (aversión a la escolástica, recomendación del estudio de la Biblia, retorno al cristianismo evangélico, defensa de la religiosidad interior, tendencia al anticeremonialismo, rechazo de la superioridad del monacato frente a la vida seglar, huella de la moria o ironía erasmiana, etc.), sino rasgos muy genéricos igualmente atribuibles a autores y corrientes que nada tienen que ver con el erasmismo. Primeramente, destaca el «intelectualismo» de la exposición. Y bien, ¿qué tiene eso de extraño tratándose de una obra con el formato de un tratado, como así lo califica el propio Meneses, pensado y orientado para la enseñanza de la doctrina cristiana? El libro de Meneses tiene un marcado carácter intelectual porque su objetivo es contribuir a la formación religiosa de los españoles, a extender el conocimiento de los contenidos y cimientos de la fe cristiana, pues, aunque en España hay fe, es una fe ignorante y eso la pone en peligro. Meneses, como indica Castro, está preocupado, en efecto, por la ignorancia religiosa de sus compatriotas y por los daños que ésta pueda acarrear –el pecado sin freno y sin rienda, la corrupción de costumbres, la condenación de las almas, la irreverencia de los sacramentos (especialmente de la práctica inadecuada de la confesión y la eucaristía) y la pérdida de la fe, lo que convierte a España en un país vulnerable a los estragos de la herejía y tal vez pueda suceder en España lo que en Alemania con el luteranismo- y su propósito principal es combatirla y, con ella, también sus perniciosos efectos. El teólogo dominico ha recorrido España predicando, como señala él mismo, y ha llegado a la conclusión de que los españoles, incluso los que presumen de cultos («políticos», se decía en la época y así lo escribe Meneses), carecen de un buen conocimiento de las bases de la fe católica y de ahí la necesidad de una exposición y explicación de la doctrina cristiana, aunque sin los tecnicismos de la teología escolástica para hacerlo más accesible al pueblo.
La explicación precedente basta también para clarificar la observación de Castro de que el texto de Meneses contiene «más razón que fervor». Claro, no podía ser de otro modo tratándose de un libro catequístico destinado al fin didáctico de combatir la ignorancia religiosa y sus peligros y de mejorar el conocimiento de los principios de la doctrina cristiana, escrito además por un dominico formado en la teología escolástica tomista en el colegio de San Gregorio de Valladolid, que era algo así como una universidad dominicana y en el que luego fue profesor de teología. Por lo demás, no deja de ser curioso que Castro considere como signo de erasmismo un rasgo («más razón que fervor») que Erasmo rehuía, y veía como un defecto de los libros de los teólogos escolásticos, más tendentes al racionalismo teológico y a la especulación intelectual, percibidos por él como una amenaza para la devoción. Al fin y al cabo, Erasmo propendía al fideísmo y su crítica al cristianismo de su tiempo no se hace desde una perspectiva racionalista, sino desde una perspectiva religiosa interna, desde una fe que busca sus fuentes en la Bilblia, primariamente en el Nuevo Testamento, sobre todo en los Evangelios y en san Pablo. Las creencias y prácticas cristianas que cuestiona o rechaza no lo hace porque sean irracionales, sino porque no se fundan en los libros sagrados. La razón era más una enemiga que aliada de la fe y la devoción. A la autoridad de la razón Erasmo opone la autoridad de la fe, de la fe en Cristo y de ahí que la fe cristiana, la «filosofía de Cristo» (a la que también le gusta llamar «filosofía evangélica» y «filosofía cristiana») haya de ser vivida, no argumentada. Así que, contra Castro, el espíritu del erasmismo se resume mejor en el lema «más fervor que razón» que en el de «más razón que fervor». Por tanto, nada más alejado de la verdad que decir que Erasmo «tiñe de intelectualismo la exposición del tema religioso».
Todo lo anterior basta también para explicar la «mucha crítica» contenida en el tratado de Meneses. No podía ser de otro modo teniendo en cuenta el enfoque intelectual y didáctico de una obra que parte de la reprensión inicial de la falta de instrucción religiosa entre las gentes, asunto al que le dedica el primer libro de los cuatro en que se divide el tratado catequístico. Y al paso que Meneses va exponiendo la doctrina cristiana va criticando los errores y defectos de la religiosidad popular.
En lo que atañe a la declaración de que »lo erasmista se manifiesta tanto en lo silenciado como en lo que se expresa» es vacua en cuanto tal, no aporta nada. La primera parte de la frase según la cual «lo erasmista se manifiesta en lo silenciado» es una muestra de escapismo que no ayuda a entender nada. La segunda parte sí es comprensible, pero su mera afirmación es inútil, si no va acompañada de pruebas firmes de que efectivamente en lo expresado se manifiesta lo erasmista.
El último rasgo apuntado por Castro en la cita precedente, «exuberancia de citas paulinas» abandona por suerte el terreno de las vaguedades y propone una nota concreta, positiva, como signo de erasmismo. Pero, como ya expusimos más atrás, la exuberancia de citas paulinas no es, en modo alguno, una señal inequívoca de erasmismo. Meneses, como Cervantes, cita mucho más el Antiguo Testamento y los Evangelios que a san Pablo, pero, al parecer, Castro no se ha molestado en comprobar este dato, y, puesto que Erasmo no sentía estima por la parte veterotestamentaria de la Biblia, ya tenemos aquí un aspecto en que Meneses se aleja de Erasmo. Y, como veremos, no es el único, sino que hay otros muy importantes que nos muestran, contra Castro, que Meneses, lejos de ser erasmista, es adverso al erasmismo.
Por fin Castro cree descubrir un elemento de «inconfundible» erasmismo en el siguiente pasaje de Luz del alma cristiana: «
«Lo que hemos dicho en los sacramentos, es en todo lo demás tocante a la religión cristiana, todo exterior, sin existencia ni frutos, ; si no, quien la mirare con los ojos claros y limpios y con un sentimiento cristiano, verá en la Iglesia un Dios muerto, un Cristo fantástico, una cristiandad soñada o de farsa, unas ceremonias estériles [cursivas de Castro], no porque ellas lo sean de suyo, sino porque la malicia y la sequedad de los que las tratan las han hecho tales». Citado por Castro en «Erasmo en tiempo de Cervantes», op. cit., págs. 514-5
Pero en este pasaje no hay nada de específicamente erasmiano. Lo que hay es una censura de las ceremonias puramente exteriores privadas de espíritu, según la sentencia paulina de que la letra mata, pero el espíritu vivifica, pero esto es doctrina común a la Iglesia católica y a Erasmo. El catolicismo no niega la primacía de lo interior respecto = a lo exterior en la religión, pero esto no le lleva a declarar que lo exterior de tipo ceremonial sea innecesario o carente de valor. Posiblemente nadie ha formulado mejor el punto de vista católico sobre la relación entre lo exterior e interior de la religión que santo Tomás, quien en su tratado sobre la religión, distingue dos planos en ésta: el de los actos interiores o culto interior (como la devoción y la oración) que es el principal, el alma o espíritu del culto, y el de los actos exteriores o culto exterior, que es secundario y subordinado al primero, de forma que no puede haber verdadero culto exterior, ordenado a que los hombres honren y reverencien a Dios, sin el culto o devoción interior; ahora bien, aunque secundario y relativo a la dimensión interior de la religión, el culto exterior o visible es necesario en la vida religiosa, en tanto los actos interiores espirituales necesitan expresarse en el culto exterior, que es signo sensible y estímulo del culto interior. Esta distinción entre actos religiosos interiores y exteriores es tan capital en su doctrina de la religión que constituye el hilo conductor de su exposición de todos los problemas tocantes a la materia religiosa. (Cf. Suma teológica, II-II, q. 81, a. 7 y también las introducciones a la q. 82 y a la q. 84).
Ahora bien, mientras el catolicismo pone la esencia de la religión también en los actos exteriores y no sólo en los interiores, aun cuando éstos sean los principales a los que los otros están subordinados, lo específicamente erasmiano es colocar la esencia de la religiosidad en la interioridad, en la que se vive la verdadera fe, tendiendo a dejar fuera el culto exterior y devaluando así las ceremonias. En Erasmo anida una tendencia anticeremonialista a eliminar todo valor de los ritos; y de ahí sus diatribas contra las ceremonias exteriores, procesiones, peregrinaciones, ayunos y abstinencias. Y aunque hace protestas de que él no menosprecia las prácticas externas cristianas, lo cierto es que, inspirándose en san Pablo, pero para desbordarlo, las devalúa hasta tal punto que las considera infantiles al lado o frente a las cosas del espíritu y sugiere que el verdadero cristiano, una vez alcanzada su madurez y perfección como tal, puede prescindir de ellas, pues, liberado de la confianza en las obras externas, le basta con estar pendiente de las cosas espirituales, aunque, eso sí, para no perjudicar a los débiles o inmaduros, recomienda a los cristianos verdaderamente adultos en la fe que no desprecien las prácticas u obras externas, de las que san Pablo, «aquel libertador del espíritu», nos ha liberado (cf. Enchiridion, regla 5ª, pág. 159)
Ahora bien, nada de esto se encuentra en el pasaje arriba citado ni en otro lugar del catecismo de Meneses. Obsérvese además la tendenciosidad de Castro que destaca las palabras en cursiva, donde Meneses parece despreciar sin restricción el elemento ceremonial de la religión, pero no se destaca la últimas frases del pasaje, donde Meneses pone de relieve que lo único que censura es la entrega del cristiano a lo puramente exterior de las ceremonias, en cuyo caso éstas devienen estériles, pero advierte, a diferencia de Erasmo, que en sí mismas no lo son, sino que los que las convierte en tales es la carencia de una adecuada disposición espiritual y moral interior.
A continuación, Castro coteja pasajes de Luz del alma cristiana con otros supuestamente paralelos del Enchiridion de Erasmo en busca de influencia propiamente erasmiana, pero lo único que encuentra son elementos doctrinales comunes al catolicismo y a Erasmo. El propio Castro, tras estas pesquisas infructuosas, se ve forzado a reconocer que «para Meneses el defecto del cristianismo coetáneo consistía esencialmente en falta de instrucción; para él toda la virtud se basa en el conocimiento de la ley religiosa –Sagrada Escritura, en Erasmo; los artículos de la fe, en Meneses» (op. cit., pág. 515).
Pero lo que no nos dice Castro es que en este punto la doctrina de Erasmo y la de Meneses, acorde con la ortodoxia católica, son diametralmente opuestas. La receta de ambos para remediar la falta de instrucción cristiana y elevar el fervor religioso de los fieles es muy distinta: para Erasmo el remedio reside en el regreso al cristianismo evangélico y de ahí la urgencia de estudiar la Biblia –sobre todo el Nuevo Testamento, que él mismo se encargó de traducir y comentar- y de ponerla al alcance de la gente común, en especial, como decíamos, los Evangelios y las Cartas de san Pablo, cuya lectura debe dejar de ser un privilegio de los que saben latín para extenderlo al pueblo llano de todos los países de la cristiandad, a los campesinos, a los tejedores, a los viajeros, a las mujeres e incluso a los «idiotas», y aun a los pueblos de infieles, como los turcos y los moros. He aquí la forma tan expresiva como expone Erasmo este pensamiento en su Paraclesis o Exhortación al estudio de la filosofía cristiana (1516), un verdadero manifiesto de su pensamiento y programa teológico y religioso, en el sabroso español de una traducción del siglo XVI:
«Yo en otras muchas partes lo tengo dicho, y agora lo torno a decir, que de ninguna manera me parece bien la opinión de los que no querrían que los idiotas leyesen en estas divinas letras, traducidas en las lengua que el vulgo usa: esta opinión tienen algunos…Desearía yo por cierto que cualquier mujercilla leyese el Evangelio, y las Epístolas de san Pablo, y aun os digo, que pluguiese a Dios que estuviesen traducidas en todas las lenguas de todos los del mundo, para que no solamente las leyesen los de Escocia y los de Hibernia, pero para que aun los turcos y los moros las pudiesen leer y conocer… Y por esto digo que, pluguiese a Dios que el labrador andando al campo, cantase alguna cosa tomada de esta celestial filosofía, y que lo mismo hiciese el tejedor estando en su telar, y que los caminantes hablando en cosas semejantes, aliviasen el trabajo de su camino, y que todas las pláticas y hablillas de los cristianos, fuesen de la sagrada escritura». Paraclesis o Exhortación al estudio de la filosofía cristiana, en Erasmo, Bien morir (el libro incluye varias obras de Erasmo, como el Enchiridion o la que da título al libro), Casa de Martín Nucio, Amberes, 1555, págs. 193-194.
En cambio, para Meneses la solución a la ignorancia religiosa de los españoles no descansa en el conocimiento de la Biblia, sino en el de los artículos de la fe, a cuya exposición y comentario consagra el segundo libro de su catecismo, eso sí enseñándolos en un lenguaje inteligible para ellos: «Todos los cristianos que tienen uso de razón y capacidad para deprender los artículos de la fe están obligados a los saber en lenguaje que ellos entiendan, porque si no lo saben, no lo pueden creer expresamente, y no basta creerlos implícitamente, que es creerlos en la fe de la Iglesia» ( Meneses, Luz del alma cristiana, Universidad Pontificia de Salamanca y Fundación Universitaria Española, 1978, II, c. 1, pág. 403; también citado por Castro op. cit., pág. 514). Justamente para cumplir esta función está pensado y destinado su Luz del alma cristiana, cuyo método expositivo no es el de la mayoría de los catecismos, el método de preguntas y respuestas o del diálogo, sino el de formular primero brevemente los elementos fundamentales de la doctrina cristiana (artículos de fe, los mandamientos, los sacramentos, las virtudes, los dones del Espíritu Santo y la oración, que incluye algo tan poco del gusto de Erasmo como la oración a la Virgen y a los santos) en fórmulas sencillas que denomina declaraciones y luego procede a comentarlas.
Seguidamente, Castro se ocupa de la tesis de Meneses sobre el papel crucial de la Inquisición para impedir que la herejía luterana se propagara en España. Naturalmente, Meneses defiende el uso de la Inquisición para preservar la ortodoxia católica: «La fe no se ha perdido en España: aquí la tenemos, y por la bondad de Dios entera, y procuramos conservarla con predicación, con doctrina, con rigor y castigo de la sancta Inquisición» (Citado por Castro, op. cit., pág. 516; Meneses, Luz del alma cristiana, I, c. 6, pág. 354). Ahora bien, lo asombroso es que Castro no advierta que la apología que hace Meneses de la Inquisición es absolutamente contraria a la doctrina de Erasmo, quien, como es sabido, reprobaba el recurso a la Inquisición para combatir la herejía. En cambio, Meneses agradece a Dios que haya puesto en España la Inquisición, un verdadero «muro de fuego» que funcionó como barrera de contención de la expansión del luteranismo, pues de no ser así, también en ella habría triunfado la herejía de Lutero, al que tacha de «nuevo Mahoma».
Una cuestión que es pertinente plantearse, y Castro lo hace al final de su escrito, pero sin sacar de ello las debidas consecuencias, es por qué Meneses no cita a Erasmo, si como él sostiene copia e imita ampliamente el Enchiridion. La tesis de Castro sobre la influencia erasmista en Luz del alma cristiana genera un enigma que debe explicar. Como en El pensamiento de Cervantes, a propósito de la ortodoxia religiosa de Cervantes, también ahora recurre al fácil expediente de que, como aquella era una época intolerante, en que la Inquisición creaba un clima de recelo que obliga a expresarse públicamente con cautela, con disimulo, Meneses, para evitar acusaciones, se habría conducido con disimulo, como igualmente lo hizo Cervantes, de acuerdo con la tesis de Castro de la hipocresía de Cervantes, al que tacha de «gran disimulador», de «hábil hipócrita».
Castro ha abusado de este artilugio de la hipocresía hasta la náusea. Con ella se puede probar todo y ponerse a cubierto de toda crítica, pues, como sucede en su análisis del pensamiento religioso de Cervantes, a las muestras de ortodoxia católica se les resta importancia tildándolas de ser una expresión de la mentada hipocresía cervantina y, en cambio, las aparentes críticas a la Iglesia, al clero o a la ortodoxia religiosa se exageran interpretándolas como auténtico signo de heterodoxia religiosa, porque ante todo Cervantes tiene que ser un heterodoxo. Bien, pues ahora emplea la misma artimaña, pero, como suele hacer, no nos da ninguna prueba de ello basada en el análisis del libro de Meneses u otras pruebas documentales. Todo pretende resolverlo echándole la culpa a la atmósfera intolerante de la época. Pero el truco le sale muy mal, porque (y es pasmoso que Castro no repare en este hecho) cuando Meneses escribió y publicó Luz del alma cristiana, que, como ya informamos, salió a la luz en 1554, el Enchiridion de Erasmo se difundía libremente por España. No es hasta cinco años después cuando su lectura es prohibida al ser incluido en el Índice inquisitorial de Valdés de 1559, prohibición, por cierto, restringida, que afectaba a varios escritos importantes de Erasmo, pero no a otros.
Por tanto, Meneses no tuvo ningún problema en 1554 para citar a Erasmo, su Enchiridion y demás escritos teológicos o religiosos y, sin embargo, en el catecismo de Meneses jamás aparece el nombre del teólogo humanista holandés ni se menciona ninguno de sus escritos ni se citan o parafrasean pasajes de los mismos, salvo en la fantasía de Castro proclive a hallar paralelos imaginarios entre Luz del alma cristiana y el Enchiridion. Y si no lo hizo, es porque no debía de apreciar mucho la obra de Erasmo, de quien, como, ya hemos visto, le separan diferencias muy relevantes. En el fondo, Meneses no es, como lo pinta Castro, un admirador de Erasmo, a quien habría imitado ocultamente, sino un adversario en ciertas cuestiones de importancia. Y es que la inspiración última de Luz del alma cristiana no viene de Erasmo, sino, como cabría esperar en un teólogo dominico español, profesor de teología, de la escolástica; el tratado de Meneses refleja un tomismo vulgarizado usual en muchos de los catecismos y libros de enseñanza cristiana de la época, en la que, por cierto, hubo una gran floración de esta clase de literatura.
Para terminar con este asunto, queremos referirnos a un pasaje de Luz del alma cristiana, cuya consideración omite Castro, en que Meneses le echa la culpa del triunfo del luteranismo, entre otras causas, al estudio filológico de la Biblia, al que, en cambio, Erasmo consagró gran parte de su vida. Meneses estaba convencido de que las causas de la propagación de la herejía luterana en Alemania eran tres: en primer lugar, la libertad de conciencia luterana, de la que tiene un concepto totalmente peyorativo, pues viene a equivaler, según la entiende él, a un estado anárquico de insumisión a la ley o de libertinaje:
«El mismo cebo con que este nuevo Mahoma que es Lutero, pescó en Alemania hallo en España. El primero con que les ganó y que el echó fue la libertad y exención de muchas leyes de Dios, y de todas las de la Iglesia, porque éste es su apellido: Libertad, libertad. Esta por la bondad de Dios no la hay en España; pero inclinación a la libertad hallo en ella más que en Alemania, y que en nación ninguna, un apetito de no subjectos, de vivir libres. Que como la nación española sea de valor más que otras, y los bienes de este mundo ordinariamente no sean puros sino mezclados de mucha escoria, este valor trae consigo soberbia y levantamiento, y la soberbia, amor y apetito de libertad y esención. Pues si habiendo este aparejo en España sonase el atambor de la libertad luterana, temo que haría tanta gente como en Alemania hizo». Luz del alma cristiana, I, c. 6, pág. 363. (Las palabras en cursiva son nuestras y también en las dos próximas citas).
En segundo lugar, Meneses pone énfasis en la explotación y promoción por Lutero de los vicios y corrupción de costumbres entre el pueblo alemán, vicios que atribuye también al propio Lucero, de forma que la difusión de los mismos entre los alemanes ignorantes y carentes del conocimiento de los principios y mandamientos cristianos habría actuado como un cebo que los atraería a su causa:
«El otro cebo que echó Lutero a aquella gente fue larga licencia a la carne y la sensualidad (que por eso le llamé nuevo Mahoma) quitando toda molestia a la carne, y dándole toda rienda suelta en comer y beber; y cualidad de manjares, y como aquella nación era de su naturaleza inclinada a esto fácilmente cayó en el anzuelo… Esta inclinación a la sensualidad y cosas della a mi juicio no es natural a la nación española antes de su natural es dura y sufridora de trabajos; pero en lugar de esta inclinación tiene otra que sirve por esta y otras muchas y es ser una simia imitadora de lo que ve en las otras». Ibid.
Y finalmente, y esto es que lo más nos interesa destacar, en un pasaje del mayor interés, después de volver de nuevo sobre el tema de los vicios y la entrega a la satisfacción desordenada de los apetitos carnales, considera el estudio de la Biblia en las lenguas originales en las que se escribió («Aquel demasiado estudio de lenguas y procacidad en ellas») como una concausa decisiva del origen y propagación de la reforma luterana, lo que Meneses describe en términos apocalípticos:
«Toda aquella cristiandad en otros tiempos felicísima ha caído, y no solamente las paredes hasta el suelo sino aun sacados los cimientos de la fe, y así el alarido y apellidos de guerra de los enemigos se ha vuelto en voz alegre de triunfadores diciendo: cayó, Babilonia. Babilonia aquella confusión de vicios, de sensualidad, y apetitos desordenados sin rienda, que esto es lo que destruyó a Alemania y la hizo venir a lo que es, y juntamente con eso aquel demasiado estudio de lenguas y procacidad en ellas para que muy de veras se pueda decir Babilonia, que quiere decir confusión de lenguas. Todo esto la hizo caer». Op. cit, págs. 358-9
Ahora bien, un hombre que explica el éxito del luteranismo en función del estudio filológico de la Biblia, uno de los rasgos más característicos de Erasmo, un estudio que considera dañino para la preservación de la fe cristiana y, en definitiva, para la propia cristiandad, no puede ser un seguidor suyo; y si a ello añadimos los otros aspectos en que contradice el pensamiento de Erasmo (la loa de la Inquisición y la insistencia en la necesidad del conocimiento de los dogmas o artículos de la fe más que en el de la Biblia para combatir la ignorancia religiosa, con su séquito de males, y fortalecer la fe y piedad de los cristianos) y demás críticas, hay que concluir que Meneses, más que situarse entre los seguidores españoles de Erasmo, se coloca entre sus adversarios. Por todas estas razones descartamos que la referencia de Cervantes a un libro titulado Luz del alma tenga algo que ver con el erasmismo.
Más bien tiene que ver con la intención suya de exhortar a la lectura de libros edificantes en general. Recordemos una vez más que en la última etapa de su vida, cuando precisamente estaba terminando la segunda parte del Quijote, se intensificó la religiosidad del autor, lo que le condujo, como ya hemos señalado en otros lugares, a hacerse miembro de varias congregaciones religiosas, esclavo del Santísimo Sacramento en 1609 y fraile terciario franciscano en 1613, y en estas circunstancias, muy cerca ya de la muerte, no es de extrañar que se incrementase su afición a los libros de instrucción religiosa o de piedad, como le sucedería a su criatura don Quijote en su lecho de muerte. Y uno de esos libros del que Cervantes dispuso en cualquier momento de su vida bien pudo ser Luz del alma cristiana de Meneses pues, dado el enorme éxito de difusión que tuvo en su tiempo este catecismo, no cabe descartar que en él se formara en su niñez o que cayera en sus manos en algún momento de su vida; pero lo que sí debemos excluir es que se trate de un manual de teología y piedad erasmianas del tenor del Enchiridion.
En suma, el pensamiento de Cervantes no sólo no es erasmista, sino en cuestiones esenciales antierasmista. Como se sabe, uno de los rasgos característicos de Erasmo es su defensa de un pacifismo extremo o integral de base evangélica, tanto en el terreno político como en el religioso. Cervantes, en cambio, rechaza esa clase de pacifismo tanto en su plasmación política como religiosa. En la esfera política, defendía, en sintonía con el pensamiento escolástico español de su tiempo, la doctrina de la guerra justa. En su discurso sobre las causas justas y razonables de la legítima obligación de usar las armas, don Quijote sostiene que, en las repúblicas bien gobernadas, las dos cosas capitales por las que las gentes deben tomar las armas son «en servicio de su rey en la guerra justa» y «en defensa de su patria» (II, 27, 764). Tiene además una alta estima por la milicia, como se revela en el discurso sobre las armas y las letras, y por la figura y vida del soldado, al que tributa un sentido homenaje, en el episodio sobre el soldado que va a la guerra, lo que no obsta para que satirice al soldado fanfarrón, como Vicente de la Roca, el seductor de Leandra. Como Calderón de la Barca, Cervantes también hubiera podido escribir aquello de que «la milicia no es más que una religión de hombres honrados».
En cambio, Erasmo cuestionaba la idea de guerra justa: «Si la idea de la guerra no puede asociarse con la idea de la justicia, ¿cómo podría haber una guerra justa?» (cita tomada de Stefan Zweig, Erasmo de Rotterdam, Paidós, 2005, original de 1938, pág. 98, pero lamentablemente no da pista alguna de su localización en la obra erasmiana); y en otro lugar escribía: «¡Qué calamitosa y abominable es la guerra y cómo trae consigo la suma de todos los males aunque se considere una guerra justa, si es que alguna puede llamarse tal» (Educación del príncipe cristiano, Tecnos, 2003, fecha de publicación del original 1516 con el título de Institutio Principis Chritiani, pág. 168). Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que insistentemente manifieste su aborrecimiento de todo lo que tenga que ven con la vida militar. Así en el coloquio Los votos imprudentes, abomina del ejército, «escuela de todos los vicios», y en el El soldado y el cartujo, se refiere a la milicia como «esa milicia criminal».
Y en la esfera religiosa, sin olvidar, si es que queremos entender la posición cervantina, que en aquella época, en realidad lo religioso era inseparable de la política y recíprocamente, que la religión es cuestión de Estado en cualquier país europeo, de modo tal que la lealtad al Estado implicaba lealtad y adhesión a la religión de la nación, Cervantes sostiene, al igual que su maestro López de Hoyos, como hemos visto más atrás, que una causa justa y capital por la que los hombres tienen el deber de tomar las armas es «por defender la fe católica». Tal es lo que declara solemnemente don Quijote en el discurso mencionado antes, como ya hemos recordado en otras ocasiones en que ha sido menester. Y la propia vida de Cervantes encarnó estos ideales, como bien se advierte en su ejemplar participación en la guerra contra los turcos en la batalla de Lepanto, una guerra a la vez política y religiosa, en que la cristiandad se jugaba su futuro frente a los embates del Islam; en esa crucial batalla Cervantes, según varios testigos del modélico comportamiento militar del entonces soldado, expresó su voluntad de «pelear en servicio de Dios y de su Majestad». Nadie más alejado, pues, del pacifismo erasmiano que la actitud tanto vital como intelectual de Cervantes en este asunto (sobre el carácter antierasmista del pensamiento de Cervantes acerca de la guerra y la paz y la fuentes aritotélico-escolásticas del mismo, véanse el excelente comentario de Gustavo Bueno del discurso de las armas y las letras de don Quijote en España no es un mito, 2005, págs. 282- 290 y el también magnífico estudio de Pedro Insua, «Paz y guerra en el Quijote» I y II, en El Catoblepas, 59:12, Enero de 2007, y 68:10, Octubre de 2007 respectivamente).
Otros supuestos influjos de Erasmo, pero de índole no religiosa
Finalmente, en lo que concierne a la influencia erasmista en el Quijote, también se ha intentado buscarla fuera del ámbito religioso o de las ideas en general, que es el que hasta aquí hemos estudiado. Se ha querido hallarla en el ámbito estrictamente literario. Tal es el caso de Antonio Vilanova, quien en su librito Erasmo y Cervantes (1949), que cuenta con el respaldo de Castro y, con ciertas reservas, el de Batailllon, pretende haber probado el origen erasmiano de la locura quijotesca, esto es, que la demencia del hidalgo manchego está inspirada en el Elogio de la locura de Erasmo, lo que le lleva a afirmar exageradamente que el propósito de Cervantes era «desarrollar en forma novelesca la sátira erasmista» (op. cit., CSIC, pág. 19). El autor presenta su estudio como el esbozo de una demostración más completa de «la persistente atención que Cervantes otorgó a las ideas erasmianas del Moriae encomium a todo lo largo de la elaboración del Quijote» (op. cit., pág. 58), pero hasta la fecha nos ha hurtado esa demostración más completa. Y lo que nos ofrece en lo que se quedó en esbozo son sólo comparaciones, por ejemplo entre la ironía y humor en sendos libros o en el tratamiento de los aspectos alucinatorios de la locura en ellos, para trazar semejanzas tan generales que se pueden explicar sin necesidad de suponer influencia erasmiana.
Por nuestra parte, lo que sostenemos es que, sin perjuicio de algunas coincidencias escasamente relevantes, hay diferencias sustanciales entre la locura de don Quijote y la moria de Erasmo. Empecemos recordando que el título original del libro es Moriae encomion, id est, Stultitiae laus (1511), donde el propio Erasmo traduce la palabra griega moría, que abarca desde la locura como patología psiquiátrica hasta la necedad, por la latina stultitia, que, en cambio, tiene un significado más restrictivo. La stultitia no es locura, sino necedad, idiotez, tontería, estupidez, de manera que los stulti de que se habla en el Elogio son los necios o tontos.
En efecto, en esta obra, conocida comúnmente como Elogio de la locura, pero que quizás, como proponen otros, debiera traducirse mejor por Elogio de la estupidez o Elogio de la necedad, la protagonista no es, pues, la locura sino la estupidez o necedad, que, tratada como una figura alegórica, se convierte en un personaje de origen divino, la Estupidez con mayúsculas, que es a la vez la elogiadora y la elogiada, tal como sugiere ya el primer elemento del sintagma Stultitiae laus, que funciona a la vez como genitivo subjetivo y objetivo. Y este elogio paradójico determina el carácter satírico y con él irónico y humorístico de la obra. Ciertamente, hay un elemento genérico común con Cervantes, que es este uso de la ironía o el humor satírico. Pero esto es demasiado general e indeterminado. De los datos precedentes y del contenido del Elogio podemos extraer importantes diferencias entre Cervantes y Erasmo que nos certifican que la locura quijotesca no puede proceder de Erasmo. En primer lugar, mientras en el Quijote la locura del protagonista tiene un papel central, en el Elogio lo tiene la estupidez, que nada tiene que ver con la otra, por lo que es absurdo pensar que la locura quijotesca tenga un origen erasmiano. Por el contrario, la locura propiamente dicha tiene un papel, si no marginal, menor en el Elogio en tanto forma parte del cortejo de la divina Estupidez junto con otros ocho miembros también tratados como personajes alegóricos; no obstante, en tanto la estupidez se emparienta con la locura o aboca a ella («Una estupidez manifiesta o está rayando con la locura o, mejor dicho, es la locura misma», escribe), se ve obligado a dedicarles dos capítulos (el XXVIII y el XXXVIX) y, en muchas ocasiones, a hablar indistintamente de estupidez y locura. Pero no se olvide que cuando se habla de la locura en su sentido propio es por la boca de la Estupidez, que es el único personaje que habla en lo que se desarrolla como un extenso monólogo suyo.
En segundo lugar, mientras en el Quijote la locura es una cualidad de un ser concreto de carácter personal que es don Quijote, en el Elogio la Estupidez aparece como una figura alegórica que personifica una realidad abstracta e impersonal. Además, mientras la locura quijotesca tiene un contenido negativo en la medida en que concierne a los libros de caballerías que con ella se persigue satirizar y, al final, don Quijote abomina de ella y, de esta manera, se nos exhorta a los lectores a que hagamos lo mismo, la estupidez o locura de Erasmo es ambivalente, encubre tanto contenidos negativos como positivos, lo mismo sirve para rechazar y condenar que para elogiar y aprobar. Erasmo juega con el sentido paradójico de ambos términos, de forma que en cuestiones fundamentales la estupidez y lo locura pasan a ser la expresión de la verdadera sabiduría. Precisamente el libro se cierra con dos capítulos, el LXVII, en que se presenta la religión cristiana, a la manera de san Pablo, como una estupidez y al verdadero devoto como un loco, y el LXVIII, en que el anhelo de la mejor recompensa para el hombre, que es la eterna felicidad celeste, se califica como una forma de locura.
En tercer lugar, no hay nada equivalente en el argumento principal del Elogio a la locura intermitente o entreverada de don Quijote, puesto que ni la diosa Estupidez ni su pariente o comparsa la Locura sufren intermitencia alguna. Vilanova pretende relacionar la singular insania de don Quijote con la del mismo tenor del ciudadano argivo que padecía una locura teatral también intermitente, según nos cuenta Horacio, con una fase de demencia en que iba al teatro y creía estar viendo representaciones de maravillosas tragedias alternada con fases de normalidad, durante las que se comportaba de forma pertinente en los demás quehaceres de la vida. Pero esto es otra cosa, se trata de una muy escueta historieta secundaria y no un rasgo del personaje principal, que es la Estupidez o, en su caso, de la Locura; una historieta que Cervantes además podía conocer sin necesidad de leer a Erasmo, ya que no es una invención suya, sino que procede, como acabamos de decir, de Horacio. Y, en cualquier caso, el sentido y final de la historia del loco argivo es muy distinta de la de don Quijote, son contrarios en realidad: el primero, una vez curado de su insania, no maldijo la locura teatral que le hacía figurarse estar ante el espectáculo de bellas tragedias representadas y que, en verdad, sólo había gozado en su imaginación, sino que se quejó amargamente, mientras que don Quijote, recobrado el juicio, lo primero que hace es aborrecer su locura caballeresca y los libros de caballerías que la habían alimentado.
En cuarto lugar, si el objetivo principal de Erasmo a través de la alegoría de la Estupidez es poner en solfa todo lo que de estulto o necio había en su sociedad, por lo que el Elogio es ante todo un fresco satírico de los vicios y lacras de la de la sociedad de su tiempo, de la que no deja títere con cabeza, aunque se ensaña sobre todo con el estamento eclesiástico, en el Quijote, en cambio, el recurso a la locura, no como alegoría, sino como rasgo real de un personaje efectivo, es muy distintamente satirizar los libros de caballerías; esto es, mientras la primera es ante todo una sátira social y religiosa, la otra es una sátira literaria, sin perjuicio de que al mismo tiempo, pero secundariamente, contenga, como ya hemos visto, elementos de crítica social y religiosa. Pero aun en este punto, hay una diferencia entre sendas obras: el Elogio nos proporciona un ataque mordaz de la sociedad, que llega a ser feroz cuando entra a saco con los clérigos de toda especie y de todos los niveles jerárquicos, desde los Papas hasta los sacerdotes; la crítica en el Quijote, tanto social como religiosa, es mucho más limitada, tanto en el tono, que no pasa de lo amable o suave, como en el fondo y alcance, que deja afuera muchos asuntos, que, en cambio, Erasmo pone en solfa. En suma, sin perjuicio de las semejanzas genéricas entre el humor y la ironía de ambos autores, negamos que la locura quijotesca proceda de la estulticia erasmiana o sea un remedo de ésta.
Por último, terminemos diciendo que no es un problema menor que no se haya podido probar que Cervantes haya leído el Elogio de la estupidez, que, por cierto, no se tradujo al español, o cualquiera otra cosa de Erasmo. Bataillon incluso considera un problema insoluble saber si Cervantes leyó este libro o algo de este autor. Vilanova, que está convencido de que el escritor tuvo muy en cuenta el Elogio cuando escribió el Quijote, sólo ha podido ofrecer un argumento muy endeble en pro de una relación indirecta entre el libro de Erasmo y el Quijote a través de un eslabón de enlace, que estaría representado por un libro del moralista Jerónimo de Mondragón, Censura de la locura humana y excelencias dellla, publicado en Lérida en 1598, en el que, según Vilanova, se traducen algunas páginas del Elogio, al que sólo alude una vez sin nombrarlo y a Erasmo también una sola vez en relación con un asunto intrascendente que no figura en el Elogio.
El argumento es, no obstante, tan poco convincente que hasta el propio Bataillon reconoce que no encuentra ningún punto de coincidencia concreta relevante entre la Censura de la locura y el libro del holandés (salvo la anécdota de la locura teatral intermitente del argivo antes mentada, que Jerónimo de Mondragón pudo conocer, como Erasmo, a través de su fuente original, Horacio) y, lo que es peor, no advierte punto alguno de influencia entre el libro de Mondragón y el Quijote, a excepción de la historieta de Sancho acerca de la vanidad de las preeminencias en la cabecera de la mesa, pero, con buen criterio, el hispanista francés rechaza que haya influencia en esto, pues se trata de una historieta perteneciente al folklore y ello hace pensar que los dos autores la debieron de tomar de una misma tradición oral. Todo esto nos lleva a concluir con Bataillon que el libro de Mondragón no pudo ser el puente de unión entre El elogio de la locura y el Quijote (véase Bataillon, «Un problema de la influencia de Erasmo en España. El ‘Elogio de la locura’», en Erasmo y el erasmismo, págs. 327-359, especialmente págs. 343-345).