Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 115 • septiembre 2011 • página 9
Dicen que Barcelona fue su cuna y primer amor; Roma, forja de su personalidad eclesial; Ávila, su primera sede episcopal; Salamanca, su más alta cátedra magistral y Toledo, su sede primada y su tumba. En definitiva, «fue un obispo que, al poseer una excelente formación y un recto espíritu patriótico, supo defender a la Iglesia y colaborar lealmente con el Estado»{1} y al que «el pueblo lo llamaba graciosamente Su Menudencia porque era de estatura muy pequeña»{2}.
Nació este prelado en la ciudad Condal el 19 de diciembre de 1876. Pocos años después, cuando sólo contaba cinco años de edad, falleció su madre. Su padre, hombre religioso y ferviente católico, tuvo que hacerse cargo de la familia numerosa que había creado, compuesta de siete hijos. Una tía abuela, muy piadosa ella, contribuyó también a la formación religiosa de la familia Pla y Deniel, al hacerse cargo de toda la prole y la que al parecer dijo un día de su sobrino Enrique: «Este niño llegará a ser obispo»{3}.
El futuro cardenal comenzó sus estudios de bachillerato a los nueve años para nada más finalizarlos ingresar en el seminario de Barcelona. A los 18 años de edad, apenas finalizado el primer curso de Sagrada Teología, fue a preparar los últimos estudios sacerdotales a Roma; terminando su formación de Teología y Derecho Canónico en la Pontifica Universidad Gregoriana y los de Filosofía en la Academia Romana de Santo Tomás de Aquino. Fue ordenado sacerdote en Roma en la iglesia de San Apolinar el 15 de julio de 1900, celebrando su primera misa el día 31 del mismo mes en la capilla de las religiosas de Jesús-María de San Gervasio, de su ciudad natal. Destinado a la diócesis de Barcelona fue nombrado profesor del Seminario donde explicó asignaturas como Oratoria Sagrada, Patrología e Historia de la Filosofía, a la vez que desempeñó el cargo de director de la revista Reseña Eclesiástica. Dirigió tres publicaciones eminentemente sociales: El Social, Anuario Social y Revista Social. Fue también presidente de la Junta Diocesana de Acción Católica. Al mismo tiempo, publicó varios escritos científicos, entre ellos, una Crítica de la Escuela Histórica según los principios de Santo Tomás sobre la mutabilidad de las leyes y Balmes y el sacerdocio. Se consagró también con todas sus fuerzas a las obras de apostolado obrero social, algo que jamás abandonó a lo largo de toda su carrera eclesiástica, después de haber fundado en los primeros años de sacerdote el Patronato Obrero de la populosa barriada de Pueblo Nuevo, en los arrabales de Barcelona y en donde gastó gran parte de su fortuna personal. El Patronato, años más tarde, fue víctima preferida de los anarquistas durante la Semana Trágica de 1909, cuando llegaron a incendiar el edificio.
El 4 de diciembre de 1918 fue preconizado obispo de Ávila por el Papa Benedicto XV. En la catedral de la ciudad Condal fue consagrado obispo el 8 de junio de 1919 por el nuncio Mons. Ragonessi, tomando posesión de su Diócesis al mes siguiente al mismo tiempo que dirigió una carta pastoral –de cada una de ellas haría un tratado de líneas y doctrinas firmes y hondas– a sus nuevos feligreses:
«Emoción al pisar la tierra venerada por las huellas de la Seráfica Doctora Santa Teresa de Jesús. Hondo temor al cargo episcopal, sólo vencido por el acatamiento a la manifestada voluntad de Dios. Entrega total al cargo pastoral. Súplica de oraciones para su fiel y fructuoso desempeño. Primeras y fundamentales exhortaciones: no os dejéis apartar de Dios, como pretende el enemigo de vuestra salvación, por la blasfemia, por la profanación de los días festivos, por el incumplimiento del precepto pascual, por la heterodoxia, por el socialismo, por la inmoralidad. Rendidas gracias por el filial recibimiento. Quotidie morior del Pastor y su primera paternal bendición.»{4}
Durante el largo periodo que rigió los destinos de la diócesis abulense, trabajó intensamente realizando una gran labor. «Realizó tres concursos generales de Parroquias, practicó cada cinco años la Visita Pastoral completa en una diócesis vastísima y muy deficiente, en aquella época, en vías de comunicación, de las que a veces carecía en absoluto, como algunas parroquias de la abrupta sierra de Gredos. Ya desde entonces sus visitas pastorales comprendían no sólo las escuelas, centros de apostolado, casas rectorales, cementerios, oratorios, &c., sino que también examinaba minuciosamente los detalles de las necesidades materiales y espirituales de cada parroquia».{5}
Coincidió, como obispo de Ávila, con la conmemoración del tercer centenario, año 1922, de la canonización de Santa Teresa de Jesús, al que asistieron los reyes de España. También con el segundo, año 1926, de la canonización de San Juan de la Cruz. En algunas ocasiones, fue visitado por personalidades de la política, entre ellas el presidente de la Generalidad Francisco Maciá que al acercarse, junto con otros jefes separatistas, a Pla y Deniel le saludaron en catalán. El obispo contestó, con la mayor naturalidad, en castellano: «No les extrañe que les hable en español. Como Obispo de Ávila, soy castellano viejo»{6}. Él era hombre de Iglesia, ante todo y sobre todo.
En enero de 1935, fue preconizado obispo de Salamanca por el Papa Pío XI, pero antes de su partida para ocupar su nuevo destino, donde llegó a escribir las más celebradas y discutidas pastorales, se despidió de todos los diocesanos de Ávila con una nueva carta pastoral:
«El Vicario de Cristo nos trajo hace dieciséis años a Ávila y nos mandó partir para Salamanca. Hemos estado entregado totalmente a la Diócesis, pero sentimos deficiente nuestra labor ante el ideal del cargo episcopal. Sin embargo, los paisanos de Santa Teresa, la gran agradecida a Cristo, que nos envió y de quien recibimos gracias para hacerlo; lo que hayamos dejado de hacer achacadlo a nuestra flaqueza. Una partida es una media muerte. Os damos nuestros últimos consejos de padre, como os los daríamos en el lecho de la muerte. Conservad la fe en toda su integridad y pureza. No apostatéis, obreros, de la fe, seducidos por la herejía socialista, sino propugnad un legítimo obrerismo, discípulos fieles del Divino Obrero de Nazaret. Evitad los errores del laicismo, dando siempre al César lo que es del César, pero no negando jamás a Dios lo que es de Dios en la vida individual, familiar y social. La Acción Católica es el antídoto del laicismo. Los católicos han de considerar como una necesidad propia lograr el sustitutivo del abolido Presupuesto de Culto y Clero. Adiós a los sacerdotes; exhortación a la fidelidad a las Leyes eclesiásticas; hemos compartido la persecución; esterilidad e ineficacia del burocratismo eclesiástico y necesidad del fuego del apostolado. Gratitud a los religiosos y religiosas. Os dejamos a todos encomendados a la Madre de los Espirituales, Teresa de Jesús.» (vol. I, pág. 33.)
A su entrada en Salamanca, la «españolísima y por tanto católica Salamanca», donde se ocupó, sobre todo, de la restauración de la histórica Universidad Pontificia, se dirigió al cabildo, clero en general, y fieles de la diócesis con una larga pastoral que comenzaba con estas palabras:
«Enviado por el Vicario de Cristo, nos hallamos ya entre vosotros, carísimos hijos nuestros salmantinos; y vosotros nos habéis recibido con entusiasmo y cariño de hijos amantísimos. No nos sufre ya el corazón dejar de dirigirnos a todos: a los moradores de la nobilísima ciudad universitaria, Omnium scientiarum princeps Salamantica, como a los de las villas y pueblos de la llanura, sierra o ribera del Tormes y del Duero. ¿Por qué nos habéis tributado tan acogedor, tan cariñoso, tan entusiasta recibimiento? No, ciertamente, por nuestra humildísima persona. Vuestra intuición cristiana os ha hecho ver en nosotros lo que somos: un sucesor de los apóstoles, un enviado de Cristo por medio de su Vicario, que, como Pablo a los corintios, podemos y debemos decir: Apostolus Jesu Christi per voluntatem Dei, Apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios…¡Qué confusión la nuestra! Os confesamos que jamás la hemos sentido tan íntima como al vernos despedido con amor de hijos de los buenísimos abulenses después de dieciséis años de ser su Pastor y vernos acogido con un entusiasmo personalmente por Nos inmerecido por los nobilísimos salmantinos al venir a ser el vuestro…» (vol. I, págs. 47, 48.)
El hecho más sobresaliente durante su estancia como obispo de Salamanca fue, sin lugar a dudas, la Guerra Civil española en la que, como iremos viendo, Pla y Deniel jugó un papel muy importante. El 31 de agosto de 1936, se dirigió por carta al Cardenal de Toledo y Primado de España, Isidro Gomá, pidiéndole consejo sobre la postura de la jerarquía ante el levantamiento militar:
Mi Venerado Sr. Cardenal: Le envío la adjunta por mediación del Sr. Obispo de Pamplona por haber visto en la prensa que estaba V. Emcia. en el Balneario de Navarra, cuyo nombre no recuerdo Hoy he recibido el adjunto telegrama dirigido a mí, pero para hacerlo llegar a manos de V. Emcia., lo he abierto para ver si es que suponían que estaba en Salamanca, o que debiese venir a esta ciudad. Como verá es un mensaje-telegrama del Obispado irlandés.
Si a V. Emcia. le conviniese venir a Salamanca hasta cuando pueda ir a Toledo hágalo con toda libertad, pues ya sabe puede disponer de este Palacio como suyo. Aquí, gracias al Señor en toda la diócesis no ha habido ningún incendio de iglesias, ni asesinato de sacerdotes. El ejército domina total y completamente la provincia, con mucha ayuda personal y económica de los paisanos.
Puesto a escribirle le consulto sobre la actitud que oficialmente hemos de adoptar los Prelados. Es evidente para mí la licitud del movimiento militar y así lo he dicho a todos antes y después de él. He cedido a las autoridades militares cuantos edificios y objetos han pedido. He dado al visitar a los heridos 1.500 ptas. para los mismos. Mas al ser requerido como todos los vecinos para entregar una cuota (¿) directamente para el Ejército la he dado también (negarme no se podía), mas he rogado no se publicara mi nombre. La razón para esto fue que en los días que la entregué se hacía público que la Santa Sede enviaba protestas al Gobierno de Madrid por los atropellos a personas y cosas eclesiásticas en muchas provincias. Me parecía que si oficialmente los Obispos figurábamos en la suscripción del Ejército contrario al Gobierno de Madrid era declararnos beligerantes y dar un argumento al Gobierno madrileño para excusar los atropellos en la actitud de los Obispos. Sé que muchos Obispos (el Arzobispo de Santiago, Obispo de ciudad Rodrigo) han obrado igual. Pero recientemente los Obispos de Vitoria y Pamplona que en su primera Pastoral «Nos, Obispos de la Santa Iglesia, no podemos pronunciarnos más que en el fuero de nuestra conciencia sobre el magno hecho de que es teatro España en estos momentos» después han dado cada uno 30.000 pesetas por la diócesis y otras cantidades por el seminario &c. Esto hace que los que hemos procedido de otra manera aparezcamos como tibios. Creo ha sido una lástima no haya habido uniformidad debido a la dificultad de ponerse de acuerdo. Nuestro Arzobispo de Valladolid está en San Sebastián y por tanto no podemos comunicarnos con él. Le agradecería me manifestase su autorizado criterio sobre la actitud oficial de los Obispos y momento en que debamos declararnos.
Mande y disponga de su affmo. En Xto. a. y s.s. q.b.s.s.p. Enrique. O. de Salamanca.»{7}
Como él mismo ha dejado patente, sus relaciones con las autoridades franquistas fueron siempre cordiales. «Estaba firmemente convencido de que toda autoridad viene de Dios y que todos, seglares y sacerdotes, tenemos una tarea común: el establecimiento del Reino de Dios».{8}
Fue leal a su Patria y que siempre tuvo fama de independiente y recto. En sus relaciones con las autoridades hubo de tener muy a menudo, caridad, comprensión y mucha paciencia porque los temas en los que muchas veces le hicieron intervenir, no siempre fueron gratos para él. Hubo sus luchas, sus dificultades, sus momentos de tensión. Supo dominarse y poner comprensión en las cosas. Y decidir con energía siempre que fue preciso. Cuantos le trataron fueron testigos de su cortesía, de su honradez y de su extraña clarividencia para percatarse de la gravedad de los asuntos e iluminarlos con la luz de su buen sentido. Nunca intentó disimular la justificación de la Guerra Civil española como una Cruzada y así utilizó esta palabra por vez primera en su Pastoral Las dos Ciudades, publicada el 30 de septiembre de 1936. Sin duda, lo que movió a redactar esta pastoral fue el discurso de saluda del Papa Pío XI el día 14 de septiembre de 1936 en Castelgandolfo ante unos centenares de evadidos de la zona roja, donde les saludó como venidos de la gran tribulación. (Pero llegado hasta aquí, permítaseme abra un paréntesis para recordar el punto noveno de los puntos iniciales de Falange Española que hace referencia a la conducta que el partido pide a sus militantes: «Para conseguirlo llama a una cruzada a cuantos españoles quieran el resurgimiento de una España grande, libre y genuina. Los que lleguen a esta cruzada habrá de aprestar el espíritu para el servicio y para el sacrificio. Habrán de considerar la vida como milicia: disciplina y peligro, abnegación y renuncia a toda vanidad, a la envidia, a la pereza y a la maledicencia. Y al mismo tiempo servirán ese espíritu de una manera alegre y deportiva»{9}).
Así. pues, quien primero hizo uso del término Cruzada en sentido estrictamente religioso –antes se hablaba en la prensa de Cruzada patriótica–, fue el obispo Pla y Deniel, aunque el escritor José Javier Esparza dice que sería «el obispo Doménech, luego secundado por los demás, quien presenta la guerra civil como una Cruzada de la fe católica contra sus enemigos»{10}; pero no nos dice ni cómo ni cuándo la utiliza, aunque parece que fue el 26 de agosto. También el obispo de Pamplona Marcelino Olaechea en unas letras que escribió solicitando ayuda económica, decía: «No es una guerra a favor la que se está librando, es una cruzada, y la Iglesia mientras pide a Dios la paz y el ahorro de la sangre de todos sus hijos –de los que la aman y luchan por defenderla, y de los que la ultrajan y quieren su ruina– no puedo menos de poner cuanto tiene a favor de sus cruzados»{11}. El 31 de agosto, el sevillano Tomás Muñiz, arzobispo de Santiago de Compostela, es quien refuerza –dice el historiador José Andrés-Gallego– su sentido, épico, historicista, cuando aduce las matanzas y destrucciones de personas y cosas religiosas que tienen lugar en esos días en la zona republicana como prueba de
«…que la Cruzada que se ha levantado contra ellos [nuestros enemigos] es patriótica, […] pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por a libertad de los pueblos.»{12}
De todas maneras, haya sido o no Pla y Deniel el primero en utilizarla en sentido estrictamente religioso, sí lo podemos considerar su mejor y mayor propagandista cuando la escribió en su pastoral Las dos Ciudades que dirigió a sus diocesanos el 30 de septiembre de 1936 y que hizo que brotara espontáneamente en el ámbito popular de numerosos movilizados y combatientes. Años más tarde diría sobre esta pastoral: «No fue nuestra Carta Pastoral, Las dos Ciudades, ni en nuestra intención ni en su texto, una soflama de obispo partidista que viniera en ayuda de una facción. No sabríamos hacer esto nunca. Fue el adoctrinamiento episcopal a los diocesanos en momentos graves y difíciles sobre sus deberes para con la religión y con la patria. El Magisterio Episcopal no se debe ejercer sólo sobre cuestiones teóricas y abstractas; debe orientar a los fieles ante los graves problemas concretos que la realidad presenta. Esto hicimos en 30 de septiembre de 1936, aplicando las doctrinas de Santo Tomás, de San Roberto Belarmino y de Suárez a aquel monumento trascendental de la historia de nuestra España. Declaramos la licitud del Movimiento y su carácter de Cruzada después de que el gran Pontífice Pío XI había dado sobre toda consideración política su bendición de una manera especial a cuantos se han impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión, que es como decir los derechos y la dignidad de las conciencias, la condición primera y la base segura de todo humano y civil bienestar» (vol. II, pág. 104, 105).
Estas últimas palabras recogidas del discurso de Su Santidad Pío XI que pronunció el 14 de septiembre antes los obispos, sacerdotes, religiosos y seglares prófugos de España, son las que llevaron a Pla y Deniel a escribir aquella pastoral, donde frente al vandalismo de los hijos de Caín, pone el heroísmo y el sublime y fructífero martirio de los hijos de Dios, marcando de esta manera un hito en este proceso de dar carácter de confesionalidad a la Guerra Civil. En muy poco tiempo, el obispo ya había sido testigo del odio antirreligioso con el incendio de templos y conventos en 1931; la sinrazón cometida por los socialistas y demás compañeros de viaje en octubre de 1934 con el asesinato de varios sacerdotes y frailes, incluso seminaristas; a lo largo del primer semestre de 1936, después del triunfo del Frente Popular, volvieron a incendiarse iglesias, algo de lo que llegaría a quejarse hasta el propio Azaña. Ya comenzada la guerra, se entera del fusilamiento de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús situada en el Cerro de los Ángeles que tuvo lugar el 7 de agosto y cuya fotografía, donde se puede ver a varios milicianos con sus fusiles apuntando a la imagen, impresionó a todo el orbe católico. También del asesinato de varios religiosos y sacerdotes, incluso religiosas, nada más comenzar la guerra. La pastoral, compuesta por tres capítulos, daba comienzo con estas palabras:
«El saludo clásico episcopal, eco del saludo de Cristo resucitado a sus Apóstoles, La paz del Señor, ¡cómo resuena en estas horas de épico batallar, cuando España entera está en guerra, y en guerra entre hermanos, por los aires, por la tierra y por el mar!
El año 1936 señalará época, como piedra miliar, en la historia de España. Se abrió con presagios de tempestad, y se desencadenó bien pronto huracanada; y comenzaron a arder templos y casas de vírgenes del Señor; y acá y allá iban cayendo víctimas, cada vez en forma más trágica y desaforada. A la justicia sustituía la venganza; los órganos estatales no lograban, ni aún con medios extraordinarios, la normalidad del orden ciudadano. Los vencedores en una lucha de comicios desbordaban al Gobierno por ellos mismos impuesto y amenazaban con una próxima revolución comunista. Aun a los niños convertían en pioneros de la misma, poniendo en sus tiernos labios el fatídico canto ¡Somos hijos de Lenín!» (vol. II, págs. 95, 96.)
Pla y Deniel justificaba a continuación el título de esta pastoral, repetición muy evidente de las palabras de San Agustín en De Civitate Dei:
«Y llegó, por fin, lo que tenía que venir: una sangrienta revolución, con millares de víctimas, con refinados ensañamientos, con violaciones y sacrilegios, con saqueos, incendios y destrucción y ruinas. Mas la amorosa Providencia de Dios no ha permitido que España en ella pereciese.
Al apuntar la revolución ha suscitado la contrarrevolución; y ellas son las que hoy están en lucha épica en nuestra España, hecha espectáculo para el mundo entero, que la contempla, no como simple espectador, sino con apasionamiento, porque bien ve que en el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la Tierra: las dos ciudades que el genio del águila de Hipona, padre de la Filosofía de la Historia, San Agustín, describió maravillosamente en su inmortal Ciudad de Dios: dos amores hicieron dos ciudades: la terrena, el amor de sí hasta el desprecio de Dios; la celeste, el amor de Dios hasta el desprecio propio.
Estos dos amores, que en germen se hallan siempre en la Humanidad en todos los tiempos, han llegado a su plenitud en los días que vivimos en nuestra España. El comunismo y el anarquismo son la idolatría propia hasta llegar al desprecio, al odio a Dios Nuestro Señor; y enfrente de ellos han florecido de manera insospechada el heroísmo y el martirio, que en amor exaltado a España y a Dios ofrecen en sacrificio y holocausto la propia vida.» (vol. II, págs. 96, 97.)
Como ya hemos dicho, la persecución religiosa llevó al obispo a acentuar la triste realidad martirial de tantos y tantos eclesiásticos que fueron asesinados y torturados:
«El martirio es la suprema categoría del amor: dar la vida por la confesión de la verdad, de la suprema verdad, que es también el supremo Bien, Dios Nuestro Señor. Es el amor de Dios hasta la entrega, hasta el desprecio, de la propia vida. En la Santa Misa se pide a Dios que se digne darnos alguna participación y sociedad con los Santos Apóstoles y Mártires: partem aliquam et societatem donare digneris cum tuis sanctus Apostolis et Martyribus. El mártir se reviste de una gran semejanza con Cristo Víctima y Redentor. De ahí los grandes privilegios del martirio.
¡Y cómo han florecido las flores rojas del martirio en nuestra España en los dos meses que llevamos del desencadenamiento del odio comunista en tantas provincias de nuestra Patria! El mismo Vicario, en su solemnísima alocución del día 14 de este mes, lo ha proclamado a la faz del mundo. El ya largo y glorioso martirologio español se ha alargado y enriquecido con obispos, sacerdotes y seglares, con ancianos, con vírgenes y aun con niños. Todos son hermanos nuestros de fe y de Patria.» (vol. II, pág. 99.)
Y termina esta parte, donde tantas veces hace alusión a los mártires, con estas palabras:
«Mas, ¡ah!, con la misma sinceridad hemos de declarar que no sospechábamos que el número de mártires de la España contemporánea fuese tan crecido, de tantos centenares como ciertamente han ya sido, y aun tal vez de tantos millares cuando los conozcamos todos. Si la sangre de mártires ha si= do siempre semilla de cristianos, ¡qué reflorecimiento de vida cristiana no es de esperar en la España regada por tanta sangre de mártires, de obispos y sacerdotes, de religiosos y seglares que han muerto por confesar a Cristo.» (vol. II, págs. 101, 102.)
La pastoral aparecía avalada por algunos autores clásicos, que, a juicio del obispo, garantizaban suficientemente la razón del Alzamiento:
«Si en la sociedad hay que reconocer una potestad habitual o radical para cambiar un régimen cuando la paz y el orden social, suprema necesidad de las naciones, lo exija, es para Nos clarísimo (y lo hemos propugnado en dictámenes escritos que hemos tenido que dar antes de la presente Carta Pastoral) el derecho de la sociedad no de promover arbitrarias y no justificadas sediciones, sino de derrocar un gobierno tiránico y gravemente perjudicial a la sociedad por medios legales si es posible, pero si no lo es, por un alzamiento armado. Esta es la doctrina claramente expuesta por dos santos Doctores de la Iglesia: Santo Tomás de Aquino, Doctor el más autorizado de la Teología Católica, y por San Roberto Belarmino; y junto con ellos por el preclarísimo Doctor Eximio Francisco Suárez.» (vol. II, pág. 109.)
Y como consecuencia de los criterios expuestos por los autores clásicos mencionados, decía:
«No basta a un jurista católico para solucionar una ardua cuestión jurídica decir que en el caso de tiranía se pida a Dios el remedio por la oración. A ella debe siempre recurrirse, porque del auxilio divino necesita siempre el hombre y lo necesitan también las sociedades y los pueblos; debe implorarse este auxilio divino con preces públicas, sobre todo en las calamidades públicas, como por nuestra parte con tanto empeño lo hemos procurado en Salamanca en las circunstancias presentes; pero ¿no sería absurdo y contra el derecho natural que si hay en la sociedad fuerza para impedir la tiranía y derrocar al tirano que oprima la religión y a los inocentes, pervierta las costumbres y destruya el bien público, se declarase ilícito el uso de la fuerza que se tiene y se preceptuase sólo acudir a la oración pidiendo un milagro o una intervención extraordinaria de su Providencia? La Providencia ordinaria de Dios no excluye ciertamente la acción de las causas segundas y el recto ejercicio de la libertad del hombre. Nos parece a nosotros injurioso a Dios, autor de la sociedad humana y de la autoridad civil, del derecho natural y de la justicia, fundamentar en su autoridad divina la obligación de no derrocar a un Príncipe que infiere gravísimos daños al bien común, dejando a la sociedad, que tiene derecho a ser regida y gobernada según razón, sujeta sin natural remedio a los caprichos y vejaciones de un tirano.» (vol. II, págs. 114, 115.)
Y más adelante sigue diciendo:
«Y podría alguien que no desconociese el Código de Derecho Canónico, decirnos: Enhorabuena que los ciudadanos españoles, haciendo uso de un derecho natural, se hayan alzado para derrocar un gobierno que llevaba la nación a la anarquía. Pero ¿no pregona siempre la Iglesia su apartamiento de las luchas partidistas? ¿No ha dicho muchas veces Su Santidad Pío XI que la acción de la Iglesia se desarrolla fuera y por encima de todos los partidos políticos? ¿No prescribe el canon 141 a los clérigos que no presten apoyo de modo alguno a las guerras intestinas y a las perturbaciones de orden público: neve intestinis bellis et ordinis publici perturbationibus opem quoquo modo ferant? ¿Cómo se explica, pues, que hayan apoyado el actual alzamiento los Prelados españoles, y el mismo Romano Pontífice haya bendecido a los que luchan en uno de los dos campos?» (vol. II, pág. 120.)
Inmediatamente, por vez primera, aparece en la pastoral la palabra Cruzada:
La explicación plenísima nos la da el carácter de la actual lucha que convierte a España en espectáculo para el mundo entero. Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden. […]
La Iglesia no interviene en lo que Dios ha dejado a la disputa de los hombres. Si desde el primer instante los Prelados hubiesen oficialmente excitado a la lucha, los que han asesinado obispos y sacerdotes, incendiado y saqueado templos, habrían dicho que era la Iglesia la que había excitado la guerra, y que sus horribles y sacrílegos atentados no eran más que represalias. […]
Por el contrario, cuando los sacrílegos asesinatos e incendios se han verificado antes de todo apoyo oficial de la Iglesia; cuando el Gobierno no contestó siquiera a las razonadas protestas del Romano Pontífice; cuando el mismo Gobierno ha ido desapareciendo de hecho, no ya sólo en la parte del territorio nacional que perdió desde los primeros momentos, sino que aun en el territorio a él todavía sujeto no ha podido contener los desmanes y se ha visto desbordado por turbas anarquizantes y aun declaradamente anarquistas…¡ah!, entonces ya nadie ha podido recriminar a la Iglesia porque se haya abierta y oficialmente pronunciado a favor del orden contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos religión, patria y familia contra los sin Dios y contra Dios, sin patria y hospicianos del mundo, en frase feliz de un poeta cristiano. Ya no se ha tratado de una guerra civil, sino de una Cruzada por la religión y por la paria y por la civilización. Ya nadie podía tachar a la Iglesia de perturbadora del orden, que ni siquiera precariamente existía.» (vol. II, págs. 120-122.)
En otro momento cita al dominico Francisco de Vitoria, como padre del Derecho Internacional, por quien sentía verdadera admiración:
«El comunismo, que en Rusia y en España ha consentido millares de asesinatos de personas inocentes, que quiere exterminar la religión, que destruye la familia, que pervierte a la niñez y a la mujer, que suprime a clases enteras de la sociedad, que esclaviza dictatorialmente a los mismos obreros, es bárbaro e inhumano, y esta barbarie e inhumanidad es un justísimo título de guerra, según los principios del Maestro Vitoria, no sólo para una guerra nacional, sino internacional.»
Porque también para el obispo Pla y Deniel:
«La guerra, por acarrear una serie inevitable de males, sólo es lícita cuando es necesaria. Pero la guerra, como el dolor, es una gran escuela forjadora de hombres. ¿No estamos contemplando con admiración y asombro en pleno siglo XX, cuando tanto habíamos estado lamentando la frivolidad y relajamiento de costumbres y la afeminación muelle y regalada, el ardoroso y heroico arranque de tantos millares de jóvenes que en las distintas milicias voluntarias van generosamente a ofrendar sus vidas en los frentes de batalla por su Dios y por España? ¡Ah! Nosotros al entrar ya en la senectud, esperamos confiadamente en la generación de los jóvenes ex combatientes de esta Cruzada será mejor que las generaciones de las postrimerías del siglo XIX y principios del actual. Quien valientemente ha expuesto su vida por Dios y por España, ¿no será mejor cumplidor con sus deberes religiosos y ciudadanos, que representan un sacrificio mucho menor que la vida? Quien ante los comunistas en la guerra ha ostentado en su pecho las medallas e insignias religiosas juntamente con los lazos de los colores de la bandera nacional, ¿se avergonzará ya jamás de su fe por un vil respeto humano después del glorioso triunfo? En los cuadros históricos que sucesivamente va dibujando la Providencia divina tiene el dolor, tiene la guerra su misión despertadora del aletargamiento y fomentadora de virtudes, como en los cuadros pictóricos tienen las sombras finalidades de hacer resaltar mejor los cambiantes de colores.» (vol. II, pág. 128.)
Habla del problema social y de las ideologías con las que algunos estaban intentando que podían resolverse. La encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII había calado muy hondamente en él desde su tiempo en Barcelona:
«Reine de una vez en nuestra España la cristiana justicia social. Ni explotador capitalismo ni destructor comunismo. El trabajo, la propiedad, el capital, la jerarquía son todos elementos completamente necesarios para una vida civilizada.
El trabajo es natural al hombre, y habría existido aun en el estado de justicia original. Dios Nuestro Señor entregó a Adán el paraíso terrestre para que lo cultivase. Lo que es castigo y consecuencia del pecado de nuestros primeros padres es la fatiga y aun el dolor en el trabajo; pero todas las facultades físicas e intelectuales las ha dado Dios al hombre para que las ejercite, y si no se atrofian. El progreso, del cual únicamente es capaz el hombre, es fruto del trabajo de todo género intelectual y físico; y por ello es también justo que del mismo progreso participen todos los elementos humanos de trabajo. En ningún régimen social puede prescindirse del trabajo; y no se ha abolido ciertamente en el régimen comunista de Rusia, en el cual el nivel de vida del obrero manual no es mejor, sino infe= rior al de los países no comunistas. […]
El comunismo es hijo de la envidia y del odio. Por ello toda su fuerza es destructora. No tiene potencia para elevar el grado de progreso y de civilización de un pueblo. Sólo tiene poder para destruir valores intelectuales y morales, para achatar a la humanidad. La doctrina social cristiana, por el contrario, procura la elevación, la ascensión del pueblo: fomenta la multiplicación de los propietarios, el patrimonio familiar, satisfaciendo el anhelo innato del hombre de poseer; fomenta la virtud del ahorro, origen legítimo y fecundo del capital.» (vol. II, págs. 130, 131.)
La Iglesia, dice, condena el laicismo que desconoce los derechos que por su divina institución le competen, por eso alerta de los peligros de una España laica porque:
«Una España laica no es ya España. Ya hemos visto a qué abismo nos llevó una Constitución zurcida con extranjerismos y a base de que España había dejado de ser católica. Lo dijo con gran clarividencia nuestro insigne Menéndez Pelayo: ‘España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…, esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévalos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas’.» (vol. II, págs. 133, 134.)
Y termina con la bendición episcopal, pero antes pide que oremos y que
«unamos a la oración una vida enteramente cristiana en el orden individual, familiar y social; practiquemos el sacrificio y la reparación; abstengámonos, mientras tanta desolación reina y tantos crímenes se están cometiendo en provincias hermanas, de frivolidades y diversiones; estemos dispuestos a cuantos nuevos sacrificios sean precisos por la causa de la Religión y de la Patria, pues todos ellos son nada ante la alteza de tan sublimes ideales y ante los daños que sufriríamos si, lo que Nuestro Señor no permitirá, quedásemos dominados por el comunismo; y esperemos que a no tardar Nuestro Señor nos concederá la gracia de poder entonar el Te-Deum por la España recobrada para Dios, recobrándose a sí misma.
Mientras tanto, con el mayor afecto a todos, a los que en los campos de batalla lucháis por Dios y por España, a los que quedáis en retaguardia cooperando a la santa Cruzada, aun a las ovejas un día descarriadas, seducidas y engañadas por falsos pastores, pero prestas a volver al redil del Buen Pastor, a todos os damos con el mayor afecto nuestra Pastoral Bendición en el nombre † del Padre † y del Hijo † y del Espíritu Santo.» (vol. II, pág. 141.)
A los pocos días de escribir esta pastoral, gustosamente cedió su Palacio Episcopal a Franco que lo utilizó de Cuartel General durante su estancia en Salamanca, pasando el obispo a ocupar las dependencias del Seminario. Pero antes entregó su pectoral, su anillo y un donativo a la suscripción nacional. Su secretario particular, el sacerdote José María Bulart, pasó a ser capellán del nuevo jefe del Estado y con él seguiría hasta 1975. Por otro lado «nunca intentó disimular, ni dentro ni fue= ra de España, la justificación de la Cruzada y su estima hacia el jefe del Estado, al que siempre profesó sincero y leal afecto. Por eso cobra más valor su postura clara y valiente de defensa de la más decidida autonomía de la Iglesia con respecto a la estructura temporal. Armonía, sí; pero sin confusiones. Cada uno, Iglesia y Estado, tienen una misión propia, peculiar».{13}
El 12 de octubre siguiente tuvo lugar en la Universidad de Salamanca la conmemoración de la Fiesta de la Raza, acto presidido por Carmen Polo de Franco y junto a ella estaban sentados Pla y Deniel, Miguel de Unamuno, el general Millán Astray, y los oradores José María Pemán, José María Ramos, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Francisco Maldonado, catedrático de Literatura, y el dominico Fr. Beltrán de Heredia. Al terminar José María Pemán su intervención, Miguel de Unamuno que no tenía pensado intervenir, tomó la palabra y, entre otras cosas, dijo:
«Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes, llamándoles la Anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo que, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo, que, como sabéis nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no…»{14}
La concordia entre Unamuno y el prelado era muy normal. Habían coincidido en reuniones de Patronatos de los que ambos eran miembros y siempre mantuvieron relaciones de amistoso trato. Incluso «Unamuno escribió algún artículo elogioso para la labor pastoral del Dr. Pla y Deniel y, concretamente, para alguna de sus pastorales»{15}. Sin embargo, el obispo catalán, no tuvo ningún inconveniente, el 20 de marzo de 1942, en declarar prohibida por las reglas generales del Código de Derecho Canónico, y también incluirla en el Índice, una de las obras más célebres del ilustre vasco: Del sentimiento trágico de la vida. Y lo hacía con estas últimas palabras:
«…declaramos que el libro Del sentimiento trágico de la vida está claramente comprendido en la prohibición por el canon 1399 del Código de Derecho Canónico de los libros que intentan destruir los mismos fundamentos de la religión, cuales son las verdades de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma conocidas por la sola razón natural. Aparte de esta oposición entre la razón que nos dice que Dios no existe o al menos no es demostrable y que el alma es mortal y nuestro instinto vital que nos hace anhelar la inmortalidad y la unión con Dios, en la cual lucha consiste, según el autor, el sentimiento trágico de la vida, tema principal de la vida, se niegan en el mismo la verdadera divinidad de Cristo (aun cuando haga del mismo grandes elogios como muchos racionalistas y modernistas y aún diga que los hombres hicieron Dios al Cristo), el dogma de la transubstanciación eucarística y la eternidad de las penas del infierno; razón por la que está comprendido dicho libro en la condenación del ya citado canon 1399, que prohíbe los libros que impugnan o burlan de los dogmas católicos. Por todo lo cual declaramos que ningún católico pueda editar dicho libro, ni sin especial permiso de la Santa sede, venderlo, leerlo o retenerlo.»{16}
Lo mismo ocurrió con la novela de Rafael García Serrano La fiel Infantería, Premio Nacional de Literatura «José Antonio Primo de Rivera» correspondiente al año 1943. El Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo, de fecha 17 de enero de 1944, firmado por el cardenal Pla y Deniel, publicaba el siguiente Decreto:
«Es deber gravísimo de los Obispos el vigilar los libros que se publican, condenando aquellos que, por sus doctrinas o la licencia de su lenguaje y narraciones inmorales, pongan en peligro la fe o las buenas costumbres de los lectores; y el convenio de 7 de junio de 1941 entre la Santa Sede y el Gobierno español establece que, entre tanto se llega a la conclusión de un nuevo Concordato, El Gobierno español se compromete a observar las disposiciones vigentes en los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851, el tercero de los cuales establece que el Gobierno dispensará apoyo a los Obispos cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros malos y nocivos.
Examinada serena y objetivamente la novela La fiel Infantería, de don Rafael García Serrano resulta:
1º Que se proponen como necesarios e inevitables los pecados de lujuria en la juventud (págs. 195 y 302)
2º Que en la novela se describen varias veces cruda e indecorosamente escenas de cabaret y de prostíbulo en la juventud (págs. 195 y 302).
3º Está salpicada toda la novela de expresiones indecorosas u obscenas (págs. 76, 86, 96, 155, 263, 276 &c.).
4º Aun cuando varios de los personajes de la novela manifiestan sentimientos religiosos, aparecen éstos como algo rutinario; y al lado de ellos se destacan muchas expresiones de sabor escéptico y volteriano y de regusto anticlerical, aun en labios de soldados nacionales (págs. 97, 113, 118, 207, 218, 275, 295, &c.).
Por todo ello, la lectura de esta novela resulta muy nociva para la juventud, debilitando su fe, su piedad y la moralidad de costumbres; por lo cual, así lo declaramos y denunciamos oficialmente, cumpliendo nuestros deberes pastorales.
Se nos ha comunicado antes de la publicación de este Decreto, y lo recogemos con satisfacción, que la Vicesecretaría de Ecuación Popular había ordenado la recogida de los ejemplares que aún quedasen de la edición y prohibido publicar nuevas ediciones en tanto no sea la novela satisfactoriamente corregida.»
Como es lógico, a García Serrano nada le gustó este Decreto firmado por el cardenal Primado, por eso escribió: «Que Dios me perdone cuanto haya que perdonar, pero inmediatamente me di cuenta de que este decreto arzobispal era sectario, injusto y sacristanesco»{17}; sobre todo que tuviera esa reacción por una novela que aún no había leído, según declaró Pla y Deniel a José Luis de Arrese{18}, a la sazón Ministro Secretario General de F.E.T.
Pero mucho antes de que se produjera esta reacción contra uno de los libros de Miguel de Unamuno, y de Rafael García Serrano, Pla y Deniel publicó el 8 de mayo de 1938 la pastoral Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales. La causa estuvo en el lanzamiento de una serie de publicaciones con el título significativo de Breviarios del Pensamiento español que había propuesto el jefe del servicio nacional de Propaganda, Dionisio Ridruejo. Se inició con textos de Donoso Cortés a los que siguieron otros, entre ellos uno de Miguel de Unamuno. Esta inclusión produjo, sin duda, la publicación de la citada pastoral en la que culpaba de tremenda responsabilidad, en aquella España, a muchos profesores de la Universidad, no sólo en el orden político sino también en el orden doctrinal:
«Las herejías, los errores que en todos los siglos se han ido levantando contra la Iglesia, habrían acabado con ella sin el Magisterio infalible de la misma. Con éste nada han podido contra la fe cristiana; antes al contrario, han servido para que se fijasen con mayor precisión las verdades de la revelación y el lenguaje de la fe, para que creciesen, como dice el Concilio Vaticano, «en el individuo y en toda la Iglesia, en el transcurso de periodos y siglos, la inteligencia, la ciencia, la sabiduría; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia»
Por ello la Iglesia ha ejercido siempre su derecho y su deber de condenar las doctrinas contrarias a las verdades reveladas, y no sólo las doctrinas en abstracto, sino los libros infectos de tales doctrinas o perniciosos a la moralidad y a las buenas costumbres. Los heresiarcas, los incrédulos y racionalistas se han burlado generalmente en su orgullo de las condenaciones de los Concilios, de la inserción de sus obras en el Indice de los libros prohibidos.» (vol. II, pág. 281.)
A principios de 1939, el embajador español ante la Santa Sede, José Yanguas Messía, presentó al secretario de Estado, cardenal Pacelli, la necesidad de que la sede tarraconense fuera ocupada por el obispo Pla y Deniel en sustitución del cardenal Vidal i Barraquer. Se quería una autoridad eclesiástica a la altura de una misión que marchara en perfecta inteligencia con las autoridades de Estado. «El cardenal Pacelli hizo presente a Yanguas Messía la extrema gravedad de la exigencia del Gobierno nacional de que la Santa Sede apartase a un cardenal arzobispo de su sede. Yanguas replicó que existía el precedente de la renuncia impuesta al cardenal Segura ocho años antes. Y reiteró las acusaciones de los nacionales a Vidal i Barraquer»{19}. Así y todo este cardenal catalán nunca renunció a su sede de Tarragona, muriendo en el exilio años después. Por otra parte, Yanguas no tuvo inconveniente alguno en presentar, en la misma secretaria de Estado, «una nota de protesta ante la decisión de que Pla y Deniel no prestara juramento de fidelidad al jefe del Estado»{20}, cuando años más tarde tomó posesión como primado de España. Pero la causa estaba en que «Pío XII no veía bien que los obispos prestasen ningún tipo de juramento; además no había sido previsto en el Convenio del pasado mes de junio» (ibid.).
El 19 de mayo de 1939, con una España en paz, tuvo lugar en Madrid un gran desfile que ocupó durante toda la mañana el paseo de la Castellana. Dos días después, Pla y Deniel terminaba de escribir su segunda gran pastoral sobre la guerra: El triunfo de la Ciudad de Dios y la Resurrección de España, que daba comienzo con estos párrafos:
«Hemos vivido juntos tres años históricos, de vida intensa, de preocupaciones y temores, de gozos y emociones; juntos hemos vertido lágrimas por infortunios patrios y hemos orado para que el señor de los ejércitos diera el triunfo a nuestros combatientes… […]
Y desde julio de 1936 a abril de 1939 se ha desarrollado en nuestra España la guerra civil más sangrienta que recuerda la historia de los tiempos modernos, como ha dicho S.S. Pío XII en su Alocución a nosotros los españoles para congratularse de la victoria. Guerra civil sangrienta, duradera y de proporciones no vistas hasta ahora en guerras civiles, pero guerra civil con caracteres de verdadera guerra internacional en el suelo de España y santa Cruzada, no sólo por Dios y por España, sino por defender la civilización cristiana en el mundo.» (vol. II, págs. 169, 170.)
El 31 de octubre de 1941 fue promovido por S.S. Pío XII al Arzobispado de Toledo, tomando posesión meses después, el 25 de marzo de 1942. «Toledo es la gloria de España, y España es una nación privilegiada por Dios Nuestro Señor». «Por mucho que amemos a España nunca será idolatría, porque amando a España servimos a Dios», son algunas de las frases que pronuncia en Toledo cuando entre clamores de júbilo es recibido por los toledanos, después de que ante ellos pronunciara estas palabras: «Nos, Enrique Pla y Deniel, Arzobispo de Toledo, prometo y juro que de ahora en adelante cuidaré y conservaré con todas mis fuerzas, siguiéndolos con paternal afecto, los derechos, privilegios, constituciones y laudables costumbres de esta santa iglesia toledana, así como el honor del Cabildo y beneficiados de esta misma iglesia»{21}. Pero la archidiócesis se encontraba totalmente devastada. Los rojos habían destruido e incendiado la mayor parte de sus templos, expoliados sus bienes y asesinado por odio a la religión trescientos sacerdotes diocesanos y otro centenar de religiosos, religiosas y algunos seminaristas. El panorama era desolador y alarmante por la escasez de sacerdotes; pero todavía tuvo tiempo, a los pocos días de llegar, de enviar unas palabras de saludo a la América española en favor de la paz mundial y al mismo tiempo al final les recordaba que:
«España, misionera y civilizadora, que ha dejado su huella bienhechora en todos los continentes; España hidalga, caballeresca y generosa, que tiene también sus justas reivindicaciones, pero que pone por encima de todos los altos ideales de espiritualidad, los invoca en estos momentos de tragedia; y el Arzobispo de Toledo, como Primado de las Españas, al dirigir un saludo a los excelentísimos Prelados de las naciones hispanoamericanas y a esos pueblos hermanos, pide al Señor que la raza hispana, fiel a sus nobles destinos, aporte al trágico conflicto mundial una colaboración que apresure los momentos de una paz justa y bienhechora.» (vol. II, pág. 286.)
Difícil tarea la que tuvo que desarrollar para poder reconstruir los templos parroquiales y otros lugares sagrados que habían quedado prácticamente reducidos a cenizas durante la dominación roja. Como Primado de España fue presidente de la Conferencia de los Metropolitanos españoles, y presidente de la Junta Suprema de Acción Católica. Renunció, en cambio, a todos los cargos civiles de Procurador en Cortes (lo fue solamente durante el primer trienio), del Consejo del Reino y del Consejo de Regencia. Solamente «por ser un organismo consultivo técnico, al que pertenecía por razón de su nombramiento como Arzobispo de la diócesis primada, retuvo el cargo de miembro del Consejo de Estado»{22}. Fue miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Consejo de Obispos de la Pontificia Universidad Eclesiástica de Salamanca y presidente de la Dirección Central de la Acción Católica Española, que, bajo su dirección, tuvo un importante auge, principalmente en lo que se refiere a los movimientos obreros que tanta importancia tuvieron en España, aunque en algunas ocasiones sirvieron de refugio a marxistas que lograron infiltrarse en su organización. Se hallaba en posesión de la gran cruz de la orden civil de Alfonso X el Sabio y de la gran cruz del Yugo y las Flechas, además del collar de la orden de San Raimundo de Peñafort.
Con motivo de haber finalizado la guerra europea en mayo de 1945, Pla y Deniel escribió una nueva carta pastoral dando las «gracias a Dios por haber librado a España de la guerra y por haber terminado el horrísono fragor de las armas modernas en la atormentada Europa» (vol. II, pág. 301.). Pero la lucha no había finalizado en otras partes del mundo, por eso al acabar el conflicto de manera definitiva, vuelve a escribir una nueva carta pastoral que tuvo un amplísimo eco en el mundo y que aprovechó al mismo tiempo para hablar en ella de la contienda española, bajo el título: La Iglesia no provocó la guerra civil, y que comenzaba diciendo:
«Los Obispos españoles en nuestra carta colectiva de 1937 a todos los Obispos del mundo, redactada y suscrita en primer término por nuestro venerable predecesor el insigne Cardenal Gomá, dijimos claramente que los Obispos españoles no habíamos provocado la guerra civil ni conspirado para ella; pero que, colectivamente, formulábamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España ‘porque aun cuando nuestra guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso y ha aparecido tan claro desde sus comienzos que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos, católicos, no podíamos inhibirnos ni dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo sin incurrir en el tremendo apelativo de los canes muti, con que el profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia’.»{23}
El 18 de febrero de 1946 fue creado cardenal por S.S. Pío XII quien le impuso el distintivo de dignidad cardenalicia. Pocos meses después, participó con un magnífico discurso en la clausura del IV Centenario de la muerte del fundador del Derecho Internacional, Fr. Francisco de Vitoria por quien él, como hemos repetido, sentía una gran admiración que él mismo reconoce en estas palabras:
«…hemos venido por nuestra parte: a asistir a la solemne clausura del IV Centenario del Maestro Fray Francisco de Vitoria; a renovar nuestra profesión de fe de discípulos suyos: en su espíritu, en su manera de entender el tomismo y la escolástica, aun en aquellos años felices y ya lejanos de nuestro magisterio de Cuestiones Disputadas de Filosofía con su método oral de lecturas, en nuestra adhesión a las doctrinas más capitales de Vitoria sobre el origen de la potestad civil y la determinación del sujeto de autoridad, y, sobre todo, en sus admirables doctrinas sobre la licitud e ilicitud de la guerra y de los derechos y deberes del vencedor, que constituyen a Francisco de Vitoria en verdadero fundador del Derecho Internacional.» (vol. II, pág. 323, 324.)
Participa también con otra carta pastoral en el Referéndum Popular sobre el proyecto de ley aprobado por las Cortes sobre la sucesión en la Jefatura del Estado, que se celebró en 1947. Protesta enérgicamente en 1949 contra la detención en Hungría del cardenal Mindszenty. Más tarde enviaría, en 1951, un mensaje de protesta ante la persecución religiosa en las naciones del este de Europa y Asia sovietizadas. El 1º de mayo de 1956 habla a los obreros y al año siguiente con motivo de la fiesta de San José Obrero, escribe una nueva carta pastoral. «En su última estancia en Roma para asistir al Cónclave en el que saldría elegido Pablo VI, el cardenal Pla y Deniel publicó una nota en la prensa italiana, que tuvo amplio eco mundial, desmintiendo los rumores de que el Jefe del Estado español hubiera influido cerca de los cardenales españoles para tratar de obstaculizar la subida al Solio Pontificio de algún cardenal. En esta ocasión, manifestó que el Gobierno se había mostrado siempre respetuoso a este respecto, sin hacer peligrosas intromisiones que, por otra parte, nunca hubieran sido aceptadas»{24}.
El 5 de julio de 1968 falleció Pla y Deniel a los 92 años de edad. El parte médico facilitado decía así: «Su eminencia reverendísima, el señor cardenal arzobispo, acaba de fallecer súbitamente a consecuencia de una embolia». Tras el lema de su escudo episcopal Fiat voluntas tua quedaba encerrada la vida y la personalidad del que hasta ese momento había sido Cardenal Primado de España y que durante 27 años rigió la archidiócesis toledana habiendo dejado el siguiente testamento espiritual:
«Siendo cierta la muerte de todo hombre, y sólo inciertos el modo y momento, y disponiendo el ceremonial de los obispos que éstos, en vida y muerte, adoctrinen con su ejemplo y con su palabra a los fieles que tienen encomendados; no sabiendo si estaré en estado de poder en la hora de mi muerte hacer mi última exhortación pastoral a mis amadísimos sacerdotes y fieles toledanos, la escribo en estos días en que me hallo retirado practicando ejercicios espirituales en compañía de otros hermanos en el Episcopado.
Carísimos sacerdotes a quienes consagré ministros del Señor o a quienes, consagrados ya por alguno de mis antecesores, me tocó presidir como obispo: recordad siempre que fuisteis ordenados sacerdotes para estar al servicio de Dios y de las almas; para ello necesitáis conservar siempre vuestra vida interior y aun ir creciendo en ella; debéis dar ejemplo de santidad a los fieles con vuestra vida inmaculada, con vuestro desinterés, con vuestro espíritu de caridad y de abnegado y ardiente celo por la salvación de las almas.
Carísimos fieles: procurad ante todo la salvación de vuestras almas, que para esto os ha puesto Dios en este mundo, en una vida temporal, muy breve siempre comparada con la vida eterna. No dejéis el cumplimiento de vuestros deberes religiosos, pues sin él no seréis reconocidos como verdaderos cristianos en el día del juicio.
Mujeres: no seáis con vuestra inmodestia responsables de los pecados de los hombres. Padres de familia: cuidad de la cristiana educación y vigilancia de vuestros hijos. Los que tenéis riqueza no olvidéis los deberes de caridad que ella impone.
Patronos y empresarios: no os hagáis responsables de injusticias no dando salarios suficientes a vuestros obreros o poniendo precios excesivos a vuestras mercancías. Obreros: no os despojéis de vuestra dignidad de hijos de Dios, ante el cual gozáis de plena igualdad con los que ante los hombres temporalmente os aventajan, seducidos por la fantástica igualdad que predica el comunismo, convertida, si triunfa, en despótica tiranía que atropella la dignidad de la persona humana.
Estos son los últimos consejos de quien ha sido padre de vuestras almas y que ahora os pide una oración por la suya.
En Los Negrales, a 3 de julio de 1961. Cardenal Pla y Deniel, arzobispo de Toledo.»{25}
A las seis de la tarde del día 8 de julio tuvo lugar la inhumación de los restos del cardenal Primado con todos los honores de Capitán General y con el ritual propio de un purpurado de la Iglesia, cuyo cuerpo fue llevado a hombros de sus sacerdotes. La comitiva fúnebre siguió el recorrido habitual de la procesión del Corpus, aunque a la inversa, y el cadáver recibió sepultura en la catedral, en la capilla de la patrona de Toledo Nuestra Señora del Sagrario.
Notas
{1} Vicente Cárcel Ortí, Pablo VI y España. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1997, pág. 385.
{2} Ramón Serrano Suñer, Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue. Editorial Planeta, Barcelona 1977, pág. 272.
{3} Diario La Nueva España de Oviedo: Una vida ejemplar, 7 de julio de 1968, pág. 7
{4} Enrique Pla y Deniel, Escritos pastorales. Vol. I. Ediciones Acción Católica Española, Madrid 1946, s/p.
{5} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Enrique Pla y Deniel. Un cardenal fiel y prudente. Edibesa, Madrid 2008, pág. 46.
{6} Revista Ecclesia, nº 172, 28-X-1944, pág. 5.
{7} Edición de José Andrés-Gallego, y Antón M. Pazos: Archivo Gomá. Documentos de la Guerra Civil. CSIC, Madrid 2001, págs. 102 y 103.
{8} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Op. cit., pág. 78.
{9} José Antonio Primo De Rivera, Obras Completas. Edición del Centenario. Plataforma 2003. Edición textual, introducción y notas Rafael Ibáñez Hernández, Madrid 2007, vol. I, pág. 382.
{10} José Javier Esparza, Franco una interpretación metapolítica. Revista Razón Española, nº 95, Madrid mayo-junio 1999, pág. 295.
{11} Diario de Navarra, de Pamplona, 23-VIII-1936. Citado por Fernando De Meer: El Partido Nacionalista Vasco ante la guerra de España (1936-1937), Eunsa, Pamplona 1992, pág. 123.
{12} Cf., José Andrés-Gallego, El nombre de «cruzada» y la guerra de España. Revista Aportes, de Madrid, nº 8, junio 1988, pág. 66.
{13} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Op. cit., pág. 78.
{14} Luciano González Egido, Agonizar en Salamanca Unamuno (julio-diciembre 1936). Alianza Editorial, Madrid 1986, pág. 141.
{15} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Op. cit., pág. 49.
{16} Enrique Pla y Deniel, Op. cit., vol. I, pág. 298.
{17} Rafael García Serrano, La fiel Infantería. Organización Sala Editorial. 4ª Edición. Madrid 1973, pág. LXXII.
{18} –¿Y cómo es posible que haya firmado algo tan duro como esto y que, en definitiva, tanto daño puede hacer a unos y a otros sin haberse tomado la molestia de leer el libro, de informarse directamente? Le preguntó Arrese.
—Es que yo –contestó el Primado– gozo de buenos asesoramientos, y además, como todo el mundo, estoy sometido a presiones que no puedo ni debo evitar, dentro de una lógica medida. Por ejemplo, la opinión de los Padres de Familia…
—Me parece –rebatió Arrese– que en materia tan delicada como la que en este momento discutimos no son los Padres de Familia, institución respetabilísima, quien debe juzgar y decidir, sino quien es su mentor entre la fe y la piedad, como, en este caso, el Arzobispo Primado.
Pla y Deniel prometió leer la novela, pero García Serrano nunca supo si lo hizo o no. «Supongo que sí, pero también tengo el beneficio de la duda». (Rafael García Serrano: Op. cit., pág. LXXXVIII).
{19} Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939, Rialp, Madrid 1993, tomo II, pág. 580.
{20} Ibid.: Política, cultura y sociedad en la España de Franco 1939-1975, Eunsa, Barañaín (Navarra) 1999, tomo I, pág. 467.
{21} Revista Ecclesia, nº 37, 28.III.1942, pág. 8.
{22} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Op. cit., pág. 51.
{23} Revista Ecclesia, nº 217, 28.IX.1945, pág. 6.
{24} Antonio Sainz-Pardo Moreno, Op. cit., pág. 57.
{25} Revista Ecclesia, nº 1.398, 13.VII.1968, pág. 17.