Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 115 • septiembre 2011 • página 12
“Hispano soy y nada de lo hispano me es ajeno”, escribió en una ocasión{1} el filósofo español Gustavo Bueno, en una paráfrasis de Terencio que bien podría haber suscrito el autor que ahora nos disponemos a comentar, José Vasconcelos. Si se parte de esa cita no resultará extraño el asunto de la presente conferencia, que reúne algunas de las reivindicaciones de Vasconcelos a propósito de la labor de la Monarquía Hispánica en tierras americanas. Al momento de estudiar los problemas políticos de su país, Vasconcelos resalta precisamente la importancia de considerar México en el contexto de la hispanidad, porque México se dice de muchas maneras, no siempre compatibles entre sí. Por lo tanto, el relato de Vasconcelos que comentaremos, Ulises criollo, habrá de situarse en lo que el mismo Bueno ha llamado, en su artículo de 2001 “España y América”, la “alternativa hispanista”, es decir:
«América del Sur [considerada a partir del Río Bravo, paralelo 30 Norte] es parte formal de la Comunidad Hispánica. Abundantes fundamentos históricos, desde el siglo XVI hasta el exilio español de 1939 y años posteriores. Las naciones americanas, sin perjuicio de su nacionalismo, pueden concebirse como formando parte de un mismo tronco cuyas raíces son tanto hispánicas como indígenas. Muchas instituciones podrían citarse como reflejo de esta alternativa, por ejemplo, las denominadas «Cumbres Iberoamericanas» iniciadas en Guadalajara (1991). Podrían incluirse en esta alternativa muchas ideas de Martí («Injértese en nuestras Repúblicas el Mundo; pero el mundo ha de ser el de nuestras Repúblicas»); su defensa de la lengua española como propia de «Nuestra América» frente al inglés «de la bestia», &c. También, como clásicos, Alonso de la Veracruz (1504-1584), Tomás de Mercado y Antonio Rubio. Posteriormente al mejicano Alfonso Reyes (1889-1959); Eduardo Nicol (El problema de la filosofía hispana, 1961); Octavio Paz, a Juan Carlos Onetti y a Mario Benedetti... También la idea de «América indohispana» de Sandino.» (Bueno, 2001).
De tal forma, no hablaremos de “Latinoamérica”, reivindicada por los franceses con fines imperialistas, sino de Hispanoamérica, rótulo mucho más apropiado para referirnos a la plataforma aludida por Vasconcelos, como también ocurre, digamos, con la Iberoamérica de la cual habla Fernando Aínsa (1986) en un estudio seminal. Así, con el presente estudio nos proponemos demostrar por qué Vasconcelos puede situarse dentro de esa alternativa, sin perjuicio de otros acercamientos a una obra compleja y abundante como la de este pensador mexicano.
El político, abogado, filósofo y escritor mexicano José Vasconcelos (1882-1959) crece y se forma durante la dictadura de Porfirio Díaz{2} y más tarde participa en la Revolución mexicana, además de ser candidato a la presidencia de la República, nada menos. Por lo tanto, Vasconcelos nos interesa sobremanera en la medida en que su obra es testimonio de la dialéctica de Estados que entra en juego al momento de describir las relaciones de Norteamérica y México. Es decir, Vasconcelos da cuenta, como pocos, del proceder de los estadounidenses en América y toma partido desde niño por la causa hispanista, como puede comprobarse desde la “Advertencia” con la cual inicia el primer volumen de sus memorias{3}, Ulises criollo (1935{4}):
«El criollismo, o sea la cultura de tipo hispánico, en el fervor de su pelea desigual contra un indigenismo falsificado y un sajonismo que se disfraza con el colorete de la civilización más deficiente que conoce la historia, tales son los elementos que han librado combate en el alma de este Ulises criollo, lo mismo que en la de cada uno de sus compatriotas.» (Vasconcelos, 2000: 4).
El hispanismo, para Vasconcelos, tiene que enfrentarse en una pelea desigual contra sus adversarios, una pugna que lo tiene a él del lado del primero. Como se ve, hay una estrecha correspondencia entre la alternativa hispanista de Gustavo Bueno, citada antes y el discurso de Vasconcelos. Nótese además cómo el autor hace referencia al indigenismo y al sajonismo, a los cuales considera serias amenazas contra la hispanidad. Desde la década de los treinta, cuando aparece el primer tomo de sus memorias, Vasconcelos entrevé dos problemas fundamentales, como son el mencionado indigenismo y la influencia de los Estados Unidos en todas las áreas, dos asuntos que también han cobrado presencia en la teoría literaria del presente, como puede verse con el auge de los estudios culturales (sobre todo en el ámbito de las universidades estadounidenses) o en las constantes referencias a la identidad, el relativismo, el americocentrismo, las minorías o la otredad (Maestro, 2010), palabras que aparecen precisamente en la estela de aquellos. A lo largo de las páginas de Ulises criollo el autor criticará tanto la injerencia política como cultural de los norteamericanos, cuando vea cómo la presencia de estos es cada vez de más alcance en México.
Por lo tanto no es casual que Vasconcelos comience de esa forma sus memorias, cuando es precisamente esa idea, el criollismo, como él la llama, la que habrá de cifrar su trayectoria. Vasconcelos, escritor consumado del canon en México, intenta con su obra llevar a cabo un proyecto de grandes dimensiones: la trituración de gran parte de la historia oficial de su país, un intento para nada subrepticio en su obra, al contrario, no puede estar más claro, como lo muestra en varias ocasiones con sus críticas a la figura del ex presidente Benito Juárez, como se verá más adelante. La labor es titánica porque desde la apreciación de Vasconcelos hay varias figuras muy destacadas del “santoral” mexicano que para él son muy dudosas. Sin embargo, Vasconcelos lleva a cabo su proyecto de trituración.
Al inicio del primer tomo de su autobiografía, Vasconcelos recuerda{5} o, mejor dicho, hace el intento por recordar acontecimientos que pertenecen a una época muy temprana de su vida, aunque no se plantea el recuerdo como problema, a la manera de Proust y otros. En cambio el pequeño niño que entra en contacto con el mundo (un mundo especialmente convulso, como se verá), vive experiencias que se vuelven acicate para su futuro nacionalismo, que reivindica numerosas veces. Puede decirse que el pensamiento político del protagonista se forja desde una edad muy temprana. El padre del autor, Ignacio Vasconcelos, trabajaba como agente de aduanas, así que la niñez del filósofo transcurre a lo largo de varios viajes. En El Sásabe, al noroeste de México, en Sonora, frontera con Arizona, tiene lugar una de las anécdotas iniciales del relato, que ya desde ese momento (la infancia que apenas se recuerda) nos sitúa en un escenario en el cual Estados Unidos y México están enfrentados; como era de esperarse, el segundo país es el que saca la peor parte:
«Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo, un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron, flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento con su noria, caía bajo la jurisdicción «yankee» y nos echaban: –«Tenemos que irnos»– exclamaban los nuestros. «Y lo peor –añadían– es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua.» Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo…
Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conviniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.» (Vasconcelos, 2000: 9).
Después de la guerra entre México y Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, México es sometido por Estados Unidos, que se apropia de más de la mitad del territorio de su vecino{6}. En el momento que Vasconcelos describe, los norteamericanos todavía llevan a cabo los “ajustes” de su imperialismo en las tierras del sur, de ahí que expulsen, con la venia del gobierno de México, a la familia del autor.
Más adelante, Vasconcelos nos describe a un niño que de ninguna manera está orgulloso del pasado indígena de Mesoamérica, sino que, por el contrario, defiende el proyecto de los españoles durante la conquista y es muy crítico con las comunidades prehispánicas, a las cuales critica por sus instituciones violentas, por ejemplo. Vasconcelos en este sentido es una excepción{7}, sobre todo si se le compara con un gran número de escritores del presente, como Eduardo Galeano, por ejemplo. En este sentido, la escritura de Vasconcelos no es compatible, en lo absoluto, con los proyectos indigenistas de la actualidad. Como dice Eugenia Houvenaghel acerca de la reivindicación de la presencia española, en este caso llevado a cabo por Alfonso Reyes, no existe un consenso acerca del tema en cuestión:
«Partimos, en efecto, desde el punto de vista general de que no hay interpretación histórica inocente […] la historiografía de Hispanoamérica constituye una excelente confirmación de esta regla general que acabamos de resumir y según la cual muy pocas veces se logra, en aquella disciplina, la objetividad. Ha habido historias prohispanistas ―que aprueban y defienden la contribución de los españoles a la historia hispanoamericana― e historias antihispanistas ―que desaprueban y atacan la contribución de los españoles a la historia hispanoamericana― y esas contrarias versiones de los acontecimientos príncipes de la historia de Hispanoamérica han llegado a ser casi inconciliables. Más que una historia, se ha establecido un debate entre historiadores, una polémica que se vincula estrechamente con la búsqueda de la identidad de Hispanoamérica…» (Houvenaghel, 2003: 20-21)
Por lo tanto, ubicamos a Vasconcelos como uno de los protagonistas más eximios de ese debate que, como bien se sabe, está lejos de concluir. Simplemente fijamos la postura del escritor mexicano (y la de sus compañeros de generación, como Reyes) para que una vez más quede constancia de ello.
En el siguiente fragmento, Vasconcelos habla de la educación recibida en su niñez y la remembranza le sirve para criticar, desde el punto de vista de un filósofo, las religiones de los antiguos pobladores de México:
«Leíamos también un compendio de Historia de México, deteniéndonos en la tarea de los españoles que vinieron a cristianizar a los indios y a extirparles su idolatría. Que hubiera habido adoradores de ídolos, me parecía estúpido; el concepto del espíritu me era más familiar, más evidente que cualquier plástica humana.» (Vasconcelos, 2000: 13).
Después de El Sásabe, los Vasconcelos se van a vivir hasta Piedras Negras, en el estado de Coahuila, también en la frontera. El joven José se ve forzado a vivir en una comunidad en constante pugna con sus vecinos de Eagle Pass, la ciudad que está al otro lado de la frontera, donde asiste a la escuela para recibir la educación básica. La violencia y la rivalidad entre los niños locales de ambas comunidades no se hace esperar, por las pasadas discordancias entre los gobiernos de México y Estados Unidos:
«En aquella época, cuando baja el agua del río, en ocasión de las sequías, que estrecha el cauce, librábanse verdaderos combates a honda entre el populacho de las villas ribereñas. El odio de raza, los recuerdos del 47, mantenían el rencor. Sin motivo, y sólo por el grito de «greasers» o de «gringo», solían producirse choques sangrientos.» (Vasconcelos, 2000: 26).
Acerca de los pleitos infantiles entre grupos, Vasconcelos aclara: “La lucha enconábase si por azar predominaba en alguno de los bandos el elemento de una sola raza, ya mexicanos o bien yankees” (Vasconcelos, 2000: 31). Estamos ante una sociedad polarizada en la cual todavía se viven los efectos de la guerra entre México y EUA. Con todo, el joven Vasconcelos se convierte en un buen estudiante, que pronto destaca en la escuela, aunque tenga que educarse en una lengua que no es la suya:
«Periódicamente se celebraban concursos. Gané uno de nombres geográficos, pero con cierto dolo. Mis colegas norteamericanos fallaban a la hora de deletrear Tenochtitlán y Popocatépetl. Y como protestaran expuse: ¿Creen que Washington no me cuesta a mí trabajo?» (Vasconcelos, 2000: 32).
El futuro candidato a la presidencia de su país también nos habla de los debates que se llevaban en el aula a cabo a propósito de la historia reciente de ambos países, como cuando se habla del caso de Texas, que hacía unos décadas se había emancipado de México:
«La ecuanimidad de la profesora se hacía patente en las disputas que originaba la historia de Texas… Los mexicanos del curso no éramos muchos, pero sí resueltos. La independencia de Texas y la guerra del cuarenta y siete dividían la clase en campos rivales. Al hablar de mexicanos incluyo a muchos que aun viviendo en Texas y estando sus padres ciudadanizados, hacían causa común conmigo por razones de sangre. Y si no hubiesen querido era lo mismo, porque los yankees los mantenían clasificados. Mexicanos completos no íbamos ahí sino por excepción. Durante varios años fui el único permanente. Los temas de clase se discutían democráticamente, limitándose la maestra a dirigir los debates. Constantemente se recordaba El Álamo, la matanza azteca consumada por Santa-Anna, en prisioneros de guerra. Nunca me creí obligado a excusas; la Patria mexicana debe condenar también la tradición miliciana de nuestros generales, asesinos que se emboscan en batalla y después se ensañan con los vencidos{8}.
Pero cuando se afirmaba en clase, con juicio muy infantil, pero ofensivo para otro infante, que cien yankees podían hacer correr a mil mexicanos, yo me levantaba a decir: «Eso no es cierto.» Y peor me irritaba si al hablar de las costumbres de los mexicanos junto con las de los esquimales, algún alumno decía: «Mexicans are a semi-civilized people.» En mi hogar se afirmaba lo contrario, que los yankees eran recién venidos a la cultura. Me levantaba, pues, a repetir: «Tuvimos imprenta antes que vosotros.» Intervenía la maestra aplacándonos y diciendo: «But look at Joe, he is a mexican, is’nt he civilized?, is’nt he a glenteman?» Por el momento, la observación justiciera restablecía la cordialidad. Pero era sólo hasta nueva orden, hasta la próxima lección en que volviéramos a leer en el propio texto frases y juicios que me hacían pedir la palabra para rebatir. Se encendían de nuevo las pasiones. Nos hacíamos señas de reto para la hora del recreo. Al principio me bastaba con estar atento en clase para la defensa verbal. Los otros mexicanos me estimulaban, me apoyaban; durante el asueto se enfrentaban a mis contradictores, se cambiaban puñetazos.» (Vasconcelos, 2000: 32-33).
Es decir, Vasconcelos se desarrolla en un medio muy especial, entre el antiamericanismo y la dialéctica de Estados. Los saldos de la guerra perdida todavía se discuten en clase, como si de una prolongación del enfrentamiento bélico se tratara. Vasconcelos de nuevo habla de la conquista de México por los españoles y de nuevo toma una postura favorable a estos últimos. En el siguiente fragmento, el novelista critica que en la educación que se imparte en México impera la leyenda negra antiespañola, lo mismo que ocurre en la norteamericana. Hay que tener en cuenta que, si en la madurez de su vida, cuando redacta el primer tomo de sus memorias, Vasconcelos tiene una postura crítica a propósito de ciertos contenidos de la enseñanza de su país, lo hace con la experiencia de haber sido Rector de la Universidad Nacional y también Ministro de Educación{9}:
«Uno de los libros que me removió el interés fue el titulado «The Fair God», «El Dios Blanco, el Dios hermoso», una especie de novela a propósito de la llegada de los españoles para la conquista de México… Y era singular que aquellos norteamericanos, tan celosos del privilegio de su casta blanca, tratándose de México, siempre simpatizaban con los indios, nunca con los españoles. La tesis del español bárbaro y el indio noble no sólo se daba en las escuelas de México; también en los yankees. No sospechaba, por supuesto, entonces, que nuestros propios textos no eran otra cosa una paráfrasis de los textos yankees y un instrumento de penetración de la nueva influencia.» (Vasconcelos, 2000: 35).
El político en el cual habrá de convertirse también tiene su origen en las fantasías reivindicatorias de un niño que quiere hacer justicia para su país despojado, como puede verse a continuación:
«El diario choque sentimental de la escuela del otro lado, me producía fiebres patrióticas y marciales. Me pasaba horas frente al mapa recorriendo con la mente los caminos por donde un ejército mexicano, por mi dirigido, llegaría alguna vez hasta Washington para vengar la afrenta del cuarenta y siete, y reconquistar lo perdido. Y en sueños me veía atravesando nuestra aldea de regreso de la conquista al frente de una cabalgata victoriosa. Hervían las calles de multitud con banderas y gritos…» (Vasconcelos, 2000: 42).
Así, descubrimos que es por medio de una celosa educación por parte de sus padres, que Vasconcelos define su personalidad y el patriotismo acerca del cual tanto insistirá a lo largo de su relato. A su manera, también los padres tratan de combatir la influencia norteamericana en el desarrollo de su hijo, por lo que lo instruyen con obras históricas y geográficas:
«El afán de protegerme contra una absorción por parte de una cultura extraña, acentuó en mis padres el propósito de familiarizarme con las cosas de mi nación; obras extensas como el «México a Través de los Siglos» y la Geografía y los Atlas de García Cubas, estuvieron en mis manos desde pequeño. Ninguno de los aspectos de lo mexicano falta en esta segunda obra admirable. Ninguna editorial española produjo nada comparable al García Cubas, hoy agotado.» (Vasconcelos, 2000: 45).
Por medio del estudio del atlas de García Cubas, el joven estudiante se pone al tanto de las conquistas del Imperio Español en la antigua Nueva España y de nuevo insiste en una posición que lo convierte en un autor casi único en el panorama mexicano:
«Enseña también el García Cubas, gráficamente, el desastre de nuestra historia independiente. Describe las expediciones de Cortés hasta la Paz en la Baja California; las de Alburquerque por Nuevo México y la cadena de Misiones que llegaron hasta encontrarse con las avanzadas rusas, más allá de San Francisco. Señala en seguida las pérdidas sucesivas. Un patriotismo ardoroso y ciego proclamaba como victoria inaudita nuestra emancipación de España, pero era evidente que se consumó por desintegración, no por creación. Las cartas geográficas abrían los ojos, revelaban no sólo nuestra debilidad sino también la de España, expulsada de la Florida. Media nación sacrificada y millones de mexicanos suplantados por el extranjero en su propio territorio, tal era el resultado del gobierno militarista de los Bustamante y de los Santa-Anna y los Porfirio Díaz. Con todo, llegaba el quince de septiembre, y a gritar junto con los Yankees, mueras al pasado y vivas a la América de Benito Juárez, agente al fin y al cabo de la penetración sajona. La evidencia más irritante la da el mapa de la cesión del Gila, consumada por diez millones de pesos, que Santa-Anna se jugó a los gallos o gastó en uniformes para los verdugos que desfilan en las ceremonias patrias. En vez de una frontera natural, una línea en el desierto que por sí sola nos obliga a concesiones futuras, pues compromete la cuenca del Colorado. Por encima de los mentirosos compendios de historia patria, los mapas de García Cubas demostraban los estragos del caudillaje militarista.
El episodio de su alteza serenísima Santa-Anna rindiéndose a un dargento yankee nos era restregado en la clase de Historia texana, y un dolor mezclado de vergüenza enturbiaba el placer de hojear nuestro Atlas querido. Mientras nosotros, ufanos de la «Independencia y de la Reforma», olvidábamos el pasado glorioso, los yanquis, viendo claras las cosas, decían en nuestra escuela de Eagle Pass: «When Mexico was the largest nation of the continent»… frente al mapa antiguo, y después sin comentarios: «present Mexico».
Mi padre no aceptaba ni siquiera que ahora fuéramos inferiores al yanqui. «Es que los fronterizos no conocen el interior, ni la capital.» «Se van a gastar su dinero a San Antonio»… «ven allí casas muy altas… yo las prefiero bajas para no subir tanta escalera»… «no niego que nos han traído ferrocarriles, pero eso ni quita que son unos bárbaros»… «No han ganado porque son muchos» Yo, interiormente, pensaba: …«Es que a mí me han pegado y fue uno solo… No, cobardes no eran»… Bárbaros quizás…» (Vasconcelos, 2000: 45-46).
Vasconcelos es uno de los pocos escritores que, sin perjuicio de su nacionalismo como mexicano, se lamenta, no de la Independencia, sino de la forma en la cual ésta se llevó a cabo, “por desintegración, no por creación”, dice. De la misma forma y como decíamos al principio de este análisis, en su intento por aportar una versión distinta de la historia de su país Benito Juárez ya no es el presidente adorado de la historia oficial, sino que para él estamos ante un mandatario que según Vasconcelos sirvió a los intereses de los Estados Unidos y su presencia en México. La revisión que lleva a cabo de la historia nos pone, decíamos, frente a un narrador de ideas muy polémicas. Como el joven destaca en los estudios los organizadores de algún festejo patrio lo incluyen en un concurso de oratoria; asiste a la ceremonia y escucha la arenga de un orador, quien solo le merece comentarios irónicos:
«Se adelantó al barandal un orador de levita negra y bigotes, ademán de arenga, y llovieron nombres de héroes invictos, con mucha libertad e independencia, gloria y loor, loor… Lo cierto es que los héroes, aun siéndolo, no tenían nada de invictos dado que murieron fusilados por el enemigo; la verdad era que de libertades no habíamos sabido nunca y que nuestra independencia dependía de las indicaciones de Washington desde que Juárez abrazó el monroísmo para matar a Maximiliano{10}. Pero igual que los enfermos, los pueblos en decadencia se complacen en la mentira que les sirve de ir tirando.
A esa misma hora, con idéntico aparato cívico, la misma oratoria y el mismo «entusiasmo» popular, se celebraban festejos iguales en cada aldea y en cada ciudad del país.» (Vasconcelos, 2000: 58).
La historia reciente y su estancia en la frontera, por lo tanto, moldean la personalidad del joven y juegan un papel preponderante en sus proyectos futuros: “[…] En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella” (Vasconcelos, 2000: 70).
Antes explicábamos que Vasconcelos se opone a la influencia política de los Estados Unidos en México, aunque también tiene reservas en cuanto a la aculturación, como puede verse en estos apuntes de un viaje que hace en tren con su familia por el interior de la República, durante uno de los numerosos periplos de su padre:
«En México mismo, las gentes visten cada día con más uniformidad; las artes menores decaen, el estilo de comer se americaniza, el traje se vuelve uniforme y el viajero ya no asoma la cabeza a la ventana; la hunde en la partida de póker o, por excepción, en la revista recién entintada. El prejuicio sanitario veda el gusto de los platos populares y el comercio abundante decae.» (Vasconcelos, 2000: 73).
Más adelante, otro cambio de escuela nos muestra a un estudiante especialmente aplicado e inconforme con la educación que recibe. Tómese nota de su decepción al ver que el instituto adonde asiste es, desde su parecer, muy deficiente:
«El maestro, un semi-indio, desaliñado y malhumoriento, se ocupaba de hacernos sentir su superioridad. Desde las primeras lecciones me convencí de que la pedagogía vigente corría parejas con el mobiliario; algunos textos eran de preguntas y respuestas y no pocos temas se nos tomaban de memoria. Pretendí rebelarme sin conseguir más que la ojeriza del dómine. Humillaba mi patriotismo haber de reconocer la superioridad de la escuela pueblerina de Eagle Pass. ¿Sería posible que una escuela de aldea norteamericana fuera mejor que la anexa a un Instituto ufano de haber prohijado a Ignacio Ramírez, a Ignacio Altamirano?» (Vasconcelos, 2000: 85)
A partir de 1888, la familia Vasconcelos se establece en Campeche, situada en el sudeste de México. En el siguiente fragmento, el autor analiza el ambiente de la ciudad, donde la forma de pensar de sus compañeros de clase, quienes no tienen sus improntas patrióticas ni su interés por hablar de los mexicanos como unidad; al contrario, admiran los casos en la historia de México en que el país ha estado en peligro de perder más territorio, como en el caso de Yucatán y sus repetidos intentos por separarse de México:
«Cuando yo hablaba de «nosotros los mexicanos» mis condiscípulos oponían reparos. Ellos eran campechanos y yo era «guacho», es decir, mexicano arribeño, hombre de la meseta, poco amigo del agua y vagamente turbio en su trato. La fiesta nacional era para ellos el aniversario de la separación de Yucatán. La fiesta del quince de septiembre era la fiesta de los mexicanos. El Estado de Campeche tenía su bandera que se desplegaba en las solemnidades, al lado de la tricolor nacional. Irritado mi patriotismo agresivo, pasaba a imperialista.– Si era necesario, por la fuerza retendríamos a Campeche. ¿Qué iban a hacer ellos solos? ¿Pedir su anexión a los Estados Unidos como lo hizo alguna vez Yucatán? ¿Resultarían, ellos también, traidores?» (Vasconcelos, 2000: 115)
Además, los campechanos viven despreocupados del proceder de los Estados Unidos, que ocupa los pensamientos cotidianos del joven Vasconcelos, como hemos visto:
«El peligro yanqui, preocupación de mi niñez, no les afectaba. Ninguna idea tenían ellos de la vida fronteriza y el tenso conflicto que provoca el vecino fuerte. Ni lograban fraternizar con el mexicano de la frontera, tenaz y varonil, pero de una incultura que linda con la barbarie; no sólo en la costa, también en el centro del país, juzgábase al fronterizo como habitante de un desierto a donde no alcanzó la cultura española. Especialmente los establecidos más allá de Chihuahua, Saltillo y Culiacán, frontera cultural señalada por las Catedrales de la Colonia, parecían vivir en un limbo de donde no acaban de hacerse yanquis, ni llegaron a ser católicos. La ambición de mis condiscípulos y conocidos de Piedras Negras era llegar a ser conductores del ferrocarril o mecánicos, en todo caso, comerciantes bilingües y hombres de dinero y de empresa. La ambición de cada alumno del Instituto campechano era llegar a ser un gran poeta. Con todo, la posición de combate obligado en que se encontraban los del norte, les aseguraba una visión patriótica que no poseían los campechanos, desdeñosos.» (Vasconcelos, 2000: 115-116).
El colofón a esos comentarios es el dolido pensamiento del Vasconcelos adulto, quien se lamenta por los malos momentos que habría de atravesar el otrora despreocupado Campeche por culpa precisamente de los privilegios obtenidos por las empresas norteamericanas, que deciden el destino de los habitantes del puerto:
«La lección del nacionalismo llega al corazón de los pueblos sólo cuando palpan los efectos de la rivalidad económica. A su vez, el localismo prospera sólo mientras dura la bienandanza. El mal gobierno del centro, al destruir a Campeche con sus exacciones y con leyes disparatadas como la que dio el cabotaje a las empresas yanquis de navegación, determinó el éxodo de más de media población. Centenares de familias se fueron, de esta suerte, a engrosar el proletariado burocrático que es apoyo y azote de las tiranías, pero yo ahora procuro anotar el sentir de la época que viví en Campeche. Por ejemplo, al estallar la guerra entre España y Estados Unidos, y formarse los bandos escolares, la mayoría optó por el partido que llamaban de los «cubanos». Yo organicé el grupo de «los españoles», pues, argumentaba, sucederá lo que con Texas, que a pretexto de independencia, se hizo norteamericana. Y nos batíamos a palos y pedradas, por la playa y por detrás del cuartel.» (Vasconcelos, 2000: 116).
Como antes, con sus peleas verbales y físicas con los norteamericanos, el joven ahora recrea las batallas en las cuales la Monarquía Hispánica pierde sus últimas colonias. Como era de esperarse, no se pone del lado de los Estados Unidos y apoya a los españoles. A continuación, otro ejemplo de cómo los juegos infantiles de esa época no tenían para Vasconcelos nada de inocentes:
«Estaba de jefe de las armas un coronel enérgico y patriota que se ofreció a darnos instrucción militar gratuita a todos los alumnos del Instituto. Durante varios meses, al caer la tarde, nos reunía en los llanos de los extramuros, enseñándonos a formar y a romper filas, saludos y marchas y el manejo del maüsser con las posturas elementales del ataque a la bayoneta. La idea de que nos preparábamos contra posible invasión de los Estados Unidos, nos volvía indiferentes a la lluvia y al sol.» (Vasconcelos, 2000: 116-117).
En edad muy temprana, Vasconcelos es un viajero que conoce regiones muy diversas de su país, de sur a norte, de ahí que sus memorias abunden en juicios, en ocasiones muy críticos, de las costumbres tan arraigadas en los lugares donde su familia se establece. En “José Vasconcelos, padre de los bastardos”, incluida en la edición crítica que del Ulises criollo ha hecho Claude Fell, especialista en la obra de Vasconcelos, el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael valora esos viajes de la siguiente manera:
«Esa variedad de ambientes hizo de Vasconcelos un ávido viajero, tan audaz como empedernido, y le brindó un conocimiento privilegiado de tierras, paisajes y hombres de México, dato decisivo en la elaboración de un mesianismo mestizo que predicó durante la década de los años veinte.» (apud Vasconcelos: 2000, 985).
Cuando años después Vasconcelos vuelve a Piedras Negras convertido en un joven estudiante de bachillerato, con la intención de visitar a su familia, se encuentra con un viejo rival de la escuela de Eagle Pass y de inmediato hace las paces con él. Ese tipo de reconciliaciones provocan en el autor una reflexión acerca de las ideas que gravitan alrededor del nacionalismo:
«En la vida fronteriza no es raro que las más enconadas rivalidades terminen en amistad que se impone a las diferencias de raza y el conflicto de las naciones. El amor vence cuando el trato humano se prolonga en condiciones leales y el nacionalismo se purificaría de rencor si no se fundase, tan a menudo, en injusticias.» (Vasconcelos, 2000: 163).
Sin embargo, el Ulises criollo se caracteriza, como queda patente en esta revisión de sus ideas, por su crítica de las instituciones de los norteamericanos. En su visita a Ciudad Juárez, el filósofo no puede evitar criticar la notable penetración de lo norteamericano en todas sus facetas (debido a la frontera con El Paso, Texas), desde la arquitectura hasta la religión protestante, porque Vasconcelos fue un ferviente católico{11}. Sin embargo, el autor nunca deja de reconocer las bondades del sistema político norteamericano, que para Vasconcelos posee una democracia que funciona en sus aspectos tecnológicos y por lo tanto reconoce la libertad con la cual se vive en el país vecino:
«Los «cowboys» semibárbaros que empezaban a urbanizar en Texas, todavía no construían Bibliotecas; la cultura era entonces cosa de latinos.
La Iglesia de Ciudad Juárez atraía devotos y reunía turistas. Levantada como eje de una antigua misión franciscana, se mantenía como puesto avanzado de lo europeo, en tierras de milenario vacío espiritual. El envigado del techo y el retablo del altar mayor, de cedro tallado, simbolizan la civilización que avanzó de sur a norte, latina y católica. Para contrariarla o bien para poder triunfar, allí mismo, Juárez, que hoy da su nombre al sitio, inició la norteamericanización, dejó libre el paso al protestantismo. Desde entonces una nueva corriente arrasaba de norte a sur, torbellino de novedades manuales, sin mensaje de espíritu. Nos aventajaban, sin embargo, en lo social y político, pues practicaban la fraternidad si no la igualdad y eran libres, en tanto que nosotros, supeditados a militarismos brutales, bajábamos a grandes pasos hacia el abismo contemporáneo.» (Vasconcelos, 2000: 178).
Nótese de nuevo otra vez la crítica al ex presidente Juárez, a quien Vasconcelos no le perdona lo que él interpreta como una colaboración con el gobierno de Estados Unidos. No obstante, en el siguiente pasaje explica las razones de su “cariño” al ex presidente. Ahora Vasconcelos es un estudiante de Derecho y trabaja para un notario público como amanuense:
«Mi jefe se apellidaba Aguilar y Marocho, descendiente del ministro de Maximiliano, señalado como traidor en los textos oficiales de la historia escrita del liberalismo. Si en vez de triunfar los liberales se impone el Imperio, los traidores hubieran sido los gobiernos de la Reforma, con la prueba irrefutable de las concesiones de tierra a compañías extranjeras y la oferta a Washington del Istmo de Tehuantepec. Sin embargo, a causa de que mis familiares eran burócratas del régimen reformista, y también por virtud de mi educación en escuelas públicas, compartía el odio al Imperio y el cariño a Juárez. Y no sólo cariño, aun culto, pues cada 18 de julio asistía al Panteón de San Fernando, a la tenida blanca que le dedicaban los masones, con pebeteros de luz verde en torno al sarcófago y discursos que lo comparaban con Cristo. Bien es verdad que ya desde entonces los estudiantes comentábamos la vaciedad, la pobreza ideológica de los liberales y sus maestros europeos. Voltaire, Rousseau, Diderot, de todos los enciclopedistas no se sacaba un verdadero filósofo.» (Vasconcelos, 2000: 242).
Sin embargo, como queda consignado en las últimas líneas, el autor del volumen de relatos La sonata mágica no deja de lado la crítica al liberalismo de Juárez y de paso a los filósofos que lo inspiraron. Es muy importante resaltar cómo Vasconcelos identifica las carencias de los llamados filósofos de la Ilustración, de nuevo en franca oposición a la celebridad de estos. Como se sabe, en su obra Gustavo Bueno se ha encargado de criticar, entre otras cosas, la falta de una teoría de la razón entre los ilustrados{12}.
De nuevo, como parte de su trabajo, ahora como integrante de un bufete neoyorquino que tiene oficinas en México, Warner, Johnson and Galdston, continúa con sus viajes por todo el país. Visita Zacatecas y, a propósito de la riqueza de la región, de la cual le habla uno de sus habitantes, el escritor hace el siguiente juicio crítico acerca de los Estados Unidos y los gobiernos de la Revolución, especialmente hacia uno de sus caudillos, el presidente Venustiano Carranza, que Vasconcelos destroza en varios pasajes de sus memorias precisamente porque representa el militarismo y el caudillismo que a él le parecen, como ya lo hemos dicho, aberrantes:
«Faltaban apenas ocho años para que llegaran por allí las huestes carrancistas robando ovejas, embarcando los ganados para los Estados Unidos en beneficio de los generales, los ministros de la Revolución. Con tal barbarie volvió a triunfar el desierto.» (Vasconcelos, 2000: 328).
Durante un viaje de trabajo, Vasconcelos se confiesa fascinado por la personalidad de un banquero, Beckins, quien le expone sus ideas de geopolítica, entre las cuales no puede faltar lo referente a las relaciones entre México y Estados Unidos:
«Su imperialismo sobrepasaba la idea nacional, las fronteras, las razas. «Lo que hacía falta eran hombres como Porfirio Díaz, capaces de tener en un puño a la plebe, hecha de ineptos y descontentos.» De esa suerte prevalecían los hombres creadores y grandes. Lástima que los Estados Unidos no tuvieran un Porfirio Díaz. «Sería hermoso un continente gobernado napoleónicamente desde Washington. Y, ¿por qué no? ¿Qué escrúpulos puede nadie oponer? Usted es un buen mexicano, yo soy un buen americano; ¿por qué no habían de unirse las dos naciones como se nos unió Texas y entonces, ¿quién sabe? un mexicano podía llegar a ser jefe de todo el continente!» «Elecciones o plebiscitos periódicos y toda la autoridad posible al electo, a reserva de exigirle responsabilidades al fin de su término constitucional. ¿No era ese el secreto del éxito de los Estados Unidos, el primer pueblo de la historia?»… (Vasconcelos, 2000: 331-332).
En esas conversaciones, Vasconcelos no hace sino confirmar lo que a él tanto le preocupa: los intereses de los estadounidenses de verdad van más allá de sus fronteras, aunque, como es obvio, hay diversos matices, como en la descripción que hace de otro de los “yankees”, como él los llama:
«Otro de ellos, Warner, “era más humano y más fino” […]. Deseaba su millón, pero había de venirle asociado a la estimación de sus iguales, sin mengua de su nombre de buen origen. «Una guerra para apoderarse de Cuba, no estaría bien; era como pegarle a un niño.» Sin embargo, él decía: «Take Cuba, gently», «para sanearle sus puertos y libertar la población oprimida». Mirando aquí y allá los restos de la acción española en México, comercios urbanos, explotaciones agrícolas, comentaba: «¡Son admirables! Fíjese cómo tienen el secreto de hacer trabajar recogiendo ellos el fruto.» En el fondo se sentía como tantos otros yanquis, el heredero de los conquistadores españoles. Ostensiblemente y para la galería hispanoamericana, censuran las atrocidades de la conquista, el rigor de coloniaje y, en realidad, estudian el sistema y desearían repetirlo.» (Vasconcelos, 2000: 333).
La última afirmación de nuevo sitúa a Vasconcelos en las coordenadas de un reivindicador de las obras del Imperio Español en la Nueva España, al mismo tiempo que muestra a ciertos norteamericanos como pertenecientes a un Estado con deseos de convertirse en el continuador de esa tarea.
Vasconcelos escribe unas memorias susceptibles de ir de la mano con la narrativa, de ahí que reconozca a los personajes típicos que aparecerán precisamente en la novela de la Revolución, como en este fragmento, donde afirma que el éxito de los norteamericanos en tierras mexicanos no habría sido posible sin la ayuda de los mexicanos:
«Saltando sobre los frenos de la tradición democrática igualitaria los yanquis se volvían a sentir vikins rapaces, apenas transponían nuestras fronteras. Toda nuestra literatura revolucionaria se ensañó más tarde contra el tipo de negociante intervencionista que aprovechaba la crisis moral de un pueblo para medrar y oprimir sin compasión. Por desgracia, hasta ahora no hemos logrado otra cosa que proveer a estos traficantes con el socio que necesitaban: el político, general de la revolución, que les aseguraba la impunidad.» (Vasconcelos, 2000, 334).
O bien, una anécdota curiosa que tiene lugar durante otro viaje, en el cual Vasconcelos y su acompañante coinciden en una de las tierras que exploró Cortés{13}: cuando reconocen uno de los lugares en los cuales estuvo el conquistador español, son los norteamericanos quienes citan a éste:
«Llegamos al abra en que se divisa Oaxaca. Cuando Hernán Cortés llegó a ese sitio (recordó el yankee), se quitó el sombrero y clamó: “Gracias, Dios mío, porque me has concedido contemplar este panorama.”» (Vasconcelos, 2000: 335).
El viaje es precisamente hasta Oaxaca, la tierra de su madre, siempre añorada y presente en las remembranzas de su familia. El comentario de Vasconcelos resalta una ironía: cuando finalmente vuelve a su lugar de nacimiento (que obviamente le recuerda a su madre muerta) lo hace guiado ya no por ella sino por un extranjero, uno de tantos que poco a poco hace efectivos sus derechos sobre México:
«Llevado allí por extraños, gracias a ellos volvía, ya no el hijo pródigo sino su descendiente, y a presenciar la ruina, de su propia estirpe. Las casas, las minas, los ranchos, empezaban a ser propiedad de extranjeros, como el que me acompañaba…» (Vasconcelos, 2000: 336-337).
Vasconcelos da un paseo por el pueblo y analiza la arquitectura del lugar, se detiene en una plaza y de nuevo constata en el lugar la antigua presencia española, tan apreciada por él:
«Desembocaba el zaguán del Hotel en el portal frente a la plaza. Los arquitos, recordaban las casas de los «nacimientos» con que se festeja la Navidad. Uno que otro transeúnte miraba con indiferencia las alacenas de dulces y pastas. A la derecha los soportales de cantería del Palacio de Gobierno, sugieren el tipo arquitectónico de la Colonia, de Antequera a Guatemala. Al centro de la plaza, un jardín que embalsama la noche. Andadores espaciosos, pulcramente embaldosados brindan asientos a la sombra de toronjales cargados de fruto. Frescura y pureza del hálito vegetal. Reposadamente observé el Palacio: anchas puertas, protegidas de balcones, a lo largo de la cornisa de la arquería. Lo hicieron criollos españoles, es decir, mexicanos de la era fecunda. Y nosotros no tenemos ni memoria para recordar los nombres de los constructores. En cambio, cualquiera por allí pregona que en el Palacio despachó Benito Juárez, y aún se conserva en el descanso de la escalera el retrato de Porfirio Díaz. Pasmóme hallar en la piedra el mismo sepia de mis antiguas vistas estereoscópicas.» (Vasconcelos, 2000: 337).
Vasconcelos reconoce la arquitectura de manufactura española de la misma forma que lo han hecho los historiadores años más tarde, como es el caso de Bernardo García Martínez, quien explica que los españoles en la Nueva España estaban interesados en “reproducir en lo posible el entorno cultural y social de Castilla” (García Ramírez, 2004: 61). En otro momento, García Martínez repara en la importancia de la plaza de armas{14} en la concepción del espacio antropológico en las tierras americanas, donde se decidió: “[…] inducir o presionar a los pueblos de indios a congregar a sus habitantes en asentamientos de tipo urbano ―el origen de los poblados con plaza central, iglesia prominente y calles rectas, tal como subsisten hasta la fecha” (García Martínez, 2004: 71).
El elogio de la vieja arquitectura continúa en el siguiente párrafo, en el cual el autor comprueba que la versión de Ignacio, su padre, acerca de la belleza de Oaxaca, no era infundada:
«Caminando unos pasos, sin preguntar, reconocí las torres dobles, bajitas y la fachada robusta de cantera verde, la Catedral y los ditirambos arquitectónicos de mi padre. Atrio despejado y calle de por medio, un jardín con arboleda frondosa. El suelo pavimentado de cantería se ve limpio, impecable. Por la esquina del fondo se alzan casas modestas pero robustas, dos pisos y balconería de hierro. Todo está puesto como para perdurar en los siglos. Examino de cerca la construcción y descubro, por fin, el tono incomparable de aquella cantera verde tan alabada. En los nichos de un tablero hay imágenes en piedra, discretamente tallados. El tiempo, les da distinción. Era verdad y no exageración paterna: dimana de la obra, fuerza y nobleza. Para construirla habían penado y habían vencido, ánimos clarividentes, dominadores de la selva, la soledad, la cordillera. Un trozo de cordillera se había hecho música. ¿Quiénes fueron los anónimos constructores? Ni sus nombres nos ha reservado la furia destructora de la época posterior, la apatía, la ruindad de nuestra herencia sin casta.» (Vasconcelos, 2000: 338).
En su obra, el autor clasifica la gestión de otros imperios del ayer, como el romano, que también tiene su aprobación, al mismo tiempo que reconoce su legado en la península ibérica y por lo tanto en las tierras americanas: “[…] El empedrado lustroso de granito amarillento, las fachadas, de poca altura y macizo ensamble, todo sugiere la influencia romano-ibérica […]” (Vasconcelos, 2000: 338). Otra cuestión son las referencias, en este y en otros libros, del elogio de la arquitectura bizantina, que el autor prefiere por encima de la gótica: “[…] desemboqué […] a la fachada de Santo Domingo […]. La armonía definitiva de Bizancio ha dejado más bien su huella en este monumento del nuevo mundo” (Vasconcelos, 2000: 339).
El autor, como se ha mostrado en estas páginas, está dispuesto a convivir con extranjeros sin problema. Pero, cuando lo juzga necesario, Vasconcelos discute, en este caso con un británico, a quien confronta de nuevo con la tradición española. Un juicio del inglés, que a Vasconcelos le parece impertinente, provoca la siguiente reacción:
«Era la primera vez que montaba en albardón y saltaba feo en el caballo educado al trote inglés. Advirtiéndolo el ingeniero, un británico, me procuró útiles consejos de equitación, pero lo malo fue que al comentar el sistema de montar, único que yo conocía, el mexicano en silla vaquera, opinó el inglés: «Debiera usted aprender el estilo que en Europa usan los gentlemen.» Una sensibilidad que hoy me parece excesiva me hizo responderle: «No dudo que así monten todos los gentlemen. Pero antes de que en Inglaterra hubiese gentlemen ya había en Castilla caballeros que montaban como montamos nosotros, al estilo charro.» No era yo, y menos entonces, un tradicionalista, pero ninguna arma es mejor que una noble tradición, cuando hace falta castigar la impertinencia de los extranjeros.» (Vasconcelos, 2000: 343).
Como se encuentra en Oaxaca, no puede faltar la visita al complejo arqueológico de Mitla, que al abogado le causa una impresión muy negativa, como era de esperarse; nuevamente, sobre las ruinas del pasado prefiere los templos católicos:
«Las ruinas de Mitla figuraban en la colección de vistas oaxaqueñas de mi infancia, así es que reconocí cada porción. Restos de muros con grecas talladas en el granito; pilastras en bruto de un solo bloque de piedra; dos o tres salas semihundidas; cuánto mejor la obra de la tarde, afuera, en el sol que se ponía con arreboles suntuosos. Y cuánta más arquitectura en la nave de un humilde templo católico que en esos mismos días reparaba el párroco a veinte pasos de las ruinas bárbaras. Cualquiera de las iglesias de Oaxaca o su mismo palacio renacentista me habían producido mayor impresión que todo aquél rectangular, confuso residuo de una civilización sin alma.» (Vasconcelos, 2000: 343-344).
Tiempo después, durante un viaje de trabajo que hace por la provincia mexicana, el autor se siente como un extraño entre la gente del campo, que le parece ordinaria y ajena o lo que él llama el “europeísmo” de las ciudades:
«En este Río Grande, mientras almorzaba en la fonda, escuché las conversaciones, examiné los tipos. Me sentía extraño entre aquella gente de pantalón pegado a la pierna, lazadores y vaqueros que no hablaban sino de peleas de gallos, apuestas y coleaderos. Y con asombro, y sin simpatía por aquel género de vida me preguntaba: ¿Será esto de verdad México y no la corteza de europeísmo que mantenemos en las ciudades? Por lo menos la larga paz porfiriana había relegado a su sitio aquellos tipos vulgares. Sin embargo, allí estaba la cizaña que Carranza sembraría por el país, con disfraces de generales y de caudillos. No eran los pobres ni los explotados, sino los pequeños caciques, los mayordomos desleales que matarían al patrón para hacerse propietarios. El labrador indígena la haría de recluta para ser otra vez traicionado. Proletarios de reloj y cadena de oro, los llamaba cierto Ministro carrancista que detestaba a Villa, pero se hacía sordo al escándalo de los rufianes que exaltaba Carranza. No me pasó por un momento la idea de que aquella plebe gallera y alcohólica sería en pocos años dueña de la República. Nos forjábamos demasiadas ilusiones acerca de un progreso que apenas rebasaba el radio de las grandes ciudades. La patriótica revolución de los maderistas afectó apenas aquella gente. La corrupción carranclana primero, y la corrupción definitiva del callismo, han tomado en ella el material con que se fabrican los ministros ladrones, los diputados analfabetos, los militares asesinos.» (Vasconcelos, 2000: 346).
Además, reconoce en esa gente a las personas que años más tarde habrían de apoyar al revolucionario y después presidente Venustiano Carranza, un político que, con Plutarco Elías Calles, posteriormente también a cargo del Ejecutivo, le parece sumamente corrupto en su gestión, como ya lo habíamos comentado con anterioridad.
En 28 de octubre de 1909, Vasconcelos y un grupo de intelectuales fundan el Ateneo de la Juventud. Acompañan al filósofo en esta empresa Alfonso Reyes, Isidro Fabela, Antonio Caso, Enrique González Martínez, Julio Torri, Eduardo Colín, Jesús Acevedo y Pedro Henríquez Ureña, en palabras de James D. Cockcroft, “un club intelectual de debate” (Vasconcelos, 2000: 547), quien añade:
«Formaban parte del Ateneo, que sesionaba regularmente en la ciudad de México, estudiantes, escritores, artistas, profesionales y maestros deseosos de entablar discusiones libres y de investigar conceptos intelectuales nuevos, para reemplazar el “cientificismo” y el “dogmatismo” del positivismo.» (Vasconcelos: 2000, 547).
Las tertulias del Ateneo de la Juventud están orientadas a la renovación cultural del país, un proyecto hispanista con el cual Vasconcelos se enfrenta directamente al positivismo, tan en boga durante el porfiriato.
En el siguiente pasaje, la reivindicación de España ya no se hace a partir del elogio de la arquitectura o la construcción de ciudades capaces de perdurar, sino de una de las tradiciones españoles más conocidas, el flamenco:
«En aquel tiempo el baile español era el filtro de una reconciliación dionisíaca con nuestro pasado hispánico. En medio de aquel oleaje de los usos yanquis invasores y después de casi un siglo de apartamiento enconado, bebíamos con afán en la linfa del común linaje. Lo que no lograba la diplomacia, lo que no intentaban los pensadores, lo consumaba en un instante el género flamenco.{15}
Donde fracasaba la inteligencia, el instinto artístico reanudaba lazos que, en rigor, nunca se partieron del todo. De un salto la calumniada España de castañuelas unificaba naciones de afín progenie como no lograron hacerlo políticos ni letrados. Puestos en posición que obliga a estar defendiendo palmo a palmo un modo de vida que es base de una cultura, exaltábamos todo esfuerzo de rehabilitación de la patria materna. El anhelo de solidaridad con la nación de nuestro origen era para nosotros imperativo biológico social, aunque para otros haya sido recurso oratorio o pretexto de rápidos provechos. Hubiéramos querido ajustar al de España nuestro camino.» (Vasconcelos, 2000: 357-358). (Las cursivas son nuestras)
La “patria materna” tiene que ser rehabilitada, exige Vasconcelos, porque en ella reconoce a la nación canónica de México. La literatura de Vasconcelos (así como sus textos filosóficos) está impregnada de esa idea de hacer justicia al legado de los españoles, al mismo tiempo que reniega de la influencia francesa (presente, como es obvio, durante el imperio de Maximiliano) y, desde luego, el influjo de los norteamericanos. A propósito de lo anterior, Vasconcelos comenta sus lecturas de Pérez Galdós:
«Nosotros estábamos también de vuelta en aquello de adorar el fetiche extranjero. Un siglo de afrancesamiento y veinte años de yanquización nos habían fatigado el gusto por lo exótico y ahora leíamos con estremecimiento de patriotismo el «Trafalgar», de Pérez Galdós. A la hora en que España empezaba a ser negada por esa generación del 98, jamás repuesta del traumatismo de la derrota, nosotros, los vástagos separados hacía un siglo, comenzábamos a levantar lo español como bandera. Y no necesitó educarse en lenguas extranjeras el Galdós de «Marianela» y «El Abuelo». El mismo Blasco Ibáñez, que ya hacía ruido, se veía traducir a todas las lenguas que orgullosamente ignoraba, en obediencia de nuestro amado Eca de Queiroz. Tales eran los tipos iberos que podían influir en el momento nuestro, necesitado de lealtad ciento por ciento, para la causa de la lengua y de la sangre, para la causa de nuestra autonomía como nación.» (Vasconcelos, 2000: 359).
La mención de Eça de Queiroz, precisamente, agrega otro país al espectro: Portugal, para completar el iberoamericanismo de Vasconcelos en su proyecto de reivindicar una tradición propia frente a potencias como Francia, que en su momento, ya se ha dicho, habían reivindicado Latinoamérica.
Vasconcelos, es evidente, incluye a los españoles en la ecuación. Tanto el español como el norteamericano explotan la tierra en México y hasta en esos gestos es reconocible de qué lado se sitúa el escritor:
«La propiedad de los ingenios estaba repartida entre españoles que seguían métodos primitivos pero seguros, y yanquis que instalaban enormes maquinarias servidas con personal de oficina, peritos, gerentes y automóviles. Los nuevos colonos yanquis veían con desprecio al español, vecino imperturbable, que seguía moliendo su azúcar morena, su piloncillo.» (Vasconcelos, 2000: 367).
A juzgar por los juicios de Vasconcelos, termina por parecer obvia su decisión de dedicarse a la política, como lo explicábamos antes, como una forma de intervenir directamente en los conflictos de su país, en los cuales precisamente la pieza faltante es el político que no traicione a los suyos, como queda patente en el siguiente pasaje, donde además se vuelve a reivindicar al empresario español por encima del norteamericano:
«Los gastos excesivos de la administración cansaban a los accionistas de Norteamérica, faltaba la inyección de capital nuevo, se suspendían los trabajos y sobrevenía el remate. Entonces el español, que por regla general tenían dinero en el Banco, se presentaba a comprar. A la larga triunfaba el más bien adaptado, el más sereno y resistente para la lucha con el clima y la naturaleza. De varios casos fui testigo y me satisfacía presenciar el triunfo del «gachupín» y la contradicción de la tesis corriente en la época sobre la superioridad casi sobrenatural del empresario yanqui. De no mediar el carrancismo, que destruyó al nacional y al español, de no presentarse en obra la política adoptada por Calles, según los tratados de Warren y Pani, que garantizan la propiedad del yanqui y dejan desamparados a los propietarios mexicanos y españoles, a la fecha, nuestro país habría absorbido y devuelto el capital norteamericano. Pues la biología social nos es favorable y no es la competencia lo que nos derrota sino la traición repetida del político.» (Vasconcelos, 2000: 368).
Aunque, hay que decirlo, al momento de hablar de los Estados Unidos no todo son reproches. A continuación, Vasconcelos explica cómo los movimientos de los trabajadores en Estados Unidos vienen a ser una de las claves para que el movimiento revolucionario permee en México. Sin el sindicalismo del norte la Revolución no habría sido posible, dice. A México le falta la libertad de prensa que los norteamericanos ya disfrutan, entre otras ventajas que el autor encuentra en EUA:
«…aun cuando no nos dábamos cuenta de ello, la ideología revolucionaria que permeaba al país era un reflejo del movimiento sindicalista norteamericano. Los agitadores cruzaban la frontera llegando a provocar levantamientos como el de Cananea, reprimido a su vez por soldados de Norteamérica, con anuencia del gobernador porfirista. Las doctrinas que en la nación del norte fracasaban por falta de ambiente propicio, encontraban repercusión material en el México oprimido y desesperado. Lo que en nosotros no podía expresarse ni en el mitin ni en el diario, se refugiaba en el complot. La mayor parte de los jefes secundarios de la rebelión, desde mil novecientos diez a la fecha, han sido hombres de cultura rudimentaria, con indigestión del ideario de los Industrial Workers of the World, primero y de la American Federation of Labor, después, al iniciar Calles el obrerismo amarillo o de simulación revolucionaria. Las revistas norteamericanas de tendencia avanzada, los diarios de información libre, circulaban en México y propalaban historias de atropellos gubernamentales de los que se podía hablar en nuestro propio territorio. Desde Estados Unidos también, los refugiados de anteriores intentos de rebelión encabezados por los Flores Magón y apoyados en las organizaciones obreras yanquis, mantenían una campaña violenta contra el despotismo de Díaz.» (Vasconcelos, 2000: 377-378).
Vasconcelos ya prefigura los hallazgos de escritores que habrán de sucederle, como Carlos Fuentes, quien supo captar la belleza de la Ciudad de México (“la región más transparente”), al mismo tiempo que su violencia, igualmente desmesurada:
«Una de las más altas bellezas que es dado contemplar al ojo humano, y una de tantas del México maravilloso, nación en que la gente acumula ignorancia y horror a la par que despliega inefables panoramas de la naturaleza.» (Vasconcelos, 2000: 383).
Ni siquiera un crítico tan aplicado como Vasconcelos puede librarse de lo que él reconoce como bondades en Norteamérica, que lo seduce por su multiculturalidad, como también puede leerse en La raza cósmica. Dice en el Ulises criollo:
«La patria la hemos de transformar para que sea digna de nosotros o se la deja como la dejaron tantos Europeos, para crear en América situaciones mejores. A los Estados Unidos me iría, que era entonces tierra de libertad y punto de cita de todas las razas del mundo.» (Vasconcelos, 2000: 387).
Es decir, la ideología de Vasconcelos no puede igualarse sin más con el más simple antiamericanismo{16}, hoy tan en boga. El autor matiza su crítica a las ambiciones de los Estados Unidos al mismo tiempo que reconoce el nivel de vida de sus habitantes:
«…La única desazón en el cruce de la línea divisoria era el contraste del bienestar, la libertad, la sonrisa que eran la regla en el lado anglosajón, y la miseria, el recelo, el gesto policíaco que siguen siendo la regla en el lado mexicano.
Al cambiar de vagón en Texas llamaba la atención un público bien vestido, despreocupado; una humanidad diferente de la nuestra desconfiada y astrosa. Tanto que al penetrar en Texas, cada mexicano, por serlo, ingresaba en la casta de los «greasers», los grasientos, apodo con que corresponden al gringo que nosotros les dedicamos. Aún así, de «greasers», disfrutábamos de mayores garantías humanas que en la patria de Santa Anna. Ya no éramos la presa de la autoridad. El gendarme yanqui sonreía, bromeaba con el pasante, y los pocos militares a la vista no se creían obligados a ponerse en la cara el gesto del torturador chino. Entrábamos de verdad, en aquellos tiempos, y por puerta franca a «the land of the free», prototipo de nuestros sueños de demócratas.» (Vasconcelos, 2000: 391).
Al mismo tiempo, es verdad que las críticas y las alabanzas al sistema de los norteamericanos en ocasiones parecen ser algo caprichosas, pero el Ulises criollo no es un ensayo sistemático acerca de las relaciones contradictorias entre Estados Unidos y México, sino un texto literario que al mostrar las contradicciones de su autor configura un personaje. Véase a propósito de lo anterior las impresiones de Vasconcelos a su paso por La Habana:
«Raza medular y heroica la que allí dejó su huella. El mexicano y yo nos sentíamos ya casi en la patria. Un orgullo especial, el de la casta habituada a la mansión de piedra labrada, nos colocaba por encima de las gentes del norte, pese a la comodidad de sus frágiles construcciones. El mismo acero de los rascacielos conserva el ritmo elemental del riel.» (Vasconcelos, 2000: 403).
Como se vio en los pasajes dedicados a hacer el elogio de la arquitectura virreinal de Oaxaca, Vasconcelos saca conclusiones de cada cultura a partir del material y la disposición de los edificios, como en el fragmento anterior y en el siguiente:
«Con turbación y desánimo contemplé las costas de nuestro pobre país. Sobre las arenas inhóspitas, entre azoteas y cocoteros domina la torre de Ulúa. Ella es el símbolo de la Nación. Fortaleza inexpugnable durante la Colonia y ahora prisión de Estado, hosca y terrible para el hijo del país; desmantelada y risible frente a la artillería marina de Norteamérica. Sin padecer una sola baja podía tomarla un barco de guerra cualquiera. No intimaba a ningún extranjero; en cambio atormenta al nacional. Lo mismo que nuestro ejército; lo mismo que todos esos aparatos de guerra de los pueblos en derrota. Numerosas víctimas del porfirismo agonizaban en los sótanos anegados de filtraciones, impregnados de microbios de tisis. Tal era el hospedaje que la patria reservaba a quienes pretendían mejorarla.» (Vasconcelos, 2000: 405).
Nótese además el anhelo de Vasconcelos, quien antes de hablar de paz anhela un ejército capaz de hacer frente a los enemigos de México, todo frente a la vista de una ciudad que en el pasado era un bastión de los españoles.
Al igual que la prensa y los intelectuales del presente, así como los políticos de toda índole, Vasconcelos hace una reflexión de mucha actualidad a propósito de las fiestas del Centenario del inicio del proceso de Independencia. Las celebraciones que durante el porfiriato se llevan a cabo en1910 le sirven de plataforma no para festejar sin más, sino para hacer una crítica de la conmemoración nacional:
«La Nación entera parecía respaldar a sus diputados. En todos predominaba el pensamiento de divertirse. Las fiestas conmemorativas de septiembre alcanzaban esplendor de apoteosis. No por los héroes que murieron para darnos libertad, sino por el héroe de la paz, que así llamaban a quien nos la había robado.
Desde el balcón de Palacio Nacional, la noche de la fiesta cívica, el tirano había gritado: ¡Viva la Libertad! Y una multitud imbécil, desde la plaza, levantó clamor que refrendaba la farsa. Para ellos libertad es su noche de gritería y alcohólico holgorio. Nada hay más antipático que el entusiasmo patriótico de un pueblo envilecido. La tolerancia del crimen en el gobierno deshonra el patriotismo que exige decoro antes que histerismo y loas. Y se torna soez toda alegría pública que convive con la impunidad, la impudicia del gobernante. Por eso es asquerosa nuestra noche del quince. Había, sin embargo, bajo la capa de lujo de aquellos festejos del Centenario, aun sorda, resuelta oposición que aguardaba su instante. Una convicción de que se estaba en vísperas del castigo final, hacía intolerable el bullicio. Alentaba una gran esperanza. Peores han sido los aniversarios patrios bajo el carrancismo y el callismo, asesinos de la patria y de su esperanza. Noches del quince de contemporáneas, juerga de constabularios, ebrios y caníbales.» (Vasconcelos, 2000: 409-410).
El juicio de Vasconcelos es implacable: la multitud que festeja sin más es “imbécil” y su celebración vacía de autocrítica, porque celebra un gobierno que él desprecia. Lo mismo opina más adelante, cuando asiste a una celebración oficial del aniversario de Porfirio Díaz:
«…La madre España envió de Embajador Especial a Polavieja, el verdugo de Cuba. La maledicencia, miasma de las tiranías, inventó un diálogo a lo Juan Tenorio y Mejía, entre los matadores de hombres. Exhibía cada cual su lista de fusilados y triunfaba el Dictador criollo.» (Vasconcelos, 2000: 410).
Lo curioso es que todo lo anterior, la fiesta y el júbilo del porfiriato, tiene lugar en la víspera del estallido de la Revolución. En su madurez, Vasconcelos es un espectador privilegiado que conoce el rumbo que tomará la historia de su país, así que dosifica la información, como se hace en un relato de ficción. Pero esa retórica, esa narración, está completamente atravesada por las ideas de Vasconcelos, de cuño filosófico.
Léase lo siguiente en lo que concierne al debate sobre la multicitada mexicanidad, a partir de las ideas de los ideólogos del porfiriato, para quienes la única fuerza política capaz de mantener la eutaxia en México es la dictadura, por las características inherentes del mediocre mexicano{17}. A lo anterior, Vasconcelos antepone la idea de los mexicanos que han emigrado al extranjero, a Estados Unidos, por ejemplo, donde varios de ellos viven integrados en un sistema democrático que les permite superar sus taras:
«Los porfiristas, cultos y escépticos, se afirmaban en la tesis de Bulnes: un pueblo de mestizos, ya lo había dicho Spencer, un agregado de «half breeds», no podía aspirar a nada mejor que el tirano benévolo. Del otro lado estaban los hechos patentes en la región fronteriza. Los mexicanos de Texas, no obstante su atraso técnico, en relación con el yanqui, gracias a las libertades yanquis, se regían por sí solos y prosperaban. En artículos y polémicas echábamos mano también de argumentos arrancados de la experiencia histórica. Ningún pueblo escapaba al cargo de incultura, ineptitud y atraso. La misma Grecia de la época clásica, tuvo mayoría de analfabetos y de esclavos. Y fue un asco la Inglaterra de Enrique Octavo. Sin embargo, una minoría idealista puede en cualquier instante levantar el nivel de un pueblo: la dictadura jamás. Era menester osar. No hay peor cobarde que el cobarde del ideal. Si los políticos griegos se hubiesen dicho: el pueblo corrompido sólo merece látigo, no se habría construido Atenas ni Esparta, y Grecia sería otra Persia{18}. El pueblo francés, pobre, inculto, analfabeto, hizo la revolución, consolidó los derechos del hombre, preparó con la libertad las bases de una inmensa cultura.»
En contraste con las ideas del gobierno de Porfirio Díaz, Vasconcelos ahora reivindica los mejores rasgos de su país, cuando él y los suyos se disponen a llevar a cabo la Revolución: “[…] No estábamos ante un problema de intelectualidad sino de honradez. Una nación entera se había ido desarrollando en la paz, prosperando por su trabajo, ilustrándose con los ejemplos del mundo civilizado” (Vasconcelos, 2000: 411-412).
Vasconcelos entra aquí en lo que constituye propiamente su novela de la Revolución, para lo cual antes ha dado un largo rodeo para poner al lector en contexto. El autor apoya a un político en particular, Francisco I. Madero, quien finalmente resultará triunfante en el enfrentamiento con el porfiriato, en una primera etapa de la Revolución. La admiración de Vasconcelos hacia Madero y su elogio de la forma de hacer política que tiene este es innegable. Para los fines de este artículo nos interesa, más que nada, las ideas de las cuales echa mano para hacer esa apología de Madero, como puede apreciarse en el siguiente fragmento. En él, el filósofo explica cuál fue el proceder de Madero ante uno de sus enemigos, el general Navarro, quien antes de ser atrapado se había caracterizado por asesinar a sangre fría a los revolucionarios. Cuando finalmente Navarro es derrotado, las huestes revolucionarios solo piensan en ejecutarlo; pero esa resolución violenta antes tiene que ser aprobada por Madero, quien piensa muy diferente:
«Los más significativos cabecillas de la reciente campaña exigían su presa. Los federales mataban a los prisioneros capturados después de la batalla. Los villistas no querían prescindir del mismo postre caníbal: ejecuciones en masa como holocausto de la victoria; pedían la entrega de Navarro, el general vencido, y todos sus oficiales. Madero, naturalmente, se opuso y así se produjo el primer choque de su alma grande y el medio salvaje. Los revolucionarios no son asesinos, clamaba Madero, y los desleales murmuraron: «Se está defraudando la revolución.» Cierto que Navarro era reo de muerte por haber fusilado sin compasión en todas sus campañas, pero no valía la pena consumar una revolución para ponerse a copiar los métodos de ayer. El papel en que Madero gustaba de colocarse, era el de reformador moral por encima del político. Y ya desde el Plan de San Luis, conocedor de su pueblo, le recomendaba que renunciase a la crueldad. Gritó la plebe armada reclamando su presa, pero Madero, enardecido, no sólo negó la entrega de los prisioneros, sino que los liberó con escándalo. Deliberadamente preparó la escena que era un bofetón a la historia de nuestro ejército y un reto al matonismo futuro, ya en acecho. A mediodía se presentó, en carruaje descubierto, a las puertas de la prisión. Mandó sacar al preso, lo sentó a su lado, lo paseó por las calles de Juárez, y, luego, rápidamente, lo llevó al vado donde ya le tenía dispuesto caballo y escolta para trasladarlo a territorio norteamericano. Y mientras Navarro lloraba de gratitud, el nuevo caudillo, de vuelta a su mesa de trabajo, pensaba: «He liquidado el sino de la maldición que ha estado pesando sobre mi patria.» Aquel perdón riesgoso cerraba el ciclo dominado por el rito azteca que requiere el sacrificio de los prisioneros. Los Victoriano Huerta, los Pancho Villa, los Carranza, y los Calles, se inmutaron. Decididamente, no podrían acomodarse a un régimen que así se iniciaba desplegando un manto piadoso.» (Vasconcelos, 2000: 430). (Las cursivas son nuestras)
Los más radicales desean un “postre caníbal”, porque el medio es “salvaje”. En Vasconcelos, esas referencias al salvajismo tienen un claro precedente: las violentas instituciones indígenas de la guerra florida y los sacrificios humanos. El lado más violento de los revolucionarios y su ansia de sangre para Vasconcelos es un resabio de los antiguos aztecas, como lo dice con toda claridad en el pasaje. En su defensa de la causa del maderismo, Vasconcelos insistirá varias veces en ese símil. Ante la entrada de Madero en la capital, el siete de junio de 1911, para convertirse en el líder triunfante de la Revolución, Vasconcelos consigna, satisfecho: “Por una vez, en tanto tiempo, caía destronado Huitzilopoxtli, el sanguinario” (Vasconcelos, 2000: 439).
Sin embargo, los enemigos de Madero no dejan de conspirar para el derrocamiento del ahora nuevo Presidente de la República. Nuevamente, esos sectores sedientes de sangre y revancha son caracterizados como aztecas que ansían el regreso de un gobierno que Vasconcelos identifica como tiránico: “[…] La vieja sensibilidad azteca humillada el siete de junio con la apoteosis de aquel blanco, resuelto a no matar, se removía ofendida anhelando la reaparición de su representativo, el tirano zafio” (Vasconcelos, 2000: 457).
El hispanoamericanismo de Vasconcelos se complace en el deseo de Madero de estrechar las relaciones diplomáticas con el resto de los países de habla hispana en el continente, con lo cual se rompe directamente con la política exterior del régimen anterior, atento más que nada a los Estados Unidos:
«…Nosotros iniciábamos en el Ateneo la rehabilitación del pensamiento de la raza. Madero, por su parte, en el orden diplomático, rompía el precedente porfirista: «Un buen Embajador en Washington; el resto del Cuerpo Diplomático sale sobrando.» Madero, después de Alamán, fue el primer gobernante de México que quiso reconocer los intereses morales, sino de comercio, que hay en el Sur. El ministro preferido de la época maderista fue siempre el de Guatemala, a pesar de que ninguna simpatía le inspiraba el sistema de Estrada Cabrera. Pero buscaba hacer patente nuestra solidaridad con la porción hispánica de América. La circunstancia de haberse educado Madero fuera de las fronteras nacionales, en medios como París y San Francisco, donde los hombres de habla española se reconocen como parientes, le dio una visión del problema americano que no suelen poseer los nacionalistas de campanario.» (Vasconcelos, 2000: 463-464).
En Madero se cristaliza el gobierno que Vasconcelos siempre deseó para México, así que no deja de elogiar las decisiones de Madero{19}, responsable ante sus ojos del renacimiento mexicano, que según el filósofo progresa en varios aspectos:
«La prosperidad pública crecía agitada con el impulso de las inversiones del capital extranjero, que ya no buscaban privilegios y locas ganancias sino la seguridad de una transformación, casi sin sangre, desde la dictadura porfirista a un régimen de democracia y cultura. Todo prometía una serie de gobernantes, ya no abortos de cuartel ni jefes de banda, sino universitarios y hombres de idea, lo mismo que en el resto de la América Española, ya no digo en Europa y los Estados Unidos.» (Vasconcelos, 2000: 471).
Vasconcelos, sin embargo, sabe que el final de su historia es aciago. Madero tiene los días contados al frente del país, porque se avecina de nuevo la barbarie de los aztecas, como el filósofo la llama: “Acabó con él un cuartelazo que es, como si dijéramos, el retorno de la barbarie. Los manes aztecas tomaron revancha del Quetzalcoatl blanco que abolía los sacrificios humanos” (Vasconcelos, 2000: 492).
A propósito del proyecto de Madero de modernizar la ciudad y dotarla de la energía necesaria, Vasconcelos de nuevo trae a colación a las viejas comunidades indígenas de la región: “Desde la época precolombina hubo civilizaciones en la meseta, pero todas ruines, ninguna comparable a lo europeo”. O bien: […] en las casas de la ciudad de México se seguía guisando con carbón vegetal como en los tiempos de Moctezuma” (Vasconcelos, 2000: 493).
De nuevo surge el asunto de la mexicanidad: como se sabe, en El laberinto de la soledad Paz también insiste en la permanencia del pasado indígena en el México ansioso por modernizarse, pero la explicación de Vasconcelos es mucho menos retórica y sí más filosófica. Más que el mito que explica la realidad de México, según Paz, sin que el mexicano pueda sobreponerse a él por más que lo intente, a Vasconcelos le preocupa la permanencia de las instituciones indígenas, que habrían sido contrarrestadas con la evangelización; durante su gestión como Ministro, Vasconcelos de hecho tomará medidas acordes con su hispanismo al momento de elegir la estrategia para educar a los indígenas{20}. Para el filósofo, el indigenismo es precisamente una de las causas del éxito de políticos que él desprecia, como los dos ejemplos que cita:
«Desde la época de las Misiones, la dificultad de penetración en la masa indígena explica el constante peligro de la idea cristiana, diseminada en un ambiente que sigue siendo azteca en su capa profunda. Transformar este aztequismo subyacente, es una condición indispensable para que México ocupe sitio entre las naciones civilizadas. Mientras no sean educadas las masas, subsistirá el sistema de sacrificios humanos, así se llame Victoriano Huerta o Plutarco Elías Calles el Moctezuma en turno.» (Vasconcelos, 2000: 503-504).
El último capítulo del libro tiene un título por demás explícito: “El averno”. La comparación es apropiada si se piensa en la sangrienta respuesta de los enemigos de Madero. El hermano de este, Gustavo, además amigo de Vasconcelos, es torturado y asesinado por un grupo de opositores al gobierno de Madero: “[…] Exigían unas arras de carne humana. Huitzilopochtli recomenzaba su reino interrumpido por el maderismo” (Vasconcelos, 2000: 515). El filósofo narra la vejación de su amigo y compañero de lucha y dice, para referirse al asesinato de Gustavo Madero: “Concluido su rito azteca […]” (Vasconcelos, 2000: 515).
Obviamente, la vida del presidente mismo está en peligro. Para Vasconcelos, las fuerzas más temidas están de regreso. Su alegoría nuevamente remite al panteón azteca:
«En cambio, si los salvajes obedecían su natural instinto, si el drama nacional profundo de Quetzalcoatl contra Huichilobos{21} se consumase esta vez, ya no sólo con la expulsión de Quetzalcoatl sino con su sacrificio en el altar que despedazó Cortés, ¡entonces quizás la misma la misma iniquidad sin nombre, provocaría reacción salvadora!» (Vasconcelos, 2000: 520)
La sentencia de muerte contra Madero es improrrogable: su asesino “[…] preparó la fiesta sagrada del militarismo azteca, el sacrificio de los prisioneros en la sombra de la noche […]” (Vasconcelos, 2000: 521).
El libro termina con el proyecto de un nuevo libro (el segundo tomo de las memorias, La tormenta), así como con la promesa de insurrección de Vasconcelos ante el nuevo gobierno que acaba de imponerse por medio del asesinato.
Como puede apreciarse, el Ulises criollo es un libro que participa de variadas polémicas, aunque es difícil precisar cuál de ellas es más actual. Sin embargo, los problemas que Vasconcelos plantea pueden supeditarse a la necesidad de incluir a México en un contexto más amplio y que según el autor le resultaría natural tanto a su país como a otras naciones políticas del continente, hermanadas por la lengua y muchas instituciones en común: el hispanoamericanismo. Bajo ese prisma, nos parece, las cuestiones que este escritor plantea se muestran en toda su particularidad y relevancia.
Bibliografía
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Bueno, Gustavo (2006), El mito de la izquierda, España, Ediciones B.
Carballo, Emmanuel (2005), Protagonistas de la literatura mexicana, México, Alfaguara.
Fell, Claude (1989), José Vasconcelos. Los años del águila (1920-1925). Educación, cultura e iberoamericanismo en el México postrevolucionario, México, Universidad Nacional Autónoma de México.
García Martínez, Bernardo (2004), “La época colonial hasta 1760”, en Nueva Historia Mínima de México, México, El Colegio de México (58-112).
Houvenaghel, Eugenia (2003), Alfonso Reyes y la historia de América. La argumentación del ensayo histórico: un análisis retórico, México, FCE.
Katz, Friedrich (2004), De Díaz a Madero. Orígenes y estallido de la Revolución Mexicana, México, Ediciones Era-Ediciones Trilce.
Maestro, Jesús G e Inger Enkvist (eds.) (2010) Contra los mitos y sofismas de las «teorías literarias» posmodernas. (Identidad, Género, Ideología, Relativismo, Americocentrismo, Minoría, Otredad), Vigo, Editorial Academia del Hispanismo.
Speckman Guerra, Elisa (2004), “El porfiriato”, en Nueva Historia Mínima de México, México, El Colegio de México (192-224)
Vasconcelos, José (2000), Ulises criollo, México, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
Zoraida, Vazquez, Josefina (2004), “De la Independencia a la consolidación republicana”, en Nueva Historia Mínima de México, México, El Colegio de México (137-191).
Notas
{1} “Los peligros del «humanismo de la izquierda híbrida» como ideología política del presente”, en http://nodulo.org/ec/2007/n061p02.htm
{2} “Porfirio Díaz gobernó el país durante 30 de los 34 años que corren entre 1877 y 1911; de ahí que esta etapa se conozca con el nombre de porfiriato. El periodo se delimita, entonces, a partir de dos sucesos políticos: comienza en 1877, cuando, meses después de derrocar a los lerdistas e iglesistas, Díaz inicia su primer mandato presidencial, y concluye en 1911, meses después de haber estallado la Revolución, cuando Díaz abandona el poder y sale rumbo al exilio” (Speckman Guerra, 2004: 192)
{3} Además de ser el primer capítulo de su saga autobiográfica, el Ulises criollo también ha sido interpretado como una novela de la Revolución (al lado de la obra de Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán), porque describe la vida durante el porfiriato, el inicio de la lucha armada que pone fin a éste periodo y los primeros años del gobierno del malogrado presidente Francisco I. Madero. Sin embargo, en el mismo Ulises criollo, novela para algunos, Vasconcelos expresa sus ideas acerca del género: “Hablábamos del género entonces en boga, la novela: sus preferencias, Stendhal y Flaubert, me resultaban poco menos que intolerables. La necesidad en que se coloca el novelista de encarnar en personajes sus tesis, con la correspondiente obligación de inventar escenarios y describir minucias con el estilo de los muebles de una habitación, me era repulsiva como una degradación del espíritu. Exagerando la protesta contra el realismo de Zolá, me lanzaba incluso contra Shakespeare obligado a reencarnar leyendas y temas del acervo popular” (Vasconcelos, 2000: 354-355).
Para Alicia Molina, al relatar su vida Vasconcelos crea un personaje: “El testimonio válido es el de su obra y el que nos ofrece en los cinco tomos de su autobiografía. En ella no hace labor de biógrafo sino de interlocutor. No sólo cuenta su vida; se enfrenta nuevamente a ella y reproduce sus reflexiones, sus vacilaciones, convicciones y contradicciones. Se afirma a sí mismo como pasión en sus virtudes y en sus defectos, y describe, ya desde su infancia, vivencias que conformarían de una manera definitiva su pensamiento y su acción.
“Hay que contar, desde luego, con que el autor está creando su personaje, está reelaborando el pasado desde la óptica del presente (1930), está jerarquizando y dando peso a las experiencias que han pervivido en él; ese personaje que crea es el papel que se asigna a sí mismo en la vida: un Ulises Criollo”. (Vasconcelos, 1981: 7).
Para un libro que describe la misma época de la cual se habla en el Ulises criollo desde el punto de vista ya no de un filósofo y político en ciernes como Vasconcelos, sino de un historiador, ver el libro de Friedrich Katz (2004) dedicado especialmente al período. Esto último es muy importante sobre todo si se piensa en los reparos hechos por algunos a la fidelidad histórica del Ulises criollo, asunto en el cual ahora no podemos profundizar aunque sin duda hay que tomar en cuenta al momento de leer la novela.
{4} “[…] Vasconcelos comenta, en 1935, el éxito obtenido por el Ulises, libro que según algunas bibliografías aparece en 1936. Sólo David N. Arce en sus Bibliografías mexicanas contemporáneas, VI José Vasconcelos, da la fecha exacta: 1935” (Carballo, 2005: 43).
{5} La enunciación es muy posterior a lo narrado, como se aclara en uno de los pasajes de la novela, porque el autor ya es abuelo cuando redacta el Ulises criollo: “[…] ahora mismo que escribo estas páginas viendo jugar a mi nietecita de año y medio” […] (Vasconcelos, 2000: 340).
{6} Durante el siglo XIX México pierde, por diversas causas, gran parte de su territorio: “[…] Guatemala se separó en 1823; Texas se independizó en 1836; Estados Unidos conquistó Nuevo México y la Alta California entre 1846 y 1847, y en 1853 se vendió la Mesilla […]” (Zoraida Vázquez, 2004: 185).
{7} Alfonso Reyes es el otro escritor mexicano que reivindica el proyecto de la Monarquía Hispánica en la Nueva España.
{8} A lo largo del Ulises criollo, Vasconcelos deja claro su rechazo por los gobiernos de caudillos y militares, en los cuales ve el resabio violento de épocas incivilizadas de la historia de México. Esa actitud de Vasconcelos llega a su culmen en su defensa del proyecto de gobierno del presidente Francisco I. Madero, como se aprecia en la parte final del libro.
{9} Los siguientes datos de su biografía dan fe de su experiencia en la educación: “[…] al triunfar la revolución mexicana fue nombrado Rector de la Universidad Nacional (del 9 de junio de 1920 al 12 de octubre de 1921). Entre 1921 y 1924 ocupó el cargo de Secretario de Educación del Gobierno Federal: organizó el ministerio en tres departamentos: Escolar, de Bellas Artes y de Bibliotecas y Archivos; mejoró la Biblioteca Nacional y creo varios repositorios bibliográficos populares; editó una serie de clásicos de la literatura universal, la revista el [sic] El Maestro y el semanario La Antorcha; invitó a trabajar en el país a los educadores Gabriela Mistral y Pedro Henríquez Ureña; impulsó la escuela y las misiones rurales, y promovió la pintura mural”. Para estos y otros detalles acerca de la trayectoria del autor puede verse el Proyecto Filosofía en español (http://www.filosofia.org/ave/001/a225.htm). Para un análisis pormenorizado de la labor de Vasconcelos en el sector educativo de su país, véase el extenso estudio de Claude Fell (1989) dedicado especialmente a ese asunto.
{10} Se refiere, desde luego, al archiduque Maximiliano de Habsburgo, el hermano del emperador de Austria, quien fue emperador de México de 1864-1867, por un arreglo entre los monarquistas mexicanos y Napoleón III, después de la suspensión de pagos decretada por el entonces presidente Benito Juárez. El monarca fue abandonado a su suerte por sus aliados mexicanos y franceses y finalmente fusilado por orden de Juárez. Noticias del Imperio (1987), del novelista mexicano Fernando del Paso, cuenta la historia de este personaje desde el punto de vista de su enloquecida esposa, Carlota Amalia, la hija del rey de Bélgica.
{11} “Yo perdí la fe cuando murió mi madre. Recuerdo que entré a la Preparatoria (ella aún no moría) como hijo de Santa Mónica. Después me convencí de que lo mejor era ser cristiano. En mi actuación política y nadie me entendió, actué como un cristiano tolstoiano” (Vasconcelos, 2000: 546).
{12} Por ejemplo en El mito de la izquierda (2006), al momento de exponer precisamente cuál es la teoría de la razón de la cual se echa mano en ese libro para explicar qué es la izquierda política, Bueno critica a los filósofos ilustrados como Voltaire, ajenos a un sistema filosófico riguroso que les permita dar cuenta de lo que ellos entienden precisamente como “razón”.
{13} Vasconcelos es el autor de un libro dedicado especialmente a la figura del conquistador, Hernán Cortés. Creador de la nacionalidad.
{14} Iván Vélez ha desarrollado con mucho mayor detalle estos asuntos en su texto “La Plaza de Armas y la ciudad hispanoamericana: figuras del imperio”, publicado en esta misma revista (ver http://nodulo.org/ec/2010/n101p10.htm).
{15} Claude Fell escribe que en 1910: “En la segunda sesión del Ateneo de la Juventud (15 de enero), Vasconcelos da a conocer un ensayo sobre «el sentido místico del baile» (Vasconcelos, 2000: 549).
{16} Ese es el juico del crítico mexicano Evodio Escalante, quien en uno de sus artículos habla sin más de “el proverbial anti-yanquismo” de Vasconcelos. Ver “La otra raza cósmica de Vasconcelos”, en http://impreso.milenio.com/node/8819559.
{17} “Vasconcelos toma deliberadamente el partido opuesto a Gustave Le Bon y sus discípulos ―europeos y sudamericanos― que sostenían que las “razas” poseen a la vez una fisiología y una psicología inmutables, y que las mezclas raciales sólo pueden desembocar en aberraciones sociales. Rechaza con desprecio y determinación los epítetos tan a menudo aplicados a los pueblos mestizos: “una raza de imitación y de aborto, híbrida y maldita” (Fell, 1989: 554).
{18} Como lo ha hecho antes con los romanos y españoles, ahora Vasconcelos hace una apología de Grecia frente a Persia.
{19} Friedrich Katz (2004), en cambio, explica que la caída de Madero se debió a varios errores, uno muy importante entre ellos: el deseo del Presidente de mantener activo el ejército del porfiriato, sin renovarlo. Sin un ejército que le fuera fiel, Madero poco pudo hacer para enfrentar a sus enemigos, quienes surgieron precisamente de las filas de las fuerzas armadas.
{20} En una conferencia dictada en Washington en 1922, Vasconcelos explica cuál es su postura en cuanto a la mejor manera de educar a las etnias, cuya lengua materna no es el español: “[…] recientemente se ha escrito mucho acerca de la mejor manera de educar a los indios de raza pura, siendo numerosos los partidarios de la creación de escuelas especiales de indios; pero siempre he sido enemigo de esta medida porque fatalmente conduce al sistema llamado de la reservación, que divide la población en castas y colores de piel, y nosotros deseamos educar al indio para asimilarlo totalmente a nuestra nacionalidad y no para hacerlo a un lado. En realidad creo que debe seguirse, para educar al indio, el método venerable de los grandes educadores españoles que, como Las Casas, Vasco de Quiroga y Motolinía, adaptaron al niño a la civilización europea, creando de esta suerte nuevos países y nuevas razas, en lugar de borrar a los naturales o de reducirlos al aislamiento” (Fell, 1989: 206).
{21} Vasconcelos de nuevo se ubica en las coordenadas de los españoles: para referirse a la deidad mexica el filósofo usa el nombre hispanizado.