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El Catoblepas, número 116, octubre 2011
  El Catoblepasnúmero 116 • octubre 2011 • página 14
Libros

Autarquía británica

Lino Camprubí Bueno

Reseña de un libro de historia que sacude, y debería conmocionar, los términos con que se encaran muchos debates actuales sobre la economía y los Estados. David Edgerton, The Warfare State: Britain, 1920-1970 (Cambridge: Cambridge University Press, 2007), xv+364 pags.

David Edgerton, The Warfare State: Britain, 1920-1970, Cambridge University Press 2007 Desde que John Locke y otros interpretaran la Revolución Gloriosa como una defensa de la propiedad y libertad individuales frente al temible Leviathan hobbesiano, Gran Bretaña ha sido ejemplo de cuantos en el mundo abogan por un Estado gendarme que sepa mantenerse al margen de la marcha de la economía nacional o detestan el poder de las empresas privadas. Es verdad que, al contrario de lo que ocurre con Estados Unidos, el otro gran buque insignia del llamado «liberalismo económico», esta imagen cobra matices cuando se introduce en su composición al Estado del bienestar. Efectivamente, en la segunda mitad del siglo XX, la pureza liberal británica se corrompió (o suavizó, depende de a quién preguntemos) de la mano del laborismo y su empeño en incrementar el «gasto social.» Tanto tories como laboristas, sin embargo, considerarán esto una excepción dentro de la norma general del «laissez-faire» (igual que, por seguir con la comparación, la ayuda a los veteranos de guerra suele considerarse la excepción a la falta de entramado de seguridad social en Estados Unidos).

Pues bien, el libro de Edgerton destroza este mito (como otros autores han hecho respecto a su análogo useño).{1} Además, ofrece una visión alternativa cuya potencia se deja ver en su capacidad para explicar la génesis del mito al que supera. Para cumplir este doble objetivo de destruir y explicar el mito del liberalismo británico del siglo XX, Edgerton despliega una historia de la parte central del siglo que incluye desde datos macroeconómicos a estudios micro-locales de industrias o profesiones concretas pasando por una crítica y contextualización de la famosa tesis de las «dos culturas» de C. P. Snow y del movimiento británico de «historia social de la ciencia» encabezado por J. D. Bernal.

Jugando con la grafía, Edgerton, director del Centro de Historia de la Ciencia, la Tecnología y la Medicina en el Imperial College de Londres, propone contemplar al Estado británico del siglo XX no sólo como un «welfare state» (Estado del bienestar) sino, simultáneamente, como un «warfare state» (Estado de guerra). Edgerton demuestra que, sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, el Estado británico fue un agente de cambio económico poderosísimo mediante la movilización de una economía de guerra «autárquica,» industrializadora y dirigida al «interés nacional.» Los historiadores suelen asociar los conceptos de autarquía e interés nacional a la Alemania de Hitler o la España de Franco, pero rara vez a la economía británica. El escándalo es mayúsculo cuando Edgerton extiende su tesis de modo convincente hasta bien entrada la década de los 60 (el capítulo séptimo trata de comprender las causas de la desmilitarización de esa década). El mismo autor ha sostenido en otros lugares que el Reino Unido habría recuperado el esquema (casi cabría decir ortograma imperial-colonial) del «Estado belicoso» a finales de los años 80.{2}

Esta breve reseña no puede pretender hacer justicia a la apabullante densidad de datos y argumentos que el lector puede encontrar en el libro de Edgerton. Por tanto, se limitará a ofrecer un breve resumen de los contenidos del libro atento a su metodología y a algunas de las consecuencias que cabe extraer de su lectura.

El primer capítulo reinterpreta las estadísticas existentes sobre el gasto militar británico en el período de entreguerras para demostrar que fue mucho mayor de lo que cabría suponer. Ministerios y juntas que habían aparecido durante la Gran Guerra continuaron creciendo durante los años 20. Al final de la década de los 30, el Reino Unido había invertido en defensa más que regímenes explícitamente belicosos como Alemania. Este crecimiento no lo promovieron los economistas (por ejemplo, keynesianos) sino analistas de la situación internacional que defendían que la preeminencia económico-política británica en el tablero imperial sólo podía sostenerse con una flota suficiente para desanimar a potenciales enemigos. La política internacional se entrelazaba así con la economía nacional. Paradójicamente, estos mismos pacificadores han pasado a menudo en la hisotoriografía por pacifistas fundamentalistas e internacionalistas ingenuos. Sin embargo, sabían que la paz es siempre la paz de la victoria.

El título del segundo capítulo es bien significativo: «el Estado de Guerra y la nacionalización de Gran Bretaña, 1939-1955.» Este es seguramente uno de los capítulos más potentes del libro. En él se demuestra que la maquinaria de guerra británica hizo mucho más que vampirizar y agotar los recursos de la economía privada, como a menudo se ha sostenido. La movilización de esta economía privada por parte el Estado tomó la forma de una reestructuración completa de la economía política (nacional) británica mediante la supresión consciente de ciertas líneas de producción y la inauguración y empuje de otras nuevas en nombre de la industrialización y el interés nacional. Diferentes organismos estatales abrieron directamente plantas de producción nuevas o, las más de las veces, «externalizaron» industrias enteras de las que el Estado era titular de la mayor parte del capital pero cuya gestión estaba en manos privadas (industrias concertadas, podríamos decir): materias primas (incluidas refinerías de petróleo y firmas como BP, Shell o Esso), industrias químicas y siderúrgicas, aeronaves, tanques, astilleros, minería, electrónica...{3} La dicotomía entre «Estado» e «iniciativa privada,» tan común en los argumentos de uno y otro signo en la política española y extranjera, queda muy mermada ante la evidencia de la conjugación e involucración efectivas de estos dos agentes económico-políticos.

Frente a la imagen tan extendida de que tras la guerra vino el desarme y el desembarco triunfal y exclusivo del Estado del bienestar, Edgerton insiste en que en el año 1953 el 30% del gasto público fue destinado a defensa frente al 26% del gasto dedicado a servicios sociales (página 66). En este Estado productor-consumidor, además, primaba la regla del interés nacional y el lema «buy British.» Los capítulos 3 y 4 se centran en los sujetos políticos que convirtieron a Gran Bretaña en un Estado de guerra: no eran necesariamente miembros de la clase administrativa (para entendernos, ni lores ni comunes), sino más bien militares, expertos, ingenieros y científicos.

Tampoco eran economistas obsesionados por alguna interpretación concreta de la «racionalidad económica.» Se trataba de una clase política ajena a las cámaras de representantes y nacida en la Primera Guerra Mundial cuyo poder no hizo sino aumentar durante el período de entreguerras para culminar en la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, este grupo consiguió mantener el pie en la posguerra. Las historias políticas de Gran Bretaña tienden a imaginar que el Estado, liderado por civiles, hizo uso de militares y expertos durante la guerra y los mandó a casa al final de ésta. La historia política que profesa Edgerton mira más allá de los órganos legislativos y ejecutivos del Estado y se centra en otros poderes fácticos, en especial los representados por el ejército. En su seno, cuadros de «expertos» ostentaban posiciones de decisores medios y altos relativamente ajenas a la marcha del régimen parlamentario y, sin embargo, claves para entender el Estado británico durante el siglo XX.

Edgerton aplica este mismo rechazo del formalismo político (centrado en la relación legal entre gobernantes y gobernados), a la llamada I+ D (acrónimo de «investigación y desarrollo» con que suele traducirse el inglés R & D, research and development). Aquí, el formalismo ha llevado a muchos autores a defender que los laboratorios de investigación, nacidos en el seno de la industria privada, no formaron parte de las políticas estatales hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, cuando diferentes Estados plasmaron negro sobre blanco la opinión de que a mayor inversión en innovación tecnológica, mayor crecimiento económico, opinión que el propio Edgerton ha puesto en cuestión en otros lugares.{4} Estos mismos autores, cuando se enfrentan a la realidad de proyectos nacionales de investigación gigantes previos a esa formalización legal, se ven obligados a pedir disculpas por su supuesto anacronismo.{5} Pero lo cierto es que ya en los años 30 el «complejo militar-industrial» británico tenía más científicos en nómina que Oxford y Cambridge juntas ­–centros que, además, estaban más centrados en la enseñanza que en la investigación.

Edgerton dedica el octavo y último capítulo de The Warfare State (enseguida volvemos a los capítulos centrales del libro) a una apelación de análisis de las relaciones entre Estado y ciencia que huyan de este formalismo. Para ello sugiere que no se trate a la historia militar como una excepción subsumida en la norma de la historia política sino, digámoslo parafraseando a Carl von Clausewitz, como la continuación de la historia política por otros medios. Es decir, la historia militar es historia política ella misma, es historia del Estado. Y dado que, desde por lo menos las grandes expansiones imperiales modernas hasta nuestros días, gran parte de la investigación y producción científicas y tecnológicas han ocurrido en el seno del ejército o con fines estrictamente bélicos, Edgerton propone que la historia militar sea parte interna de la historia de ciertas ciencias y tecnologías. (Respecto a la historia de las ciencias, añado, la historia militar será interna a ellas en la medida en que contenidos bélicos vayan quedando incorporados a la inmanencia de los respectivos campos categoriales concretos).{6}

Por tanto, no es que la guerra obligue a los militares a aceptar avances científico-técnicos de origen civil o les invite a promoverlos, es que hay ciencias y tecnologías cuyos contextos determinantes sólo son imaginables (al menos en origen) en el seno del aparato bélico del Estado. Por ejemplo, la historia de Internet y otras «tecnologías de la libertad» no puede dar un paso sin vestirse de uniforme.{7}

Una vez abandonado el formalismo que llevó a un papel secundario a los poderes militares en las historias políticas y científico-técnicas del Reino Unido, Edgerton dedica los capítulos quinto y sexto a tratar de entender el origen de este formalismo en el contexto concreto de la lucha política e historiográfica británica. Paradójicamente, en los 50 y 60, aquellos técnicos y expertos cuyas nóminas procedían del Estado a través de partidas dedicadas a defensa difundieron la especie de que el gran problema del Reino Unido, el origen de su supuesta decadencia, residía en la carencia de técnicos y expertos. Culpaban de ello a una supuesta obsesión británica con el Estado del bienestar que habría desviado todos los fondos de iniciativas tecnocráticas para industrializar la economía y reforzar la potencia militar. Según Edgerton, con ésta tesis perseguían lograr mayor reconocimiento y mantener las grandes inversiones en armamento que comenzaban a cuestionarse en la época a la par que debilitar la posición de la clase administrativa-aristocrática.

Esta imagen, contraria a las reliquias y documentos con que Edgerton demuestra la existencia de un potente Estado belicoso, fue aceptada tanto por la derecha como por la izquierda política (simplificando, los tories y los laboristas), pues ambos partidos entendieron que beneficiaba a sus intereses inmediatos. Así, el éxito los técnicos militares a la hora de extender su presencia en la economía política inglesa quedaría demostrado, en aparente paradoja, por el hecho de que muchos analistas e «intelectuales» señalen su ausencia en esa economía política durante los 50 y 60. Es lo que Edgerton llama «anti-historia», concepto con el que pretende dar cuenta del proceso por el que historiadores (populares o profesionales) ocultan la historia efectiva en sus relatos históricos. Pedro Insua ha ofrecido un análisis del concepto de «basura historiográfica» más potente que el recogido por la fórmula «anti-historia», pues parte tanto de la naturaleza dialéctica de la historia (gran parte de la labor del historiador consisten en «barrer» la basura historiográfica existente) como de su naturaleza operatoria de estructuración en relatos de las reliquias y documentos existentes.{8} Lo que permite a Edgerton remover esa basura es su reconfiguración de muchos de los relatos que ésta misma había producido mediante la reinterpretación de los documentos (cartas, decretos, estatutos…) y reliquias (fábricas, aeronaves, laboratorios…) existentes.

Para Edgerton, por tanto, la razón de que la historiografía haya ocultado lo obvio es porque es política de la a a la z{9}: tanto C.P. Snow como Perry Anderson (representante del marxismo británico y fundador de The New Left Review) pedían más técnicos en el gobierno desde finales de los 50, argumentando que las élites británicas han tenido una educación «de letras», liberal, pacifista y, en suma, alejada de las necesidades de un Estado moderno. Pero esta imagen era un puro artefacto producido por la obsesión de los analistas de la época con el mito de la decadencia británica (entre otras cosas ante el ascenso relativo, que no absoluto, de Alemania) y, sobre todo, por su formalismo político, en este caso acompañado de un pacifismo de fondo que todavía impide a muchos otorgar sustantividad político-histórica a la guerra. Es decir, por la confusión común en torno a la idea del Estado que suele reducirse a lo que Gustavo Bueno ha llamado capa conjuntiva del mismo (lo que arriba hemos definido como las relaciones legales-representativas entre gobernantes y gobernados).

Y es que, en efecto, lo que este libro demuestra es la pregnancia de atender a las tres capas que arroja el materialismo político de Bueno.{10} Más aún, de atender a las discontinuidades que pudieran aparecer entre cada una de estas capas; para decirlo con Edgerton, este libro representa «una buena ilustración de la diferencia entre el Estado y la cultura política [digamos, la capa conjuntiva], así como de los peligros de entender el Estado exclusivamente a través de la cultura política» (página 94). Cuando la historia política incluye plenamente como partes esenciales suyas a la historia del desarrollo de la economía nacional y de las relaciones internacionales (bélicas, inter-bélicas, ante-bélicas o post-bélicas, pero rara vez armónicas), lo que resulta es una proyección tridimensional absolutamente novedosa del Estado.

Este Estado resultante, cuyos poderes van mucho más allá de los tres consabidos (hasta diecinueve) no aparece ya como enfrentado a la sociedad civil en dicotomía maniquea, sino como resultado de la involucración, a menudo conflictiva, de los grupos y partidos que conforman toda sociedad política. Las dicotomías entre «conservadores» y «progresistas» o «liberales» y «socialistas,» de nuevo maniqueas (tanto por un lado como por otro), sobre todo cuando se las interpreta como la alternativa entre «más Estado» o «menos Estado,» también quedan puestas en entredicho mediante la ampliación de las lentes políticas de Edgerton. Edgerton demuestra que el socialismo y la nacionalización de la economía británica distan mucho de ser monopolio del laborismo. Utiliza a George Orwell para denunciar el maniqueísmo, citando su caricatura irónica: «de un lado: la ciencia, el orden, el progreso, el internacionalismo, los aviones, el acero, el cemento y la higiene; del otro: la guerra, el nacionalismo, la religión, la monarquía, los campesinos, los profesores de griego, los poetas y los caballos» (página 319).

Tal y como Gustavo Bueno argumentó en La vuelta a la Caverna, tanto los ideólogos de la «nueva economía» como los anti-globalización partían de un mito común: la posibilidad del neo-liberalismo definido como la despolitización de la economía.{11} Hoy en día vemos confusiones parecidas tanto entre los representantes del liberalismo económico como en los «indignados» que se manifiestan en diferentes ciudades del globo. En España, muchos debates actuales sobre educación, sanidad, industria, banca y otros sectores de la economía se plantean en los debates políticos y periodísticos con categorías que prescinden de la marcha real de los Estados durante el siglo XX. Son estas categorías las que inventan una separación entre el capitalismo y el Estado.{12} La realidad político-económica va por otro lado, recordándonos a cada paso que el capitalismo internacional es la resultante de las economías políticas nacionales en continua lucha, en continua guerra fría.{13}

Notas

{1} Gerald D. Nash, The Federal Landscape: An Economic History of the Twentieht-Century West (Tucson: The University of Arizona Press, 1999).

{2} David Edgerton, «Tony Blair’s Warfare State», The New Left Review, 230 (julio-agosto, 1998): 123-130.

{3} Edgerton no entra en los orígenes estatales de la llamada revolución verde en agricultura, pero sí cita a autores que han retrasado el origen de esa revolución a políticas autárquicas presentes tanto en regímenes próximos al fascismo, como en Estados socialistas, como en democracias liberales. A este respecto son recommendables Paolo Palladino, «Science, Technology, and the Economy: Plant Breeding in Great Britain, 1920-1970» The Economic History Review, 49, 1 (febrero 1996): 116-136 y Michael Flitner, «Genetic Geographies. A Historical Comparison of Agrarian Modernization and Eugenic Thought in Germany, the Soviet Union, and the United States» Geoforum, 34 (2003): 175-185.

{4} En David Edgerton, The Shock of the Old: Technology and Global History since 1900 (London: Profile Books, 2007) y David Edgerton, «Creole technologies and global histories: rethinking how things travel in space and time», Host, 1 (2007), el autor aboga por una historia de la tecnología que ayude a entender la historia política y que, por tanto, no se centre en innovaciones sino en apropriaciones, circulación y usos.

{5} En el caso de España, Luis Sanz Menéndez, Estado, ciencia y tecnología en España, 1939-1997 (Madrid: Alianza, 1997).

{6} Evaristo Álvarez Muñoz, «El cierre categorical e historia interna de la ciencia a propósito de la gnoseología especial de la tectónica de placas», El Basilico, 2010, 42:1-18.

{7} Edgerton no entra en el análisis de estos ejemplos, pero los insinúa: la oceanografía, la cibernética, la mecánica de fluidos aplicada a la física nuclear, etc. En un trabajo anterior que prefigura el que aquí se reseña se centraba en la aeronáutica: David Edgerton, England and the Aeroplane. An Essay on a Militant and Technological Nation (Manchester: Macmillan, 1991). Situar la historia militar en el centro de la historia de la ciencia y la tecnología es lo que permitió a otro autor invertir la cadena causal que suele presentarse para dar cuenta de la descentralización de las comunicaciones propia de la mal llamada «era postmoderna». Por ejemplo, el sociólogo Manuel Castells explica que, dadas «tecnologías de la libertad» tales como Internet, tanto las ciudades como la economía financiera internacional tienden a hacerse nodulares y prescindir de un núcleo, véase, Manuel Castells, Rise of the Network Society. Vol. 1, The Information Age, Economy, Society and Culture [1996] (Oxford: Blackwell Publishing Ltd., 2010): 1-76. Por el contrario, Peter Galison demuestra que fueron las políticas estatales estadounidenses de defensa en la era nuclear las que llevaron (vía decretos y exenciones tributarias) a un desperdigamiento de las industrias, viviendas y transportes alrededor de las grandes ciudades norteamericanas. Una vez desplegada esa estructura en los años 40 y 50 por los estrategas militares, éstos mismos estrategas comenzaron a desarrollar sistemas de comunicación igualmente capaces de prescindir de un centro vulnerable, veáse, Peter Galison, «War Against the Center» en Antoine Picon y Alessandra Ponte (eds.), Architecture and the Sciences (Princeton: Princeton Architectural Press, 2003): 196-227.

{8} Pedro Insua, «Sobre el concepto de basura historiográfica (diferencias gnoseológicas entre historia, leyenda y ficción)» El Basilisco, 33 (septiembre 2003): 31-40.

{9} Puede verse Gustavo Bueno, «Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la Historia,» El Catoblepas, 35 (enero 2005): 2. http://nodulo.org/ec/2005/n035p02.htm

{10} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas» (Logroño: Biblioteca Riojana, 1991) y la reformulación del cuadro de los poderes de la sociedad política en Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen (Madrid: Temas de Hoy, 2010).

{11} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna: Terrorismo, Guerra y Globalización (Barcelona: Ediciones B, 2004).

{12} Lino Camprubí, «El capitalismo internacional tras las Segunda Guerra Mundial desde la dialéctica de Estados», El Catoblepas, 98 (abril, 2010): 11.

{13} Veáse, por ejemplo, el reciente artículo «The World Economy: A Game of Catch Up», The Economist, 400, 8752 (septiembre 24-30, 2011): special report, 18 pags.

 

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