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El Catoblepas, número 117, noviembre 2011
  El Catoblepasnúmero 117 • noviembre 2011 • página 1
Artículos

Raymond Aron: política, sociología
e interpretación de la realidad española

Pedro Carlos González Cuevas

Si el liberalismo quiere tener un futuro deberá seguir el camino realista perfilado por Raymond Aron

Raymond Aron 1905-1983

Introducción

Estudiar la obra de un intelectual y su compromiso social, con el objetivo de averiguar hasta donde llega su implicación política y cultural, lo mismo que la influencia de su pensamiento, lleva forzosamente, so pena de caer en la abstracción, a revisar la época que constituye su contexto sociohistórico. Algo que resulta especialmente pertinente a la hora de analizar la figura de Raymond Aron. Y es que, como afirmó hace años el historiador François Furet, Aron perteneció al tipo de intelectual que necesitaba nutrir directamente su pensamiento del «espectáculo del mundo»{1}. Ante todo, el intelectual francés hubo de enfrentarse a una profunda crisis del pensamiento liberal. Ya en las últimas décadas del siglo XIX, la ideología liberal comenzó a dar señales de un profundo desfallecimiento. Pero fue tras la Primera Guerra Mundial cuando se produjo el auténtico derrumbe del orden liberal, el auge del corporativismo y el ascenso del bolchevismo y de los regímenes fascista y nacional-socialista. En las sociedades de tradición liberal, como Inglaterra y Estados Unidos, tuvo lugar el ascenso del intervencionismo estatal y la construcción del llamado Estado del bienestar (Welfare State). En la Inglaterra de entreguerras, John Maynard Keynes, lord Beveridge y otros liberales revisionistas intentaron llegar a un punto de encuentro entre el viejo orden liberal-capitalista y los nuevos ideales socialistas{2}. En Estados Unidos, en plena depresión económica, se produjo un giro radical de la política económica con el New Deal, mediante el cual el gobierno federal del presidente Franklin Delano Roosevelt llevó a cabo una regulación de las relaciones económico-sociales que, aunque moderado, permitió a sus críticos liberales y republicanos denunciar una amenaza «socialista» que, según ellos, se cernía sobre el país. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, todo parecía indicar que el ideal liberal había llegado finalmente a su término, mientras que el futuro aguardaba a formas socialistas y/o totalitarias de gobierno y de sistema económico.

No era sólo una crisis de carácter económico; el liberalismo se batía en retirada igualmente desde el punto de vista político e intelectual. No en vano Carl Schmitt, en los años veinte y treinta del pasado siglo, acusó al liberalismo de estar inspirado por un ethos que le impedía comprender el concepto de «enemigo»; y, en consecuencia, era incapaz de dotarse de una teoría realista del Estado y de la política. Inspirado en una fe ingenua en el progreso y en una visión optimista, en vez de realista, de la naturaleza humana, el liberalismo suponía, a juicio del constitucionalista alemán, una despolitización más o menos integral de la vida económica y social{3}. La tesis de Schmitt era, sin duda, exagerada; y resultaba inadecuada a la hora de valorar las ideas de Hume, Smith, Montesquieu, o Tocqueville; pero no del todo equivocada, porque siempre ha existido una dificultad clara en los pensadores liberales en el análisis de la problemática política, sobre todo en los ámbitos de la libertad individual y de la economía o de las relaciones internacionales.

A pesar de la derrota de Alemania e Italia en la contienda, el impacto de la Segunda Guerra Mundial produjo por doquier una ampliación en el ámbito y la intensidad de la actividad estatal, incluso en los países de tradición liberal. En Inglaterra, el Plan Beveridge para la implantación de una economía mixta tuvo una clara influencia socialista, mientras que en Estados Unidos, su participación en la contienda afianzó las tendencias dirigistas e intervencionistas del New Deal. En Europa, el resultado de la guerra supuso el confinamiento de la Europa central y oriental en la esfera del sistema totalitario soviético, así como el ascenso al poder de los gobiernos socialistas en gran parte del resto del Continente. Allí donde la opinión política no era franca y explícitamente socialista, reinaba el consenso general de que el futuro se encontraba en el Estado interventor y una economía, no de mercado libre, sino mixta y dirigida por el Estado. El éxito de la planificación de guerra convenció a la mayoría de los líderes políticos de que las misma técnicas podrían y deberían usarse para promover el pleno empleo en el contexto de un rápido crecimiento, y pareció otorgar la autoridad de la experiencia prácticas a las ideas económicas de Keynes, con su defensa de la capacidad del Estado para controlar la demanda en la economía de mercado a través de una intervención adecuada, aumentando el gesto público durante las recesiones, sobre todo para mantener el pleno empleo. Los años de posguerra asistieron, pues, a la consolidación del Estado del bienestar, cuyos orígenes se encontraban en la Alemania de Bismarck. Su objetivo era corregir por el sector público los efectos disfuncionales de la sociedad industrial competitiva, no sólo por una exigencia ética, sino también por una necesidad histórica, dado que era preciso optar, primero, ante la presión de las clases trabajadoras, y luego ante el desafío comunista, entre la reforma y la revolución. Tras la Segunda Guerra Mundial, esta alternativa fue asumida por los partidos democristianos y social-demócratas{4}. En ese sentido, la trayectoria intelectual de Raymond Aron fue una respuesta a esa situación. Su proyecto político-intelectual tuvo como objetivo la reconstrucción del liberalismo. Como él mismo señaló en una entrevista, su liberalismo no pretendía edificarse en «principios abstractos», sino, siguiendo en ejemplo de sus principales maestros, Montesquieu, Tocqueville, Pareto y Weber, en el análisis concreto y realista de las sociedades contemporáneas, buscando «las condiciones económicas y sociales que dan una oportunidad a la supervivencia del pluralismo, es decir, del liberalismo a la vez político e intelectual»{5}.

1. El hombre y su formación intelectual

A diferencia de otros pensadores liberales como Isaiah Berlin, Friedrich von Hayek y Karl Popper, insertos en el contexto de la sociedad anglosajona, donde el liberalismo tenía grandes reservas, Raymond Aron hubo de desenvolverse en un ambiente muy distinto, como era el de la sociedad francesa. Durante el período de entreguerras, las tradiciones antiliberales –jacobinas, tradicionalistas, fascistas y socialistas– disfrutaban de una amplia influencia; y después de la Segunda Guerra Mundial, el marxismo se convirtió en objeto de atracción por parte de los intelectuales franceses más carismáticos: Henri Lefebvre, Alexandre Kojève, Simone de Beauvoir, Louis Aragon, Louis Althusser, Maurice Merleau-Ponty; y, sobre todo, Jean Paul Sartre. Tal fue el contexto en el que se desarrolló la vida y la obra de Raymond Aron.

Nacido en París el 14 de marzo de 1905, Aron procedía de una familia de origen judío totalmente asimilada en las tradiciones francesas. Su familia era irreligiosa. En una entrevista, Aron señaló que a lo largo de su infancia nunca visitó un templo. El padre, profesor de Derecho, participaba del racionalismo y del cientificismo finisecular. Su ateísmo era, según Aron, «tranquilo, sereno y sin problemas». La madre, en la última etapa de su vida, experimentó un cierto retorno a las prácticas religiosas, pero estuvo condicionada por una serie de desgracias extremas. Aron siempre se declaró agnóstico, «spinozista», «ni judío ni cristiano». No obstante, consideraba la dimensión religiosa como una «dimensión constitutiva de la humanidad y de la sociedad» y en todo momento respetó las convicciones religiosas de sus parientes y amigos. En una de las últimas páginas de sus memorias, afirmó: «La ciencia jamás aportará nada comparable a la Alianza del pueblo judío o la Revelación de Cristo»{6}.

Dos elementos contribuyeron a su formación intelectual: su estancia en la Ecole Normal, donde estudió el pensamiento social de los clásicos franceses. Entre los miembros de su promoción, se encontraban Jean Paul Sartre, el que luego sería su gran antagonista, y que entonces destacaba por su apoliticismo; Paul Nizan, seducido en un principio por el comunismo; Georges Canghilhem y Daniel Lapache. Uno de sus maestros fue Emile Chartier, más conocido por el pseudónimo de «Alain», que pasaba por ser el filósofo del radicalismo. En aquellos momentos, Aron se consideraba pacifista y «vagamente socialista» sin ser marxista. En 1925, se afilió a SFIO (Section Françáise de la Internacional Ouvrière) y en 1936 votó al Frente Popular{7}.

Singular fue su relación, hasta la muerte de ambos, con Sartre. A pesar de su análoga formación académica y extracción social, Aron y Sartre eran dos personalidades antagónicas; lo que tuvo su reflejo no sólo en sus respectivas obras, sino igualmente en su trayectoria vital. La vida de Sartre fue desordenada y bohemia; mientras que la de Aron fue reglada y clásica. El talante de Sartre era imaginativo, audaz, irreflexivo, arrebatador y voluntarista; mientras que Aron era razonador y prudente. A Sartre le sedujo la utopía; mientras que Aron siempre quiso ceñirse a los hechos. El autor de Crítica de la razón dialéctica solía equivocarse en la valoración de las personas y de los sistemas políticos; Aron rarísima vez. En definitiva, el primero era un dionisíaco o, si se quiere, un romántico; y el segundo un apolíneo o un clásico{8}. A ese respecto, llegó a popularizarse la frase de que era preferible equivocarse con Sartre que acertar con Aron.

Trascendental fue su etapa en las universidades de Colonia y Berlin, donde se introdujo en el pensamiento filosófico y sociológico alemán: Georg Simmel, Ferdinand Tönnies, Karl Mannheim, Max Weber y Wilhelm Dilthey{9}. Fruto de esta etapa fueron sus dos primeras obras: La sociología alemana e Introducción a la filosofía de la historia. De la primera destaca su valoración positiva de Max Weber, sobre todo por su enfoque histórico de la sociología y su realismo político. En Introducción a la filosofía de la historia, Aron puso a punto una concepción del papel de las ciencias sociales y de la relación entre el científico social y la política. Inspirándose en Dilthey y en Weber, recuperó la tesis fundamental del historicismo alemán sobre las diferencias entre ciencias de la cultura y ciencias naturales, exaltando la necesidad de «comprensión» en las ciencias del hombre; desmontó las pretensiones científicas de las filosofías de la historia en su vertiente hegeliano-marxista, spengleriana y comtiana; y propuso una concepción de las tareas de la ciencia social. Dado que los éxitos históricos son indeterminados y dado que los actores históricos modifican el curso de la historia con sus decisiones y sus acciones, la tarea del científico social es la de favorecer las decisiones «razonables». Poniendo a disposición de los actores, estadistas o simples ciudadanos, el conocimiento acumulado sobre los «determinismos parciales» –es decir, las regulaciones descubiertas en los comportamientos o en las interacciones sociales–, el científico social puede ayudar a los hombres de acción a tomar conocimiento de los vínculos en los cuales se podría encontrar su actuación y hacer buen uso, es decir, un uso razonable, de su libertad de decisión{10}.

La estancia en Alemania de Aron coincidió con la llegada de Adolfo Hitler al poder. Junto a su amigo Golo Mann –hijo del autor de Muerte en Venecia– tuvo oportunidad de contemplar la quema de libros prohibidos en presencia de Joseph Goebbels delante de la Opera de Berlin{11}. Este fue uno de los acontecimientos que marcaron su orientación intelectual y política. En uno de sus primeros escritos, Aron caracterizó al nacional-socialismo como una «revolución antiproletaria», como una «revolución popular de derecha», cuya base social eran «las masas disponibles» movilizadas y unificadas por el partido, y que se rebelaban tanto frente a ciertas formas de capitalismo como de la «fatalidad de la proletarización». A sus ojos, el triunfo del nacional-socialismo era «una catástrofe para Europa, porque había reavivado una hostilidad casi religiosa entre los pueblos»{12}. Ante la amenaza hitleriana, Aron juzgó nocivas las enseñanzas de Alain, cuyo pacifismo y hostilidad hacia el Estado habían tenido como consecuencia la debilidad del sistema político francés e incluso de la propia nación francesa{13}. Por otra parte, Aron nunca creyó que tanto el fascismo italiano como el nacional-socialismo alemán fuesen simples emanaciones del poder burgués, como pretendía el marxismo más superficial. Los fascismos, a su juicio, no podían ser calificados de contrarrevolucionarios; eran auténticas revoluciones de derecha{14}. Como el comunismo, el nacional-socialismo era una «religión secular», producto de la dialéctica de la modernidad. Era la religión del «élan biológico», cuyo sujeto no era un ser racional, sino «un animal de presa»{15}. Se trataba igualmente de una consecuencia de las luchas entre las distintas generaciones, de los «jóvenes contra los viejos». El III Reich surgió, según Aron, de «la revuelta de un pueblo oprimido, nutrido de entusiasmo y de idealismo», que configuraba una Alemania «confiada en sí misma y en su porvenir»{16}. Este tipo de regímenes suponìan un auténtico reto histórico en los países democrático-liberales, porque una buena parte de sus poblaciones deseaban otro tipo de sistema político.{17}

Tras la derrota de Francia ante Alemania, Aron se trasladó a Londres y colaboró con el general De Gaulle, dirigiendo el periódico La France Libre. Sus relaciones con el estadista galo fueron, en algunos momentos, tensas, tanto durante el conflicto como después, sobre todo tras la instauración de la V República. Para Aron, De Gaulle siempre encarnó los peligros inherentes a la «tentación bonapartista»{18}. El propio De Gaulle afirmó que Aron «nunca fue un verdadero gaullista»{19}. En sus escritos de este período, Aron se centró en la crítica de los intelectuales franceses colaboracionistas, como Jacques Chardonne, Pierre Drieu La Rochelle, a quien calificaba de «romántico revolucionario»; Henri de Montherlant, Céline, &c.{20}

2. Liberal in partibus infidelium

Finalizada la contienda, era ya un liberal convencido. Años después se definiría como miembro de la «escuela de sociólogos liberales, Montesquieu, Tocqueville, a los cuales agrego Elie Halévy»{21}. No obstante, Aron fue un hombre de una formación intelectual muy amplia. De hecho, su lectura de Tocqueville y de Montesquieu fue más bien tardía. Sus primeros referentes fueron Marx y Weber; pero también Tucídides, Maquiavelo, Hobbes, Mosca, Pareto, Comte, Clausewitz, Schumpeter, Schmitt, etc, &c. En gran medida rechazó la influencia de Durkheim{22}. Desdeñó igualmente, desde el principio, a Charles Maurras y su escuela neomonárquica de Acción Francesa.{23} Sin embargo, valoró positivamente la obra de uno de los miembros de esa escuela, el historiador Jacques Bainville, sobre todo su libro Las consecuencias políticas de la paz.{24} Muy ambivalente fue su relación personal e intelectual con Carl Schmitt. En cierta medida, podemos considerar la obra de Aron no sólo como una reacción frente al marxismo y el fascismo, sino igualmente hacia la acusación de apoliticismo lanzada por el constitucionalista alemán frente al liberalismo. La obra de Schmitt fue conocida por Aron muy pronto, a lo largo de su estancia en Alemania; donde tuvo oportunidad de leer, entre otros, El concepto de lo político y Estado, Movimiento y Pueblo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Aron presentó, en La France Libre, a Schmitt como «uno de los teóricos oficiales del nazismo»{25}. Finalizada la contienda, Schmitt tuvo oportunidad de leer los primeros libros de Aron y mantener correspondencia con éste. No obstante, las reticencias del francés continuaron durante bastante tiempo. Fue el politólogo belga Julien Freund, a quien Aron dirigió su tesis doctoral sobre La esencia de lo político, quien supo acercar a los dos intelectuales{26}. Con el tiempo, Aron se mostró próximo, no sin reticencias, a la definición schmittiana de lo político, plausible, sobre todo, en tiempos de guerra{27}. Rechazó, sin embargo, algunos planteamientos de Schmitt defendidos en Teoría del partisano{28}. Ambos llegaron a conocerse en Tubinga. Finalmente, la opinión de Aron sobre Schmitt fue positiva: «Carl Schmitt nunca perteneció al partido nacional-socialista. Hombre de gran cultura, no podía ser nazi y nunca lo fue»{29}.

A partir de ahí, podemos considerar a Raymond Aron como un pensador de derecha, dentro de la tradición liberal francesa. Siguiendo a Thomas Sowell, entendemos por «derecha» aquella tendencia político-doctrinal que tiene por base una «visión» trágica del mundo, lo que se traduce en el pesimismo antropológico, en la defensa de las diversidades sociales y culturales, en el realismo político y en el reformismo frente a la revolución{30}. Y es que el hombre aroniano está condicionado no sólo por su pasado a lo largo de toda su existencia, sino por su naturaleza biológica: «Animal combativo entre los primates, el hombre, tal y como lo ponen de manifiesto los psicólogos, se mueve por impulsos –sexualidad, deseo de posesión, voluntad de valer– que le hacen entrar en competencia con sus semejantes y, de manera inevitable, en conflicto con alguno de ellos (…) En ese sentido, los filósofos no se equivocaban a la hora de considerar que el hombre es naturalmente peligroso para el hombre»{31}. Aron nunca creyó en la posibilidad de crear un «hombre nuevo», ya que rechazó tajantemente que pudiera trasformarse «la naturaleza humana en sus profundidades»{32}. Por otra parte, su inscripción en la historia es lo que «delimita el margen en el cual juega la iniciativa personal»{33}. Todo cambio cualitativo resulta imposible, puesto que antes de ser una conciencia libre, el hombre es un ser histórico, cuya libertad se encuentra limitada por fenómenos sociales tan diversos como la guerra, el capitalismo o la democracia. A ello se unía, desde el principio, un claro realismo político contrario a lo que denominaba «humanismo vulgar». Para Aron, la esfera de la política era una esfera autónoma donde se desarrollaban las relaciones de poder y de dominación, relaciones marcadas por las luchas incesantes entre individuos, clases y naciones, y cuyo envite siempre es el poder, en la doble forma de poder legítimo y poder de hecho: «Las relaciones entre los hombres, trátese de economía o de política plantean problemas específicos, irreductibles a las leyes abstractas de la ética (…) Las definiciones concretas están tomadas siempre a una realidad histórica y no al imperativo abstracto. En otros términos, o bien se permanece en el empíreo de los principios vanos, o bien se cae en la deducción de consecuencias precisas que no valen sino para un momento»{34}.

Tras un efímero paso por la política en el RPF gaullista, Aron se dedicó al periodismo, colaborando en Le Figaro y otros diarios y revistas. Fue uno de los fundadores de Les Temps Modernes, al lado de Sartre y Simone de Beauvoir; pero pronto rompió con sus antiguos amigos por profundas discrepancias de carácter político. En una de sus primeras obras de posguerra, Aron se planteó el problema de una posible conflagración atómica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, llegando a la conclusión de que la paz, dadas las circunstancias, era imposible, pero que, al mismo tiempo, la guerra resultaba improbable, por las terribles consecuencias que podría tener para el planeta una guerra de carácter termonuclear{35}. No obstante, el momento clave de la lucha contra el marxismo-leninismo fue su libro El opio de los intelectuales, cuyo objetivo fue denunciar el nefasto papel desempeñado por Jean Paul Sartre y otros intelectuales de izquierda, como Merleau-Ponty o Simone de Beauvoir, con su apoyo a los comunistas y su interpretación del marxismo. A su juicio, el marxismo se había convertido, para estos intelectuales, en una especie de religión secular, que sacralizaba una serie de mitos como el sentido predeterminado de la historia, el papel del proletariado, la revolución, la lucha de clases, &c. Aron predice, en esa obra, el «fin de la era ideológica»{36}. Sin embargo, Aron distinguió siempre entre el marxismo dogmático y superficial de los intelectuales como Sartre, que ignoraba los saberes de la ciencia económica y de la sociología, y que era, además, incompatible con el individualismo característico de la filosofía existencialista; o el marxismo imaginario de Louis Althusser y sus discípulos, de lo que él denominaba el marxismo de Marx. El marxismo vulgar o el marxismo «imaginario» estaba vinculado a un sistema filosófico utópico, es decir, al materialismo dialéctico, al análisis de las contradicciones sociales, la lucha de clases y la visión historicista de la sociedad, mientras que el marxismo de Marx se encontraba fundamentalmente en El Capital y en los análisis de la estructura productiva de la sociedad, es decir, al materialismo histórico. En ese sentido, Marx había aportado pautas de análisis científico de las sociedades capitalistas. No obstante, sostenía que esos análisis habían perdido vigencia temporal y valor científico; y que de él sólo quedaba su parte «religiosa», escatológica, es decir, utópica e ideológica, tal y como la defendían los regímenes de socialismo real tras la Segunda Guerra Mundial.{37}

Simone de Beauvoir, la inseparable compañera de Sartre, caracterizó a su antiguo amigo Aron como un representante más de un pensamiento de derecha caracterizado por el miedo al futuro. A Raymond Aron no le interesaba la defensa de los valores cristianos y humanistas; su objetivo era tan sólo «la derrota del comunismo». Era un maquivelista caracterizado por un «cinismo sin esperanza».{38}

Sin embargo, sus ataques no iban únicamente hacia la izquierda. Su adhesión a ese descarnado, gélido y, a la vez, lúcido realismo político se puso de manifiesto en su tratamiento de la cuestión argelina. A su entender, la visión tradicional de la grandeza de Francia era, en aquellos momentos, contraria al interés nacional. Por ello, aconsejó a los gobernantes una solución negociada con el Frente de Liberación Nacional y, en definitiva, al abandono de Argelia, en las mejores condiciones posibles. Y es que, en el exterior, la obstinación en vencer por las armas a los nacionalistas contribuiría al aislamiento internacional, a la reducción de la libertad de acción y su margen de iniciativa, al tiempo que comprometía irremediablemente los retos de la construcción europea. En el interior, contribuiría a agravar las disensiones y el desgarramiento de la conciencia nacional; además, constituiría una clara amenaza para las libertades políticas, que podría finalizar en la instauración de una dictadura militar. Francia no necesitaba ya un imperio, sino desarrollo industrial y social. El debate argelino no hacía más que marcar su paso de «potencia mundial a potencia continental»{39}.

A la altura de 1955, Aron accedió como profesor a la Sorbona en la Facultad de Sociología; y luego fue nombrado Director de Estudio en el Collège de France. A lo largo de este período elaboró su proyecto de renovación del liberalismo, con su teoría sobre la sociedad industrial, la visión realista del régimen de democracia representativa, su crítica a los sistemas totalitarios y del neoliberalismo de Hayek y su interpretación de la realidad internacional.

3. La sociedad industrial

Aron contrapuso la figura y la obra de Alexis de Tocqueville a las de Marx. El autor de La democracia en América no sólo había puesto de relieve la importancia de las ideas y su influencia en la realidad social, sino la autonomía del factor político frente al determinismo económico, así como la exaltación de la libertad como una opción, por la cual es preciso luchar política e ideológicamente. De la misma forma, Tocqueville había sabido prever la emergencia de la sociedad democrática, es decir, basada en la eliminación de las aristocracias hereditarias, la ciudadanía universal y la extensión del bienestar, el respeto a las libertades personales y a los procedimientos constitucionales: «ciudadanía burguesa, eficiencia técnica y derecho de cada cual para elegir el camino de salvación»{40}.

Desde esta perspectiva, Aron elaboró su concepción de la sociedad industrial, a la que definió como aquélla en que la gran empresa industrial era la forma de producción predominante. Esta sociedad tiene una serie de características universales: la gran empresa supone una economía progresiva con sostenida acumulación de capital; tiene necesidad de cálculo económico racional para invertir, comerciar, fijar precios de su producción, etc; la unidad productiva industrial introduce la división tecnológica del trabajo y crea un tipo de proceso laboral original; y produce, en fin, una significativa concentración obrera sobre los lugares de trabajo. En aquellos momentos, existían, para Aron, dos tipos de sociedad industrial: el capitalista y el soviético de economía planificada. En la capitalista, los medios de producción son objeto de propiedad privada; la regulación de la economía estaba descentralizada; el reparto de los recursos se regía principalmente por los mecanismos de las leyes de mercado; y el objetivo central de la economía consistía en la búsqueda de ganancias. En la sociedad de economía planificada, los medios de producción eran de propiedad estatal; la regulación estaba centralizada; el reparto de recursos se fijaba por el Plan; y el objetivo principal de la economía parecía ser el fortalecimiento del poder estatal. A pesar de esta diferencias, existían algunos caracteres comunes entre ambos modelos de sociedad industrial: la transferencia de la mano de obra de la agricultura a la industrial; el aumento de la producción global y el incremento de la cantidad de valor producido per capita; crecimiento de la productividad; voluntad de poseer más y vivir mejor; progresiva homogeneidad entre las distintas clases sociales. A ese respecto, Aron creía posible que el capitalismo estuviese cada vez más regulado por el Estado; y que el sistema soviético adoptase mecanismos de mercado{41}.

A juicio de Aron, la evolución de las sociedades industriales las alejaba cada vez más del modelo de análisis marxista tradicional. A causa de su complejidad, las sociedades industriales modernas presentaban una creciente heterogeneidad de los criterios de estratificación. Además, tales criterios no coincidían necesariamente, es decir, las posiciones de los individuos en las diversas jerarquías, de poder, de los ingresos, de la propiedad, del prestigio tendían a disociarse. Lo cual impedía la emergencia de conjuntos homogéneos, fácilmente detectables y de una conciencia y voluntad comunes, fundadas en la similitud de las condiciones socioeconómicas. Así, la lucha de clases cedía el paso a conflictos de intereses, a reivindicaciones parciales. No obstante, en los períodos de crisis, los estratos tenían tendencia a transformarse en clases, tomando conciencia de sí y actuando mediante organizaciones sindicales y partidos{42}.

4. Democracia y totalitarismo

A nivel político, la sociedad industrial no implicaba una determinación unívoca del régimen de Estado. No existía, a juicio de Aron, una determinación unilateral de lo social sobre lo político; más aún, el régimen político era el fundamento del grado de conciencia, personalidad y organización de las clases sociales y del sistema económico. En consecuencia, la característica esencial de cada sociedad industrial dependía de lo político; y las sociedades industriales se diferenciaban por la organización de los poderes públicos{43}.

Por una parte, se definen los regímenes constitucional-pluralistas, en los cuales las libertades y los derechos son salvaguardados por la división de poderes establecida por la constitución y por la heterogeneidad de los grupos sociales múltiples, representados por diversos partidos políticos en competencia entre sí. El sociólogo galo se jactó, en ese sentido, de «despoetizar» y «desencantar» la idea democrática. A su entender, la democracia era «el único régimen que confiesa o, mejor aún, que proclama que la historia de los Estados está y debe estar escrita en prosa y no en verso».{44} Para Aron, la democracia se define sociológicamente como «la organización de la competencia pacífica como miras al ejercicio del poder»; y no por la soberanía del pueblo, concepto de Aron calificaba de «malabarismo ideológico», ya que era imposible definir qué era el pueblo. Ideas como la «voluntad general» de Rousseau, podían llevar a la «dictadura del pueblo» o, mejor dicho, a la de «aquellos que dicen representarlo». La competencia electoral era la traducción posible de la idea de soberanía popular. Lo fundamental era, en ese sentido, el respeto a las minorías y la aceptación del compromiso de respetar la competencia pacífica{45}.

Por el otro lado, el sistema soviético se basa en un régimen de partido único o monopolístico, que se legitima por el proceso de revolución permanente que intenta llevar a cabo. La capacidad de acción del partido único es casi ilimitada en su voluntad de transformar la sociedad, como reflejaba la experiencia de la URSS; y llevaba a la supresión de todos los grupos independientes o de los grupos intermedios; el dirigismo ideológico e incluso el terror. En la sociedad industrial, se podía optar entre los regímenes constitucional-pluralistas y los de partido único; no imponía ningún sistema concreto. Ello explica por qué un país tan desarrollado como Alemania escogió el camino del nacional-socialismo. Las economías y las sociedades occidentales y la soviética tendían a aproximarse social y económicamente, pero ello no significaba que evolucionaran hacia la democracia liberal. En realidad, una sociedad capitalista podía evolucionar hacia regímenes de partido único; y que la soviética se transformase en pluralista{46}.

A pesar de admitir y denunciar los defectos de los regímenes constitucional-pluralistas y de jactarse de haber desmitificado la democracia, sobre todo con sus críticas a la hegemonía de las oligarquías políticas y sociales, Aron fue siempre un fervoroso partidario de las instituciones de la democracia parlamentaria. Un régimen constitucional-pluralista era preferible a los del monopolio político, cuyos defectos eran esenciales. La justificación más pertinente de la democracia liberal no radicaba en la eficacia de los hombres que se gobiernan a sí mismos, sino en la protección que aporta contra los excesos de los gobernantes, los límites y controles del poder. La democracia liberal era incompatible con la revolución, porque consideraba que las decisiones políticas eran revocables y aceptaba recíprocamente las diferencias en busca de un consenso común. Por otra parte, las llamadas «libertades formales» eran muy importantes a la hora de garantizar las conquistas sociales y el principio de igualdad. La democracia liberal tenía por fundamento, no el optimismo, sino la «filosofía de la desconfianza»{47}.

Por otra parte, las sociedades industriales capitalistas se caracterizaban por la ausencia de una clase dirigente en sentido estricto, ya que, en su seno, las categorías dirigentes se encuentran divididas y compiten entre sí. Estas elites –propietarios de los medios de producción, gestores o administrativos, líderes de masas, altos funcionarios, políticos, intelectuales, &c.– no son sólo distintas, sino que están en lucha; de lo cual se deduce que la clase dirigente sufre una «desintegración» en una especie de «guerra fría permanente» o de coexistencia pacífica entre grupos dirigentes. Por el contrario, en las sociedades de tipo soviético, estos grupos tienen tendencia a identificarse y a confundirse, reagrupándose bajo una «autoridad temporal y espiritual»{48}.

5. Frente al neoliberalismo

A diferencia de Hayek o Von Mises, Aron no condenó el Estado benefactor; y apoyó las políticas keynesianas. En alguna ocasión, se autodefinió como «keynesiano con alguna inclinación al liberalismo»{49}. Aron creía que los efectos del Estado benefactor eclipsarían cualquier forma apoyo a proyectos revolucionarios y difundirían entre las masas, sobre todo obreras, el escepticismo político. De ahí su referencia a un posible fin de las ideologías y de las religiones seculares, como el marxismo-leninismo. De hecho, Aron no recató sus críticas al liberalismo hayekiano. Aron estimaba que su concepción negativa de la libertad excluía ideas que los hombres del siglo XX asociaban comúnmente a la idea de libertad. En primer lugar, la libertad comprendida como participación en el orden político, la libertad nacional o la libertad concebida como poder del individuo o de la colectividad para realizar sus propios fines. Para Aron, el concepto de libertad negativa no rendía suficiente cuenta de las diferentes modalidades de las relaciones interhumanas. Su definición no permitía distinguir claramente entre las influencias coactivas y no-coactivas. Algo que resultaba indispensable, ya que toda vida en sociedad implicaba una coordinación de actividades individuales, exigentes, no sólo de reglas, sino igualmente, como había señalado los teóricos de las elites, de una jerarquía de autoridad. Así, la definición hayekiana de la coacción, por su carácter excesivamente general, asimilaba bajo la misma categoría todas las actividades sin preguntarse suficientemente si disfrutaba o no de consentimiento. Si se reconocía la importancia crucial del consentimiento, ello conducía a introducir, entre la libertad-actividad personal y la coacción, una categoría neutra, porque el individuo, en tales situaciones, no era ni libre ni verdaderamente coaccionado, puesto que reconocía la necesidad o la legitimidad del mando, de la dominación. Reducir la libertad a la ausencia de coacción parecía al sociólogo francés muy problemático. Ciertamente Hayek no desconocía el hecho de que la vida en sociedad exigía un cierto número de coacciones, pero consideraba que, en una sociedad libre, el gobierno de los hombres debía atenuarse lo más posible ante el reino de la ley que se impone a todos en razón de su abstracción y de su generalidad. La libertad se confunde entonces con la obediencia a leyes impersonales como la sola condición de que las leyes no sean opresivas. Como sociólogo, Aron responde a la idea hayekiana diciendo que si se reconoce que la ley general esconde una voluntad humana, entonces la oposición sobre la que se funda el conjunto de su doctrina queda muy debilitado. Porque, en el fondo, la perspectiva hayekiana daba a los grupos sociales y económicos dominantes un derecho moral de veto sobre la legislación. La incapacidad del liberalismo hayekiano para justificar la distinción entre ley impersonal y mando, porque convertía a las leyes generales en poco menos que leyes naturales. El liberalismo, tal y como la concebía Hayek, no podía explicar la esencia de lo político. La exclusión a priori de la libertad positiva, como garantía de participación política y como voluntad de independencia nacional, le parecía al sociólogo francés difícilmente sostenible. Aron estimaba que existían motivos si no razonables, sí, al menos, inteligibles en la primacía dada por algunos a la independencia de su nación por encima de sus libertades individuales. Mientras en el liberalismo de Hayek no aparece el tema de las reivindicaciones nacionales, Aron las acepta a condición siempre de poder medir los riesgos políticos y para la libertad individual que pueden comportar los movimientos de emancipación nacional. De esta manera, Aron dejaba abierta la cuestión de saber como plantearse el problema de la libertad nacional desde una perspectiva liberal. Más crítico se muestra aún Aron con el liberalismo económico de Hayek. Para el sociólogo francés, la competición económica y la competición política no se armonizan de forma espontánea; y no constituyen, de hecho, dos modalidades de una sola e idéntica lógica. Por el contrario, existe una relación dialéctica entre un régimen económico de pura concurrencia y un régimen de competición política. Lejos de acompañar como una sombra al sistema económico liberal, la libre competición política permite a los individuos y a los grupos sociales protestar contra las consecuencias de la libre concurrencia económica. Si la competición política no conduce inevitablemente a la destrucción del principio de libertad económica, favorece, sin duda, la instauración de una economía mixta. Esto no es, como señalara Hayek, producto de una alteración inventada por los ideólogos socialistas, herederos del constructivismo de Saint-Simon y sus seguidores, sino que se inscribe en la propia lógica de los sistemas de democracia pluralista. La cuestión es entonces saber hasta donde debe llevar esta regulación, para que no ponga en peligro las libertades fundamentales y la eficacia económica. En cualquier caso, Aron cree que el liberalismo económico sin trabas resulta incompatible con la democracia, es decir, con el sistema de competición política. Estaba convencido de que el régimen político competitivo conducía de manera casi fatal a un sistema de economía mixta; y que un liberalismo económico como lo concebía Hayek y otros liberales de su escuela conducía a la dictadura política. Existían, sin embargo, puntos de convergencia ocasionales entre Aron y Hayek. El sociólogo francés se apoyó en algunos planteamientos liberales clásicos hayekianos para mostrar a las democracias occidentales la necesidad de respetar exigencias esenciales de la tradición liberal, como la libertad de pensamiento y el respeto a los derechos individuales. Sin embargo, el liberalismo de Hayek reposaba, para Aron, sobre una base filosófica limitada e insatisfactoria. Y es que cuando Aron invocaba el fin de las ideologías designaba no sólo al marxismo dogmático, sino también al «otro sistema global de interpretación», es decir, a «los liberales a lo Hayek»{50}.

6. En torno a la anarquía internacional

Relacionado con todo lo anterior, otra de las grandes deficiencias de la perspectiva hayekiana, a juicio de Aron, era la ausencia de análisis de la política exterior. Y es que era precisamente el ámbito de la política exterior donde se mostraba la dificultad de perseguir hasta el fondo el ideal hayekiano de una libertad garantizada por las leyes. Por su propia naturaleza, la política exterior se encuentra reservada al dominio de los hombres, no de las leyes. La existencia del poder de decidir sobre la paz y la guerra, es una de las consecuencias de la anarquía internacional. Es esta una circunstancia que debilita bastante la posibilidad de sustituir el gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes{51}.

Como en el resto de su obra, Aron se mostró como un realista confeso, postulando la sociología histórica como método de análisis. Su punto de partida fue que el estado de naturaleza –o de guerra potencial– en el ámbito interior de los Estados es sustancialmente diferente cuando se trata de relaciones entre Estados. Allí los ciudadanos se subordinan a la ley; por el contrario, en las relaciones internacionales, «las unidades políticas se esfuerzan por imponerse unas a otras su propia voluntad. En las relaciones internacionales no existe una instancia a la cual cada Estado tenga que subordinarse; no existe un poder central. Cada Estado es una unidad autónoma y, en consecuencia, se encuentra en su misma naturaleza la lucha por su supervivencia. Los Estados reclaman su derecho a imponer la propia voluntad. Por ello, y en función de vivir en ese estado de naturaleza internacional, la finalidad de cada una de las unidades políticas era la seguridad; en última instancia, su supervivencia. Y ésta se logra utilizando la violencia como medio, no sólo durante la guerra, sino igualmente en tiempos de paz. De ahí que Aron distinga entre «violencia simbólica» –o»diplomacia de cañoneras»– y la violencia clandestina –terrorista o partisana– a la cual ve como una de las características del siglo XX. Los Estados tienen dos tipos de objetivos: los eternos, es decir, su supervivencia, o sea, la seguridad, el poder y la gloria; y los objetivos históricos, que varían de acuerdo a las circunstancias, y que pueden ser la importancia militar o la estrategia adoptada, las ventajas espacial-demográficas y los beneficios espacial-económicos. A ese respecto, Aron definía el sistema internacional como «el conjunto constituido por una serie de unidades políticas que mantienen entre sí relaciones regulares y que son todas susceptibles de verse implicadas en una guerra general». Son miembros de pleno derecho del sistema internacional aquellas unidades que pueden ser tenidas en cuenta en sus cálculos de fuerza, por los responsables de los principales Estados. Este sistema internacional posee una estructura que es siempre oligopolística y que se rige por equilibrio de poder. Hasta la era nuclear, éste se había caracterizado por una multiplicidad de actores que jugaban este juego de equilibrios. Por ello, la distinción básica que había de hacerse respecto de la configuración del sistema era la de multipolaridad o bipolaridad. En la primera, son posibles diversas combinaciones de equilibrio; mientras en la segunda, las posibilidades de dos unidades sobrepasan absolutamente a las de las demás, de manera que el equilibrio ya no es posible más que a través de la formación de dos coaliciones a las cuales los Estados medianos o pequeños deben sumarse. Este sistema bipolar implica una jerarquía de hecho, que permite a las grandes potencias intervenir en los asuntos del resto, modelando el sistema, mientras que los otros intentan adaptarse a él. A juicio de Aron, la paz no es un horizonte al que los hombres llegarán, sino simplemente «la suspensión más o menos duradera de las modalidades violentas de la rivalidad entre unidades políticas». La paz está fundada no en el deseo, sino en el poder y tiene distintas categorías de relación de fuerza: paz de equilibrio, paz hegemónica, paz imperial, &c. Esta clasificación de paces conlleva la clasificación de las guerras: interestatales, supraestatales o imperiales, infraestatales o infraimperiales. La reflexión sobre los principios de la paz lleva al sociólogo francés al tema de la paz por el terror, que es la que «reina o reinaría entre unidades políticas, cada una de las cuales tiene o tendría la capacidad de ocasionarle a otra daños mortales». Tratando de comprender el funcionamiento del sistema, Aron llegó a percibir la existencia de otras relaciones que, autónomamente, también existen en el ámbito internacional. La existencia de la sociedad transnacional fue otro de los significativos aportes de Aron. La sociedad transnacional se manifestaba por «los intercambios comerciales, las migraciones de individuos, las creencias comunes, las organizaciones que trascienden más allá de las fronteras y por las ceremonias y competiciones abiertas a los miembros de esas unidades»{52}.

Con posterioridad, el interés de Aron se centró en la figura y en la obra de Carl von Clausewitz. La preocupación que le llevó al estudio del pensador alemán fue la concepción que éste elaboró de la guerra absoluta y de la guerra total, a las cuales podía acercarse cada vez más la guerra real, con el agravante de la existencia de las armas nucleares. Su visión del estado de naturaleza le imponía la inquietud acerca de lo que los hombres podían hacer si la política no guiara el conflicto entre Estados. De ahí que el objetivo implícito de su obra Pensar la guerra fuese destacar que la propuesta de Clausewitz consistió en advertir que la política –o la inteligencia del Estado personificado– debía guiar los pasos militares como un instrumento de acción estatal. A juicio de Aron, lo que aún salvaguarda al hombre de su propia autodestrucción es, justamente, la fórmula elaborada por Clausewitz: poner a la guerra bajo la subordinación de la política. No obstante, quedaba aún por dilucidar si la política podría a su vez ser controlada o si responde a una lógica más allá de los sentimientos, pasiones o intereses personales de las elites políticas. La política representa a la inteligencia del Estado personificado, aunque de ello pueda desprenderse el problema de hasta qué punto puede personificarse el Estado. En ese problema, Aron reconocía que la dirección de un Estado sufre múltiples influencias ajenas a la inteligencia; y que, de la mano del concepto clausewitziano , puede llegarse a lo que se denomina «interés nacional», que debería guiar las acciones de los Estados en esa política internacional que aún permanecía en estado de naturaleza. A ese respecto, Aron lamentaba que «los Estados no se parezcan más a personas inteligentes»{53}.

En un contexto bipolar como el salido de la Segunda Guerra Mundial, Aron fue un partidario ferviente de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea. En su opinión, los europeos, a causa de su debilidad, tan sólo tenían dos opciones: defender su propia independencia e intentar influir en los acontecimientos a través de su alianza con Estados Unidos{54}. Lo cual no significaba que el Estado-nación estuviera ya sobrepasado, aún disponía de múltiples posibilidades{55}.

7. De Mayo del 68 a la Europa decadente

Estas y otras opiniones valieron, entre los círculos de la izquierda, a Raymond Aron la fama de pensador de la «guerra fría», al servicio de los intereses norteamericanos. Para no pocos, Aron era el maestro de Henry Kissinger, quien, por cierto, lo consideraba un «gran sociólogo y politólogo»{56}. No menos polémicas fueron sus opiniones sobre los sucesos de mayo de 1968. A su juicio, aquellas revueltas estudiantiles carecían totalmente de objetivos políticos: el 68 debía entenderse simplemente como una representación teatral callejera colectiva, como un «psicodrama» o un «delirio verbal»; era una «revolución introuvable»{57}. Esta interpretación fue muy mal recibida por el conjunto de las izquierdas. Aron fue boicoteado en sus clases universitarias; lo que fue apoyado por Jean Paul Sartre{58}. En el fondo, para Aron, los sucesos de mayo podían interpretarse igualmente como una consecuencia de la dialéctica de la modernidad, que generaba las «desilusiones del progreso». Aquella revuelta libertaria en el interior de las sociedades industriales liberales era producto de las contradicciones características del Occidente industrializado, entre «las ideas democráticas y las estructuras semiautoritarias de las instituciones». «La igualdad de los ciudadanos debe transigir no solamente con la desigualdad de renta, sino la jerarquía de los poderes y del prestigio»{59}.

Por aquel entonces, hubo de abandonar Le Figaro, por discrepancias con su editor; y comenzó a colaborar en L´Express. Aron se mostraba muy pesimista con respecto al porvenir de las democracias europeas. Las sociedades industriales avanzadas del continente se veían amenazadas no sólo, en el exterior, por la Unión Soviética, cada vez más agresiva y militarizada, sino por las crisis demográficas y económicas, por la posibilidad de una alianza entre comunistas y socialistas, la decadencia de las instituciones tradicionales, como la Iglesia y el Ejército, y los sentimientos igualitaristas{60}. Políticamente, apostó por Valery Giscard D´Estaing, en contra de François Mitterand, cuyos planteamientos izquierdistas rechazó permanentemente en la prensa{61}. A pesar de todo, no se encontró solo o aislado. En torno a su figura y sus ideas, se agruparon intelectuales como Jean Baechler, Jean Claude Casonova, Annie Kriegel, Pierre Manent, Raymond Boudon, Kostas Papaionnaou, &c. Aron fue el fundador de la revista Commentaire, en cuyo comité tan sólo figuraba un autor de lengua española como Mario Vargas Llosa. No obstante, Aron manifestó permanentemente no querer ser «un jefe de secta», negando la existencia de una escuela «aroniana»{62}.

8. Aron y España

España no ocupa un lugar destacado en la obra de Raymond Aron. Lo cual era explicable dada la personalidad y los objetivos del intelectual galo. España ha suscitado el interés de escritores franceses como Maurice Barrès, Henri de Montherlant o Georges Bernanos, seducidos por el esteticismo y el folkrorismo romántico{63}; pero no de filósofos y sociólogos como Aron, preocupados por cuestiones políticas y sociológicas, en particular por los conflictos de hegemonía entre las grandes potencias, entre las que España no figuraba. Hasta el estallido de la guerra civil, España no aparece en su horizonte intelectual. En un principio, su opción fue muy clara. En sus memorias, confiesa que estuvo «de todo corazón a favor de los republicanos españoles». Entre sus amistades, el apoyo a la República no admitió la menor vacilación. André Malraux, Eric Weil, Robert Marjolin, Alexander Koyré y Alexander Kojève fueron fervientes republicanos. Ahora bien, la opción republicana se le fue haciendo sospechosa por el apoyo de la Unión Soviética al régimen español. A ese respecto, acabó juzgando razonable y realista la posición neutralista del gobierno francés: «¿Puede el jefe de un gobierno democrático comprometer a su país en una acción que lleva aparejada un riesgo de guerra y que la mitad del país no juzga de acuerdo con el interés nacional?». Finalmente, consideró, como su amigo Golo Mann, que la sociedad española, profundamente dividida y subdesarrollada, no estaba preparada para una democracia de corte liberal; y que el largo reinado de Francisco Franco respondía a una «necesidad trágica»{64}. En su obra Paz y guerra entre las naciones, consideró que la victoria militar de Franco fue consecuencia de su superioridad militar más que de la «discordia en el campo republicano»{65}. Desde su perspectiva liberal y realista, el régimen nacido de la guerra civil fue siempre, a su juicio, un mal menor, susceptible de evolución y mejora. De ahí que juzgara que si bien la España de Franco no contribuyó, a lo largo de la guerra mundial, a la victoria de los aliados, tampoco lo hizo a favor del Eje. Y es que la guerra civil española podía considerarse como «el preludio de la guerra europea, pero de la que comenzó en 1941 más que de la que estalló en 1939»{66}.

A lo largo de su obra, el régimen de Franco fue objeto de algunos de sus análisis y reflexiones políticas y sociológicas. A diferencia de no pocos intelectuales europeos de la época, Aron nunca creyó que el régimen español pudiera ser conceptualizado con un mínimo de rigor como fascista. A su entender, fue en todo momento el clásico régimen autoritario y conservador. Lo era tanto por las bases sociales que le servían de sustento como por las instituciones y la ideología que contribuían a su legitimación. El franquismo había reemplazado a «un régimen parlamentario, fue financiado y sostenido por los privilegiados (grandes propietarios, industriales, Iglesia, ejército), obtuvo la victoria en los campos de batalla de la guerra civil gracias a la tropas marroquíes, a la participación de los carlistas, gracias a la intervención italiana y alemana», «la ideología contrarrevolucionaria, familia, religión, autoridad»{67}. Como politólogo, Aron destacaba la inexistencia de un partido único en la España de Franco, su carácter apartidista, a diferencia de la Alemania nazi, de la Italia fascista y de la Rusia soviética, y en coincidencia con el Portugal salazarista y la Francia de Vichy{68}. De ahí que no pudiera ser considerado como un régimen totalitario, sino «autoritario en nombre de la idea que se hace de España y de la doctrina de legitimidad que proclama, aceptando grupos organizados de los cuales ninguno, Falange, Iglesia, ejército o sindicatos es considero el soporte exclusivo del Estado». La tolerancia del régimen hacia una determinada «pluralidad de fuerzas», pero no a un pluralismo político efectivo, planteaba, a su juicio, el problema de «en qué medida puede combinarse el pluralismo de las organizaciones familiares, regionales y profesionales con la negación de los partidos»{69}. Destacaba igualmente Aron la influencia de la Iglesia católica, cuyo papel social se encontraba vinculado al «mantenimiento de la estructura social», y que tenía su explicación en la lentitud del desarrollo económico industrial{70}. De todas formas, Aron consideraba al régimen de Franco menos conservador que el portugués de Oliveira Salazar, ya que encerraba en su interior «ciertos elementos de fascismo moderno, aun cuando sólo el movimiento falangista presenta similitudes con el fascismo italiano»{71}.

A partir de los años cincuenta, Aron reconoció que la sociedad española iba entrando progresivamente en la sociedad industrial{72}. En 1964, el pensador francés participó, en Nápoles, en un Coloquio organizado por el Centre de Sociologie Europèene, donde se trató el tema de los problemas de desarrollo económico en las sociedades mediterráneas. Allí debatieron, junto al sociólogo galo, economistas españoles como Ramón Tamames, José Luis Sampedro y José Luis Sureda. En su disertación, Aron comentó las ponencias de aquellos economistas y llegó a la conclusión de que España había entrado en «la vía de la modernización; está a punto de salir del semiaislamiento económico e industrial, que ha sufrido durante largos años». «Una revista inglesa, hace ya algunos meses, escribía que el próximo milagro económico será España. Anticipación acaso audaz, dado que los obstáculos a superar son todavía considerables, pero que no deja por ello de mostrar las perspectivas abiertas a la España del inmediato futuro». Ahora bien, Aron resaltaba que la modernización española no se realizaría plenamente sin una «reforma intelectual y moral», «de la que el desarrollo de los estudios económicos y sociológicos no es más que un aspecto». Una reforma que se realizaría «inevitablemente en comunidad con Europa»{73}.

De ahí en adelante, Aron propugnó en la prensa francesa la «conversión progresiva» de España en una sociedad liberal, mediante el incremento de las relaciones comerciales y militares con Francia y los demás países europeos. Y es que no tenía ningún inconveniente en reconocer que el régimen español era cada vez «más liberal». Sin embargo, estimaba que su adhesión al Mercado Común, tal y como propugnaba el general De Gaulle, resultaba «más compleja», ante todo por razones de carácter político. Porque, pese a su clara evolución en sentido liberal, el régimen español no había transcendido aún su «origen trágico», ni había garantizado una reconciliación efectiva entre los españoles. Por todo ello, no podía formar parte de una Comunidad que «no estaba fundada sobre un dogma, sino que no puede existir sin el consentimiento de los pueblos y el respeto a las libertades fundamentales». A ese respecto, reprochaba al general De Gaulle su proclividad hacia el régimen de Franco, algo que entraba en contradicción con su trayectoria política anterior, como antiguo líder de la Francia libre{74}.

La prensa española, y en particular el diario ABC, siguieron detenidamente los pasos de Aron, sobre todo su análisis de los sucesos de mayo de 1968. ABC presentaba al sociólogo galo como «una de las primeras cabezas de Francia» frente a «los ingenuos panegiristas españoles de la revolución de mayo»{75}. Los corresponsales del diario monárquico, José Julio Perlado, Enrique Laborde, Roberto Arenzaga y Juan Pedro Quiñonero, solían difundir sus opiniones sobre la realidad política francesa y europea. En concreto, disfrutó de un amplio relieve sus críticas a las revueltas estudiantiles de mayo de 1968, destacándose su lucha en «una batalla de doble ala: contra el extremismo izquierdista permanente de la intelectualidad francesa, que solo gusta de la revolución, y el extremismo derechista de quienes, inmovilistas, no quieren comprender que ha llegado la hora de reformar sus estructuras antes de que otros las tiren por la ventana de la primera Bastilla que surja»{76}. Aron veía en aquellos sucesos una suerte de «nostalgia pujadista de la sociedad preindustrial y una aspiraciòn futurista de una sociedad postindustrial, que aún no ha llegado a Francia, porque Francia sigue siendo pobre»{77}. Tras los sucesos de mayo, sentenciaba: «Nadie ha salido engrandecido y Francia, en cambio, sale vencida».{78}

Con motivo del célebre proceso de Burgos, contra algunos militantes de la organización terrorista ETA, Aron interpretó las campañas de las izquierdas francesas a favor de los independentistas vascos más como fruto de su animadversión hacia el régimen español que de apoyo a una etnia supuestamente oprimida. Y es que era preciso reconocer que el Estado francés se caracterizaba por un «ardor centralizador» tan firme como el de los gobernantes españoles; y que se había caracterizado por su clara hostilidad hacia las lenguas y las etnias minoritarias. Aron volvía a reconocer los progresos experimentados por España, que la configuraban como una «España europea». Y, por ello, criticaba el aislamiento propugnado por las izquierdas francesas, que no era sólo fruto de una «condena hipócrita», sino un error estratégico que favorecería el empecinamiento de los partidarios más irreductibles del régimen autoritario frente a los reformistas{79}.

Cuando salió a la luz, a comienzos de 1968, el dominical de ABC, Aron figuró, al lado de Toynbee, Russell, Koestler, Marcel, Malraux, Cau, Moravia, Montanelli, Dos Passos, Samuelson, etc, entre sus colaboradores más asiduos. A lo largo de varios años escribió, en sus páginas, acerca de los más variados temas: la política francesa tras De Gaulle, Nixon y el asunto Watergate, Jean Monnet, el socialismo europeo, la figura de Jacques Chirac, las relaciones entre palestinos e israelíes en Oriente Medio, etc, &c. Con posterioridad, Aron colaboró igualmente en el diario ABC.

En las postrimerías del régimen de Franco y con la vista puesta en las consecuencias políticas e internacionales de la revolución de los claveles en Portugal, el sociólogo francés destacó las diferencias entre salazarismo y franquismo, al igual que entre las sociedades española y portuguesa. Pese a que Salazar no había llegado al poder, como Franco, tras una sangrienta guerra civil, ni él ni su sucesor Marcelo Caetano propiciaron un milagro económico como el logrado por los dirigentes españoles. Además, el salazarismo se empecinó en la defensa del imperio colonial, mientras que el franquismo había renunciado pragmáticamente a su protectorado marroquí. No obstante, juzgaba negativamente la influencia de la revolución portuguesa en España, porque daba argumentos a los conservadores y producía inquietud entre los reformistas. Sin embargo, por fortuna para España, los partidos de la oposición de izquierdas eran diferentes. En particular, mientras el comunismo portugués era abiertamente prosoviético, el español se mostraba abierto y posibilista. En España, grupos terroristas como el FRAP o ETA no eran representativos de la oposición antifranquista. En tal contexto, Aron estimaba que el régimen español no sobreviviría a Franco; de ahí que tanto Europa como Estados Unidos deberían seguir un criterio realista, favoreciendo a los reformistas y dejando de lado a los grupos «ligados al pacto infernal de la muerte»{80}.

Tras la muerte del general Franco, Aron no dudó en enfrentarse a las izquierdas que acusaban al régimen español de totalitario, mientras apoyaban a la Unión Soviética. Y es que la España de Franco, a diferencia de la Unión Soviética, había reconstruido la sociedad civil y se encontraba en consecuencia, más próxima al liberalismo que los regímenes de socialismo real: «En la España franquista los estudiantes y los intelectuales no fingían ser franquistas a la manera de los estudiantes y los intelectuales de Europa del Este deben manifestar su adhesión al marxismo-leninismo. Los estudiantes de Madrid no disimulaban en modo alguno sus opiniones más o menos marxistas; las obras de Marx y de sus discípulos se vendían en todas las librerías (lo mismo ocurría en Portugal)»{81}.

Con motivo del referéndum sobre la reforma política, Aron criticó a la oposición de izquierdas por propugnar la abstención, ya que tanto el gobierno como el joven monarca habían tomado claramente la iniciativa en el proceso de liberalización. Pese a ser el heredero de Franco, Juan Carlos I representaba, por su acción y por sus propuestas, «todo lo contrario, un régimen abierto a todos los españoles, donde desaparecería la distinción entre vencedores y vencidos de la guerra civil». De igual forma, Aron pronosticaba que el Partido Comunista sería finalmente legalizado. No obstante, pensaba que «la prueba decisiva» se les presentaría a los nuevos gobernantes el día de las elecciones generales, «en las que los elegidos deberían acordar a la vez sobre la Constitución del porvenir y sobre los hombres destinados a conducir el cambio»{82}. Aron comparó a Adolfo Suárez con el griego Constantino Caramanlis{83}; y llegó a la conclusión de que Juan Carlos I había sabido tomar la iniciativa de las reformas para conseguir la instauración de una «monarquía democrática (o a una democracia con un rey que reina, pero no gobierna)»{84}.

En una entrevista concedida al diario ABC, Aron profetizaba que si los socialistas se unían a los comunistas, como había ocurrido en Francia, estarían «haciendo imposible su acceso al gobierno durante muchos años». Al serle preguntado por el papel de Francia en la «transición» española, Aron contestó que «ninguna»: «Ustedes forman una nación madura, capaz de decidir por sí misma. El Gobierno francés colaborará, eso sí, con España en la OTAN y la Comunidad Europea». Confesaba que lo que le hubiera gustado era «aconsejar al PSOE en sentido totalmente contrario a los consejos de Mitterand». Y, en ese sentido, opinaba que la izquierda debería «actuar de forma moderada en beneficio propio. No, tampoco hay razón alguna para hacer la revolución en España». Luego, en una conferencia celebrada en el Club Siglo XXI, Aron propugnó una «etapa intermedia de liberalización» como garantía de «una transición pacífica».{85}

Frente a la ofensiva terrorista de ETA, que amenazaba con desestabilizar la nueva democracia española, Aron criticó abiertamente la actitud del gobierno francés y propugnó «la unificación del espacio judicial europeo». Francia debía evitar, en ese sentido, «presentar como héroes a los terroristas que se esfuerzan en desestabilizar una democracia»; tampoco podía dejar que su territorio se convirtiera en «refugio temporal» o en «base de campaña» de los terroristas{86}.

La victoria de Felipe González en las elecciones de octubre de 1982 no fue mal recibida por Aron. La interpretó como un triunfo del «centro», que había logrado desarmar a los adversarios de la democracia. No creía que existiese peligro de un golpe de Estado militar como en febrero de 1981. Consideraba que Alianza Popular, bajo el liderazgo de Manuel Fraga, era «un partido de oposición democrática», aunque hubiese sido votado por sectores nostálgicos del franquismo o fieles a la España tradicional. La derrota del PCE confirmaba «el declive del marxismo-leninismo»{87}.

Aron no estuvo muy familiarizado con la literatura ni con la filosofía española. Entre sus autores españoles favoritos, se encontraban Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset. Con respecto al primero, alabó su decisión de mantenerse «por encima de la contienda, convencido –y con razón– de que no podría vivir en España fuera cual fuese el bando victorioso, ni en la España de Franco, ni en la de los republicanos, gangrenada por los comunistas»{88}. Sin embargo, no parece que se tomase muy en serio su faceta de pensador político. En concreto, su objeción al sufragio universal directo podía considerarse, en un principio, como «una excelente idea», pero que «apenas tiene alguna oportunidad de ser aplicada, pues las ideas políticas tienen su propia lógica». «A partir del momento en que se entra en ese sistema, no hay razón para detenerse»{89}. Sin demasiada convicción, recogía las opiniones del escritor español sobre los «caracteres nacionales», defendidas en su conocido libro Franceses, ingleses y españoles.{90}

Aron tomó más en serio, no sin razón, a Ortega y Gasset. El sociólogo galo conoció personalmente al filósofo español en París, en 1951, a través del historiador Luis Díez del Corral, devoto, como Aron, de la figura de Alexis de Tocqueville. Hablaron del mundo hispanoamericano y de la teoría orteguiana de la mujer criolla{91}. Según Díez del Corral, Aron no conocía a fondo el pensamiento de Ortega, pero había leído La rebelión de las masas{92}. Aron consideraba esta obra de Ortega como un «libro clásico» y le divertía sobremanera la frase del pensador español que relacionaba el ser de izquierda o de derecha como formas de «hemiplejía moral»{93}. En su obra Las desilusiones del progreso, Aron se hizo eco de las críticas orteguianas al feminismo teorizado por Simone Beauvoir en El segundo sexo. Destacaba, además, su oposición a la creciente masificación de las sociedades occidentales, que contraponía a las opiniones revolucionarias de Jean Paul Sartre{94}. Ya en su primera obra hizo mención a la «rebelión de las masas».{95}

De hecho, tanto la revista Commentaire como el diario español ABC publicaron un ensayo inédito de Aron dedicado a La rebelión de las masas. Se trataba del texto de una conferencia que el pensador galo había proyectado pronunciar en mayo de 1983 en el Instituto Ortega y Gasset de Madrid, con motivo del centenario del nacimiento del filósofo español, y que la muerte le impidió realizar. Aron no dudaba en calificar al filósofo español de «maestro del pensamiento»; y lo comparaba con Benedetto Croce. En la conferencia, Aron confesaba haber leído el libro por vez primera en 1932, «en una traducción alemana durante el ascenso del movimiento hitleriano». Para Aron, Ortega era un pensador «antirrevolucionario»; porque juzgaba «la idea de revolución, de la transformación total de la sociedad como una iniciativa falsa, rechazada por la experiencia histórica de los últimos siglos del pasado europeo». «Si Sartre se ha equivocado tan a menudo cuando escribía sobre política es porque jamás se curó de su revolucionarismo». Y es que esa actitud mental o moral consistía «en una desconocimiento de los deseos imperativos de la «razón histórica»: la continuidad y el cambio». Como antirrevolucionario, Ortega permaneció fiel al liberalismo y manifestó su admiración por los doctrinarios franceses, al igual que su adhesión a las instituciones representativas. De esta forma, el pensador español se mostró como un «filósofo civilizado». No obstante, Aron criticó su valoración despectiva tanto de la Rusia soviética como de Estados Unidos. Y es que Rusia se había identificado con una ideología como el marxismo que «no había perdido su capacidad de expansión, aunque en Europa occidental parece destinada a una decadencia irreversible»; mientras que Estados Unidos, lejos de ser una sociedad meramente utilitaria, había alcanzado en los ámbitos de la ciencia pura «un lugar eminente». Sin embargo, la idea más vigente defendida por Ortega era la de su proyecto de unidad europea, que se configuraba como la alternativa de «la causa de una Europa que se cree decadente»{96}.

9. Aron visto por los españoles

La recepción del pensamiento aroniano en España se vio bloqueada, en un principio, tanto a nivel filosófico como de teoría social, por la realidad de un régimen político autoritario, hostil, sobre todo en sus primeros momentos, al liberalismo. No obstante, Aron tuvo, como hemos señalado, alguna relación, con intelectuales españoles. Fue el caso de Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall. El primero siempre tuvo una buena opinión de la obra y de la personalidad del intelectual francés: «Las dotes de observación, de análisis, de tolerancia y de comprensión quedaban bien manifiestas día tras día (…) Conocedor de toda clase de problemas, dotado para el análisis y para la síntesis, sus juicios expresados tanto a través del artículo como de libros, eran universalmente respetado»{97}. Díez del Corral y Aron coincidieron, sobre todo, en su interés y admiración por la figura y la obra de Alexis de Tocqueville. Como Aron, el historiador español creía que el autor de La democracia en América era «junto a Carlos Marx, el pensador decimonono que mayor atención despierta en nuestros días entre los historiadores de las ideas políticas»{98}. En sus estudios tocquevillianos, Díez del Corral se hacía eco de las interpretaciones aronianas sobre el pensador normando; y recogía su teoría de la sociedad industrial, que «no impone ni el partido único, de la que la Uniòn Soviética ofrece el modelo ni el pluralismo de partidos e ideologías del que se enorgullecen en Occidente». Igualmente incidía en su «serio conocimiento» tanto de la obra de Tocqueville como de la de Marx. Para Díez del Corral, Aron era representante y continuador de la corriente intelectual «típicamente francesa» que arrancaba de Jean Bodin; llegaba a Montesquieu y culminaba el Tocqueville y en el propio Aron: «Es una corriente que puede variar su curso, pues al perseguir la comprensión de la realidad no desde unos postulados de escuela consagrada, sino, aunque utilice sus categorías y su estilo clasificatorio, con afán de entender la realidad actual tal como es, ha de adaptar dichas categorías, actualizándolas y revitalizándolas»{99}. La relación de Aron con Díez del Corral continuó. Ambos intervinieron el Coloquio de Rheinfelden en 1960; se vieron durante dos breves viajes que Aron hizo a España; y en la Comisión Nacional para la Edición de las Obras de Tocqueville{100}.

José Antonio Maravall fue nombrado director del Colegio de España en febrero de 1949. A lo largo de su estancia en París, se familiarizó con la obra de los miembros de la escuela de Annales, en particular Lucien Febvre y Fernand Braudel. Allí coincidió con Díez del Corral, a la sazón Consejero Cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores, quien organizó una cena con Raymond Aron. Según Díez del Corral, no simpatizaron: «pronto la dejadez en la conversación y un cierto aire de aburrimiento delataron que el contertulio no le interesaba demasiado a Maravall»{101}. No obstante, Maravall leyó su obra Introducción a la filosofía de la historia, que influyó en la gestación de su célebre Teoría del saber histórico, con su insistencia en la primacía de las teorías sobre los hechos{102}. Sin embargo, la influencia de Aron sobre Maravall acabó ahí. En escritos posteriores, el historiador levantino apenas citó al francés. Y las pocas veces que lo hizo fue en sentido crítico. Así, consideraba que la propuesta aroniana de sustituir la noción de elite por la «estratos dirigentes» no sólo había tenido escasa aceptación, sino que era «cosa que se presta a la mayor confusión». «Las elites, por sí, no son estratos, no comprenden nunca a los componentes todos de un estrato en cuanto tales, aunque supongan una estructura estratificada». Igualmente, preguntarse como hacía Aron a partir de que grado de éxito los individuos penetraban en la elite, le parecía «una cuestión ociosa, por imposible de resolver»{103}.

A finales de los años cincuenta, comenzaron a traducirse y publicarse en España algunas de las obras de Aron. En 1958, Un siglo de guerra total, por la Editorial Hispano-Europea. Dimensiones de la conciencia histórica, por Tecnos. La editorial catalana Seix Barral publicó, entre 1968 y 1971, Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, La lucha de clases y Democracia y totalitarismo. Ensayo sobre las libertades y La república imperial, por Alianza. La revolución estudiantil, por Desclée de Browner, Tres ensayos sobre la era industrial, en la editorial Adima de Barcelona; Y La era tecnológica, en Alfa de Montevideo. Incluso publicó un artículo, «La ideología, base esencial de la acción», dentro del volumen colectivo Las ideologías y sus aplicaciones en el siglo XX, editado por el Instituto de Estudios Políticos; y donde colaboraron, entre otros, Maurice Duverger, Jean Jacques Chevalier, Henry Chambre y Ralph Miliband. Con posterioridad, fue traducida su obra Paz y guerra entre las naciones, por Alianza. En Venezuela, fue traducida por la editorial Monte Avila, De una sagrada familia a la otra. Ensayo sobre los marxismos imaginarios; Historia y dialéctica de la violencia; y Las desilusiones del progreso.

Sin embargo, su pensamiento tampoco logró penetrar con éxito en las nuevas generaciones intelectuales, muy influidas, eso sí, por el pensamiento filosófico y político francés de izquierdas, y en particular por su antagonista Jean Paul Sartre, el marxismo y el estructuralismo. Así, pensadores como Fernando Savater reconocerían que, en su juventud, «prefería equivocarme con Sartre que acertar con Aron»{104}.

En la historiografía española de los años sesenta y setenta la influencia aroniana, a nivel metodológico, fue prácticamente nula. De hecho, su Introducción a la filosofía de la historia fue tardíamente traducida al español y, además, en una editorial iberoamericana. En esa época, el marxismo logró y gozó una clara hegemonía en la historiografía española, bajo la influencia francesa, a través de la obra divulgativa de Manuel Tuñón de Lara. En ese sentido, uno de los grandes críticos y enemigos de la difusión del pensamiento de Aron fue el historiador Pierre Vilar, amigo de Tuñón de Lara, admirador de Lenin y Stalin y partidario de una historia total. Vilar fue, durante ese período, más influyente en España que en su propio país. De ahí la importancia de sus críticas, no tanto por su calidad, sino por su indudable capacidad de proselitismo. Vilar y Aron se conocían personalmente, ya que ambos habían coincidido en las aulas de la Ecole Normale; y en todo momento mostró una radical animadversión, no ya política e intelectual, sino personal hacia su antiguo condiscípulo. Ante todo, Vilar acusaba a Aron de no tomarse la historia en serio. En no pocas ocasiones, lo calificó de «sociólogo vulgar en el sentido que Marx hablaba en el siglo pasado de economistas vulgares, más preocupados por la propaganda ideológica que por la ciencia». Introducción a la filosofía de la historia no le parecía una «obra demasiado original que resume las posiciones de la sociología alemana del medio siglo anterior, y da con ello una definición de la historia corriente hacia 1880». La historia, tal como la concebía Aron, le parecía más «una disciplina literaria que, gracias a la habilidad en descubrir documentos y al talento para trasponer experiencias humanas (…) a la vez que se abstendría de dibujar los grandes rasgos y de medir las fuerzas profundas, ciñéndose el historiador, por su oficio, a las «causas inmediatas»…». Por el contrario, para Vilar, el objeto de la historia no era revivir el pasado, sino comprenderlo, sometiendo «un momento y una sociedad a un análisis de tipo científico». En definitiva, la historia era «el conjunto de los mecanismos de la sociedad». Otro de los reproches de Vilar al sociólogo era haber ignorado a los grandes maestros de la historiografía francesa como Lucien Febvre, Marc Bloch y Ernest Labrousse. En una semblanza de José Antonio Maravall, Vilar negó la influencia de Aron en su Teoría del saber histórico{105}.

Tampoco disfrutó Aron de una influencia apreciable en el ámbito de la sociología española; ni en la del interior ni en la del exilio. En este último, autores como Francisco Ayala o José Medina Echavarría no mencionan sus escritos. En el interior, la sociología se había desarrollado en tres direcciones: la «crítica», la «empírica» y la «católica»{106}. En ninguna de estas tendencias, Aron ejerció influencia. Y es que, ante no pocos, el sociólogo francés venía a ser un portavoz más o menos soterrado de la ideología tecnocrática y del conservadurismo. El primero en relacionar a Aron con la tecnocracia fue el ensayista José Luis López Aranguren, a quien vio como un defensor de la tesis del fin de las ideologías{107}. López Aranguren había leído, sin duda, El opio de los intelectuales; y consideraba a Aron como un «conservador», cuya concepción de la sociedad industrial resultaba ya excesivamente «estrecha»{108}.

Esta tesis fue defendida por el joven sociólogo Luis Rodríguez Zúñiga, en obra Raymond Aron y la sociedad industrial, primer estudio monográfico dedicado al pensador francés en nuestro suelo. La obra iba precedida por un prólogo del Luis González Seara, quien igualmente relacionaba a Aron con la tecnocracia, porque su concepción de la sociedad industrial era «desideologizadora» y tenía como objetivo nada encubierto la defensa del «modo de producción capitalista». Por su parte, Rodríguez Zúñiga pretendía, en la obra, «no trazar un retrato intelectual de Aron, sino leer su discurso intentando encontrar su eventual colaboración al conocimiento de las sociedades a las que clasifica de desarrolladas». Para Rodríguez Zúñiga, Aron era un pensador «instalado en la derecha», cuyo objetivo era «poner de manifiesto lo inútil y peligroso de las ideologías». Su concepción de la sociedad industrial era, en el fondo, una alternativa al marxismo, mediante la cual pretendía soslayar las diferencias cualitativas entre capitalismo y socialismo: «¿puede pretenderse seriamente caracterizar a los regímenes capitalistas (aunque Aron prefiera denominarlos occidentales, no por ello dejan de ser capitalistas) sin tener en cuenta la existencia de la propiedad privada de los medios de producción?». A nivel político, Aron era un defensor de la teoría elitista de la democracia. Su tesis del fin de las ideologías perseguía el descrédito de los proyectos revolucionarios. Una tesis que había sido desmentida, a juicio del sociólogo español, por el estallido de Mayo del 68. En conclusión, toda la obra de Aron significaba una clara apología del «sistema establecido»{109}.

Desde el mismo enfoque materialista, Julio Rodríguez Aramberri –democristiano devenido en marxista– analizó la teoría de las elites de Aron, a la que interpretaba como una alternativa al materialismo histórico. A su entender, la teoría aroniana era claramente apologética de las sociedades capitalistas y, además, carecía de «fuerza explicativa». Y es que, a su juicio, la noción de elite debía ser sustituida por la de «clase dominante», entendiendo por tal una alianza de los propietarios de los medios de producción con los dirigentes políticos y los ideólogos legitimadores de la situación. Lo que realmente unificaba estos sectores eran «las agencias productivas, incluso en el caso de que sus miembros en tiempos normales favorezcan esta o aquella de las posibles agencias del mediación». El modelo aroniano de pluralidad de los sectores políticos y sociales era un «modelo vacío», ya que no daba «una sola clave para comprender si determinadas secciones de la elite son más fundamentales que otras; si y a través de que y cómo las elites circulan, &c.». Destacaba igualmente Rodríguez Aramberri la incomprensión del sociólogo francés hacia la realidad de la Unión Soviética y las conquistas de la revolución de octubre, que habían supuesto «un buen paso en el camino de las transformaciones de las relaciones sociales». «Fijarse tan sólo, como hace Aron habitualmente, en los años de dominación de Stalin y en el neostalinismo no debería oscurecer hechos como la liberación efectiva de la mujer o la existencia de unas relaciones sexuales que ponen en jaque a la familia tradicional», «la extraordinaria floración de la literatura, las artes y, en general, la creación intelectual en un clima de libertad revolucionaria, el derecho de autodeterminación de las nacionalidades del antiguo imperio zarista…»{110}.

Como teórico de las relaciones internacionales, Aron mereció la atención de otro marxista, Roberto Mesa, para quien era un neomaquiaveliano adscrito a la escuela realista. A su juicio, Aron había sido el pensador que «más había hecho por la elaboración de una teoría sociológica de la Relaciones Internacionales». Criticaba su teoría de la superioridad del orden interno sobre el orden internacional; y denunciaba su «visión absolutamente pesimista», su pesimismo antropológico, calificándolo de «realista mal atemperado»{111}.

Por su parte, Celestino del Arenal discute la inserción del pensador francés en la tradición del realismo político extremo. Su sociología histórica de las relaciones internacionales trata de evitar tanto el cinismo como el idealismo moral, «para inclinarse por un realismo que tome en cuenta la realidad». «Es por ello que su ética es una ética de la prudencia, de la sabiduría, de la responsabilidad, que debe materializarse en una diplomacia estratégica razonable y no racional, única posible en la era termonuclear y en la era de las ideologías, a pesar de que no nos permita escapar de las antinomias morales».{112}

Aron tampoco tuvo mejor suerte con los sectores conservadores de la sociología española. Juan José Linz afirmaba que el sociólogo francés no había sido capaz de elaborar una tipología del régimen autoritario, que lo distinguiera de manera nítida respecto a los totalitarios y a los liberales. Sus referencias al franquismo no eran sino «ocasionales». No obstante, en sus estudios sobre el fascismo, Linz estimaba que éste no podía entenderse sin un estudio pormenorizado de sus ideologías; y, en ese sentido, había que tener en cuenta el concepto de «religión secular» elaborado, entre otros, por Aron. Además, Linz se sentía un eslabón dentro de la tradición, representada, entre otros, por Aron y Bracher, crítica del totalitarismo y defensora de la democracia liberal{113}.

En la obra de Amando de Miguel tampoco es perceptible una clara influencia de Aron, a quien tan sólo recurre a la hora de tratar el tema de los intelectuales{114}. Por su parte, Víctor Pérez Díaz destacaba la crítica de Aron «al marxismo francés contemporáneo y su caracterización de la actitud teórica que prevalece en determinados círculos como actitud teológica»{115}.

Dentro de la intelectualidad conservadora española su influencia era más bien difusa. Uno de los autores más interesados en la producción aroniana fue hispanorumano Jorge Uscatescu. Marxismos imaginarios, le parecía una obra «capaz de abrir horizontes nuevos en la propia crítica filosófica marxista»{116}. Las desilusiones del progreso ayudaba a percibir con claridad las contradicciones de la modernidad, especialmente a la hora de superar los nacionalismos e instaurar un Estado mundial: «Los nuevos signos del tiempo hacen que el Estado mundial sea posible. Pero los perdurables residuos históricos de otros tiempos lo convierten con cada día que pasa en una ilusión»{117}. En defensa de la libertad, era «una de las imágenes más completas y más amplias de los problemas que afectan, ahora mismo, la realidad europea»{118}.

Gonzalo Fernández de la Mora tenía una buena opinión de Aron, a quien consideraba «una de las cabezas más eminentes de la Francia actual». Coincidía con él en su realismo político, su crítica a las ideologías, su perspectiva racionalista, la hipótesis sobre la convergencia entre capitalismo y socialismo{119}; pero no en su defensa del régimen demoliberal, aunque sí de su crítica a la partitocracia. En ese sentido, discrepaba de algunas de las tesis defendidas en Democracia y totalitarismo. En primer lugar, a su juicio, resultaba «inadmisible» que una forma de gobierno pudiera ser calificada, como hacía Aron, de esencialmente imperfecta, porque cualquier régimen político, incluyendo el mismo Estado, no era más que un puro instrumento y, por lo tanto, no podía ser perfecto o imperfecto, sino tan sólo accidentalmente adecuado o inadecuado en relación a unos fines y a unas circunstancias dadas. No creía, en segundo lugar, que el régimen de Franco pudiera ser conceptualizado como apartidista, porque en su interior siempre existieron las llamadas «familias», algo que chocaba con la definición aroniana de partido político: «La experiencia no registra ningún Estado con sólo una de esas agrupaciones que aspiran al poder y que Aron llama partidos; clasistas o no –y aquí entra en juego el marxismo– los ha habido siempre»{120}.

Como diplomático, Fraga compartía el realismo político y el pesimismo antropológico de Aron{121}. Y Fraga hacía suyo el diagnóstico de Aron sobre la situación europea, «del acuerdo se ha pasado al desacuerdo, de la euforia al pesimismo, de la fe en el progreso económico indefinido y a la doctrina keynesiana, a la estanflanción»{122}.

Rafael Calvo Serer, tradicionalista devenido finalmente en liberal-conservador, había hecho hincapié en las críticas de Aron y de otros constitucionalistas franceses al desarrollo de la IV República; lo mismo que a su diatriba antimarxista perfilada en El opio de los intelectuales{123}. Posteriormente, manifestó, en una entrevista, haber sido lector de Aron, en cuya obra «se hace ver las transformaciones que ha habido en lo social y en lo económico» y «una crítica poderosa al marxismo». Sin embargo, estimaba que su «moderado liberalismo» era incapaz de «marcar actualmente el rumbo de la historia, ya que su tinte de escepticismo no le hace muy apropiado para la acción política»{124}. Calvo Serer estimaba que el liberalismo aroniano tenía como fundamento una concepción del hombre a la vez cristiana y secularizada{125}.

Antiguo embajador español en París, José María de Areilza, recurrió, en su planteamiento de las consecuencias políticas y sociales de la revolución tecnológica y científica, al concepto de sociedad industrial defendido por Aron, destacando su «lección sobre el rumbo económico de una sociedad industrial, su carácter de etapa transitoria, de ensayo pragmático y las dificultades de adaptación de la burocracia estatal a ella»{126}.

El general Ramón Salas Larrazábal cuestionó, en su Historia del Ejército Popular de la República, la tesis aroniana sobre la victoria de Franco como consecuencia de su superioridad material sobre los revolucionarios frentepopulistas. Estas afirmaciones eran, a su juicio, «apresuradas y simplistas», producto de una cierta «pereza mental», «pues creo que un pensador capaz de analizar tan minuciosamente como él lo hace una situación general obliga a plantearse como problema una realidad tan extraña». «Si en todos los casos de guerra civil la superioridad militar jugó un papel menos importante, ¿por qué sucedió en España lo contrario?». Siguiendo la propia metodología de Aron, Salas llegaba a la conclusión de que la derrota de los revolucionarios fue consecuencia de «su debilidad moral y ésta a la falta de proyecto viable de futuro, a la incapacidad integradora de sus dirigentes políticos y a la incompetencia administrativa del conglomerado político y social que lo forjó y le dio vida»{127}.

Tras prestar declaración como testigo en un juicio entre su amigo Bertrand de Jouvenel y el historiador Zeev Sternhell, Aron sufrió una crisis cardiaca muy dura a la altura del Quai de L´Orloge, por donde paseaba en solitario. Trasladado con gran urgencia a un hospital, falleció a las pocas horas. Era el 17 de octubre de 1983; y tenía setenta y ocho años. A diferencia de lo ocurrido con su amigo/enemigo Sartre, la ceremonia de su entierro no tuvo un carácter masivo; tan sólo acudieron sus familiares, amigos y un puñado de intelectuales, como era el deseo del finado. Curiosamente, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse al lado de la tumba del autor de Crítica de la razón dialéctica. Su muerte tuvo repercusión en España. El diario ABC, por boca de su corresponsal Juan Pedro Quiñonero, le presentó como «símbolo de la independencia cultural». «Con Aron desaparece uno de los pilares capitales del pensamiento occidental de nuestro tiempo. Su obra de moralista y pensador sólo es comprable con la de los grandes maestros de la sociología alemana anterior a la escuela de Frankfurt»{128}. Para El País, fue, ante todo, un «liberal de choque»{129}. «Era un hombre bajito y narigón, de orejas grandes, sumamente cortés», diría su amigo Mario Vargas Llosa, para quien el único defecto de su obra había sido su eurocentrismo, «un desinterés casi total por el tercer mundo». «En un pensador en tantos sentidos universal, apena esa falta de curiosidad por lo que ocurría y podía ocurrir con los otros dos tercios de la Humanidad»{130}. Luis Rodríguez Zúñiga lo definió como un «temible defensor de la derecha más clarividente de lo que exige ser de derechas con pretensión de éxito democrático en nuestro tiempo»{131}. Para Luis Díez del Corral, era «un discutido mandarín», cuya obra había conseguido, finalmente, el reconocimiento de la intelectualidad francesa: «La lectura de sus páginas constituye siempre una delicia. Y con Raymond Aron pierde Francia y perdemos todos una de las más nobles figuras de nuestro tiempo»{132}. En 1985, Alianza publicó sus célebres Memorias.

Su desaparición y la posterior caída de los regímenes socialistas, a los que tanto había combatido, no convirtieron, sin embargo, como temía su amigo Daniel Bell, su obra en un «cenotafio del siglo pasado»{133}. Tanto en España como en el resto de Europa y en Estados Unidos, el interés por Aron, aunque se discuta la existencia o no de una escuela «aroniana», ha ido claramente en aumento. A diferencia de lo ocurrido en los años sesenta y setenta del siglo pasado, un sector de la sociología española se ha interesado por su obra. Monteserrat Guibernau dedicó su tesis doctoral a su pensamiento sociológico. La obra iba precedida de un prólogo de José María Alsina i Roca, que resaltaba la «originalidad y relevancia de la obra del pensador francés». Guibernau, por su parte, destacaba su «profundo conocimiento de la historia y una alternativa a la interpretación marxista de la sociedad industrial», su reformismo social como «único camino válido para mejorar las condiciones de vida de los hombres en las sociedades industriales de hoy». No obstante, echaba de menos en la obra de Aron una «concepción del hombre» y de los valores; lo que comportaba, a su vez, la ausencia de una descripción de la «sociedad ideal»{134}. La politóloga Yolanda Casado Rodríguez dedicó igualmente su tesis doctoral a Aron, en su variante histórica y política. A juicio de esta autora, el mayor interés de la obra de Aron era «su indiscutible dominio del ensayo, difícil género que no tolera simplificaciones». Destaca, además, su compromiso con su tiempo y con Francia, algo que supo cumplir «asumiendo el riesgo de dar la réplica inmediata a cuantos acontecimientos jalonaron los últimos cincuenta años». En su concepción, resultaba de particular importancia la primacía de la política y sus críticas al liberalismo hayekiano. En definitiva, su obra era «una de las más altas expresiones de la cultura y del pensamiento francés contemporáneo»{135}. Pedro Francisco Gago dedicó igualmente su tesis doctoral a la obra de Aron, en su vertiente de teórico de las relaciones internacionales. Su valoración fue muy positiva; era «un ejemplo de profundidad y acierto». Aron era, en ese sentido, «uno de los autores más profundos y consecuentes del siglo XX», «un claro exponente de lo que es saber adecuar la observación y la interpretación de lo real con la realidad misma». No obstante, Gago Guerrero estimaba que la teoría aroniana de las relaciones internacionales no podía ser calificada de «extraordinaria» y que su capacidad para percibir con exactitud los acontecimientos fue «superior a la capacidad para crear una teoría de gran alcance».{136}

El sociólogo Josep Picó lo calificó de «maître à penser por la amplitud de sus conocimientos e intereses, por su participación en la vida pública, basada en una sólida formación académica y por su proyección internacional». Califica El opio de los intelectuales como «aldabonazo contra el marxismo», destacando, además, su escepticismo hacia las grandes construcciones ideológicas. Destaca su defensa de la primacía del factor político en las sociedades, lo mismo que sus críticas al neoliberalismo{137}.

No son sólo sociólogos y politólogos los que han revalorizado en nuestro país la obra de Raymond Aron; es buena parte de la derecha intelectual española la que se ha vuelto, en cierto modo, «aroniana». Lo que no es, desde luego, una mal opción. Sin embargo, desde su muerte, tan sólo se han editado y reeditado en español cuatro obras del pensador galo: Los últimos años del siglo y Ensayos sociológicos en Espasa-Calpe; Las etapas del pensamiento sociológico, en Tecnos; Ensayo sobre las libertades, en Alianza; Pensar la guerra, en Ediciones del Ministerio de Defensa; y El marxismo de Marx, en Siglo XXI. Sin embargo, como ya señalamos, el interés por su obra ha ido en aumento. A los diez años de su muerte, el diario ABC recordaba su figura y su obra como «un gigantesco intento de liberar a la cultura francesa y buena parte de la cultura europea de la tiranía de la ceguera, la ignorancia y la frivolidad terrorista». La historiadora Carmen Iglesias –discípula de Díez del Corral y de Maravall– lo consideraba «la reencarnación del pensamiento socrático»: «Como Sócrates, Aron ha sido constantemente el tábano que no ha cesado de aguijonear a sus contemporáneos; les ha impedido que «descansasen» en sus seguridades; ha destrozado sus tópicos…»{138}.

En 2005, en conmemoración de su centenario, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), publicó, bajo la dirección de José María Lassalle, un volumen colectivo con el título de Raymond Aron: Un liberal resistente, en cuyas páginas colaboraron Jean François Revel, Nicolas Baverez, José Manuel Romay, Alejandro Muñoz Alonso, Alejandro Campi, Eusebio Fernández García, Enrique Aguilar, Pedro F. Gago, Felipe Sahagún, Julián García-Vargas, Jerónimo Molina Cano y Agapito Maestre. En la introducción a la obra, Lassalle afirmaba la actualidad del pensamiento aroniano ante los nuevos retos del terrorismo global y del ascenso del fundamentalismo islámico: «Desde el 11-S a escala planetaria, y en nuestro país desde el 11-M, Raymond Aron vuelve a estar vigente y, con él, ese vínculo trasatlántico que las democracias occidentales que se edifican a ambas orillas del Atlántico deben defenderse con principios y realismo en un ejercicio de convicción profundo y decidido». Además, aquel volumen venía a ser, el homenaje a «uno de los pensadores liberales más poderosos que toman la palabra en el difícil escenario de las ideas del siglo XX»{139}.

El volumen fue presentado en sociedad por la plana mayor del Partido Popular. Mariano Rajoy aprovechó el acto para «sentar las bases del pensamiento liberal de su partido –con los referentes de Karl Popper, Friedrich Hayek y el propio Aron–, que trata de romper el dominio de los resortes de la acción cultural que todavía retiene la izquierda tras la caída del Muro de Berlin». En su intervención, José María Aznar se sirvió de Aron para defender «la necesidad de estrechar los vínculos entre Europa y Estados Unidos»{140}. Comentando el acto, la politóloga Edurne Uriarte señaló que «el liberalismo resistente» de Aron era «un bello reclamo de la derecha intelectual»{141}.

Menos ditirámbico se mostró otro intelectual próximo a la FAES como Benigno Pendás, para quien los temas favoritos de Aron pertenecían ya al «pasado y no al futuro». Sin embargo, estimaba que Paz y guerra entre las naciones era un «libro espléndido», lo mismo que sus artículos sobre Tucídides y su obra sobre Clausewitz. Lo más actual de su doctrina era su defensa de la «autonomía de la política respecto a la estructura social y económica»{142}. Por su parte, el politólogo Jerónimo Molina –experto en la obra de Julien Freund– destacó la influencia de Maquiavelo en la obra del intelectual francés. Una influencia que no se circunscribía únicamente al período de la Segunda Guerra Mundial, sino que fue permanente en su pensamiento. Se trataba de un «maquiavelismo moderado», que se caracterizó por su reconocimiento de los imperativos de la razón de Estado, de las restricciones impuestas por la acción política a la libre elección de los medios, del primado de la política y del escepticismo en materia de formas de gobierno{143}.

Las conclusiones de esta larga indagación no invitan a ninguna renuncia, sino a la continuidad. Si el liberalismo quiere, hoy por hoy, tener un futuro, deberá seguir el camino realista perfilado, a lo largo de su obra, por Raymond Aron, que sigue siendo una seria rectificación a los perfiles abstractos esbozados por otros maestros como Hayek o Popper. En ese sentido, Aron es –y será– un ejemplo a seguir y a estudiar.

Notas

{1} Francois Furet, Pênser le XX siècle. París 2007, pág. 486.

{2} Charles S. Maier, La reconstrucción de la Europa burguesa. Madrid 1988. .

{3} Carl Schmitt, El concepto de lo político. Madrid 1991, pág. 98-99.

{4} Manuel García-Pelayo, Las transformaciones del Estado. Madrid 1977, pág. 14 ss.

{5} Raymond Aron, Le spectateur engagé. París 2004, pág. 233.

{6} Raymond Aron, Essais sur la condition juive contemporaine. París 2007, pág. 270-271. Memorias. Madrid 1985, pág. 720. Nicolás Baverez, Raymond Aron. Un moraliste au temps des ideologies. París 1993, pág. 21 ss.

{7} Baverez, op. cit, pág. 37 ss. Jean François Sirinelli, «Raymond Aron avant Raymod Aron», en Comprendre le XX siècle français. París 2005, pág. 322 ss.

{8} Annie Cohen-Solal, Jean Paul Sartre 1905-1983. Barcelona 2005, pág. 100-101.

{9} Raymond Aron, La sociología alemana contemporánea. Buenos Aires 1957.

{10} Raymond Aron, Introducción a la filosofía de la historia. Buenos Aires 2006.

{11} Golo Mann, Una juventud alemana. Memorias. Barcelona 1985, pág. 364-365. Aron, Pênser la liberté, pênser la democratie. París 2005, pág. 61 ss.

{12} Raymond Aron, Pênser la liberté, pênser la democratie . París 2005, pág. 39-41, 53.

{13} Aron , op. cit., pág. 182 ss.

{14} Raymond Aron, El opio de los intelectuales. Buenos Aires 1979, pág. 46.

{15} Raymond Aron, «Les religions séculières», en Une histoire du XX siècle. París 1996, pág. 161.

{16} Raymond Aron, «La revolution nationale en Allemagne», en Machiavel el les tyrannies modernes. París 1993, pág. 283-284.

{17} Raymond Aron, «Etat democratique est états totalitaires», en Pênser la liberté, pênser la democratie. París 2005, pág. 68 ss.

{18} Baverez, op. cit., pág. 183 ss.

{19} Jean François Sirinelli, «Aron», en Dictionnaire De Gaulle. París 2006, pág. 67.

{20} Raymond Aron, «Seduction des tyrannies», en De Giscard a Mitterand. París 2005, pág. 237 ss.

{21} Raymond Aron, Las etapas del pensamiento sociológico. Buenos Aires 1976, pág. 23.

{22} Aron, op. cit., pág. 23 ss.

{23} Raymond Aron, Memorias. Madrid 1985, pág. 98.

{24} Raymond Aron, Dimensiones de la conciencia histórica. Madrid 1962, pág. 188.

{25} Peter Muller, Carl Schmitt et les intellectuels français. París 2003, pág. 97.

{26} Jerónimo Molina Cano, Julien Freund. Lo político y la política. Madrid 2000.

{27} Raymond Aron, Pensar la guerra. Clausewitz. Buenos Aires 1987, pág. 89. Paz y Guerra entre las naciones. Madrid 1985, pp.357.

{28} Aron, Pensar la guerra, pág. 158.

{29} Aron, Memorias, pág. 626.

{30} Thomas Sowell, Conflicto de visiones. Barcelona 1990, pág. 55 ss.

{31} Raymond Aron, Paz y guerra entre las naciones. Madrid 1985, pág. 413-414, 427.

{32} Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades. Madrid 1966, pág. 230.

{33} Rymond Aron, Introducción a la filosofía de la historia. Buenos Aires 2006, pág. 427.

{34} Aron, op. cit., pág. 460.

{35} Raymond Aron, Le Grand Schisme. París 1948, pág. 13 ss.

{36} Raymond Aron, El opio de los intelectuales. Buenos Aires 1979.

{37} Raymond Aron, Los marxismos imaginarios. Caracas 1969, y El marxismo de Marx. Madrid 2010.

{38} Simone de Beauvoir, El pensamiento político de la derecha. Barcelona 1971, pág. 15, 33, 48, 50.

{39} Raymond Aron, La tragedie algerienne. París 1957.

{40} Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades. Madrid 1966, pág. 17 ss.

{41} Raymond Aron, Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial. Barcelona 1971.

{42} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pág. 20-21.

{43} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pág. 123 ss.

{44} Raymond Aron, Memorias. Madrid 1985, pág. 676. Estudio introductorio a El político y el científico, de Max Weber. Madrid 1979, pág. 34.

{45} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona 1999. .

{46} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968. .

{47} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona 1999; y Ensayo sobre las libertades. Madrid 1966.

{48} Raymond Aron, Estudios sociológicos. México 1989, pág. 178.

{49} Ibidem, pág. 10.

{50} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona 1999. Ensayo sobre las libertades. Madrid 1966.

{51} Raymond Aron, Estudios políticos. México 1997, pág. 205 ss.

{52} Raymond Aron, Paz y Guerra entre las naciones. Madrid 1985, pág. 107, 108, 95, 133, 146 ss.

{53} Raymond Aron, Pensar la Guerra. Clausewitz. Buenos Aires 1987, pág. 5 198 207.

{54} Raymond Aron, Paz y Guerra entre las naciones. Madrid 1985, pág. 539 ss. La república imperial. Madrid 1973.

{55} Aron, Paz y Guerra, pág. 490-493.

{56} Henry Kissinger, Diplomacia. Barcelona 2010, pág. 636.

{57} Raymond Aron, La revolución estudiantil. Bilbao 1970.

{58} Jean Paul Sartre, «Las Bastillas de Raymond Aron», en Alrededor del 68. Buenos Aires 1973, pág. 147 ss.

{59} Raymond Aron, Les desilusions du progrès. París 1969, pág. XIII-XIV.

{60} Raymond Aron, En defensa de la libertad y de la Europa liberal. Barcelona 1977; y Los últimos años del siglo. Madrid 1984. .

{61} Raymond Aron, De Giscard a Mitterand. París 2005.

{62} Raymond Aron, Le spectateur engage. París 2004, pág. 294.

{63} Pedro Carlos González Cuevas, «Maurice Barrès y España», en Conservadurismo heterodoxo. Madrid 2009.

{64} Raymond Aron, Memorias. Madrid 1985, pág. 139-140.

{65} Raymond Aron, Paz y guerra entre las naciones. Madrid 1985, pág. 83.

{66} Ibidem, p. 140.

{67} Raymond Aron, El opio de los intelectuales. Buenos Aires 1979, pág. 22.

{68} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona 1999, pág. 209-210.

{69} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pág. 81 y 302.

{70} Raymond Aron, Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial. Barcelona 1971, pág. 220.

{71} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo, pág. 194.

{72} Raymond Aron, Dieciocho lecciones…, pág. 220.

{73} Raymond Aron, «Meditaciòn y símbolo», en Tiempo de España. Madrid 1964, pág. 7-8.

{74} «La France, L´Espagne et L´Europe», Le Figaro, 9-VI-1964.

{75} «Un juicio francés sobre la supuesta revolución de mayo», ABC, 18-VIII-1968.

{76} ABC, 4-IX-1968.

{77} ABC, 9-VII-1968.

{78} ABC, 1-IX-1968.

{79} «Le procès et les emeùtes», Le Figaro, 22-X-1970.

{80} «Contrastes iberiques», Le Figaro, 8-X-1975. Véase ABC, 9-X-1975.

{81} Raymond Aron, En defensa de la libertad y de la Europa liberal. Barcelona 1977, pág. 366.

{82} «Après Franco. Les equivoques de la transition», Le Figaro, 13-XII-1976. El artículo fue bien recibido en España, véase ABC, 15-XII-1976.

{83} Raymond Aron, De Giscard a Mitterand. París 2005, pág. 40.

{84} «Le Shah, Le Peuple et L´Armée», L´Express, 18/24-IX-1978.

{85} ABC, 10-XII-1976, p. 7.

{86} «L´internationale terroriste», L´Express, 2/8-VIII-1980.

{87} «Démocratie europénne», L´Express, 5-XII-1982. «Bipartidismo en España», ABC, 6-XII-1982.

{88} Raymond Aron, Memorias. Madrid 1985, pág. 139.

{89} Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Barcelona,. 1999, pág. 142.

{90} Raymond Aron, Democracia y totalitarismo. Barcelona 1968, pág. 178.

{91} Carmen Iglesias, «Reencarnación del pensamiento socrático», ABC, 17-X-1993.

{92} «Una autoridad intelectual», El País, 18-X-1983.

{93} «Hémiplegie morale», L´Express, 18/24-III-1983.

{94} Raymond Aron, Les desilusions du progrès. París 1969, pág. 104-105, 121 y 181.

{95} Raymond Aron, Introducción a la filosofía de la historia. Buenos Aires 2006, pág. 465.

{96} «Raymond Aron: una lectura crítica de La rebelión de las masas», en ABC Literario, 6 y 13-II-1988.

{97} «Una autoridad intelectual», El País, 10-X-1983.

{98} Luis Díez del Corral, La mentalidad política de Tocqueville con especial referencia a Pascal. Madrid 1963, pág. 11.

{99} Luis Díez del Corral, El pensamiento político de Tocqueville. Madrid 1989, pág. 19, 298.

{100} Carmen Iglesias, «Reencarnación del pensamiento socrático», ABC, 17-X-1993.

{101} Soledad Ortega, «Maravall, Ortega y la Revista de Occidente», en Cuadernos Hispanoamericanos nº 477-78, marzo-abril 1990; p. 62. Luis Díez del Corral, «Recuerdos de José Antonio Maravall», en op cit., p. 82.

{102} José Antonio Maravall, Teoría del saber histórico. Madrid 1958, pág. 44 y 88.

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{118} «Ventanas abiertas», ABC, 9-X-1977.

{119} Fernández de la Mora (1965).

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{121} Manuel Fraga, La guerra y la teoría del conflicto soial. Madrid 1962, pág. 55 ss.

{122} Manuel Fraga, Los nuevos diálogos. Barcelona 1977, pág. 75-76, 82.

{123} Rafael Calvo Serer, La fuerza creadora de la libertad. Madrid 1959, pág. 182. Las nuevas democracias. Madrid 1963, pág. 37 y 39.

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{133} «Raymond Aron y Jean Paul Sartre», Claves de Razón Práctica nº 4, julio/agosto de 1990; p.35.

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{138} «Reencarnación del pensamiento socrático», ABC, 17-X-1993.

{139} José María Lassalle (coord.); Raymond Aron. Un liberal resistente. Madrid 2005, pág. 13-14.

{140} ABC, 27-IX-2005.

{141} «El liberalismo resistente», ABC, 27-IX-2005.

{142} Benigno Pendás, Teorías políticas del siglo XXI. Madrid 2007, pág. 164-165.

{143} «Raymond Aron ante el maquiavelismo político», en Revista Internacional de Sociología nº 50, mayo-agosto de 2008, pág. 26-27.

 

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