Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 117 • noviembre 2011 • página 6
Quien abogó por la interpretación en clave judeoconversa del Quijote alentó también la búsqueda e identificación en éste de elementos en los que se trasluciría la simpatía de Cervantes por lo islámico. Puestas las bases por Castro de la lectura de la novela cervantina como producto y reflejo de conflictos intercastizos, ¿por qué no habría de haber en la magna novela indicios de la simpatía de Cervantes por el mundo islámico, con el que su propia vida había estado tan vinculada? Así que va a ser Castro el primero en abanderar el estudio de la actitud de Cervantes ante el Islam. Una vez abierta esta vía de acceso al Quijote y en general a la obra del autor, especialmente a aquellas donde lo islámico está más presente, sus discípulos y simpatizantes se van a embarcar en la empresa de intentar convencernos de la favorable actitud de Cervantes al islam o a los pueblos islámicos, moros y turcos, o más o menos islamizados, como los moriscos.
Los más moderados hablarán simplemente de la simpatía o la buena acogida que Cervantes da a lo islámico, como es el caso de Francisco Márquez Villanueva en su reciente Moros, moriscos y turcos (2010); otros hablarán de la fascinación de Cervantes por el islam e incluso verán en el Quijote un exponente de la literatura mudéjar, como, por ejemplo, Juan Goytisolo en sus Crónicas sarracinas (1982); y finalmente unos terceros, ya no se conformarán con hablar de simpatía o de fascinación, sino que irán más lejos y muy osadamente afirmarán el linaje morisco andalusí de Cervantes y lanzarán sospechas sobre su personalidad criptomusulmana y se propondrá una lectura del Quijote como una obra mudéjar, abanderada del mestizaje entre moros y cristianos y del sincretismo islamo-cristiano, así es el caso de Antonio Medina Molera, un converso al islam o, como se decía antiguamente en España, un muladí, que ahora se hace llamar Abd al Rahman, en su libro Cervantes y el Islam (2005).
Prácticamente todos los argumentos relevantes manejados sobre la posición de Cervantes ante el islam se encuentran recogidos en la obra de Américo Castro. En su primera etapa, la representada por El pensamiento de Cervantes (1925), analiza el punto de vista cervantino al respecto en el conjunto de su obra, sin limitarse al Quijote. Su tratamiento del asunto se caracteriza por centrarlo en la cuestión de la tolerancia o intolerancia religiosa. Ahora bien, a la hora de abordar el asunto conviene distinguir, según él, la opinión de Cervantes sobre los moros norteafricanos, sobre todo los de Argel, de su opinión acerca de nuestros moriscos. La tesis de Castro es que mientras Cervantes habría defendido la tolerancia religiosa con respecto a los primeros, habría, en cambio, abogado por la intolerancia con respecto a los segundos. Considera incuestionable la animosidad u hostilidad de Cervantes frente a los moros de Argel, quienes, junto con los turcos de los que eran satélites, eran para él «el Islam, a la sazón bárbaro, frente al cristianismo civilizador». Y admite que su aversión hacia estos bárbaros musulmanes, entregados a la piratería, era tal que suspiraba por una acción bélica contra tales salteadores de naves.
La tolerancia a los moriscos y la libertad de conciencia
Pero otra cosa son los moriscos, quienes, a diferencia de moros y turcos, son españoles, están en su patria natural, auque su lealtad a España está bajo sospecha, están bautizados, pero se desconfiaba de la sinceridad de su a adhesión a la fe cristiana e incluso se sospechaba que en secreto islamizaban, y son base de la riqueza agraria, aunque se resisten a la asimilación, se casan entre sí, no entran en el estado religioso y no van a la guerra. Castro cree poder defender, frente a quienes han sostenido que Cervantes habría manifestado su odio a los moriscos y su contento por el decreto de expulsión, que, con los textos en la mano, se puede hallar sostén para la tesis contraria. Dice Castro que «nos hace aquí falta algo de geometría literaria con múltiples dimensiones» (op. cit., pág. 269), una forma extravagante de decir que, haciendo ciertos apaños, se puede conseguir que las páginas cervantinas donde se trata la cuestión morisca lancen destellos «en opuesto sentido», esto es, destellos de simpatía hacia los moriscos.
Después de repasar los textos pertinentes del Coloquio de los perros, del Persiles y de la segunda parte del Quijote, termina reconociendo que Cervantes dice que los moriscos son incompatibles con España y que las autoridades de la nación han hecho perfectamente en expulsarlos, pero le hace también decir a Cervantes que la expulsión de los moriscos es, no obstante, una «absurda crueldad», para lo cual invoca las notas de delicada humanidad con que se trata al morisco Ricote. Es cierto que Cervantes muestra comprensión y hasta compasión por moriscos como Ricote que, lejos de ser potenciales enemigos interiores de España, aman a su patria española a la que anhelan volver, pero en ningún momento tilda la expulsión como una medida cruel, sino que, dadas las circunstancias, la tiene por una medida necesaria y justa: «Con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro», confiesa Ricote (II, 54, 963), pues la inmensa mayoría de los moriscos merecen que se les eche, por más que algunos de éstos sean sinceros cristianos católicos, como la propia mujer e hija de Ricote, aunque él mismo confiesa no serlo tanto.
No se puede decir seriamente que quien habla de la inspiración divina del decreto de expulsión y elogia la «heroica resolución» y la prudencia del rey, y al encargado de ejecutarla, el «gran» Bernardino de Velasco, conde de Salazar, y anima a poner en ejecución el «gallardo» decreto de destierro considere la expulsión como una absurda crueldad. Lo que sí es absurdo por parte de Castro es admitir, por un lado, que Cervantes aprueba la expulsión de los moriscos y, por otro, que la juzgue como una absurda crueldad, pues si pensase así, parece poco verosímil que estuviese conforme con una medida tan extrema, aunque es perfectamente posible que, a pesar de su absurda crueldad, respaldase la medida, porque creyese que los males que se seguirían de tener dentro a los moriscos serían muy superiores a los posibles males que pudiera acarrear el destierro y, en una circunstancia así, la crueldad de la expulsión sería un mal secundario en relación con lo que España se jugaba. Pero esto es sólo una posibilidad; la realidad es que Cervantes aboga firmemente por la expulsión y que no percibe crueldad alguna en ella.
Sorprendentemente, después de admitir que Cervantes dice que los moriscos y España son incompatibles y que las autoridades han hecho bien en echarlos, se dispone a hacer una apología de la tolerancia del autor del Quijote en la cuestión morisca, la cual, según él cree que pensaba Cervantes, «debía resolverse europea, no africanamente». A renglón seguido, nos traza la imagen de un Cervantes meditabundo y compungido por no ser España como Europa, como si España no fuese parte de Europa y como si ésta fuese una entidad homogénea, contraponiendo, a la manera de la leyenda negra antiespañola, que Castro parece asumir, la Europa tolerante a una España intolerante, que, al parecer, a Cervantes no le gustaba, de suerte que cual si fuese un Ortega anticipado parecía pensar: «España es el problema y Europa la solución». He aquí las palabras de Castro:
«La noble frente de Cervantes debió de inclinarse meditabunda ante la misma pregunta que ha mortificado a los españoles más reflexivos desde el siglo XVI: ¿por qué no hemos aplicado las soluciones europeas a los casos mayores de la vida española? Cervantes veía con abierta claridad que el problema morisco era netamente español: [el destierro a] África sería solución para el pueblo aplebeyado que carecía de sensibilidad, más no para él, egregio, humano y aristocrático pensador» (El pensamiento de Cervantes, págs. 271-272.)
Es difícil encontrar tanto anacronismo en tan pocas líneas. Como es típico en el proceder de Castro en no pocas ocasiones, transfiere sus propias preocupaciones sobre España, muy influidas por la leyenda negra antiespañola, a los autores del pasado, en este caso a Cervantes, a quien se quiere presentar como un adelantado de la ansiedad de algunos españoles, como el propio Castro, que tienen una visión negativa de España, por el hecho de que una España imaginaria no sea como una Europa imaginaria que sólo han existido en su mentes deformadas. De acuerdo con esta visión de fantasía, Cervantes tenía que proponer una solución europea, inspirada en lo que Europa ya aplicaba, para el problema de los moriscos. ¿Cuál es esa receta maravillosa venida de Europa que al parecer, según el Cervantes que Castro nos pinta, sería la mejor solución para el problema morisco? La libertad de conciencia de Alemania, una libertad que, según Castro, le gustaba a Cervantes como medio de poder ser cristiano, pero vedada a los moriscos, a quienes el alcalaíno habría deseado que disfrutasen de esa libertad de conciencia como base de su libertad religiosa. Este es el pasaje relevante en que Castro funda su atribución a Cervantes de una solución a la cuestión morisca basada en el reconocimiento de la libertad de conciencia:
«Salí, como digo, de nuestro pueblo (dice Ricote), entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verto todo. Pasé a Italia, y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas; cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia.» (II, 54.)
Una libertad de conciencia que, según Ricote, también se había extendido a Francia, donde un morisco, para quien tras la expulsión era imposible aspirar a ser cristiano en España, podía, sin embargo, serlo: «Lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana» (II, 54).
Años después, tras su descubrimiento del libro de fray Felipe de Meneses, Luz del alma, citado por Cervantes en la segunda parte del Quijote (II, 62), en «El erasmismo en tiempo de Cervantes» en relación con la disputa sobre el supuesto erasmismo de éste, en una edición revisada de El pensamiento de Cervantes (pág. 272) apela a un pasaje del libro de Meneses, donde, en la línea de Cervantes, según lo interpreta Castro, se parangona la libertad de la Alemania luterana y la ausencia de libertad en España:
«Ésta, por la bondad de Dios, no la hay en España, pero inclinación a la libertad, hallo en ella más que en Alemania y que en nación ninguna: un apetito de no ser sujetos, de vivir libres. Que como la nación española sea de valor más que otras, este valor trae consigo soberbia y levantamiento; y la soberbia, amor y apetito de libertad, y exención. Pues si habiendo este aparejo en España, sonase el tambor de la libertad luterana, temo que haría tanta gente como en Alemania hizo.» (II, 54, las cursivas son de Castro.)
Castro es, no obstante, consciente de las dificultades que encierra la expresión «libertad de conciencia» en el contexto de la separación de los luteranos de la Iglesia católica. En notas a pie de página habla prudentemente de «no ir demasiado lejos» en cuanto al significado de tal expresión, una prudencia a que le invita el que Cervantes en el citado pasaje de la segunda parte del Quijote habla de que los habitadores de Alemania que viven con libertad de conciencia «no miran en muchas delicadezas», lo que puede indicar que Cervantes la use peyorativamente; de hecho Castro admite en nota a pie de página que en la época cervantina también se usaba peyorativamente; tal era, en efecto, el uso más común de la expresión, que venía a significar una inaceptable permisividad o tolerancia frente a lo que se tenía por un mal. Sin embargo, Castro, como tantas veces sucede con él, a pesar de tales admisiones, no se arredra y contra viento y marea, en vez de rectificar, se mantiene en sus trece y sigue adelante con su tesis de la supuesta tolerancia religiosa de los moriscos por Cervantes, cimentada en la idea de libertad de conciencia, saltándose a la torera su propia advertencia de «no ir demasiado lejos».
Para él no es problema el hecho de que si fuera cierto que Cervantes defiende para el caso de los moriscos la libertad de conciencia según se practicaba en Alemania o en Francia, no se entiende cómo Cervantes apoya tan enfervorizadamente la expulsión de los moriscos. No es problema o se lo quita de en medido recurriendo, a la desesperada, al fácil y desatinado expediente de que el elogio de Cervantes de la resolución de Felipe III y del encargado de ejecutarla no es más que una máscara de un hábil disimulador (op. cit., pág. 273), lo que a su vez está en contradicción con su declaración previa, a la que ya nos hemos referido, de que Cervantes pensaba que se había hecho bien con la expulsión y que sólo se lamentaba de la crueldad de esta medida. En su obra de su segunda época, echará mano del truco de la supuesta ironía con que Cervantes envolvería sus palabras en este caso. Pero pocas veces habla el alcalaíno tan en serio como al abordar la expulsión de los moriscos. Para evitar repeticiones, remitimos al lector a nuestro trabajo «Marx, Pierre Vilar y el Quijote», en El Catoblepas, 86, 9, 2009, donde ya sometimos a crítica la tesis de Castro sobre la ironía o máscara humorística que supuestamente adopta Cervantes en el tratamiento de la cuestión morisca en la segunda parte del Quijote y defendimos la inequívoca posición cervantina sobre la justicia de la medida de la expulsión, una opinión corroborada en otros pronunciamientos suyos en El coloquio de los perros y en Persiles y Sigismunda, obra ésta última donde, por cierto, contra la tesis de Castro de la supuesta «absurda crueldad» de la expulsión, Cervantes, por boca del jadraque Jarife, un morisco que, a diferencia de Ricote, es un cristiano nuevo sincero, exhorta al rey de España a desprenderse de los moriscos sin contemplaciones: «¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mala casta…lléname estos mares de tus galeras, cargadas de inútil peso de la generación agarena» (III, 11, pág. 553).
Por tanto, siendo así que no hay razón alguna para cuestionar la seriedad de la opinión de Cervantes sobre la expulsión de los moriscos, carece de sentido asignar un sentido positivo a la referencia de Ricote a la libertad de conciencia. Más bien se colige que cuando Ricote habla de que, conforme a la libertad de conciencia, en las regiones de Alemania en que triunfó el luteranismo «sus habitadores no miran en muchas delicadezas» y «cada uno vive como quiere», Cervantes entiende por libertad de conciencia, como ya dijimos en un trabajo anterior, algo negativo, algo así como un estado de anarquía religiosa y moral en que el sujeto no se somete al orden religioso y moral definido por la Iglesia católica, la única que según Cervantes podía definir la ortodoxia y ortopraxis religiosas y morales. La otra alternativa, supuesto el pronunciamiento incontestable e inequívoco de Cervantes sobre la legitimidad y justicia del destierro, es pensar que Cervantes comete el absurdo de abogar a la vez por ésta y por la libertad de conciencia en el sentido de libertad religiosa, ya se de un grupo, en este caso de los moriscos como colectivo, o de cada individuo como tal.
Por otro lado, Castro, cuando contrapone la tolerancia europea, simbolizada por la libertad de conciencia de los luteranos en Alemania o de los calvinistas o hugonotes en Francia, a la intolerancia española en el asunto de los moriscos, se hace una idea fantástica sobre el modelo de libertad de conciencia que él piensa que Cervantes quiere para España. Pues en Alemania, tras la paz de Augsburgo (1555), no se reconoció la libertad de conciencia en el sentido moderno de la libertad de cada individuo en su calidad de persona humana o miembro de la humanidad de elegir religión y, por tanto, también de no profesar religión alguna, sino sólo la libertad de los príncipes, pero no del pueblo, de elegir una confesión cristiana, o la luterana o la católica; y una vez elegida la una o la otra, el príncipe, según el principio de cuius regio eius religio («De quien es la región o el país es la religión»), tenía el poder de imponer en sus dominios la confesión de su elección, excluyendo otras confesiones o sectas, tal como el calvinismo, y desde luego religiones no cristianas, como el islam o, como se decía entonces, el mahometismo, una religión cuya libre elección en aquella época a nadie se le habría ocurrido permitir en ningún país europeo, católico o protestante.
Esto último revela el absurdo del planteamiento de Castro sobre la aplicación a España de la solución alemana al conflicto entre luteranos y católicos en términos de libertad de conciencia, pues lo que aquí estaba en juego era muy distinto a la situación de Alemania: mientras en el país germano el conflicto entre luteranos y católicos era, a la postre, un conflicto entre miembros de una misma religión, todos ellos cristianos, en España, en cambio, se trataba del enfrentamiento entre cristianos, de un lado, y de otro gentes que, aunque bautizados, estaban bajo la sospecha de guardar fidelidad al mahometismo y se resistían a dejarse asimilar a la mayoría cristiana y, por tanto, en la práctica se planteaba como un conflicto entre miembros de religiones distintas y antagónicas; por consiguiente, la aplicación a España de la solución alemana de la libertad de conciencia habría consistido en la práctica en permitir a los moriscos el libre ejercicio del islam, algo que jamás habría pasado por la cabeza de Cervantes, y no sólo porque, como veremos, tenía una visión absolutamente negativa de esta religión, sino también porque era un firme partidario de la unidad religiosa de España sobre la base del cristianismo católico, como se revela en aquel pasaje del Persiles en que por boca del jadraque Jarife sueña Cervantes en el día en que, echados los que por su adhesión, más o menos encubierta, al islamismo ponían en peligro la unidad cristiana de la nación, «se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana», una España que además él veía como el principal baluarte del catolicismo, como el único y último refugio de la genuina verdad cristiana: «Ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo» (III, 11, págs. 547-8).
El choque entre cristianos y una minoría de origen islámico, sobre el papel cristiana, pero sobre la que pesaban dudas de su sincera conversión, sólo se dio en España y no en ningún otro país europeo. Por tanto, no tiene sentido comparar la situación de Alemania o la de la Francia del tiempo de Cervantes, con la situación española mucho más difícil. La pregunta que cabe plantearse y que cabe dirigir a los que piensan como Castro o sus seguidores, es si creen realmente que en otros países europeos, tal como Alemania o Francia o Inglaterra, ante una situación parecida a la de España, se habría optado por dar libertad religiosa a un colectivo, que en tal caso seguramente habría optado, salvo unos pocos conversos sinceros, por adherirse al islam. Difícilmente cabría esperar otra cosa habida cuenta de que en secreto islamizaban, al menos tal era lo que Cervantes pensaba de ellos. No tenía duda alguna de que, salvo algunos pocos conversos sinceros, la inmensa mayoría de los moriscos eran falsos conversos que seguían adheridos al mahometismo o profesándolo: «Algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran» (II, 54, 960). Unos moriscos que, cuando pueden dar rienda suelta a su verdadero sentir religioso, se comportan como musulmanes. Tal sucede en el episodio del Persiles en que los moriscos berberiscos (a los que también indistintamente llama turcos) asaltan y saquean una población cercana a Valencia, contando con la complicidad de los moriscos que representan casi la totalidad de sus habitantes, salvo el cura y el sacristán, y aquéllos al verse libres de cualquier traba, gracias a la protección de los moros berberiscos que han enviado dieciséis bajeles para llevarse a toda la gente morisca del lugar, muestran sin inhibiciones su adhesión al islam, luego de pegar fuego al lugar, haciendo lo mismo con las puertas de la iglesia y sobre todo derribando una cruz de piedra a la salida del pueblo y llamando a grandes voces el nombre de Mahoma al entregarse a los turcos (III,11, págs. 549-551).
Pasemos al refuerzo de su argumento en pro de la supuesta adhesión de Cervantes a la libertad de conciencia luterana que Castro busca con la cita de fray Felipe de Meneses, una cita que, por cierto, nos remite a un pasaje del libro de Meneses que nosotros citamos más ampliamente en «El erasmismo reforzado en ‘Erasmo en tiempo de Cervantes’», publicado en El Catoblepas de Septiembre de 2011, en el contexto de la discusión del erasmismo de Meneses y, de paso, de Cervantes. No podía haber hecho otra cosa peor Castro que invocar la autoridad de Meneses para hacer creíble la supuesta defensa de Cervantes de la libertad de conciencia alemana para el caso morisco en España. Al igual que, como ya probamos, Castro se equivocó al pensar que Meneses era erasmista, no se equivoca menos al atribuirle simpatía por la libertad de conciencia alemana. Lejos de eso, para Meneses semejante libertad de conciencia es un disparate, algo abominable. Tal como Castro selecciona la cita no parece tan claro esto, pero ello se debe una vez más a las mala prácticas de Castro que en vez de ayudar a entender mejor el mensaje de un texto, lo encubre y hasta lo tergiversa, como sucede en este caso.
Según lo interpreta Castro, parecería que Meneses meramente parangona la libertad de la Alemania luterana con la ausencia de libertad en España, sugiriendo tácitamente que Meneses se inclina por la primera y que, por tanto, Cervantes no estaba solo en España en su supuesta defensa de la misma idea unos sesenta años después de que Meneses, quien supuestamente habría influido en Cervantes, expresara la misma idea. A ello contribuye el que el mensaje del texto queda oscurecido por haber dejado fuera unas líneas anteriores que permiten entender mejor su verdadero sentido y que sin ellas no permiten comprender el sentido de la primer frase: «Ésta, por la bondad de Dios, no la hay en España» (¿a qué se refiere «ésta»?) ni el de la palabra «exención» en la quinta línea de la cita de Castro. Aun así, un lector experimentado, aun con el solo texto seleccionado por Castro, podrá percibir que hay algo que no cuadra con la exégesis adulterada de Castro: se habla del amor y apetito de libertad y de la exención traídos por el luteranismo como nacidos de la soberbia: y el temor de Meneses de que la propagación de semejante apetito de libertad religiosa prenda en España, según se refleja al final del pasaje, invita a presagiar que el autor no ve nada bueno en el apetito de libertad y exención excitado por la reforma luterana. Y así es, tales sospechas del lector quedan confirmadas cuando al texto seleccionado por Castro con malas artes añadimos las siguientes líneas que lo preceden y que, por ciento, nosotros ya citamos también en el mentado trabajo publicado en El Catoblepas:
«El mismo cabo con que este nuevo Mahoma que es Lucero, pescó en Alemania hallo en España. El primero con que les ganó y que él echó fue la libertad y exención de muchas leyes de Dios, y de todas las de la Iglesia, porque éste es su apellido: Libertad, libertad.» (Las cursivas son nuestras.)
Ahora el sentido de todo el pasaje deviene transparente y, como ya decíamos entonces, se advierte con total claridad que Castro consideraba la libertad de conciencia una monstruosidad, un anzuelo que Lutero lanzó para hacer prosperar sus heréticas doctrinas y que consiste en un estado anárquico de insumisión al orden religioso y moral, definido por la Iglesia católica que es a quien corresponde hacerlo. Y dado que semejante libertad de conciencia no es más que una incitación al libertinaje religioso y moral, se entiende que Meneses, en la primera frase del texto ya citado por Castro, cuyo sentido resulta ahora meridiano, se sienta agradecido a la bondad de Dios por el hecho de que tan perniciosa libertad de conciencia no se haya difundido por España. El rechazo de Meneses de la libertad de conciencia luterana se completa con su loa a la Inquisición, a la que, como ya vimos entonces, asigna un papel crucial como barrera de contención de la expansión del luteranismo en España. Meneses escribe esto en 1554, pocos años antes de los autos de fe de 1559 que extirparon los pequeños brotes de luteranismo surgidos en Sevilla y Valladolid.
Para finalizar este punto, digamos que todavía hoy día hay discípulos de Castro, como el cervantista Francisco Márquez Villanueva, que se empecinan en el error de seguir alimentando la idea de Cervantes como defensor de la libertad de conciencia, tomando como base el pasaje arriba citado de la segunda parte del Quijote (véase su reciente Moros, moriscos y turcos de Cervantes, Edicions Bellaterra, 2010, págs. 260-270). Cervantes, sobre la base del mentado pasaje del Quijote (II, 54), se convierte en un adelantado adalid de la libertad de conciencia y, con ello, un precursor de los derechos humanos; de hecho, el apartado en que aborda este asunto lo titula muy intencionadamente «En el nacimiento de los derechos humanos. La libertad de conciencia», en cuya estela sitúa a Cervantes con palabras que perfectamente podría haber escrito Castro: «Cervantes avanza a la descubierta cuando se atreve a hablar serenamente de ‘libertad de conciencia’ en medio de una España no sólo alejada, sino orgullosa a mucha honra de su intolerancia» (op. cit., pág. 261). Después de lo cual, se despacha a gusto arremetiendo absurdamente, juzgando el pasado desde el presente, contra «el totalitarismo del sistema Lerma y sus indiscriminados atropellos» (op. cit., pág., 262). Como se ve, son las mismas ideas y prejuicios de su maestro Castro, que entrañan la asunción de la leyenda negra antiespañola sobre la intolerancia religiosa española, dejando aparte excepciones como la luminosa luz de tolerancia que Cervantes habría proyectado sobre el firmamento, y sobre la tolerancia europea. Se trata de una visión que al tiempo que falsea, según hemos visto, el pensamiento de Cervantes falsea la realidad histórica de España y del resto de esa Europa sublime que exegetas, como Castro o Márquez Villanueva, nos pintan.
¿Es que acaso otros países de Europa, como la Alemania o la Francia mentadas por Ricote, eran menos intolerantes que España en materia religiosa en el tiempo de Cervantes? Refirámonos primero a Alemania, donde en la ciudad de Augsburgo dice haberse instalado Ricote acogiéndose a la libertad de conciencia. Bien, ya hemos dicho que precisamente por la paz de Augburgo sólo se autorizaban el catolicismo y el luteranismo. Menos mal que Ricote, aunque dice no ser tan buen cristiano católico como su mujer y su hija, tiene más de cristiano que de moro, porque si hubiera sido al revés, no se le habría permitido vivir como quisiera en ningún principado o Estado alemán, católico o luterano; tampoco se le habría permitido vivir como calvinista. Ricote, después de todo, no lo tenía tan mal para elegir: él venía de fuera de Alemania y, sabiendo, pues, qué territorios eran católicos, podía elegir vivir en un lugar afín a su inclinación hacia el catolicismo, tal como Augsburgo, ciudad del Estado católico de Baviera.
Peor lo tenían los propios súbditos alemanes, luteranos o católicos, que en caso de no coincidir su religión con la de príncipe de su territorio, que eral el que realmente tenía libertad de conciencia, debía emigrar a un Estado cuyo príncipe hubiese elegido la religión, católica o luterana, profesada por él. ¿Qué tiene esto que ver con la tolerancia religiosa moderna? No se trata aquí de una organización en la forma de Estados tolerantes sino de Estados internamente intolerantes que coexisten entre sí en una situación de latente hostilidad que en cualquier momento podía estallar, como estalló más adelante con la Guerra de los Treinta Años, cuando unos delegados protestantes tiraron por la ventana del Castillo de Praga a tres altos funcionarios católicos. Y no menos intolerantes fueron los Estados donde triunfó el evangelismo que aquellos en los que se mantuvo el catolicismo. De hecho, en Prusia estuvo prohibido el catolicismo hasta 1821, fecha en que se legalizó tan sólo el culto católico, pues los católicos aún siguieron privados de derechos civiles básicos, tal como el acceso a la función pública. De hecho, los católicos prusianos tendrán que esperar hasta el siglo XX para dejar de ser objeto de discriminación por razón de religión. A la luz de esto queda en bien poca cosa la afirmación de Márquez Villanueva de que
«El ejemplo de Augsburgo iniciaba, con todo, un proceso destinado a transformar, en un largo curso, el criterio medieval de los derechos de sectores o grupos minoritarios, pues ahora el ocasional disidente podía elegir dónde habitar a su placer. Se trata si se quiere de nada más que un resquicio mínimo, pero que en el momento resulta decisivo y es justamente la libertad de que hace uso el manchego.» (Op. cit., pág. 262.)
Un resquicio, desde luego, mínimo, pero que no se hable ni de tolerancia ni de libertad de conciencia, porque la libertad de conciencia es la que puede ejercer uno dentro del país del que se es parte y en que se vive sin tener que exiliarse. Y además en el caso que estamos tratando, el disidente ha de ser luterano o católico, porque de lo contrario, si es calvinista o, no digamos, mahometano o ateo, no habrá lugar para él territorio alemán donde poder vivir como quiera. Pero en el fondo, hablar de resquicio mínimo en una situación así en que el disidente religioso tiene que exiliarse de su propio país como el alemán disidente que tiene que cambiar de principado, y no olvidemos que los principados son Estados independientes, tiene bastante de disparatado pues eso es tanto como decir, aplicado al caso de España, que los moriscos que no querían ser cristianos católicos, sino musulmanes, podían elegir habitar a su placer en el Norte de África, en Turquía u otro país musulmán.
Pasemos de Alemania a Francia, país visitado por Ricote y donde a él le hubiera gustado que se hubiesen asentado su mujer y su hija y no en Berbería, pues allí, según él, también podían vivir como cristianas (II, 54, 965). En el tiempo del Quijote la situación de Francia es la de un país dividido por el Edicto de Nantes (1598), que permite a la minoría calvinista o hugonote libertad de culto en una lista fija de ciudades y regiones, así como tener bajo su dominio una serie de plazas de seguridad, lo que creaba una especie de Estado dentro del Estado cuya unidad se veía amenazada. Pero tampoco cabe hablar aquí ni de tolerancia en sentido moderno ni de libertad religiosa, sino de una situación de coexistencia hostil entre católicos, la inmensa mayoría de los franceses, y una minoría protestante (aproximadamente un millón de los 16 millones habitantes de la Francia de entonces). No se trata de la tolerancia moderna como ideal de organización de la convivencia religiosa fundada en el reconocimiento de la libertad religiosa de la persona, sino de una tolerancia negativa en que, después de nada menos que ocho guerras de religión habidas en la segunda mitad del siglo XVI entre hugonotes y católicos, se ven obligados, unos y otros, en vista de que ninguno de los dos tiene poder de imponerse sobre el otro, a tolerarse, a soportarse, condescendiendo a convivir con un mal (la religión del otro) que no se puede evitar y que cada uno de los dos bandos quisiera erradicar, si tuviera poder para ello. En realidad, los dos quieren lo mismo: disponer de todos los resortes del poder político para imponer su religión a toda Francia. Antes del Edicto de Nantes los hugonotes habían intentado por todos los medios conquistar el poder político para así hacer de Francia un país calvinista, pero fracasaron. Pero el fracaso no fue en vano, ya que el Edicto de Nantes sancionó los avances de los hugonotes y puso en sus manos un cuarto del territorio francés. Pero, logrados estos avances, ellos no se contentaban con hacerse admitir y respetar como minoría religiosa, una idea de tolerancia ajena a ellos, sino apoderarse del Estado para imponer la que ellos tenían por la única verdadera religión ante sus ojos. Con estas ideas en la cabeza, no es de extrañar que los hugonotes juzgasen el Edicto simplemente como un paso más en medio de un combate que no había terminado y que en el momento oportuno habrá que retomar.
Pero los católicos pensaban lo mismo y los reyes de Francia, ellos mismos católicos, y que tampoco creían en la libertad religiosa, se inclinaban por mantener la unidad religiosa de Francia sobre la base de que la inmensa mayoría de los franceses eran católicos. Así que muerto Enrique IV, que se tuvo que convertir al catolicismo para ser rey de Francia, los inmediatos reyes sucesores, Luis XIII y Luis XIV y sus ministros respectivos, Richelieu y Mazarino, impulsaron una política de unidad religiosa de Francia sobre la base del catolicismo, que culminó con la revocación del Edicto de Nantes (1685) por Luis XIV, después de haberse suprimido primero las plazas de seguridad de los hugonotes por el Edicto de Alès (1629) en tiempo de Luis XIII y luego la libertad de culto reformado con la mentada revocación, no sin antes haber intentado por todos los medios convertir a los hugonotes, por las buenas o de buen grado, mediante misiones religiosas para su conversión, o por la coacción, mediante medidas que llegaron a implicar el uso de la violencia física (como las llamadas dragonadas).
El caso de España se parece más al de Francia que al de Alemania. En ambos países se estaba en una grave situación en que una minoría religiosa inasimilable o irreductible a la unidad religiosa de la mayoría ponía en peligro la estabilidad del país. En Francia los hugonotes llegaron hasta hacer su propia política exterior de alianzas con potencias extranjeras contrarias a los intereses de la mayoría de los franceses; en España, los moriscos buscaban alianzas con los moros berberiscos y con los turcos para reislamizar España y muchos de ellos eran cómplices de las incursiones de éstos en las costas del Levante español. Por ello no es de extrañar que tanto en Francia como en España se resolviese el problema con la política de asimilación y de imposición de la unidad religiosa, después de haberse intentado y fracasado en ambos países las políticas de conversiones pacíficas. En Alemania, dada su fragmentación en múltiples Estados, incluso ciudades, independientes, el problema podía resolverse de otra manera, de la manera como se hizo dando a cada príncipe libertad de elección entre el catolicismo y el luteranismo, pues no había riesgo de dividir un país ya dividido en una multitud de pequeños Estados soberanos. La división religiosa era más tolerable donde ya reinaba la más completa fragmentación política.
Visto todo lo anterior, carece de sentido hablar, como hace Castro, de la tolerancia europea, en realidad alemana o francesa, frente a la intolerancia española o, según su discípulo Márquez Villanueva, del «totalitarismo de Lerma»? Es más, comparando los casos más similares de Francia y España, podemos decir que la solución que finalmente le dio el país vecino a su problema hugonote fue más intolerante aún, si cabe, que el que le dio España al problema morisco. Y eso que, como ya dijimos más atrás, el reto al que se enfrentó España era aún más difícil, pues no se trataba de una minoría cristiana enfrentada a una mayoría también cristiana, como en Francia, sino de una minoría islámica o al menos proislámica contra una mayoría cristiana, es decir, de dos religiones muy antagónicas y no sólo religiosamente, sino también histórica y políticamente, en una nación que no hacía tanto, en términos históricos, que se había sacudido del yugo del islam. Decimos que en Francia hubo más intolerancia porque a los hugonotes se les prohibió el culto reformado, pero, asombrosamente se les obligó a quedarse en el país; parece más natural y justo que si no se te permite practicar tu religión, te dejen, al menos, emigrar a un lugar donde puedas practicarla; esto es, una expulsión habría sido una salida más adecuada. Y esto es lo que se hizo en España. A pesar de todo, después de la revocación muchos hugonotes, unos 200 mil, casi tantos como moriscos, huyeron de Francia desafiando la ley.