Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 117 • noviembre 2011 • página 14
Libertad personal e individualismo valiente parecen ser las dos notas principales que describen al estadounidense de los últimos dos siglos. Ambas llegaron a su más perfecta articulación en sendas obras de contenido político, The Federalist Papers y The Significance of the Frontier in American History.
La primera recoge la famosa colección de artículos en la que se exhortaba a diversos estados a ratificar la constitución formal de los Estados Unidos. En la línea de la Declaración de Independencia, se convirtió en texto de referencia para los que definían la democracia negativamente como ausencia de tiranía. Hoy sigue siendo citado como modelo no sólo por su contenido sino por su método: ciudadanos libres e iguales deciden de mutuo acuerdo unirse en sociedad política que les permita perseguir su felicidad individual.
La segunda contiene la «tesis de la frontera», con la que Frederick Jackson Turner dibujaba en un breve artículo la esencia del «americano» como una caricatura del pionero enfrentado a una naturaleza hostil y portentosa mediante su ingenio, fuerza, independencia y tesón. La expansión hacia el oeste habría mantenido viva la llama de la libertad norteamericana y fundamentado materialmente el democratismo y la igualdad que la constitución había proclamado formalmente. Steve Jobs, el recientemente fallecido fundador de Apple, brilla hoy en los obituarios como ejemplo de la transformación de aquel pionero en el emprendedor californiano arquetípico de la «nueva economía.»
Estos dos mitos fundacionales, separados entre sí por un siglo, lograron calar por igual entre los admiradores y los enemigos de lo que a finales del siglo XIX era ya el imperio yanqui tal y como lo hemos conocido durante los últimos 100 años. El cine de Hollywood fue de gran ayuda en este proceso.{1} En estos mitos el Estado federal juega un papel secundario (como una superestructura que coordina los diferentes estados que forman la Unión) o incluso negativo (como algo opuesto o subsidiario a la sociedad civil). Pero lo cierto es que hace mucho que los diferentes estados miembros cedieron su soberanía al Estado federal, que ya no tiene de federal más que el nombre (para el materialismo político, el poder federativo del Estado hace contradictoria la posibilidad real de un Estado federal: o son Estados cada uno de los miembros que componen una alianza o lo es el que agrupa a las difere= ntes unidades administrativas). Además, como veremos más adelante, la oposición entre el Estado y la sociedad civil tiene mucho de ficticia.
Aunque todo mito tiene su fulcro de verdad, democracia y esfuerzo personal son atributos demasiado abstractos para dar cuenta del nacimiento y curso de una sociedad política forjada al calor de las luchas de los grandes imperios modernos, el esclavismo, la doctrina Monroe, la Guerra Civil, el Canal de Panamá, las dos Guerras Mundiales y la hegemonía económica internacional.
Entre los muchos historiadores que han matizado los dos mitos fundacionales del imperio del norte, el profesor estadounidense de origen alemán Gerald D. Nash (1928-2000) fue de los que mejor lograron involucrar aspectos de historia económica, historia militar e historia medioambiental. Esto le permitió huir del formalismo conjuntivo y otorgar el debido peso específico a las capas basal y cortical de la sociedad política norteamericana, como hiciera David Edgerton con la británica en el libro que apareció reseñado recientemente en El Catoblepas.{2} Lo hizo, además, atento a cómo el peso del Estado se basculó precisamente hacia los supuestamente dominados por el pionero y el emprendedor: hacia el oeste.
El papel del Estado en el desarrollo y crecimiento de la economía norteamericana fue el tema predilecto de Nash desde su tesis doctoral. Este mismo interés le llevó a profundizar en las relaciones del gobierno de Washington con las grandes empresas petroleras estadounidenses. Pero el desarrollo económico no consiste en gráficas bidimensionales describiendo crecimientos más o menos abstractos, sino que se palpa en la transformación del territorio. La economía política de una nación está esculpida en el paisaje de ésta (cuyos términos, a diferencia de los geológicos, se definen a una escala directamente manipulable por los sujetos operatorios). Así, Nash se adentró en la historia de la transmutación del territorio occidental de EEUU durante el siglo XX subrayando el papel del gobierno y cómo éste creció exponencialmente tras la Segunda Guerra Mundial, algo que la historiografía ha venido en llamar la «tesis de Nash.»{3}
El libro que aquí se reseña ahonda en la conjugación de la historia económica de EEUU y la historia de las transformaciones del territorio del oeste. Lo hace en un estilo más sintético y divulgativo que sus trabajos anteriores y sin la densidad de notas, datos y figuras de aquéllos. Por esto mismo es más directo y poderoso.
The Federal Landscape comienza reconociendo la capacidad explicativa de los ciclos Kondratieff-Schumpeter para dar cuenta del crecimiento económico estadounidense durante el boom de los automóviles, los aviones y las industrias petroquímicas. Sin embargo, añade, estas innovaciones tecnológicas no sirven para explicar los mecanismos reales mediante los que EEUU se incorporó a la revolución industrial y llegó a marcar el ritmo de ésta. Para obtener una explicación satisfactoria se hace necesario movilizar al Estado, y no sólo recordar cómo sus políticas fiscales y monetarias afectaron los diferentes precios y modos de producción (los gerentes, estudiados por Alfred Chandler, o el fordismo), sino, sobre todo, subrayar la decisión del Estado de basar la expansión industrial y acumulación de capital en el oeste del país. Esta decisión, o mejor, este ortograma de expansión hacia el oeste, era a un tiempo geopolítico, imperial y económico.
El primer capítulo analiza cómo la falta de incentivos para inversiones privadas llevó a algunos líderes locales del oeste a buscar apoyo financiero en el gobierno federal a principios del siglo XX. Éste vino en forma de presas y canales que permitieron el florecimiento de oasis urbanos y de una agricultura próspera en el corazón del desierto. Nash no polemiza con la tesis de Turner en lo que se refiere al siglo XIX y viene a decir que, fuera o no verdadera para el XIX, dejó de serlo en el XX. Otros historiadores sí han entrado de lleno en esa polémica llamando la atención sobre sistemas de regadíos pre-hispánicos, sobre la transformación del paisaje por medio de las nuevas especies vegetales y animales traídas por los españoles a través de Nueva España (el ejemplo clásico son las redes de misiones y ciudades con gran presencia franciscana en California, desde Nuestra Señora de los Angeles a San Francisco), y sobre el papel temprano del gobierno federal –todo lo policrático que se quiera– en la conquista del Oeste.{4}
Este primer capítulo se extiende hasta 1929 y describe numerosos sectores en los que el gobierno federal transformó el oeste en una región totalmente integrada con el resto del Estado, por citar algunos: el conservacionismo de Roosevelt, las reservas indias, el ferrocarril del pacífico, las carreteras, los pozos de petróleo y las bases militares a propósito de la Gran Guerra. Esta misma guerra multiplicó la extracción de petróleo en suelo estadounidense para mantener una imponente flota de camiones.
El canal de Panamá, terminado e 1905, fue clave para dotar de sustantividad a la costa oeste de un papel propio en un ortograma imperial que ya había trascendido el aislacionismo americano de la doctrina Monroe y miraba al resto del globo terráqueo. Cuba y Filipinas terminaron de significar el relevo imperial, y su vinculación por el istmo de Panamá distaba mucho de ser meramente simbólica.{5} El canal abría posibilidades comerciales para los puertos de la costa del Pacífico a la vez que permitía albergar allá tropas que batallarían muy lejos de las fronteras estadounidenses en la dos guerra mundiales.
El segundo capítulo demuestra que las políticas del New Deal eran, en gran medida, continuación de las construcciones de carreteras y presas que el gobierno federal venía realizando durante toda la década de los 20. Las grandes presas facilitaban energía a las ciudades y a las industrias y agua a una agricultura en continuo crecimiento.{6} Como otros autores han probado, el gobierno federal fue también clave en propiciar el incremento en productividad de esta agricultura, una auténtica «revolución verde» posibilitada por la hibridación y producción de semilla y por una incipiente motorización del campo.{7}
La diferencia entre el período del New Deal y el anterior, eso sí, fue de grado, y el resultado cualitativamente distinto: para 1940 el oeste ya era una región industrializada capaz de competir económicamente con el este del país. Es más, en esta competición tenía las ventajas de ofrecer tanto tierras como mano de obra barata. Durante la Segunda Guerra Mundial tales ventajas propiciaron que el grueso de la gigantesca maquinaria de guerra norteamericana se fabricara al oeste del río Misisipi. El tercer capítulo de The Federal Landscape recorre aquella economía de guerra y su movilización de soldados, de mano de obra cualificada, de investigadores, de recursos…y de fondos federales. El proyecto Manhattan y otros tantos transformaron el oeste en un paisaje militar: Arizona, Nuevo México, Colorado, Nevada, California, Oregón, Washington, Alaska…y otro puñado de estados de la unión deben su forma actual a la Segunda Guerra Mundial.
Los capítulos cuarto y quinto demuestran que esos fondos gubernamentales, lejos de desaparecer tras la Segunda Guerra Mundial, se relocalizaron en industrias que, pese a haber perdido el carácter de urgencia militar, seguían sirviendo a una nación orientada a la guerra. Se trataba del complejo militar-industrial, que el presidente Dwight D. Eisenhower hizo célebre en su despedida de 1961. Lo que el presidente (y autor de los acuerdos con Franco de 1953 concernientes a las bases militares) no dijo es hasta qué punto ese complejo se había hecho uno con la marcha económica y política del país. Y, muy especialmente, del oeste: en 1950 un tercio de los trabajadores de Los Angeles estaban contratados con actividades relacionadas a la industria aeroespacial.{8} El crecimiento demográfico de ciudades como San Diego, Los Angeles, o Seattle fue exponencial, y estuvo en todo punto propiciado por el auge de empresas privadas subcontratadas por el gobierno federal (mediante vínculos personales que convertían a generales del ejército en directores generales): Boeing, Northrop, Lockheed, Douglas, General Electric, AT&T, Hughes Aircraft, IBM, Ford Aerospace…
Por supuesto, este crecimiento demográfico tenía su equivalente en el número de ingenieros y científicos contratados por laboratorios industriales, militares y universitarios que por todo el oeste, desde Austin (Texas) hasta Berkeley pasando por UCLA y el California Institute of Technology, la NASA, y las muchísimas hectáreas alredor del aeropuerto de Los Angeles que aún hoy acogen a los centros de ingeniería de las grandes empresas de equipamiento militar (misiles, satélites, aviones, &c.). Numerosas disciplinas científicas y técnicas se desarrollaron al calor de estas inversiones federales masivas.{9}
En sus dos últimos capítulos, The Federal Landscape baja un poco el ritmo, ajustándose al más lento fluir de los fondos federales por el oeste. Aunque trata del nacimiento de Internet y de la economía política de Silicon Valley, se centra ya en un período de desindustrialización y transición hacia sectores productivos diferentes. Hay mejores fuentes para evaluar los efectos sobre el paisaje de este período así como el papel del gobierno federal en él (a través de acuerdos petrolíferos, de manipulaciones de moneda, de negociaciones con los sindicatos y con grupos ecologistas, &c.).{10}
Aunque este breve libro no pretende agotar la complejidad de los procesos de que insinúa, logra el objetivo de presentar de modo claro y contundente su tesis principal: la economía política de Estados Unidos no puede entenderse sin atender a las transformación del paisaje del oeste en un paisaje federal (diríamos, estatal). Esto lo hace a través de multitud de ejemplos subrayando en cada caso los intereses de las diferentes partes implicadas, recordándonos así que la sociedad política consta de grupos dispares que se reparten el territorio estatal y lo expanden y defienden frente a terceros. El Estado no se confunde, por tanto, con el gobierno de turno, sino que integra muy distintos poderes, ascendentes y descendentes, instalados en diferentes capas de la sociedad política.
El propio Nash lo dice de forma provocativa: «el desarrollo del mundo occidental durante el siglo XX estuvo en gran parte determinado por la posición militar de Estado Unidos. La Segunda Guerra Mundial, la guerra fría, las guerras de Corea y Vietnam tuvieron una influencia profunda. De hecho, el dictador José Stalin puede considerarse un primer motor del rápido crecimiento de la economía occidental, en especial durante la guerra fría. El gobierno federal horadó su huella en la historia de la región mediante complejos militares, contratos, laboratorios de investigación y acuerdos con universidades. Sin la influencia del complejo militar-industrial la historia del occidente, tanto en sentido estadounidense como en sentido mundial, hubiera sido muy diferente. Este complejo no fue una conspiración amañada contra el pueblo resistente. Fue un producto de lo que los habitantes del oeste americano, y los estadounidenses más en general, quería. Claramente podrían haber hecho otros usos de sus energías. Pero lo mismo se podría decir de los ciudadanos del imperio romano durante su apogeo.» (98-99).
A finales de la primera década del siglo XXI, el estado de California está en números rojos. Sin embargo, poco menos de dos años atrás era fácil oír a sus políticos y habitantes presumir de que la californiana era la quinta economía mundial. El espejismo consistía en separar artificialmente a la economía californiana de la del resto del Estado. Igualmente, Steve Jobs no podría haber existido sin Silicon Valley y éste no habría crecido un milímetro sin las inversiones del gobierno federal.{11}
Y no es que la «esencia» turneriana del americano, libre, individualista e independiente, se corrompiera en el siglo XX. Es más bien que lo que hizo de Estados Unidos una potencia mundial, hoy ciertamente mermada, no fue esa supuesta esencia del alma useña, sino una serie de circunstancias y decisiones en ámbitos geoestratégicos, geográficos, productivos, demográficos y militares que permitieron a los Estados Unidos declararse vencedor en dos guerras mundiales y una guerra fría.
Atención a la contundente conclusión de Nash: «Para comprender la contribución del gobierno federal, primero hay que darse cuenta de que calificar a la economía americana de «capitalista» carece de sentido. Este concepto es un mero constructor verbal, nada más. Adam Smith no habría reconocido en él a la economía de EEUU. Más bien, la economía americana y, en general, occidental, es el resultado de una combinación intrincada del gobierno y la empresa privada. En el patrón caótico que resultó a lo largo del siglo XX, es difícil discernir dónde acababan las funciones de uno y empezaban las de la otra. Lo único que sabemos con certeza es que la influencia del gobierno federal en la economía del oeste creció inmensamente durante este período y dejó una huella imborrable en el paisaje al oeste del Misisipi.» (pag. 160).
Pero, habría que añadir a esta conclusión de Nash, esa combinación intrincada es precisamente la que caracteriza a la economía política capitalista efectiva.{12}
Digámoslo con palabras de Gustavo Bueno: «La diferencia entre un Estado liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre economía libre y economía intervenida; más bien, es una diferencia entre 'economías intervenidas', según determinadas proporciones. Con la paradoja de que las tan debatidas cuestiones de nuestros días relativas a la privatización de autopistas, cadenas de televisión, o empresas productoras de energía, no tienen un significado 'procapitalista' mayor que el que pueda tener su estatalización o nacionalización, si se tiene en cuenta que esta nacionalización, desde el punto de vista de la economía política, al menos en un Estado democrático, puede resultar ser, según la coyuntura, aún más favorable al capitalismo que las privatizaciones. Según esto, la diferencia entre una economía liberal y una economía con planificación central, tipo soviético, no será tanto una diferencia económica cuanto una diferencia política. Las leyes económico-políticas seguirán funcionando aproximadamente del mismo modo en ambas situaciones.»{13}
En este contexto, las teorías de Adam Smith, Marx, y tantos otros sobre el capitalismo, en tanto prescindan del Estado, no pasarán de ser modelos abstractos, de laboratorio. Modelos útiles para aproximarse a la realidad político económica nacional e internacional, pero incapaces de reducirla y, menos aún, de dar cuenta de la marcha efectiva de las sociedades políticas que configuran el mundo actual.
Notas
{1} Miguel Ángel Navarro Crego, «Como estudiar Sergeant Rutledge (El sargento negro, 1960) de John Ford», El Catoblepas, 84:1 (febrero 2009). Por cierto, el autor de la obra objeto de la presente reseña, investigó cómo estos y otros mitos sobre el oeste se fueron articulando en la historiografía popular y profesional estadounidense en Nash, Creating the West. Historical Interpretations 1890-1990 (University of New Mexico, 1991).
{2} Lino Camprubí, «Autarquía británica», El Catoblepas, 116:14 (octubre 2011).
{3} State Government and Economic Development: A History of Administrative Policies in California, 1849-1933 (1964); United States Oil Policy, 1890-1964: Business and Government in Twentieth-Century America (1968); The American West in the Twentieth Century: A Short History of an Urban Oasis; The American West Transformed: The Impact of the Second World War (1985).
{4} Donald Worster, Rivers of Empire: Water, Aridity and the Growth of the American West (New York: Pantheon Books, 1985); Reviel Netz, Barbed Wire: An Ecology of Modernity; Donald J. Pisani, To Reclaim a Divided West: Water, Law, and Public Policy, 1848-1902 (1992).
{5} Michael Adas, Dominance by Design. Technological Imperatives and America’s Civilizing Mission (Cambridge: Belknap, 2006). Sobre la doctrina Monroe, http://www.filosofia.org/ave/001/a264.htm
{6} Para un análisis más detallado, puede consultarse Thomas P. Hughes, American Genesis: A Century of Invention and Technological Enthusiasm, 1870-1970 (Chicago: The University of Chicago Press, 1989): 353-442 y Richard White, The Organic Machine: the Remaking of the Columbia River (New York: Hill and Wang, 1997).
{7} Jack R. Kloppenburg, Jr., First the Seed. The Political Economy of Plant Biotechnology, 1492–2000 (Cambridge: Cambridge University Press, 1988): 66-90; Theda Skocpol and Kenneth Finegold, «State capacity, economic intervention and the early New Deal», Political Science Quaterly, 97 (1982): 255-78.
{8} Me permito recomendar dos obras a quienes quieran indagar en las connivencias del gobierno federal con la industria privada en Los Angeles y en California más en general, en el segundo caso a través de la agricultura: Mike Davis, City of Quartz: Excavating the Future in Los Angeles (New York: Vintage Books, 1992) y Mark Arax y Rick Wartzman, The King of California: J. G. Boswell and the Making of a Secret American Empire (New York: PublicAffairs, 2003).
{9} Aunque se centra excesivamente en las universidades, como si en los laboratorios militares o industriales no pudieran establecerse las identidades esquemáticas y sistemáticas que caracterizan a las ciencias, el de Stuart W. Leslie sigue siendo uno de los tratamientos más completos de este asunto: Stuart W. Leslie, The Cold War and American Science. The Military-Industrial-Academic Complex in MIT and Stanford (New York: Columbia University Press, 1993). El libro de Leslie se centra en ciencias físicas, pero también las biológicas recibieron un gran impacto por la política federal; puede verse, por ejemplo, Nicolas Rasmussen, «Of «Small Men», Big Science and Bigger Business: the Second World War and Biomedical Research in the United States.» Otros clásicos sobre el tema son A. Hunter Dupree, Science in the Federal Government. A History of Policies and Activities (Baltimore: The John Hopkins Universit Press, 1986).
{10} También es recomendable la serie de television The Wire, aunque se centre en una ciudad del este de Estados Unidos. Se puede interpretar como un análisis etnográfico de tipo b-operatorio de la economía política urbana en el Estados Unidos post-industrial.
{11} Sobre Silicon Valley y el gobierno federal: Robert Kargon, Stuart W. Leslie y Erica Schoenberger, «Far Beyond Big Science: Science Regions and the Organization of Research and Development», en Peter Galison y Bruce Hevley (eds.), Big Science: The Growth of Large-Scale Research (Stanford: Stanford University Press, 1992): 334-355; Christophe Lécuyer, Making Silicon Valley. Innovation and the Growth of High Tech, 1930-1970 (Cambridge: The MIT Press, 2006); y Timothy Lenoir, Nathan Rosenberg, Henry Rowen, Christophe Lécuyer, Jeannette Colyvas, y Brent Goldfarb, «Inventing the Entrepreneurial University: Stanford and the Co-Evolution of Silicon Valley» (artículo publicado en la web de stanford.edu).
{12} Sobre la dificultad de distinguir entre economía pública y privada en EEUU, en este caso en los grandes proyectos hidrográficos, se ha publicado recientemente Martin M. Melosi, Precious Commodity. Providing Water for American Cities (Pittsburg: University of Pittsburg Press, 2011).
{13} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna: Terrorismo, Guerra y Globalización (Barcelona: Ediciones B, 2004).