Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 118 • diciembre 2011 • página 12
Profesor en la Facultad de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid, Fernando del rey Reguillo es uno de los representantes más significativos de la joven historiografía española. Sus investigaciones se han centrado en trayectoria del empresariado español, la crisis de la Restauración y la Segunda República. Entre sus obras destacan, Propietarios y patronos. La política de las organizaciones económicas en la España de la Restauración (1914-1923), y, junto a Mercedes Cabrera, El poder de los empresarios. Política e intereses económicos en la España contemporánea (1875-2000). Recientemente, ha coordinado el volumen Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española, obra clave a la hora de entender el nuevo revisionismo histórico académico.
Paisanos en lucha es, según señala el autor, un intento de análisis histórico-social a nivel nacional, provincial y local, centrado en la Mancha en general y en la localidad de La Solana en particular, del conflictivo período de la II República. Del Rey reconoce que se trata de un tema, hoy por hoy, muy polémico, pero que pretende estudiar «con distanciamiento, desde su propia lógica interna, al margen de juicios morales y apegándose a los hechos y a la cronología». Y añade: «Lo que no puede hacer el historiador profesional, por miedo a dar argumentos a tales o cuales interpretaciones políticas interesadas, es renunciar a intentar conocer lo que pasó y paralizar su tarea de búsqueda por prejuicios ideológicos del signo que sean. Por añadidura, el historiador que se mueve por afanes meramente científicos está obligado a plantearse todas las preguntas así como indagar en todas las fuentes que se pongan a su alcance». En ese sentido, la investigación del autor tiene por base una metodología pluralista, que sintetiza lo político, lo cultural y lo social, desde una óptica no reduccionista, intentando llevar a cabo una interpretación matizada y compleja del período. El hilo conductor del relato es «la política, y más en concreto, el seguimiento de la exclusión y de la violencia políticas», centrando su mirada en «el liderazgo y en los actores políticos, en sus acciones y en sus decisiones, en los valores y las ideas que lo guiaron, así como en el lenguaje, los rituales, los símbolos y los movimientos sociales que sostuvieron sus estrategias». El objetivo último es «la indagación en las claves que obstaculizaron la construcción de la democracia republicana como régimen pluralista y de convivencia, dentro de un contexto internacional en el que por todas partes se atacaba y retrocedía la democracia, acorralada y a la defensiva ante los poderosos enemigos que surgieron». El estudio intenta asimismo combinar dialécticamente los planos locales, provinciales y nacionales, evitando así caer en una «historia local más, alicorta, endogámica y ombliguista, de las que tanto han proliferado también en los últimos lustros».
Al aproximarse a la sociedad manchega, el autor la describe como una realidad donde dominaban numéricamente «los pequeños y medianos propietarios, siendo los grandes terratenientes la excepción a la regla». A ese respecto, La Solana no era una excepción, porque sólo había registradas en el término municipal tres grandes fincas de más de 250 hectáreas». Se trataba, pues, de una sociedad «muy mesocrática, como la ratio empleador-empleados deja entrever». Políticamente dominaba, a lo largo de la Restauración, el liberalismo agrarista en dura competencia con el catolicismo social «opción empeñada también en labores de captación en el medio rural». El paternalismo impregnaba las relaciones sociales, lo que revelaba «la persistencia de pautas culturales propias del mundo preindustrial». Durante la Restauración, la provincia fue «dócil al régimen»; y la población estuvo desmovilizada y carente de identidad regional. La dictadura de Primo de Rivera propició, tanto en La Solana como en el resto de la provincia, «un cierto relevo de personal político». La base social de la Unión Patriótica fue «de raigambre mesocrática», ya que en su seno predominaron los empleados municipales». Su vida fue más bien «mortecina». Durante la II República, no pocos upetistas militaron en los partidos del centro y de centro-izquierda republicanos.
En el caso de La Solana, el autor insiste en la importancia del célebre pleito sobre el llamado «Legado Bustillo», un patrimonio donado por un rico matrimonio sin descendencia para obras benéficas; y que su heredero dejó en dos testamentos, en los que una parte se daba a su administrador, y otras a tres presbíteros. Finalmente, el administrador se negó a entregrar la gestión del capital a los sacerdotes; lo que inició un largo pleito, que se hizo famoso por la intervención de Joaquín Costa,.
El advenimiento de la II República transformó en muy poco tiempo la realidad política manchega. En las elecciones municipales de abril de 1931, tanto en La Solana como en el resto de la provincia, triunfaron las candidaturas monárquicas. No obstante, tras el triunfo nacional de la alternativa republicana, no se tuvo reparo, para congraciarse con el nuevo régimen, en nombrar alcaldes republicanos. La victoria republicana no sólo propició «el relevo de elites políticas», sino que planteó un nuevo marco que el autor define como «de ruptura del consenso en las clases medias». El advenimiento del nuevo régimen produjo «cambios más aparentes que reales, pues no hizo más democrático el comportamiento –lo raro hubiera sido lo contrario– sino que a lomos de las nuevas formaciones políticas, perpetuó muchos de los viejos hábitos clientelares». De hecho, según el autor, existió una «prolongación real de la vieja política de notables» bajo el manto del Partido Radical de Lerroux y de la Derecha Liberal Republicana. Los monárquicos desaparecieron y los católicos no se dejaron oir hasta mucho más tarde. El único partido sólido y expansivo fue el PSOE.
De inmediato estallaron las luchas simbólicas de las izquierdas republicanas y del socialismo contra la Iglesia católica; lo mismo que en los cambios de nombres de las calles y de los símbolos sociales, tirando de los héroes republicanos, de las figuras del socialismo, de la cultura laica o de la ciencia. El republicanismo de izquierda y el socialismo se presentaron como «alternativas al catolicismo». Al mismo tiempo, la proclamación de la República abrió enormes esperanzas entre las capas más pobres del campesinado. Socialistas y republicanos iniciaron un intenso intervencionismo laboral y, en lo relativo a la cuestión agraria, pusieron en tela de juicio los principios liberales de libertad de contratación, libertad de arrendamientos, libertad de acción de los empresarios en sus propiedades e incluso el principio de propiedad privada, que supeditaron a su función social. Las figuras del propietario y del empresario adquirieron un perfil social y simbólico abiertamente negativo. La ley giró abiertamente a favor de los asalariados rurales y en perjuicio de los propietarios. Se pasó «a una velocidad de vértigo de la más absoluta orfandad en materia de legislación social a disponer de un ambicioso andamiaje reformista y corporativo –leyes y organismos encargados de aplicarlos– que echó por tierra el conjunto de costumbres y hábitos que habían guiado las relaciones sociales desde tiempo inmemorial». Sin embargo, los resultados de esta legislación fueron, a juicio del autor, negativos, ya que «sólo sirvieron para agravar la situación aún más, al echar para atrás a muchos pequeños y medianos propietarios que optaron por reducir su ya de por sí limitada capacidad de crear empleo, temerosos de los elevados costes laborales que se les venían encima». Además, se incrementaron las oportunidades para la protesta social, consistente en allanamientos de fincas, caza furtiva, robos en las huertas, saqueos en las dehesas, etc; a lo que se añadía la novedad de su carácter ya no individual, sino colectivo. Más que la crisis económica en sí lo fundamental fue la «crisis de confianza» creada en la masa de propietarios. En ese aspecto, tuvo especial relevancia la incidencia del PSOE, cuya cultura política tenía por base «la proyección al lenguaje revolucionario de conceptos religiosos como martirio, fe, sacrificio o esperanza». Desde tales esquemas, «ni la República ni la democracia –puro matrimonio de conveniencia– constituían para la mayoría de los socialistas un fin en sí mismos, sino un trampolín para ascender a cotas superiores, es decir, para llegar en un tiempo más o menos prudencial a la sociedad sin clases y al socialismo. Uno de los objetivos de los socialistas de La Solana fue la colectivización del Legado Bustillo. En su acción política cotidiana, los socialistas tendieron a reproducir el sistema clientelar y de patronazgo característico de la Restauración.
Como réplica a esta amenaza, el mundo católico fue articulándose como alternativa política e ideológica: «Religión, propiedad y conservadurismo social». En junio de 1932 se constituyó en La Mancha Acción Agraria, que agrupó no sólo a los grandes potentados de la tierra, sino a pequeños y medianos propietarios. A ese respecto, el autor no cree que existiera una supeditación clara de éstos a los primeros, sino que las clases medias se movilizaron autónomamente ante una legislación social que vulneraba sus intereses.
En La Solana, la reivindicación del Legado Bustillo, solicitada por los socialistas, terminó con la incautación de las fincas y del ganado. La conflictividad generada por el polémico legado finalizó con el asesinato, a manos de los socialistas, del fidecomisario y exsacerdote Julián García de Mateos Torrijos. Republicanos como Joaquín Pérez Madrigal interpretaron el asesinato como un «crimen de Estado».
Ante un progresivo cambio de rumbo político, la contraofensiva patronal en el mundo rural se sustanció en la creación de la Confederación Española Patronal Agrícola (CEPA), que contó con el apoyo de todas las fuerzas conservadoras, desde la derecha católica y los tradicionalistas hasta la Derecha Liberal Republicana; lo mismo ocurrió con la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas y la Asociación de Agricultores de España. La contraofensiva patronal y conservadora generó en las provincias manchegas una profunda conflictividad social y política, que culminó en una serie de asesinatos y de atentados.
En las elecciones de febrero de 1933, se constituyeron tres candidaturas en La Mancha: una socialista; otra «conservadora agraria» y otra de «conjunción republicana». Tanto conservadores como republicanos pretendieron hegemonizar las llamadas «clases neutras» rurales. Los conservadores católicos lograron alianzas con los republicanos y representantes de la patronal. En el bando conservador, Del Rey destaca el papel de la mujer, «mostrando un espíritu combativo que los candidatos derechistas se apresuraron a alentar». El clero tuvo igualmente gran influencia en la gestación de la retórica y del programa político. En la izquierda, la fuerza política determinante fueron los socialistas, que «no querían saber nada de sus antiguos aliados republicanos». El lenguaje socialista durante la campaña electoral traslucía una profunda inquietud. Era un lenguaje «agónico y victimista» que buscaba arrastrar el voto activando «el miedo de sus potenciales seguidores». En el caso de las Juventudes Socialistas, adquiría «un tono bélico», que esgrimía «una retórica radical abiertamente antidemocrática»; entre otras cosas, hablaban de «bolchevización». La amenaza fascista, en la que englobaban a católicos, radicales, republicanos conservadores y empresarios, justificaba el recurso a la fuerza». A lo largo del período electoral, los socialistas protagonizaron varios altercados con los conservadores, asaltos a fincas, ruptura de urnas, &c. Lo que se interpretó como un «signo de su inquietud ante la imparable marea conservadora que cualquiera podía percibir». En el conjunto de la provincia manchega, ganaron los conservadores. La fuerza de Acción Agraria y sus compañeros de coalición «se reveló enorme tanto en los pueblos grandes como en los intermedios y pequeños». A juicio del autor, el determinismo estructural no explica los resultados; el factor decisivo fue «la capacidad de liderazgo, el empuje asociativo y la fuerza movilizadora de las fuerzas derechistas». Y es que «el frente de los que se decían agraviados por los anteriores gobernantes era mucho más amplio que el de sus partidarios», «la percepción de que los socialistas y sus aliados habían generado un desbarajuste enorme –en las relaciones laborales, en la economía, en los ayuntamientos, en el orden público– que perjudicaba a casi todo el mundo, tanto a grandes como a medianos y pequeños».
Desde la derrota electoral, los socialistas se sintieron cercados por las derechas. En algunas localidades manchegas, los socialistas decían vivir «en pleno régimen fascista». Denunciaban la destrucción de sus casas del pueblo, listas negras patronales, &c. El autor juzga estas denuncias como mero fruto de la propaganda. Discute igualmente que la subida de Lerroux al poder supusiera sin más la suspensión de las leyes sociales promulgadas en el anterior bienio; en realidad, resistió la presión de sus aliados de la derecha y de la patronal. Su gobierno se esforzó por mantener las bases de trabajo y por gestionar con equidad los jurados mixtos. Para Del Rey, hasta finales de 1934 y, sobre todo, bien entrado 1935 no se alteraron de manera drástica ni los salarios, ni la legislación laboral, ni las disposiciones que afectaban a la reforma agraria.
Nuevamente, se produjo una lucha por el espacio social y simbólico. Con Rafael Salazar Alonso al frente del Ministerio de Gobernación, se acentuaron las disposiciones contra los socialistas. En La Mancha, se destituyeron varios alcaldes del PSOE. No obstante, el autor estima que la estrategia del ministro no fue de acoso y derribo; se trató de «una acción selectiva que, por regla general, quiso aposentar en procedimientos legales». Por supuesto, los católicos consiguieron cubrir un espacio mayor que el estrictamente partidista, gracias a la densidad de sus redes asociativas. A ese respecto, Del Rey niega el carácter fascista de la derecha católica. La «fascistización» de su discurso consistió más bien en «la radicalización defensiva de unos supuestos ideológicos conservadores y socialcatólicos de signo tradicionalista». Además, la derecha católica «cumplió con la legalidad y los métodos democráticos, repudió abiertamente la violencia y ante la perspectiva de entrar en un gobierno de coalición con los radicales y otros grupos moderó su retórica desde principios de 1934». Su lenguaje era propio de un «populismo cristiano que nada tenía que ver con el fascismo». Como sus antagonistas socialistas, los católicos fomentaron «un clientelismo alternativo del más viejo estilo», basado las más de las veces y contra la opinión de sus sectores más avanzados socialmente en la «caridad». En los pueblos los entierros de rito católico y, por supuesto, las procesiones. El vuelco simbólico fue «espectacular».
Las tendencias revolucionarias existentes en el socialismo se radicalizaron tras la derrota electoral de noviembre. El caballerismo logró la hegemonía en el PSOE; y los socialistas se apresuraron a deslegitimar el resultado electoral. Sus críticas se extendieron a los republicanos de izquierda y a los radical-socialistas. Su modelo era la Unión Soviética. Ocuparon fincas, encabezaron acciones de protesta y los sindicatos socialistas convocaron la huelga general de campesinos. Todo lo cual tenía como objetivo «reconquistar el poder corporativo». «La perspectiva a perder estas prebendas fue un factor esencial en su proceso de radicalización». Sin embargo, la movilización terminó en fracaso. Al final, decidieron ir a la huelga general revolucionaria, a la insurrección armada, si la derecha católica accedía al gobierno de la nación. Salvo en Asturias, la insurrección fue igualmente un fracaso. En el conjunto de La Mancha, los acontecimientos no revistieron el dramatismo de otras zonas, pero las consecuencias no fueron desdeñables a medio y largo plazo. Su desarrollo puso de manifiesto «la debilidad y la descoordinación del movimiento insurreccional». Además, «las autoridades se vieron arropadas por un amplio y variopinto movimiento ciudadano». Una movilización que, a juicio del autor, no fue puramente contrarrevolucionaria, porque se configuró como «una respuesta a los que se habían salido de la ley y del orden constitucional». «En octubre de 1934, quienes pusieron la República en peligro fueron los que se alzaron con las armas en la mano contra el Gobierno y el Parlamento constituidos democráticamente». En La Solana, las derechas organizaron «guardias cívicas» y cincuenta y ocho socialistas fueron detenidos. En toda la provincia, la insurrección socialista «marcó un punto de no retorno en la convivencia ciudadana».
Tras la derrota de los revolucionarios, las autoridades fueron, con todo, incapaces de de contener «en todos los ámbitos profesionales y sobre todo en los campos de la España meridional, el descenso de jornales, el drástico empeoramiento de las condiciones de trabajo, el incumplimiento de los contratos y las leyes por los patronos, los despidos injustificados, el crecimiento del desempleo, así como los vejámenes, las prácticas discriminatorias y las represalias de todo tipo por motivos políticos». No obstante, la coordinación de los distintos grupos de las derechas se quebró; y los socialistas pronto comenzaron a reorganizarse, continuando su exaltación de la Rusia soviética y de la dictadura del proletariado.
Las elecciones de febrero de 1936 y la victoria de la coalición frentepopulista, abrieron el paso a lo que el autor denomina la «República popular». Y es que la ocupación de los ayuntamientos por parte de las izquierdas se hizo de forma prácticamente ilegal; y los sectores conservadores se vieron privados de su representación legítima en los consistorios. Asimismo, se llevó a cabo de forma fulminante la depuración de los empleados y funcionarios municipales considerados desafectos. La policía municipal fue remodelada, convirtiéndose, de hecho, en «una suerte de policía política a escala local». En las calles se cambiaron de nuevo los nombres, sustituyendo incluso los de los republicanos eminentes por los representantes del socialismo y de los insurrectos de octubre. Los socialistas se negaron a participar en el gobierno, situándose al borde de la ruptura del Frente Popular. Se radicalizó en contenido de la reforma agraria, redistribuyendo «más tierra entre los jornaleros, los pequeños arrendatarios y los yunteros que durante toda la República». Asimismo, se expulsó a los trabajadores «amarillos» del mercado. Los sindicatos se incautaron ilegalmente de las propiedades de los terratenientes. En La Solana, no hubo reforma; pero se intensificó la ofensiva anticlerical, quemándose numerosas iglesias y coaccionando a los fieles. En algunas localidades manchegas, se prohibieron los entierros católicos en la calle; se exigió el pago de un impuesto municipal por el toque de campanas. Esta ofensiva se benefició de «la tolerancia o incluso de la cobertura oficial». Y es que, en la práctica, se constituyó «un contrapoder protorrevolucionario a escala municipal».
Tras el estallido de la guerra civil, el balance del terror revolucionario en La Mancha se saldó en cerca de 2.300 muertos, en una provincia que rondaba el medio millón de habitantes. Lo que posteriormente suscitó la venganza no menos sangrienta del bando vencedor.
* * *
La historia de la II República española ha sido –y lo sigue siendo– un tema muy polémico. Para un sector de la historiografía española de izquierda, la II República se ha convertido en un auténtico mito. A ese respecto, el hispanista británico Paul Preston definió la experiencia republicana española como «una de las joyas de la corona de la izquierda europea y estadounidense». Desde el esta perspectiva, la II República aparece como la primera experiencia democrática de la historia de España truncada por la intransigencia de las derechas españolas en general y de las oligarquías tradicionales en particular. En ese sentido, el papel del PSOE ha sido juzgado esencial a la hora de explicar el fracaso del régimen republicano. Autores como el ya citado Paul Preston han defendido, frente a historiadores como Richard Robinson, su carácter reformista y democrático. La radicalización largocaballerista sería, según esta interpretación, más aparente que real, puramente verbal y poco entusiasta, una respuesta, en fin, a la intransigencia social de las derechas y de la burguesía. En contraste, el conjunto de la derecha se identificaba con el fascismo. Esta interpretación no ha sido defendida tan sólo por el hispanista británico, sino por Manuel Tuñón de Lara, Alberto Reig Tapia, Julián Casanova, Helen Graham, Javier Rodrigo, Michael Richards, Alejandro Quiroga, &c. Frente a ella no sólo se han pronunciado historiadores conservadores, como Stanley Payne, sino de izquierdas como Santos Juliá o Andrés de Blas. La primera interpretación ha tenido el apoyo, si se quiere, «oficial», con la Ley de Memoria Histórica, no sólo del gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, sino del tripartido catalán, a través del llamado «Memorial Democrático», cuyos máximos patrocinadores académicos han sido Ricard Vinyes y Joseph Fontana, quienes identifican enfáticamente la cultura del antifranquismo con la democracia. Como ha reconocido hace poco el hispanista Michael Richards, discípulo de Paul Preston, el tema de la «memoria histórica» de la guerra civil y del franquismo, lo mismo que las polémicas suscitadas por ésta, ha favorecido interpretaciones «muy simples y que no siempre tratan de analizar y explicar el pasado». Sin duda, es el caso, entre otros, del «Memorial Democrático» e incluso de la propia Ley de Memoria Histórica.
Paisanos en lucha se inserta claramente en la perspectiva «revisionista» que somete a crítica razonada el contenido de la interpretación que hoy por hoy ciertas fuerzas políticas y culturales pretenden convertir en canónica; y que tiene sus claros antecedentes en las obras de Juliá, De Blas o Payne. Sin embargo, y esto debe quedar bien claro desde el primer momento, no se trata de un mero seguimiento más o menos discipular. Y es que Paisanos en lucha significa claramente la continuación de las tesis y de la metodología seguida por Fernando del Rey en algunas de sus obras más significativas, innovadores y brillantes, en particular Propietarios y patronos y El poder de los empresarios, donde sometió a una dura y razonada revisión las tesis defendidas por la escuela marxista dirigida por Manuel Tuñón de Lara, sobre todo en lo relativo a la identificación, a través de la célebre tesis del bloque de poder oligárquico, del poder económico con el poder político en la España contemporánea. La tesis del bloque de poder quedó brillantemente hecha trizas, llegando a la conclusión no sólo de la pluralidad de sectores empresariales y de sus opciones políticas, sino de la acción recíproca entre las elites económicas y las elites dirigentes. No se trata, por tanto, de una desviación de la flecha, sino de un intento de diana total. En ese sentido, Paisanos en lucha, como visión de conjunto de la historia de la II República, hay que ponerlo entre las interpretaciones históricas más importantes y ambiciosas con que cuenta la bibliografía española sobre el período. Lo es, en primer lugar, por su acertada vertiente metodológica, que es capaz de sintetizar, desde una perspectiva pluralista, no determinista ni reduccionista, los distintos ámbitos de la realidad histórico-social: lo social, lo político, lo económico y lo cultural. Y es que en la existencia humana todo es correlatividad; no existe un factor determinante de manera unívoca o absoluta; ni tan siquiera, como afirmara Friedrich Engels, en última instancia. En segundo lugar, hay que destacar la combinación que el autor establece entre los planos local, provincial y nacional, en una original síntesis, que contribuye decisivamente a esclarecer la dialéctica política del período. Sin esta combinación, resulta muy difícil acceder a los diversos conflictos que caracterizaron al período republicano. En tercer lugar, resulta realmente asombroso el dominio de las fuentes que caracteriza al autor. Paisanos en lucha, se base en una copiosísima acumulación de fuentes y materiales orales, de archivos nacionales y locales, de la bibliografía de la época, &c. Se trata, pues, de un «muestreo» de singular amplitud.
Destaca igualmente la valentía de sus apuestas y conclusiones, con las que, en lo esencial, me identifico. ¿Era democrática la España de los años treinta? Coincido con el autor en que no; ni en la derecha, pero tampoco en la izquierda. Sin embargo, esta realidad merece, en mi opinión, una reflexión más profunda. Como ha señalado el filósofo Alain Badiou, hoy la palabra «democracia» es la organizadora «principal del consenso». Pero históricamente no siempre ha sido así. . Y, sobre todo, en el período llamado de entreguerras. Hay que dejar claro, en ese sentido, que la democracia es también un concepto histórico; y que cuando los hombres y las mujeres reales de los años treinta no estaban imaginando «esta» democracia de comienzos del siglo XXI, ni tampoco «la» democracia como si de una norma se tratase. De ahí lo infructuoso, en mi opinión, del proyecto de «Memorial Democrático», patrocinado por Vinyes y Fontana en Barcelona, porque resulta difícil de asumir que haya existido algo así como un sujeto autodenominado perfectamente democrático, una especie de ente antológicamente cívico que solo reclama ser rehabilitado a través del registro de su memoria. Del Rey se adhiere claramente, y con contundencia, a la versión liberal de la democracia, que es la que, hasta ahora, ha funcionado con un mínimo de eficacia y verosimilitud. Desde esta perspectiva, la democracia no es otra cosa que la organización de la competencia pacífica con miras al ejercicio del poder. En este tipo de regímenes resulta de excepcional importancia la aceptación de un compromiso entre individuos, grupos, partidos, clases sociales, &c. Este compromiso es deudor, al mismo tiempo, como precisó Hans Kelsen, de una perspectiva mental e ideológica donde predomina el relativismo. Sin esta voluntad de compromiso y sin esta perspectiva de un cierto escepticismo y relativismo, la democracia liberal pluralista resulta imposible. No obstante, como señalaron en su tiempo Philippe Schmitter y Ferry Karl, el énfasis respecto a la «cultura cívica» o política de la población puede resultar cuando menos engañoso. Y es que históricamente los principios de la democracia liberal no descansan, de hecho, en hábitos profundamente arraigados de tolerancia, moderación, respeto mutuo, disposición al compromiso, etc, porque esperar que tales hábitos se consoliden en el seno de la sociedad civil implica un proceso muy lento de consolidación del régimen, que lleva generaciones y que probablemente llevaría al fracaso la mayoría de las experiencias demoliberales contemporáneas. La «cultura cívica» es más bien producto de una democracia liberal consolidada, no su consecuencia. Este tipo de cultura debería ser demandada a las elites políticas, intelectuales y sociales; pero en esta ámbito brilló en España, a lo largo del período republicano, igualmente por su ausencia. Y no sólo en los ámbitos católicos y socialistas, sino en los republicanos de izquierda. No olvidemos en su célebre discurso de 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña defendió el laicismo de Estado, señalando enfáticamente que no importaba el número de católicos existentes en la sociedad española, dado que lo decisivo es que el catolicismo ya no era la directriz principal de las minorías dirigentes, políticas e intelectuales. Nunca existió en la España republicana un consenso amplio sobre el régimen político. La adhesión al nuevo sistema republicano nunca fue incondicional, sino, como demuestra Del Rey, instrumental. De ahí que el historiador y politólogo italiano Guglielmo Ferrero calificara, en su célebre obra El Poder, a la II República española como «régimen prelegítimo», ya que nunca fue aceptado por la mayoría de la población y por la elites políticas y sociales de forma incondicional.
Fernando del Rey ha escrito un libro valiente, sin concesiones a lo que hoy, por lo menos en ciertos cenáculos historiográficos, se considera «lo» políticamente correcto; una obra desmitificadora y desmixtificadora, a la vez. Libro diáfano, desde el punto de vista estilístico, lo que siempre es de agradecer en una obra de estas dimensiones. Obra eruditísima, montada sobre un impresionante acopio de las fuentes y de los datos. El análisis de los datos es minucioso, en ocasiones reiterativo. Esta monografía es una contribución decisiva al esclarecimiento de la historia de nuestro más reciente pasado. Decir que lo recomiendo es poco; entiendo que hoy no sería lícito opinar sobre el quinquenio republicano sin haber leído los capítulos torales de tan incitante empeño historiográfico.