Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 119 • enero 2012 • página 3
El propósito de este informe es realizar una aproximación al concepto y ejercicio de la diplomacia cultural, y presentar de modo sucinto y actualizado el estado de la cuestión para el caso español. Para tal fin definiremos, en primer lugar, el alcance teórico y práctico de dicha expresión, constatando las diferentes aplicaciones a las que se ha visto sujeta. A continuación, revisaremos la trayectoria histórica que ha recorrido España en este ámbito hasta llegar a nuestros días. A este respecto, el Plan Nacional de Acción Cultural Exterior, presentado en abril de 2011, merecerá un análisis detenido. Por último, se examinarán las nuevas tendencias de gestión cultural, en el que la activación de alianzas público-privadas puede guiar la agenda del futuro.
La diplomacia cultural: origen y desarrollo
El concepto de diplomacia cultural se enmarca en el más amplio de diplomacia pública, con el cual suele identificarse y al que de hecho precedió{1}. El objetivo básico que ambas prácticas comparten radica en la configuración de una estrategia de imagen-país levantada sobre la comunicación y encaminada a conseguir peso internacional y beneficios simbólicos, cuyo circuito de actuación desborda los canales de la diplomacia tradicional (Noya, 2007: 91 y ss.). El impacto de los avances tecnológicos (desde la radio y la televisión hasta internet) sobre la opinión pública y, recíprocamente, la creciente influencia que esta tiene sobre las estructuras de decisión política, explican la relevancia de este tipo de diplomacia. Para calibrar adecuadamente el asunto no hace falta más que considerar la repercusión que tuvo la BBC británica al inicio de su historia, o la que tiene la cadena Al-Jazeera en los países árabes desde los inicios de la década de 2000. Por ello, los Estados se han visto impelidos a gestionar su proyección pública a fin de asegurarse ciertos niveles de confianza tanto dentro como fuera de sus fronteras. Ahora bien, en este punto es necesario distinguir entre dos orientaciones comunicativas, según la repercusión que cada Estado busque, y los plazos temporales que maneje. Si lo que se pretende es alcanzar logros inmediatos, el mensaje se adaptará al lenguaje de los medios de comunicación y su contenido –elaborado en los gabinetes de prensa ministeriales– será de índole marcadamente político. En cambio, cuando los objetivos perseguidos se inscriban en un horizonte a largo plazo, la información tenderá a contener un mayor componente cultural, y su implantación recurrirá a programas relacionados con la enseñanza de idiomas o el intercambio académico. En rigor, la diplomacia cultural se inscribe en este segundo nivel de estrategia{2}.
La integración del factor cultural en el ámbito de la política exterior es, en cualquier caso, previa al surgimiento de los medios de comunicación masivos. Su nacimiento se ubica a finales del siglo xix y principios del xx, cuando de forma pionera en Francia, y más adelante en Alemania e Italia, se crean en el seno de sus servicios exteriores los primeros organismos dedicados a la proyección cultural, de acuerdo con una política de intervención ligada a la difusión de la lengua y de la producción artística. En esta fase embrionaria el papel de los intelectuales cobra asimismo peso, toda vez que en la I Guerra Mundial se abrirá un flanco de combate paralelo al que se produce en las trincheras: se trata del conflicto de las ideas estrechamente asociado a lo que se conoce como «guerra psicológica» (Delgado Gómez-Escalonilla, 1994: 268). Con el cese de las hostilidades, el factor cultural conocerá una nueva aplicación, de corte multilateral –abriéndose entonces una bifurcación político-práctica que llega hasta hoy. Bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones aparece el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, antecedente de la actual Unesco, con sede en París. Pero el fin pacífico, idealista y transnacional de esta institución se verá enseguida eclipsado por el curso de los acontecimientos de entreguerras, y el desarrollo simultáneo de los despachos culturales de los ministerios de Asuntos Exteriores, cuya actividad se restringe a la consecución de intereses nacionales, esto es, a incrementar la influencia internacional de cada país. El despliegue de este tipo de acciones adopta con prontitud un perfil netamente doctrinal como demuestran –ya en la misma década de los años veinte– los casos de Italia y la Unión Soviética: la cultura no tarda en politizarse, alcanzando quizá su mayor cota de ideologización durante la II Guerra Mundial. A su vez, fue precisamente entonces cuando Estados Unidos y Gran Bretaña fundaron sus instituciones diplomático-culturales: la división de Relaciones Culturales del departamento de Estado, y el British Council, respectivamente.
A partir de 1945, junto con la recomposición del orden mundial se establecieron las bases institucionales tanto nacionales como multilaterales que en gran medida continúan moldeando los sistemas político-culturales del presente. A escala nacional se perfilan distintos modelos de gestión diseñados según las tradiciones diplomáticas de cada país, el alcance que le reconocen a la dimensión cultural y el tamaño de los Estados. Por ejemplo, Francia destaca como potencia que concede gran importancia a la propagación de su idioma y al patrimonio cultural, encargando al ministerio de Asuntos Exteriores la gestión internacional de su «grandeur»{3}. Su estrategia no solo contrasta, por razones obvias, con la alemana –país que gradualmente fue rearticulando su capital simbólico, de un modo en todo caso más discreto–, sino también con la británica: las competencias relativas a la diplomacia cultural que ejecuta el British Council no dependen formalmente del negociado del Foreign Office, dándose además la circunstancia de que la mayor parte de la financiación de tal organismo procede del sector privado.
No obstante, la novedad que presentó el periodo de postguerra vino dada por la constitución en 1945 de Naciones Unidas y, concretamente, de su unidad especializada en cultura, la Unesco. Desde esta instancia la interpretación de los contenidos culturales se realizará desde un enfoque más amplio, científico-antropológico, que no se limita a la esfera intelectual, artística o patrimonial desde las que operaban los Estados. Ciertamente, desde la puesta en marcha de las primeras actuaciones diplomático-culturales las naciones también se sirvieron de dicha concepción, especialmente las que contaban con posesiones coloniales, pero lo hacían desde un ángulo etnocéntrico, es decir, promoviendo su propia cosmovisión cultural, en tanto se adecuaba con sus propósitos político-civilizatorios. Con la aparición de Naciones Unidas, se desarrolla un discurso alternativo que, sin perjuicio de su armadura universalista –reflejada en la Declaración de los Derechos Humanos–, pone un énfasis especial en la defensa de los rasgos identitarios de los pueblos. El proceso de descolonización y las aspiraciones puestas en articular un orden de concordia internacional avalará la consolidación de esta nueva perspectiva que, en su versión más radical, llegará al extremo de poner en cuestión las premisas epistemológicas del conocimiento científico. Paralelamente, el crecimiento de las instituciones multilaterales contribuirá a establecer los pilares del sistema de cooperación internacional, cristalizado en 1960 con la creación de la Ocde, en el que el tratamiento de la cultura, aun inicialmente marginado, se realizará en tal clave antropológica{4}.
Lo antedicho no supuso que la orientación «estatocéntrica» de la acción cultural exterior perdiese fuelle, más bien al contrario: el potencial propagandístico derivado de los progresos tecnológicos, plasmado en la industrialización de la cultura{5} y el surgimiento de los medios de comunicación de masas (radio, cine y televisión) puso a disposición de los gobiernos maquinarias publicitarias idóneas para la difusión de sus mensajes e intereses. Es conocida la instrumentalización de estos recursos por parte de los regímenes totalitarios: cineastas de la talla de Fritz Lang o Serguei Eisenstein fueron tentados a poner su talento al servicio de la política –si bien no quepa establecer comparaciones a propósito de la relación que mantuvieron con los responsables de cultura, Joseph Goebbels en Alemania, y Anatoli Lunacharski en la Unión Soviética{6}. Sin embargo, el ejemplo más ajustado al tema que nos ocupa lo representa el desarrollo que experimentó después de la II Guerra Mundial la diplomacia estadounidense, cuya oficina de Asuntos Culturales data de 1938{7}. No hay que olvidar que al tiempo que se sentaban las bases para una mayor colaboración multilateral, se inicia la Guerra Fría.
En este contexto, en un breve intervalo de tiempo (1946-1948), Estados Unidos lanza el Plan Marshall, aprueba la ley Smith-Mundt, que fusiona y reorganiza los departamentos de Información y Cultura –formulando un verdadero programa de diplomacia pública–, y firma con Francia el pacto Blum-Byrnes. Este acuerdo, destinado a cancelar la deuda que tras la II Guerra Mundial Francia tenía contraída con Estados Unidos, contenía una cláusula según la cual se disminuía la proyección de producciones francesas en sus salas de cine a una proporción de cuatro semanas de trece. En esta línea, los gobiernos estadounidenses impulsaron un conjunto de actividades relativas a su imagen exterior en distintos ámbitos culturales. A efectos ilustrativos, cabe mencionar los siguientes ejemplos. En 1947 el servicio de Información apoyó la exposición de pintura que el galerista Samuel Kootz organizó en la sala Maeght de París. La muestra, titulada «Introducción a la Pintura Moderna Americana», contaba con lienzos de grandes figuras del expresionismo abstracto (Motherwell, Gottlieb, Baziotes…), su catálogo venía firmado por el crítico Harold Rosenberg, y su organización simbolizó el desplazamiento del centro de gravedad artística de París a Nueva York (Guilbaut, 2007: 273). En 1948 se inició, a instancias de la oficina de Asuntos Culturales del departamento de Estado, el programa de intercambio académico, centrado en un principio en Europa, y expandido más adelante en todo el mundo, conocido como Becas Fulbright. En el flanco intelectual se organizó entre 1950 y 1967 el Congreso por la Libertad Cultural desde el que se financiaron multitud de eventos culturales, revistas, seminarios, exposiciones y giras, con el fin más o menos encubierto de socavar la influencia marxista de los pensadores occidentales{8}. Por último, el departamento de Estado también anduvo detrás de las giras que varios músicos de jazz (Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, &c.) realizaron durante los años cincuenta y sesenta en Europa del Este, Oriente Medio y África (Noya, 2007: 119).
Para acabar de completar (y complicar) el tema, hay que mencionar cómo en el año 1959 se constituyó la primera administración de Asuntos Culturales con rango ministerial, es decir, de naturaleza autónoma, en Francia. La institución se desgajaba del ámbito de la educación, y pasaba a asumir las competencias relativas a la gestión de bellas artes, de museos y bibliotecas, de patrimonio histórico y de cine (negociado procedente de Industria y Comercio). Si bien sus atribuciones quedaron en un principio limitadas al ámbito nacional, el decreto fechado a 10 de mayo de 1982 estableció que el ministerio fomentaría «la creación de obras de arte y del ingenio, dándoles la mayor audiencia posible, y contribuirá a la difusión de la cultura y el arte francés en el libre diálogo de las culturas del mundo». Este ensanche del horizonte de actuación del ministerio, que cuatro años después asumiría asimismo las atribuciones de Comunicación, cobraba pleno sentido en un mundo crecientemente globalizado, en el que las fronteras entre las políticas a nivel interior y exterior se hacían cada vez más porosas. Por lo demás, la aparición del ministerio de Cultura francés impulsó la creación de ministerios o instituciones análogas en el resto del mundo, y así, por ejemplo, España se dotó de su propio ministerio cultural en 1977, Gran Bretaña creó el suyo en 1992, y Alemania cuenta desde 1998 con un ministerio adjunto de Cultura y Comunicación, no integrado en el gabinete ejecutivo, pero que coordina las políticas federadas en este campo. Por su parte, Estados Unidos carece de un departamento de Cultura con rango ministerial, si bien desde 1965 dispone del National Endowment for the Arts, agencia pública e independiente del gobierno federal, cuyo responsable es nombrado directamente por el presidente de la nación.
Tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la política de bloques la hipótesis de articular un orden internacional regulado bajo instituciones comunes recobró fuerza. Y así, se pensaba que la globalización económica podría llevar aparejada una globalización política y cultural: un mundo en convergencia regido por un sistema de libre mercado, en el que los Estados fuesen amoldándose al modelo democrático de derecho, y al cabo se homogeneizasen las prácticas culturales, siguiendo la pauta de la occidentalización. No obstante este escenario, tachado a menudo de imperialista o neo-colonial, se vio contrapesado por la pujanza auto-afirmativa del discurso multicultural y las «políticas del reconocimiento», herederas de la descolonización, al punto de que el debate cultural pareció condenado a un conflicto sin solución entre quienes abogaban por un esquema evolutivo-ilustrado, frente a quienes primaban la defensa de la diversidad, presentándola como hecho indiscutible y, más aún, en auge{9}. Tal escisión reproducía una antigua controversia que enfrenta a las concepciones de la cultura de Montesquieu y Herder (Lamo, 2007: 546). Frente a esta dicotomía, un análisis detenido de las tendencias económico-culturales a escala mundial nos revela una situación intermedia, mestiza, pero que incluso a la larga parece consolidar la hipótesis de la convergencia. La investigación llevada a cabo por Ronald Inglehart y Chris Welzel, Modernización, cambio cultural y democracia (2007), demuestra que tras la fragmentación en familias culturales que presenta el mundo, dividido en seis o siete áreas de influencia de ascendencia religiosa{10}, se detecta una propensión global, determinada por el incremento de Pib, hacia la asimilación de creencias y valores post-materialistas y auto-expresivos (asociados a las libertades civiles occidentales), que deja atrás los valores tradicionales y los materialistas. La conclusión respaldaría la clásica tesis de Marx según la cual el desarrollo económico provoca el cambio cultural, refutando a su vez la hipótesis de la des-occidentalización{11}.
Al anterior debate no ha sido ajena la gradual incorporación de la dimensión cultural en las teorías y programas del desarrollo humano, cuyos primeros modelos reducían su análisis a las variables económicas. En las últimas décadas nuevos indicadores (educativos, sociales, &c.) vinieron a completar el estudio y a ampliar las perspectivas en torno al crecimiento y progreso de las sociedades. No obstante, en la consideración de los indicadores culturales ha prevalecido por lo general una defensa de la diversidad y del mantenimiento de las identidades étnicas{12}, informada por una interpretación esencialista, romántica y relativista, que incluso pondría en entredicho la operatividad de la propia noción de desarrollo (Alonso, 2009: 16). Con todo, la década de 2000 ha refrenado esta orientación en gran medida debido a las contribuciones que sobre el tema ha proporcionado el economista Amartya Sen, inspirador del Informe sobre Desarrollo Humano del Pnud de 2004: Nuestra libertad cultural en el mundo diverso de hoy. La propuesta de Sen pone el acento en las capacidades básicas del individuo, entre las cuales se encuentra la libertad de elección. A su vez, parte de la premisa de que cada persona no tiene una sino múltiples filiaciones identitarias, y que solo a ella corresponde en buena lid organizar la jerarquía de sus preferencias culturales, elegir libremente, y en su caso abandonar sus tradiciones de origen, sin que por ello haya de sufrir coerción grupal.
En todo caso, la inclusión de la cooperación cultural para el desarrollo en el ejercicio de la diplomacia cultural no resulta sencilla y ni siquiera evidente. Bien es cierto que la adscripción en las administraciones públicas de las competencias de cooperación internacional en el área de Asuntos Exteriores así parece recomendarlo. No obstante, esta cuestión manifiesta en la práctica la contradicción entre los dos principios que modulan las relaciones internacionales, el realismo y el idealismo. Sea como fuere, los anteriores elementos nos aportan una idea aproximada de cómo se constituyen las políticas de acción cultural exterior de los países. Llegados a este punto estamos en disposición de abordar el caso español, repasar brevemente su historia, e identificar los retos a que se enfrenta en el futuro.
Aproximación al caso español: de la Junta para Ampliación de Estudios al Plan Nacional de Acción Cultural Exterior
Las primeras actuaciones vinculadas a las relaciones culturales con el exterior en España se remontan a principios del siglo xx, cuando a instancias de círculos vinculados a la Institución Libre de Enseñanza se establece en 1907 la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (precedente del actual Csic), dependiente del ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Su programa de intercambio de profesores y alumnos se creó a imitación de las iniciativas que otros países de su entorno estaban llevando a cabo, si bien ya desde 1910 la Junta potenció las relaciones con América Latina, primacía que por razones históricas y lingüísticas distinguirá en lo sucesivo el carácter de la acción exterior española. Hubo que esperar a 1921 para que el ministerio de Asuntos Exteriores (entonces ministerio de Estado) abriese su primera oficina de Relaciones Culturales, con una estrategia destinada a fomentar el conocimiento de la nación en el extranjero, fundamentalmente a través de la enseñanza del idioma así como –insistimos– a reforzar los lazos atlánticos, orientación que prosiguió durante la II República. Sin embargo, la instrumentalización de la cultura al servicio de la política no tardó en hacer acto de presencia, primero durante la dictadura de Primo de Rivera, momento en el que nace la junta de Relaciones Culturales, y más adelante durante la Guerra Civil{13} y el franquismo. A partir de 1939 la diplomacia cultural se supedita a la política exterior del régimen, cuya evolución pasó de un inicial filogermanismo a un acercamiento a Estados Unidos, impulsado por el carácter intensamente anticomunista del sistema, que culmina en 1953 con los acuerdos económicos y militares con dicha potencia –un año antes España había ingresado en la Unesco, y dos años después lo haría en Naciones Unidas.
Durante esta etapa, y hasta el inicio de la transición democrática, el rasgo definitorio de la acción cultural exterior estriba en su dimensión americanista, que se sirve ideológicamente del concepto de Hispanidad y cobra cuerpo orgánico en el Instituto de Cultura Hispánica, desde el que se implantó una política de becas entre América Latina y las universidades españolas, y al abrigo del cual se expandió una red centros culturales en dicha región. Organismo autónomo adscrito al ministerio de Asuntos Exteriores, el Instituto de Cultura Hispánica tuvo a Joaquín Ruiz-Giménez Cortés como su primer presidente, y fue inaugurado en 1946, fecha en la que asimismo se establece la dirección de Relaciones Culturales dentro del mismo ministerio, todavía en pie. Con la gradual normalización de las relaciones exteriores españolas el énfasis en la acción cultural pierde importancia, aun cuando todavía funcionase más que nada como herramienta de legitimación del franquismo de puertas para afuera (Delgado Gómez-Escalonilla, 1994: 268). En 1977 el Instituto pasa a denominarse Centro Iberoamericano de Cooperación, y dos años después se rebautiza como Instituto de Cooperación Iberoamericana, hasta que finalmente, en 1988 el organismo se refunde en la Agencia Española de Cooperación Internacional –dependiente de la secretaria de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica– en la que también se integra el Instituto Hispano Árabe de Cultura, nacido en 1954.
La anterior genealogía nos coloca delante de una situación en la que aparecen interconectadas la diplomacia cultural y el entonces incipiente sistema de cooperación para el desarrollo español. Recordemos que, de acuerdo con el Banco Mundial, España dejó ser considerado país en desarrollo en 1977, y que su integración en el Comité de Ayuda al Desarrollo data de 1991, si bien su condición de donante se inició en la década de los años ochenta, particularmente a partir de 1986 cuando el país ingresa en la Comunidad Económica Europea. Tal interconexión, intensificada todavía más desde 2001 –cuando la dirección de Relaciones Culturales y Científicas del ministerio se reubica en el seno de la Aecid{14}, y desde la secretaria de Estado de Cooperación Internacional se constituye la Fundación Carolina para la promoción de relaciones culturales, educativas y científicas con América Latina–, plantea algunos problemas tanto de práctica como de concepto, en virtud del solapamiento que a menudo se supone entre la cooperación cultural para el desarrollo y la acción cultural exterior, siendo aquella en puridad una parte –más o menos relevante– de esta. A este respecto, el hincapié que desde 2004 pusieron los gobiernos socialistas en la cooperación internacional les llevó a impulsar una Estrategia de Cultura y Desarrollo para la Cooperación Española, que se aprobó en 2007{15}. Enmarcada dentro de los compromisos asumidos por España en el escenario internacional (desde los Objetivos del Milenio de lucha contra la pobreza a la Declaración de París) el enfoque de la Estrategia entronca con aquella constelación conceptual que vela por la defensa de la diversidad cultural, a condición –eso sí– de que no se vulnere el ejercicio de los derechos humanos.
No obstante, la remodelación del sistema de diplomacia cultural español vino por otro lado, en concreto, a través de la creación del Instituto Cervantes en 1991, la celebración de las Cumbres Iberoamericanas y los Congresos Internacionales de la Lengua, y la apertura de las «Casas», en una primera oleada de institucionalización, coetánea a la organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla (Marco y Otero, 2010: 168). En particular, el Instituto Cervantes creado con el objetivo de «promover universalmente la enseñanza, el estudio y el uso del español […] y contribuir a la difusión de la cultura en el exterior», se ha convertido, con sus 78 centros abiertos en 44 países de todos los continentes del mundo, en el buque insignia de la acción cultural exterior. De naturaleza pública, y dependiente del ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, su implantación dota a España de un organismo análogo a la Alianza francesa, la sociedad Dante Alighieri o el British Council, con un potencial de crecimiento todavía por explotar. Y es que su número está aún lejos de alcanzar las por ejemplo 163 sedes con las que cuenta el Instituto Goethe (entidad por cierto que también se encarga de gestionar las becas Daad de intercambio académico), o los más de 1.000 centros que la Alianza francesa tiene repartidos por el mundo. Por lo demás, la reconfiguración del mapa mundial, marcada por el auge de las potencias emergentes, recomienda la necesidad de operar a escala continental, fortaleciendo acaso la red Eunic (European Union National Institutes for Culture), a fin de hacer frente al ritmo de crecimiento de realidades tales como el Instituto Confucio: creado en 2004, su número de franquicias asciende ya a 320.
Por otra parte, como se ha visto, el sistema político español cuenta desde 1977 con un ministerio de Cultura (fusionado en ocasiones con el de Educación) que, pese a ocuparse principalmente de cuestiones nacionales (patrimonio, museos, bibliotecas, propiedad intelectual o industrias culturales), contiene asimismo una dimensión internacional, de cooperación cultural, que en parte se superpone con las competencias asignadas al ministerio de Asuntos Exteriores. La participación de la cartera de Cultura en la acción cultural exterior se incrementó en 2002 al crearse la sociedad estatal de Conmemoraciones Culturales (Secc), que desarrollaba sus actividades en la Unión Europea, Estados Unidos y América Latina{16}. En este sentido, las pugnas que desde la cabeza del ministerio se mantuvieron con el ministerio de Exteriores por dirigir la acción cultural exterior y, singularmente, el Instituto Cervantes, llegaron a saltar incluso a la opinión pública{17}. Por si fuese poco, habida cuenta de la estructura territorial del Estado español, gran parte de las competencias de Cultura han sido transferidas a las Comunidades Autónomas, por lo que al cabo la proliferación y dispersión de agentes públicos empleados en tareas similares resulta notable, acaso ineficaz, y un tanto incompresible de cara al público (Íñiguez, 2006: 167){18}.
Con el fin de racionalizar este entramado y dotar a la acción cultural exterior de una orientación nítida, el 19 de noviembre de 2009 se firmó un convenio de colaboración entre el ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación y el ministerio de Cultura para «poner en marcha una estrategia coordinada de diplomacia pública que desarrolle la promoción de la cultura española en el exterior». Los primeros frutos de esta colaboración fueron, en primer lugar, la constitución a 21 de diciembre de 2010 de Acción Cultural Española (AC/E), entidad resultante de la fusión de las tres sociedades estatales anteriormente mencionadas, con el objetivo de «promocionar y difundir las diversas realidades culturales de España dentro y fuera de nuestras fronteras»{19}; y, en segundo lugar, la elaboración del Plan Nacional de Acción Cultural Exterior, presentado el 6 de abril de 2011. El Plan, que adelanta su condición de bianual, establece los ejes que guían los objetivos y estrategias de la diplomacia cultural, cifrados en cuatro: a) la promoción del patrimonio y las expresiones culturales, b) la internacionalización de las industrias culturales y creativas, c) el diálogo intercultural, y d) la cooperación cultural para el desarrollo. En todo caso, el objetivo central del Plan viene a coincidir con la función histórica atribuida a este tipo de actividades, la de potenciar una imagen favorable del país que socave los estereotipos que la lastran, y enlace la «marca España» con los valores de democracia y pluralidad asociados a un país moderno. En relación a los contenidos que el Plan impulsa, y dejando ahora de lado el rol nuclear que desarrolla el Instituto Cervantes, merecen destacarse, entre otras, dos facetas diferenciadas: por un lado, el ánimo de fomentar la internacionalización de las industrias culturales, contando en su caso con el respaldo del sector privado. De hecho, por lo que toca a las empresas culturales, en España todavía se produce un desequilibrio entre las importaciones y las exportaciones, debido al saldo deficitario de los sectores audiovisuales y plásticos, únicamente acolchado por el buen comportamiento del negocio editorial (Marco y Otero, 2010b: 12). Por otro lado, no deja de enfatizarse la necesidad de destinar parte de los recursos de la acción exterior a la cooperación para el desarrollo, interviniendo en los «países receptores de Ayuda Oficial al Desarrollo» (Maec/Mcu, 2011: 8). Por último, el Plan diseña una «arquitectura institucional» de gobernanza dirigida a esclarecer las funciones de los agentes involucrados en la política cultural exterior, que establece, como instancias principales, un Consejo, una Secretaría Permanente y un Grupo de Trabajo, en el que los dos ministerios se dividen las funciones –si bien el Grupo de Trabajo, a cargo de la elaboración de los Planes bianuales, abre la participación al ministerio de Educación, al Instituto Español de Comercio Exterior, a Radio Televisión Española y a las Comunidades Autónomas.
Consideraciones finales
El adelanto de las elecciones generales en España al 20 de noviembre de 2011, anunciado el 28 de julio por el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, así como el resultado de las mismas, dando vencedor al partido político que estaba en la oposición (Partido Popular) ha bloqueado por razones procedimentales el desarrollo del citado Plan. No por ello se hacen menos evidentes los desafíos que debe afrontar la diplomacia cultural en un futuro inmediato, vinculados no solo a aspectos de coordinación ministerial (la reciente fusión de los ministerios de Educación y Cultura no desdibuja en palabras del ministro la presencia de este departamento{20}), sino ante todo a la revolución de las comunicaciones y la entrada en escena a través de internet de un nuevo tipo de producción cultural «social», que actúa extramuros de los sectores tradicionales y altera en consecuencia la reglas del mercado (Marco y Otero, 2010b: 20).
Precisamente, en línea con las nuevas formulas de gestión que se están ideando tanto desde la administración pública como desde el mundo empresarial, resultaría pertinente explotar el potencial de la colaboración público-privada en pro de la diplomacia cultural. Este tipo de alianzas, alentadas por la apertura en el seno de las empresas de unidades de responsabilidad social corporativa (Rsc) dedicadas a la filantropía estratégica y el patrocinio cultural, posee la ventaja de poder satisfacer los intereses de ambos actores, de forma recíproca{21}. Puesto que si por un lado, el sector público podría así beneficiarse de la creatividad, dinamismo y eficacia de las empresas culturales; por otro, estas podrían apoyarse en la red institucional que el país tenga desplegada por el mundo a fin de internacionalizar su actividad (Marco y Otero, 2010b: 23-24). Ceñidos al caso español, el atractivo de las iniciativas público-privadas radica en su capacidad para extraer provecho de la idiosincrasia del sistema de la acción exterior así como de las limitaciones del mercado cultural, máxime en tiempos de carestía económica. Y es que el fortalecimiento de la imagen-país redunda en favor del prestigio internacional de las marcas en el extranjero, de ahí el interés mutuo en consolidar lo que ya se conoce como «marca España». A su vez, el déficit de internacionalización que padece la industria cultural española es en este sentido susceptible de verse mitigado. En otro orden de cosas, la citada proliferación de agentes públicos, algo vana, podría sin embargo implicar una abundancia de la oferta útil para los agentes privados, a efectos de selección de proyectos y ampliación de posibilidades (Marco y Otero 2010b: 7).
Ahora bien, la activación de estas nuevas alianzas requiere desarrollar ciertas condiciones que favorezcan la inversión empresarial (política de incentivos fiscales{22}, privatización de la gestión, &c.) no siempre admisibles. Por ejemplo, los proyectos culturales de esta índole que manejen fondos destinados a la ayuda al desarrollo deben priorizar la colaboración con empresas e instituciones establecidas en los países socios. Además, la presencia de capital empresarial en actividades públicas de difusión cultural resulta lícita siempre que ello no suponga una entrega del espacio público a disposición de intereses privados (Vozmediano, 2007: 28). La puesta en marcha de estrategias de ganancia mutua (win-win) de las que salgan beneficiados tanto la compañía privada, al ver satisfechos sus propósitos comerciales, como la institución pública de que se trate (museo, biblioteca, &c.), logrando un gran impacto mediático y de asistencia, no debería alimentar tales sospechas. Sin necesidad de abandonar el análisis crítico cuando proceda –ciertamente, estas iniciativas suelen limitarse al respaldo de grandes eventos y espectáculos–, en España la inversión privada en cultura, en contraste con el gasto público, resulta minúscula, por lo que la complementariedad es conveniente, toda vez que se respeten estas tres condiciones: «monto de la operación, objetivos de los participantes en el acuerdo, y contraprestaciones que se ofrecen al patrocinador» (Vozmediano, 2007: 31).
En definitiva, y por lo que afecta a nuestros intereses, la diplomacia cultural española ha de aprovechar las oportunidades que le otorga el valor económico de nuestra lengua y cultura –cuyo impacto económico en el Pib ronda hoy el 4%–, contribuyendo mediante su acción conjunta con el sector privado a multiplicar el potencial de que dispone, como nos recuerdan a diario los 500 millones de hispanohablantes extendidos por el mundo. Al tiempo, es crucial mantener buenos niveles de imagen ante el exterior, en unos momentos de turbulencias económicas en donde las percepciones y climas de opinión juegan un rol decisivo, y frente a los que resulta preciso reaccionar con diligencia{23}.
Referencias bibliográficas
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Vozmediano, Elena (2007): «La filantropía estratégica», Revista de Libros nº 132, Madrid.
Notas
{1} Aun ligada asimismo al concepto de «poder blando» acuñado por Joseph Nye –definido como la «capacidad [de un Estado] para lograr los resultados buscados sin tener que obligar a las personas a cambiar sus comportamientos mediante pagos o amenazas» (Nye, 2004: 15)–, la diplomacia cultural no se identifica enteramente con él. Para una introducción histórica a la diplomacia cultural, véase: Anthony Haigh (1974): La diplomatie culturelle en Europe, Consejo de Europa, Estrasburgo.
{2} Además de buscar réditos nacionales, es común admitir que esta diplomacia también incorpora una dimensión para el entendimiento intercultural (Saddiki, 2009: 109).
{3} Este país acometió la reforma de su acción cultural exterior en 2011, reestructurando el funcionamiento del Institut Français y concediendo voz y espacio al ministerio de Cultura (Birambaux, 2007).
{4} La conexión entre el mundo de la cooperación internacional y el de la cultura se encarna en la figura de Henri Laugier, primer director de Relaciones Culturales en el ministerio de Asuntos Exteriores francés (1945) quien, a su vez, fue uno de los cerebros del sistema de cooperación internacional, llegando a ocupar el cargo de director adjunto de Naciones Unidas.
{5} Célebremente criticada por la Escuela de Frankfurt.
{6} Quizá la figura análoga a la de ministro de Propaganda nazi en la Unión Soviética, en la que se mezclan el interés por las bellas artes y un espíritu netamente totalitario, sea más bien la de Andrei Zhdánov, cuando no la del propio L. Trotsky. Por lo demás, la supeditación de la cultura a la política fue un fenómeno generalizado durante el transcurso de la II Guerra Mundial, como demuestran, entre otros ejemplos, las pinturas que realizó Fujita para la Defensa japonesa, o el documental realizado por John Huston para el ejercito estadounidense (posteriormente vetado), titulado «La batalla de San Pietro».
{7} Actualmente el departamento de Estado estadounidense cuenta con una oficina para la Diplomacia Pública y las Relaciones Públicas, con rango de under secretary, equivalente a las secretarías de Estado españolas.
{8} Este episodio cobra especial atractivo dada la afiliación de su principal promotor, Michael Josselson, agente de la CIA.
{9} Según algunos teóricos, la modernización científico-técnica iría incluso en detrimento de los valores occidentales: es lo que se ha dado en llamar proceso de des-occidentalización.
{10} A la manera descrita por Samuel Huntington en su tesis del «choque de civilizaciones».
{11} En el terreno académico, y como producto del impacto de los «Cultural Studies» en las ciencias sociales, se ha puesto también en circulación el concepto de «gobernanza cultural», acuñado por Michael J. Shapiro, desde el que se presupone que la política y la cultura están imbricadas en tanto en cuanto los procesos de lucha por el poder ponen en juego distintos símbolos e imaginarios que conforman e instituyen prácticas «de sentido». Sin perjuicio de los rendimientos puntuales que pueda ofrecer esta perspectiva –deudora de los planteamientos de la antropología simbólica de Clifford Geertz–, se antoja más precisa aquella otra perspectiva que, entroncando con el estructuralismo de Levi-Strauss, apuesta por un tratamiento naturalista del campo de estudio, tal y como propone la antropología cognitiva de Dan Sperber.
{12} La definición de cultura con la que se suele trabajar en cooperación para el desarrollo es la establecida en la Conferencia de México de 1982, Mondiacult, según la cual: «La cultura puede considerarse como el conjunto de rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o grupo social. Ello engloba además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias». Definición esta que recuerda a la formulación clásica de Edward B. Tylor, donde la cultura se entiende como «aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre» (Primitive culture, 1871).
{13} Desde el bando republicano se articuló la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, sección española de la Asociación Internacional de Escritores, que organizó su primer Congreso en 1935 en París, y su segundo Congreso, ya en plena guerra civil (culturalmente internacionalizada) en Valencia, Madrid y Barcelona, en 1937. A este Congreso asistieron, entre otros, los escritores A. Malraux, E. Hemingway, L. Aragon o P. Neruda.
{14} La agencia se reformó en 2007 (RD 1403/2007), incorporando a su acrónimo la letra «d» que acentúa su orientación «para el desarrollo».
{15} Tan solo cinco países disponen de estrategias oficiales o manuales prácticos centrados en cultura y desarrollo: Finlandia, Dinamarca, Suiza, Noruega, y Suecia.
{16} Asimismo, con igual proyección de carácter internacional, en 2000 nació la sociedad estatal para la Acción Cultural Exterior de España (Seacex), tutelada por los ministerios de Exteriores, Educación y Cultura; y en 2001 se constituyó la sociedad estatal para Exposiciones Internacionales (Seei), dependiente de la dirección de Patrimonio del Estado del ministerio de Economía y Hacienda.
{17} «Cultura / Exteriores: primer asalto», El País (1/02/2008); «Cultura / Exteriores: segundo asalto», El País (18/12/2008).
{18} El artículo de Íñiguez tiene la virtud de resaltar la labor silenciosa de la acción educativa exterior, considerando que el prestigio cultural francés procede ante todo de su red de liceos distribuidos por el mundo (Íñiguez, 2006: 167).
{19} www.accioncultural.es.
{20} «La cartera de Cultura no ha desaparecido», manifestó el ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert, en el acto de toma de posesión del secretario de Estado de Cultura, el 26 de diciembre de 2011.
{21} No es inoportuno recordar que los programas de responsabilidad social empresarial, así como por lo general la idea de la «sostenibilidad», encuentra su fundamentación filosófica en la obra del alemán Hans Jonas, cuyo principio de responsabilidad, enunciado en 1979, nos impele categóricamente, en un lenguaje kantiano, a actuar «de modo tal que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra».
{22} En España la Ley 49/2002 regula el régimen fiscal para el mecenazgo. Desde una posición crítica, la investigadora taiwanesa Chin-tao Wu sostiene en su libro Privatizar la cultura (2002) que las ayudas y desgravaciones de las que se benefician las empresas culturales y museos privados en Estados Unidos no autoriza en sentido estricto a tildarlos de privados, dado el coste («gasto fiscal») que dichos incentivos suponen para la hacienda. Por descontado, extrapolar el análisis al sistema español resultaría abusivo.
{23} Así parece haberlo entendido el gabinete salido de las urnas, creando en la estructura del ministerio de Asuntos Exteriores una nueva dirección general de Medios y Diplomacia Pública (BOE de 31 de diciembre de 2011). (El presente informe fue enviado para su evaluación y publicación el 3 de enero de 2012. Por consiguiente, no puede dar cuenta de las medidas adoptadas en relación a la diplomacia cultural con posterioridad a dicha fecha.)