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El Catoblepas, número 119, enero 2012
  El Catoblepasnúmero 119 • enero 2012 • página 12
Artículos

El caso Eichmann:
la responsabilidad y la máquina

Jaime Abad Montesinos

Sobre la figura de Adolf Eichmann, miembro de las SS y responsable de la deportación de millones de judíos a los campos de concentración

Adolf Eichmann

«Si en el principio mismo de la civilización late la barbarie,
luchar contra ella tiene consecuentemente algo de desesperado.»
Theodor Adorno

1. Introducción

El siglo XX es un siglo atravesado por grandes conflictos como la guerra de Vietnam, las dos guerras mundiales, la guerra de Afganistán, o la más reciente guerra de Irak. Pero entre todas ellas destaca sin duda la II Guerra Mundial. Sus dimensiones resultan aterradoras todavía hoy; el número de países interviniendo en el conflicto, los resultados devastadores en cientos de ciudades, pero ante todo, los millones de victimas cuyas cenizas desaparecieron en el viento. Sin duda una de las cuestiones que más repercusión posterior ha tenido y más ríos de tinta ha hecho correr sea el exterminio de los judíos llevado a cabo por el régimen nazi. Seis millones de judíos exterminados es una cifra verdaderamente escalofriante, pero quizás, por encima de la cifra misma, aquello que más sorprende sea la eficiencia y frialdad de los verdugos, la dedicación puesta en juego por los responsables en su trabajo, el extremo celo en acabar con todas sus víctimas, la planificación metódica en el desarrollo de una maquinaria brutal destinada a la masacre.

En todo este proceso la figura de Adolf Eichmann resultará clave, a pesar de que su papel no fue el de un ideólogo (algo completamente alejado de su forma de ser), suya no es la autoría de la idea de la llamada «Solución Final» sino una labor organizativa en las deportaciones de millones de judíos a los campos de concentración. Inconscientemente tendemos a pensar que alguien capaz de llevar a cabo una tarea semejante debe moverse por unos intenciones sanguinarias, motivaciones oscuras, tendemos a pesar que tal obra es la de un enfermo mental, de una persona carente de criterio moral, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, que se mueve únicamente por instintos criminales, oscuros, incomprensibles, delirantes. Pero la realidad dista mucho de tal idea preconcebida, el caso de Eichmann pone de manifiesto, por encima de todo, dos cuestiones. La primera de ella, la completa falsedad de tal suposición, este caso histórico prueba que para llevar a cabo tales actos uno no ha de ser en absoluto un ser asocial, sino un «ciudadano fiel cumplidor de la ley» (Arendt, 2008, p. 198), que es como Eichmann se consideraba a sí mismo. La segunda, y quizás más escalofriante, que esto no es necesariamente un hecho aislado, sino algo que puede volver a repetirse.

2. La distancia frente a nuestros actos

Adolf Eichmann fue miembro de las SS, pero en absoluto un miembro destacado de ellas, ni siquiera era un firme seguidor de los ideales nazis, pero sí un hombre eficiente en su trabajo y a quien le gustaba recibir ordenes y seguir indicaciones de sus superiores. Inicialmente fue destinado a un departamento de información destinado a la francmasonería y de allí trasladado al departamento de asuntos judíos. Éste sería el inicio de una carrera que terminaría décadas después ante un tribunal en Israel.

Son los años previos a la guerra, Hitler ya ha subido al poder en Alemania y el problema judío está muy presente es su ideario, pero hasta las masacres, deportaciones y exterminios aún faltarán unos años. La presencia de judíos en Alemania es considerada como un verdadero problema que debe ser solucionado{1}. No obstante los intentos de afrontar este problema no pasaban inicialmente por el exterminio. El programa para acabar con los judíos definitivamente se pondría en práctica ante la inviabilidad de los intentos de solución propuestos con anterioridad. En estos años anteriores a la guerra la labor de Eichmann se centraba en investigar en profundidad la cultura judía, ello le llevaría a mantener estrechas relaciones con miembros de la comunidad judía{2}. Por entonces Eichmann estaba profundamente impresionado por el movimiento sionista y era un firme defensor de una «solución política» al problema judío. Tras el ascenso de Hitler al poder, el pueblo judío había pasado a considerarse un pueblo de segundo nivel frente al alemán, a sus gentes se les habían puesto una serie de restricciones en su vida diaria, pero aunque habían sido privados de sus derechos políticos seguían manteniendo sus derechos civiles. Porque detrás de todo estaba la intención del Estado Alemán de deshacerse los judíos, se les habían endurecido sus condiciones de vida con vistas a lograr que emigrasen del país, cosa que no se logró en la medida esperada. No obstante, Eichmann, siguiendo las indicaciones de sus superiores, especialmente Heydrich, puso lo mejor de sí en cuanto organización y negociación. Mejoraría el funcionamiento de la administración encargada de facilitar los documentos para salir del país y negoció con organizaciones judías extranjeras el envío de fondos para los gastos de aquellos que iban a ser expulsados{3}. En todo ello no deja de resultar sorprendente que esta misma persona interesada por el sionismo, que negocia con organismo judíos, años después será responsable de la muerte de millones de judíos. No podemos sino plantearnos la cuestión de cómo puede pasarse de un extremo a otro. El pueblo judío no dejó de preguntarse cuáles serían las motivaciones que llevaron a Eichmann a organizar las deportaciones y exterminios. Le respuesta dada por Eichmann cuando fue juzgado por ello es simple, sencilla y aterradora: simplemente «cumplía órdenes», unas órdenes que habían adquirido el carácter de una ley inquebrantable{4}. Se le encargó un trabajo y él trató de hacerlo lo mejor posible, sin cuestionamiento alguno.

Inicialmente se pensó en la expulsión de los judíos de los territorios alemanes, pero la guerra imposibilitaba la puesta en marcha de dicho plan, así que fue necesario elaborar otra solución. Unos años después de empezada la guerra y por orden directa de Hitler se puso en práctica la llamada «Solución Final» para el problema judío, hasta entonces estos habían sido expulsados de Alemania y de otros territorios posteriormente conquistados, recluidos en ghettos, deportados a campos de concentración, pero a partir de entonces se iniciaría la masacre.

Ahora bien, es cierto que Eichmann no apretó el gatillo en ninguno de todos los casos, su labor consistía únicamente en el transporte de los judíos a los campos{5}. Unos campos de concentración que sí vistió en varias ocasiones, quedando enormemente impresionado y horrorizado por lo que vio. Lo cual le hace plenamente consciente del destino final de todos ellos, eliminando cualquier posible argumento elaborado con vistas a eximirle de los cargos, argumento basado en que él únicamente organizaba el transporte, desconociendo más detalles del proceso de los que le atañían directamente. Pero, por encima de todo, late el distanciamiento, esa distancia que Eichmann pretender trazar entre sí mismo y la muerte de millones de judíos, distancia burocrática, organizativa, que deja las decisiones sobre la vida o la muerte de sus víctimas a otros, una distancia que sitúa a «otros» como los verdugos, un distanciamiento que lleva a preguntarnos, como señala Arendt en su libro: «si se hallaba en situación de apreciar la enormidad de sus actos, de saber si era jurídicamente responsable» (Arendt, 2008, p. 134). Sobre esta cuestión, este punto clave, harán hincapié autores como Hannah Arendt o Günther Anders. Pero al mismo tiempo que inciden en una misma problemática, de la que ambos son conscientes, sus puntos de vista divergen radicalmente en las conclusiones. Para Arendt, las pruebas irrefutables de sus visitas a los campos probaron que Eichmann sí conocía el significado y resultado de sus actos, puesto que había sido informado de los planes de las SS al respecto y había visto con sus propios ojos el funcionamiento de los campos de concentración{6}. Es por ello que, según Arendt, sí sería capaz de apreciar la magnitud de todo lo que estaba provocando, siendo responsable directo de todo ello, a pesar de no ser él quien apretase el gatillo o encendiese las cámaras de gas. No obstante, Anders tal vez profundiza más en la cuestión y hace un análisis más sutil al respecto. Como hemos apuntado anteriormente, Anders es consciente igual que Arendt de la problemática de la responsabilidad y de la percepción de las consecuencias de los actos llevados a cabo por Eichmann; no obstante, su reflexión sobre el caso le lleva a concluir que, aunque Eichmann sí es responsable de sus actos, lo considera incapaz de elaborar una imagen de la magnitud de estos, así como, de asimilar sus dimensiones{7}.

3. Un firme cumplidor de la ley

Eichmann no era un hombre sanguinario en absoluto, nunca había combatido ni era soldado y se consideraba incapaz de matar a nadie. La propia visita a los campos lo dejó horrorizado, en ellos vio relativamente poco, limitándose a las instalaciones y los métodos empleados por las tropas, sintiéndose incapaz de contemplar ninguna muerte, pero viendo lo necesario para comprender el funcionamiento de toda aquella maquinaria de destrucción. El hecho de que Eichmann no fuese una persona predispuesta a crímenes sanguinarios hace que aún nos planteemos con mayor insistencia cómo una persona tan ajena al crimen es capaz de pasar éste por alto y hacer su trabajo sin reparar en las consecuencias tan tremendas de sus acciones. Como señala Arendt: «los actos fueron monstruosos pero el agente (…) era totalmente corriente, común, ni demoníaco ni monstruoso. No presentaba ningún tipo de signo de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos especialmente malignos» (Arendt, 2002, p. 30).

Pero, tanto en la historia del desarrollo de la «Solución Final», como en la propia vida de Eichmann como miembro de las SS, se produce, tal como señala Arendt, un punto de inflexión en la llamada: Conferencia de Wannsee. Dicha conferencia, acontecida a comienzos de 1942 y convocada por Heydrich, fue clave para la puesta en práctica de dicho procedimiento, el objetivo de la misma fue «coordinar todos los esfuerzos en orden a la consecución de la Solución Final» (Arendt, 2008, p. 166). El problema que se planteó Heydrich, y por el que convocaría la reunión, residía en el hecho de que Hitler había ordenado la eliminación de todos los judíos, inicialmente de Alemania pero posteriormente de toda Europa. Cumplir tal orden requería de una estrecha colaboración de todos los organismos y ministerios del Reich{8}. No obstante no había una plena confianza en obtener una reacción positiva de algunos de los miembros del partido, y aún se complicaba mucho más en el caso de determinados funcionarios públicos de alto grado, ya que estos no pertenecían al partido nazi. Ante esta situación Heydrich dudaba de obtener una colaboración tan firme como exigía el proyecto que se iba a poner en marcha. ¿Pero cuál fue el papel de Eichmann en dicha conferencia? Ciertamente un papel bastante secundario, ejerció de secretario de la conferencia, una conferencia en la que se encontraban figuras de relevancia del partido y altos funcionarios, todos ellos con puesto muy elevados al ocupado por Eichmann. Sin embargo si esta conferencia es relevante para su persona es debido a la actitud que toma tras ella ante la Solución Final. Eichmann, al igual que Heydrich, albergaba serias dudas respecto de la viabilidad la misma, no obstante sus dudas se esfumarían una vez finalizada dicha conferencia. Allí observó que aquellos miembros de las elites burocráticas habían aceptado de buena gana la propuesta de Heydrich, incluso competían por destacar en ella{9}. Eichmann confesaría años después, en el juicio de Jerusalén, que todo aquello le liberaría de una carga, la carga de la responsabilidad; a partir de ese instante, rodeado de figuras de mucha mayor categoría que él, que habían propuesto y aceptado acabar firmemente con todos los judíos de Europa, Eichmann se sentiría libre toda culpa. Porque en definitiva «¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto?» (Arendt, 2008, p. 168).

El problema moral quedaba así borrado, la responsabilidad traspasada, Eichmann no se consideraba así mismo con suficiente autoridad para cuestionarse las órdenes dadas, se desprende del peso de la culpa al hacer responsables a los dirigentes y funcionarios del Reich del destino de millones de judíos, sintiendo que en todo ello su única función consistía en obedecer órdenes. A partir de entonces Eichmann tomaría su capacidad organizativa y sus conocimientos del pueblo judío, que tan buenos resultados habían dado en el intento de emigración forzosa, para destinarlo a organizar el traslado de este a campos de concentración. El trabajo al final se convertiría en una tarea rutinaria, cosa que sucedería igualmente con el propio exterminio, dado la elevada mecanización del proceso y el perfecto funcionamiento del mismo. Años después, cuando Günther Anders escriba una carta dirigida al hijo de Eichmann comentará como, esencialmente, lo que él entresaca de todos los elementos que rodean a las acciones de su padre: la obediencia ciega a las normas, la falta de conciencia o cuestionamiento de las ordenes, el exceso de celo en sus funciones, etc., es una destrucción completa del respeto, «su padre se ha acreditado únicamente por el no respeto explicito al ser humano y por el desprecio explicito de la vida humana» (Anders, 2001, p. 19). Lo que revelan los actos de Eichmann es una falta completa de respeto hacia la vida humana, la cual se traduce en una ausencia de respeto por nuestra parte, y de su propio hijo hacia él. Según una «regla de reciprocidad» expuesta por Anders, la posibilidad de sentir respeto hacia una persona se asentaría en el respeto que ella misma manifieste con sus semejantes.

Pero si nos hemos preguntado qué llevó a Eichmann organizar el envío de millones de judíos hacia su muerte, la respuesta que él mismo dio al tribunal israelita fue básicamente que se limitaba a cumplir órdenes. En el interrogatorio él se presentó a sí mismo como un mero cumplidor de su deber, un deber que más que apuntar al cumplimiento de unas determinadas órdenes, le hacía sentir que actuaba conforme a la ley. Ciertamente entre ambos términos existe una diferencia, cosa de la que Eichmann era consciente, aunque sólo fuese vagamente, y sobre la que Arendt hará hincapié. Eichmann se consideraba a su mismo un hombre que había vivido de acuerdo a los preceptos del imperativo categórico kantiano, se sentía cercano a la filosofía de Kant pero deformándola a su situación, adoptada a su caso particular, en el cual nos encontramos con «la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer a la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley» (Arendt, 2008, p. 200). La diferencia entre esta idea y el pensamiento kantiano es que esta ley es dictada por la razón, pero en el caso de Eichmann la fuente de dicha ley es el Führer mismo, Adolf Hitler, su voluntad es la ley para Eichmann (y para muchos más miembros del partido nazi), una ley que, como se ha dicho, no sólo hay que obedecer sino con la que uno debe identificarse. Como señala Arendt «la distinción entre una orden y la palabra del Führer radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo cual es la característica más destacada de la primera (…) la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes recibió el tratamiento propio de una ley» (Arendt, 2008, p. 218). En un mundo cada vez más complejo y diversificado es necesario encontrar vías para la cohesión social; las leyes, en definitiva, sirven como elementos compartidos que garantizan la cohesión, como vínculos de unión entre miembros de una misma sociedad. Como afirma Glover (2001) el correcto funcionamiento de una sociedad depende del presupuesto compartido por los miembros de ésta en el respeto y la obediencia a las leyes. El nazismo nos mostró hasta que punto podía llegar dicha obediencia.

4. El experimento Milgram

En la Universidad de Yale, pocos meses después del juicio de Eichmann, el psicólogo Stanley Milgram, idearía un experimento psicológico para tratar de probar si un determinado individuo, alegando estar recibiendo órdenes, podía verse llevado a cometer un acto criminal que fuese en contra de una de las leyes morales más básicas: no producir un daño innecesario y peligroso para la vida a una persona inocente.

La pregunta planteada en la investigación es: ¿hasta qué punto cumpliría un ser humano con lo que se le ordena cuando dichas órdenes chocan con sus convicciones morales, hasta dónde es capaz de llegar inflingiendo dolor?{10}. El experimento borraría cualquier atisbo de optimismo al respecto, la realidad aterradora es que el 66% de los voluntarios que se sometieron al experimento (voluntarios que desconocían el propósito del mismo, para que sus acciones no pudieran verse alteradas), siguieron las directrices hasta el final; una decisión que de haber sido un suceso de la vida real habría puesto en grave riesgo la vida de la victima. El experimento Milgram nos ha mostrado la aterradora realidad de que el caso Eichmann no es un hecho aislado; en lo más profundo del hombre contemporáneo una parte de nosotros seguiría las directrices de la autoridad frente a cualquier traba moral; una realidad que pone de manifiesto, aunque nos neguemos a creerlo, la «amplia tendencia a obedecer de forma acrítica a la autoridad, aun cuando las órdenes sean espantosas» (Glover, 2001, p. 455).

El experimento Milgram ha mostrado la enorme importancia de la obediencia a la autoridad en las relaciones sociales{11}, funcionando como un vínculo de cohesión; su trabajo nos ha solventado posibles dudas respecto de qué ocurriría ante un dilema entre obediencia y convicciones moral, la respuesta inclina la balanza hacía la primera. Este experimento, y así lo señala Milgram, viene a corroborar lo expuesto por Arendt{12}: como individuos corrientes, sin un carácter especialmente agresivo, pueden convertirse en ejecutores de otros seres humanos únicamente por el hecho de sentirse obligados a hacerlo. «De manera que podemos decir que el resultado más importante de este estudio y el hecho que exige con más urgencia una explicación es esa docilidad extrema de los adultos en el punto a seguir, hasta las últimas consecuencias, las órdenes de autoridad» (Milgram, 1984, p.18).

Milgram destacará una serie de factores, que él denomina «obligantes», que someten a una persona a la autoridad, factores que son situaciones comunes y realidades educativas: la cortesía, el deseo de ayudar en el proceso, la propia educación a la que se ha sometido el individuo, el deseo de colaboración, la falta de educación que supone retirarse sin haber cumplido nuestras tareas, el deseo interno de cumplir con lo que se espera de nosotros, etc. Pero también destaca un hecho más abstracto sobre el que también hará hincapié Günther Anders: la tecnificación creciente que provoca que el individuo haga recaer toda su atención en un limitado aspecto de carácter técnico, desapareciendo con ello toda visón de conjunto. «Nos encontramos de esta manera con una fragmentación del acto humano en su totalidad (…). La persona que asume una responsabilidad total por su acción se ha diluido, simplemente. Es ésta posiblemente la característica más común de un mal socialmente organizado en la sociedad moderna» (Milgram, 1984, p. 23). Estos dos rasgos: el proyectar la responsabilidad de nuestros actos en una autoridad externa y el aumento de la técnica que ha traído consigo una fragmentación del espacio humano, tienen entonces, como consecuencia, la desaparición creciente de aquellas características que hacen «humano» a un ser humano. Cuando valores como la lealtad, la disciplina y el sacrifico personal se imponen sobre la conciencia moral, entonces la personalidad de cada uno puede llegar a verse borrada, dirigida por una autoridad en la que se ha depositado toda confianza, artífice último de toda línea de actuación, y único responsable, por tanto, de toda consecuencia recriminable{13}. Ante esta situación tal vez tenga razón Adorno cuando aboga por una educación «para la contradicción y la resistencia»{14}, una educación para la emancipación, para cambiar las reglas del juego, que nos permita mira con claridad; una educación, en definitiva, para que Auschwitz no se repita.

5. El extrañamiento y «lo monstruoso»

El caso Eichmann sin duda nos sorprende en la misma medida en que nos asusta la frialdad y aparente normalidad con la que pareció que discurrían todos los acontecimientos. A dicho conjunto de acontecimientos, que engloba no sólo a la figura de Eichmann sino a las instituciones y personas que colaboraron, o que simplemente miraron hacía otro lado, y a las propias víctimas que se dejaron guiar hacía su propia muerte sin rebelarse, a todo ello Anders lo llamará «lo monstruoso»; «que haya habido una aniquilación institucional e industrial de seres humanos, de millones de seres humanos (…) que haya habido dirigentes y ejecutores de estos actos (…) que se excusaron apelando a las órdenes recibidas y a la lealtad (…) que millones de personas fueran llevadas a, y mantenidas en, una situación de la que nada sabían. De la que nada sabían porque no tenían derecho a saber» (Anders, 2001, p. 23).

La exposición de Anders en su obra Nosotros, los hijos de Eichmann se dirigirá a elucidar las causas que han hecho posible que se dé algo semejante, alejándose en su propuesta del estudio histórico-biográfico elaborado por Arendt, para adentrarse en cuestiones que residen en lo más profundo de nuestra sociedad contemporánea. Básicamente, Anders, argumentará como condición de posibilidad de un caso como el de Eichmann la existencia de una distancia que, progresivamente, se ha ido abriendo entre nuestro mundo y nosotros mismos{15}. Cada vez la técnica está más presente a nuestro alrededor, nuestra capacidad para construir y manejar cada vez máquinas más complejas, que nos permitan abarcar y organizar espacios más amplios, está fuera de toda duda, y aumenta progresivamente. Sin embargo esto que podría verse inicialmente como un triunfo va a resultar ser la causa de que hayamos dejado de sentir como nuestro este mundo en el que habitamos, la técnica se ha desarrollado hasta tal punto que nuestro mundo tecnificado ha llegado a ser inabarcable para nuestra mente{16}. Esto se traduce en que aquello que «en adelante podemos hacer (y lo que, por tanto, hacemos realmente) es más grande que aquello de lo que podemos crearnos una representación; que entre nuestra capacidad de fabricación y nuestra facultad de representación se ha abierto un abismo, y que cada día éste se hace mayor; que nuestra capacidad de fabricación –dado que el aumento de los logros técnicos es incontenible–. es ilimitada, mientras que nuestra facultad de representación es por naturaleza, limitada» (Anders, 2001, p. 27-28). Somos por tanto incapaces de reconocer como «nuestro» aquello que nosotros mismos hemos creado, pero este aumento en la capacidad de fabricación trae aparejada una aumento similar de la mediación que se da en los procesos de producción. La complejidad creciente de estos ha hecho que nuestra labor en ellos se reduzca a un conjunto de actividades aisladas dentro del proceso mismo, el trabajador ya no contempla ni se preocupa por el proceso productivo en su totalidad, puesto que su competencia se reduce a una parte del proceso. La mecanización que nos rodea, en la que estamos inmersos, aún sin darnos cuenta, tiene como consecuencia que seamos incapaces de comprender la totalidad del proceso del que formamos parte. Llegados a cierto punto, debido a la tecnificación creciente de nuestro mundo, la cual conlleva un aumento de la magnitud de nuestras acciones, junto con un aumento de la mediación, nos encontraríamos como resultado que tanto nuestra representación como la percepción de los efectos de dichas acciones quedan, cada vez más, borrados ante nuestros ojos, oscureciéndose progresivamente. Por todo ello, como señala Anders, «hemos de abandonar definitivamente la esperanza ingenuamente optimista del siglo XIX de que las «luces» de los seres humanos se desarrollarían a la par que la técnica» (Anders, 2001, p. 29). Ahora bien, esta idea de oscurecimiento de nuestro mundo no es nueva en absoluto, y Anders lo sabe perfectamente, estando también presente en obras de autores como Adorno o Horkheimer{17}. En una nota a pie de página, Anders relaciona dicha noción de oscurecimiento con la de «alienación». Lo cual nos vincula con el pensamiento marxista, y aunque a simple vista puede verse una relación directa entre lo que Anders expone y las tesis marxistas sobre al alienación del hombre, Anders establecerá una diferencia esencial entre ambos.

Para Marx el hecho que define la situación del trabajador moderno es el de la «alienación». En su análisis del sistema productivo capitalista llega a la conclusión de que existe una progresiva desvalorización del mundo humano debido a un aumento de la valoración del mundo de los objetos; este proceso es debido a que el trabajador produce mercancías de forma continuada, pero sin darse cuenta en dicho proceso termina por convertirse en mercancía él mismo, incorporándose al engranaje productivo como un objeto más{18}. Pero no sólo ello sino que el resultado de su trabajo, el objeto producido ha terminado por establecerse como una realidad independiente de aquel que lo ha desarrollado, es decir del trabajador; «el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño. Partiendo de este supuesto, es evidente que cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño, objetivo que crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos dueño de sí mismo es.» (Marx, 2003, p. 107). Pero el extrañamiento para Marx no está únicamente presente en el resultado del proceso productivo, en el mundo que crea el trabajador como resultado de su actuación, sino que, como señala en sus Manuscritos de economía y filosofía, en el seno mismo de la actividad productiva ya reside el germen de dicho extrañamiento. El extrañamiento del producto de trabajo sólo es el resumen de esta actividad, el resultado final de la misma, de una actividad en la cual el extrañamiento está siempre vigente, porque es una actividad que distancia al hombre de sí mismo{19}. Ahora bien, a raíz precisamente de éste elemento es a partir de donde se establece la diferencia entre el punto de vista marxista del punto de vista de Anders. El marxismo admite igualmente la situación de oscurecimiento del mundo en que se halla el hombre moderno, sin embargo mantiene que dicha situación es debida a la situación de los medios de producción. Es la forma en que estos están organizados que la actividad productiva resulta alienante para el trabajador, distanciándole del mundo, del resultado de su trabajo y de sí mismo; por lo que concluirán que transformando dicha situación de los medios de producción la alienación resultante quedaría borrada. Anders en cambio al hablar del extrañamiento no tendrá en cuenta estos análisis marxistas, sino que desde su punto de vista el extrañamiento del hombre moderno respecto de su mundo es debido al desfase existente entre nuestra capacidad productiva y representativa, y tal desfase es producto del mundo tecnificado en el que vivimos. Así pues el pensamiento marxista, en su análisis de dicho mundo, estaría instalado él mismo ya en el extrañamiento, en un oscurecimiento en su percepción de la realidad. Para Anders la teoría marxista es una teoría ciega, navega en la oscuridad creyendo que ve claramente la realidad; apostando por la confianza en un proceso que transforme las relaciones de producción y reconcilie al hombre con su mundo, pero es una situación, en verdad utópica, una realidad que ha desaparecido del horizonte; los horrores de la segunda guerra mundial y el caso Eichmann han hecho imposible confiar en tal posición.

6. Un mundo mecanizado

Nuestras acciones nos superan, han aumentado en tal medida que fuerzan más y más nuestra capacidad de sentir, pero ella ha llegado a un limite en el que es incapaz de abarcar todo aquello que podemos desarrollar, esta incapacidad de nuestra facultad de sentir, de hacer frente a nuestros acciones, está en la base de aquello que Anders ha llamado «lo monstruoso». Y éste es el caso de Adolf Eichmann, éste ha participado en una actividad que le ha superado con creces, su facultad de sentir, de representar, no ha podido abarcar completamente la magnitud de sus acciones, seis millones de cadáveres es un resultado de tales dimensiones que ni nuestra mente ni la del propio Eichmann pueden hacerse una idea de ello.{20}

Pero la situación de desproporción existente entre producción y representación no es la única causa de lo monstruoso. Existe, no obstante, una segunda causa, igual de relevante que la primera: la naturaleza mecanizada en la que progresivamente se ha ido convertido nuestro mundo actual. «Lo que quiero decir –lo sé, esta tesis parece aventurada– es que nuestro mundo actual en su conjunto se transforma en una máquina, está en camino de convertirse en una máquina» (Anders, 2001, p. 52). Para Anders los cauces del mundo discurren inevitablemente en esta dirección, pero no solamente debido a que haya cada vez más máquinas a nuestro alrededor, sino debido a aquello que él llama: «el principio de las máquinas». Dicho principio resume la razón de ser de toda máquina en desarrollarse dentro del mayor rendimiento posible, este desarrollo, para Anders, se prolonga hasta el infinito, creando a su alrededor todo un imperio, compuesto tanto de personal técnico, auxiliar, como de consumidores de aquello que produce dicha máquina.

El objetivo que lleva a moverse a una máquina es, en último término, la conquista de todo lo que le rodea, el desarrollo de toda máquina trae aparejado la absorción progresiva de parcelas del mundo cada vez mayores, incluidos los seres humanos. Anders ve en la máquina el deseo de conseguir plegar el mundo a sí misma, todo llegará a ser copartícipe de dicha máquina, hasta los seres humanos, puesto que ellos son vistos por ella bien como personal del servicio técnico, bien como consumidores{21}. Retrocediendo en la historia podemos encontrar un indicio de este proceso histórico en la Alemania de Hitler. Ella representa una maquinaria inmensa encaminada únicamente a la conquista de un espacio cada vez mayor, puesto que toda maquinaria es, de por sí, expansionista. En la Alemania nazi todos los elementos de la sociedad eran piezas de un engranaje social que se proyectaba a gran escala, hombres, mujeres, fábricas, medios de transporte, etc. Todo fue puesto al servicio de la maquinaria de guerra nazi. Ahora bien, ciertamente existían, y existirán siempre, elementos que una maquinaria no necesita, que pueden provocar un mal funcionamiento de esta. Todos estos elementos de la sociedad fueron considerados por los nazis como indeseables, elementos que perjudicaban el nuevo entramado social que pretendían construir, y fueron por ello exterminados, borrados del mapa; socialistas, homosexuales, judíos… fueron conducidos en masa a campos de concentración y exterminados. En unos términos cercanos se expresa Adorno en su texto sobre la educación, apuntando como el papel central de la técnica en nuestra sociedad ha ido relegando al hombre a un papel secundario, distorsionándole con ello la percepción de la relación existente entre él y la técnica, otorgándole, así, a ésta última, una realidad y existencia propia independiente del hombre, olvidando que ella no es sino un elemento más dentro de la realidad humana{22}.

Para Anders es un hecho que nuestra sociedad se encaminaría hacia una completa maquinización{23}, situación en la cual ya no existiría nada fuera de la propia máquina, llegados a este punto el mismo mundo sería una máquina, una «máquina total» que lo recogería todo en su seno. «Y esto, el mundo en tanto que máquina, es realmente el estado técnico-totalitario al que nos dirigimos» (Anders, 2001, p. 55). Nosotros mismos, como seres humanos, seremos absorbidos por la maquinaria, llegando a convertirnos en unos meros engranajes de esta máquina total, nuestra humanidad, en cuanto tal, quedará así eliminada. Aquí el totalitarismo, no es sino un claro antecedente de los hechos futuros, a los ojos de Anders fue un ensayo anticipado de lo que queda por venir. Sin embargo, en este punto diverge de lo expuesto por Adorno, éste aún deja la puerta abierta a una posible esperanza. Una esperanza que sólo puede venir de la mano de la educación futura, una educación formadora, crítica, que impida que vuelvan a suceder hechos como los de Auschwitz, que nos permita salir de la espiral en la que parece verse envuelta la sociedad occidental contemporánea; una educación que contribuya a impedir que individuos anónimos se conviertan en ejecutores, en verdugos de cientos de vidas inocentes{24}.

Pero hemos de tener en cuenta que tanto los acontecimientos pasados como los futuros no son producto de ningún azar ni de ningún tipo de maldición que haya caído sobre nosotros, no son fruto de nuestro destino sino de nuestras acciones, pasadas, presentes y futuras. «Pues si hablo de peligro, no es porque barrunte un totalitarismo político acá o allá, sino porque el totalitarismo técnico, del que el político sólo es un fenómeno derivado, nos sale al encuentro por todas partes. En una palabra: mi idea es que nuestro mundo, en su totalidad, se dirige al «imperio quialista de la máquina»; y que nuestra transformación en piezas mecánicas en virtud de esta evolución progresa constantemente» (Anders, 2001, p. 62). Y en esto el caso Eichmann resulta ejemplar, nos muestra la situación de un individuo inmerso dentro de una maquinaria que le supera con creces, cuya complejidad era incapaz de abarcar; y en esta situación en la que él se sentía como un engranaje dentro de un proceso mucho más vasto, consideró que, realmente, él no era quien para opinar, optó por realizar aquello que se le ordenó, cumpliendo con lo que se esperaba de él. Lo terrible es que en nuestro mundo cada vez más tecnificado casos como el de Eichmann están condenados a repetirse. La mecanización del mundo ha hecho posible que se dé una vez y, para Anders, la probabilidad de que vuelvan a darse seguirá presente; actuaciones de personas que sienten que sus actos son sólo piezas en una cadena más amplia, que sienten, por ello, que no son realmente responsables últimos de sus actos, puesto que, para ellos, la responsabilidad se les va diluyendo a lo largo de todos los engranajes, recayendo en último término sobre todos y sobre nadie.

Bibliografía

Adorno, TH. (1998): Educación para la emancipación. Madrid: Ediciones Moratal.

Anders, G. (2001): Nosotros, los hijos de Eichmann: carta abierta a Klaus Eichmann. Barcelona. Paidós.

(2003): Más allá de los límites de la conciencia: correspondencia entre el piloto de Hiroshima, Claude Eatherly y Günther Anders. Barcelona. Paidós.

Arendt, H. (2002): La vida del espíritu. Barcelona: Paidós.

(2008): Eichmann en Jerusalén. Barcelona. DeBolsillo.

Glover, J. (2001): Humanidad e Inhumanidad. Una historia moral del siglo XX. Madrid: Cátedra.

Hildebrnad, K. (1988): El tercer Reich. Madrid: Cátedra.

Marx, K. (2003): Manuscritos de economía y filosofía. Madrid: Alianza Editorial.

Milgram, S. (1984): Obedeciendo a la autoridad. Bilbao: Desdée de Brouwer.

Notas

{1} «Para la Alemania de Hitler, a diferencia de lo sucedido hasta ese momento a lo largo de la historia de Europa, el antisemitismo representaba algo más que un instrumento de intención político y social. Demostró ser más bien la razón de ser y el objetivo principal de la política exterior de Hitler y su régimen» (Hildebrand, 1988, p.66).

{2} Arendt, H., Eichmann en Jerusalén. Barcelona. DeBolsillo, 2008, p. 67.

{3} Ibíd., p. 73.

{4} Ibíd., p. 219.

{5} Ibíd., p. 41.

{6} Ibíd., p. 130.

{7} Anders, G., Nosotros, los hijos de Eichmann. Barcelona. Paidós, 2001, p. 42.

{8} Daniel Goldhagen renovará el debate sobre las motivaciones del régimen nazi en el Holocausto; poniendo en duda, en su obra Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, Madrid: Taurus, 1997, los argumentos expuesto por autores como Anders o Arendt, entre otros. Dicha obra, que tendrá una especial repercusión en medios académicos estadounidenses, defiende la tesis de que la verdadera razón que hizo posible el holocausto, sin la cual éste no podría haber existido, reside en la profunda voluntad del pueblo alemán de acabar con la vida todos los judíos, lo que él define como un «antisemitismo eliminacionista». La obra de Goldhagen se convertirá en un fenómeno editorial, siendo, no obstante, muy criticado por algunos estudiosos del holocausto (ver. Finchestein, F. [ed.], Los alemanes, el holocausto y la culpa colectiva. El debate Goldhagen, Buenos Aires. Eudeba, 1999.)

{9} Arendt, H., op. cit., p.168

{10} Milgram, S., Obedeciendo a la autoridad. Bilbao: Desdée de Brouwer, p. 15

{11} Ibíd., p. 17

{12} Ibíd., p. 19

{13} Ibíd., p. 174

{14} Adorno, Th., Educación para la emancipación. Madrid: Ediciones Moratal S.L., 1998, p. 125

{15} Anders, G., op. cit., p. 27.

{16} Anders, G., Más allá de los límites de la conciencia. Barcelona. Paidós, p. 33.

{17} Un artista como Goya ya fue consciente de la oscuridad infinita que late oculta en el fondo de nuestra mente; allí donde se instala la razón ella trae aparejada, inevitablemente, un desgarramiento. Podemos verlo en uno de sus grabados más famoso, de título revelador: «El sueño de la razón produce monstruos», grabado nº 43 de Los Caprichos (1799).

{18} Marx, K., Manuscritos de economía y filosofía, Madrid. Alianza Editorial, 2003, p. 106

{19} Ibíd., p. 109

{20} Un caso similar para Anders, que muestre el desfase existente entre capacidad productiva y capacidad representativa, será el de Claude Eatherly, piloto de reconocimiento en el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. «Usted tiene la desgracia de haber dejado detrás de sí 200.000 muertos. ¿Y cómo iba a ser posible sentir dolor por la muerte de 200.000 personas? ¿Cómo iba a ser posible lamentar algo semejante? No sólo usted es incapaz de hacerlo, nosotros tampoco podemos, nadie puede hacerlo». (Anders, 2003, p.33). Y sin embargo, algo radical diferencia a Eatherly de Eichmann: el profundo sentimiento de culpa de C. Eatherly. «No es el hombre que pretende disculpar su inconsciencia apelando a la maquinaria de la que fue parte, sino el hombre que reconoce que esta máquina representa una terrible amenaza para la conciencia» (Anders, 2003, p.182).

{21} Anders, G. Nosotros, los hijos de Eichmann. Barcelona: Paidós, 2001, p. 53.

{22} Adorno, Th., op. cit, p. 88.

{23} Anders, G., op. cit., p. 52.

{24} Adorno, Th., op. cit, p. 92.

 

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