Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 120 • febrero 2012 • página 3
En un artículo de reciente aparición, comentando un fragmento de Walter Benjamin datado en 1921 y recogido en la edición italiana de sus Escritos políticos, Roberto Esposito se detiene a rememorar la tesis que defiende en ese texto el pensador alemán, quien venía a decirnos que el capitalismo responde a los mismos impulsos y exigencias humanas que cualquier otra religión. Si bien, evoca Esposito en su comentario, no es una religión como las demás pues posee unos rasgos específicos que la diferencian. Estos son, en primer lugar, que el capitalismo no produce propiamente una dogmática sino un culto; en segundo término, que dicho culto es permanente y no limitado a determinadas ocasiones festivas, como sucede en otras religiones y, por último, que en lugar de salvar o absolver a quienes lo profesan, la religión capitalista condena a sus fieles al castigo ignominioso de una culpa infinita. Apunta además Esposito que ha de repararse en la conexión semántica que existe entre culpa y débito, si pretendemos comprender bien el alcance de esta última afirmación (Esposito, 2011). Anotemos al paso que, aunque el brillante comentarista italiano no lo menciona de forma explícita, es evidente que se refiere al texto bejaminiano, «Kapitalismus als Religion» (Benjamin, 1985: 100-3), un escrito cuyo contenido nos lleva inevitablemente a pensar en el Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Weber, 2008a: 29 y ss.) y otros trabajos afines. Pues, en cierta manera, estos pensadores nos ofrecen dos puntos de vista contrapuestos en lo que se refiere a la interpretación y valoración del capitalismo: desesperanzado en el primer caso, y cargado de signos esperanzadores, en el segundo, a pesar de sus análisis críticos de algunas de las derivas de este sistema político-económico. Sin olvidar que, para Benjamin el capitalismo daría lugar a una suerte de religión maldita, que ata a sus fieles a una rueda de sufrimiento e insatisfacción que no se detiene jamás; mientras que, a juicio de Weber, es un sistema que tiene en su origen los efectos sociales de una ética de origen religioso –la ética protestante–, si bien está llamado a abocar en la instauración de una racionalidad laica, única base de su eficaz funcionamiento (Weber, 2008b: 45).
José Luis Villacañas reflexionaba, también en un reciente trabajo, acerca de cuál era el objetivo de Max Weber en sus estudios sobre las relaciones entre la economía y la sociedad. Concluyendo que el propósito que inspira el trabajo de este pensador no es otro que vincular la racionalidad económica con los seres humanos concretos, con su racionalidad, intereses, hábitos y valores determinados, que viven inmersos en una realidad social no menos determinada por factores, en este caso, que los individuos no pueden individualmente controlar (Villacañas, 2010: 28-9). Entre otras cosas, porque el conocimiento, para ser eficiente, ha de centrarse en aquello que puede dominar, en lugar de malograrse en los intentos románticos de configurar un saber de la totalidad. En efecto, como nos recuerda Villacañas, el presupuesto weberiano es, en este punto, que el individuo no puede alcanzar jamás un conocimiento de la totalidad, de tal modo que el ejercicio de la racionalidad subjetiva estaría siempre marcado por ese insalvable déficit de conocimiento (Villacañas, 2010: 31-2). Sin embargo, lejos de ser esto sinónimo de incapacidad o inoperancia, constituye, por el contrario, la base de la acción social responsable, ya que, «el no-saberlo todo es también aquí garantía de libertad. La consecuencia es republicana: ninguna subjetividad finita puede elevarse a soberana» (Villacañas, 2010: 32). En este sentido, no hay que olvidar el complejo entramado sociopolítico en el que surge y se desarrolla el pensamiento de Weber. Sin duda, aclara Villacañas,
«su circunstancia estaba atravesada por el problema del socialismo, la democracia de masas, la industrialización y la fortaleza del mundo del trabajo constituido como proletariado de inspiración marxista. Sin embargo, Weber comprendió desde el principio de su gran producción dos cosas: que se caminaba hacia un mundo de competencia global y libertad de mercados y que un pueblo vigoroso no debía temerle a ese escenario. Segundo, que para no tener miedo era preciso una reordenación del cosmos económico, social y político. Tal cosa no podía hacerse sin volver a beber de las fuentes de un ethos poderoso, capaz de reeditar las energías modernas fundadoras. Esta ordenación quedaba atravesada por profundas tensiones, pero (…) aspiraba a garantizar tanta libertad como fuera posible. Libertad en sentido weberiano, desde luego. Para él no había libertad sin ethos y no había ethos sin entrega responsable a una tarea institucionalmente visible. Este sentido de la libertad se centraba en tres campos todavía abiertos: la ciencia, la política y la empresa. Sus enemigos eran los burócratas obtusos y los literatos irresponsables y sin corazón, cuya libertad ideológica y cínica carecía de ethos y de responsabilidad.» (Villacañas, 2010: 32-3).
En este imbricado contexto, entiende Weber que la tarea del gobierno debe ser asegurar la existencia de las condiciones necesarias para que surjan y se desarrollen la libertad política y la competitividad en el orden económico (Weber, 2008b: 131-2). El análisis ético de la economía y la política le parece un instrumento imprescindible para alcanzar tales objetivos (Villacañas, 2010: 39). Por tanto, en la misma línea en la que luego se moverá Michel Foucault en Nacimiento de la biopolítica, al analizar los principios políticos del ordoliberalismo (Foucault, 2004: 223), Weber defenderá una sociedad eficiente exige la intervención del Estado, para asegurar las condiciones de las que hace un momento hablábamos y, en líneas más generales, la eficacia del sistema administrativo sin el cual resulta imposible (Villacañas, 2010: 40). En definitiva, lo político se distingue de lo administrativo y el desarrollo de esta última esfera se realiza en aras de una mayor eficiencia del sistema en su conjunto. Así pues, este tipo de gobierno no puede mantenerse al margen de la realidad económica. Por el contrario, su obligación es intervenir regulando y ordenando las condiciones en las que ha de funcionar eficazmente el mercado (Villacañas, 2010: 41).
Sentadas esas bases, es posible –en opinión de Max Weber– hacer que se extienda en la sociedad la actitud responsable y comprometida que han de tener los agentes económicos. De esta manera, en lugar de entender la acción de los trabajadores desde la perspectiva marxista, como fuerza de trabajo que se objetiva en la producción, la propuesta de Weber iría en la línea de considerar al trabajador como un actor económico y social, al igual que ha de serlo el empresario (Villacañas, 2010: 42). En consecuencia, concluye Villacañas, siguiendo las ideas weberianas, «quien quiera decir una palabra sobre el ethos económico, debe decir con claridad que esto no es posible allí donde la ética de la empresa no se ha universalizado como ética de la responsabilidad que hace de cada uno un portador de capital humano y asume una competitividad no atravesada por industrias y sistemas financieros protegidos y conformados por monopolios políticos» (Villacañas, 2010: 46).
Llegados a este punto, procede que nos lancemos a la indagación de si, en la realidad actual, tal planteamiento resulta operativo, o lo es tan sólo desde la perspectiva del oscurecimiento de lo real, que tan necesario resulta para el eficaz funcionamiento del sistema.
Economía real, ética virtual/economía virtual, ética real
Una obra en la que encontramos interesantes elementos para avanzar en esa dirección, que es tanto la del esclarecimiento como la del reconocimiento de la oscuridad, es el libro de Jean Baudrillard que lleva por título El intercambio imposible. En él da cuenta su autor de las consecuencias de la aparición de un tipo de economía a la que, tanto Benjamin como Weber tan sólo pudieron acercase en sus momentos de mayor éxtasis imaginativo. Nos referimos, claro está, a la llamada Economía Virtual, cuyas bases ya había asentado en aquellos años el capitalismo financiero. Sin embargo, ayudada por las tecnologías de la información y la comunicación actuales, esta forma de economía trastoca la relación de las mercancías entre sí, el propio proceso de formación de las mercancías, los principios éticos aplicados a su intercambio y toda la pléyade de elementos que es imprescindible considerar en este ámbito, sobre los que iremos hablando poco a poco más adelante. La conclusión de Baudrillard es, en la obra citada, de una radicalidad sin paliativos. En efecto, para él, «la circulación sin fin de lo Virtual hará que lo Real ya no se pueda canjear nunca más por nada» (Baudrillard, 2000: 15). En este sentido, Baudrillard da por hecho que se ha producido ya una ruptura sin posible reparación entre lo real y lo virtual. En un mundo dominado por relaciones virtuales, lo real ha quedado descolgado y tiende a convertirse en un lastre inútil. Siguiendo esta tendencia, el intercambio fluido entre elementos virtuales, acabará excluyendo, parece sugerir, todo posible canje entre lo virtual y lo real. La forma dominante de intercambio será, entonces, la que se produce entre lo virtual y lo virtual.
Hay que hacer notar, no obstante, que, en los términos tajantes en los que él lo expresa, la tesis impacta, pero no se nos presenta apoyada en elementos que le den suficiente consistencia. Por lo demás, es indudable que, como expresión de una tendencia, merece ser tomada en consideración. Con más motivo, teniendo en cuenta la dependencia actual de la economía real, con respecto a la economía financiera, que es, de hecho, en buena medida una economía virtual. Sin embargo, hay elementos en el diagnóstico de Baudrillard que merecen una consideración detenida. En primer término, afirma que
«todos nuestros sistemas convergen en un esfuerzo desesperado por escapar a la incertidumbre radical, para conjurar esta fatalidad del intercambio imposible. Intercambio comercial, intercambio significante, intercambio sexual, todo debe poderse intercambiar. Hay que encontrar la equivalencia final de todas las cosas, encontrarles un sentido y una finalidad. Cuando tengamos esta finalidad, esta fórmula, este destino, entonces estaremos en paz con el mundo, todo habrá sido ‘rescatado’, la deuda estará pagada y acabará la incertidumbre radical. Hasta ahora, todos los sistemas han fracasado. Los sistemas mágicos, metafísicos, religiosos, que antes cumplieron su papel, han quedado anticuados. Sin embargo, esta vez, parece ser que tenemos la solución final, el equivalente definitivo: la Realidad Virtual en todas sus formas: lo digital, la información, la computación universal, la clonación. Es decir, el desarrollo de un artefacto perfecto, virtual y tecnológico, tal que el mundo pueda canjearse por su doble artificial.» (Baudrillard, 2000: 21-2).
Baudrillard plantea que si hay algo que pueda intercambiarse con cualquier cosa, todo estará al fin resuelto, explicado. Al cabo, podremos estar en situación de ofrecer una explicación completa, puesto que seremos capaces de sustituir unas piezas por otras y que, después de tales sustituciones, la realidad continúe funcionando, siendo en apariencia y esencia tal cual es. Pero eso ocurrirá tan sólo si encontramos algo que fuera intercambiable por cualquier cosa. Un tipo de realidad particular que pudiese sustituir u ocupar el lugar de cualquier otra forma de realidad. No es suficiente apelar a lo virtual, como si esto pudiera sustituir a todo lo demás. Lo virtual no tiene esa unicidad, no es un elemento ni está configurado por un sistema de elementos homogéneos, que sean intercambiables por otros. Él mismo parece advertirlo cuando anota las siguientes caracterizaciones de lo virtual: digital, información, computación y clonación.
Por otra parte, aún si fuera así, es decir, si lo virtual pudiese sustituir por completo a lo real, eso no significaría que consigue explicarlo. En efecto, una máquina puede sustituir una pieza por otra, en el mecanismo que hace funcionar a otra máquina, sin que la primera comprenda lo que es la segunda ni la segunda lo que es la primera. Ambas funcionan a la perfección, pero ninguna sabe lo que hace la otra, para qué sirve, cómo ha sido concebida, por qué existe en lugar de no existir, &c.
No obstante, Baudrillard concluye que, al haber absorbido lo real, lo virtual reproduce «el mundo como indecidible» (Baudrillard, 2000: 22). Esto entra en contradicción con algunos de sus supuestos, pero prefigura el camino para su conclusión: el intercambio imposible entre lo virtual y lo real. Lejos de ser explicado por éste, lo virtual produce una realidad aparte, que se superpone a esta que conocemos como lo Real y que no tiene comunicación verdadera con ella, por lo que tiende a sustituirla sin que haya dominio real ni asimilación ni comprensión. La conclusión difumina, pues, en cierta forma el pesimismo inicial que se desprende del diagnóstico del ensayista francés. Por ello, en medio de esa sfumatura, puede plantear que «el reto ya no está en que el sistema entre en contradicción consigo mismo (es sabido que se regenera en esta espiral de la contradicción), sino de desestabilizarlo mediante la infiltración de un pensamiento vírico, es decir, inhumano, de un pensamiento que se deje concebir por lo Inhumano» (Baudrillard, 2000: 23-4). Como vemos, no habla ya de pensar lo no-humano, lo trans-humano o lo Inhumano, sino de ser pensado por esto último, sea lo que sea. Podríamos hablar en este punto de la presencia de un panteísmo que no sólo desplaza la realidad del ser de lo humano al Todo, sino que también plantea el desplazamiento del Pensar hacia el Ser, identificando a éste con lo Inhumano.
¿Lo inhumano puede incluir de alguna manera la inteligencia o el razonamiento humanos? Parecería una incoherencia responder de forma afirmativa. Así, pues, tendríamos que decir que no. Esto implica que sólo se puede hablar del Todo, sin que éste sea totalidad, refiriéndose a todo lo no humano. Por tanto, tampoco podría incluir lo Inhumano al pensamiento, pues ha sido construido por lo humano y concebido, en el transcurso de los siglos, como lo más específicamente humano. Podríamos, no obstante, concediendo alguna virtualidad a los juegos retóricos de este ensayista, preguntarnos si habrá algún pensar no humano, un pensar de lo Inhumano que se piensa a sí mismo y al hacerlo excluye cualquier intromisión del pensar humano, ya sea en su estructura de razonamiento o en su sistema de intereses. Pero convengamos en que todo esto es pensamiento, pensamiento humano, y no demasiado sofisticado, por cierto. Para Baudrillard, sin embargo, «todo el problema está en abandonar un pensamiento crítico que es la esencia misma de nuestra cultura teórica, pero que pertenece a una historia y una vida anteriores.
El universo convencional del sujeto y del objeto, del fin y de los medios, de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, ya no corresponde al estado de este mundo» (Baudrillard, 2000: 25).
Por un lado –según su apreciación–, no hay en el mundo ajeno a lo humano, anclaje para el bien o el mal, la verdad o la mentira. Pero, cabría preguntar, ¿no es importante para nosotros, no es vital para nosotros, fundamentar lo bueno y lo verdadero sobre un terreno suficientemente firme? ¿Qué ganaríamos con abandonar ese intento, por más que se nos diga que tales objetos conceptuales no son más que entelequias, y aceptar sin más que nuestro destino es acercarnos espiritualmente a lo que se piensa a sí mismo sin pensarnos a nosotros? Sin que uno lo pretenda, esto suena bastante a camelo posmoderno, el mismo del que también forma parte la economía virtual. Más adelante, insiste Baudrillard en que
«la incertidumbre se ha filtrado en todos los aspectos de la vida. Y lo ha hecho en función, no de la complejidad de los parámetros (esta última siempre se puede superar), sino de una incertidumbre definitiva ligada al carácter irreconciliable de los datos presentes. Ya no podemos captar a un tiempo la génesis y la singularidad del acontecimiento, la apariencia de las cosas y su sentido; una de dos, o controlamos el sentido, y las apariencias se nos escapan, o el sentido se nos escapa y las apariencias quedan intactas. Mediante el juego mismo de las apariencias, las cosas se alejan cada vez más de su sentido y se resisten a la violencia de la interpretación.» (Baudrillard, 2000: 26-6).
Baudrillard, en uno de esos movimientos que le caracterizan, saca partido aquí a la antinomia entre posición y velocidad consagrada por el Principio de Indeterminación de Heisenberg. Trasladando ahora sus consecuencias a un ámbito humano, resulta que no es posible conocer, a un mismo tiempo, apariencia y realidad. Pero su conclusión tiene un presupuesto no declarado: para él, la realidad no es más sustancial que las apariencias ni tiene más sentido que ellas. Esta es la cuestión que importa. Envuelta en una retórica de tremendistas recursos, la conclusión que Baudrillard adelanta a cada paso es la siguiente: el pensar ya no puede alcanzar los objetivos que la tradición occidental le impuso desde el discurso fundacional de Parménides. Es tan absurdo plantearse hoy el pensar desde esos presupuestos como pretender que la Geometría de Euclides nos proporcione las claves necesarias para comprender la realidad física. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido en la Física, en el ámbito filosófico ninguna teoría puede remontar, aunque sea de forma momentánea, por encima de la barrera de incertidumbre. Claro que si pensamos que eso es así, lo mejor que podemos hacer es seguir el viejo consejo wittgensteiniano y callarnos de una vez.
Razón y racionalidad económica
Señal de que no lo creemos es que pretendamos, con la complicidad de quienes no están dispuestos a dejarse dominar mansamente, seguir hablando. Georges Bataille, en El límite de lo útil, nos proporciona una visión peculiar de la racionalidad económica que el capitalismo ha acabado por imponer. En ésta, el ciclo producción-consumo se contempla a través de un prisma ensombrecedor. Así, para él,
«el pensamiento racional tiene tendencia a reducir la actividad humana a la producción y a la conservación de bienes. Reconoce que la finalidad de la vida humana es desarrollarse, es decir, incrementar y conservar las riquezas. Pero considera el consumo equivalente al de un carburante por un motor: no ve en él nada más que un elemento necesario para la producción.» (Bataille, 2010: 35).
Habla, por tanto, de una tendencia de la razón humana, pero para insistir más adelante en cómo esta alcanza su paroxismo en la racionalidad capitalista. De esta forma, en su intento de arrojar luz sobre este punto, cuando describe la mentalidad capitalista mira más al Nuevo Mundo que a la Europa en la que apareció tal sistema, al abrigo de las transformaciones ideológicas, económicas y políticas que Max Weber describiera. Así pues, piensa Bataille que
«en América, donde esta moral de comerciantes no chocaba con los prejuicios de los nobles ni con su desprecio de los negocios, impusieron sus opiniones más allá de los límites de las sectas. El ‘hombre de negocios’ ávido de ganancias, consagrado todas sus horas al trabajo, extendiendo sus empresas, fue en el Nuevo Mundo lo que el Santo o el Caballero habían sido en la Europa antigua.» (Bataille, 2010: 46).
Abundando en ello, y recogiendo ideas que nos recuerdan ahora lo expuesto por Weber, insistía Bataille en que «el auténtico hombre de negocios no gana dinero ni por los placeres que el dinero procura, ni por vivir espléndidamente, no trabaja ni para él ni para los suyos: el dinero ganado es para ser invertido, no debe emplearse más que para aumentarse, y sólo tiene valor y sentido el enriquecimiento infinito que procura» (Bataille, 2010: 47). A su vez, la multiplicación del capital sólo adquiere su pleno sentido en el seno de una economía productiva. En ella, el incremento de capital monetario obtenido se reinvierte en medios de producción, que en sí mismos constituyen una nueva forma de capital y que están abocados a generar otras, entendidas en la benévola interpretación original como diversas formas de capital social. Sin embargo, el capitalismo no tardó en desprenderse, a juicio de Bataille, de los principios éticos que pudiesen haberle inspirado en sus orígenes. Pronto sucederá, en efecto, que
«en las épocas de prosperidad, el trabajo no aprovecha para nada el exceso de beneficio. Pero si el beneficio desciende, el empresario abandona al asalariado: a falta de fines gloriosos –exactamente a falta de fines humanos– los hombres no pueden reconocerse solidarios, no subsiste entre los hombres más que la codicia por los bienes, que les separa. La caridad sólo es un remedio paródico para esta separación, no es más que una comedia de solidaridad.» (Bataille, 2010: 50).
El propio concepto de sociedad será puesto radicalmente en cuestión, ya que «una sociedad industrial es una muchedumbre compuesta de existencias aisladas» (Bataille, 2010: 51). Algo que, años después, proclamará la esa Santa patrona del neoliberalismo que fue Margaret Thacher. Si bien, para ella la inexistencia de la sociedad era algo positivo, en lugar de constituir un motivo de alarma. En ese contexto configurado por individualidades aisladas, subraya Bataille que, «lo que antiguamente era el objetivo de un hombre, de un emprendedor en particular, se ha convertido en el objetivo de un sistema impersonal» (Bataille, 2010: 58). No es posible, en consecuencia, un retorno a la normalidad anterior al desarrollo de las tendencias que sumariamente hemos descrito. Ya no existen las épocas normales. El capitalismo financiero actual ha creado una economía virtualizada, que desborda todo lo conocido hasta ahora.
Bataille habla de la «indiferencia moral del capital» (Bataille, 2010: 59); es difícil encontrar una expresión más clara y elocuente.
«La mayor indiferencia moral reina al principio y continúa reinando después en lo referente al uso de los productos. Se considera un hecho banal que una industria de un país en guerra suministre a un país enemigo los productos necesarios para su armamento. Los insectos continúan respondiendo a su instinto, sin consideración a los resultados desastrosos que se derivan de él.» (Bataille, 2010: 59).
Esto ha aumentado hasta superar todos los límites imaginables en la economía financiera actual. No olvidemos que Bataille habla aún del especulador financiero como un elemento «heterogéneo» al sistema y como un personaje marginal en el capitalismo. Así lo sería en el modelo de desarrollo capitalista que él tiene presente, en el que el desarrollo industrial es la clave del progreso económico. No lo es, sin embargo, en el capitalismo actual, donde el especulador ocupa el centro mismo del sistema (Bataille, 2010: 63). Que estaba abocado a serlo es algo que se puso de manifiesto desde las primeras grandes crisis financieras, pero quienes mueven los hilos de la política, siempre han encontrado razones para dejar hacer a los especuladores. Ante tal dejación, algunos de estos últimos han llegado a considerar que hacen el papel de Dios, del Yaveh bíblico, para ser más exactos, que juzga y condena a sus perplejos fieles, para ir aligerando el trabajo a quien vaya a encargarse del Juicio Final.
¡Enséñame la pasta!
Sabido es que, en su exilio londinense, Karl Marx estudió con particular atención los episodios de pánico financiero acaecidos en los años 1857, 1866 y 1873, en tantos aspectos aleccionadores con respecto a lo que desde 2008 viene sucediendo. Un aspecto clave de los mismos fue la intoxicación del sistema económico con productos especulativos que, en un determinado momento, pasaron a ser reconocidos como fraudulentos. No hay que olvidar, sin embargo, que las citadas crisis fueron consideradas por Marx como elementos consustanciales al sistema capitalista, pues a su juicio éste está basado en la especulación y, en consecuencia, no podrá evitar los cataclismos periódicos que se derivan de sus excesos. Lo cierto es que, inexorablemente, «en las finanzas especulativas hay una ley inevitable: cuanta más rentabilidad se obtiene, más riesgo hay. Por eso, al mismo tiempo que aumenta el beneficio financiero especulativo se incrementa el peligro que soporta toda la economía porque las operaciones que lo proporcionan son de naturaleza muy volátil e inestable, y trasladan estas características al conjunto de las actividades» (Navarro et alii, 2011: 29). En la dramática coyuntura actual, plagada de incertidumbres, nos parece oír por doquier la socorrida frase del camello, antes de entregar su mercancía a su potencial cliente, ¡Enséñame la pasta! Pero ahora no son los adictos que buscan su dosis diaria, sino gobiernos, bancos y respetables instituciones financieras las que, de una u otra forma, la pronuncian a diario. Por supuesto que también hacen uso de ella las multitudes que profesan la peculiar religión que nos domina: el capitalismo virtualizado.
En los manuscritos previos a la elaboración de El Capital, los justamente célebres Grundrisse, podemos hallar ya los elementos clave de la interpretación marxista, y los encontramos además en toda su fuerza y pureza. Es por ello un texto que no he dejado de frecuentar. Especial relevancia tiene, a los efectos de este breve ensayo, el «Capítulo del dinero», donde encontramos las ideas en cuyo comentario nos vamos a centrar en estas últimas páginas.
Recordemos, en primer término, algo de sobra conocido pero que, tal vez por serlo, está ahí ante nuestros ojos sin que nos detengamos a mirarlo con la atención que merece. Me refiero a la determinación del valor a partir del trabajo, pieza angular de la interpretación marxista. Karl Marx sostiene, como bien sabemos, que «toda mercancía (producto o instrumento de producción) es igual a la objetivación de un determinado tiempo de trabajo» (Marx, 1977: 66). Frente a este planteamiento, la teoría económica no marxista ha insistido, y sigue haciéndolo, en que el trabajo es tan sólo uno de los factores a tener en cuenta en la determinación del valor de la mercancía y que, en todo caso, la objetivación de cierto tiempo de trabajo en ella no debería conducirnos a las conclusiones a las que llega Marx. En todo caso, éste nos da una respuesta al enigma que planteará Baudrillard, en la obra a la que hemos hecho antes referencia, al explicar que «como valor la mercancía es al mismo tiempo equivalente para todas las demás mercancías en una determinada proporción (...) Como valor ella es dinero» (Marx, 1977: 67). Aunque las distorsiones en los procesos de formación de valor en la economía del siglo XXI, conviertan los factores de semejante equivalencia en motivo permanente de escándalo. Marx abundaba en su explicación, señalando que «el valor de cambio de la mercancía como existencia particular junto a la mercancía misma, es el dinero; ésta es la forma en la que todas las mercancías se igualan, se comparan y se miden; la forma en la que todas las mercancías se disuelven; el elemento que se disuelve en todas las mercancías; el equivalente general» (Marx, 1977: 67-8). Pero, como ya hemos dicho, son los términos de tal equivalencia los que abren a diario nuevas llagas en la sensibilidad ética de cualquier ser humano decente. De forma análoga, habría que decir que leemos en nuestros días como quien lee un cuento de hadas las apreciaciones de Marx, cuando señala que «la mercancía es solicitada en el cambio por sus características naturales y por las necesidades que ella satisface. El dinero, por el contrario, es solicitado sólo por su valor de cambio, como valor de cambio» (Marx, 1977: 73).
En efecto, esto no sucede así en la economía que actualmente padecemos. En ella el dinero no sólo es una mercancía, sino que además es –en sus múltiples versiones– la más solicitada de todas las mercancías. Objeto de especulación constante, todo cuanto interviene en la determinación de su valor es mirado con atención, y se intenta influir en ello para conseguir que la fluctuación de su valor genere beneficios. No en vano se calcula que el número de operaciones de intercambio propias de la especulación financiera es, en la actualidad, cinco veces superior al de las operaciones en las que se intercambian bienes y servicios. Un dato elocuente es que, tan sólo en una parte de dichas operaciones, el movimiento de capitales «se calcula que es de 4 billones de dólares al día sólo en los mercados de compra y venta de monedas, y de 700 billones de dólares en los mercados de derivados» (Navarro et alii, 2011: 29).
Pero no hay que olvidar que, más adelante, en las mismas páginas de los Grundrisse, el propio Marx apunta en esta dirección al afirmar que «es inmanente al dinero realizar sus fines negándolos al mismo tiempo; independizarse frente a las mercancías; convertirse de medio en fin; realizar el valor de cambio de las mercancías, separándolo de ellas; facilitar el cambio, descomponiéndolo; superar las dificultades del cambio inmediato de mercancías, generalizándolas; en el mismo grado en que los productores devienen dependientes del cambio, el dinero independiza el cambio contra los productores» (Marx, 1977: 77).
Estas ideas son aplicables sin dificultad al momento presente, donde la volatilidad del sistema se presenta ante nosotros como una contrapartida ineludible de su virtualidad. Sin embargo, Marx seguirá insistiendo en la importancia del trabajo como configurador del valor, afirmando que «el gran intercambio no es el de mercancías entre sí, sino el de trabajo por mercancías» (Marx, 1977: 83). En contraposición a ello, habría que evocar la evolución del sistema, en la dirección de imponer la precariedad en el empleo y la reducción de salarios, al tiempo que se propicia la recuperación de las rentas del capital (Navarro et alii, 2011: 33).
No obstante, quizá, junto al poder configurador de un discurso crítico sobre el presente que tiene la idea marxista de la mercancía como trabajo objetivado, deberíamos retener sobre todo otra tesis expuesta por este pensador en la obra a la que hemos hecho referencia. Se trata de la idea de cosificación, que él define haciendo ver que «en el valor de cambio la relación social entre personas se transforma en una relación social entre cosas» (Marx, 1977: 85). Al respecto, tendríamos que preguntarnos si la cosificación de las relaciones sociales que Marx advertía en el orden social capitalista de su época se ha acentuado en la nuestra. Parece evidente que habría que concluir que así ha sido.
En el texto de Roberto Esposito que citábamos al inicio de estas páginas, el autor italiano señala que, frente al desolador panorama actual, ante al dominio paroxístico de la religión capitalista, el único lugar donde pueden encontrarse alternativas es en la política, pero ésta necesita apoyarse en una comprensión adecuada de la realidad (Esposito, 2011). Podríamos decir que esa es la primera tarea revolucionaria que hoy puede acometerse. En ella nos resultan sin duda de gran utilidad, a mi parecer, las ideas en cuya exposición me he detenido a lo largo de estas páginas.
Bibliografía citada
Bataille, G. (1976): La limite de l’utile. Fragments d’une version abandonée de ‘La part maudite’, Paris, Gallimard [Bataille, G. (2010): El límite de lo útil, Madrid, Losada].
Benjamin, W. (1985), Gesammelte Schriften, VI, Frankfurt, Suhrkamp.
Esposito, R. (2011): «La mistica del Capitalismo», Micromega, 12.12.2011.
Foucault, M. (2004): Naissance de la biopolitique, Paris, Gallimard.
Marx, K. (1977): Grundrisse. Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, OME Vol. 21, Barcelona, Crítica.
Navarro, V. - Torres, J. - Garzón, A. (2011): Hay alternativas, Attac España.
Villacañas Berlanga, J. (2010): «Ethos y economía: Weber y Foucault sobre la memoria de Europa», Daimon, nº 51.
Weber, M. (2008a): La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península.
Weber, M. (2008b): Economía y sociedad, México, FCE.