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El Catoblepas, número 120, febrero 2012
  El Catoblepasnúmero 120 • febrero 2012 • página 4
Los días terrenales

Sobre los toros

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo del programa 94 de Plaza de Armas

Diego Ramos, La lidia

«En aquellas corridas sucesivas era un admirador de los toros, casi más que de los toreros, y le parecían animales fabulosos que echaban fuego por los ojos y que tenían conmiseración del torero, al que veían demasiado dorado para embestirle sin respeto.» (Ramón Gómez de la Serna, El torero Caracho.)

Escribo estos comentarios breves con motivo del programa de Plaza de Armas que hace algunas semanas realicé con el pintor taurino colombiano y querido amigo Diego Ramos. Como ahí mismo y desde el principio dejé muy claro, no me considero ni experto ni taurófilo sino, apenas, aficionado ocasional –aunque no por eso menos apasionado– de tan singular y, digámoslo así, misteriosaceremonia, lo que implica que, dentro de la disputa entre taurinos y antitaurinos, lo digo desde ya, me inclino yo, decididamente, y aunque acaso sea por razones distintas, por los primeros.

Como en realidad ocurre con un sinfín de actividades, afinidades y pasiones humanas de todo tipo, llegué a esta forma única de intermitente pero intensa atracción a través de cauces y ámbitos externos a su campo concreto de referencias. No provengo de familia taurina, aunque tanto mi padre como mis abuelos saben y hablan de toros con relativa solvencia y conocimiento, habiendo sido la de los toros, para los de su generación, un componente habitual de su cotidianidad cultural y social. Tampoco tengo, salvo excepciones puntuales, un círculo social de amistades taurinas. Fue en realidad por virtud, primero, de ocasiones aleatorias (algún visitante que solicitaba se le llevara a la Monumental Plaza de Toros México o la organización esporádica de una «ida a los toros» con algún grupo de amistades) y, después, de la literatura (Hemingway, Gómez de la Serna, Bergamín)como, poco a poco, se fue calibrando y sintonizando una muy característica órbita de irradiación taurina dentro de cuyo radio puedo decir que se dibujan mis intereses por esta ceremonia y tradición de tan hondo arrastre histórico y cultural. Como fondo de todo aparecen España y su sinfónica historia (tanto la europea como la americana, que constituyen una y la misma cosa) como bastidor que otorga consistencia global a todos estos polos de imantación estética, dramática y, como veremos, religiosa, dispuestosen muy determinadas regiones de Hispanoamérica como faros coordinados de una misma estructura atributiva.

Al principio se reducía todo a ir el mayor número de veces posible a la Plaza de toros, casi siempre con algún grupo de amigos (aficionados muchos de ellos). Después comencé a tener el interés de ir fundamentalmente solo, en el intento de dedicar la mayor parte de mi atención a hacerme inteligibles las claves esenciales de esta ceremonia que, al girar en torno de la muerte (segura para el toro, probable para el hombre), encontraba yo tan llena de severidad, solemnidad, valentía y solera.Me parecía y me parece una institución histórica única en el mundo, y la considero de un grado de complejidad y sutileza que, por razones ideológicas muy concretas, que tienen que ver sobre todo con una muy acusada tendencia a la simplificación y a la infantilización ética de la vidaque se derivan de la imposibilidad de saber cómo encarar el problema, o la cuestión, del «mal en el mundo», es cada vez más difícil apresar en su justa escala de significación hoy en día.

En la Ética a Nicómaco, Aristóteles define a la valentía como el término medio entre la osadía y la cobardía, añadiendo que lo fundamental en la valentía no es tanto la ausencia de temor en términos absolutos cuanto la ausencia de temor ante la muerte bella, que es definida luego como la muerte en batalla. Esta fue la primera vía que quise yo recorrer en mis barruntos de interpretación de los toros, y esto:mirar de frente a –y no cerrar los ojos ante– la muerte bella, era lo que me parecía que atrapó a Hemingway entero en el proceso de configuración de esa doble pasión por los toros y por España:

«El único lugar donde se podía ver la vida y la muerte –esto es, la muerte violenta– una vez terminadas las guerras era en el ruedo, y yo ansiaba ir a España para estudiarlo. Estaba intentando aprender a escribir comenzando por las cosas más sencillas, y una de las cosas más sencillas y la más elemental es la muerte violenta. No tiene las complicaciones de la muerte por enfermedad, llamada muerte natural, ni de la muerte de un amigo de alguien a quien se ha querido o se ha odiado, pero aun así es muerte, uno de los temas sobre los que un hombre puede escribir. Había leído muchos libros en los que su autor trataba de hablar de la muerte y apenas si conseguía dar una imagen nebulosa, y llegué a la conclusión de que ello se debía a que, en el momento en que iban a ocurrir, había cerrado los ojos física y mentalmente, como haríamos si viéramos que un niño al que no podemos alcanzar ni socorrer está a punto de ser aplastado por un tren… En cambio, no pasa lo mismo en el caso de una ejecución por fusilamiento, o en la horca, y para dar un carácter permanente a estas cosas tan sencillas –como intentó hacer Goya en Los desastres de la guerra por ejemplo–, es necesario no cerrar los ojos en el momento culminante… Así, pues, fui a España para ver los toros y para tratar de escribir sobre ellos por mi cuenta. Creí que encontraría el espectáculo simple, bárbaro, cruel y que no me gustaría; pero esperaba también ver una acción definida, capaz de darme ese sentimiento de la vida y la muerte que yo buscaba con tanto ahínco. Encontré, en efecto, una acción definida, aunque los toros distaban de ser un espectáculo sencillo.» (Ernest Hemingway, Muerte en la tarde.)

Pero la explicación de Hemingway, a pesar de ser sugerente, no da en el blanco y se queda en aproximación, del mismo modo en que, hablando rigurosamente, la vía que se abre desde la idea de valentía aristotélica tampoco es procedente para el caso de los toros, pues sólo por analogía es posible hablar de ceremonia semejante como de una batalla en el sentido habitual; y esto es así porque la de la guerra es una figura dibujada en el terreno antropológico y, además y sobre todo, político; sólo puede haber, en este sentido, guerra entre los hombres y, más aún, entre Estados, pero nunca, salvo, repetimos, por analogía o metáfora, entre hombres y animales.

Los toros no son entonces ni deporte ni guerra, pero tampoco y en correspondencia pueden ser considerados como una tragedia (la tragedia, como la guerra, diríamos, sólo puede darse entre los hombres), que es lo que de hecho hace también Hemingway:

«La corrida no es un deporte en el sentido anglosajón de la palabra, es decir, no es un combate igualitario o una tentativa de combate de igual a igual entre un toro y un hombre. Es más bien una tragedia, la muerte del toro, representada mejor o peor por el toro y el hombre que participan en ella y en la que hay peligro para el torero y muerte cierta para el toro.»

¿Qué es entonces una corrida de toros, y qué es lo que ocurre en una Plaza de toros? La respuesta tiene que ser filosófica y no ya nada más literaria. Y es preciso acudir a la filosofía porque la de los toros es una institución en donde quedan comprometidas –y trabadas dialécticamente– Ideas del más alto interés filosófico (y filosófico-antropológico) como lo son por ejemplo las ideas de Hombre, Animal, Cultura o Naturaleza.

Y esto es lo que hace Alfonso Fernández Tresguerras en Los dioses olvidados, al analizar desde las coordenadas del materialismo filosófico la institución histórica de los toros. La clave de la interpretación de Fernández Tresguerras se ofrece en el subtítulo: caza, toros y filosofía de la religión. La de los toros es entonces una ceremonia que, nos dice, puede solamente hacerse cabalmente inteligible (al decir cabal queremos decir esencialmente) en el contexto de la caza y de las instituciones religiosas. Los toros no son en efecto ni deporte, ni guerra, ni tragedia ni caza; y no son nada de esto porque ante lo que estamos es en realidad, tal es la tesis central del materialismo filosófico, una ceremonia de carácter religioso. El misterio de los toros es así, podríamos acaso decir, un misterio de sentido religioso.

La teoría materialista de la religión sostiene que el núcleo esencial de las religiones en la historia se define en función de las relaciones entre el hombre y los animales: Dios es, se dirá, una creación humana hecha no ya a imagen y semejanza del hombre sino a imagen y semejanza de los animales. En un despliegue amplísimo de tres fases: el de las religiones primarias (antes de la revolución neolítica y de la correspondiente domesticación de los animales, hasta, digamos, el 12000 a.C.), secundarias (dela revolución neolítica, año 12000 a.C. a, digamos, el año 1000 a.C.) y terciarias (del año 1000 a.C. hasta el presente), la religión habría de cambiar su significado y sentido histórico y antropológico al compás de los cambios dados en la manera de relacionarse el hombre con los animales: antes de la revolución neolítica (religiosidad primaria) al animal se le temía; luego de su domesticación (religión secundaria) los animales pierden sus atributos numinosos y comienzan a mezclarse con las figuras antropomorfas en un proceso de inversión antropológica. En la tercera fase de la religión, que se despliega ya en un contexto mediterráneo y con la presencia del monoteísmo semítico y la filosofía griega, el proceso de inversión antropológica diluye las relaciones con los animales para dar centralidad a un dios estrictamente antropomorfo, como, por ejemplo, el de las religiones superiores de la historia: judaísmo, cristianismo o islamismo.

En este vastísimo y abarcador esquema de interpretación de las religiones es que sitúa Fernández Tresguerras a la corrida de toros. Las relaciones de temor o veneración (el toro como Dios), de dominación y utilización (el toro como máquina carente de alma) o de piedad (el toro como persona con sensibilidad y portadora de derechos), son las tres líneas dialécticas fundamentales que definen las distintas etapas desde las que se ha querido interpretar y debatir sobre la corrida de toros. Los debates entre taurinos y antitaurinos no habrían de verse entonces según quieren los últimos que se vea la cuestión: como un asunto de ética, sino más bien como un asunto de carácter religioso, es decir, como una compleja dialéctica dada en torno de una institución en cuya decantación histórica se mantienen reliquias y resonancias que provienen de formas de religiosidad primarias y secundarias intercaladas en un contexto organizado antropológica y filosóficamente en función de una muy concreta y articulada forma de religión terciaria: el cristianismo.

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