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El Catoblepas, número 120, febrero 2012
  El Catoblepasnúmero 120 • febrero 2012 • página 12
Libros

La tarea del artista en su laberinto

Alberto Gimeno García

Sobre el libro de aforismos de Karl Kraus, La tarea del artista,
seleccionados y traducidos por Miguel Catalán González
(Casimiro Libros, Madrid 2011, 64 páginas)

En unos tiempos en que el valor de la originalidad artística, del pensamiento individual, de la precisión del lenguaje ha entrado, bajo el impacto aglutinador de las llamadas redes sociales, en profunda crisis, muy oportuna resulta la aparición de estos aforismos seleccionados y traducidos por Miguel Catalán. No en vano se puede considerar a su autor, Karl Kraus (1874-1936), un modelo de concordancia entre la exigencia de una ética y de una estética –no menos exigente– que la ponga de relieve.

En lo concerniente a la vigencia del ideario y activismo político de Kraus, señala Jacques Bouveresse en su obra Sátira y profecía (Ediciones del Subsuelo, 2011) que: «prácticamente todas las cuestiones que hoy en día se colocan en el primer plano de los movimientos de protesta que ya no confían ni en la teoría política tradicional ni en los partidos políticos clásicos encuentran una anticipación en Kraus.»

De toda su furibunda oposición (en la Viena que va desde 1899 a 1936) a una elite social festivamente envilecida y autosatisfecha, depredadora de la inspiración del artista para su uso y consumo más banal, da buena cuenta Miguel Catalán en el prólogo del presente libro. Una vez situado el lector en el ámbito laboral y vital de Karl Kraus (la sede de su diario Die Fackel (La antorcha), de cuyo diseño y entera redacción se ocupaba el propio Kraus en persona), Catalán nos dirá:

«Era un hombre sometido al fuego de una única pasión, la manifestación de su pensamiento en forma de palabra por medio de la escritura y de la voz. Esa pasión estética que destilan sus aforismos, artículos, ensayos y conferencias estaba dominada por el ideal moral de justicia concretado en la protección de quienes carecían de voz.»

Y más adelante del referido prólogo podemos leer:

«De la conjunción de ambas esferas, la ética y la estética, resulta la sátira, género favorito de Kraus. Pues la sátira es una forma de crítica tanto más eficaz cuanto mayor resulte el nivel ético o estético exigido. Y Kraus se había puesto a sí mismo en una situación lo bastante ascética como para poder aplicar con rigor el criterio más severo».

Desde esta doble exigencia (nulla sine ethica aesthetica) es como debemos abordar nuestra tarea de lector ante «La tarea del artista». La selección de aforismos traducidos bajo este título por Miguel Catalán procede de las obras Dicciones y contradicciones (Sprüche und Wider-sprüch, 1909) Pro Domo et Mundo (1912) y En la noche (Nachts, 1924). En todas ellas se aprecia la excelencia de un modo de decir donde el eclecticismo de sus métodos: (paradojas, sentencias, definiciones, dardos lacónicos, lucubraciones sobre lo humano y/o lo divino...) no hace sino cebar su proyectil, su alcance de fuego contra un enemigo nominalmente representado por «el filisteo», o «el burgués», que ejemplifican en sus más satíricos aforismos tanto al advenedizo esnob como al pertrechado en su caverna de privilegios sociales y prejuicios morales. ¿Cuál será, pues, la función del artista -del verdadero artista- para dejar en evidencia la tramoya sin cimiento cultural del filisteo, para erosionar la losa del pensamiento burgues que aplasta a las clases populares?

Estos aforismos nos pueden dar una pista:

«El filisteo concibe el arte como un atavío para el trabajo cotidiano. Corre tras los ornamentos como el perro tras la salchicha.»

«Un agitador político toma la palabra. El artista es tomado por la palabra.»

«Lo que entra con facilidad por el oído sale con la misma facilidad. Lo que entra con dificultad por el oído, sale con idéntica dificultad. Esto vale para la escritura aún con mayor grado que para la composición de la música.»

«Un buen estilista debe encontrar en el trabajo el placer de un Narciso. Debe poder objetivar su obra hasta el punto de que se sorprenda a sí mismo sintiendo celos de ella, de tal forma que sólo a través del recuerdo comprenda que él mismo fue su creador.»

«El artista ha de desagradar. El artista quiere agradar, pero no actúa en ningún momento para agradar. La vanidad del artista se satisface en el acto de crear.»

«La ciencia es el análisis del espectro. El arte es la síntesis de la luz.»

Esta serie de aforismos podría hacernos deducir que el artista ideal para Kraus es aquel que se siente tocado por una gracia especial y a ella debe consagrar tanto su talento como su conducta. El artista, así, debe ejercer una suerte de sacerdocio cenobial sin más apetito mundano que el de la fustigación de sus lacras. Sin embargo hay «otro» Kraus en sus aforismos sobre el arte recogidos en el libro que nos ocupa:

«Ciertamente, el artista es el Otro. Pero justo por esa razón debe adaptarse en su apariencia exterior al aspecto de los otros. Sólo si desaparece entre la multitud podrá permanecer en soledad (...) Cuanta más razón tiene el artista para ser otro, más necesario le resulta servirse de las vestimentas ajenas para imitarlas a modo de camuflaje».

Ese «otro» Kraus, ¿se desmiente sin pretenderlo a sí mismo como artista? Desde luego, no predicaba con el ejemplo, pues en la Viena que le tocó vivir, pocos como él se esforzaron en no pasar desapercibidos ni al pueblo ni, menos aún, a sus gobernantes. ¿Nos quiere decir con ello que el propio Kraus no se consideraba verdadero artista pese a su vida y obra que lo acredita como escritor, poeta, dramaturgo y hasta cantante y actor, llegado el caso?

Ese «otro» Kraus (a tenor de la complejidad, por no llamar disparidad, de los dicterios, semblanzas, ensoñaciones sobre, hacia, para, desde la tarea del artista) es el verdadero Kraus que se manifiesta y se produce contradictoriamente –pese a su ejemplar compaginación de ética y estética– al igual que cualquiera de sus propias invertebradas criaturas que habitan en su Pléyade de aforismos sobre el arte y los llamados a profesarlo con sus dotes.

Así pues, leemos:

«Todavía no existe ningún antídoto contra la maldición de crear.»

«Unos encuentran hermoso esto, otros aquello. Pero deben «encontrarlo». Y nadie quiere buscar.»

«Renuncian al arte que crece en la tierra y van a buscarlo en la plaza.»

«Los artistas tienen el derecho a ser modestos y la obligación de ser vanidosos.»

«En la ópera la parte musical se burla de la teatral, y la parodia natural que surge de la unión de ambas formas convierte en risible incluso el más enérgico propósito de alcanzar una «obra de arte total».»

«Yo no me fío de las prensas cuando les doy mi palabra escrita. ¡Como va a poder fiarse un dramaturgo de la boca de un actor!»

«Uno que escribe aforismos nunca debiera dispersarse en artículos.»

«El resultado del arte es una cosa que carece de principio y, por tanto, de final.»

«Un poema es bueno hasta que averiguamos quien lo ha escrito.»

«Los autores carecen en su mayoría de otra cualidad que no sea la que ya tienen como lectores: el gusto. Pero lo mejoran cuando no escriben, y alcanzan su estado óptimo cuando no leen.»

«Todavía no lo he intentado, pero creo que debo hacerme el ánimo, cerrar fuertemente los ojos y leer una novela.»

«Me hecho tan popular que alguien que me insulta se convierte en más popular que yo.»

Mediante la lectura, despejada de prejuicios, de los aforismos recogidos en el presente libro es difícil sustraerse a la conclusión de que el artista –si es auténtico– no escapa a la ambición, inherente a su esencia, de ser él y ponerse en el lugar de su contrario. La palabras o imágenes a las que el artista, no sin cautela, trata de cortejar deben seducirlo y encadenarlo a la errancia creativa sin ningún tipo de miramientos, y hacer que se vean desbordados, en aras de ese misterio que crea –y que lo crea– como artista, sus principios éticos y estéticos. Pues siempre en el arte –o en su prosecución al menos–, hay implícita una ética y una estética que no se subordina a la de su propio autor, sino a eso nuevo que no necesita, pero que debe descubrir. Prueba de ello –y hablo sólo desde el lugar de un simple lector sin prejuicio– son estos aforismos situados, quizá no por azar, al final del libro:

«El científico no inventa nada nuevo. Sólo encuentra lo que necesita. El artista descubre aquello que no necesita. Trae lo nuevo.»

«El artista es alguien que puede obtener un enigma a partir de una solución.»

Por ello mismo, no es de extrañar, como subraya Miguel Catalán en su prólogo: «que atacara con ánimo fulminante la banalización de la palabra de los nuevos tiempos (la palabra falsamente sentimental de los folletines periódicos, la parrafada vacía de la jerga política, el artero idiolecto económico, médico o judicial, instrumentos bien engrasados del dominio de las conciencias, o bien el eslogan mendaz de la publicidad y la adulterada entradilla del periodismo, que pretendían vender cosas o ideas)».

Y menos aún nos debe extrañar que la precisión y contundencia de sus aforismos. su doble exigencia moral y estética, su elocuente complejidad sobre la tarea y el secreto del artista, influyeran notoriamente en el estilo de escritores de la talla Ludwig Wittgenstein, Robert Walser, Elias Canetti, Thomas Bernhard, Peter Handke o Elfriede Jelinek.

 

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