Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 121 • marzo 2012 • página 1
El presente artículo tiene por objetivo introducir al lector en el pensamiento geopolítico y examinar a su luz la situación en la que se encuentra Estados Unidos, cuya hegemonía global desde hace unos años no cesa de ponerse en cuestión. Para ello, tras exponer los fundamentos teóricos de los estudios geopolíticos, recurriremos a dos trabajos de naturaleza prospectiva (firmados por Robert Kaplan y George Friedman) que ponen el acento en factores geográficos para explicar la evolución del escenario internacional. A continuación, nos detendremos en las propuestas para la acción exterior estadounidense que dos analistas han formulado desde perspectivas ideológicas divergentes, Fareed Zakaria y Robert Kagan. Por último, se expondrá de mano del sociólogo español Emilio Lamo de Espinosa un diagnóstico sobre la reconfiguración del orden mundial que baraja distintas alternativas de futuro, dado que –en virtud del ascenso de las potencias emergentes– nos hallamos en pleno proceso de transformación.
I. Introducción a la geopolítica
Pese a la pretensión de cientificidad de la que desde su propia denominación hacen gala las ciencias políticas, su capacidad predictiva nunca ha demostrado una fiabilidad digna de encomio. Como prueba de sus limitaciones suele citarse la caída de la Unión Soviética, imprevista incluso pocos meses antes de producirse. Ciertamente, desde enfoques acotados a la conducta electoral (individual) se han desarrollado modelos empíricos que –al margen de su mala prensa– gozan de notable salud, y resultan de gran utilidad a la hora de diseñar campañas políticas. El problema surge al desplazar el enfoque, pasando el Estado a ser la unidad de análisis de la politología. Sin duda, uno de los esfuerzos más logrados encaminados a formalizar tal campo de estudio se produjo a través del recurso a la Teoría de juegos, cuya requisotoria metodológica permitía explicar la dinámica estatal en función de la racionalidad de su acción. Esta perspectiva, especialmente atenta al proceso decisor, cosechó una amplia acogida a mediados del siglo xx, cuando en el contexto de la Guerra Fría fue aplicada como técnica estratégica por las grandes potencias. Cabe afirmar que la virtud de la Teoría de juegos estribaba en su acomodo al campo de las relaciones internacionales, particularmente en el seno de una de las disciplinas más deterministas con la que cuentan dichos estudios: la geopolítica.
El estatuto científico de la geopolítica resulta complicado de establecer debido a la naturaleza pluri-categorial del campo (a caballo entre la geografía y la politología), además de por su conexión a saberes y prácticas político-militares. A ello, viene a sumársele la distinción entre una perspectiva conservadora, centrada mayormente en la acción estatal, y otra, de índole crítico, que –supuestamente dirigida a proporcionar un conocimiento emancipador– pone entre paréntesis el rol nodal del Estado{1}. Desde sus orígenes, fechados a finales del siglo xix, se ha discutido en torno a la ubicación académica de la geopolítica, inicialmente subsumida en el ámbito de la geografía –en íntima unión con el nacimiento de la geografía colonial y comercial. De hecho, excepción hecha de los militares, los geógrafos fueron los primeros expertos en tratar de sistematizar tal parcela de estudios, definiendo a la geopolítica como «el examen de las relaciones espaciales externas de los Estados». A su vez, los Estados se erigieron como la categoría clave del área, al asumir por completo la dimensión del poder político, cuyo radio de acción cubre la escala planetaria: se conformaba así un plano de análisis global (internacional) que se revela como el nivel de investigación básico de la disciplina. En este sentido, se considera que la obra de Halford J. Mackinder define los principios de la geopolítica: su visión del mundo como sistema político cerrado, resultante del estado saturado de la exploración geográfica, entiende que toda modificación del mapa geográfico repercute en el curso de una Historia ya por fuerza universal. No es inoportuno recordar el planteamiento de Mackinder expuesto en su artículo «El pivote geográfico de la historia». A su juicio, el curso histórico desde la antigüedad hasta el presente ha venido marcado por el control de la extensión eurasiática: Rusia, Europa del Este y Asia Central conformarían un centro determinante, en función del cual se troquela el rumbo de la humanidad{2}.
Por descontado, las controversias acerca de la delimitación de la geopolítica prosiguieron durante el siglo xx, al punto de generar diversas corrientes que enfrentadas entre sí se debaten sobre su objeto. Los interrogantes se han suscitado en virtud de diferentes cuestiones tales como la línea de demarcación entre geopolítica y geografía política; la incorporación o no de elementos espaciales internos a cada Estado; el alcance determinista del entorno sobre la acción política (clima, relieve, vegetación…); o la restricción del análisis al estudio de la rivalidad entre las grandes potencias. Sobrevolando todas estas disputas, quizá el asunto más delicado concerniente al carácter de la geopolítica sea el de su instrumentalización, fruto del legado estratégico que la disciplina hereda. No resulta casual que los análisis geopolíticos intersecten con los programas de política exterior de los Estados, acople indisimulado en doctrinas como la del «espacio vital» postulada desde la Geopolitik alemana, encabezada por el general K. Haushofer. En la misma órbita, la obra de Nicholas J. Spykman (discípulo de Mackinder) evidencia asimismo el interés por influir en la política exterior de su país, postulándose incluso la necesidad de formular una estrategia global «basada en las implicaciones de su localización geográfica en el mundo»{3}. Estas interconexiones conducen a menudo a confundir el pensamiento geopolítico con el geoestratégico, el cual adopta una perspectiva bélica, aplicativa y, por ende, ideológica (si se prefiere, extra-científica), mucho más acusada. Es pertinente, con todo, recordar la distinción que, sin perjuicio de su mutua realimentación, separa a los códigos prácticos de la geopolítica estatal –de obligada inclusión en la política internacional–, de los modelos que organizan los conocimientos adquiridos, proponiendo en su caso teorías más o menos formales. A su vez, es de interés observar cómo, tras un periodo de crisis, el resurgimiento de la geopolítica como materia de estudio ha venido acompañado por un replanteamiento metodológico que pretende distanciarse «críticamente» de los tratamientos clásicos, «conservadores» (los cuales por lo demás han seguido su curso). Tal y como expone H. Cairo, una tal óptica crítica aglutina tres enfoques: el estudio de la economía política en clave de sistema-mundo (Wallerstein); la consideración foucaultiana de las relaciones de poder extra-estatales; y una aproximación humanística de la territorialidad.
II. Actualidad del análisis geopolítico
Comoquiera que sea, la reactualización de la geopolítica no ha supuesto el abandono del enfoque clásico, cuya solidez está lejos de haber quedado obsoleta, y en este epígrafe vamos a referirnos a dos trabajos que se ubican bajo tales coordenadas. Según la expresión del autor del primero de estos trabajos, el experto en política exterior Robert Kaplan, el mundo de las relaciones internacionales post 11-S estaría atestiguando una «venganza de la geografía»{4}: pese al fenómeno de la globalización, la existencia de las fronteras naturales continuaría siendo un factor decisivo, tanto más en un contexto de crisis económica como el que está sufriendo Occidente desde finales de 2007. Su convicción acerca del peso determinante de la geografía sobre el proceso histórico-político mundial lleva a Kaplan a insinuar que incluso la configuración de las doctrinas políticas está condicionada por los hábitats regionales, y así el comunismo estaría asociado espacialmente con el ámbito euroasiático, el fascismo con la esfera europea, y el liberalismo con el mundo anglosajón. Al margen del alcance que quepa conferirle a esta hipótesis, lo crucial es comprender que el control del territorio aparece como la clave explicativa de la acción política, muy por encima de consideraciones ideológicas. En este sentido, nuestro autor llama la atención sobre la revitalización de pensadores como F. Braudel, A. Th. Mahan, el citado Spykman y, singularmente, Mackinder. De hecho, Kaplan respalda la idea de la centralidad euroasiática, principio que no solo habría moldeado nuestro pasado sino que asimismo estaría detrás de los conflictos del siglo xx (Guerra Fría incluida){5} y el xxi. Pero su análisis se centra sobre los focos de inestabilidad que pueden marcar el futuro. Sin prescindir de las enseñanzas de Mackinder, Kaplan acude al estudio que el profesor Paul Bracken publicó en 1999, Fuego en el Este, en el que se apuntaba a la «crisis de espacio» que ha experimentado Euroasia, como consecuencia de los avances tecnológicos (informáticos y militares) y la explosión demográfica. Ello obliga a reformular la tesis de Mackinder, en el sentido de que las zonas marginales del pivote ya han dejado de serlo. Manteniendo la premisa de la trascendencia euroasiática, Kaplan presenta un escenario en el que el relieve de dichas zonas puede detonar la aparición de cuatro franjas de fragmentación e inestabilidad. Estas franjas son: i) el subcontinente indio, en el que India aparece rodeada de Estados fallidos e ilógicos geográficamente (ante todo Pakistán); ii) la Península Arábiga, donde la convivencia entre un Yemen falto de agua y repleto de armas y una Arabia Saudí rica y fundamentalista puede acabar implosionando; iii) el Creciente Fértil, repartido tribalmente entre suníes y chiíes, teledirigidos por Irán, que obvian las fronteras artificiales de países por lo demás en permanente tensión (Irak, Siria, Líbano, salvando la excepción jordana); y iv) el núcleo persa, rico en gas natural y petróleo, pero donde la élite política iraní obstaculiza la modernización de una nación de amplio bagaje histórico.
Concediendo análoga prioridad al factor geográfico, y desde una perspectiva igualmente «conservadora», el analista George Friedman{6} publicó en 2009 un texto de carácter prospectivo en el que aventuraba las tendencias de signo conflictual que van a caracterizar el porvenir del mundo, en un tramo de aquí a cien años{7}. Desde luego se trata de una obra arriesgada, con un punto de fabulación dada la dimensión temporal que maneja. No obstante, dejando de lado las predicciones más distantes, su interés se justifica debido básicamente a los presupuestos de su análisis, y a su visión netamente pro-estadounidense. En primer lugar, ha de subrayarse el perfil realista desde el que desarrolla sus ideas, al margen de que se acepten o no. Friedman no duda en apostar por lo que técnicamente se conoce como «modelo estado-céntrico» o nacionalismo metodológico, primando el protagonismo del Estado-nación como único actor relevante en el marco de la política internacional. Asimismo, atribuye al Estado-nación un comportamiento racional orientado a maximizar sus beneficios. Este aspecto se combina con el principio de lealtad que los grupos humanos profesarían al territorio en el que han nacido, base desde la que se construye la identidad nacional. En este punto es en el que cobran espesor los elementos que condensan la carga de su perspectiva: la población y la geografía –desde los que a su vez se delinea el curso económico de toda nación. Por fin, el interés por garantizar el aprovisionamiento energético de las naciones constituye el núcleo explicativo de la dinámica geopolítica, del que se deriva la importancia que tiene controlar las rutas comerciales{8}. Friedman completa su visión general apoyándose en una filosofía de la historia de carácter trifásico: las culturas atravesarían tres estados de equilibrio según el formato barbarie-civilización-decadencia, a los cuales les correspondería una gradación mayor o menor relativa al nivel de autoconfianza en su propio sistema socio-moral.
Desde un punto de vista más específico, la postura de Friedman, al contrario que la de Kaplan, se caracteriza por privilegiar la teoría naval de Alfred Th. Mahan, según la cual quien controla los mares, controla el mundo. No por ello se subestima la contra-tesis postulada por Mackinder en torno a la consideración de Euroasia como pivote del mundo; ahora bien, tal valoración ocupa un plano subsidiario. Además, Friedman presenta un argumento sobre las tendencias demográficas de profundos efectos culturales. La clave del asunto estriba en el cambio demográfico que va a experimentarse: un marcado declive de las tasas de natalidad que de hecho Occidente ya enfrenta. En consecuencia, prosigue Friedman, variarán las pautas de la organización familiar y, por ende, de la estructura social, producto de la situación que pasan a ocupar las mujeres. El razonamiento no es nuevo: los avances médicos e higiénicos que hicieron incrementar la esperanza de vida desde finales del siglo xviii no implicaron una modificación de los índices de reproducción hasta llegados al siglo xx, cuando –al menos en Occidente– la industrialización determinó la necesidad de contar con trabajadores cualificados. La prolongación de la vida, unida al aumento de los costes de la crianza, redefinió la articulación de las alianzas familiares, cuya trama ya no descansa sobre móviles económicos. El resultado supone una ruptura con el orden tradicional de valores que acabará sucumbiendo. La novedad que aporta la óptica de Friedman reside en proyectar su descripción a escala planetaria, hasta el punto de leer el rebrote de las religiones como dique de contención ante el avance de tal giro cultural. Más aún, visto en perspectiva, el cambio demográfico se revelaría como trasfondo del conflicto moral que hoy día mantienen conservadores frente a progresistas, cuyas posturas estarían condicionadas en función de cuánto tiempo se dilate el intervalo que separa el fin de la pubertad del inicio de la actividad reproductiva –de ahí el conservadurismo de las actuales clases trabajadoras, con menos margen para ampliar sus estudios y mayores tasas de natalidad. Por último, el análisis de Friedman subraya la incidencia del factor tecnológico, tanto por su vinculación con la apropiación espacial como por sus repercusiones económicas e ideológicas{9}.
Dados los anteriores elementos, Friedman –recurriendo a una metáfora tectónica– identifica al igual que Kaplan algunas «fallas» o áreas de conflicto que pueden desequilibrar el orden internacional en los próximos años{10}: la cuenca del Pacífico; Eurasia; Europa; el mundo islámico; y México. Estas fallas aparecen como resultado de los dos «terremotos» que se han sucedido en las últimas décadas: el colapso de la Unión Soviética, y la guerra contra el terrorismo yihadista. Aunque en realidad, sin perjuicio del impacto que causó el 11-S, el hecho crucial que según nuestro autor habría alterado el mapa del mundo se reduce al primero de los fenómenos. Y es que sin el hundimiento de la Unión Soviética no se explica ni la desintegración de Yugoslavia, ni la convulsión de las naciones árabe-musulmanes (de la que Estados Unidos fue corresponsable), ni la tensión soterrada por el control del Asia/Pacífico o explícita por el del Cáucaso. Es reseñable que, pasada la guerra de los Balcanes, Friedman dé también por superada la guerra contra el terrorismo fundamentalista, habida cuenta del fracaso que a su parecer ya habría sufrido el proyecto de reconstruir un califato universal.
Más sorprendente resulta su escepticismo respecto de China, nación a la que califica como «tigre de papel». Esta consideración deriva de la mala situación geográfica del país, aislado –salvo por su frontera oeste con Kazajistán– por barreras naturales (la estepa mongola, el Himalaya, y el océano), lo que repercute en una distribución asimétrica de su población, ubicada mayoritariamente a menos de 1.500 kilómetros de la costa. Pues bien, pese a los esfuerzo de Mao por equilibrar la situación, la desigualdad entre un interior sumido en la pobreza y la próspera zona costera socava según Friedman la cohesión nacional china y merma el alcance de la acción política. Por otra parte, aun relacionado con esta circunstancia, nuestro autor hace hincapié en la fragilidad del sistema económico, puesto que su funcionamiento no es enteramente capitalista. Así, en vez de dejar que el libre mercado asigne los recursos económicos, los chinos todavía vincularían su sistema crediticio a los circuitos sociales y familiares, limitando por consiguiente su productividad. Este hecho, que obstaculiza el aumento de los niveles de consumo interno, sumado a la orientación exportadora de su economía, colocaría a China en un escenario delicado que podría ser catastrófico si, llegado el caso, Estados Unidos modificase su política de importaciones y cediese a la tentación proteccionista. En consecuencia, Friedman duda de las posibilidades reales de una China fuerte y estable, si bien no minimiza los riesgos que presenta la cuenca del Pacífico, con un Japón cada vez menos pacifista, y en el que está en juego el control de rutas marítimas estratégicas. En todo caso es Rusia, en lugar de China, la nación que se le representa como una amenaza mayor: potencia herida en su orgullo nacional, que desde el desmoronamiento de la Unión Soviética ha perdido territorio tanto en su franja occidental como en el sur, ha efectuado un giro estratégico a fin de recuperar presencia internacional y capacidad de influencia. En efecto, su apuesta por las materias primas, reflejada en la política energética, le ha llevado a una posición de fuerza de cara a Europa a la que presiona dosificando el suministro de gas natural. A su vez, su interés por restablecer un área de influencia tanto al Este de Europa (Bielorrusia, Ucrania e incluso Polonia) como en el Cáucaso (Georgia) es susceptible de desembocar en una suerte de transitoria segunda Guerra Fría, conflicto ante el que de cualquier forma –siempre según Friedman–, una Rusia en retroceso demográfico partiría en desventaja. Más allá de estas predicciones, Friedman desarrolla varias conjeturas a largo plazo, según las cuales el Estado turco podría recobrar un perfil islamista, rompiendo su alianza con Estados Unidos; un Japón remilitarizado supondría una amenaza seria; o, por fin, México sería capaz, allá por finales del siglo xxi, de desafiar la hegemonía norteamericana, al tratarse de un país en ascenso demográfico con acceso tanto al Atlántico como al Pacífico{11}.
En todo caso, la constante que informa el trabajo de Friedman estriba en su preocupación por garantizar la supremacía global estadounidense. A este respecto, nos recuerda los cinco objetivos geopolíticos bajo los que se ha guiado su política exterior desde el inicio de su historia: el dominio total de América del Norte (conquista del Oeste); la erradicación de amenazas procedentes de países occidentales (principio de la doctrina Monroe); el control del Pacífico (empezando por Hawái y Alaska), y del Atlántico, consolidado tras la II Guerra Mundial; el control del sistema de comercio internacional, a través de las bases navales desplegadas a lo largo y ancho del globo; y el entorpecimiento sobre las demás naciones para que no desarrollen flotas navales, trasladando los conflictos bélicos a zonas terrestres. Como puede comprobarse, el principio estratégico de esta política casa con la tesis de Mahan: consiste en mantener el dominio de los mares, circunstancia que en el presente se sustancia en la pugna por controlar las aguas que conectan el Índico con el Pacífico, las cuales condensan un tercio del tráfico comercial marítimo. Enlazando con esta atención que merece el caso de Estados Unidos, a continuación vamos a centrarnos en el debate sobre su posición en el orden global, cuestión de plena actualidad entre los expertos en política exterior.
III. La ¿frágil? situación estadounidense
En efecto, durante los últimos años se han propuesto visiones contrapuestas, aun no del todo excluyentes, sobre el curso inmediato que le espera a Estados Unidos en el ámbito internacional. De entre toda la literatura disponible, las líneas que siguen se restringen a repasar tan sólo un par de libros, los cuales tienen la virtud de encarnar los dos planteamientos enfrentados (unilateral/multilateral) por los que suele oscilar toda acción exterior: El mundo después de USA, de F. Zakaria (Espasa, 2009), y El retorno de la historia y el fin de los sueños, de R. Kagan (Taurus, 2008). Pese a tratarse de obras que aparecieron hace algunos años, conservan su vigencia ya que fueron escritas en un contexto de cambio de rumbo político, y entre los propósitos más o menos explícitos de sus autores aparecía el de asesorar en materia de exteriores al próximo mandatario estadounidense{12}. Actualmente, la pertinencia de sus nombres queda contrastada en vista de sus recientes trabajos: Zakaria publicó el pasado 19 de enero de 2012 en la revista Time una entrevista con el Presidente Obama, que giraba alrededor de la naturaleza del poder estadounidense. Kagan, por su parte, presentó el 11 de enero en las páginas de la revista The New Republic, un texto de sintomático enunciado, The myth of American decline, avance de su último libro, Why the World Needs America.
El enfoque multipolar
El enfoque multipolar que simboliza la perspectiva de Zakaria considera que nos dirigimos a un mundo postamericano, pensando no tanto en el declive estadounidense como en el ascenso de las potencias emergentes, resultante de la propagación de los avances tecnológicos, pero también del resurgimiento del orgullo nacionalista –chino, indio, brasileño o ruso. Desechado el alcance de la amenaza terrorista (el terrorismo no funciona si no aterroriza){13}, los retos políticos a futuro ni siquiera afectarían, según Zakaria, al cuestionamiento de los valores demoliberales ni, por consiguiente, a la eficacia de la economía de mercado: la globalización se acompasaría con el afloramiento de los rasgos autóctonos, debidamente adaptados a la gramática de la modernidad. El debate se centraría más bien en bosquejar cómo ha de comportarse Estados Unidos para mantener su hegemonía, problema que quedaría en gran parte solventado procediendo a un lavado de imagen (téngase en cuenta el bajo índice de valoración en el que se situaba la imagen exterior de Estados Unidos tras los dos mandatos de Bush hijo){14}. Por supuesto ello no obsta para que la única superpotencia deba descifrar las dinámicas que se agitan en el seno de los dos únicos países (uno rival, el otro aliado) de los que se ocupa: China e India.
El escrutinio que Zakaria hace de China no viene sino a atenuar las capacidades inmediatas de esta potencia, sin llegar a resolver los interrogantes que suscita su crecimiento a largo plazo. La descripción inicial se detiene en el espectacular desarrollo que ha experimentado este país, comprimiendo en treinta años dos siglos de industrialización occidental. Ahora bien, ello se ha logrado a costa de ignorar las recomendaciones de sostenibilidad inspiradas en Naciones Unidas, y conservando un régimen totalitario –pese a la apertura económica– que continúa sin resolver sus problemas de estabilidad interna y cohesión. Asimismo, se llama la atención sobre las singularidades de su cultura, marcada por un confucianismo ajeno a la idea judeocristiana de Dios, donde la ética práctica suplanta los protocolos contractuales propios de Occidente, y los criterios de negociación están condicionados por el concepto «qi», de equilibrio e interrelación de fuerzas. Tales notas habrían mantenido a China alejada de una actitud expansiva, cuyos límites son difíciles de discernir. Puesto que por fuerza su diplomacia bienintencionada, y su esmero en no levantar susceptibilidades, no pueden dejar de ignorar las inmensas necesidades energéticas que han de abastecer a una nación de más de 1.000 millones de habitantes. En este sentido, no es baladí hacerse eco de su política de relaciones con países iberoamericanos y africanos (como Zimbabue y Sudán, a quienes no incordian con requerimientos democráticos), como tampoco olvidar las tensiones que persisten con Taiwán y Japón, núcleos conflictuales que podrían desencadenar un escenario explosivo de momento velado por los lazos económicos de dependencia mutua con Estados Unidos.
Descrita la realidad china, el análisis de Zakaria se centra en India, el país supuestamente aliado. Una primera aproximación a su desarrollo pone su crecimiento en paralelo al caso chino. Las cifras nos sitúan ante un caso igualmente impactante: en la última década India ha conseguido reducir sus índices de pobreza más que en los cincuenta años anteriores, y su pujanza es tal que está previsto que en 2040 ocupe el tercer puesto como potencia mundial. A sus semejanzas con China se añade el hecho de que todavía mantenga un enorme número de población en niveles de pobreza extrema (300 millones personas). No obstante, las equivalencias acaban aquí. El legado del dominio británico se manifiesta en un sistema político y económico demoliberal, donde imperan el Estado de derecho, la propiedad privada y la economía libre de mercado. Se dan asimismo un conjunto de rasgos sociales que acercan a este país al modelo estadounidense, encarnados particularmente en una enérgica sociedad civil, que maneja con soltura el idioma inglés y responde crecientemente a patrones de conducta consumista. La cultura religiosa hinduista, poco dogmática, no contribuye a obstaculizar este dinamismo, máxime cuando su falta de verdades absolutas favorece la disposición pragmática a la hora de resolver conflictos. Esta actitud se extrapola al temperamento de su diplomacia, marcada por las buenas relaciones con Estados Unidos, aun cuando la política exterior continúa obedeciendo a la línea idealista instaurada por Gandhi y consolidada por Nehru (1947-1964). La invasión china de 1962 debilitó esta estrategia, endureciendo su postura, tal y como demostró su ninguneo al Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968 –determinación justificada por su delicada posición geoestratégica, haciendo frontera con Pakistán y China{15}. Con todo, según Zakaria, la debilidad de India reside, más que en consideraciones de orden internacional, en la diversidad interna que mantiene a su población dividida, lo que repercute sobre la definición de los intereses de Estado. No hay más que recordar las 17 lenguas y 22 mil dialectos que comprende su territorio, o las dificultades que encontró para pactar su unificación en 1947, acreditando las palabras que Churchill le dedicó al país: «India no es más que un término geográfico, sin más personalidad política que Europa».
Por fin, en la última parte del libro, Zakaria retoma la reflexión sobre el futuro estadounidense, sopesando el alcance de su hegemonía a partir de un análisis comparado con el imperio británico. Según esta perspectiva, Estados Unidos se encontraría en un momento similar al que vivió Gran Bretaña a finales del siglo xix, es decir, en el cénit de su poder. Ciertamente, en el caso británico se trataba de un poder económico y cultural, más que político: el éxito de su proyección internacional les convirtió en pioneros del llamado poder blando. Ahora bien, la desventaja que conlleva tal situación de supremacía radica en que, entonces igual que ahora, la llegada a la cumbre supone el inicio del descenso. Una circunstancia vendría a acentuar la analogía con el presente: la reanudación de la guerra de los Boers (1899-1902) –acaso del mismo modo que la de Irak– simboliza el punto de inflexión a partir del cual Gran Bretaña ve mermada su influencia, sin perjuicio de su buena adaptación al nuevo orden internacional del siglo xx{16}. De ahí las precauciones que, a consecuencia de la comparación, debe tomar Estados Unidos.
Primera potencia mundial desde 1880, la hegemonía estadounidense no se encuentra todavía a juicio de Zakaria en peligro: su PIB supone el 20% del PIB global, y en 2025 continuará doblando la cifra de China{17}. Sin salirnos de la dimensión económica, su poder se expresa en los presupuestos asignados a defensa, energía o I+D, según indican los avances en los campos de la nanotecnología y la biomedicina. Con todo, la apuesta en la que se asienta la elevada productividad estadounidense reside en la educación. En Estados Unidos continúan encontrándose las sedes de las mejores universidades del mundo, las cuales arrojan una formación anual de doctores inigualable. Y es que las universidades estadounidenses constituyen un reclamo para la inmigración de las élites extranjeras, contribuyendo a afianzar una fuga de cerebros (los estudiantes pasan a establecerse laboralmente en el país) en beneficio propio. Esta ventaja se redobla merced a la funcionalidad hacia la que se orienta la investigación científica, esto es, hacia la transformación práctica de la teoría abstracta. El dato es decisivo si, como señala el autor, el valor añadido de un país hoy día no se sitúa tanto en el capital como en las ideas y en la energía. Pero Zakaria no se limita a alabar el funcionamiento de los estudios superiores, sino que asimismo subraya, a contracorriente, el buen rumbo de la educación básica, toda vez que sepa distinguirse entre las categorías de excelencia e igualdad. El problema no se hallaría en la calidad de la enseñanza dispensada cuanto en los déficits que presentaría un sistema público manifiestamente mejorable. No obstante, lo relevante consistiría en el pragmatismo de sus métodos pedagógicos, basados más que en la memorización, en el reconocimiento de la iniciativa y la crítica, al que se suma un apoyo continuado frente al fracaso. Como último recurso a su favor, Estados Unidos cuenta con un nivel demográfico estable, sostenido en buena parte gracias a la inmigración, en un momento en el que Europa y Japón, pero también China, ven decrecer su natalidad y no logran asimilar a los inmigrantes{18}.
No todo son elogios a la situación estadounidense actual. En términos muy esquemáticos, Zakaria identifica dos inconvenientes que traban su prosperidad: el sectarismo y consecuente polarización que a nivel interno exhibe la clase política, problema que bloquea la firma de grandes pactos nacionales; y la mala imagen exterior que padece el país, fruto del arrogante estilo imperial (teológico, lo llama Zakaria) desplegado durante la administración republicana. Más allá de su apelación doméstica a superar la retórica del miedo, es en esta dimensión exterior en la que el autor centra sus recomendaciones, aconsejando proceder a una renovación de la proyección internacional e incidiendo en el reforzamiento del llamado poder blando{19}. Por tanto, el objetivo, destinado a aderezar el atractivo público de Estados Unidos y, por consiguiente, a garantizar su hegemonía global como primus inter pares, radica en complementar la robustez militar y el poder económico con políticas de impulso a la creatividad cultural y la innovación científica que consigan ofrecer una imagen seductora del país. Precisamente, de estos factores de orden genuinamente ideológico es de donde brotaría la legitimidad del liderazgo internacional de una gran potencia que se enfrenta a un futuro rodeado de potencias emergentes ante las que es preferible desplegar –tal es la postura de Zakaria– una estrategia mediadora, más que dominante. El último concepto que lanza este autor como criterio de referencia a la hora de enjuiciar el nervio de una nación es el de resilencia, el cual, tomado del ámbito de la ingeniería, metaforiza la capacidad de resistencia y aclimatación ante las presiones externas, sin perder por ello sus rasgos definitorios, los propios de una «nación indispensable» –de acuerdo con la expresión utilizada por Madeleine Albright, secretaria de Estado durante la administración Clinton. La obra de Zakaria viene, en suma, a servir de contrapunto al planteamiento de corte unilateral divulgado por el teórico conservador Robert Kagan, del que pasamos a ocuparnos.
La propuesta de Kagan
En su libro El retorno de la historia y el fin de los sueños, Kagan nos presenta una propuesta de política exterior erigida sobre la creación de una alianza de democracias, por descontado encabezada por Estados Unidos{20}. El discurso lo organiza en tres bloques: uno ideológico, otro descriptivo y otro, final, programático. En el primero de ellos, de naturaleza doctrinal, Kagan busca refutar la célebre tesis del «fin de la historia» puesta en circulación tras la caída del muro de Berlín por el politólogo Fukuyama{21}. El razonamiento se fundamenta en la detección de distintos focos conflictuales que evidencian la persistencia de acontecimientos históricos, tal y como los conocemos desde el inicio de la humanidad. En este sentido, pone en entredicho la confianza liberal en las virtudes del capitalismo democrático como factor de pacificación interestatal, según una línea de argumentación que se retrotrae hasta Montesquieu («el efecto natural del comercio es conducir hacia la paz»). No le faltan ejemplos que ilustren su escepticismo; baste pensar en las relaciones entre Reino Unido y Alemania previas a la I Guerra Mundial, o en la pugna por los recursos energéticos que se da hoy día entre las naciones (sean o no democráticas), punto nodal de fricción en el equilibrio de fuerzas del escenario internacional.
Sea como fuere, la cuestión es que tras el desguace de la Unión Soviética, la esperanza de vislumbrar un mundo cooperativo de signo multilateral, configurado a imagen y semejanza del modelo europeo, no constituye a juicio de Kagan más que un espejismo: ni China ni Rusia han amoldado sus sistemas a las pautas del liberalismo democrático, y la situación ha terminado reajustándose a la constate histórica de la rivalidad entre potencias. Se habría vuelto a lo que denomina un «nacionalismo de Gran Potencia», redoblado por la entrada en escena de nuevas potencias emergentes, orgullosas de su pujanza y marcadas por los mismos rasgos conductuales que nos caracterizarían tanto a escala individual como grupal (amor, odio, ambición, miedo, honor, vergüenza y patriotismo). Kagan devuelve al poder, definido como la «capacidad de conseguir que los demás hagan lo que uno quiere», su condición de centro de gravedad de la acción política. Así, en virtud del principio de competencia entre naciones, el autor pasa a sumergirse en el análisis de los seis casos que considera más relevantes (Rusia, China, Japón, India, Irán y EEUU), no sin antes recordarnos que, acoplada a dicha rivalidad, están activos otros dos flancos conflictivos que la condicionan: el choque cultural Islam/Occidente y el antagonismo ideológico entre los regímenes liberales y los autócratas –punto este central del análisis de Kagan, toda vez que el mayor reto estratégico de la política internacional consistiría en subsanar la vigente desunión entre democracias.
En sintonía con esta perspectiva, los estudios de caso que realiza Kagan (que en gran medida conectan con los análisis de G. Friedman) se centran en examinar el empuje de las principales potencias, calibrando su influencia en clave geoestratégica (de acuerdo ante todo a los aspectos militar, energético y de cohesión interna), y valorando su alcance en relación a la hegemonía estadounidense. Rusia, primer país analizado, se le aparece así como una nación inquietante, debido a su doble condición de potencia energética y militar. Sus reservas de carbón, gas y petróleo le permiten dosificar a su antojo las provisiones que hace llegar a Europa, chantajeando ocasionalmente a sus poco cohesionados miembros. De este modo, el denuedo ruso no se limitaría según Kagan a su pretensión por mantener áreas de influencia en el Este de Europa; su propósito de fondo consistiría –tras los vacilantes años noventa– en recuperar el terreno perdido, volver a la primera línea de la política internacional y convertirse en la nación hegemónica de Eurasia. Fue con la llegada de Putin al frente del gobierno en el año 2000 cuando Rusia emprendió este rumbo, encaminado en primer lugar a traer la estabilidad al país y, acto seguido, a apostar por un modelo de hard power (basado en lema «nación rica, ejército fuerte», frente a la apuesta blanda del poder europeo){22}, puesto de manifiesto en su sometimiento a Chechenia, sus tensas relaciones con la OTAN (jalonadas de aproximaciones y desencuentros), o en su desconfianza ante las tendencias pro-occidentales de Ucrania, Kirguizistán o Georgia (país en el que se desencadenó la guerra de Osetia del Sur de 2008). Esta actitud decidida que intermitentemente mantiene a la Unión Europa en vilo, es la que lleva a Kagan a manifestar sus dudas acerca de la preparación de la UE para afrontar lo que ya considera la entrada en una nueva era geopolítica.
Tras Rusia, China centra el foco de su atención. Al igual que Zakaria, Kagan subraya el veloz crecimiento que está protagonizando, vendido por sus autoridades al exterior como una «emergencia pacífica». Sin embargo, no tarda en acentuar el contrasentido de dicha disposición, en tanto los índices de consumo de un país con el volumen de población que posee China no pueden sino repercutir sobre el acceso a los recursos naturales. Tras su apertura al comercio exterior, su creciente fortaleza ya se refleja rotundamente en el ámbito económico. Espoleada por un rebrote de orgullo nacionalista, China se ha convertido asimismo en una potencia militar de primer orden, cuya estrategia ha pasado, según advierte Kagan, de ser defensiva a ser proyectiva. En este aspecto, el asunto de Taiwán se revela especialmente sensible, ante todo por los efectos que puede ocasionar en sus relaciones con Estados Unidos. China, en suma, se alza como su principal rival, el hegemón de la esfera asiática (allí está su propósito por controlar el estrecho de Malaca) que compensa la supremacía euro-atlántica de Estados Unidos. No obstante, en tal esfera asiática subsisten otras naciones que de momento dificultan la consolidación del dominio chino. En primer lugar nos encontramos con Japón, su tradicional adversario. Hasta hace poco segunda economía del mundo (desbancado precisamente por China), Japón continúa distinguiéndose por su dinamismo, siendo un referente en lo relativo a la innovación tecnológica y productividad (la productividad de un japonés equivale a la de doce chinos). Pero, como siempre, sigue expuesto a sus limitaciones energéticas habiendo de importar un alto volumen de materias primas. Otros factores que agudizan su fragilidad radican en su carencia de armamento nuclear, pese al alto nivel del ejército, y a las coacciones que sufre por parte de China, orientadas a su aislamiento –a las que Japón responde estrechando sus vínculos con Taiwán. Sin olvidar el triste papel que jugó durante la II Guerra Mundial, Kagan valora su buena relación con Estados Unidos, forjada durante la Guerra Fría (hoy día son conocidas sus maniobras militares conjuntas), y recuerda la pretensión japonesa de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
No obstante la gran nación que realmente contrapesa la supremacía china en Asia es India. Aunque su perspectiva venga marcada por la atención que pone en el poder exterior del país, el análisis realizado por Kagan es similar al de Zakaria, y subraya también el rápido crecimiento económico desarrollado por el país. Asimismo se nos recuerda que, aun presentándose como una potencia a favor de un orden multilateral, India ha pasado, desde sus planteamientos pacifistas, a proyectar una imagen de fuerza, endurecida tras la guerra sino-india de 1962, y que actualmente ilustra su posesión de armamento nuclear. Hay que tener en cuenta, además, que India hace frontera con Pakistán, república islámica que también posee la bomba, y que viene cultivando buenas relaciones económicas y militares con China: ambos países acordaron proclamar 2011 «Año de la Amistad entre China y Pakistán». Tampoco puede olvidarse, como apunta Kagan, su acercamiento a la Organización de Cooperación de Shanghái, fundada en 2001 y encabezada por Rusia y China, que agrupa a Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán: sin pretensiones militares, de facto funciona como contrapeso a la OTAN. En consecuencia, la estrategia exterior india se ha adecuado a un clásico juego de alianzas, orientado a la defensa de sus intereses en el Índico, y que de momento opta por privilegiar sus relaciones con Japón y Estados Unidos. Finalmente, el análisis de Kagan se detiene en Irán, la teocracia musulmana más amenazante para Estados Unidos. Lo jugoso del caso es que se amolda al patrón doctrinal propuesto por el autor, por cuando nos volvemos a topar con un país de rico pasado histórico, con razones para alimentar su orgullo nacional. De mayoría chií en un entorno de naciones árabes suníes, sin capacidad pues para hablar en nombre del islam, el horizonte de su ambición sí que busca dominar el área del Oriente Próximo, hasta el punto de pretender echar a Israel al mar (según declaraciones de su primer ministro Ahmadineyad). Ello, unido a un agitado antiamericanismo y al controvertido programa nuclear todavía en marcha, ha suscitado ciertos apoyos por parte del fundamentalismo islámico. Con todo, Kagan, coincidiendo con Friedman, no concede credibilidad al proyecto de un nuevo califato global.
Ante tal estado de cosas, se erige Estados Unidos, cuyo poder alcanzó su cénit tras el desplome de la Unión Soviética. En este punto Kagan se detiene en la oscilante actitud que, a lo largo de su historia, ha caracterizado a la política exterior norteamericana, la cual fluctúa entre el intervencionismo y el aislacionismo{23}. Dicha dualidad se exteriorizó precisamente durante los años noventa, cuando voces procedentes del partido republicano, como la de Jeane Kirkpatric{24}, aconsejaban desactivar su liderazgo mundial (no su presupuesto en defensa), en contra de la opinión de gran parte los demócratas, partidarios de la hegemonía ético-idealista estadounidense. Estas posiciones son las que durante el primer mandato de Bush hijo quedaron transitoriamente sintetizadas por la escuela neoconservadora, de la que Kagan es (o mejor: fue) un buen exponente, y que apostaba por el fortalecimiento de la influencia internacional del país mediante acciones de índole militar. Tal fue el pensamiento –de naturaleza plenamente moral– que se articuló en torno al grupo impulsor del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano para justificar la intervención en Irak, orientada a reconfigurar la relación de fuerzas en Oriente Próximo.
A la luz de los resultados, ya durante el segundo mandato de Bush se cuestionó la solidez del programa neoconservador, optándose en su lugar por volver a enfoques más realistas. De hecho, la propuesta que aquí nos ofrece Kagan se ubica en un lugar intermedio entre dicha visión, y los planteamientos clásicos de la Realpolitik –desde los que, como se ha visto, ha procedido a analizar los casos anteriores. Su idea consiste en organizar un eje de democracias que actúen conjuntamente frente a las autocracias y, en concreto, frente a la eventualidad de una posible asociación entre estas. Este horizonte le da pie a esbozar una breve teoría sobre las autocracias. La singularidad de estos regímenes radicaría en su refutación del presupuesto que defiende que la apertura económica y el ascenso de las clases medias determinan la irrupción de los sistemas democráticos: en las autocracias no existirían ciudadanos. No por ello estas se identifican con los regímenes comunistas, puesto que no practican la intromisión en la vida privada de los individuos –eso sí, siempre que a su vez estos no se inmiscuyan en la «vida pública». Tampoco cabe afirmar que las autocracias carezcan de valores; según apunta Kagan, estas se regirían por los mismos principios de orden y cohesión nacional que informaban a las monarquías tradicionales del antiguo régimen. Expuestos estos rasgos, hoy día el interés de las autocracias reside en el comportamiento que exhiben en el ámbito de la comunidad internacional. En este sentido, nuestro autor considera que hay que tener en cuenta dos factores: primero, el recelo que ha podido alimentar en estas la puesta en práctica del derecho de injerencia que ha venido a justificar en nombre de los Derechos Humanas las intervenciones (humanitarias y/o militares) de potencias occidentales en terceros países, vulnerando su soberanía estatal. El ejemplo más representativo fue la guerra de Kosovo de 1999, conflicto que detonó la desconfianza de Rusia y China, quienes en adelante pasaron a interpretan las injerencias como una velada estrategia de dominación llevada a cabo por las naciones demoliberales. Este primer factor se relaciona con un segundo, de acuerdo con el cual los sistemas autocráticos contienen un potencial de captación que puede hacer que un buen número de Estados se amolden a su formato. De ahí el argumento que sostiene, frente a la atracción de la que presumen las democracias, que cada país es soberano de elegir el sistema social que mejor le convenga. Ciertamente, a nuestro autor no le faltan razones de preocupación, vista la creciente ascendencia de China en África y América Latina (por no hablar de su propia área de influencia asiática), y el consecuente gancho que para algunos de los dirigentes de tales regiones presenta convertirse en un sistema próspero no sujeto a los mecanismos de rendición de cuentas que exigen las democracias{25}. En definitiva, esta argumentación le enmienda la plana a la hipótesis de que todos los países estarían abocados a convertirse antes o después en democracias liberales. Dicho de otro modo: «el orden liberal internacional no es el despliegue natural del progreso humano». De forma que, según Kagan resulta imposible que la estructura del orden internacional pueda configurarse según un formato multipolar: no hay manera de consensuar normas internacionales de comportamiento ni de establecer una alianza de naciones entre Rusia, China, EEUU y Europa. Y organizaciones multilaterales como Naciones Unidas, la OTAN o el G8 no podrán a su juicio por sí solas afrontar un futuro en el que la posesión de armamento nuclear se haya extendido a muchos países. Así que se hace necesario orquestar una liga de democracias que actúe unitariamente, recurriendo llegado el caso a la fuerza, para la defensa pero también para el fomento de los valores liberales.
IV. Consideraciones finales
Expuestas las ideas de Zakaria y Kagan a propósito del futuro de Estados Unidos, cerramos este trabajo acudiendo a un estudio que recupera una mirada global, y nos advierte sobre las transformaciones que estamos experimentando y el lugar desde el que a partir de ahora conviene observar nuestro mapamundi. La idea central que nos proporciona Lamo de Espinosa en su artículo «El nuevo mapa del mundo: globalización y potencias emergentes»{26} es que nos encontramos en la segunda gran revolución económica mundial, tras la revolución industrial de principios del siglo xix. Esta tesis se sitúa en el núcleo de un análisis que contempla el presente político como el «punto de inflexión» de tres ciclos históricos, de distinto alcance temporal. En primer lugar, estaríamos llegando al tramo final de la crisis económica iniciada en 2007, caracterizada por el endeudamiento de los países ricos (fundamentalmente, Estados Unidos) y, enlazado con ello, el despegue en serio de los emergentes. Lamo nos explica el problema del endeudamiento estadounidense como un círculo vicioso alimentado por tres factores: su déficit presupuestario (fruto de la ausencia de medidas impositivas), el déficit comercial (por la compra de productos extranjeros), y la consiguiente compra de deuda pública por parte, ante todo, de China. Paralelamente, los índices de ahorro demuestran cómo, mientras los chinos han ido aumentándolo desde principios de los años noventa, los estadounidenses dejaron de ahorrar a finales de la misma década. De aquí se deriva la paradoja de que «los países emergentes han estado financiando el déficit de los países ricos». En segundo lugar, nos encontraríamos –y he aquí el elemento crucial del discurso– en plena revolución económica, un proceso análogo al que experimentó Occidente a partir de 1750 y que se prolongó durante más de un siglo, pero que en esta ocasión resulta más veloz, global e intenso: se completará en tres, o a lo sumo cuatro décadas; afecta a todo el planeta; y repercute sobre procesos, productos y hábitos. El autor insiste en este punto sobre la cuestión de los hábitos, dado el vínculo de esta revolución con el movimiento del campo a la ciudad (urbanización, decisiva en términos sociológicos), ya generalizado. Por último, Lamo resitúa su óptica bajo una perspectiva de más amplio aliento, constatando que estamos viviendo el fin de una era, la occidental, en la que por lo demás no llevamos instalados tanto tiempo. Recuperando los datos del historiador económico Angus Maddison, muestra cómo durante el último milenio el porcentaje del PIB mundial correspondiente a Europa no superó al de Asia hasta finales del siglo xix, y la igualdad tan solo se rompió debido a la aportación de Japón y Estados Unidos. Pues bien, esta disparidad es la que en estos momentos se está reequilibrando, acabando con el ciclo expansivo occidental, en virtud de un crecimiento económico, de nuevo asimétrico, pero en el que los beneficiados son ahora las potencias emergentes –periféricas desde un punto de vista europeo, pero centrales si desplazamos el esquema desde el que pensamos el mundo.
¿Y cómo hemos llegado a este escenario? Cuatro son las causas identificadas por el autor: 1) Demográficas: la población del planeta sigue aumentando aunque, debido al anquilosamiento occidental, con un ritmo menor que en el intervalo 1950-2000, lo cual beneficia a los emergentes. 2) Políticas: Fukuyama a su parecer tenía razón: no existirían alternativas al tipo de regímenes políticos basados en Estados democráticos de derecho; no es de extrañar que desde 1989, y de forma creciente, las naciones se reclamen democráticas. 3) Económicas: como condición necesaria de prosperidad tampoco habría alternativa al sistema de libre mercado. Así, la conjugación entre libertad económica y política (al margen del debate sobre cuál de las dos variables determine a la otra) se habría consolidado como el marco cultural-institucional que emula el conjunto de las sociedades. 4) Tecnológicas: dos innovaciones han producido sendos giros que afectan al núcleo de los modelos productivos vigentes (manufacturero y de la información). Por un lado, la aparición de los contenedores ha abaratado enormemente el coste de los transportes de mercancías, propiciando facilidades para la deslocalización del trabajo manual. Por otro lado, las TIC han logrado que la información pueda transmitirse en tiempo real sin gasto alguno, por lo que las oficinas pueden radicarse en cualquier lugar del globo. Resultado: actualmente China es la fábrica del mundo, e India su oficina, y la opinión pública de ambas naciones («civilizaciones disfrazadas de Estados», según Huntington) está más a favor de la globalización económica que EEUU o Europa.
Llegado el momento del balance final, una de las consideraciones más relevantes reside en la aparición de una clase media procedente de los BRIC que, visto el ritmo de su crecimiento económico, ejercerá cada vez más presiones sobre el acceso a los recursos naturales y energéticos. Y bien, ¿qué nos deparará el futuro? Más allá del lamento por la ausencia de instituciones que contribuyan a gestionar asuntos de alcance global, Lamo ha insistido en otros lugares de su obra en que probablemente se esté reconfigurando un esquema de signo westfaliano, aplicado esta vez a escala mundial, ante el que Europa (generadora del modelo) habría de espabilar. Sea como fuere, una de las primeras tareas a realizar consiste en irse haciendo a la idea de que el centro de gravedad del mundo ya no pasa por el meridiano de Greenwich.
Concluyamos. De los trabajos examinados cabe extraer algunas conclusiones útiles para interpretar correctamente las tendencias que están reconfigurando el orden internacional. En primer lugar, resulta manifiesto que el enfoque realista no ha perdido vigencia, y que los análisis que incorporan el factor de los intereses nacionales y el estudio de los determinantes geográficos son especialmente aptos para prever escenarios de futuro. En cambio, los planteamientos que se restringen a consideraciones de ascendencia idealista (ya provengan de propuestas multilateralistas, ya unilateralistas) carecen de relevancia estratégica, cuando menos a efectos prospectivos. En segundo lugar, los trabajos centrados en sopesar la situación de Estados Unidos, en contraste con la que ocupan otras naciones (China, Rusia, India, etc.), revelan que la categoría de Estado-nación no ha perdido fuste. Frente a la pujanza de la ideología economicista de la globalización, o al esfuerzo de tantos analistas por diseñar un sistema de gobernanza global, la realidad política demuestra que el protagonismo de los Estados no ha menguado, e incluso puede decirse que ha aumentado en el contexto de la última crisis económica internacional{27}. Otra cuestión es que la escala operativa de los Estados tienda a expandirse de modo tal que, más que repensar el mundo en clave cosmopolita, convenga hacerlo en términos continentales. Finalmente, hay que señalar que la tesitura internacional está contemplando el ascenso del prisma geoeconómico, el cual, en tanto defensa de los intereses económicos de las naciones, ya condiciona las agendas políticas de estas. Dicho tema, sin embargo, desborda las ambiciones de nuestro artículo.
Notas
{1} En lo que sigue acudimos al texto de Heriberto Cairo Carou: «Elementos para una geopolítica crítica: tradición y cambio en una disciplina maldita», Ería: Revista cuatrimestral de geografía nº 32, 1993.
{2} Así, Europa occidental habría nacido de la resistencia a la invasión de los pueblos euroasiáticos. Y Rusia habría aprendido lo que era ser conquistada de forma bestial (por lo mongoles) en el siglo xiii –tal habría sido además el germen de su retroceso.
{3} La orientación entronca con la fórmula napoleónica: «La Geografía fija la política de los Estados»; o tal y como dice Spykman: «es el factor condicionante más fundamental de una política [exterior] nacional porque es la más permanente».
{4} «La venganza de la geografía», Foreign Policy Edición española, junio/julio, 2009. El título contradice la tesis de R. O’Brien, quien había proclamado en 1992 «el fin de la geografía».
{5} En tanto luchas derivadas de los movimientos estratégicos acaecidos alrededor de tal plataforma.
{6} Fundador y Presidente de la empresa privada estadounidense Stratfor, especializada en geoestrategia.
{7} Los próximos cien años, ed. Destino, Barcelona, 2009.
{8} En torno a la cuestión central de energía merece la pena detenerse –a modo de excursus temático– en las contribuciones del profesor de ciencias ambientales, Vaclav Smil (en esta nota, nos basamos en el texto de Juan José Gómez Cadenas: «El futuro de la energía», Revista de libros nº 151-152, julio-agosto 2009). Entre otros asuntos, la obra de Smil repasa la historia de la explotación energética por parte del hombre, subraya el impacto de los avances tecnológicos sobre nuestra vida cotidiana, y plantea con rigor y equilibrio los desafíos a los que la humanidad se enfrenta en el futuro. Volviendo la mirada al pasado, nos recuerda la grave crisis energética en la que se vio sumida Europa en el siglo xiv, determinada por los mismos factores que hoy día vuelven a planear sobre el horizonte humano: superpoblación y escasez de recursos. Entonces, la solución se produjo por una combinación de causas, un tanto drásticas: difusión de la peste, hambrunas provocadas por pérdida de cosechas, guerras… En algunas zonas de Europa ello supuso una reducción de más del 50% de su población. En el siglo xvi una nueva crisis, desencadenada esta vez por las bajas temperaturas que marcaron el clima (se habla de una «pequeña edad de hielo») amenazó al continente. No obstante, gracias a la obtención de un nuevo recurso energético, el carbón mineral, se logró resolver la situación. De hecho, fue el acceso tanto al carbón como al petróleo y al gas lo que propició un cambio sin precedentes en las costumbres socioeconómicas. Tal y como se relata en Creating the twentieth century: technical innovations of 1867-1914 and their lasting impact, esos 47 años supusieron un salto exponencial de las condiciones de vida (pautadas secularmente por los ritmos estacionales) a un entorno electrificado y caldeado, en el que se hizo posible desplazar alimentos, productos y también personas a una velocidad impensable años atrás. Por si fuese poco, el siglo xx contempló la aparición de la informática, la energía nuclear y la biotecnología. Ahora bien, desde finales de ese mismo siglo, se han vuelto a activar las alarmas energéticas, a causa del incremento poblacional, de la esperanza de vida (los avances mencionados implicaron su duplicamiento en el intervalo menor de un siglo), y de su abusiva utilización en los países más desarrollados. Esta situación ha conllevado la proliferación de informes pesimistas, entre los que destaca el libro publicado en 2003 por Richard Heinberg, The party's over: oil, war, and the fate of industrial societies. La tesis de este ecólogo, centrada sobre la producción de petróleo, parte de la premisa de Hubbert, de acuerdo con la cual: i) el esquema de tal producción puede expresarse en términos de una campana de Gauss, y ii) a estas alturas prácticamente la mitad de las reservas de crudo estarían agotadas. Este hecho, según Heinberg, ocasionará lo siguiente: los precios del petróleo se redoblarán, cosa que a su vez incrementará la inflación hasta un punto insoportable; habrá problemas con la distribución y los transportes de mercancías, los supermercados quedarán desabastecidos y, a la larga, sobrevendrá la anarquía. Si a este escenario catastrófico le sumamos los estudios del IPCC que vinculan la emisión de CO2 derivada de la quema de carbón (que no se modera) al calentamiento global, la imagen resultante es desalentadora. Pues bien, frente a estas predicciones, los análisis de Smil tienen la virtud de traer, sin rechazar de plano ninguna posibilidad, algo de templanza al debate. En relación a la disminución del petróleo, nuestro autor plantea en Oil. A begginer’s guide, marcos alternativos al de la campana de Gauss, cuestionando tanto la posibilidad de un descenso tan acelerado como el que prevé tal curva como la afirmación de que ya hayamos agotado la mitad de las reservas. En otra de sus obras, Energy at the crossroads: global perspectives and uncertainties, viene a criticar el abuso de las predicciones, esto es, la inclinación mediática (a la que se prestan buen número de académicos) de presentar respuestas tajantes sobre la escasez de los combustibles fósiles o la contaminación del mundo, en un mundo cuya demografía sigue en aumento. Sin ganas de bromear sobre la gravedad de la situación, examina las opciones a su juicio más plausibles. Y concluye que las fórmulas a futuro pasan, simultáneamente, por procurar autolimitarse (cosa nada fácil), y por recurrir a la energía nuclear. Imponer una autolimitación en el uso personal de la energía no parece una medida popular, ni fácilmente implementable, sin imponer sanciones por su incumplimiento. No obstante, los estudios de Smil aportan probadas razones para llevar a cabo la autolimitación. El argumento más concluyente es aquel que cifra en unos 70-80 Giga-Julios (GJ) por persona y año el nivel de consumo idóneo para desarrollar nuestras vidas. El cálculo se hace teniendo en cuenta indicadores estándar de desarrollo humano (alfabetización, nivel de vida, etc.). Siguiendo con este razonamiento, un índice menor a los 50 GJ supone un descenso a condiciones de vida intolerables; en cambio, la mejora de la calidad de vida más allá de los 100 GJ no se percibe. Claro que el problema se encuentra no tanto, que también, en los niveles de consumo medio en Estados Unidos (300GJ), o España (150GJ), sino en que la homogeneización planetaria del consumo energético no es, hoy por hoy, posible: sería necesaria más energía. ¿Y cómo producir más energía sin cargarnos el planeta? El recurso a las renovables (hidráulica, fotovoltaica y eólica), sin duda necesario, no basta. A falta de los avances tecnológicos que nos permitan almacenar la energía que producen las renovables, o reducir los costes de los paneles solares, su aportación debe entenderse en términos de complementariedad, no de sustitución. A ello se suma la por lo demás lícita inclinación de los países emergentes a recurrir a las soluciones más baratas (esto es, a la producción del carbón). Planteando con realismo esta situación, no queda otra –según Smil– que echar mano de la energía nuclear. Es lo que sostiene el mismo profesor Cadenas en su obra El ecologista nuclear (2009).
{9} En este punto, Friedman señala que la lógica binaria que anda detrás del lenguaje informático potencia el pragmatismo utilitarista inherente a la cultura y mentalidad norteamericana, en detrimento de la racionalidad no instrumental (adviértase que Friedman es autor de un libro sobre la filosofía política de la Escuela de Frankfurt).
{10} Se trata de la misma imagen que, desde las páginas de El Catoblepas, ha utilizado Santiago Armesilla Conde. Véase su: «Apéndice al artículo Las plataformas continentales: la analogía de la formación de las plataformas con la tectónica de placas», El Catoblepas nº 81, noviembre 2008.
{11} Hay que indicar que, de acuerdo con Friedman, el control de los mares cederá su prioridad estratégica al control del espacio, lugar desde el que se desencadenarán futuras «guerras estelares».
{12} Tras la victoria de Obama se ha especulado acerca del alcance de la victoria demócrata. El periodista Lluís Bassets aventuró la hipótesis de un realineamiento demócrata, apoyado por el declive de un Estado Unidos rural y religioso frente a la emergencia de una sociedad urbana, multirracial y tecnológica («La América de Obama», Claves de razón práctica nº 188, diciembre 2008). La teoría del realineamiento se refiere a las etapas de hegemonía que a lo largo de la historia estadounidense se han repartido demócratas y republicanos. Un primer periodo comprendería el tramo temporal que va desde la victoria de Lincoln hasta 1928. El segundo periodo, de tinte demócrata, abarcaría los años transcurridos entre la victoria de Roosevelt y 1964. El último periodo correspondería a la revolución conservadora, iniciada con la victoria de Nixon y finalizada en 2008. Obviamente, resulta inviable saber si estamos viviendo los comienzos de un periodo demócrata. Desde luego, los conservadores refutan esta posibilidad, argumentado que la victoria de Obama no ha puesto en entredicho los valores de una nación que consideran por esencia conservadora. Es lo que aseguran John Micklethwait y Adrian Wooldridge en su libro: La nación conservadora, en el que, más allá de los valores, insisten en la impregnación institucional que ha alcanzado la red de centros de pensamiento de corte libertario levantada desde la Universidad de Chicago, el American Enterprise Institute, o la Hoover Institution de Standford.
{13} La afirmación de Zakaria coincide con la tesis que Gustavo Bueno desarrolló en 2005, en: La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización.
{14} Entre otros estudios, puede consultarse la encuesta publicada por el Pew Reseach Center de Washington en junio de 2008.
{15} El acuerdo de colaboración nuclear firmado en 2007 con EEUU levantó el veto.
{16} Lograda gracias a su buena relación con EEUU, su importante papel durante la II Guerra Mundial (sobreponiéndose a la política de apaciguamiento), y el mantenimiento de cinco emplazamientos clave: Singapur, el cabo de África, Alejandría, Gibraltar y Dover.
{17} Naturalmente, conforme el tiempo avanza, las cifras bailan.
{18} No es necesario enfatizar el alcance de este factor con respecto al mantenimiento del Estado del bienestar –sistema sanitario, pensiones, etc.
{19} Buena muestra de esta estrategia diplomática la representa el discurso que Obama pronunció en junio de 2009 en la Universidad de El Cairo: «Un nuevo comienzo».
{20} La filosofía unilateralista de Kagan queda desde el principio explícitamente plasmada en la referencia a Lord Palmerston: «las naciones no tienen amigos permanentes, solo intereses permanentes».
{21} Ya planteada medio siglo antes por el filósofo hegeliano A. Kòjeve, mucho se ha debatido acerca del significado y alcance de esta tesis. Probablemente, la interpretación más correcta de la misma –suscrita por el propio autor– consiste no tanto en afirmar la consumación de la historia cuanto en señalar la imbatibilidad ideológica del sistema demoliberal como modelo de convivencia humana. No obstante, el entusiasmo de Fukuyama hacia este sistema resulta exagerado al considerar que mitiga o incluso transforma nuestros bajos instintos (agresividad, violencia, etc.).
{22} La apuesta continúa: Putin publicó el 20 de febrero de 2012 un extenso artículo en el periódico Rossiyskaya Gazeta, «Una Rusia fuerte», en el que abordaba la cuestión de la seguridad del país y el papel del ejército. En él afirmaba que: «Rusia no puede depender solo de los métodos diplomáticos y económicos para resolver conflictos. Nuestro país se enfrenta a la tarea de desarrollar suficientemente su potencial militar como parte de una estrategia de disuasión. Es una condición indispensable para que Rusia se sienta segura y nuestros socios presten atención a nuestros argumentos».
{23} Aislacionismo que no implica que Estados Unidos deje de defender sus intereses en el mundo.
{24} Kirkpatric es conocida por la doctrina que lleva su nombre, de acuerdo con la cual, en tiempos de la Guerra Fría, el respaldo a regímenes autoritarios pro-occidentales se estimaba legítimo para hacer frente a los sistemas totalitarios de la esfera soviética, presuponiendo que el reajuste a la democracia en aquellos resultaba más viable que en estos. Embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas en el primer lustro de los años ochenta, durante su juventud fue simpatizante de causas socialistas, y discípula del frankfurtiano Franz Neumann, trabajando durante los años setenta para el partido demócrata.
{25} La crisis económica que sufre Occidente, y singularmente Europa, y el consecuente desclasamiento de las clases medias, hace asimismo posible que sectores procedentes de ellas se muestren atraídos por formas de gobierno no democráticas.
{26} Cuadernos de Pensamiento político nº 28, octubre/diciembre 2010. El autor ya había adelantado algunas de las tesis contenidas en este trabajo en su artículo: «Potencias emergentes y nuevo juego estratégico mundial», contenido en el informe: Panorama estratégico 2007/2008, publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos del Ministerio de Defensa y el Real Instituto Elcano.
{27} Véase: Dani Rodrik, «El renacimiento del Estado-nación» (13-2-2012) (http://www.project-syndicate.org/commentary/rodrik67/Spanish.