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El Catoblepas, número 121, marzo 2012
  El Catoblepasnúmero 121 • marzo 2012 • página 4
Los días terrenales

El mal y el catolicismo político

Ismael Carvallo Robledo

A propósito de la película Il Divo, de Paolo Sorrentino, Italia-Francia, 2008

Il Divo, Paolo Sorrentino, Italia-Francia, 2008

Falacia socrática es el concepto con el que Rafael del Águila se refiere a toda una tradición de pensamiento filosófico político que, remontándose a la herencia socrático-platónica (el mal es fruto de la ignorancia), se despliega a lo largo de los siglos para llegar a convertirse en los últimos decenios en uno de los dispositivos maestros del fundamentalismo democrático que se organiza en función de la coordinación de un conjunto muy determinado de variables: por un lado, el liberalismo capitalista y la tolerancia cultural socialdemócrata mediante cuya conjugación, en un esquema en el que la sociedad permisiva, consumista, hedonista y laicista incorpora como mercancías a la contracultura burguesa del 68 y al multiculturalismo etnologista y libertario, se garantiza la perpetuación del mercado como lógica suprema de todo tipo de relaciones sociales, morales y políticas; por el otro, el reforzamiento del individualismo político mediante la propaganda dela transparencia y la rendición de cuentas democráticaacompasada con la ética idealista y la metafísica de los derechos humanos. La falacia consiste en un enunciado muy sencillo: el pensamiento conduce al bien y el bien siempre produce bien; el mal, por otro lado y en correspondencia, produce mal. Nuncaun bien puede proceder del mal ni un mal del bien (Sócrates furioso. El pensador y la ciudad, Anagrama, 2004).

Las virtudes fundamentales de la política serían acaso, desde la falacia socrática ajustada al fundamentalismo democrático de hoy, la ética, la sinceridad y la transparencia.

Quien rompe con esta falacia responde al nombre de Maquiavelo. Para él, como se sabe, en política no basta la bondad (un Príncipe nuevo no puede ser un hombre bueno), y muchas veces es sólo a través de la administración política del mal como se hace posible garantizar el bien y la estabilidad. Aristóteles, y con él Gustavo Bueno, le llama a esa estabilidad (orden) eutaxia, y la prudencia, más que la bondad, la ética o la transparencia, es a su juicio la virtud fundamental del político: ante la tragedia de la política y de la historia, al hombre político solo le es dado aspirar a la prudencia, al ejercicio prudente del poder, nunca a la verdad o al bien absolutos.

Y una muestra magistral de la operatividad histórica del pensamiento de Maquiavelo en tanto que refutación política de la falacia socrática es lo que se nos ofrece en Il Divo, de Paolo Sorrentino. Lo curioso e interesante es que quien encarna ese pensamiento y prácticaflorentinos es alguien que, dada su filiación político-ideológica, podría acaso parecer para muchos opuesto o contrario a la doctrina maquiavélica: Giulio Andreotti (Roma, 1919), miembro eminente de la democracia cristiana italiana y figura clave de la política de Italia durante la segunda mitad del siglo XX, habiendo ocupado una multiplicidad de cargos en ese período: ministro del interior, de finanzas, de hacienda, de defensa, de industria, de relaciones exteriores; y habiendo sido también, en tres ocasiones, presidente del Consejo de Ministros (1972-73, 1976-79 y 1989-92).

El punto de inflexión en su carrera política fueron las acusaciones de corrupción (vínculos con la mafia italiana) a las que se le sometió en el lapso que recorre su último trienio como Primer Ministro (1989-1992), escándalo político-judicial del que se derivaría el colapso del sistema político italiano de posguerra y que habría de desembocar en el surgimiento de Silvio Berlusconi.

Esta compleja y enredada trama de poder, secretos, intrigas, liquidaciones (asesinatos) y vínculos entre el poder público y los poderes fácticos económicos y criminales (politici, imprenditori e mafiosi) constituye el centro de atención de la película de Sorrentino, mostrándonos con detalle, minuciosidad y un notable ingenio fílmico y fotográfico, los mecanismos caracterológicos y psicológicos de un Giulio Andreotti convertido en sorprendentemente impertérrito vértice o centro de anudamiento de una estructura de poder estatal en donde se empalman planos de intereses nacionales e internacionales que podría hacer a cualquiera perder el juicio o, por lo menos, vivir en crisis nerviosa permanente. En medio de esa sorprendente tempestad de poder, ambición y traiciones, hay al parecer, en la vida privada de Andreotti, tan sólo unas cuantas preocupaciones fundamentales: su migraña, su mujer y los recuerdos, estos sí tormentosos, de su antiguo, querido y desde distintos frentes traicionado compañero de partido: Aldo Moro. Todo lo demás (asesinatos, corrupción, la mafia, el ejercicio cínico del potere, sus vínculos con el mal en definitiva) parece serle indiferente a Andreotti. Y es esto lo que lo hace una figura fascinante, pero no ya por las determinaciones psicológicas de esa sorprendente imperturbabilidad, sino por las claves filosófico políticas que en la película se nos ofrecen y que nos permiten entender por qué serie de ideas, por qué razón política le es posible a él mantener esa imperturbabilidad. Esa razón política es la razón del catolicismo político y su relación –o su capacidad para encararse– con el mal.

¿Cómo es posible que un hombre de profundas convicciones católicas (bondad, amor, humildad, condena de la soberbia) se haya vinculado con la mafia, con el mal por antonomasia de nuestro tiempo, según nos lo muestra Sorrentino en Il Divo? Acaso muchos izquierdistas laicos y anticlericales, éticos y transparentes lleguen a una respuesta evidente y lapidaria: porque el cristianismo, y sobre todo la Iglesia católica, son manifestaciones, ellos mismos, del mal. Desde esta lógica les quedaría allanado el terreno para enjuiciar categóricamente a la Iglesia católica por su hipocresía, por su doble moral y por su asociación con el poder. Y Andreotti no sería otra cosa que la encarnación más cínica de esa doble moral y de esa voluntad enferma de poder.

Pero nos parece que las cosas pueden explicarse a otra escala problemática. La solidez o imperturbabilidad de un católico como Andreotti no se explican por su militancia demócrata cristiana, se explican por su entendimiento del catolicismo político en tanto que heredero del racionalismo del orden romano universal, que es un racionalismo que desborda por todos los lados a la Democracia cristiana contemporánea (que nace apenas a fines del siglo XIX).

La estabilidad de Andreotti provendría no ya de sus determinaciones caracterológicas o psicológicas, mucho menos por un cinismo subjetivo y vulgar, sino de la estabilidad de la estructura histórico-universal de la que participaba, el catolicismo político, y que le permitía apreciar en su justa escala a otras magnitudes históricas, como era la magnitud histórica de la Unión Soviética atea.

¿Cómo era y es posible encarar el mal, más que desde la Democracia cristiana, desde el catolicismo político? A través de la solidez y amplitud dialéctica de la lógica trinitaria católica que desborda el dualismo maniqueo entre bien y mal, y que se sitúa a la base de lo que Carl Schmitt llama, en un texto fundamental titulado Catolicismo y forma política, la complexio oppositorum de la Iglesia católica. Al hablar de la pasión anticatólica, dice Schmitt lo siguiente:

«Creo que esa pasión anticatólica sería infinitamente más profunda si se comprendiera en toda su extensión en qué medida la Iglesia católica es una complexio oppositorum. No parece que haya contraposición alguna que ella no abarque. Desde hace mucho tiempo se gloría de unificar en su seno todas las formas de Estado y de gobierno, de ser una monarquía autocrática cuya cabeza es elegida por la aristocracia de los cardenales, en la que, sin embargo, hay la suficiente democracia para que, sin consideración de clase u origen, como lo formuló Dupanloup, el último pastor de los Abruzos tenga la posibilidad de convertirse en ese soberano autocrático. Su historia conoce ejemplos de asombrosa adaptación, pero también de rígida intransigencia; de capacidad de resistencia varonil y de flexibilidad femenina; de orgullo y humildad extrañamente mezclados. Es apenas concebible que un riguroso filósofo de la dictadura autoritaria, el diplomático español Donoso Cortés, y que un rebelde como Padraic Pearsem, entregado con bondad franciscana al pobre pueblo irlandés y aliado fervientemente con los sindicalistas, fuesen ambos piadosos católicos. Pero también en lo teológico domina por doquier la complexio oppositorum.» (Carl Schmitt, Catolicismo y forma política, Tecnos, Madrid, 2000, pp. 8 y 9).

El racionalismo católico, al ser trinitario, hace posible una mayor inteligibilidad del mundo en sus múltiples y variantes estratos de mediación/configuración. Aun viendo las cosas desde un punto de vista materialista ateo, como el nuestro, la clave estaría en apreciar, fuera de la fe, la capacidad del mapa filosófico-teológico católico para incorporar la complejidad del mundo (moral, histórico, político, social) en estructuras en donde esa complejidad cobra el mayor sentido posible. Es la diferencia entre la interpretación alegórica y la literal de la Biblia, que diferencia al católico del protestante. El protestante quiere prescindir del sacerdote y apelar literal (directamente) a la Biblia, pero la Biblia «no dice nada» (Chesterton), necesita de la interpretación alegórica, necesita de mediación, y esa mediación es, precisamente, la Iglesia católica (que es la teología, la racionalidad filosófica).

Belloc dice que la herejía es precisamente una simplificación de una doctrina; cuando simplificas, quitas complejidad al mundo, pero no para entenderlo, sino para quedarte perdido en la ingenuidad o en la inocencia de la ignorancia. Y la simplificación es lo que conduce a la anarquía, que es, digámoslo así, un reduccionismo monista que ve sólo un aspecto de la realidad.

Antonio Gramsci, hablando de Charles Maurras, lo anota también en esa formidable e inagotable fuente de sabiduría política que son sus Cuadernos de la Cárcel:

«Maurras odia el cristianismo primitivo (la concepción del mundo contenida en los Evangelios, en los primeros apologistas, &c., el cristianismo hasta el edicto de Milán, en suma, cuya creencia fundamental era que la venida de cristo había anunciado el fin del mundo y que por tanto determinaba la disolución del orden político romano en una anarquía moral corrosiva de todo valor civil y estatal), que para él es una concepción judaica. En este sentido Maurras quiere descristianizar la sociedad moderna. Para Maurras la Iglesia católica ha sido y será cada vez más el instrumento de esta descristianización. Él distingue entre cristianismo y catolicismo y exalta a este último como la reacción del orden romano frente a la anarquía judaica. El culto católico, sus devociones supersticiosas, sus fiestas, sus pompas, sus solemnidades, su liturgia, sus imágenes, sus fórmulas, sus ritos sacramentales, su jerarquía imponente, son como un encantamiento saludable para domar la anarquía cristiana, para inmunizar el veneno judaico del cristianismo auténtico.» (Cuaderno 5, Cuadernos de la cárcel, Era, México, varias ediciones).

Desde nuestro punto de vista, Gramsci, agudísimo lector de Maquiavelo, está entendiendo a Maurras en el momento en que se detiene en señalar la necesidad de mantener el orden político, que en la historia no es otra cosa que Roma y su heredera, la Iglesia católica. Unamuno también lo entendió, al decir que ésta no era otra cosa que filosofía griega y Derecho romano. Razón y Derecho. Ratio y eutaxia.

Todos estos autores, Schmitt, Maurras, Gramsci, entienden con Maquiavelo lo que es el Estado y la necesidad ontológica de producir y estabilizar un orden político determinado (para mantenere lo stato, precisamente), y saben también que la configuración de ese orden es una tarea de alta política, y que no puede haber nunca alta política sin arcanum políticos, sin secretos de Estado, cosa imposible de ser entendida desde el idealismo infantil de la transparencia democrática, que es, como hemos dicho ya, una de las variables fundamentales de ese estado infantil de ingenuidad política a la que el fundamentalismo democrático se empeña en conducir de la mano a los ciudadanos consumidores satisfechos de las democracias homologadas del occidente liberal capitalista.

Están estos autores en todo caso en la misma escala filosófica, que desborda de todo punto y por lo demás la dicotomía maniquea y reduccionista de izquierdas y derechas. Y es esta la escala, que podemos muy bien llamar estratégica, aquella desde la que la figura que de Andreotti nos ofrece Sorrentino se nos aparece con toda su carga de fascinación y de interés políticoen la medida precisa en que,al margen de su filiaciones ideológicas,su vida y praxis política se nos ofrece como un ejemplo magnífico de fenomenología del poder del Estado.

Volvamos a Schmitt, que nos da más claves para entender esa capacidad de estabilización política del racionalismo católico trinitario:

«En la Doctrina de la Trinidad, al monoteísmo judío y a su absoluta trascendencia se han agregado tantos elementos de una inmanencia de Dios, que también aquí son pensables algunas mediaciones… La tesis fundamental a la cual se pueden reducir todas las teorías de una filosofía anarquista de la sociedad y del Estado, esto es, la oposición entre el hombre «bueno por naturaleza» y el «malo por naturaleza», esta cuestión decisiva para la teoría política, no se halla de ninguna forma contestada en el dogma tridentino con un simple sí o no; antes bien, a diferencia de la teoría protestante de la total corrupción de la naturaleza humana, el dogma habla sólo de una lesión, debilitamiento u oscurecimiento de la naturaleza humana y, en consecuencia, permite en la práctica algunos escalonamientos y acomodaciones.» (p. 9.)

Y luego dice más adelante:

«Del mismo modo que el dogma tridentino desconoce el desgarramiento protestante entre naturaleza y gracia, así el Catolicismo tampoco entiende apenas todos esos dualismos entre naturaleza y espíritu, naturaleza y entendimiento, naturaleza y arte, naturaleza y máquina y sus pathos cambiantes. La síntesis de tales antítesis permanece ajena al Catolicismo, lo mismo que el contraste entre la Forma vacía y la Materia informe; así, la Iglesia católica es algo distinto de aquel «tercio superior» (por lo demás siempre ausente) de la filosofía alemana de la naturaleza y de la historia. Con la Iglesia no congenia la desesperación de la antítesis ni el orgullo ilusionado de sus síntesis.» (págs. 13 y 14.)

Hay un momento fundamental en la película, en donde Andreotti se sienta con solemnidad pontificia para dar inicio a un imaginario diálogo con su esposa y en donde expone las claves de su razón política. Lo que le dice es esto:

«Livia, tus ojos vivaces me deslumbraron una tarde de verano en el cementerio. Elegí ese extraño lugar para pedirte matrimonio. ¿Recuerdas? Sí, ya sé, lo recuerdas. Tus inocentes, vivaces, y encantadores ojos no sabían, no saben ni sabrán. No tienen idea de los hechos que el poder debe cometer para asegurar el bienestar y el desarrollo del país. Por demasiado tiempo ese poder fui yo. La monstruosa e impronunciable contradicción: perpetrar el mal para garantizar el bien. La monstruosa contradicción que me hizo cínico. Tus vivaces e inocentes ojos no conocen la responsabilidad. La responsabilidad directa y la indirecta por toda la carnicería en Italia desde 1969 a 1984, que dejó exactamente 236 muertos y 817 heridos. A todas las familias de las víctimas les digo que confieso. Confieso que fue mi culpa, mi culpa, mi grandísima culpa. Lo diré, aunque no sirva de nada. El caos para desestabilizar el país. Para provocar terror. Para aislar a los extremistas y fortalecer los de centro como el Demócrata Cristiano. Se le llamó la «Estrategia de Tensión». Sería más correcto decir «Estrategia de Supervivencia». Roberto, Michele, Giorgio, Carlo Alberto, Giovanni, Mino, el querido Aldo, por vocación o necesidad, todos amantes de la verdad. Todas las bombas detonadas en silencio. Y todos ellos pensando que la verdad es lo correcto. Pero esto es el fin del mundo. No podemos permitir que se destruya el mundo en el nombre de lo que creemos correcto. Teníamos un deber, un deber divino. Debemos amar a Dios profundamente para entender cuan necesario es el mal para lograr el bien. Dios lo sabe, yo también lo sé.»

Giulio Andreotti fue absuelto de todos los cargos que se le imputaron. Desde 1991, es senador vitalicio. En la película aparece casi siempre vestido de negro u oscuro. Acaso lo haya hecho, y lo hace, porque sepa tan bien como Balzac que, así como el juez y el sacerdote están de luto –de luto por una sociedad en la que deben vivir a pesar de saber de la existencia, en su seno, del mal–, el político de Estado debe estarlo también.

 

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