Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 122, abril 2012
  El Catoblepasnúmero 122 • abril 2012 • página 2
Rasguños

Más allá de lo Sagrado:
un análisis del proyecto del mural de Jesús Mateo

Gustavo Bueno

Texto firmado por el autor el 5 de noviembre de 1998
y publicado en Pinturas Murales de Alarcón, Cuenca 1999, págs. 81-115.
(Sobre el mural de Alarcón: muralalarcon.org y su autor: jesusmateo.com)

Mural pintado por Jesús Mateo en la antigua iglesia de Alarcón (Cuenca)

Introducción

¿Qué está ocurriendo en Alarcón? Algo importante, sin duda, que tiene que ver, por un lado, con un templo cristiano (con la Iglesia de la Plaza Mayor), es decir, en principio, con algo vinculado al «Reino de la Gracia» y, por otro lado, con esa cosa tan arcana que llamamos «Cultura», incluso «Reino de la Cultura» (al menos, «lo que está ocurriendo en la Iglesia de Alarcón», está patrocinado por la institución más alta, a escala planetaria, que en nuestros días se consagra a cuidar del «Reino de la Cultura», a saber, la UNESCO).

Se comprende que un proyecto que es muy complejo, en la fase de proceso en la que se encuentra (comenzó hace cuatro años y quiere ser terminado al filo del año 2000) pueda ser analizado desde perspectivas muy distintas y a niveles muy diferentes.

Ante todo, cabría afirmar que el proyecto en ejercicio tiene mucho de proceso reductivo. Da por supuesta la reducción (descendente) de un templo a su condición de templo desacralizado; pero comprende también, sobre todo, la reducción (ahora ascendente) de ese templo desacralizado y «abandonado» a la condición de parte definida y valiosa del patrimonio del «Reino de la Cultura». Y, como en toda reducción (en este caso, se supone, de naturaleza ascendente), nos encontramos inmersos en un proceso circular, en la medida en la que su movimiento comprende dos sentidos concatenados:

(1) El sentido del movimiento que, partiendo del templo desacralizado (A), aunque conservando en su traza, al menos como «forma cadavérica», la estructura de una construcción sagrada, busca resolverse (como regressus) en una obra profana (pro-fanus = fuera del templo) pero valiosa (B).

(2) El sentido del movimiento que, desde la obra profana valiosa (B), vuelve al punto de partida (A) a fin de re-cobrarla, en el progressus, asimilarla a su «atmósfera»: sólo en este paso de B a A la reducción, en este caso ascendente, quedará plenamente consumada.

Ahora bien: el proceso de reducción que nos ocupa, es un curso circular que, sin embargo, discurre a varios niveles o, si se prefiere, que puede ser «interceptado» conceptualmente a diferentes niveles, de los que aquí consideraremos únicamente dos: el global (G) que considera al «Reino de la Cultura» como un «todo complejo», al modo de E. B. Tylor y el «categorial» (C), que se atiene a alguna de las categorías o partes específicas que constituyen el «Reino», tales como música, pintura, escultura, teatro, danza, literatura, &c.

Es obvio que, según el nivel o perspectiva de análisis que adoptemos las conceptualizaciones de ese «proceso que está ocurriendo en Alarcón», serán diferentes; y, lo que a muchos podrá parecer sorprendente, no meramente complementarias, sino incompatibles. En efecto, a la pregunta inicial (¿qué está ocurriendo –o que están haciendo– en la Iglesia de Alarcón?) las respuestas pueden aparecer en estos dos niveles o perspectivas:

Ante todo, la perspectiva global (G), a través de la cual, por cierto, encontrará satisfacción una gran parte del público. Desde esta perspectiva las respuestas se aproximarían a la fórmula siguiente: «una iglesia desacralizada, a pesar de estar situada en la Plaza Mayor de Alarcón; una iglesia que, tras haber estado durante décadas y décadas abandonada, por extrema incuria, a los servicios más prosaicos y groseros –almacén, garaje, basurero...– y que presentaba, ya desacralizada, un estado de descuido y ruina lamentable, ha sido salvada y, recuperada, si no como tal iglesia (a fin de ser devuelta al Reino de la Gracia), sí en su ‘morfología arquitectónica’, dentro de un ‘proyecto cultural’ capaz de incorporarla, con todos los honores, al Reino de la Cultura

Este primer grupo de respuestas globales, en el sentido dicho, deja, desde luego, indeterminada la naturaleza de los contenidos, es decir, de las diferentes categorías culturales de que se trata. Pero no ha de pensarse, por ello, que la «respuesta global» puede hacerse equivalente simplemente a una respuesta imprecisa o indeterminada y, en cierto sentido, preliminar. Por el contrario, lleva una intención definitiva, la intención de proclamar que la importancia y justificación del proyecto, reside en su carácter global. Esto es lo primero, y es secundario, o poco relevante (incluso impertinente), la determinación de la categoría del contenido de que se trate. Podría ser, tras el «adecentamiento» consiguiente que el templo desacralizado se destinase a la instalación de un museo arqueológico, o bien a una sala de conciertos, o a una biblioteca, o a una escuela de canto gregoriano. Para muchos efectos, ¿qué más daría? Lo importante es que un edificio de esas proporciones, aun desacralizado, recupere su decoro como una isla más delimitable en el mapa del «Reino de la Cultura».

Las respuestas globales son, además, en todo caso, las más decisivas en la práctica, las que orientan las alternativas más importantes que se abren en el momento de tener que tomar una decisión sobre el destino del «edificio abandonado»: ¿restaurarlo como iglesia o derruirlo para aprovechar sus sillares? Y, supuesto que no se va a restaurar como templo, ni menos aún va a ser derruido («dado el interés que conserva el edificio, y el buen estado de su fábrica, a pesar de haber sido desacralizado») ¿se va a destinar a fines «acordes con su anterior decoro», o bien se va a destinar a fines prosaicos o utilitarios (garaje, almacén...)? Lo importante será, entonces, esta decisión: «destinémoslo a un fin cultural». Después vendrá la determinación de la categoría cultural a la que se destina.

Pero también habremos de situarnos en la perspectiva (C) que hemos llamado categorial. En nuestro caso, una respuesta desde esta perspectiva, sonaría de este modo: «una iglesia abandonada de Alarcón, ya desacralizada, está siendo pintada en su interior de más de 1.300 m² con ‘pinturas murales’, por un artista de quien todos los expertos esperan mucho, Jesús Mateo.»

Tenemos que introducir aquí la precisión correlativa a la que hicimos a propósito de G. La respuesta que procede por la determinación de la categoría (la pintura, en este caso) pertenece a un grupo de respuestas diferentes de las englobadas en G, al menos en la medida en que no sea presentada como un mero detalle de tal grupo, sino en la medida en la que se nos ofrece directamente como respuesta categorial. No se trata de una sutileza, como acaso podrá pensar quien está ingenuamente inmerso en lo que en otra ocasión hemos llamado el Mito de la Cultura. En efecto, el «mito de la Cultura» se manifiesta, entre otras formas, por una sustantivación de un supuesto «Reino», la Cultura, y en la atribución a esta idea sustantivada de la condición de «fuente de los valores». Sus partes, en efecto, alcanzarán su valor y su prestigio, precisamente como partes o súbditos de ese reino, por analogía a lo que ocurría con el precursor «Reino de la Gracia»: si el bautismo, la extremaunción, o cualquier otro sacramento alcanzaban su dignidad sobrenatural, no era tanto en virtud de las propiedades del agua o de aceite aplicadas a los cuerpos de las personas, sino en virtud de que a través de estos instrumentos sacramentales operaba la Gracia santificante.

En cualquier caso, tanto la perspectiva G, como la C, han de poder ser re‑corridas en el sentido (1) y en el sentido (2). Lo que nos permite organizar nuestro análisis «de lo que está ocurriendo en Alarcón» según cuatro momentos, o cursos, o tipos de conceptualización que, aun teniendo lugar simultáneamente, y siendo propiamente inseparables son, sin embargo, disociables. Son los siguientes:

I. Conceptualizaciones globales (G) en el sentido de un regressus (1)
II. Conceptualizaciones globales (G) en el sentido de un progressus (2)
III. Conceptualizaciones categoriales (C) en el sentido de un regressus (1)
IV. Conceptualizaciones categoriales (C) en el sentido de un progressus (2)

Recorriendo, aunque sea muy rápidamente, estos cuatro cursos de la conceptualización, podemos esperar cubrir, en principio al menos, el campo. Por nuestra parte, los cursos I y II nos llevarán a resultados eminentemente críticos o, dicho de otro modo, nos llevarán a remover lo que consideramos conceptuaciones que, en lugar de conducirnos al fondo específico de nuestro asunto, sólo servirían para eclipsarlo. Sólo después de removidas estas conceptualizaciones globales, creemos estar en condiciones para emprender las conceptualizaciones que, a nuestro entender, pueden llevarnos a analizar, más profundamente, el gigantesco proyecto de Jesús Mateo.

Vista panorámica de Alarcón (Cuenca)

I. Primer Curso de la Conceptualización

El primer modo de conceptualizar el proyecto que Jesús Mateo está llevando a cabo, con una disciplina de hierro, en Alarcón podría ser formulado en estos términos:

«Se trata del proceso de transformación de la iglesia desacralizada que domina la Plaza Mayor de Alarcón en una obra justificada por su ‘excelencia cultural’, por cuanto ha recibido ya el patrocinio de la más alta institución internacional pertinente al efecto, a saber, la UNESCO.»

Esta fórmula corresponde, además, probablemente, a la conceptualización global más popular que se hace sobre el proyecto de Mateo, conceptualización que también es la utilizada, generalmente, por las instituciones que lo apoyan. La razón de la «popularidad» de esta primera forma de conceptualización es que ella encuentra facilitado su camino en la medida en que recorre el mismo curso histórico que (según una teoría que hemos expuesto ampliamente en otro lugar, El mito de la cultura) habría seguido el «Reino de la Gracia», que envolvía en las edades pasadas a los hombres (como envolvió a Miguel Angel cuando pintaba la bóveda de la Capilla Sixtina), hasta transformarse en el «Reino de la Cultura».

Pero ¿cuál es el verdadero alcance de este proceso de desacralización? ¿Acaso el simple proceso de pérdida de la Gracia, entendido en términos meramente negativos? De-sacralizar es, en efecto, un concepto puramente negativo; lo que significa que su alcance sólo puede medirse en función del alcance que se haya atribuido a una previa sacralización. Estamos así ante un problema filosófico absolutamente general, el problema de la conexión entre las categorías artísticas y las categorías religiosas de la cultura humana. ¿Hasta qué punto cabe admitir una intersección profunda entre una obra artística y una actividad religiosa? Si la intersección fuese profunda ¿no habría que concluir que la desacralización de una obra de arte religiosa arruina también el valor artístico de esa obra? ¿Cómo puede «entender» un ateo el Ave María de Vitoria? Y si lo entiende, ¿no será porque los componentes religiosos del Ave María pueden considerarse como adherencias postizas a su estructura musical? Supongamos que intentamos definir el proceso de desacralización de un templo en términos positivos, corpóreos, como puedan serlo los que tienen que ver con rociarlo de agua bendita, instalar en él reliquias de santos o incluso el mismo Corpus Christi. En estos casos, la desacralización se producirá cuando se evapore el agua bendita, o cuando retiremos del templo las reliquias o el Corpus Christi. Quedará, sin duda, la traza del templo, como permanece en el cadáver la forma cadavérica. En una religión secundaria el templo puede ser aún casa del numen divino; difícilmente podría serlo en una religión superior. Decía, en pleno siglo IV, Eustacio de Sebaste: «¿Cómo encerrar a Dios, que es ubicuo, en el templo?» El Concilio de Cangres, respondió: «No encerramos a Dios en el templo, sino a los fieles en él». Pero si esto fuera así, resultaría que el templo, en su estructura arquitectónica real, no podría ser más sino un edificio para acoger a la asamblea, a la sinagoga: su estructura será la genérica del edificio asambleario, sin ser por sí intrínsecamente religioso.

Ahora bien, si la Gracia es un don del Espíritu Santo, de naturaleza metafísica, para quien no sea creyente, la desacralización del templo no podrá tener un alcance empírico, positivo, interno a la fábrica; a lo sumo, el alcance de esa desacralización negativa sólo podrá medirse con criterios externos (denominaciones extrínsecas o, si se quiere, administrativas o burocráticas): el templo desacralizado es el que ha dejado de pertenecer al fuero del Obispo, o del Papa, dejando abierto el camino para intervenciones de naturaleza civil o militar. Y, a fin de cuentas, el templo de Alarcón, aunque desacralizado en este sentido, no se ha arruinado. Simplemente ha sido abandonado por los fieles y por los pastores; acaso les fue expropiado; lo cierto es que fue entregado a usos prosaicos, como hemos dicho. Al perder su condición de «Isla» del «Reino de la Gracia», resultó descuidado, y desgraciado; bastaría «adecentarlo», para devolverle la Gracia, en la forma de Cultura.

Advertimos, mediante este rápido análisis preliminar, cómo el concepto negativo de desacralización sólo cobra su significado en función de una sacralización previa, como ya hemos dicho. Sólo es posible desacralizar lo que ya es sagrado. Y si por sagrado sobreentendemos una condición tan extrínseca al templo como pudiera serlo «estar sometido a la jurisdicción del ordinario», entonces se comprederá que desacralización no afecte internamente a la estructura del templo, sino sólo por denominazación extrínseca. Ahora bien, es obvio que semejante concepto de desacralización, no sólo es negativo, sino superficial, y aun frívolo, si con él se pretende agotar el concepto; y esto dicho sin perjuicio de reconocer la importancia pragmática del concepto negativo, puesto que sólo tras esta desacralización jurisdiccional, extrínseca, el templo de Alarcón podría haber sido objetivo del proyecto de Jesús Mateo.

Pero ¿y cómo podría «quien no cuenta con lo sagrado como realidad» entender cómo la Gracia santificante pueda tener algún efecto interno en la estructura arquitectónica del templo? ¿Cómo un epifenómeno puede afectar a una mole arquitectónica?

Apresurémonos a constatar que la rúbrica «quien no cuenta con lo sagrado del templo» no solamente cubre a los impíos o a los ateos; cubre, sobre todo, a muchos creyentes, y aun creyentes fanáticos, cuya dogmática (en concreto la dogmática dualista del cuerpo y el espíritu, la de lo finito y lo infinito) les conduce a negar de plano que algo que tiene una contextura corpórea y finita (como pueda serlo una mole arquitectónica o cualquier otra obra artística plástica) pueda considerarse sagrado. En los casos más radicales incluso se negará que la naturaleza corpórea pueda tener un reflejo de lo sagrado. Todo lo que se llama sagrado, y recae en realidades corpóreas y finitas, habrá de ser considerado como superstición indigna. Por ello, el movimiento orientado a la desacralización del arte no ha comenzado en ámbitos racionalistas sino religiosos, y de religiones superiores. En el judaísmo, con la condenación por Moisés del becerro de oro (Exodo 32); pero también en las corrientes radicales cristianas, o musulmanas, y en el estallido del iconoclasmo, durante los siglos VIII y IX, en la época del emperador León III y sucesores. ¿Y en qué consistió la desacralización? En retirar las esculturas, las pinturas de los templos, en raspar los frescos de las paredes de las basílicas; en expulsar a los artistas (a los pintores, a los escultores, a los orfebres) de los templos. Muchos de estos artistas tuvieron que emigrar hacia Occidente, a territorios católicos. Acaso «los ángeles» que se le aparecen a Alfonso II de Oviedo, para fabricar la célebre cruz, fueron dos de estos orfebres expulsados de Bizancio, en busca del apoyo de los cristianos «heterodoxos», es decir, de aquellos cristianos que, creyendo que Cristo es algo más que una teofanía de la segunda persona y que su cuerpo es él mismo sagrado, admitían la posibilidad de representarlo por pinturas o por esculturas.

Pero en realidad ¿no ocurre que lo sagrado recae sobre los cuerpos o sobre los templos, no como una denominación extrínseca, sino como un componente interno suyo? La prueba es que aquellos «talibanes cristianos ortodoxos» de Bizancio que raspaban las pinturas murales de Santa Sofía, estaban reconociendo que allí estaba lo sagrado, aunque tuviera un signo diabólico; como cuando Fray Toribio de Benavente, «Motolinia», al ver los templos aztecas y al espantarse ante la Gran Sierpe emplumada [Quetzalcoatl] creía que esa figura estaba inspirada por Satán. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que sacrum no es sólo lo divino; también lo demoníaco puede ser sagrado y maldito, como ocurre en el auri sacra fames. Los sagrado, por tanto, parece que puede afectar no sólo a la decoración del templo, sino también a la estructura de su fábrica. Un templo será una casa, pero será la casa de los dioses o de los númenes: su mismo tamaño, disposición y proporciones lo conformarán como algo destinado a cobijar a unos seres no humanos que imprimirán, por tanto, al edificio una estructura distinta de la que es propia de las estructuras profanas.

Los númenes, sin embargo, evolucionan: comienzan siendo animales, se les encierra en edificios característicos dispuestos para su adoración. Todavía en el siglo II, Celso los describe así: «cuando uno se acerca a ellos [a los templos egipcios] contempla espléndidos recintos sagrados y bosques, grandes y bellas puertas, santuarios maravillosos, soberbios peristilos y hasta ceremonias que infunden religioso temor y misterio; pero una vez que está uno dentro y que se ha llegado a lo más íntimo se encuentra con que es un gato, un mono, un cocodrilo, un macho cabrío, o un perro lo que allí es adorado».

Más tarde, los númenes se instalarán en los cielos y los templos comenzarán a ser únicamente habitaciones simbólicas de númenes incorpóreos, de héroes o de santos.

En realidad, el concepto de lo sagrado desborda, no sólo el campo de lo divino (al aplicarse a lo diabólico), sino también al campo de la religiosidad. Diremos aquí, simplemente, que lo sagrado es un término capaz de extenderse a todos los sectores del «espacio antropológico» (un espacio tridimensional en torno a tres ejes ortogonales que venimos denominando ejes circular, radial y angular –quien quiera informarse sobre estos asuntos puede leer El animal divino, 2ª edición, págs. 200-ss). Ahora bien, hemos convenido en llamar santo al sacrum que se hace presente en el eje circular: según esto, lo santo es fundamentalmente un predicado de los sujetos humanos o asimilados. Llamamos, en cambio, numinoso al sacrum que se manifiesta en el eje angular, por ejemplo, en los animales de los templos egipcios que nos describe Celso. Y llamamos fetiches al sacrum que tiene que ver con eje radial (principalmente con minerales conformados poliédricamente –diamantes, piedras preciosas–, con volcanes, astros, pieles mineralizadas, postes totémicos, &c.).

Desde nuestras premisas filosóficas sobre la religión nos vemos obligados a dejar de lado los dilemas relativos a si la religión tiene o no necesidad de templos. Los templos aparecen propiamente en la fase de las religiones secundarias; en las religiones primarias no hay templos, sino «lugares sagrados» naturales (una cueva, un árbol). Los templos son característicos de las religiones secundarias, como casas de los dioses. Cuando el templo se torna problemático desde el punto de vista religioso, es en las religiones terciarias, y basta citar, una vez más, el caso de Eustacio de Sebaste.

Ahora bien, en la realidad histórica los templos pueden ir acumulando soportes sagrados de religiones en fases diversas de su desarrollo. De este modo, en un templo cristiano del presente podemos encontrar no sólo representaciones de lo sagrado numinoso (pongo por caso, ángeles y arcángeles dotados de alas –es decir, figuras de estirpe genuinamente zoomórfica–, querubines o serafines), sino también santos y, en menor medida, fetiches.

Según esto, la desacralización de un templo puede significar simplemente extraer de él los santos, los númenes y los fetiches, con objeto de reducir al templo a la condición de «recinto cultural». Lo que será más difícil de reducir son los componentes arquitectónicos constitutivos de la fábrica del propio templo que mantengan de modo indeleble referencia a diversos modos de lo sagrado. Porque, aun desacralizado, el templo seguirá conservando la forma del templo, como el cuerpo del difunto conserva su forma cadavérica, la huella del cuerpo viviente del que procede.

La antigua iglesia de la Plaza Mayor de Alarcón (Cuenca)

II. Segundo Curso de la Conceptualización

Una vez resuelta negativamente, en el regressus, la desacralización del templo, y reducido a la condición de recinto cultural ¿cómo reducir positivamente al templo desacralizado, es decir, cómo incorporarlo a esta su nueva condición? Es esta una cuestión que no tiene respuesta global posible. La respuesta depende de los contenidos sustitutivos y obliga a determinar los contenidos.

Por ejemplo, la desacralización del templo podría consistir en dejarlo «a la intemperie» de forma que en él pudiesen entrar, además de ladrones de tesoros, animales o alimañas. El templo habría sido abandonado, desacralizado; pero su fábrica y su mobiliario deberían pasar a formar parte, por lo menos, del patrimonio de un «Estado de cultura». En una palabra, el Estado debiera custodiar el templo desacralizado. Pero ¿desde qué perspectiva?, es decir, ¿cómo se redefinirá ese cadáver religioso a fin de poder ser recuperado? De muchas maneras; he aquí una de ellas, por lo demás sumamente curiosa (y que ya hemos citado en otras ocasiones): el proyecto de ley presentado a las cámaras francesas de 1825, según nos informa el abate Lammenais: «Hasta ese tiempo no pudieron los tribunales castigar los robos cometidos en las iglesias porque según nuestros códigos [revolucionarios] se consideraba la casa de Dios inhabitada. Asustado el gobierno [de Luis XVIII] en 1824 con el excesivo número de robos sacrílegos que se cometían en Francia propuso asimilar los templos a los lugares que sirven de asilo a nuestros animales domésticos o, según la expresión del señor Obispo de Troyes, elevó a los templos a la dignidad del establo».

La dificultades y paradojas se producen, por tanto, cuando a las cosas sagradas encerradas en el templo se les atribuye un alto valor artístico, arqueológico, económico, por tanto, cultural; por lo que desacralizar un templo, para reducirlo después a la condición de recinto cultural (por ejemplo, a la condición de museo) no significará otra cosa sino sustituir, por ejemplo, las tallas de los santos cristianos por tallas de políticos o atletas olímpicos; de sustituir los fetiches por otros objetos inanimados que, por cierto, cobrarán allí el carácter de fetiches. O más sencillamente todavía: transformar las tallas de los santos o de los fetiches, dejándolas intactas, mediante una «transformación idéntica» desde el punto de vista plástico, en tallas o fetiches secularizados: la desacralización será aquí simplemente una «profanación», paradójica porque tiene lugar en el recinto mismo del templo. Es el caso límite en el que el templo, como recinto en el que habita lo sagrado, se desacraliza mediante su «transformación idéntica» en museo. De hecho los museos son conocidos, a veces, como «templos de la cultura». Todo seguirá lo mismo o muy similar: la única transformación no idéntica es la que tendrá lugar en la conducta de los visitantes: la conducta de adorar, propia del templo, se transformará en la conducta de admirar, propia del museo; sin perjuicio de que en muchos casos no se sabrá muy bien si el que está en el museo admira o adora.

¿Pueden dar cuenta este tipo de conceptuaciones del proyecto de Alarcón? A nuestro juicio no, en modo alguno. Las reducciones o desacralizaciones globales negativas o positivas poco tienen que ver con el proyecto de Jesús Mateo, tal como lo entendemos. Más aún, lo ocultan. Sin perjuicio de ello, es este tipo de conceptualizaciones el que inspira la mayor parte de las interpretaciones publicadas en torno al proyecto de Alarcón.

Pero si el proyecto es más profundo, su alcance también será distinto. Y, si ello fuese así, tendríamos que rechazar todas aquellas interpretaciones orientadas a encarecer y justificar el proyecto de Alarcón desde la perspectiva global «de la Cultura». Aunque estas interpretaciones concedan todo lo que se quiera a la «excelente calidad del trabajo» resultaría que lo que con esto se está apreciando es la obra en su condición de contenido del «Reino de la Cultura», o si se prefiere el prestigio reflejado en la obra por su condición de proyecto protegido por la UNESCO. Pero ¿acaso la importancia del proyecto de Alarcón no puede ser entendida a partir del propio proyecto, abstrayendo su condición de proyecto cultural? Es como si una institución que ha decidido disponer una costosa representación de La flauta mágica sólo pudiera justificar su decisión por lo que dicha representación implicase en orden a la promoción de la cultura de la ciudad.

Pero no es la «Cultura» lo que confiere prestigio e importancia a La flauta mágica, sino que es la obra de Mozart la que confiere valor y valor reivindicativo al «Reino de la Cultura», puesto que ese Reino está muy necesitado de esa reivindicación, si tenemos en cuenta que de él también forman parte realizaciones culturales tan horrendas o siniestras, como puedan serlo la silla eléctrica o un concierto de rock de Michael Jackson.

Mutatis mutandis nos parece necesaria una labor previa dirigida a apartar el género de encarecimientos globales y, por ello mismo, retóricos, del proyecto de Jesús Mateo, basados en la apelación «a la cultura». Sólo tras esta tarea de desbrozamiento tendremos acaso abierto el camino hacia el lugar del que mana la fuente de los genuinos valores del proyecto de Alarcón. El lugar de esta fuente no es la Cultura, sino la Pintura, la pintura mural que Jesús Mateo está desplegando en los muros y bóvedas de la Iglesia desacralizada de San Juan Bautista de Alarcón.

Mural de Jesús Mateo en Alarcón (Cuenca)

III. Tercer Curso de la Conceptualización

Esta tercera vía de la conceptualización del proyecto de Alarcón se nos abre en el momento en que ponemos el pie en los materiales categoriales con los cuales el proyecto trabaja, a saber, un templo de traza clásica herreriana, desacralizado y dispuesto para ser reducido a la condición de espacio en el que podemos ver, quienes vivimos en 1998, cómo está saliendo a la luz el gigantesco mural de Jesús Mateo.

Este modo «categorial» de ver las cosas nos permite, por de pronto, redefinir con mayor rigor operatorio (y no retórico) el significado que la desacralización, en su fase negativa, del templo de Alarcón puede tener en el proceso mismo de reducción a la condición de espacio pictórico. Pues no se trata de un templo gótico, por ejemplo, en el que una intervención pictórica hubiera de canalizarse como una decoración basada en cuadros colgados de las pilastras o en una recreación de las vidrieras. Aquí estamos ante un templo herreriano que, por su estructura arquitectónica y sus «proporciones abarcables» por una mirada continua sucesiva («musical»), hace posible realizar la idea de una pintura mural (cuyos contenidos habrá que especificar) capaz de «envolver desde dentro» al templo en su totalidad hasta el punto de poder lograr «reabsorberlo» en el ámbito intencional de sus nuevas morfologías cromáticas.

«Templo herreriano» significa, en este caso, un recinto arquitectónico que, bien asentado en el suelo, en la tierra de Proserpina, según el canon grecorromano, se estructura ópticamente (sin entrar en consideraciones arquitectónicas) en función de rectas verticales (los contrafuertes) y horizontales (en este caso, la cornisa que corre a su alrededor como «anillando» las verticales de los contrafuertes), y un rectángulo cubierto por una bóveda de cañón que aparece «segmentada» por arcos fajones que se corresponden con los contrafuertes; con ellos se forman cuatro capillas (tanto en el muro norte, frente a la puerta de entrada, como en el muro sur) que dan lugar a otros tantos lunetos con-formados por encima de la cornisa. No hace falta decir que los muros norte y sur que constituyen los lados del rectángulo arquitectónico están unidos por los muros este y oeste, correspondientes al altar mayor y al coro respectivamente.

Es este templo herreriano aquello que fue desacralizado. Y así podemos medir con la mayor precisión posible el alcance de esta desacralización negativa en una obra que va a ser incorporada o envuelta intencionalmente por un gigantesco mural. Porque la desacralización del templo de Alarcón, contemplada desde la perspectiva de un hombre bizantino de la época del emperador León III, podría verse sencillamente como un episodio más del iconoclasmo: vaciamiento de altares mayores y de coros, vaciamiento de capillas, extracción de tallas de santos y de cuadros, raspado de paredes. Desacralizar es ahora tanto como desnudar los muros y las bóvedas para quedarnos con el esqueleto arquitectónico. Pero todavía más, es bañar toda esta armadura interior de una pintura de imprimación que, sin perjuicio de que ella vaya siendo aplicada sucesivamente, conforme los enormes andamios van siendo desplazados alrededor de la iglesia, termina (la imprimación) por recubrir la integridad de la superficie del interior de templo (incluyendo la bóveda) con una suerte de «telón de fondo» que, podríamos decir, nos separa de modo definitivo de las figuras sagradas que pudieran haber estado allí «dando la cara».

Un mar uniforme y amorfo de imprimación va sepultando a todas estas figuras, como premisa necesaria para que ulteriormente puedan emerger de su seno, como brotando de él, las morfologías específicas que definirán el mural de Mateo.

La desacralización, por tanto, es la misma reducción interior del templo a la desnuda «armadura euclidiana» de rectas horizontales y verticales, de arcos y bóvedas de medio punto que constituyen su concavidad arquitectónica. Queremos, con estas palabras, «poner a trabajar» aquí una idea que sobre la esencia de la arquitectura hemos expuesto en otras ocasiones y que toma como criterio fundamental de inspiración la idea topológica de «concavidad» que es propia de una estructura corpórea (por tanto, tridimensional) y de magnitud tal que los hombres puedan entrar dentro de ella (Juan Battista Alberti vinculó certeramente la arquitectura al «movimiento de grandes masas»: «grandes» por relación a la escala de la talla de cuerpo humano, porque sólo en «espacios grandes» los hombres o los animales mastozoos pueden entrar en una concavidad arquitectónica). Una estructura corpórea orientada por la gravedad «hacia el centro de la Tierra», soportada en esa misma Tierra. Una fábrica arquitectónica es, sin duda, el resultado de una construcción operatoria, por tanto, emparentada con otras construcciones realizadas ya por invertebrados (insectos, principalmente) o por vertebrados, sin que por ello esas construcciones puedan ser llamadas, salvo por metáfora, construcciones arquitectónicas. ¿Dónde hay que poner la línea divisoria? Marx sugirió que la diferencia entre la obra de una abeja construyendo el panal y la obra de un arquitecto construyendo un edificio, estribaría en que la abeja no se representa previamente su resultado, mientras que el arquitecto debe representárselo previamente. El criterio ofrecido por Marx, mediante recursos mentalistas (que nosotros no podemos admitir) es susceptible, sin embargo, de ser «traducido» a contextos más positivos, desde una perspectiva materialista. Sencillamente diremos, que lo que el arquitecto se «re-presenta mentalmente» no será tanto la obra que proyecta (y que, por tanto, no existe) sino otras construcciones previamente dadas y confrontadas entre sí en un proceso de análisis de sus partes formales (tales como columnas, basas, ábacos, cornisas, capiteles, &c.) susceptibles de ser compuestas según unas normas que, de un modo u otro, han de estar gobernadas por las reglas de la geometría euclidiana (como el propio Alberti subraya también en su famosa definición de arquitectura). Esta sería la razón por la cual las teorías naturalistas de la arquitectura, en cuanto arte inspirado en conductas etológicas, o por lo menos primitivas (como pueda serlo la «cabaña originaria» en forma de templo griego que sugirió Laugier) merecerían ser consideradas como producto de la pura fantasía. Dicho de otro modo, la arquitectura, como categoría característica del «todo complejo» de las culturas humanas sólo podría considerarse como un arte realmente existente a partir de esa confrontación de construcciones y estilos diversos, por medio de la geometría, y concretamente de esa confrontación que culmina en el arte clásico (otra vez, seguimos a Alberti). Según esto, la arquitectura se opone a la escultura. Pero la escultura (que la inspiración idealista del Sistema de las Artes de Hegel concibió como «la entrada en la interioridad de Espíritu») se nos define en el sistema materialista de las artes que utilizamos, precisamente por su exterioridad, y por una exterioridad sin interior pertinente. En esto se asemeja la escultura a la pintura (aunque en la pintura su exterioridad es obligada en virtud del carácter superficial, es decir, bidimensional, de sus contenidos). Para decirlo rápidamente: carece de sentido «levantar las faldas» al retrato pictórico o escultórica de una mujer vestida para ver lo que tiene debajo; porque en estos retratos todo lo que tiene que decir el artista ha de decirlo a través de su exterioridad. Carece de sentido estético intentar investigar «qué hay dentro de una cabeza de mármol», aunque sea la de Aristóteles o la del Pensador de Rodin, porque esas cabezas, en su exterior, pueden ser muy hermosas, «pero sin seso».

En cualquier caso, y mientras que la escultura o la pintura excluyen formalmente la concavidad interior, la concavidad constitutiva de la obra arquitectónica no excluye su convexidad correlativa: la fachada, y aun la propia fábrica arquitectónica, pueden desempeñar desde el exterior, la función de una gigantesca escultura.

Hemos esbozado estos criterios de distinción entre la arquitectura, la pintura y la escultura (cuya discusión es insoslayable para cualquier teoría sobre los límites de las artes en el sentido del Laoconte de Lessing) porque sólo en función de ello podríamos dar cuenta de una de las peculiaridades que nos parecen más interesantes en el mural de Alarcón. A mi entender, el mural de Alarcón, tal como está siendo proyectado y ejecutado por Jesús Mateo, nos pone delante de una situación en donde los límites de los géneros de las artes plásticas experimentan una inflexión característica; una inflexión, además, que podría ponerse, por cierto, en el polo opuesto de las inflexiones pretendidas por algunas intervenciones practicadas en los últimos años (por Christos y otros) en obras arquitectónicas del volumen del Puente de Alejandro III de París, o de una catedral: una intervención que consiste en «envolver», o «empaquetar» desde su convexidad a esos volúmenes por medio de una cubierta continua. Al margen de los efectos psicológicos que estas intervenciones puedan tener (en el sentido de lograr una interrupción o cortadura temporal de la presencia continua de los monumentos, a fin de hacerlos desaparecer de la vista y poder volverlos a «saludar» más tarde, como si volvieran de un largo viaje) lo que aquí nos importa es constatar cómo, utilizando los criterios recién expuestos, el envolvimiento o empaquetamiento de una catedral o de un puente desde el punto de vista de su convexidad, equivale a la transformación de la obra arquitectónica en una obra escultórica.

Ahora bien, el mural de Alarcón, si hemos entendido algo de él, está proyectado como un gigantesco «telón interior y continuo» que va envolviendo intencionalmente, desde dentro, desde su «concavidad», al templo mismo, pero no desde fuera. Este efecto se consigue mediante el trazado de líneas primarias que, interrumpidas al llegar a los límites de una capilla, por los contrafuertes verticales, se continúan en la contigua; o bien, las figuras y sus líneas que son interrumpidas por la cornisa horizontal se continúan, siguiendo ritmos de trazado y de color entre los paños de las capillas y los lunetos. Todos los muros y, por supuesto, la concavidad constitutiva de la bóveda terminarán siendo acogidos desde dentro por esta suerte de oleaje pictórico intencional envolvente en el que las figuras del mural van desplegándose, insinuándose o haciéndose presentes de modo rotundo. En resolución, no podríamos decir que nos encontramos ante un proceso de transformación de la mole arquitectónica de Alarcón en una escultura a consecuencia de su envolvimiento desde su convexidad; estamos ante la transformación de la mole arquitectónica interior en un mural pictórico en el cual esta mole y, por tanto, el templo parece quedar reabsorbido y positivamente desacralizado al resultar envuelto por las propias pinturas. Desde el interior de la mole arquitectónica, que conserva en su armadura desacralizada la huella de un templo cuyo pretérito sacro se ha destilado en un presente en el que hemos podido recuperar su armadura de casa grecorromana (la casa de Dios y de los santos que han sido evacuados del recinto) estamos contemplando un despliegue exuberante de fenómenos cromáticos que lo envuelven. Es una situación sólo parcialmente similar a la de la caverna platónica. También en ella los hombres encadenados tienen frente a sí figuras zoomórficas o antropomórficas que desfilan ante sus ojos. Pero mientras la caverna de Platón permanece abierta por el hueco por donde entra la luz que transporta las imágenes que van a ser proyectadas en fondo de la caverna, como en una pantalla, aquí el mural rodea enteramente a «la cueva» y la luz que entra por ventanales residuales es blanca porque no transporta imágenes.

La continuación de la desacralización reductora de esta gigantesca obra pictórica implica la definitiva desacralización positiva del templo (de su armadura o esqueleto) y nos permite alcanzar, de algún modo, el entendimiento del significado de la reabsorción intencional, en el mural, del «cadáver del templo». Pero para ello es imprescindible tomar en consideración los contenidos mismos del mural y su concatenación y establecer la conexión intencional con el templo al que están envolviendo.

Mural de Jesús Mateo en Alarcón (Cuenca)

IV. Cuarto Curso de la conceptualización.

Llegamos así a una cuarta conceptualización que arranca del enfrentamiento entre el mural envolvente y la armadura arquitectónica envuelta. Pero la unidad de la obra de Jesús Mateo resulta, si no la entendemos mal, de la dialéctica entre estos términos. ¿Qué intrincación está teniendo lugar entre ellos?

Hemos definido la armadura arquitectónica desnuda (desnudada) como una mole corpórea (tridimensional) euclidiana; y podríamos, a continuación, definir, aunque aún de un modo muy genérico, las figuras pictóricas del envolvente como morfologías cromáticas clasificables, según criterios antiguos que, por cierto, el artista ha tenido presentes, en una trinidad de representaciones, a saber, la trinidad de las formas minerales, vegetales y animales, incluido el hombre. Ha de ser, por tanto, en este momento cuarto que estamos tratando de determinar en el proyecto de Alarcón, en el que culmine el proceso de desacralización del templo, porque sólo ahora podemos asistir a su reconstrucción en cuanto componente de la obra pictórica resultante, que ha logrado envolverle totalmente y que se enfrenta a esa armadura original en cuya concavidad tenemos que situarnos, sin embargo, para contemplarla.

Ateniéndonos a estos contenidos, así interpretados, la primera «tentación» es la de englobar los tres reinos a los que se supone pertenecen las morfologías cromáticas, en el rótulo «Naturaleza»; lo que nos llevaría, casi automáticamente (por el automatismo derivado de la oposición Naturaleza/Arte) a interpretar el templo, en cuanto fábrica o artefacto arquitectónico, como una parte del «mundo artificial». Incluso el artista parece haber manejado, en la concepción de su proyecto, esta oposición interpretando explícitamente las figuras de su mural como expresión de una «invasión intencional de la Naturaleza» que avanzando por todos los frentes de la mole arquitectónica van a hacerse presentes intencionalmente en su integral convexidad. También la Naturaleza estaría invadiendo el templo por su misma base: las formas cromáticas del mural aparecen directamente desde el suelo, sin zócalo interpuesto, como si estuvieran emergiendo de la «madre Tierra». Según esto, tendríamos cómo la Naturaleza estaba reduciendo, por fin, íntegramente al arte «encapsulando» a la fábrica arquitectónica, como si lo sagrado que ella conservase hubiera sido ya definitivamente digerido por el vendaval de esas formas y colores que traen el mensaje de «Naturaleza». Más aún, si interpretamos como «Naturaleza» el conjunto de morfologías cromáticas que rodean intencionalmente al artefacto desacralizado, estaremos a dos pasos de deslizarnos desde la oposición Mundo artificial/Mundo natural, a la oposición Cultura/Naturaleza.

Sin embargo, este análisis del mural de Alarcón me parece, considerado desde el punto de vista filosófico, puramente metafísico. Para decirlo todo me parece mitológico. Y mitológico por el sentido sustantivado que para este análisis es preciso atribuir a los términos Naturaleza y Cultura.

Desde la perspectiva filosófica, la del materialismo filosófico, en la que estoy situado al hacer este análisis, no puedo menos de tener en cuenta, que no sólo la idea de Cultura, tratada como un «Reino», es un mito oscurantista (heredero del mito del «Reino de la Gracia»), sino que también la idea de Naturaleza es un mito oscurantista, correlato riguroso de «el mito de la Cultura». Desde este punto de vista, resulta imposible aceptar la interpretación del mural de Alarcón en estos términos, y ello aunque hayan sido utilizados por el propio artista. Porque no es la primera vez que la lógica material misma de una obra auténtica, su finis operis, se abre camino a través de las propias representaciones inadecuadas que de ella tuvo el artista (como parte de su finis operantis). Don Quijote se abrió camino a través de ciertas «representaciones infames» que habría tenido Cervantes. La obra artística, según su proyecto objetivo, si tiene una lógica interna poderosa y no meramente metafísica, estará por encima de la voluntad o de las representaciones subjetivas del artista; y a medida en que la obra sea más valiosa, la obra se disociará cada vez más de las propias representaciones de su autor, y éste podrá decir, como le dijo Oscar Wilde al director de escena que le pedía rectificase uno de sus actos: «¿Quién soy yo para rectificar esta obra maestra?» O se le podrá decir al artista lo que Goethe dijo a un escultor: «Escultor, trabaja y no hables.»

También es verdad que esta «lógica interna de la obra» puede seguir actuando a través de las representaciones adecuadas del artista y aun debe actuar a través de ellas, puesto que en todo caso el artista ha de representarse prolépticamente y necesariamente su proyecto. Para decirlo en un contexto platónico la «fuerza divina» que mueve a Ión ha de abrirse camino a través de las propias representaciones subjetivas de Ión; representaciones que nunca tendrán por qué ser absolutamente extrañas al proyecto objetivo, a quien deberán acoger de un modo más o menos oscuro o confuso, pero suficiente, para que, en un momento dado, las «morfologías objetivas» se abran camino y consigan ajustarse a su debida figura: enseguida tendremos ocasión de ilustrar este punto, con el análisis de los querubines dispersos, de vez en cuando, en el mural (por cuanto ellos se hacen presentes en formas que podríamos llamar protozoarias).

En cualquier caso difícil sería mantener el esquema según el cual la armadura arquitectónica de Alarcón estaría desempeñando el valor funcional de la Cultura (en cuanto artefacto construido por los hombres bajo el gobierno de «artificiosas» normas geométricas), mientras que la pintura mural estaría desempeñando el valor funcional de la Naturaleza (una Naturaleza que «invade» por todos lados a las artificiosas estructuras arquitectónicas culturales). Sin embargo, a través de esta contraposición están actuando, sin duda, otras ideas y también en diverso grado de confusión (sin perjuicio de ello, con algún fundamento in re). Por ejemplo, el par de ideas Geometría/Morfología. El templo herreriano de Alarcón, se dice, una vez desnudado (desacralizado), es «pura geometría pétrea» (rectas horizontales y verticales, arcos de medio punto, bóvedas de cañón). Mientras que el mural nos ofrece una superabundante morfología cromática vinculada a las realidades naturales. Sin embargo, tampoco esta contraposición es sostenible literalmente. Concedamos que el cromatismo no sea geométrico; pero, en cambio, siguen siendo geométricas las «líneas primarias» del mural, aunque sean curvas, los contornos de sus morfologías, que no pueden desdibujarse –en el sentido de la llamada pintura abstracta– si no queremos que el mural desaparezca. No estamos, por tanto, delante de una oposición entre Geometría y Morfología (al parecer no geométrica), sino, por ejemplo, entre geometría de regla y compás (hablaríamos de «morfologías geométricas euclidianas», en atención a los primeros libros de los Elementos: triángulos, rectángulos, círculos) y geometrías proyectivas (transformaciones de curvas cónicas o de cualquier otro tipo, pero también expresables, en todo caso, mediante ecuaciones propias de la Geometría analítica). Definir como «geométricas» a las figuras trazadas con regla y compás (frente a otros géneros de figuras al parecer no geométricas, como si ello tuviera sentido) es una confusión parecida a la que padece quien llama «ciudades racionales» a las que tienen un trazado de calles y plazas obediente al «plano hipodámico» (frente a las «ciudades árabes», llamadas, a veces, irracionales o «vitales», porque sus planos recordarían el corte de un organismo viviente). Distinción absurda, porque el plano de una ciudad no hipodámica ha de cumplir unas normas de racionalidad funcional a través de sus curvas y transversales suficiente para que los ciudadanos puedan circular por sus calles, localizarse o ocultarse mutuamente; por el contrario, habría que considerar a Barcelona, pese a sus calles hipodámicas, con la ciudad más irracional desde el punto de vista geométrico euclidiano, dado que tiene una calle Diagonal y la diagonal es inconmensurable (es decir, de medida irracional, imposible de llevar a efecto por números racionales) con el lado del cuadrado.

Todo esto nos inclina a concluir que lo que está actuando en el fondo de la oposición entre «morfologías geométricas» y «morfologías no geométricas» es una distinción más profunda. La dificultad estriba en acertar con ella. Por mi parte tendría que apelar a la distinción de lo que en la teoría del cierre categorial denominamos estructuras α-operatorias y estructuras β-operatorias (distinción cuya exposición no es propia de este lugar). Las estructuras «geométricas» (euclidianas), sin perjuicio de ser resultados de múltiples operaciones físicas, con regla y compás, por tanto, sin perjuicio de su génesis β-operatoria, lograrán segregar estas operaciones (y con ellas al sujeto operatorio) desenvolviéndose, en consecuencia, en el plano terciogenérico de las esencias, preservadas del oleaje de las morfologías reales, dinámicas, en movimiento, las figuras en el mural cromático. Un mural que implica, en efecto, para ser contemplado adecuadamente, el movimiento del cuerpo y de los ojos: es imposible ver el mural, permaneciendo fijo en un punto de la iglesia; es preciso rotar la cabeza, levantarla, bajarla y seguir con los movimientos del cuerpo sus líneas primarias y secundarias. En este sentido, el mural de Alarcón podría ser considerado como una composición musical, una sinfonía en movimiento en la que el lugar de los sonidos está ocupado por los colores y el lugar de las líneas melódicas, por las líneas pictóricas, y en donde también hay acordes y marchas armónicas.

Ahora bien: una morfología dinámica, una pintura fluyente, «musical», como la de Alarcón se caracteriza porque ella no puede segregar al sujeto operatorio al que se enfrenta, como artista o como observador. Dicho de otro modo, las morfologías que el mural nos revela no son esencias, sino fenómenos, como eran fenómenos las imágenes de la caverna platónica. ¿Qué es lo que nos muestran estos fenómenos? ¿Respecto de qué entidades arcanas son ellos fenómenos?

No de la Naturaleza, en el sentido mítico de este término, si es que suponemos que ese término carece de contenido efectivo. Ni siquiera es necesario suponer que son fenómenos que dejasen traslucir, por sí mismos, aspectos de alguna realidad nouménica (incluso en su versión schopenhaueriana, acaso la más proporcionada al caso, puesto que en ella una Voluntad originaria y misteriosa se expresaría mediante Representaciones efímeras) o, como preferimos nosotros decir, algún aspecto de la materia ontológico-general. Lo único que podemos decir es que el mural nos ofrece una secuencia infinita (es decir, circular) de fenómenos y que lo primero que es preciso hacer para interpretarlo es analizar sus contenidos.

Aquí es donde los riesgos hermenéuticos alcanzan su grado más alto. Y, precisamente, en la perspectiva de lo que venimos llamando desacralización positiva. Porque si los fenómenos que el mural nos revela fuesen apariencias o representaciones de «figuras de la Naturaleza» y, eminentemente, de figuras de animales (equiparables a las figuras de los bisontes de Altamira, o, todavía más, a las figuras de las bóvedas de la Capilla Sixtina dibujadas por Miguel Angel), entonces estaríamos en el caso del retorno de los animales (o de figuras zoomórficas, en general) propias de la cueva primaria o del templo secundario al templo terciario geométrico desacralizado; estaríamos asistiendo al proceso en virtud del cual unas figuras numinosas naturales expulsadas hace milenios de los templos secundarios estaban, de nuevo, volviendo al templo para «sitiarlo» y envolverlo en una invasión que, a la vez, tendría que ser reinterpretada como una resacralización. La Iglesia de Alarcón, desacralizada, en un proceso de reducción negativa, detendría este proceso de desacralización y lo convertiría en un proceso de resacralización a través de un mural que nos ofrece apariencias o fenómenos de figuras numinosas.

Pero no creemos que éste sea el caso. Quizá lo sea del proyecto de Barceló, en Palermo, un proyecto comenzado, por otra parte, muy posteriormente al proyecto de Mateo en Alarcón.

A mi entender, los fenómenos del mural de Alarcón no son representaciones o apariencias de figuras zoomórficas «canónicas» con las que pudiéramos tomar contacto al salir de la caverna, en el mundus adspectabilis que las rodea. Pero no por afirmar que no son formalmente figuras zoomorfas queremos decir que hayan de ser figuras vegetales o minerales dadas en ese mismo mundus adspectabilis. ¿Qué pueden ser, entonces? Y, sobre todo: ¿Cómo a través de fenómenos revelados en el mundo podemos llegar a interpretarlas como fenómenos si no tenemos posiblidad de tomar contacto con las supuestas realidades por ellas representadas intencionalmente?

Solamente se nos alcanza un «mecanismo»: que los fenómenos representados procedan por alguna suerte de descomposición de los fenómenos tal que sea capaz de llegar hasta un punto en el que se nos revelen realidades que, aun dadas como fenómenos en los fenómenos canónicos de nuestro presente, nos remitan a otro «nivel de realidad» (nivel manifestado, por tanto, no ya en algún género de fenómenos determinado, sino, por decirlo así, en la «diferencia de potencial» resultante del salto de un orden de escala de fenómenos a otro). El principio de mi interpretación (que exigiría un análisis mucho más detallado para poder ser desarrollado en todo cuanto contiene) es este: «los fenómenos del mural fluyente de Alarcón no representarían al mundus adspectabilis del presente real, que se organiza como un inmenso torbellino que gira entorno al cuerpo del hombre (y, ante todo, del hombre cazador), sino un mundo que se supone descompuesto morfológicamente en partes formales suyas, también perceptibles y reales, puesto que están contenidas en los fenómenos canónicos».

Podríamos interpretar las figuraciones del mural como apariencias que comienzan a surgir al regresar hasta un nivel de descomposición tal que las «morfologías canónicas» que lejos de haber pretendido llegar hasta una materia germinal, amorfa, informe, como un ápeiron de Anaximandro –ni siquiera como esa materia sin forma ni color de la Gran Explosión originaria a la que la teoría física de nuestro presente ha logrado regresar, sin que le sea posible reconstruir, a su vez, a partir de ella, la morfología del mundus adspectabilis– ha sabido detenerse en formas y colores que, sin ser canónicos resultan del análisis de los fenómenos canónicos: vísceras, fetos, ojos, o incluso bultos ambigüos (bulto = cuerpo con faz, vultus). Por sus procedimientos, Mateo estaría más cerca del método de Empédocles, de aquella visión evolutiva de la realidad que ha creído poder regresar a formas anteriores a la conformación canónica del mundus adspectabilis actual (en el que actúan los hombres) a partir de su descomposición en partes formales sui generis: «brotaron sobre la tierra numerosas cabezas sin cuello, erraban brazos sueltos faltos de hombros y vagaban ojos solos desprovistos de frentes». Son morfologías que encontramos indicadas ya en algunas pinturas antiguas, como las de el Bosco: las figuras del luneto de la primera capilla del muro norte semejan estómagos explantados de vientres de animales mastozoos.

Pero muchas de las figuras de Mateo no son fácilmente identificables con partes formales obtenidas de la disección o despedazamiento de organismos de nuestro mundo. Sorprendentemente la «recuperación» de morfologías similares a órganos (que son tan reales como los organismos canónicos que las han recubierto con su piel o sus membranas) se ha llevado a cabo por Mateo de un modo tal (lejos ya del método de Empédocles, como sabiendo que las partes formales sólo brotan del todo previamente organizado) que sus resultados nos inclinan a pensar que hemos sido llevados a la contemplación de un estado previo al del mundus adspectabilis del presente. A un «estado del mundo» en el cual las morfologías orgánicas aún no se habían constituido a la manera de las morfologías linneanas que pueblan los escenarios en los que pudieron actuar los homínidos precursores de los hombres, considerados como sujetos operatorios. Por ejemplo, «el escenario» resultante de eso que los paleontólogos denominan «explosión del Cámbrico», escenario que está siendo reconstruido en nuestros días a partir de las reinterpretaciones de los fósiles de Burguess Shale. Se diría que las morfologías que Jesús Mateo está dibujando y coloreando en el mural de Alarcón tienden a mantenerse próximas a una escala in‑fecta (respecto de la per‑fección canónica de nuestro Presente) o, si se quiere, embrionaria y germinal (no surrealista). Una escala gracias a la cual las morfologías cromáticas de Jesús Mateo comienzan a tener un «aire de familia» con esas otras que se mueven en el escenario en el que flotan formas no lineanas tales como la Naraoya, la Opabinia, o incluso ese «monstruo» que su restaurador bautizó con el nombre de Hallucigenia. Lo que se está restaurando, sin embargo, es una morfología real (no surreal); una morfología que existió y pudo dar lugar a morfologías vivientes aún más delirantes pero que ya no existen o no han llegado a existir siquiera. Incluso cuando el artista acude a símbolos germinales latentes en nuestra tradición mítica, los querubines, se diría que tales símbolos se abren camino a través de figuraciones que recuerdan mitocondrias pre‑celulares o bacterias.

El regressus se habría detenido, en resolución, a una escala morfológica del mismo orden en el que se configuran las formas surgidas en ese proceso que los paleontólogos definen como explosión morfológica del Cámbrico. El momento en el cual, hace 550 millones de años, la organización de la materia viviente pasó de la escala unicelular a la escala de los organismos pluricelulares. Unas formas que no reemplazan totalmente a las formas propias de la «edad de las bacterias», que permanecen como fondo insoslayable hasta nuestros días, sino que se reorganizan en morfologías invertebradas (como las de la llamada fauna de Edicara) que avanzan, prevalecen o se hunden según un ritmo que tiene mucho de aleatorio o de caótico. De ahí brotarán los primeros tipos precursores del diseño de las morfologías vivientes del presente en torno a las cuales se conformará el mundo de los vertebrados desde el cual nosotros, los hombres, operamos.

Podríamos ver el mural de Alarcón desde una perspectiva similar. Sus morfologías sugieren esas formas invertebradas dadas por la «radiación cámbrica»: vejigas, sifones, jibias, rodetes, insectos, medusas, alas de insectos que se distribuyen aquí y allá en el mural, organismos sésiles. Mateo acude a esbozos que simbolizan los gérmenes, y sus esbozos que él suele interpretar con pautas sexuales, recuerdan también, sin embargo, a morfologías primordiales en las que los órganos sexuales ni siquiera se han definido aún con rotundidad muscular, como la de la Anomalocaris y otras figuras coloreadas distribuidas de un modo que no es enteramente caótico.

Según esto, cabría afirmar que las formas que van saliendo a la luz, poco a poco, en el mural de Alarcón no realizan una resacralización del templo renacentista, sino una desacralización positiva y definitiva. ¿Por qué? Porque, si nuestra interpretación tiene algún fundamento, Mateo nos hace regresar hacia un estado del mundo anterior o previo al «nacimiento de los númenes» y al «nacimiento de los dioses» y, por tanto, al «nacimiento de los hombres» y, con ellos, al nacimiento de la religión y de lo sagrado. El mural de Alarcón nos ofrece un escenario fenoménico en el que sus apariencias nos permitirían situarnos ante el estado germinal de nuestro mundus adspectabilis, tal que nos sería posible comenzar a ver a este mismo mundo en lo que pueda tener de momento fenoménico de un proceso cósmico más amplio. El oleaje de formas del mural de Alarcón nos permite advertir también que nuestras figuras canónicas no son sustancias perfectas, sino formas transitorias o, en términos psicológicos, «engaños» (como gusta decir el propio Jesús Mateo), acaso delirios de esas fuerzas que conformaron figuras vivientes como la Hallucigenia pero que se transforman evolutivamente las unas en las otras, sin dejar de enfrentarse a muerte entre sí, en la lucha por la vida.

Final

¿Qué vínculo establecer, finalmente, entre este mural fluyente, a través del cual nos representamos los fenómenos germinales de las morfologías de nuestro mundo, fenómenos presentados como envolviendo al templo por todas sus partes, un templo que, sin embargo, permanece en toda su fortaleza apoyado sobre la Tierra?

No encuentro mejor fórmula que la siguiente: la «armadura euclidiana» a la que ha sido reducido el templo de San Juan Bautista permanece, en su arquitectura, «soldada» a la Tierra. A una Tierra que va lanzada, como una nave espacial, por el espacio que circunda al Sol a una velocidad de 105.000 km/h; la «armadura euclídea», que se nos muestra envuelta por ese mural integral y fluyente que representa al mundo de los fenómenos in status nascens, equivaldría al castillete «vertebrado» de la astronave en la que los hombres, que han edificado el castillete y que están asentados en su interior, contemplan la radiación de las formas invertebradas embrionarias de nuestro mundus adspectabilis, que se refractan en el mural de Alarcón por obra y gracia de Jesús Mateo.

Jesús Mateo y Gustavo Bueno en Alarcón (Cuenca)

 

El Catoblepas
© 2012 nodulo.org