Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 122 • abril 2012 • página 11
1. El «misterio» de Paul Preston: una interpretación
El estado actual de la cultura española en general y de nuestra historiografía en particular es un curioso fenómeno, digno de estudio. Uno de los «misterios» más insondables es, en mi opinión, la fascinación que ejerce, en ciertos sectores de la historiografía española, la figura y la obra de Paul Preston. Y es que, como señaló hace tiempo el profesor Gustavo Bueno, cada grupo social «elige» a sus sabios y a sus héroes; pero al «elegirlos» se define a sí mismo, tanto o más que a la persona escogida como paradigma del sabio, del filósofo o del héroe{1}. El hombre de Liverpool es un autor de metodología imprecisa. Su perspectiva política de izquierdas no le ha aproximado a los grandes representantes del marxismo británico como Edward Palmer Thompson, Eric J. Hobsbawm o Christopher Hill. Su pensamiento histórico, si de tal cosa puede hablarse, viene a ser una curiosa amalgama, a veces contradictoria, de marxismo vulgar, individualismo metodológico, empirismo y, sobre todo, de lo que algunos historiadores italianos denominan peyorativamente «moralismo sublime», es decir, juicios de valor al servicio de una ideología{2}. Sus obras carecen de análisis cultural, ideológico e intelectual; tienen por base una sociología elemental y superficial; su trama narrativa es de claro signo trágico y maniqueo; su modo de argumentar mecanicista y su enfoque ideológico, radical{3}.
Una de sus primeras obras en español fue el prólogo a una Antología de la revista Leviatán, cuyo contenido resultaba ya de por sí significativo, al ocultar la brutalidad de su proyecto revolucionario; muy al contrario, celebraba que el órgano intelectual del largocaballerismo se encontrase, según él, a «la vanguardia de un debate en el que se centraba la atención de los socialistas de Europa»{4}.
En esa misma línea argumental se encontraba La destrucción de la democracia en España, cuyo leitmotiv era la exculpación de los socialistas en la génesis de la guerra civil, que hacía recaer en el conjunto de las derechas, particularmente en la CEDA. Se trataba, en el fondo, de una respuesta al libro de su compatriota Richard A. H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco, una obra mucho más documentada y precisa que la de Preston. La guerra civil española no es más que una obra de divulgación. Las derechas españolas en el siglo XX: autoritarismo, fascismo y golpismo resulta ser, como su título indica, una demonización del conjunto de las derechas españolas, una obra sonrojante, a causa de su maniqueísmo y simpleza, que carece de interés para el estudioso de esas tendencias políticas. Idealistas bajo las balas, al igual que Palomas de guerra y Las Tres Españas del 36, destacan por su sectarismo y frivolidad.
Su obra más celebrada, Franco. Caudillo de España, es una biografía del dirigente español llena de lagunas, basada en materiales absolutamente perecederos y en un pathos totalmente hostil hacia el personaje, sin el menor atisbo de empatía. La biografía del actual Jefe del Estado, Juan Carlos I. El rey de un pueblo, no sólo carece de originalidad y no aporta nada nuevo al tema, sino que incurre en el defecto contrario al de Franco. Caudillo de España, es decir, cae en la apología directa e incluso en el ditirambo; se trata de una obra igualmente irrelevante.
De El gran manipulador mejor es no hablar, por vergüenza ajena; un historiador serio nunca hubiera debido publicar una obra de perfiles tan gruesos, salvo por motivos económicos y de promoción personal. Su contenido produce, cuando menos, hilaridad. El Holocausto español es una obra igualmente fallida, cuya única virtualidad es la de haberse configurado como una síntesis de multitud de estudios previos, fruto del trabajo de historiadores españoles. Se trata de un libro lleno de maniqueísmo, apasionamiento y juicios sumarios con respecto a los sectores políticos y sociales de la derecha española, a los que acusa, entre otras cosas, de elaborar conscientemente un proyecto de exterminio del conjunto de las izquierdas{5}.
Sin embargo, su trayectoria universitaria ha sido muy exitosa, tanto en Inglaterra como en España. Logró la titularidad de la cátedra Príncipe de Asturias de Estudios en la London School of Economics. En 1986 le fue otorgada la Encomienda de la Orden del Mérito Civil. En 1998, ganó el Primer Premio «Así fue» por su obra Las Tres Españas del 36. Idealistas bajo las balas le proporcionó el Premio Ramón Trías Fargas en 2006. Dos años antes recibió el Internacional Ramón Llull. En 2007 fue elegido miembro del Instituto de Estudios Catalanes. Por El Holocausto español ha recibido el Premio Santiago Sobrequés i Vidal de Historia de Cataluña. Significativo fue asimismo el convenio firmado por José Luis Carod Rovira entre el Patronato de Cataluña-Mundo y la London School of Economics and Political Science. De esta iniciativa surgió el Observatorio Cataluña-Mundo, una institución cuya presidencia recayó en Preston, y cuyo principal objetivo es, como su nombre indica, promocionar Cataluña en el mundo. El proyecto contaba con un presupuesto de 200.000 euros{6}. En marzo de 2009, fue propuesto como candidato al Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales.
Incluso ha sido presentado por un sector de la prensa española como «una especie de Oráculo de Delfos o de un psiquiatra, para que nos confirme si somos normales y que España va bien»{7}. Lo cual puede ser explicado por una serie de profundos, ancestrales y permanentes complejos de inferioridad nacional, cultural y política. Igualmente, por la palpable ausencia de una crítica intelectual y conceptual solvente en nuestro país. ¿Alguien se imaginaría algo parecido en Francia, la patria de Hipólito Taine, Lucien Febvre, Fernand Braudel o François Furet? Y lo mismo podríamos decir en Italia, Alemania u Holanda. En eso países, que disfrutan de la continuidad de una cultura sólida y coherente, individuos como Preston no pueden ser tomados en serio. Como en tantas otras cosas, España es, en ese aspecto, diferente. Y así nos va, a todos los niveles y fundamentalmente en el campo cultural.
No obstante, creo que, a la hora de explicar la patética fascinación por la obra y la figura del hombre de Liverpool, es preciso profundizar un poco más. Hace algunos años, Paul Preston fue descrito por el editor Daniel Fernández como «una máquina de promoción, parecía Pavarotti»{8}. Y es que si algo no cabe negarle al historiador británico es un gran olfato y habilidad en el ámbito de las relaciones públicas. Los que le conocen personalmente lo describen, en general, como un hombre exuberante, simpático, cachazudo y entusiasta. Fue tan hábil en el manejo de sus relaciones y en el desarrollo de la polémica que su antagonista Richard Robinson fue desalojado muy pronto del «campo» del hispanismo historiográfico, a pesar de que su libro Los orígenes de la España de Franco era, como ya hemos señalado, muy superior a La destrucción de la democracia en España, la obra pionera de Preston. En la historiografía española, el libro de Robinson fue ridiculizado como apologista de la derecha y del franquismo, y nunca se volvió a editar.
En ese sentido, el gran logro de Preston ha sido crear una «red»{9} de influencia en el «campo» historiográfico español. Alumnos fieles, profesores universitarios, cuyas máximas figuras son Josep Fontana y Angel Viñas; editoriales de prestigio como Crítica o Debate y periódicos como El País o el difunto Público han sido –y son– los miembros de esa «red» que ha servido para que el hombre de Liverpool afianzara su influencia historiográfica y mediática en la sociedad española. Esta «red» se caracteriza por un «habitus»{10} basado en la buena conciencia izquierdista, estructurado y legitimado por el antifranquismo y la lucha ideológica contra el conjunto de las derechas españolas. Su objetivo histórico-político es imponer sus tesis como verdad universal en el «campo» historiográfico español y, consecuentemente, que las tesis de otros grupos aparezcan como ilegítimas y a que sus representantes oscilen continuamente entre la conciencia vergonzosa de su indignidad cultural y el descrédito de sus métodos y de sus actos. A partir de su discurso histórico-político intenta, con el apoyo consciente de los ya mencionados medios de comunicación, de cambiar los valores, las representaciones y las identidades. Su táctica consiste en elogiar y defender a los «amigos» e ignorar o atacar de forma inmisericorde a los «enemigos», con los que no se tiene el menor reparo en ejercer la «agresión simbólica»{11} más descarnada. En ese caso, no se tiene problema en reducir las doctrinas del enemigo a su adscripción ideológica o sus intereses de clase, cuando no a supuestas fidelidades franquistas y/o antidemocráticas.
Buena prueba de esta estrategia fue la polémica suscitada por el contenido de El Holocausto español. Cuando el escritor e historiador Jorge M. Reverte reprochó a Preston el empleo de la palabra «Holocausto» y de clasificar a los autores de la matanza «según estuvieran en un bando o en otro»{12}, Josep Fontana saltó como un tigre herido, dando testimonio de su adhesión al hombre de Liverpool y a su tesis sobre el supuesto «proyecto genocida» del franquismo, que considera «uno de los grandes méritos del libro». Por el contrario, la crítica de Reverte no era, a su entender, «más que un exabrupto», «con un tono que no parece que corresponda al crédito personal que Reverte pueda oponer a la trayectoria académica e investigadora de Preston»{13}.
Y es que, para Josep Fontana, la historia es siempre «una herramienta valiosísima para la formación de una conciencia crítica». La suya ha sido siempre una labor historiográfica de «combate»{14}. Consecuentemente, a lo largo de su dilatada trayectoria como historiador, Fontana se ha caracterizado por ser, como reprochaba Francisco de Quevedo a Luis de Góngora, «docto en pullas cual mozo de camino»{15}. Su jerga siempre ha sido despectiva, incluso insultante hacia aquellos que considera enemigos de su proyecto histórico/político. Y hay que reconocer que, en sus mejores tiempos, era un maestro de la diatriba. A Karl Popper, por ejemplo, le acusa de luchar por «la preservación de la sacrosanta libertad de empresa, por una libertad de explotación, que, naturalmente, es incompatible con cualquier intento de combatir desigualdades entre los hombres». Sus planteamientos filosófico-políticos y sus críticas al historicismo marxista resultan, a su entender, «triviales» y de «mala fe», «groseros» y «tramposos». Fernand Braudel le parece un esbirro del capitalismo liberal, porque había llegado a la conclusión, en sus escritos, de que «toda sociedad es jerarquizada» y que «el capitalismo es inevitable». Las aportaciones de la Escuela de los Annales quedan reducidas, a su juicio, a mera «chatarra», acusando a sus miembros de «total falta de ideas»{16}. Otra de sus bêtes noires es François Furet, a quien reprocha su abandono del comunismo y cuyas aportaciones al estudio de la Revolución francesa juzga «prácticamente nulas». No menos feroz se muestra con Mona Ozouf, a quien califica de «especialista de tercera fila». En definitiva, para el historiador catalán los estudios de la escuela «revisionista» francesa son «estériles». A Ernst Nolte lo califica de «excéntrico de derechas», cuyos argumentos considera «inadmisibles»{17}. La historiografía española tampoco ha salido excesivamente bien parada de las críticas de Fontana. El marxista catalán suele recurrir al concepto de «visión paranoica de la historia», elaborada por el historiador norteamericano Richard Hofstadter, a la hora de juzgar las obras de los representantes de la Escuela Histórica de Navarra, capitaneada por Federico Suárez y José Luis Comellas{18}.
Experto en el siglo XIX, Fontana se dedica ahora, bien es verdad que de una forma harto asistemática y un tanto amateur, a la historia de la II República y el régimen de Franco. A éste último lo considera más reaccionario aún que Fernando VII{19}. Sostiene, además, que el desarrollo económico de los años sesenta se debió únicamente «a los créditos norteamericanos y, sobre todo, al timón de la economía europea». Tampoco hubo, a su personal entender, auténticos éxitos en la política de obras públicas y en el desarrollo agrícola. En su opinión, el coste del franquismo representó «un retraso entre diez y quince años en nuestro crecimiento económico»{20}. Lo que nunca nos dice Fontana, sencillamente porque no puede, es cuáles hubieran sido las consecuencias de una política económica marxista como la que siempre ha propugnado.
A su juicio, las derechas españolas no se enfrentaron, en la coyuntura republicana, a un proceso revolucionario, sino a un proyecto reformista, que nunca aceptaron porque iba en contra de su mentalidad arcaica y de sus intereses más primarios. Todo el que no comulgue con tales supuestos se encuentra, como reprochó a Santos Juliá, del lado de los sublevados franquistas «que pretendían que su objetivo era prevenir una imaginaria insurrección comunista»{21}. Incluso llega a sostener, contra todas las evidencias, que, tras las elecciones de noviembre de 1933, las izquierdas aceptaron su derrota en las urnas. A ese respecto, el docto historiador catalán no sólo olvida, no me atrevo a decir que desconoce, las presiones de Manuel Azaña y otros republicanos de izquierda al presidente de la República para que anulara los resultados de los comicios y convocara otros nuevos, sino la revolución socialista de octubre de 1934{22}. Como marxista, Fontana tampoco se muestra excesivamente respetuoso con la voluntad popular expresada en las urnas, cuando ésta es favorable a sus enemigos. La victoria electoral del Partido Popular no le merece otra cosa que desprecio; es el triunfo de «una derecha cerril, que llega con bendiciones de los obispos»{23}. Y, desde una perspectiva abiertamente catastrofista, predice: «Cuatro años de poder indiscutido, apenas iniciados, dan juego para un retroceso que nos va a dejar en muchos aspectos como en los tiempos del franquismo que la derecha española parece añorar». Claro que lo que más parece dolerle a Fontana es el naufragio de su proyecto orwelliano de memoria histórica, encarnado en el Memorial Democrático, teorizado, entre otros, por él mismo y por Ricard Vinyes: «En Catalunya, el actual gobierno de derechas ha cerrado el local que el Memorial Democràtic tenía en el centro de la ciudad y lo ha trasladado a lo alto de la montaña de Montjuic, a la vez que ha anunciado su intención de que la institución se encargue también de conmemorar a los «caídos por Dios y por España», como si estos no hubiesen sido ya suficientemente conmemorados durante 40 años»{24}. Significativas palabras estas últimas que demuestran la naturaleza de su proyecto político de memoria histórica.
Y es que a Fontana tampoco le ha gustado el desarrollo del proceso de transición a la democracia liberal, que interpreta como garante de la continuidad del posfranquismo{25}. El historiador catalán califica la Transición de «sainete»; y hace recaer la culpa de su desarrollo a los partidos de izquierda, el PSOE y el PCE, por abandonar sus proyectos de transformación social, a cambio del «acceso a las parcelas de poder que les podía ofrecer el posfranquismo». Lo cual supuso el «desarme político, moral e intelectual» del conjunto de la izquierda{26}. De ello se deduce que hay que luchar por una «transición real». No sabemos en que consistiría, desde la perspectiva del historiador catalán, esa transición. En su última obra, Fontana rezuma una incoercible nostalgia de un «proyecto democrático avanzado», que, en su tiempo, defendieron nada menos que las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, luego traicionado por Stalin; «un socialismo mejor», contra el triunfante «capitalismo realmente existente». Y concluye: «Como los trabajadores de 1848, los jóvenes de esta nueva revuelta tienen muy poco que perder y un mundo que ganar»{27}. Vistas así las cosas, estoy de acuerdo en una cosa con Fontana: «La historia en malas manos puede convertirse en una temible arma destructiva»{28}. Su producción historiográfica es, sin duda, uno de los mejores ejemplos de ello.
No menos radical se mostró otro partidario fervoroso de Preston, Angel Viñas, para quien todo aquél que no comulgue con las tesis defendidas en El Holocausto español automáticamente resulta ser simpatizante o partidario de «los numerosos descendientes del pacto de sangre que militares felones cerraron con sus bases sociales, ya fuese clase alta (particularmente en Andalucía, Extremadura, Salamanca y Rioja, es decir, la oligarquía agraria) o con sus adláteres en las clases medias y de servicio», o con «los que crecieron en los loores a una cohorte de guerreros sanguinarios contra su propio pueblo y que constituyeron la espina dorsal del Ejército y de la Guardia Civil de Franco», o de «una jerarquía católica neointegrista que a veces recuerda a la de los años treinta, con su incapacidad para separarse de las eternas verdades de Trento»{29}.
Claro que Viñas considera a Preston «como un hermano». «Gracias a él, en parte, me casé con una diplomática del Foreign Office, Helen. El mayor acierto de mi vida. Sin ella, no hubiera hecho nada de lo que he hecho. Paul fue nuestro padrino de boda»{30}. De esta forma, todo se queda en familia; lo malo es que tal actitud degenera, en algunos casos, como tendremos oportunidad de ver posteriormente, en una especie de «familismo amoral», tal y como ha sido descrito por algunos sociólogos y antropólogos.
El estilo polémico de Viñas es muy semejante al de Fontana; como éste, resulta un maestro de la agresión simbólica. En sus numerosos libros sobre la guerra civil española, interpreta ésta como consecuencia de la pugna fascismo/antifascismo, cuando, a mi modo de ver, lo es de la dialéctica revolución/contrarrevolución. Todo el que ponga en cuestión ese dogma se convierte, como en el caso de los críticos de El Holocausto español, en un «revisionista», un «neofranquista» o un ideólogo de la guerra fría. Sus bestias negras son Beevor, Benassar, Bolloten y, sobre todo, Payne. Sus maestros, Tuñón de Lara y Herbert R. Southworth. Su héroe, Juan Negrín López, a quien compara nada menos que con Charles De Gaulle y Winston Churchill{31}. Claro que luego, en una entrevista, califica tal paralelo de «exageración»{32}. ¿En qué quedamos? Creo que debería aclarar sus ideas.
En cualquier caso, según Viñas: «Los españoles empezaremos a dar muestras de normalidad cuando rechacemos mayoritariamente las construcciones ideológicas del neointegrismo profranquista y dejemos de sorprendernos porque la historiografía seria se mueva abrumadoramente en la dirección opuesta»{33}. Ergo, todo el que no opine como Angel Viñas es «anormal» y/o «neofranquista». ¿No hay ninguna otra interpretación histórica válida, racional? ¿No hay otras alternativas? Han leído bien; no es una errata o una deformación; esto lo ha escrito un reputado catedrático de Universidad.
Y es que, según Viñas, «el franquismo no fue derrotado en el campo de batalla» y tampoco «a nivel metapolítico y sociológico». Lo cual hace necesaria, según él, una política de reeducación análoga a la llevada a cabo en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial{34}.
Esta forma de proceder y de argumentar supone, en la práctica, una deliberada negación del principio de diálogo reglado y de autonomía del «campo» historiográfico que debería regir entre los autores. Como señala Pierre Bourdieu, en su diálogo con el historiador Roger Chartier, «no debe estar permitido que se liquide un argumento científico con un argumento político». Y continúa: «Que se asesine un teorema diciendo que es de derecha. Lo que ocurre, sin embargo, es que se puede matar una teoría sociológica o histórica con el argumento de que es de derechas. Un campo científico relativamente autónomo, capaz de producir verdades provisionales, susceptibles de verificación, es un campo en que ese golpe deja de estar autorizado. Por desgracia, la realidad es otra: al sociólogo le cuesta proteger su universo de la irrupción de argumentos de patio de escuela»{35}.
A ese respecto, en España, como dijo Jaime Vicens Vives hace ya casi sesenta años, no hemos salido aún de la fase de «sectarismo activo» en lo que hace referencia al estudio de nuestra más reciente historia{36}.
2. Saz Campos entra en liza: la agresión como método
Viene todo esto a colación porque yo mismo he sido víctima de esta tipo de estrategia y de este tipo de agresiones simbólicas. En junio de 2011, publiqué en El Catoblepas una crítica de El Holocausto español, que, naturalmente, no gustó a ciertos simpatizantes del hombre de Liverpool. Así, el historiador catalanista Borja de Riquer –incondicional igualmente de Fontana, a quien compara con Eric Hobsbawm, en lo que tiene toda la razón porque ambos están unidos por una común perspectiva marxista muy dogmática{37}–, que me identifica con el inefable Pío Moa, con quien he tenido algún que otro encontronazo dialéctico{38}. Pero eso no importa; el señor Moa se ha convertido en el último recurso de los perezosos mentales. Invocándole, como los inquisidores invocaban a Satanás, huelga argumentos, huelga pensar y huelga debatir. Y es que, en el fondo, para algunos, como ya hemos tenido oportunidad de ver, vale todo. Así nos va. De hecho, se trata de una técnica muy clásica de difamación intelectual, la de la amalgama o sistema de vasos comunicantes; es decir, un mecanismo de identificación ideológica que consiste en hacer detestar algo asimilándolo a otra cosa ya detestada. En su análisis de la praxis stalinista, Joseph Gabel lo denomina «seudología» o «silogismo de falsa identidad»; algo que consiste en disociar la totalidad concreta de las personas o de las doctrinas, en extraer de ella artificialmente un elemento idéntico y elevar esa identidad parcial a la categoría de identidad total. Gabel cuenta que, en un consejo del Partido Comunista Francés, celebrado en 1947, uno de los oradores dijo que Charles De Gaulle estaba contra el comunismo; Hitler también lo estaba; luego De Gaulle era igual a Hitler{39}. Para Borja de Riquer, González Cuevas critica a Preston; Pío Moa también lo hace; luego González Cuevas es igual a Moa. Increíble, pero cierto.
Sin embargo, la crítica tuvo cierta difusión e impacto; y el profesor Abdón Mateos López, director de la revista Historia del Presente, me pidió una versión resumida para publicarla en sus páginas. En el comité asesor de esta revista figuran el propio Paul Preston; y en el consejo de redacción, Ismael Saz Campos, de quien, por su posterior intervención en la polémica, luego hablaremos.
En la crítica, reprochaba al historiador británico el empleo del término «Holocausto», para describir lo ocurrido en España, desde 1936. Destacaba la ausencia total de empatía del autor hacia el conjunto de las derechas españolas, a las que acusaba, entre otras cosas, de planificar el exterminio de las izquierdas, lo que, según él, se reflejaba en las obras de Mauricio Carlavilla, Onésimo Redondo y el Padre Juan Tusquets. Preston, en contraste, no hacía mención alguna a los planteamientos y estrategias de los anticlericales de izquierda representados en periódicos como La Traca y Fray Lazo, de los redactores de Leviatán y Claridad o los anarquistas. De igual forma, destacaba, siguiendo las teorías y las investigaciones de Reinhardt Koselleck y María Dolores Gómez Molleda, hice hincapié en la influencia de la masonería en la gestación de las duras leyes laicistas y anticlericales de los primeros gobiernos de la II República.
Critiqué, además, a Preston por no distinguir entre el antisemitismo religioso de los católicos y el biológico de los nazis. A diferencia de lo sostenido por el historiador de Liverpool, sostuve que el carácter revolucionario y no meramente reformista de las izquierdas española, de acuerdo con las tesis de autores como Santos Juliá, Macarro y De Blas. Entre 1931 y 1933, Largo Caballero había seguido, a mi entender, la táctica de una «revolución legal», concepto que tomé del jurista alemán Carl Schmitt, consistente en la conquista democrática del poder, para luego transformar cualitativamente la sociedad «desde arriba».
Por otra parte, sostuve que el signo claramente revolucionario del socialismo español poco tenía que ver con la intransigencia de las derechas o con el peligro fascista, sino con su línea de gobierno y su concepción patrimonialista del régimen republicano, al igual que el voluntarismo revolucionario de que hizo gala Largo Caballero; todo lo cual hacía imposible el normal funcionamiento del régimen demoliberal. Destacaba igualmente el silencio de Preston hacia la actuación de las izquierdas tras el triunfo del Frente Popular. Negaba la existencia de un plan de exterminio por parte de los militares y del conjunto de las derechas, porque el estallido de la guerra civil fue el resultado imprevisto del fracaso del golpe de Estado. Ni el general Mola ni el resto de los sublevados tuvieron un «Plan B», o sea, la previsión de acciones alternativas en el caso de que el pronunciamiento resultara fallido. Además, señalaba, siguiendo al historiador Julius Ruíz, el rechazo por parte de los teóricos del genocidio de los modelos explicativos mecanicistas basados en planes o programas de destrucción. Mostraba igualmente mis discrepancias con respecto al intento de Preston de diferenciar cualitativamente las respectivas represiones, señalando que los crímenes de la zona republicana obedecieron a una lógica revolucionaria dominante en el conjunto de las izquierdas; el apoyo de los ministros Galarza y García Oliver a los agentes del terror, como ocurrió en Paracuellos del Jarama; y la significación de organizaciones como el SIM. Y concluía:
«A nuestro entender, El Holocausto español es un libro fallido, cuya única virtualidad es la de ser una síntesis de multitud de estudios previos, obra de otros historiadores. Se trata de una obra que incide y continua una serie de tópicos todavía dominantes en algunos sectores de la historiografía española. No es posible reconocer la menor originalidad de fondo a la lección que se desprende de esta voluminosa monografía. Pero hay, en mi opinión, otro cúmulo de defectos en El Holocausto español; hay maniqueísmo, hay apasionamiento, hay ausencia total de empatía. Es decir, representa lo contrario de lo que necesitamos. El reto al que los historiadores dedicados al estudio de la II República, la guerra civil y el régimen de Franco nos enfrentamos es a la ruptura definitiva con el esquema franquismo/antifranquismo, que resulta inaceptable en una cuestión de carácter historiográfico y que es tan sólo válida en las plazas o en los comités de partido. Para esta empresa, la obra de Preston resulta no sólo ineficaz, sino contraproducente.»{40}
La crítica a Preston recibió una respuesta, no del autor, sino del profesor Ismael Saz Campos, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia y autor de libros como Mussolini contra la II República, España contra España y Fascismo y franquismo. Su réplica, titulada significativamente «Va de revisionismo», resultó ser no sólo una antología de disparates, sino de la utilización del método de la falsa analogía y de la agresión simbólica.
En primer lugar, Saz Campos me acusó de «simplificador» y «tergiversador», de ofrecer «un panorama beatífico sobre el conjunto de las derechas», de aprovechar el libro de Preston para difundir el «enfoque revisionista» de la II República, de la guerra civil y del régimen de Franco. Consideró igualmente «una imputación gravísima» mis críticas a las izquierdas como promotoras de la revolución y del exterminio del clero católico y de la burguesía. Al mismo tiempo, me acusa de introducir «elementos teleológicos» en mi interpretación de la actitud de los socialistas durante la II República; de «anticomunismo tautológico»; y de pretender instaurar una «nueva verdad» histórica. No menos significativa fue su denuncia de mi utilización del concepto «revolución legal» de Carl Schmitt, a quien calificativa torticeramente de «conocido demócrata resistente frente al nazismo». Y es que ese concepto, utilizado para analizar la trayectoria socialista a lo largo de la II República, supone, según él, un «asalto a la historiografía» y, lo que es peor aún, «la legitimación de las cantinelas antirrepublicanas y reaccionarias». No menos grave es, a su entender, mi intento de equiparar las represiones de ambas zonas, porque abre el camino a «un particular negacionismo español». En fin, para Saz Campos, yo estaría incurriendo en todos y cada uno de los vicios, errores y tergiversaciones que caracterizan al «revisionismo» histórico europeo. Y es que estoy, dice Saz Campos, en «malas compañías»:
«De ahí que crea pertinente formular unas últimas reflexiones: La primera incide en el núcleo central de todos los revisionismos: la ruptura con la legitimidad antifascista de las democracias europeas. La segunda, que se puede aceptar perfectamente que el papel de la historiografía no es «hacer ejercicio de antifranquismo», pero no sin añadir que el historiador parte, o debe partir, de un supuesto ético que, por democrático, no puede no ser antifranquista. La tercera, que el revisionismo ha pasado con bastante facilidad en otros países del antifascismo al anti-antifascismo, de ahí al a-fascismo y, muchas veces, a la justificación-banalización del fascismo mismo. La cuarta, que es eso, precisamente, lo que empieza a suceder en nuestro caso: so pretexto de romper con la dialéctica «franquismo-antifranquismo», se ponen en cuestión los fundamentos y valores de nuestros demócratas antifranquistas, se camina hacia el anti-antifranquismo y se termina por banalizar la dictadura franquista. La quinta permite apreciar un nuevo maniqueísmo que el texto de González Cuevas denota a la perfección: ni una palabra que no sea en defensa de «las derechas», ni una palabra que no sea de condena de «las izquierdas». La sexta remite a esa curiosa propensión revisionista a expulsar de la historiografía –hacia la plaza o el comité del partido, en este caso– a quien se oponga a su nueva verdad. La séptima es que las pretensiones de frialdad, objetividad y renovación de nuestros revisionistas, remitiendo a la obsolescencia a la historiografía de los años sesenta, setenta u ochenta, y a quienes mantienen otras posiciones, les hacen olvidar que su renovación remite a interpretaciones viejas, más viejas, y nada inocentes. Y la octava y última es que nuestros revisionistas tienen mala suerte: van a arremeter contra el paradigma antifranquista cuando éste aún no se ha impuesto, cuando el paradigma franquista sigue vivito y coleando. Malas compañías.»{41}
Confieso que la crítica de Saz Campos me produjo, en un primer momento, una extraña sensación. Su contenido era una curiosa combinación de lo ridículo, de buena conciencia política y de las típicas estrategias de agresión simbólica. Una mezcla bastante indigesta de ignorancia y distorsión sistemática de mis argumentos. En un primer momento, no dudé en emplear la ironía, para pasar luego a la crítica sistemática de sus supuestos. En primer lugar, la tesis, defendida en su libro misceláneo Fascismo y franquismo, donde identificaba al conjunto de las izquierdas con la defensa de la democracia liberal parlamentaria, algo que relacioné con lo que he denominado «síndrome de la memoria histórica», del que, a mi juicio, era y es víctima el catedrático de Valencia. Denuncié, además, su silencio ante la persecución de que fue víctima el clero católico en la II República y la guerra civil, recordándole, al mismo tiempo, la animadversión de comunistas, socialistas y anarquistas a la democracia liberal, sintetizada en las páginas de Leviatán y Claridad, quienes bien podían ser considerados, siguiendo la lógica prestoniana, teóricos del exterminio. Reiteré asimismo mi tesis sobre la importancia de la masonería a la hora de explicar el contenido de la legislación republicana frente al catolicismo. Me ví obligado al rechazar las insinuaciones de Saz Campos sobre la mención al concepto de «revolución legal» de Carl Schmitt. Negué haber mitificado a las derechas españolas, ya que lo que hice, en realidad, fue rechazar la atribución de ideas y proyectos que nunca tuvieron. Rebatí la tesis prestoniana sobre el carácter fascista de la CEDA, aunque siempre he considerado a un sector de este partido como «fascistizado», entendiendo por «fascistización» la radicalización de su perspectiva antiliberal y autoritaria; pero al mismo tiempo de rechazo de los componentes básicos de la ideología y de la cultura política fascista: religión política, racismo –en el caso nacional-socialista–, corporativismo de Estado, &c., &c.
Dada su supina ridiculez, no pude reprimir mi sarcasmo ante la acusación de Saz Campos de que me hallaba en «malas compañías»:
«Confieso que lo de las «malas compañías» me ha llegado al alma y me ha hecho reír, y eso si que es difícil porque soy de natural adusto. La prevención que delata parece tener incluso matices clericales. Me recuerda a un libro, muy leído por la piadosa burguesía hogareña española de comienzos del siglo XX, titulado Novelistas buenos y malos, publicado en 1910 por el Padre Pedro Pablo Ladrón de Guevara, en cuyas páginas se condenaba al grueso de la literatura moderna tanto española como extranjera. Quizás el señor Saz Campos se decida algún día a publicar un libro sobre Historiadores buenos y malos. Claro que ya sabemos cuáles son los «malos»: De Felice, Furet, Nolte, Mosse, Gentile, &c.; ahora me gustaría saber cuáles son los «buenos». Lo sospecho, pero me lo callo. Me recuerda igualmente a alguna de las escenas de la genial película de Federico Fellini, Amarcord, cuando el cura confiesa a los niños del pueblo y les dice que, si se masturban, «llora San Luis». En mi colegio de curas, algunos sacerdotes preconciliares intentaron lo mismo; pero ya no les hicimos ningún caso; eran los años setenta del pasado siglo. De esta forma, el señor Saz Campos recurre, para criticar y demonizar al revisionismo histórico, a lo que el buen Miguel de Unamuno denominaba ‘compungidas ramplonerías escolásticas de eso que llaman la libertad bien entendida’.»
Y es que, a mi modo de ver, el contenido de la crítica de Saz Campos era fundamentalmente político, no historiográfico:
«¿A dónde llevan las posiciones defendidas por el señor Saz Campos? Para mí está tenebrosamente claro: a la «memoria de Estado», «una política pública de memoria», teorizada, entre otros, por el historiador catalán Ricard Vinyes, en uno de los artículos más sectarios y sobrecogedores de los últimos tiempos. Y que en la Cataluña del tripartito llevó a la instauración del Memorial Democrático. Para Vinyes, esa «memoria de Estado» o «política pública de la memoria» tiene como objetivo «desproveer de calidad moral a los implicados con la dictadura» y «socializar los valores democráticos de la resistencia». Naturalmente, el historiador catalán identifica, sin más, democracia con antifranquismo (Ricard Vinyes, «La memoria del Estado», en El Estado y la memoria, RBA, Barcelona 2009, pp. 23-61). Puro Orwell. No soy yo quien pretende, según señala el señor Saz Campos, instaurar una «nueva verdad», entre otras cosas porque creo, con Karl Popper, que cualquier ciencia, y en concreto la historia, es «búsqueda sin término». Es el señor Saz Campos quien, a través del consenso antifascista o antifranquista, pretende instaurar una «memoria de Estado» y una ortodoxia ético-política, con lo cual manda al ostracismo silencioso, a la mendicidad profesional y al destierro eterno a todos los que no comulguen con sus estrechos planteamientos. La suya es una política de fe; la mía de escepticismo. Son las «trampas de la memoria antifascista» que han denunciado en la prensa Fernando del Rey (El Mundo, 22-III-2007) y Santos Juliá (Hoy no es ayer, pp. 370-ss). En todo caso, habría que hacer referencia no sólo al consenso antifranquista, sino a un consenso antitotalitario y antirrevolucionario. Lo que llevaría a la condena no sólo del franquismo, sino del comunismo, el socialismo revolucionario y el anarquismo. Y es que, como ya señaló hace tiempo Raymond Aron, la democracia liberal y parlamentaria resulta incompatible con la revolución. Algo que, como ya sabemos, el señor Saz Campos no acepta. En cualquier caso, yo siempre me opondré a una «memoria de Estado». Contra tal proyecto, se han alzado en Europa numerosos historiadores. Es muy conocido el manifiesto titulado «Liberté pour l´histoire», firmado, entre otros, Marc Ferro, Jacques Julliard, Pierre Nora, Mona Ozouf, Pierre Vidal Naquet, &c., &c. En el manifiesto, se decía: «En un Estado libre no corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejores intenciones, no es la política de la historia» (Véase Pierre Vidal Naquet, La historia es mi lucha, PUV, Valencia 2008, pp. 96-ss). A ese respecto, parece como si el señor Saz Campos pretendiera transplantar a España esa institucionalización del consenso antifascista que, como ha señalado Enzo Traverso, ha fracasado tanto en los países del socialismo real como en Italia. En ese último país, la instauración de la memoria antifascista no evitó la supervivencia del MSI; la subida al poder de Silvio Berlusconi, quien no ha dudado en utilizar en sus mítines gestos mussolinianos, ante Alessandra, la nieta del Duce; y la participación en el gobierno de un partido «posfascista» como Alianza Nacional. El propio Enzo Traverso, hombre de izquierda, ha reconocido que la instauración del consenso antifascista tuvo «consecuencias lesivas para la investigación histórica» (Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia y memoria histórica, Marcial Pons, Madrid 2007, pp. 98-100).»
Y finalicé:
«Los temas exigían dilatado comentario. El alegato del señor Saz Campos, no. Su exégesis es muy pobre. Como apología de su amigo/maestro resulta decepcionante por sus vacíos, su carácter en gran medida elusivo e impreciso. En realidad, si bien se mira, el señor Saz Campos no se enfrenta nunca de manera nítida al conjunto de mis críticas a Paul Preston. Sus expresiones ilustran tal imposibilidad: «justamente», «de acuerdo en lo fundamental», «puede ser», «es posible», «puede admitirse», y así todo. Lo cual demuestra que mi crítica está muy lejos de ser ese «mero tiro al muñeco» que el señor Saz Campos me atribuye. En su lugar, el señor Saz Campos recurre a la política pura y dura. Politique d´abord, que diría Charles Maurras; ahí está la almendra de todo el alegato/apología del señor Saz Campos. Dialéctica amigo/enemigo, no amigo/adversario, como delata su acusación, tan infundada como grave, de que yo pueda defender un «negacionismo (¡!) a la española». Le agradecería que lo retirara. De lo contrario, no solo renunciaré a debatir con el señor Saz Campos, sino que me veré obligado a recurrir a otras instancias. Porque yo no he negado ninguna matanza. Simplemente, he interpretado de otra forma su significado. El mensaje del señor Saz Campos no es ciertamente alentador para el porvenir y desarrollo de nuestra historiografía. Es un mensaje que, desde luego, yo no comparto. Porque lo que verdaderamente hay que esperar de un historiador no es que se defina políticamente, como muchos ciudadanos españoles hacen en una mesa de café, sino que aporte rigurosa y objetivamente un adarme de luz sobre la reciente y conflictiva historia contemporánea de España.»{42}
La respuesta a Saz Campos fue publicada en la revista Historia del Presente, pero con una ominosa apostilla:
«El propósito de esta sección de la revista es estimular el debate historiográfico constructivo. Partimos de la convicción de que el avance del conocimiento requiere del ejercicio de la crítica respecto a las aportaciones que se publican y de que esta crítica se puede y se debe realizar a través del respeto e incluso de la cortesía académica. No estamos seguros de que haya sido así en el caso del texto del doctor González Cuevas, que hoy publicamos. Hemos optado, sin embargo, por publicarlo tal como nos fue remitido. Rogamos, sin embargo, a quienes en el futuro participen en esta sección que eviten toda descalificación personal y se atengan a debatir argumentos.»{43}
El insultante contenido de la apostilla demuestra con creces que, para la dirección de la revista, la única ley es la del embudo. Por lo visto, cuando el señor Ismael Saz Campos me acusa de «simplificador y tergiversador», de «lavar la imagen de la derecha española durante la II República», de legitimar «las cantilenas antirrepublicanas y reaccionarias», de defender algo muy extraño, prácticamente indefinible, que denomina «anticomunismo tautológico», de «limpiar» al franquismo de afanes o proyectos genocidas, de «citar» a Carl Schmitt; de, lo que es más grave aún, estar a «un paso de un particular negacionismo a la española»; y de tener «malas compañías», todo ello con el objetivo, según Saz Campos, de romper «con la legitimidad antifascista de las democracias europeas», él es el agredido y yo el agresor. Al señor Saz Campos sólo le faltó llamarme directamente, sin ambages, ni circunloquios, «fascista». Lo hizo, desde luego, de una manera implícita. Por lo visto, para el director de la revista, el señor Abdón Mateos López, y su consejo asesor, entre cuyos miembros se encuentran, no lo olvidemos, Preston y Saz Campos, el abyecto cúmulo de insidias perpetrado por el catedrático de Valencia debe ser un modelo de «respeto y cortesía académica».
Me consta que hubo algún miembro del comité de redacción que se negó a suscribir el contenido de la apostilla. Le doy públicamente las gracias. Mi único error ha sido actuar de buena fe, pensando que una revista, donde Preston y Saz Campos son figuras prominentes, podía permanecer neutral ante la polémica. No sólo no es neutral, sino que sigue la estrategia de la agresión simbólica. Tal actitud demuestra que en España no existe aún un «campo» científico o historiográfico suficientemente autónomo, en el que los golpes bajos y las insidias dejan de estar autorizadas. Vivimos en pleno «sectarismo activo». A los promotores de la revista les deben parecer «naturales» acusaciones, que, como la defensa del «negacionismo», están penadas con la cárcel o con la expulsión del ámbito académico en algunos países europeos, como Francia, Alemania o Austria. En fin; todo ello no es sólo, en mi opinión, reflejo, de esa buena conciencia política dominante en algunos sectores de la historiografía española, sino de una costumbre más ancestral, a una especie de «familismo amoral», ese síndrome social en función del cual los sujetos no son capaces de superar la imagen del grupo en el que actúan, ignorando, por lo tanto, cualquier otra perspectiva intelectual o política ajena a éste. Así los equipos intelectuales se convierten en tribus, sociedades de socorros mutuos, o fatrías{44}. Todo un símbolo de subdesarrollo cultural, intelectual e incluso moral.
Al mismo tiempo, Historia del Presente, publicó la contrarréplica del epígono de Paul Preston, titulada «Cosas de la Historia, cosas de la historiografía», que comenzaba de la siguiente forma:
«Gracias por lo de «señor». Anticipo que no voy a contestar a ninguno de los insultos, insinuaciones, descalificaciones y amenazas de Pedro Carlos González Cuevas. Primero, porque no me siento aludido por nada de ello; segundo, porque pienso que las mismas descalificaciones descalifican al descalificador; tercero, porque no es mi estilo faltarle a nadie al respeto; y, cuarto y, sobre todo, porque pienso que los debates historiográficos deben ser siempre eso, historiográficos, y nunca ad hominem.»
A continuación, a la defensiva, Saz Campos intentó dar su propia versión de la denominada «memoria histórica»:
«En ningún momento reivindicaba en él ninguna ‘memoria de Estado’, aunque sí una memoria democrática, una memoria justa, un reconocimiento de las víctimas, la desaparición de los símbolos de la dictadura: Todo ello desde supuestos muy claros: Primero, una democracia no puede legitimarse sin una ruptura clara y expresa –me refiero al terreno del discurso, claro– con el pasado dictatorial, como hizo la derecha francesa, como hizo la práctica totalidad de las derechas europeas y como ha hecho, mire usted por dónde, hasta el mismísimo Fini. Segundo, entre las muchas memorias –cuya pluralidad nunca he negado– existía una que se impuso, ésta sí –y no la del Memorial Demòcratic– a sangre y fuego; e insistía en que esa memoria franquista seguía presente y operativa; de hecho aún lo está en muchos terrenos. Tercero, que cualquier ser civilizado de fuera de nuestras fronteras se sorprende ante el hecho de que aún hoy haya víctimas olvidadas en las fosas. Cuarto, y englobando mucho de lo dicho, me mantenía en una línea próxima a la de Paul Ricoeur, allá donde decía que los problemas de justicia y verdad que podían quedar eclipsados por amnistías políticamente necesarias, se mantenían, hasta su inevitable emergencia, en las ‘tinieblas de la memoria’. En esto me basaba para reivindicar, como sigo reivindicando, que estabamos en un momento de memoria y que por ahí teníamos que pasar, por el pertinente trabajo de duelo, para poder llegar a la satisfacción de ejercer otro derecho, el derecho al olvido (…) Por lo demás no estoy de acuerdo con algunas de las tesis ‘fuertes’ de Vinyes, aunque, desde luego, tampoco llegaría a calificar su texto de ‘sectario’ y ‘sobrecogedor’.»
Y es que, a su entender, él no padecía el «síndrome de la memoria histórica», porque los artículos, publicados en el misceláneo Fascismo y franquismo, a los que yo hacía referencia en mi réplica, databan de 1996 y 2004. A continuación, señaló que las derechas españolas eran «en algunos aspectos tan destructivas como el fascismo», sobre todo por su voluntad de «erradicar, por completo, la cultura liberal y secular». Estimaba, en cambio, que presentar a Luis Araquistain y a los demás colaboradores de Leviatán y Claridad como teóricos del exterminio, porque defendían la socialización integral de la propiedad, resultaba absurdo: «Creo que ni el Nolte de la Historikestreit llegaba tan lejos». Además, no dudó en acusarme de antirrevolucionario por defender, como Raymond Aron, la incompatibilidad entre democracia y revolución. Y es que, en primer lugar, a juicio de Saz Campos, la democracia misma es «una conquista revolucionaria» y, en segundo lugar, porque las izquierdas en su conjunto, es decir, comunistas, socialistas y anarquistas, habían batallado por la «igualdad social» a lo largo de todo un siglo. De nuevo recurría a Schmitt y al concepto de «revolución legal» que remitía «por excelencia a los nazis». En ese sentido, no se podía relacionar a Hitler con Largo Caballero o con Santiago Carrillo. Saz Campos, en cambio, relaciona a Schmitt con los proyectos políticos de la revista Arbor y con Gonzalo Fernández de la Mora. Por último, Saz Campos estima que autores como George L. Mosse o Emilio Gentile no pueden ser considerados, a diferencia de Renzo de Felice, François Furet o Ernst Nolte, afines al «revisionismo» histórico{45}.
3. Razón versus agresión
Como bien puede verse, la respuesta de Saz Campos muestra nuevamente la persistencia del «habitus» de buena conciencia política al que hemos hecho referencia a la hora de describir los argumentos y estrategias discursivas de ese sector de la historiografía española. El señor Saz Campos no se da por «aludido»; es decir, se siente absolutamente legitimado, con el apoyo de la dirección de Historia del Presente, a la hora de difamar a su interlocutor sin el menor reparo, ni la menor vergüenza; lo considera poco menos que «natural». El señor Saz Campos se encuentra, al parecer, por encima del bien y del mal. A ese respecto, hay que reconocer que tiene suerte, porque si en España, como en Alemania, Francia o Austria, existieran leyes que castigasen el «negacionismo»{46}, no hubiese dudado en denunciarle a los tribunales pertinentes por difamación. He consultado con algunos expertos sobre el tema y, por desgracia, no existe posibilidad de ello; los insultos y las difamaciones le salen gratis a Saz Campos. Es una lástima. No deja de ser paradójico, por otra parte, que un defensor de la «memoria histórica» se vea beneficiado por la inexistencia de tales leyes. En cualquier caso, sigo considerando su acusación de «negacionismo» como un imperdonable exabrupto. Claro que todavía no ha explicado en qué consiste tal «negacionismo a la española». No puede hacerlo, porque simplemente no existe. A pesar de todo ello, noto en esta última respuesta de Saz Campos un tono distinto, menos militante. El catedrático de Valencia matiza, recula. En algunos casos, como luego indicaré, intenta salir del laberinto intelectual y moral en el que se metido, sin que nadie le haya llamado, salvo quizás su amigo Paul Preston.
En primer lugar, hay que destacar que el señor Saz Campos apenas entiende el contenido de mi crítica. Por ello, he de explicarme más detenidamente. Y es que no hace falta ser un médico y/o psiquiatra para saber que los síndromes no nacen por generación espontánea; son procesos. El síndrome de la «memoria histórica» tiene una genealogía y un desarrollo muy claros. El síndrome nace del «resentimiento» de un sector de la izquierda española ante el desarrollo del proceso de Transición a la democracia liberal. Su resultado, como ha puesto de relieve Teresa Vilarós, produjo en estos sectores un «mono», un síndrome de abstinencia y de impotencia, que aún continúa, cuyo origen radica en tal experiencia histórica{47}. Lo dijo hace ya muchos años de forma tan nítida como clara, Fernando Savater, en su célebre obra Panfleto contra el Todo: «¿Les descubriré el gran secreto, el mysterium tremendum que configura el final de la democracia en España y determinada medularmente los acontecimientos del postfranquismo? Es un secreto a voces que nadie divulga, una alarmante novedad que nadie ignora y pocos comentan: Franco murió de viejo en la cama»{48}. Este hecho capital de la historia contemporánea española ha producido –y produce– una profunda frustración política, intelectual e incluso personal en amplios sectores de la izquierda. Existe, sin duda, un poso freudiano en esta actitud. En el fondo, se trataba –y se trata– de conjurar la figura del «patriarca Francisco Franco»{49}, al que, siguiendo el esquema freudiano, era preciso asesinar para alcanzar la soñada emancipación, la inasequible libertad. Recordemos que Freud, en una de sus obras, describió el nacimiento de la sociedad mediante un proceso de este género: en una imaginaria horda primitiva, un tiránico viejo macho disfruta de las mujeres y de los bienes materiales, imponiendo su despótica voluntad sobre los machos jóvenes; y un día los adolescentes se conjuran y asesinan al odioso patriarca, devorando después ritualmente su cuerpo en un banquete caníbal{50}. No hay duda de que, para algunos, Franco ocupó el rol del viejo patriarca, del «Padre-Malo», al que aquellos jóvenes fueron incapaces de asesinar para fundar su libertad personal.
Esta experiencia vital configura este síndrome que no sólo actúa, sino que cada vez se reproduce con más virulencia. Y que arranca de los inicios de la transición a la democracia liberal. Si hemos de creer a Emilio Silva, los primeros esbozos del movimiento memorialista se configuraron en el intento de crear un Tribunal Internacional contra los Crímenes del Franquismo, promovido por el PCE (m-l) en octubre de 1978{51}. Sin embargo, los partidos políticos entonces hegemónicos, UCD, PSOE, PCE y luego PP, optaron, algunos estratégicamente, por una política de reconciliación nacional y de memoria compartida, que, según algunos autores partidarios de la memoria histórica, provocó en el campo de las izquierdas «una profunda depresión que alcanza ya dos generaciones»{52}.
Este acuerdo tácito, nunca escrito, pero operativo, no fue roto, como a veces se cree por José Luis Rodríguez Zapatero, sino por Felipe González Márquez, cuando vio peligrar la hegemonía política socialista ante la ofensiva de la derecha renovada bajo la dirección de José María Aznar. Y es que, como ha señalado Santos Juliá, al líder socialista le interesó mantener ese pacto tácito porque su poder no corría riesgos mientras la derecha estuviese liderada por Manuel Fraga, de quien se sabía, o se intuía, que nunca sería capaz de ganar unas elecciones al PSOE. Desde entonces, la memoria antifranquista comenzó a cotizar al alza en el mercado político de la izquierda. A la altura de 1993, González recuperó al «antifranquista sentimental» que llevaba dentro y su partido lo utilizó en el célebre video del doberman para estigmatizar a la derecha, incluso al grito de «no pasarán»{53}. Cuando finalmente el PP ganó las elecciones, en 1996, el movimiento memorialístico era ya, desde hacía tiempo, una realidad, tanto a nivel mediático, como literario e historiográfico, de una presencia inusitada, casi agónica, en el conjunto de la sociedad española. Este movimiento, hegemonizado por el PSOE, pero en el que participaba toda la izquierda, no se reducía a la reivindicación de los represaliados durante el franquismo, ni al tema de las exhumaciones de cadáveres; se trataba y se trata fundamentalmente de un discurso ético-político que tendía –y tiende– a dicotomizar a la sociedad en campos antagónicos. Es un «discurso» de construcción del antagonismo, que traza una frontera interna sobre la base de la división global de la sociedad en dos campos antagónicos: derechas e izquierdas, franquistas y antifranquistas, demócratas y antidemócratas. Su objetivo es la transformación de las instituciones existentes. El movimiento memorialista es, según uno de sus más ardientes defensores, «un instrumento político de futuro, que pretende contribuir a la formación de una identidad cívico-social», mediante la reivindicación de la II República{54}.
Como historiador del pensamiento social y político, tengo que contextualizar. Fascismo y franquismo, la obra miscelánea de Saz Campos, resulta inexplicable, al menos en mi opinión, fuera de ese contexto psicológico e histórico/político. En ese sentido, resulta indiferente que sus textos sean de 1996 o de 2004, porque yo contextualizaba su obra dentro de ese proceso de más o menos larga duración; y no como algo puramente episódico En sus páginas, se define al franquismo como «el episodio más negro de nuestra historia contemporánea», que no ha sido rechazado de manera categórica por parte de las derechas y del régimen político actual: «No hay una conciencia nítida, general y, en el plano institucional, absoluta de rechazo. Pero es difícil imaginar que una conciencia democrática, una cultura democrática pueda coexistir sin dificultad con una relativa ambigüedad respecto de un pasado dictatorial». De ahí «esa extraordinaria demanda social de memoria que caracteriza nuestro presente». «Tal vez en esa exigencia esté implícita la idea de que algo ha fallado en el proceso social de construcción social de la memoria, de que de algún modo no hemos sido capaces de transmitir a la sociedad una visión de conjunto de la historia de España y de la historia de la España franquista». A su entender, aquel momento, es decir, el significativo año de 2004, era el adecuado, una vez consolidado el sistema demoliberal, para plantear y reivindicar ese proyecto de revisión histórico/político de la Transición:
«Todo esto explicaría, desde luego, el por qué, pero no el cómo o el cuándo. No respondería, en suma, a la pregunta clave: ¿por qué ahora? Desde mi punto de vista, habría dos claves fundamentales que señalan claramente las diferencias respecto a las que analizábamos respecto de la transición. La primera vendría dada por la existencia de una democracia consolidada, bien alejada de los riesgos y amenazas a que esa democracia se vio sometida cuando daba sus primeros pasos. No hay ya amenazas de golpe de Estado y el terrorismo, aun con sus terribles costes políticos y de vidas humanas, no parece constituir una amenaza determinante para la democracia. Los fantasmas de la guerra civil y el enfrentamiento fratricida pertenecen ya al pasado, no ejercen tutela alguna sobre el presente. De este modo se puede volver la vista atrás para satisfacer aquellas demandas de verdad y justicia que un día quedaron archivadas.»{55}
Ese decir, que el «síndrome», o el «mono» de la «memoria histórica» venía de lejos, pero era necesario encontrar el momento preciso para sacarlo a la luz y convertirlo en arma política. Eso y no otra cosa es lo que quise decir. Me expresaba como historiador, no como tertuliano. Verde y con asas.
Claro que, en vez perder su tiempo en tales elucubraciones presentistas, podría haberse dedicado a «revisar» –nunca mejor dicho–, alguno de los contenidos de su libro misceláneo, como, por ejemplo, la confusión entre el sindicalista Nicasio Alvarez de Sotomayor y el pintor académico Fernando Alvarez de Sotomayor, lo que, entre otras cosas, invalida su hipótesis sobre la adhesión de algunos militantes del fascismo español al Manifiesto del Bloque Nacional de Calvo Sotelo{56}. Cosas de la historia, cosas de la historiografía.
El señor Saz Campos afirma que nunca ha propugnado una «memoria de Estado». Muy bien; le felicito, ya somos dos más entre millones de españoles. Pero si eso es verdad, ¿por qué, en su primera requisitoria, me acusaba de poner en cuestión los fundamentos y los valores de los «demócratas antifranquistas», primer paso, según él, hacia la banalización de la dictadura franquista? Y es que, me pregunto: ¿no son todas las «memorias» igualmente legítimas? ¿O debe haber una «memoria hegemónica» antifranquista y «democrática», según señalaba Vinyes, e insiste el propio Saz Campos, identificada con las izquierdas? ¿No puede haber una «memoria» compartida? ¿Acaso no deberíamos «cargar» con la cruz de todos nuestros muertos?
No deja de resultar curioso que Saz Campos se muestre, en su contrarréplica, un tanto medroso a la hora de reivindicar las tesis de su amigo Ricard Vinyes, quien, en la presentación del libro Tres generaciones antifranquistas en el País Valenciano realizada por el propio Saz Campos, aparecía como arquetipo del historiador y del buen demócrata{57}. Con respecto a las tesis de Vinyes, sigo pensando lo mismo; me parecen abiertamente totalitarias; puro Orwell. Y punto. Ahora bien; nunca diré que el señor Saz Campos va en «malas compañías», una expresión que posee, en mi opinión, un rancio sabor clerical. Es muy libre de ir en compañía de quién quiera. Faltaría más. En cualquier caso, la reivindicación de la «memoria histórica» de los vencidos en la guerra civil y la identificación de la democracia actual con las izquierdas plantea un claro problema de carácter político; lleva directamente a la deslegitimación de la «memoria compartida» en que se basó la Transición; y, se quiera o no, conduce a la instauración de un nuevo «relato» hegemónico. Pensar lo contrario, es caer, a nivel político, en la utopía o en el irenismo más vacuo; o en una simplicidad no precisamente santa. ¿De qué otra forma podría articularse políticamente la defensa de los fundamentos, de los valores y de la memoria de los «demócratas antifranquistas», presuntamente olvidados a lo largo de la Transición, que demandaba Saz Campos en su primera requisitoria? ¿Cómo podría erradicarse la «memoria» franquista, según él, todavía viva y coleando? O se realiza mediante la acción del Estado y de su dispositivo mediático-simbólico, o no lo hace nadie. En eso, tiene toda la razón, desde su perspectiva sectaria, el señor Ricard Vinyes. Por el contrario, el señor Saz Campos se anda por las ramas.; no ofrece ninguna alternativa seria; tan sólo vaguedades teñidas de «moralismo sublime».
Como ya he dicho, sus opiniones sobre la memoria histórica y el régimen de Franco, o la Transición, me parecen tópicas, carentes de profundidad y, sobre todo, de originalidad. «Los antifranquistas fueron y son –dice– forjadores y conquistadores de la democracia en nuestro país, que no fue concesión, sino conquista». En esto se muestra más optimista que Fontana. El franquismo fue «más represivo que la Italia fascista». La derecha española «no ha hecho los deberes con el pasado»; hay que reparar «la justicia y la verdad», así como «honrar a las víctimas del franquismo»; eso es «materia pendiente», y es que, en materia de represión política, el franquismo fue «más criminal» que las dictaduras de Mussolini y de Hitler{58}. Nada nuevo bajo el sol. Demonología pura.
En mi opinión, el movimiento de la «memoria histórica» ha terminado convirtiéndose no sólo en un auténtico fraude a nivel historiográfico, sino en un estrepitoso fracaso a nivel ético-político. Y es que, en primer lugar, no existe tal cosa que pueda denominarse memoria colectiva o histórica, ya que carece de un sujeto portador de la misma. Esta dificultad metodológica, salvada en falso mediante a hipóstasis de un agente capaz de recordar colectivamente, acarrea otra de carácter ideológico-político: ¿Quién aspira a monopolizar el patrón exegético de los recuerdos? La respuesta es que semejante tipo de memoria es una excusa para imponer las propias opiniones o las de un grupo, como el capitaneado por los señores Viñas, Fontana, Vinyes, Preston, &c. En ese aspecto, las opiniones de Fontana no dejan lugar a la duda: la memoria es, ante todo, un instrumento de lucha política:
«Del mismo modo, los historiadores, al trabajar con la memoria colectiva, no se dedican a recuperar del pasado verdades que estaban enterradas bajo las ruinas del olvido, sino que usan su capacidad de construir ‘presentes recordados’ para contribuir a la formación de la clase de conciencia colectiva que corresponde a las necesidades del momento, pero no sacando lecciones inmediatas de situaciones del pasado que no han de repetirse, como se suele pensar, sino creando escenarios en que sea posible encajar e interpretar los hechos nuevos que se nos presentan (…) Porque, se quiera o no, se sea o no consciente de ello, el historiador trabaja siempre en el presente y para el presente.»{59}
A partir de ahí, como ha ocurrido en España, los llamados grupos de víctimas han degenerado en lobbies. Y el «nosotros» se ha convertido en sectario y competitivo. De ahí el carácter excluyente de los proyectos de «memoria de Estado», propugnados por los señores Viñas/Fontana/Vinyes and Company.
Por fortuna, ese proyecto ha fracasado. No hace mucho el lúcido Félix de Azúa denunciaba, en El País, «la demagogia guerracivilista que ha movido con extrema estupidez la corte de Zapatero», que ha «convertido a España en una sociedad, según ese principio, con 12 millones de franquistas y mayoría absoluta»{60}. Según la politólogo Paloma Aguilar, sólo un 5´3% de la población apoyaba, de hecho, el contenido de la Ley de Memoria Histórica{61}. Por ello, resulta significativo que, en las elecciones de noviembre de 2011, el PSOE apenas hiciera mención al tema. Ya no vende; no está en alza. Y es que era, ante todo, un pretexto para deslegitimar políticamente al conjunto de la derecha española. Ahora bien, como ya dije en otra ocasión, el Partido Popular, en estos momentos ya en el poder, debería privar a los movimientos de la «memoria histórica» de su coartada moral, que les ha legitimado ante un sector de la opinión pública. No resulta excesivamente difícil la tarea; consiste en aplicar a la práctica política el sentido común, atendiendo las demandas de los familiares a la hora de buscar, exhumar, identificar y dar sepultura a las víctimas de los crímenes perpetrados a lo largo de la guerra civil. Algo obligado; pero sin espíritu de revancha ni resentimiento.
El señor Saz Campos demanda que la derecha española condene de una manera nítida el franquismo. Está en su derecho, aunque, dudo que, hoy por hoy, tal condena sea factible; o que, de llevarse a cabo, sirviera para algo.
Y es que, en primer lugar, la equiparación entre fascismo y franquismo resulta, históricamente hablando, profunda y absolutamente demagógica, porque los contextos ideológicos, políticos y sociales en los que surgieron tales regímenes políticos fueron muy distintos. A diferencia de Alemania e Italia, la sociedad española hubo de enfrentarse a una guerra civil que no fue consecuencia de la dialéctica fascismo/antifascismo, sino de la de revolución/contrarrevolución. Salvo en España, no existió en la Europa occidental una izquierda tan radical y extrema como la anarquista, la comunista y la socialista bolchevizada. En ningún país europeo, se colectivizaron tierras y se socializaron fábricas, o se exterminó con tanta saña a los católicos,a los conservadores, a los burgueses y a los propietarios.
En segundo lugar, hay que precisar que Franco ganó, a diferencia de Hitler y Mussolini, la guerra; lo que históricamente resulta decisivo, guste o no.
En tercer lugar, el régimen de Franco fue muy longevo, y bajo su égida coexistieron varias generaciones y varias tradiciones de la derecha española.
En cuarto, tuvo indudables éxitos a nivel social y económico, que generaron unas clases medias como elementos de estabilidad social.
Y quinto, a partir de 1975 triunfó el reformismo, no la ruptura. El régimen político se transformó, sin duda; pero en todo lo demás hubo una continuidad evidente. La derecha reformista pudo y supo controlar el proceso de cambio. De ahí el «resentimiento» de un sector de las izquierdas.
En consecuencia, la derecha actual, representada por el Partido Popular, no es heredera del franquismo de la guerra civil y de la atroz posguerra; lo es de los sectores tecnocráticos y reformistas de los años sesenta y setenta. Todo lo demás es retórica demonológica.
Su mención a Gianfranco Fini y a las derechas europeas dista de ser significativa, porque el contexto español e italiano, e incluso el francés, son muy distintos. Heredero del MSI, el líder de Alianza Nacional necesitaba «condenar» el fascismo, aunque sólo fuese de manera retórica, para hacerse un hueco en el sistema político italiano y participar en el gobierno.
El Partido Popular no necesita hacerlo, porque es heredero no sólo de los sectores reformistas y tecnocráticos del franquismo, sino de UCD y de AP, que lideraron la Transición e hicieron suyo el contenido de la Constitución de 1978. A diferencia del partido de Fini, son fundadores, al lado de las izquierdas, del sistema político actual. Además, ningún miembro del PP ha reivindicado a Francisco Franco públicamente. Nada que ver con el MSI o con Alianza Nacional. En el caso francés, se trató de una lucha contra la ocupación de una potencia extranjera, no una guerra civil declarada. Por cierto que, como le reprochó en alguna ocasión Raymond Aron, Charles De Gaulle se mostró, a lo largo de su presidencia de la V República, muy proclive al dirigente español y se mostró favorable a la entrada de España en el Mercado Común{62}; y, tras su salida del Elíseo, no dudó el visitar a Franco. En cualquier caso, si el PP, y la propia Monarquía, deseasen, en un momento dado, condenar el régimen de Franco, que lo hagan; es su problema. Pero por propia voluntad y no bajo la permanente presión de unas izquierdas, cuyos ancestros no fueron, desde luego, lo quiera reconocer o no el señor Saz Campos, un prodigio de sensibilidad liberal y democrática.
Ahora bien; hay algo que no he podido ver en los planteamientos del señor Saz Campos; y es el principio de reciprocidad. ¿Deberían las izquierdas –comunistas, socialistas y anarquistas– hacer algo semejante o, por lo menos, someter a la autocrítica su trayectoria histórica? Tampoco parece que eso pueda ser así.
El PSOE, por ejemplo, no ha sometido a autocrítica su trayectoria a lo largo de la II República y la guerra civil. El 24 de octubre de 2009 tuvo lugar en su sede central una ceremonia, presidida por Alfonso Guerra y Leire Pajín, en la que se devolvía el carné de militante no sólo a Juan Negrín López, sino a Julio Alvarez del Vayo –hombre de Largo Caballero, probolchevique, admirador de Mao y de la revolución china y fundador del grupo terrorista Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP)–. Ramón González Peña –uno de los dirigentes de la revolución asturiana de 1934– y Angel Galarza Gago –diputado socialista que amenazó de muerte a José Calvo Sotelo en las Cortes republicanas y ministro de la Gobernación en los momentos en que tuvieron lugar las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz–. Significativamente, Leire Pajín concluyó el acto con las siguientes palabras: «Tenemos 130 años de historia y estamos orgullosos de nuestro pasado. Otros no pueden decir lo mismo.»{63}
En el mismo sentido, se ha expresado el Partido Comunista. Su nuevo líder, José Luis Centella, afirmó, en la clausura del XVIII Congreso del Partido, la inquebrantable voluntad de defensa de las señas de identidad de su organización política: «El Partido Comunista reivindica su pasado heroico y no tenemos que avergonzarnos ni pedir perdón por nada, sino que hay que luchar para que no nos quiten la memoria.» Posteriormene los comunistas han conmemorado su noventa aniversario sin la menor autocrítica. En el escenario, según describía El País, se encontraba la bandera tricolor republicana que una columna de las Brigadas Internacionales entregó al PCE durante la guerra civil, al tiempo que, en los discursos, se ensalzaba al régimen castrista cubano y se criticaba la intervención militar en Libia. Al único a quien se condenó fue a Santiago Carrillo, y no precisamente por la matanza de Paracuellos del Jarama{64}.
Al parecer, socialistas y comunistas parecen tener una conciencia sublime de su trayectoria histórica y, lo que es más significativo, a través de las organizaciones de la «memoria histórica» han pretendido imponer su propia visión del pasado al resto de la sociedad.
No sé lo que piensa al respecto el señor Saz Campos. Lo que sí parece es que sigue defendiendo, como Preston, que la propaganda anticlerical no tuvo nada que ver en la persecución religiosa a lo largo de la II República y de la guerra civil, al igual que el mito de las diferencias cualitativas entre la represión republicano/revolucionaria y la nacional. ¿Por qué Onésimo Redondo, Juan Tusquets o Carlavilla pueden considerarse «teóricos del exterminio» y no, en cambio, los anticlericales de izquierda, los socialistas revolucionarios, los comunistas y los anarquistas? El señor Saz Campos no nos lo explica; simplemente, intenta ridiculizar mis críticas y elude retóricamente el problema. Vano empeño. O todos o ninguno. Sigo sin compartir esas tesis, que se han convertido, en ciertos sectores historiográficos, poco menos que en una «creencia», en el sentido orteguiano del término, es decir, algo en lo que se «está» y que no se somete a revisión o crítica alguna. Como ha señalado Julius Ruíz, existe una gran dificultad en distinguir claramente en la España republicana/revolucionaria entre partidarios de la justicia judicial y la extrajudicial. Los dirigentes del PCE, por ejemplo, exigieron una justicia popular dirigida por el Estado, y, al mismo tiempo, defendían y recompensaban a sus propios agentes terroristas. Un ejemplo claro fue la matanza de Paracuellos del Jarama, cuyos autores gozaron de la protección de ministros como Angel Galarza y Juan García Oliver.
En la represión revolucionaria no sólo participaron los sindicalistas y los comunistas y socialistas, sino los propios republicanos de izquierda, algunos de cuyos militantes forjaron la nueva policía política. Los socialistas prietistas fueron ambiguos a la hora de condenar el terror revolucionario. No debe olvidarse que el tristemente célebre Agapito García Atadell no fue largocaballerista, sino prietista. De hecho, los prietistas apoyaron y ampararon a los asesinos. ¿Qué decir de las actividades del Servicio de Investigación Militar (SIM)? ¿Y no fueron los republicanos/revolucionarios pioneros en el empleo del trabajo forzoso durante la contienda?{65}. Esto no significa disculpar y muchos menos negar las brutalidades del otro bando; simplemente, señalar que no se puede hacer una historieta de «buenos» y «malos». La historia es algo más serio.
En lo referente a si los socialistas revolucionarios, los comunistas y los anarquistas pueden ser considerados demócratas, mi respuesta es negativa al cien por cien. Parece como si el señor Saz Campos considerara a la izquierda «naturalmente» democrática, al igual que Tertuliano consideraba el alma humana «naturalmente» cristiana. La democracia liberal y parlamentaria es la negación absoluta del socialismo revolucionario, del anarquismo y del comunismo. No puede haber un régimen comunista –el anarquista no ha existido nunca, ni puede existir– que sea a la vez democrático. El comunismo, lo mismo que el anarquismo, es una alternativa política y social destruida por la experiencia histórica.
Y es que el señor Saz Campos parece confundir deliberadamente la lucha por la igualdad social con la reivindicación de la democracia liberal. Aquí el catedrático de Valencia parece seguir una curiosa y equívoca teleología. El concepto de «igualdad social» es enormemente vago, de una peligrosa ambigüedad. ¿Acaso ciertas formas de «igualdad social», como las propugnadas por los comunistas y anarquistas, no llevaron a sistemas políticos y sociales abiertamente despóticos, a la par que ineficaces económicamente? ¿No hizo referencia Jacob Talmon a la «democracia totalitaria»? No deja de resultar una enorme ingenuidad intelectual y política reprocharme que acuse a Luis Araquistain de teórico del exterminio y de totalitario porque propugnaba la socialización integral de la propiedad. ¿Es el Gulag independiente de la instauración de la propiedad colectiva? ¿No llevó la colectivización en la URSS al exterminio de clases sociales enteras? Que el PCE luchara contra el régimen de Franco no le otorga legitimidad democrática alguna, si es que se reivindica la democracia liberal y parlamentaria y no la denominada «democracia popular». Lenin y los bolcheviques lucharon contra la autocracia zarista, pero no con el objetivo de instaurar una democracia liberal, que despreciaban y finalmente destruyeron, sino para todo lo contrario, para establecer un sistema de partido único y totalitario, que perseguía la plena transformación del hombre en un «ser social», la abolición de todas las tensiones entre el individuo y la sociedad y el sofocamiento de las aspiraciones y las pretensiones relacionadas con los intereses particulares que son inherentes a la especie humana tal y como la conocemos. Un ejemplo claro de la incompatibilidad entre democracia y comunismo fue el fracaso del denominado «eurocomunismo», una alternativa política que se caracterizó, a lo largo de su corta existencia, por una mediocridad teórica difícilmente superable, ya que nunca, entre otras cosas, supo plantearse de forma solvente el problema del poder político. ¿Quién se acuerda hoy del «eurocomunismo»? Ni Santiago Carrillo.
No deja de ser significativo que hoy los más encarnizados enemigos y críticos de la democracia liberal sean las izquierdas. El psiquiatra y filósofo esloveno Slavoj Zizek es el portaestandarte del nuevo stalinismo, con una facundia expresiva y un utillaje tan efectista que no pocos de sus lectores ni siquiera sospechan de su defensa tan peculiar del totalitarismo leninista. A su lado, Alain Badiou, el más explícito nostálgico de la revolución cultural maoísta y antiguo althusseriano.{66}
Llama la atención igualmente su reivindicación de las revoluciones. Bien es verdad que se trata de unas revoluciones «a la carta» y, lo que es más significativo, de muy distintas características y de muy distinto significado: la americana, la francesa, la iraní, la rusa de 1905, &c. ¿Por qué no la rusa de 1917? Yo, en cambio, prescindiré de toda ambigüedad, porque, a mi modo de ver, las revoluciones son fenómenos de patología social; significan el fracaso del método de cambio político por excelencia, es decir, la reforma, el único racional. Nada bueno suele salir de las revoluciones, que suelen culminar en regímenes políticos y sociales despóticos o en dictaduras. Como ya señalara Ortega y Gasset, el político genuino y sagaz, como Mirabeau, sabe que todo cambio social exige una evolución, un ascenso gradual en pos de reformas concretas que el tiempo exige. El método político por excelencia es la reforma, «emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación del ideal de vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones»{67}. Algo que «los confusionarios del 89» nunca entendieron. Y es que, además, las revoluciones entendidas como transformaciones súbitas de las sociedades chocan con uno de los fundamentos de la antropología, como es el derecho a la continuidad, dado que en «la vida humana nunca se puede empezar de nuevo». Por el contrario, «las revoluciones, tan incontinentes en sus prisas, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre tan fundamental que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad». Y es que el hombre nunca es el primer hombre, porque, a diferencia del animal, merced a las tradiciones, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha». En ese sentido, «romper con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután»{68}.
Jugar con la revolución, aunque sólo sea especulativamente, es jugar con fuego. Y es que, como ya advirtió Leibniz, la naturaleza no da saltos. A ese respecto, Fernand Braudel señaló que la Revolución francesa no se hizo efectiva hasta cien años después: «La Revolución francesa no existió en su realidad, en su lenguaje, en alguna de sus verdades hasta un siglo después de 1789. ¡Necesitó un siglo!»{69}. Además, sería importante no olvidar que, a lo largo de buena parte del siglo XIX, la «democracia» se configuró como un término abiertamente peyorativo, porque se le identificó con el odiado jacobinismo y con el Terror. Hizo falta, en consecuencia, un largo proceso para que en Europa se llegara a la reconciliación entre liberalismo y democracia.
En el caso norteamericano, que fue sin duda el más exitoso, difícilmente puede hablarse de una revolución en el sentido tradicional del término, es decir, cambios decisivos en las relaciones sociales, tras la independencia. El problema que divide a los historiadores norteamericanos es si se trató de una revolución social o, más bien, de una guerra de la Independencia hecha por los sectores privilegiados para afirmar sus intereses haciendo algunas concesiones a ciertos grupos desfavorecidos, pero sin cambiar las estructuras de la sociedad. La mayoría de los colonos eran ya propietarios antes de 1776; las multitudes urbanas siguieron estando en la misma situación semiproletariazada tras la derrota británica; y la esclavitud de la población negra se mantuvo incólume a lo largo de casi cien años. Incluso el sistema político cambió menos de lo que suele suponerse: la población masculina adulta y propietaria de la tierra poseía ya el derecho al sufragio antes de la independencia.
A mi modo de ver, la revolución no es solo ineficaz y contraproducente desde el punto de vista político; es que resulta un concepto poco útil para el historiador. En la historia no hay «revoluciones»; a lo sumo, puede hablarse de «transiciones». No es sólo Braudel quien lo dice; otros autores, como Arno Mayer, José Alvarez Junco y François Furet, han señalado que, hasta 1914, las clases dirigentes europeas se encontraban penetradas por el viejo mundo, por la vieja civilización de los valores de sacrificio, de heroísmo militar y de la aristocracia.{70}
¿Quién deseaba destruir el liberalismo en España? ¿Sólo fascistas y clericales reaccionarios? En modo alguno. En ese sentido, resultan muy significativas las observaciones del diario socialista Claridad:
«Todavía más grave resulta el que esta crisis no tenga salida dentro de las formas políticas liberales, en tanto en cuanto se han dado cuenta de ello, como le ocurre a Unamuno, han puesto de relieve, sin la presión de nadie, lo que llevan dentro: miedo y lodos. La dictadura de los ‘derechos del hombre’, el ‘respeto a la libertad de conciencia’ y otras tesis liberales han terminado virtualmente, por obra del fascismo (movimiento al que recoge a todos los liberales que intentan detener el curso de la Historia) y del marxismo, que realiza por completo la idea de la democracia, dando a ésta la imprescindible base económica. Supera así el liberalismo.»{71}
Conviene recordar, al respecto, porque Paul Preston no lo hizo en su vieja antología de la revista Leviatán, la brutal diatriba de Luis Araquistain contra José Ortega y Gasset, al que el escritor socialista descalificó como «profeta del fracaso de las masas». Para Araquistain, Ortega y Gasset –el máximo filósofo español– era «el paladín de la contrarrevolución», un «corruscante escritor», «pequeño burgués» y «romántico». «Ortega es un individualista vitalista a ultranza, para quien la sociedad, ahora como siempre, tiene una «inmutable estructura». Es decir, porque el hombre se ha servido siempre del hombre como instrumento o de una bestia de carga –como esclavo, como siervo, como asalariado–, la estructura social continuará así hasta la consumación de los siglos. Otra cosa es utopismo, magia». En contraste, el director de Leviatán sostenía que la URSS era «el más firme baluarte de la civilización europea»{72}.
¿Qué porvenir tenía la intelectualidad liberal ante tales amenazas? ¿De qué zona huyeron Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala, padres de la República del 14 de abril? ¿Y «Azorín», García Morente o Menéndez Pidal? ¿Quiénes asesinaron a Melquíades Alvarez, Rico Avello, Salazar Alonso –bête noire, por cierto, de Paul Preston– o Martínez de Velasco? Los revolucionarios, es decir, anarquistas, socialistas y comunistas. Esos revolucionarios, a lo que se ve, tan admirados por Saz Campos como defensores de la igualdad social.
Incluso habría que evaluar el modelo de República defendido por socialistas y republicanos de izquierda, que, en el fondo, aspiraban a un sistema político de pluralismo restringido, en el que las fuerzas de la derecha católica no tuvieran papel alguno. En los diarios de Manuel Azaña, aparecen, en ese sentido, significativos testimonios. Según el político alcalaíno, Luis Araquistain y Juan Negrín, se mostraban, en privado, partidarios de «una dictadura bajo formas democráticas que haga posible la preparación del pueblo para el futuro». Y no eran los únicos en pensar de tal forma. Fernando de los Ríos «siempre ha creído que la República tendrá que pasar por una etapa de dictadura, y que el concepto de libertad, sobre todo aplicado a la prensa, lo tiene sometido a revisión»{73}. Esta deriva no quedó, por cierto, en una mera declaración de intenciones, porque el gobierno republicano de izquierdas no dudó, a lo largo de su mandato, en prohibir y suspender la publicación de periódicos y revistas considerados poco afectos al régimen e incluso posteriormente recurrir a la censura. En octubre de 1931 se promulgó la Ley de Defensa de la República, que restringió el derecho a huelga y, sobre todo, la libertad de expresión y de prensa{74}.
No deja de ser igualmente significativo y revelador la actitud de la mayoría de los exiliados republicanos –y sus descendientes– en el México del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Una actitud que demuestra la simpatía y la aquiescencia política evidente hacia uno de los regímenes autoritarios, además de jacobino y ferozmente anticlerical, más longevos de Hispanoamérica y, por añadidura, consumado experto en el fraude electoral durante décadas.
La radicalización izquierdista a lo largo de la II República y de la guerra civil obstaculizó la reconciliación entre los principios liberales y la democracia. Buena prueba de ello fue la obra de Salvador de Madariaga, Anarquía o jerarquía, donde se propugnaba un régimen corporativo y autoritario, al tiempo que liberal en economía{75}. Fue el caso igualmente de García Morente, Ortega y Gasset, Cambó, Lerroux y Marañón. Este último, sin dejar de considerarse liberal, apoyó al régimen de Franco. Dada la situación española, el médico e historiador consideró que, en aquellos momentos, el liberalismo español tendría que identificarse con el «jovellanismo», es decir, con el «despotismo ilustrado»{76}. A través de sus actividades en las academias, Marañón contribuyó a recuperar, poco a poco, la tradición liberal en el seno de la sociedad y de la cultura española{77}.
El tema Schmitt merece párrafo aparte. La mención al jurista germano en la crítica de Saz Campos es una clara manifestación de agresión simbólica. Nada que ver con criterios de orden académico. En mi crítica al libro de Preston, no nombré a Schmitt, sí lo hice en una de mis colaboraciones en la obra Palabras como puños. Utilicé el concepto de «revolución legal», desde un perspectiva académica, lo mismo que hubiera utilizado el de «crisis orgánica» de Antonio Gramsci. Lo que ocurre es que para cierta opinión de izquierda mencionar a Schmitt es poco menos que sinónimo de «fascismo», mientras que utilizar conceptos gramscianos entra dentro de «lo normal». Una izquierda más inteligente, culta y civilizada, como la representada por Chantal Mouffe o Ernesto Laclau, cuyas ideas no comparto, consideran complementarios a Schmitt y Gramsci{78}. No así el señor Saz Campos, que sigue sin entender a Schmitt. Y no tengo interés alguno en aleccionarle. No es mi función ejercer de remediavagos. Como la utilización de este autor por su parte tenía una intención puramente polémica hacia mi persona, ahora, para intentar justificar lo inadmisible, se enreda en un laberinto de disquisiciones sobre Schmitt, Santiago Carrillo o Largo Caballero, que no vienen al caso, y que a mí no me interesan en absoluto. Lo repito; utilicé el concepto de «revolución legal» en un sentido puramente analítico, como conquista del poder estatal mediante procedimientos democráticos y su utilización posterior para transformar a la sociedad «desde arriba». Por otra parte, ¿acaso los conceptos políticos no transcienden en un momento dado el contexto social y político del que emergieron?
La cuestión de Schmitt en modo alguno resulta baladí. Autores tan eminentes como Reinhart Koselleck y Hans Blumenberg vieron postergadas sus carreras universitarias por su proximidad intelectual al jurista germano{79}. Quizás ese y no otro fue el objetivo de Saz Campos. Por mi parte, seguiré utilizando las ideas y los conceptos de Schmitt cuando lo juzgue necesario; es uno de los grandes intelectuales del siglo XX. Guste o no guste al señor Saz Campos. No hay que ceder ni un milímetro ante el sectarismo activo, la agresión simbólica y la seudología.
Para colmo, el señor Saz Campos demuestra nuevamente su ignorancia supina al relacionar a Acción Española y luego al grupo Arbor con Schmitt. Lo cual, como he demostrado en algunos de mis libros, es simplemente falso. En Acción Española, se criticó abiertamente el «decisionismo» schimittiano; y Ramiro de Maeztu fue el primer autor español que rechazó, en sus páginas, la interpretación de Donoso Cortés defendida por el jurista germano. Lo mismo ocurrió en el grupo Arbor y en la obra de Gonzalo Fernández de la Mora, partidarios del iusnaturalismo frente al «decisionismo». Saz Campos confunde unas relaciones de amistad personal y de admiración intelectual, con la asunción de una cosmovisión, que a los españoles les fue extraña. ¿No ha oído hablar nunca el señor Saz Campos de la contraposición entre ratio y voluntas, tan característica del pensamiento medieval? El señor Saz Campos cita, en sus obras, algunos de mis libros; me consta que sabe leer; de lo que dudo cada vez más es de su capacidad hermenéutica. Y es que, ¿existe una tendencia más lejana al pensamiento de Schmitt que la tecnocracia?
Sobre el problema de la relación entre fascismo y nacional-socialismo, creo que Zeev Sternhell lo dejó hace años muy claro: en modo alguno puede identificarse nacional-socialismo y fascismo, porque difieren en una cuestión fundamental: el determinismo biológico. El racismo no es una de las condiciones necesarias para la existencia del fascismo{80}. ¿Esta claro? Ya no insistiré más.
Con respecto a Mosse y Gentile mi «lectura» es completamente distinta a la de Saz Campos. En mi opinión, ambos historiadores pueden ser calificados de «revisionistas», en el mejor sentido de la palabra. En el caso de Mosse, porque elaboró una interpretación alternativa del proceso de cristalización de las culturas políticas fascista y nacional-socialista, muy distinta de la marxista entonces dominante, sobre todo en la variante defendida por Georg Lukács en su conocida obra El asalto a la razón. De ahí que, en algunos de mis escritos, haya conceptualizado su obra como «revisionismo cultural». Lo que me ha acercado a la obra histórica de Mosse ha sido, además, su insistencia en la empatía como «cualidad principal» del historiador, al igual que su defensa de la independencia política del intelectual{81}. Es mi modelo; el antitético de Fontana/Viñas/Preston. Por su parte, Gentile es, a mi modo de ver, un auténtico «revisionista» porque se atrevió a desafiar y revisar las tesis «oficiales» de un Norberto Bobbio y otros intelectuales italianos que sostenían la inexistencia de una ideología y de una cultura específicamente fascistas{82}.
No obstante, lo que más me ha llamado la atención es la ausencia de toda mención, en su último alegato, a Paul Preston y a su obra El Holocausto español. ¿No tiene nada más que decir en su defensa de su amigo? Es una lástima. Ya en su primera apología se limitaba a decir, al hacer referencia a mis críticas, vaguedades como «justamente», «de acuerdo en lo fundamental», «puede ser», «es posible», «puede admitirse», &c. Y, ahora, ¿qué? A lo que se ve, el silencio. Y es que lo que, en definitiva, parece preocupar a Saz Campos es la posible emergencia de un «revisionismo» histórico académico, que ponga en duda de manera racional y documentada los dogmas en los que bebe el sector de la historiografía española con el que se siente más identificado ideológicamente. Sean o no reales sus temores, no me cabe la menor duda de que esa nueva tendencia historiográfica tiene, frente a él, la batalla ganada, porque el señor Saz Campos, con sus palabras, se derrota enteramente solo. En cualquier caso, para mí el catedrático de Valencia ha sido tan sólo un pretexto para hablar de temas más serios. Lo importante es que, en lo sucesivo, el conflicto interpretativo se ritualice civilizadamente y no se recurra a la violencia simbólica, al sectarismo activo y a la seudología. En ello nos va nuestro futuro intelectual. Nada menos.
Notas
{1} «¿Quién fue Aranguren?», El Mundo, 21-IV-1996.
{2} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires, 1979, p. 10.
{3} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «En torno a la obra del hispanista Paul Preston», en El Catoblepas, nº 91, septiembre 2009, pp. 1-13.
{4} Paul Preston, Prólogo a Leviatán. Antología. Madrid, 1976.
{5} Pedro Carlos González Cuevas, «Paul Preston: el ocaso de un hispanista», en El Catoblepas, nº 112, junio 2011, pp. 13 ss.
{6} El Periódico de Cataluña, 7-VI-2009.
{7} El Mundo, 19-XI-2000.
{8} Véase Sergio Vila San-Juan, Pasando página. Autores y editores de la España democrática. Barcelona, 2003, pp. 579-580.
{9} Sobre el concepto de «red», véase Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009, pp. 29 ss.
{10} Véase Pierre Bourdieu, La distinción. Madrid, 1988.
{11} Véase Pierre Bourdieu, Razones prácticas. Barcelona, 1997, pp. 190 ss. Pierre Bourdieu/Roger Chartier, El sociólogo y el historiador. Madrid, 2011, pp. 46 ss.
{12} «De Holocaustos y matanzas», El País, 11-V-2011.
{13} «El Holocausto español», Público, 16-V-2011.
{14} Josep Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social. Barcelona, 1982, pp. 248. Nota preliminar a Jaime Vincens Vives, Coyuntura económica y reformismo burgués, Barcelona, 1974, p.12.
{15} Francisco de Quevedo, «Soneto», en Poemas escogidos. Madrid, 1980; p. 340.
{16} Josep Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social. Barcelona, 1982, pp. 158-150, 211-212 ss.
{17} Josep Fontana, La historia de los hombres: el siglo XX. Barcelona, 2002, pp. 100-101, 103, 108, 110.
{18} Josep Fontana, La crisis del Antiguo Régimen. Barcelona, 1979, pp. 19, 288, 292 ss.
{19} Josep Fontana, De en medio del tiempo. La segunda restauración española, 1823-1834. Barcelona, 2006, p. 367.
{20} Josep Fontana, «Naturaleza y consecuencias del franquismo», en España bajo el franquismo. Barcelona, 1986, pp. 32, 36, 37.
{21} «Julio de 1936», Público, 29-VI-2010.
{22} «La experiencia democrática», Público, 14-IV-2011.
{23} «¿Y ahora qué?», Público, 28-XI-2011.
{24} «Demasiados retrocesos», Público, 24-II-2012.
{25} Josep Fontana, «La llegenda de la transiciò espanyola», en La construcció de la identitat. Barcelona, 2005, pp. 121 ss.
{26} Josep Fontana, Prólogo a José Antonio Andrade Blanco, El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político. Madrid, 2012, pp. 11-12.
{27} Josep Fontana, Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945. Barcelona, 2011, pp. 18-19, 976.
{28} Josep Fontana, La historia de los hombres: el siglo XX. Barcelona, 2002, pp. 203.
{29} «Las raíces del terror», El País, 23-IV-2011.
{30} Fernando Hernández Sánchez, «Egohistoria. Entrre Clío y las cancillerías: Angel Viñas», en Historia del Presente nº 15, 2010, pp. 86.
{31} Angel Viñas, La soledad de la República. Barcelona, 2006, pp. IX-XVIII.
{32} El Siglo, 1-III-2010.
{33} Angel Viñas, La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Barcelona, 2011, pp. 307.
{34} Ibidem, pp. 321.
{35} Pierre Bourdieu y Roger Chartier, El sociólogo y el historiador. Madrid, 2011, pp. 44-45.
{36} Jaime Vicens Vives, España contemporánea (1814-1953). Barcelona, 2012, p. 50.
{37} Véase Borja de Riquer, «La quiebra de una gran ilusión», en El País, 3-XII-2011.
{38} Borja de Riquer, «L´ombra del franquismo», en Raçó Catalana, 11-VIII-2011.
{39} Joseph Gabel, Ideologies. París, 1974, pp. 57 ss.
{40} Pedro Carlos González Cuevas, «El Holocausto de Paul Preston», en Historia del Presente nº 17/2011/I, pp. 149-154.
{41} Ismael Saz Campos, «Va de revisionismo», en Historia del Presente nº 17, 2011/I, pp. 161-164.
{42} «Politique d´abord. Respuesta al señor Ismael Saz Campos», en Historia del Presente nº18, 2011/II, pp. 87-92.
{43} Historia del Presente nº18, II/2011, p. 92.
{44} Véase sobre este tema, Francisco Murillo Ferrol, Estudios de sociología política. Madrid, 1971, pp. 48 ss.
{45} Ismael Saz Campos, «Cosas de la Historia, cosas de la historiografía», en Historia del Presente nº 18, 2011, II, pp. 93-100.
{46} Sobre el concepto de «negacionismo», véase Henri Rousso, «Negationisme», en Historiographie, II. Concepts et débats. París, 2010, pp. 1119-1126.
{47} Véase Teresa Vilarós, El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición. Madrid, 1998.
{48} Fernando Savater, Panfleto contra el Todo. Barcelona, 1978, pp. 156.
{49} Luis Garagalza «Entrevista con Andrés Ortiz-Osés», en Introducción a la hermenéutica contemporánea. Cultura, simbolismos y sociedad. Barcelona, 2002, pp`. 215 ss.
{50} Sigmund Freud, Tótem y tabú. Madrid, 1967, pp. 56 ss.
{51} Emilio Selva Barrera, «Movimiento memorialista», en Diccionario de memoria histórica. Madrid, 2011, pp. 69 ss.
{52} Ariel Jerez, «Transición», en op. cit., pp. 57.
{53} Santos Juliá, Elogio de la Historia en tiempo de Memoria. Madrid, 2011, pp. 131 ss, 148 ss.
{54} Rafael Escudero Alday, «Conceptos contra el olvido: una guía para no perder la memoria», en Diccionario de la memoria histórica. Madrid, 2011, pp. 8 ss.
{55} Isamel Saz, Fascismo y franquismo. Valencia, 2004, pp. 285-286.
{56} Ibidem, p. 51.
{57} FEIS-CCOO, 1-III-2010.
{58} Tribuna de Toledo Digital, 7.-II-2012. UIMP, 14-VII-2009.
{59} Josep Fontana, La historia de los hombres: el siglo XX. Barcelona, 2002, pp. 202.
{60} «¿Ha dicho usted ideas políticas?», El País, 7-II-2012.
{61} Paloma Aguilar, «Las políticas de la memoria», en La España de Zapatero. Madrid, 2009, pp. 177-178.
{62} Véase Raymond Aron, La Coexistence. París, 1993, pp. 1393 ss.
{63} El País, 25-X-2009.
{64} El País, 29-X-2009, 18-XII-2011.
{65} Véase Julius Ruìz, El terror rojo. Madrid, 2012.
{66} Véase Philippe Raymond, L´extrême gauche pluriel. Entre democratie radicale et la revolution. Clavados, 2006, pp. 111-187.
{67} José Ortega y Gasset, Mirabeau o el polítco. Contreras o el aventurero. Madrid, 1974, pp. 61.
{68} José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Madrid, 1981, pp. 151 ss.
{69} Fernand Braudel, Una lección de historia. México, 1989, pp. 97 ss.
{70} Arno J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Madrid, 1984. François Furet, Inventaires du comumnisme. París, 2012, pp. 51 ss. José Alvarez Junco, «A vueltas con la revolución burguesa», en Zona abierta nº 36/37, julio/diciembre de 1985; pp. 81-105.
{71} Claridad, 26-III-1936.
{72} «José Ortega y Gasset, profeta del fracaso de las masas», en Leviatán nº 7, noviembre de 1934, y nº 9, enero de 1935. Luis Araquistain, Marxismo y socialismo en España. Barcelona, 1980, pp. 213 ss.
{73} Manuel Azaña, Diarios Completos. Barcelona, 2003, pp. 245 y 561.
{74} Justino Sinova, La prensa en la II República. Barcelona, 2006.
{75} Salvador de Madariaga, Anarquía o jerarquía. Introducción de Pedro C. González Cuevas. Madrid, 2005.
{76} Gregorio Marañón, Prólogo a Los afrancesados de Miguel Artola. Madrid, 1953, pp. XVI-XVIII.
{77} Véase Antonio López Vega, Marañón académico. Los paisajes del saber. Madrid, 2005, pp. 60 ss, 73 ss.
{78} Chantal Mouffe (ed.) , El desafío de Carl Schmitt. Buenos Aires, 2011.
{79} Véase Faustino Oncina, Introducciòn a Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional de Reinhart Koselleck. Madrid, 2012, pp. XXXIX y XL.
{80} Zeev Sternhell, El nacimiento de la ideología fascista. Madrid, 1994, pp. 4-5.
{81} George L. Mosse, Haciendo frente a la Historia. Valencia, 2008, pp. 11, 13, 118 ss.
{82} Véase Alessandra Tarquini, Storia de la cultura fascista. Bologna, 2011, pp. 12 ss.