Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 123 • mayo 2012 • página 4
Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos
A Tomás García López
Por enseñarme lo que es la amistad filosófica en el sentido platónico
I
Durante los años de 1961 y 1962, la Universidad de California en Berkeley invitó al profesor Arnaldo Momigliano (1908-1987) a impartir las correspondientes ediciones de las Sather Classical Lectures, prestigiosa serie de conferencias instaurada en el curso de 1920-1921 dentro de los departamentos de Griego y Latín (antecedentes del actual Departamento de Clásicos greco-romanos) como complemento de la Sather Professorship of Classical Literature (Cátedra Sather de Literatura Clásica), establecida en 1914.
En un primer momento, el programa de la Cátedra Sather contemplaba hacer extensiva la invitación al campus de Berkeley a algún distinguido académico, americano o europeo indistintamente, para contar con su participación como docente durante un ciclo escolar. En el curso de 1919-20, las autoridades involucradas consideraron pertinente ampliar el esquema de la cátedra, conminando a los invitados a que, además de la impartición del curso habitual, ofrecieran también una serie de conferencias (ocho al principio, seis al final y hasta el día de hoy) sobre el tema de su elección, en un formato más distendido y pensadas acaso para un auditorioliberado de los rigores de la especialización. El contenido de las conferencias habría de ser editado después por la University of California Press.
Los recursos con los que habrían de solventarse todas estas actividades provendrían del Fondo Sather, bolsa económica que ha permitido conformar, desde entonces, año con año yal día de hoy, una prestigiosa nómina académica en donde figuran profesores e investigadores literalmente clásicos como, por ejemplo,Werner Jaeger, quien, en el curso de 1934-35, disertó en ocho sesiones sobre Demóstenes: origen y crecimiento de su política; Eric Dodds: Los griegos y lo irracional es el resultado de sus conferencias de 1949-50, organizadas también, todavía, en ocho sesiones; Ronald Syme, quien impartió su igualmente ya clásico curso sobre Salustio en el período de 1959-60; o Moses I. Finley, habiendo hecho lo propio, en torno de la economía antigua, en el ciclo de 1971-72 (el Fondo de Cultura Económica editó sus conferencias en 1975 bajo el título La economía de la Antigüedad). El profesor piamontés Arnaldo Momigliano ocupó sus correspondientes seis lecciones para disertar, en efecto, como decimos, sobre los fundamentos clásicos de la historiografía moderna. Nuestra edición, de University of California Press, es de 1990.
Jane Krom Sather (1824-1911) fue la segunda esposa de Peder Sather (1810-1886), banquero de San Francisco de origen noruego, creador de la firma bancaria Sather and Church (que pasaría luego a formar parte del Bank of California) y miembro fundador del College of California, antecedente de la Universidad de California. A la respectiva muerte tanto del primer marido de Jane, en 1880, como de la primera esposa de Peder, en 1881, contrajeron ambos segundas nupcias en 1882. Cuatro años después, Peder Sather muere, dejando su fortuna bajo resguardo de su viuda, quien años antes de su muerte, acaecida en 1911, había establecido ya generosos y recíprocamente funcionales convenios con la Universidad de California, resultados a la luz de los cuales nos es posible hoytener acceso a las formidables seis lecciones que sobre tema tan imperturbable como la historiografía clásica –y su influencia en la moderna– el profesor Momigliano tuvo a bien ofrecer en la ciudad de Berkeley cuando despuntaba la tan por otro lado memorable aunque también, a la postre, evanescente sexta década del siglo pasado.
II
Las seis conferencias Sather del profesor Momigliano estuvieron organizadas en función de los siguientes encabezados temáticos: (1) Historiografía persa, historiografía griega e historiografía judía; (2) La tradición herodotea y la tradición tucididea; (3) El surgimiento de la investigación anticuaria; (4) Fabio Píctor y los orígenes de la historia nacional; (5) Tácito y la tradición tacitista; y (6) Los orígenes de la historiografía eclesiástica.En sus comentarios introductoriosconsigna la pregunta fundamental que guía cada una de sus disertaciones: ¿qué tienen en común las historiografías griega y judía y por qué y en qué medida fue la griega la que prevaleció?, por cuanto a la primera conferencia; ¿por qué fue Tucídides y no Herodoto quien se convirtió en el más autorizado historiador de la antigüedad?, en el caso de la segunda; ¿qué papel jugaron los anticuarios en la investigación histórica?, fue la guía de la tercera sesión; ¿cómo tuvo lugar la importación a Roma de la historiografía griega y qué es lo que la romanización de la historiografía griega implica?, la de la cuarta;¿cuál es el lugar de Tácito en el pensamiento histórico?, por cuanto a la quinta; y, finalmente, la sexta disertación giró en torno de la siguiente cuestión: ¿por qué y en qué sentido tiene la historiografía eclesiástica una tradición propia?
En su breve introducción, Momigliano busca persuadir a su auditorio para que considere lo que está por decir en las siguientes seis lecciones como un intento de ponderación del valor de la historiografía antiguaa la luz de la revolución que en el siglo XX tuvo lugar en el ámbito o campo dela escritura de la historia. Su constatación de partida es de cardinal interés gnoseológico: el auge de la historia social y de la arqueología en el campo del oficio del historiador (recordemos que hablaba en el arranque de la sexta década del siglo XX) estaban acercándolo a la evidencia de que algo nuevo estaba ocurriendo, sobre todo –y esto es lo importante- cuando se remonta en su observación «hasta los días de Tucídides». O para decirlo con mayor precisión: algo nuevo estaba ocurriendo con relación al predominio o hegemonía de la tradición de la historia tucididea.
«En el siglo XIX –dice el profesor Momigliano; traducimos libremente el texto de nuestra edición de 1990 de la University of California Press– tres historiadores tan diferentes como Ranke, Macaulay y Eduard Meyer consideraron a Tucídides como el modelo de historiador. Esta opinión tiene aún (1961-62, I.C.) seguidores. Uno de ellos, el profesor Gomme, fue uno de mis predecesores en la cátedra Sather hace algunos años. Pero incluso la maravillosa pugnacidad de Gomme no era ya suficiente para persuadir a muchos de nosotros de que Tucídides no podía ser superado. Tucídides escribió como un estudiante de historia política y militar contemporánea. El método que desarrolló fue el de un historiador político y militar de su tiempo. Los historiadores del siglo veinte pueden explorar cualquier período del pasado como si fuera historia contemporánea en el sentido tucidideo porque saben cómo explotar tipos de evidencia que nos llevan a casi cualquier otro pasado. Más aún, la noción misma de historia política implica hoy en día tantas cuestiones en relación con otros aspectos de la historia que ha dejado ya de indicar algo definido y reconocible.» (Arnaldo Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, University of California Press, 1990, p. 1, traducción propia, I.C.)
La novedad advertida por Momigliano, esa revolución del siglo XX en la escritura de la historia sobre cuyos antecedentes clásicos quería llamar la atención, era la que se le ofrecía, por ejemplo, en obras como El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga (1872-1945), de 1919, Los caracteres originales de la historia rural francesa de Marc Bloch (1886-1944) y publicado en 1931, o, de 1939, La mente de Nueva Inglaterra de Perry G. Miller (1905-1963). Trabajos referenciales de esas nuevas metodologías o escuelas históricas del siglo XX tan destacadas como la Escuela de los Annales o la historia de las mentalidades (o historia intelectual) que no seguían ya nada más el canon del modelo tucidideo (la estricta historia política y militar) sino que seguían otras fuentes clásicas, como por ejemplo la de los anticuarios o la de las «investigaciones eruditas» antiguas. Y al esclarecimiento de esasfuentes clásicas de esa moderna historiografía es a lo que consagra Momigliano sus conferencias Sather, dejando claro que la novedad, en realidad, no era tal; sólo era cuestión de dejar de ignorar lo que anteshabía sido ignorado, como por ejemplo ocurrió en el XIX de hegemónico predominio tucidideo:
«La variedad y complejidad de nuestro actual trabajo en Historia da nueva prominencia a vínculos con el mundo clásico que habían sido previamente descuidados. Si la investigación erudita antigua es el obvio antecedente de buena parte de nuestra historia cultural y social, nuestro interés en historiografía eclesiástica representa un vínculo con la historiografía eclesiástica antigua. Nuestro estudio sobre la motivación histórica consciente, subconsciente e inconsciente da un nuevo valor a la historia psicológica de Tácito y llama la atención sobre su enorme autoridad entre estudiantes de historia y política desde inicios del siglo dieciséis hasta los inicios del siglo diecinueve.» (The Foundations, p. 2)
Pero hay algo más que también esclarece Momigliano con penetrante juicio dialéctico a la hora de demostrar que la historiografía griega no estaba necesaria e inevitablemente destinada a ser el fundamento de la historiografía occidental, impugnando con esto, nos parece, las exposiciones estrictamente lineales que de la historia de la historiografía suelen muchas veces hacerse con, diríamos, «mentalidad de manual»:
«Nosotros no hubiéramos heredado la historiografía griega sin la audaz intervención de algunos romanos que hicieron de la historiografía griega la historiografía del Imperio Romano. Sobre todo no hubiéramos tenido nuestras historias nacionales sin el ejemplo de las historiografías nacionales romanas, y más específicamente sin el ejemplo de Livio. Aun así la historiografía griega tuvo que competir con la historiografía hebrea. Y tanto las historiografías griega y hebrea post-exílica cobraron vida contra el fondo del Imperio Persa y claramente muestran su origen común. Historiadores judíos y griegos tardíos compitieron luego los unos con los otros, y es una cuestión de investigación el determinar qué tanto del pensamiento judío pasó a trabajos cristianos tales como las historias eclesiásticas de la Antigüedad Tardía.» (p. 2)
III
Tenemos entonces que la prime lección lleva por título Historiografía persa, historiografía griega e historiografía judía. Como queda expuesto en los comentarios introductorios, fue la primera o, con más precisión, fue el Imperio Persa el marco de referencia contra el que se configuran dialécticamente las historiografías griega y judía respectivamente:imposible no ver ahí ejercitada a todo lo que da la dialéctica de Estados como motor de la historia. Primer rescoldo clásico: escribir historia es escribirla contra alguien.
Momigliano se pregunta entonces varias cuestiones, a saber: 1) ¿qué es lo que, más específicamente y dado el similar marco de configuración dialéctica, tienen la historiografía griega y la judía en común?; 2) ¿cuáles son, por otro lado, las diferencias fundamentales entre una y otra?; y, lo que acaso pueda ser de mayor interés filosófico, 3) ¿por qué la historiografía griega terminó siendo de mayor vitalidad y perdurabilidad en el tiempo mientras que la judía nos ofrece su eclipse más bien abruptamente en el siglo I D.C.?
Sobre la historiografía persa. Cuestión de partida: en los años de su juventud, recuerda Momigliano, era hecho consumado y consabido que si se quería estudiar historia persa tenía que saberse griego; en caso de quererse estudiar historia griega, lo que se tenía que saber era alemán. Herodoto era la autoridad en el caso de la historia persa mientras que, por cuanto a la griega, la autoridad recaía en Karl Julius Beloch. ¿Qué había de las fuentes directamente persas?
Las tenían, desde luego, y tanto en persa como en arameo. El libro de Ester es una referencia a la existencia de crónicas y documentos, mientras que los libros de Ezra y de Nehemías ofrecen también evidencia de que existían Crónicas Persas Reales. El señalamiento que hace Momigliano a este respecto apunta hacia la efectiva disposición que se tenía, tanto en el contexto babilonio como, incluso, griego (Ctesias de Cnido), de crónicas sobre eventos acaecidos en tiempos pre-persas.
Pero las crónicas persas desaparecieron prematuramente. Las inscripciones son las únicas evidencias, las únicas reliquias en las que puede conocerse la manera en que los persas entendían la historia, siendo la inscripción de Behistún, como se sabe, la referencia fundamental para lograr entender el carácter de la sociedad persa, su sentido aristocrático y su muy característica combinación de lealtad y violencia política. En todo caso, Momigliano subraya el hecho de que el persa antiguo, tanto por su fácil estructura sintáctica como por su claro sistema verbal,no era en modo alguno un mal instrumento para la prosa histórica, afirmando así que lo que puede observarse en esas inscripciones era un genuino estilo histórico en marcha.
Sobre la influencia de la historiografía persa en las correspondientes griega y hebrea. Aquí arranca Momigliano señalando un contraste muy característico: mientras no se tienen evidencias fehacientes de que historiadores griegos y hebreos tuvieran conocimiento los unos de los otros antes del siglo III a.C., no cabe duda de que ambos, a su vez, estuvieron en contacto con los persas.
Por cuanto al contacto entre historiadores griegos y el mundo persa, la consideración principal tiene que ver con el hecho de que la griega fue una historiografía estrechamente vinculada desde sus inicios con los estudios geográficos. La referencia inmediata es la de Escílax de Carianda, primer griego que escribió sobre sus exploraciones geográficas en el Golfo pérsico a instancias de Darío alrededor del 500 a.C. Y tanto Hecateo de Mileto (550-476 a.C.), que fue geógrafo y genealogista, como Herodoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), vivieron como súbditos del Imperio persa.
Durante el siglo V viven otros historiadores que hicieron acopio de tradiciones persas: Dionisio de Mileto, Helánico de Mitilene o Caronte de Lámpasco son algunos de los que Momigliano hace mención, situando su obra como prueba del interés constante que por la historia persa tuvieron los historiadores griegos. Jenofonte (431-354 a.C.) es también un nombre que de inmediato aparece en el momento de indagar sobre las relaciones entre el mundo griego y el persa, sin perjuicio de que su Ciropedia, más que un libro de historia, es un libro de naturaleza filosófica, moral o, incluso, según algunos, utópica.
Por cuanto al contacto entre el mundo judío y el persa, las evidencias se nos ofrecen con relativa claridad. Las autobiografías de Ezra y Nehemías que aparece en los libros del mismo nombre nos permiten constatar el conocimiento que tenían del mundo persa. Los libros de Daniel, Judith y Esther son, nos dice Momigliano, cuestión de mayor complejidad, acaso por la incompetencia histórica de sus redactores, lo que no obsta para observar también ahíle presencia genuina de elementos persas.
Hay una diferencia fundamental, en todo caso, entre la posición que unos y otros, es decir, judíos y griegos jónicos, tenían en el Imperio persa. Mientras que el control persa sobre los primeros fue un continuum de dos siglos, el que hubo de tenerse sobre los griegos jónicos fue interrumpido por el control ateniense durante la mayor parte del siglo V. ¿Cómo fue entonces la influencia del domino persa sobre los dominados judíos y griegos? Momigliano propone tres alternativas para responder esto: en primer lugar, la influencia habría sido directamente la de la historiografía persa misma; en segundo lugar, la influencia habría sido la de otras historiografías orientales a las que pudo haberse tenido acceso al interior del Imperio persa; en tercer lugar, y es ésta por la que Momigliano se inclina, la influencia habría sido de carácter más genérico, de parte no ya estrictamente de metodologías historiográficas sino de otro tipo de tradiciones institucionales y literarias orientales. Para fundamentar esta inclinación por la tercera opción, nos ofrece un recorrido de tres cuestiones de orden, diríamos, gnoseológico: a) la utilización de documentos en la historiografía; b) la tradición autobiográfica y biográfica; y c) el antecedente «novelístico».
Por lo que toca a la cuestión documental en la tradición judía, las cosas se ven a juicio de Momigliano más simples que en la contraparte griega. La historiografía post-exílica judía se caracteriza por la búsqueda de la autoridad a través de la citación extensiva de documentos que supuestamente provienen de archivos. Ezra, por ejemplo, es consciente de la importancia que los persas daban a los documentos como fuentes para el establecimiento de derechos legales, y es ese el sentido que se aprecia también en el Libro de Esther. Parece ser evidente en todo caso la influencia que el interés por la práctica administrativa persa e, incluso, la práctica historiográfica que se encuentra en sus crónicas reales tuvo en la historiografía judía.
En el mundo griego aprecia Momigliano un contexto distinto y bien interesante. Los griegos, nos dice, escribieron historia «como hombres libres». No había en ellos una obsesión por afirmar y reconocerse en sus derechos en tanto que provenientes de autoridades pasadas o en libros o archivos tal como los judíos sí la tuvieron bajo el domino persa, seléucida o romano.No era una obsesión como la judía, aunquesí se citaba también documentos, pues tanto Herodoto como Tucídides se sirven de fuentes documentales con información persa: la lista de los sátrapas, la descripción del sistema postal persa o el catálogo del ejército persa, en el caso de Herodoto, o las cartas intercambiadas entre Pausanias y Jerjes y las tres versiones del acuerdo persa-espartano del 411 a.C., en el caso de Tucídides.
El segundo recorrido es el de los estilos biográfico y autobiográfico. En el caso judío, el señalamiento de Momigliano apunta nuevamente a los libros de Ezra y Nehemías, en donde partes de sus correspondientes autobiografías hubieron de ser utilizadas por el cronista que confeccionó dichos textos. Es un hecho reconocido, afirma, que esos dos fragmentos autobiográficos no pueden ser entendidos aislándolos de la vasta tradición oriental de escritura autobiográfica en primera persona:
«El profesor Mowinckel se inclinaba por conectar por lo menos la autobiografía de Nehemías con los documentos babilonios de este tipo más que con los de origen persa. Esta es una cuestión más de gusto que de argumento. Otros académicos han demostrado paralelismos en autobiografías egipcias. La inscripción de Behistún de Darío fue conocida por los judíos de Elefantina en su versión aramea más o menos en los tiempos en que Ezra y Nehemías escribieron. Tanto Ezra como Nehemías dieron un giro judío a la tradición general oriental –y también específicamente persa– de la autobiografía en primera persona.» (p. 14)
En el caso griego, la tradición autobiográfica tuvo una más acusada presencia en la literatura. Los ejemplos son abundantes: tanto en Homero como en Hesíodo, tanto en la lírica como en la tragedia, bien sea que Nestor explicase su juventud en la Ilíada o que Odiseo hiciera lo propio en torno de su persona, lo cierto es que no pueden dejar de apreciarse en obras de tal peso y perdurabilidad histórica las referencias constantes en primera persona.
Hay un punto importante que Momigliano señala para efectos de la influencia persa: el material analizado ofrece evidencias de que fue en la Grecia del Asia Menor más que en la Grecia de Esparta o Atenas en donde se tuvo al parecer mayor interés en los detalles biográficos al momento de escribir historia: Escílax de Carianda escribió una biografía del tirano Heraclides, habiendo vivido ambos en la esfera persa; las mejores historias personales de Herodoto, como por ejemplo la biografía del médico Democedes («el mejor de su tiempo»), provenían del lado oriental; e incluso Tucídides pone atención a las cuestiones biográficas sólo en el momento en que sus héroes (Pausanias o Temístocles) se encuentran en los límites del Imperio persa.
Y esto lo lleva al tercer comentario, relativo al antecedente novelístico de las historiografías griega y judía, siendo la clave a este respecto el carácter internacional de la sociedad del Imperio persa sobre cuyo fondo tuvo lugar la construcción de relatos e historias con «motivo novelístico» tanto en el área de difusión judía como en la griega.
La conclusión a la que llega, en resolución, Momigliano es en efecto que la influencia persa en las historiografías griega y judía era efectiva, sí, pero más genérica (institucional o literaria), de contexto histórico social, que estrictamente historiográfica. Si hubo acaso una línea directa de conexión fue la de la utilización de documentos, y tal vez incluso algunas resonancias persas en cuanto alo que al desarrollo del estilo autobiográfico se refiere.
Pero lo que sí es decisivo es la reacción común de griegos y judíos ante las crónicas reales de los imperios del este. Las historias políticas en uno y otro caso rompieron con el tipo persa o más generalmente oriental de historia centrada en las actuaciones de reyes individuales o de héroes determinados: en los casos griego y judío lo que quedó plasmado era la vida de sociedades enteras en su deliberación y actuación en función de claros propósitos y bajo, eso sí, el liderazgo de hombres con una visión de dilatadas perspectivas estratégicas. En el caso judío, por ejemplo, los Libros de los Reyes son un registro de eventos conectados con las relaciones entre Jehová y la nación hebrea como un todo; en el caso griego, el legado de Herodoto y de Tucídides en la historiografía puede apreciarse en la manera en que hacen girar sus narraciones en torno de algún gran evento histórico político (una guerra casi siempre) o en torno de los conflictos internos y/o externos entre una o más ciudades. A diferencia de las crónicas reales individuales persas, los griegos y judíos hicieron crónicas de una comunidad política.
Las similitudes entre unos y otros en materia historiográfica fue entonces la de su común reacción contra Persia, una reacción que era a su vez la traducción de una dialéctica política objetiva en la que, durante los siglos sexto, quinto y cuarto a.C., griegos y judíos reorganizaron su vida y su comunidad políticas considerándose como un recorte o, si se quiere, como contrafigura del entorno de la civilización persa que los circundaba. El carácter internacional persa era rechazado en ambos casos para configurar instituciones y figuras de autoridad políticas con una mayor determinación local o, en realidad, podríamos decir ahora, nacional. La perspectiva internacional o ecuménica sería planteada después, pero ahora bajo moldes y contenidos romanos y cristianos.
Sobre las diferencias entre los historiadores griegos y hebreos. Si la historiografía moderna es crítica, lo es en tanto que producto griego y no judío, nos dice Momigliano categórico. Y con esto se abren cuestiones de gran interés en lo concerniente a las diferencias entre una y otra historiografías, y en lo que concierne también a la perdurabilidad de la plataforma griega como fundamento no ya nada más de la historiografía occidental sino de la filosofía, la retórica o la teología.
Son dos los criterios desde los que se pueden agrupar las diferencias: en primer lugar, el papel que, en la construcción o narración histórica, tienen, por un lado, la idea de origen (del mundo), y, por el otro, la idea de tiempo; en segundo lugar, la relación que para griegos y judíos respectivamente existe entre historia, religión y la propia comunidad política, lo que implica una cuestión verdaderamente cardinal, a saber: la separación (o la posibilidad de separación) entre historia sagrada e historia profana.
Por cuanto a la primera cuestión, nos dice Momigliano que los historiadores griegos nunca pretendieron contar los hechos de la historia «desde los orígenes del mundo», y que fueron siempre conscientes de que no se podía ni se debía afirmar nada sin historia, sin investigación. Además, fue divisa suya siempre hacer que, de alguna manera, lo narrado o contado históricamente debía de ser elegido en función de su utilidad para el futuro.
«Cada historiador griego se preocupa por la importancia cualitativa de lo que va a decir. Su tareaes preservar la memoria de importantes eventos pasados y presentarlos en una manera confiable y atractiva… El historiador griego casi invariablemente piensa que los eventos pasados que cuenta tienen alguna relevancia para el futuro. Los eventos no serían importantes si no enseñaran algo a quienes leen sobre ellos. La historia proveerá un ejemplo, constituirá una advertencia, apuntará hacia alguna posible pauta de desarrollos futuros en los asuntos humanos.» (p. 18)
Y en lo relativo a la concepción del tiempo histórico griego, Momigliano se distancia de las interpretaciones comunes (invenciones modernas dice él) según las cuales la noción griega del tiempo es cíclica; sus precisiones son interesantísimas:
«No hay ninguna indicación en los historiadores griegos de que los eventos inevitablemente se repiten en determinados intervalos. La usualmente repetida noción de que los historiadores griegos tenían una idea cíclica del tiempo es una invención moderna. Hay solamente un historiador griego, Polibio, que aplica la noción de ciclo a los eventos históricos, pero lo hace sólo parcialmente con relación a la evolución de las constituciones –dejando eventos militares y políticos ordinarios fuera del ciclo. E incluso en el caso de las constituciones su teoría no tiene nada del rigor y coherencia que algunos de sus modernos intérpretes le atribuyen. Lo que la actitud histórica griega casi invariablemente implicaba era que el historiador no solamente describía los hechos, sino que trataba de establecer conexiones entre ellos: in otras palabras, buscaba causas y consecuencias.» (p. 18).
En el caso hebreo, tomando como referencia la Biblia, las cosas ofrecen un aspecto completamente distinto: ‘lo que se tiene en la Biblia es una historia continua desde el comienzo del mundo’ (p. 19), el tiempo es concebido de manera distinta a la griega. La organización de la construcción narrativa se ajusta en el mundo judío a una línea de eventos a través de la que se pueda ver la relación directa y especial entre Jehová e Israel. Un esquema de interpretación y reconstrucción histórica imposible de poder haber tenido lugar en el mundo griego.
Por otro lado, y con esto se entra en las segunda cuestión, relativa a las relaciones entre historia, religión y comunidad política,la idea de verdad para los judíos tenía una conexión ontológica con Dios: el Dios hebrero es el Dios de la verdad, y si esto es así, si Dios es la Verdad, la tarea de sus seguidores, una tarea que se perpetua generación tras generación, no es otra que la preservación de los registros de esa verdad en la que Dios mismo se hizo presente. El recuerdo del pasado es una obligación religiosa para los judíos, no así para los griegos.
Los griegos, por su parte, tenían predilección por la historia, pero nunca hicieron de ella –nos dice Momigliano– el fundamento de sus vidas. Las clases educadas griegas cultivaban también el gusto por la retórica, los misterios o por la filosofía. Para el hebreo bíblico, historia y religión eran una y la misma cosa, y esta identificación se mantiene en la civilización cristiana por vía de los Evangelios. Pero la paradoja no puede ser más contrastante:
«Los griegos nunca perdieron su interés por la historia y transmitieron este interés como parte de su herencia cultural. Los judíos, para quienes la historia significó tanto, abandonaron la práctica de la historiografía casi completamente desde el segundo siglo hasta el dieciséis, volviendo a su estudio solamente bajo el impacto del renacimiento italiano.»
Es una paradoja de la que se derivan consecuencias dialécticas importantes. La flexibilidad dialéctica griega (para decirlo de alguna manera), aunque podría parecer que indujo a los griegos a desentenderse de la historia, tuvo un efecto mucho más importante por cuanto a sus posibilidades de supervivencia y perdurabilidad: sólo en el mundo griego fue posible introducir una distinción fundamental, a saber, la distinción entre historia sagrada e historia profana. Y fue esto lo que no pudo darse en el mundo judío, tal como sí se dio en el griego.
Y esto lleva a Momigliano a su última pregunta o cuestión: ¿qué fue lo que, en efecto, impidió que la historiografía hebrea se desarrollara aún más para lograr competir así con la historiografía griega?, ¿por qué razón perdieron los judíos el interés por la investigación histórica, es decir, por la historia?
La desaparición del Estado judío no podría considerarse argumento con la fuerza suficiente, a juicio de Momigliano, para justificar el desvanecimiento del interés historiográfico judío. De la disolución política nacional no se deriva necesariamente la disolución de la historiografía, además de que, de hecho, nos dice, la historiografía judía mostraba ya signos de debilitamiento antes del final del estado judío; y, en todo caso, ‘no hay ninguna ley natural que diga que la historiografía debe terminar cuando la independencia política termina. Los griegos no perdieron el interés en la historia cuando se convirtieron en súbditos de Roma. La historiografía armenia sobrevivió la independencia de Armenia; y la historiografía maronita se desarrolló en condiciones de dominación política’ (p. 23)
Y no se trata en realidad de que no hubiera en absoluto investigación en el ámbito de los historiadores judíos, porque sí la había, aunque no de manera tan prolija como en su contraparte griega. Pero en todo caso la clave de la cuestión no radica ahí, en el plano gnoseológico de la existencia o no existencia de investigación histórica o documental; la clave que explica a juicio de Momigliano el desvanecimiento del interés judío por la historia y la historiografía es de orden ontológico:
«Por un lado, los judíos post-bíblicos pensaban realmente que en la Biblia tenían toda la historia que importaba: la sobrevaluación de un cierto tipo de historia implicaba la devaluación de todos los demás eventos. Por otro lado, el desarrollo entero del judaísmo conducía a algo a-histórico, eterno, la Ley, la Torah. El significado que los judíos terminaron atribuyendo a la Torah mató su interés por la historiografía general.» (p. 23)
En la organización de la vida hecha por el judaísmo a través de la Biblia se nos ofrece toda ella como participando de un despliegue objetivo del mundo, que más que eterno era más bien creado por Dios; en esto estriba la revolución que en la historia de las Ideas y de la filosofía introducen judíos y cristianos: el mundo es creado de la nada por Dios, cosa que los griegos consideraban absurda, pues el mundo era para ellos, en efecto, eterno (la escisión entre judaísmo y catolicismo vendría luego en función de los dogmas de la trinidad y de la encarnación). En todo caso, este despliegue bíblicono admite explicación ni investigación histórica alguna, haciendo de ella algo innecesario e irrelevante en la medida en que no tiene en realidad nada que explicar, y muy poco que revelar,a alguien ‘que medita la Ley día y noche’.
Así, mientras que la concepción judía de la Ley tuvo como correlato el desinterés e indiferencia por la historia (el hombre judío educado se concibe más como comentador de textos sagrados que como historiador), la concepción griega de la ley fue durante el siglo V a.C. fuente o motor de la investigación histórica. Y no es a este respecto gratuito para Momigliano el hecho, nos dice, de que el florecimiento historiográfico griego tiene lugar en el momento de mayor madurez de las democracias jónica y ática, consideración que lo lleva a afirmar que la forma política democrática fue la base que permitió el desarrollo dialéctico del racionalismo historiográfico griego, intensificando y ampliando la gama de intereses sobre los cuales poner en marcha la historia, la investigación, bien sea para indagar en torno de las formas políticas, las instituciones o las constituciones, bien sea para comparar (y definir dialécticamente) lo que es griego con lo que no lo es. Los griegos, habría que concluir por nuestra parte, permitieron con sus formas y organización políticas la fecundidad de la dialéctica de la historia y de la filosofía:
«Al crear la democracia crearon también el clima de opinión para el que el Nomos –la Ley– se convirtió en objeto de historia. La discusión era de tan amplios alcances como para involucrar a un poeta como Píndaro y a un médico como Hipócrates, por no hablar de un historiador como Herodoto. La Ley griega, el Nomos, no era solamente compatible con la investigación histórica, según se entendió ésta en el siglo V y después, sino que probó ser uno de los ingredientes principales de la escritura de la historia. La Ley de los judíos estaba definitivamente más allá de la Historia.» (p. 24).
IV
Concluimos. En esta primera conferencia de Los fundamentos clásicos de la historiografía moderna Arnaldo Momigliano nos ofrece la demarcación del marco global de referencia histórico político y geográfico –sus coordenadas son las del mundo griego, el mundo judío y el mundo persa– dentro del que habrían de desplegarse luego las grandes escuelas historiográficas, siendo así que la dialéctica inicial entre estos tres sistemas de coordenadas históricas será de interés constitutivo para la ulterior coordinación y organización geopolítica del mundo mediterráneo y, a la postre, occidental. Se trata de la dialéctica de decantación y ensamblaje de una estructura de mayor complejidad en donde el mundo griego, el judío y el persa quedan incorporados y transformados en nuevas magnitudes históricas y políticas: el mundo helénico, el mundo romano y el mundo cristiano.
Es ya, en efecto, dentro y como parte del área de difusión helénica donde la historiografía judía es escrita en griego. Comenzaba un esfuerzo para escribir y pensar desde categorías griegas.Pero los romanos superan este esfuerzo, dejando de escribir obra histórica en griego para comenzar a hacerlo en latín, y es así como la tradición griega sedimenta, emigrando e incorporándose, la cultura latina. Las consecuencias de estoson de gran magnitud, pues, además de observarse en los nombres de Salustio, Livio o Tácito, llegan sobre todo hasta nosotros,y si ‘hoy escribimos historia en nuestros respectivos idiomas’, nos dice Momigliano, es‘porque los romanos rompieron el tabú y mostraron con su ejemplo que la historia griega (la investigacióngriega, IC) puede hacerse en otros idiomas. Hasta donde yo sé, ni egipcios ni babilonios ni judíos concibieron jamás que el tabú podía romperse. Pocos o ninguno de ellos escribieron el tipo griego de historia o en egipcio o en babilonio o en hebreo. Por esta razón los judíos, a diferencia de los romanos, deben ser puestos entre las naciones que no asimilaron la historiografía griega. La historiografía de tipo griego jamás fue reconocida como parte de la vida judía. (Momigliano, pp. 24 y 25)
Hay no obstante una relación importante entre el mundo griego y el judío en el período helenístico, que se ofrece sintetizado en lo que Momigliano llama helenismo judío: ‘por al menos siete u ocho siglos el griego fue el idioma cultural alternativo para los judíos’. Flavio Josefo (37 o 38-101 d.C.) escribe sus obras más importantes (La guerra de los judíos o Antigüedades judías) en griego, aunque no estuviera en realidad escribiendo para judíos helenizados sino para lectores paganos: ‘quería presentar la historia judía a lectores griegos educados y dar cuenta de la guerra judía en una forma en la que cualquiera pudiera reconocerse, incluyéndose a sí mismo y excluyendo a una minoría de judíos fanáticos’ (p. 26).
En todo caso, aun habiéndose dado esta efectiva relación entre judíos y el mundo griego, sobre todo por cuanto a sus modelos educativos (la paideia griega), la historia no fue nunca parte sustancial de la educación judía. El interés por la revisión crítica del pasado judío llega solamente hasta el siglo XVI en el contexto del Renacimiento italiano: el método crítico griego llega digamos que más tardíamente a los judíos a través de la Italia renacentista, para encontrar luego, como remate, su máxima y más luminosa expresión filosófica en el Tratado Teológico-Político de Benito Espinosa, quien da por vez primera a la historia bíblica un tratamiento al modo griego, es decir, al modo como se trata la historia ordinaria. Pero no era Espinosa un historiador del judaísmo, nos dice Momigliano; lo que hizo fue utilizar, sobre material bíblico, los principios de libre indagación que hicieron posible el florecimiento dialéctico de la historiografía griega: ‘su criticismo de la Biblia fue parte de su filosofía, no una contribución a la historia de los judíos’.
Por su parte, y a diferencia de los judíos, el mundo cristiano mantuvo, después de un cierto intervalo, el interés por la historia. Momigliano nos señala una doble razón para explicarnos esto: por un lado, el hecho de que el «pensamiento apocalíptico» tuviera una mayor presión sobre los cristianos que sobre los judíos hizo que tuvieran los primeros un particular y sin duda muy singularmente determinado interés por el escrutinio de los acontecimientos del mundo, por los sucesos mundanos (un escrutinio del que se derivaría en efecto una interés por la investigación, es decir, por la historia). Por otro lado –y aquí se nos ofrece un nudo histórico decisivo–, la conversión de Constantino y la concomitante adopción del cristianismo por el Imperio Romano tuvo como consecuencia la reconciliación de la mayoría de los líderes cristianos con el Imperio y, subrayemos esto, dio un lugar muy preciso y especial a la Iglesia en, otra vez, los asuntos mundanos. Cuando la historiografía cristiana comenzaba en serio su andadura en los siglos tercero y cuarto después de Cristo, la judía en hebreo era ya algo del remoto pasado: ‘y no ha habido ningún historiador judío en griego influyente después de Flavio Josefo’ (p. 28).
La transformación que tiene lugar y de la que aquí Momigliano, en su primera conferencia, nos ofrece un bosquejo inicial como punto de arranque, es entonces una transformación que, más que a la muerte, a lo que se asemeja es una puesta de sol después de la cual da inicio la migración histórica hacia nuevos horizontes políticos; lo que en apariencia muere, en realidad se sedimenta para luego florecer bajo nuevas formas de implantación política de la conciencia filosófica:
«El nacimiento, el florecimiento y la muerte constituyen el círculo férreo en que se halla confinado todo lo humano y que debe ser recorrido. No habría, entonces, nada extraño en el hecho de que la filosofía griega, después de haber alcanzado la más elevada floración con Aristóteles, se hubiera marchitado inmediatamente. Pero la muerte de los héroes semeja a la puesta del sol y no al estallido de una rana que se ha inflado. Y, además, el nacimiento, el florecimiento y la muerte son representaciones muy generales, muy vagas, en que todo se puede hacer entrar, pero donde nada es aprehendido. La muerte está ella misma preformada en lo viviente; sería necesario, entonces, tanto como la forma de la vida, captar esta otra, según su estructura, mediante un carácter específico.
En definitiva, si arrojamos una mirada sobre la historia, ¿resultan el epicureísmo, el estoicismo y el escepticismo fenómenos particulares? ¿No son ellos el arquetipo del espíritu romano, la forma en que Grecia emigra a Roma? ¿No poseen una esencia tan característica, intensa y eterna que el mundo moderno mismo ha debido concederles la plenitud del derecho de ciudadanía espiritual?» (Carlos Marx, Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro).
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En las siguientes entregas analizaremos el resto de las conferencias del profesor Arnaldo Momigliano, en donde, sobre el fondo inicial aquí dibujado, despliega los recorridos de la historiografía clásica según los siguientes encabezados temáticos: la tradición herodotea y la tradición tucididea (segunda conferencia); el surgimiento de la investigación anticuaria (tercera conferencia); Fabio Píctor y los orígenes de la Historia Nacional (cuarta conferencia); Tácito y la tradición tacitista (quinta conferencia); y los orígenes de la historiografía eclesiástica (sexta conferencia).