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El Catoblepas, número 124, junio 2012
  El Catoblepasnúmero 124 • junio 2012 • página 7
La Buhardilla

Cura moral, libertad y política:
Michel Foucault como pre-texto

Fernando Rodríguez Genovés

Si aceptamos que el individuo no puede ocuparse bien del otro sin preocuparse como es debido de sí mismo, entonces estamos admitiendo, de manera implícita o explícita, que la ética precede a la política. Michel Foucault, ciertamente, no se expresa en estos términos, pero a la luz de sus últimos escritos, podría situársele no lejos de esta idea

Michel Foucault

I
Individualidad, verdad y poder

Se ha discutido en extenso durante años –y todo indica que la disputa no está agotada– acerca de la evolución interna experimentada por la obra del filósofo francés Michel Foucault; en particular, con vistas a dilucidar hasta qué punto encontramos en ella una continuidad o una ruptura. Un asunto éste más que clásico, antiquísimo, del que apenas nadie ni nada se escapa, y casi diríamos que consuetudinario en los gremios filosófico y científico, en donde han llegado a despuntar escuelas especializadas en hacer doctrina y sentar cátedra en defensa una y otra interpretación. Dejando al margen posicionamientos disciplinados de este género, nos interesa ahora centrar la atención en los momentos de la obra foucaultiana más próximos a la relación entre la cura moral, la libertad y la política.

Tales momentos los hallamos en sus últimos trabajos, en especial, los compuestos a partir de la Historia de la sexualidad (tomos I y II, 1976; tomo III, 1984). Por otra parte, el mismo Foucault en una célebre entrevista concedida en 1984{1}, reconoció de modo bastante explícito el cambio de creencias ―o del énfasis dado a sus creencias― sobre el objeto principal de la ética, así como el lugar que ocupa en el conjunto de sus trabajos.

El triángulo conceptual individualidad-verdad-poder ha marcado en todo momento la agenda de trabajo del pensador francés. La novedosa reconsideración del sentido de la libertad que aparece en los últimos textos es, no obstante, muy perceptible, aunque algunos comentaristas prefieran hablar, a este respecto, de «desplazamiento»:

«desplazamiento, por el que frente a la anterior prevalencia de la idea de un sujeto todo él colonizado por resortes de poder, se otorga ahora una mayor autonomía a esos sujetos inscritos en las redes de los poderes y se realza la categoría de libertad como lo más propiamente definitorio del sujeto.» (pág. 63)

En cualquier caso, dicha reconsideración –o «desplazamiento»– del asunto sentenciaría una firme apuesta por la relevancia ética de la noción de libertad en detrimento a la empleada previamente, más comprometida con el ámbito político, así como más condicionada a la situación política: liberación. Tanto en asuntos relativos con el área socioeconómica (Karl Marx) como con el espacio psicológico (Wilhem Reich), Foucault se muestra ahora poco dispuesto a someterse a los dictados deterministas. Concebir la historia de la humanidad y la psique humana a modo de registro de intereses, conductas y deseos humanos reprimidos por estructuras externas de dominación, y que basta con que «estos cerrojos represivos» sean liberados para que el hombre se reencuentre con sí mismo, son creencias, según reconoce, aparcadas (pag. 258).

Interesa, entonces, dilucidar las prácticas de la libertad y el problema ético que ello soporta, por ejemplo: ¿cómo practicar la libertad? La libertad, sin duda, conlleva alguna forma de liberación, pero no tanto porque ésta rescate al hombre de una fuerza coactiva extrínseca, lo cual concedería a la libertad un significado de emancipación social, política y económica. «Liberación» significa, en la nueva perspectiva del filósofo francés, dejar atrás los condicionamientos que el propio individuo se ha impuesto a sí mismo, como resultado de un inadecuado establecimiento de prioridades de conducta aplicado tanto para consigo mismo cuanto para con los demás. En consecuencia, si queremos definir el ámbito estricto de la práctica de la libertad, es preciso distinguir entre relaciones de poder y estado de dominación.

Mientras las relaciones de poder se ejercen entre individuos ― más perceptibles cuanto más próximos estén entre sí–, los estados de dominación se dan entre individuos y grupos. Según determinadas políticas de la subjetivad –o «del reconocimiento» (Charles Taylor)–, la liberación de estructuras sociales e institucionales, es decir, colectivas, conlleva liberaciones, radicales transformaciones de orden individual, y hasta personal. El «segundo» Foucault está dispuesto a aceptar que dichas mutaciones pueden contemplarse, mas no al precio de promover nuevas sujeciones, acaso más perniciosas para la libertad personal que las sustituidas (o a sustituir). De manera patente, el filósofo francés inclina la balanza de la libertad hacia el platillo de la ética, aunque no por ello renuncie a la dimensión política del tema:

«La libertad es la condición ontológica de la ética. Pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad.» (pág. 258.)

Marco Aurelio

II
Cuidado de sí mismo y áskęsis

Que la ética realiza su misión en el horizonte de la libertad y en el cuidado de sí es una evidencia constatable entre los antiguos griegos, la cual avanza poderosa a lo largo del tiempo hasta culminar en el estoicismo tardío –particularmente, con Epicteto y Marco Aurelio–, precisamente, en el momento en que fenece el mundo antiguo.

«Los estoicos inventaron la idea de que la libertad es el reconocimiento de la necesidad, y tildaron de absurdos a aquellos que clamaban contra el mundo tal y como era. Muchas nociones modernas de libertad son exactamente lo contrario: para el existencialista, el absurdo consistía en el reconocimiento de que el mundo no estaba determinado, que podía ser de otra manera.» (pág. 258.)

Desde ese instante, el principio superior del cuidado de sí, nuclear en este periodo, pierde peso e influencia, llegando a convertirse con el transcurrir del tiempo en un propósito incierto y aun sospechoso, por cuanto en la Modernidad toma cuerpo la creencia de que el egoísmo ―el amor propio y el autointerés que aquél alberga― sólo pueden realizarse al precio de sacrificar el interés y servicio al Otro. El cambio de orientación y la severa transvalorización de los valores –por decirlo en acepción nietzscheana–, que referimos comienza a realizarse a medida que avanza el establecimiento del cristianismo como doctrina dominante en Occidente.

El cuidado de sí mismo supone la constitución y perfeccionamiento del yo por medio de una especie de «práctica ascética» –que no mística– en el hombre. El ascetismo comporta el desarrollo de la autodisciplina y la instrucción personal –un llegar a ser lo que uno es, según proclama la voz arcana del oráculo–, pero no, necesariamente, la renuncia a uno mismo, a la vida y a las inclinaciones naturales del ser humano. En ocasiones, el cuidado de sí exige desertar de otras ocupaciones, quedando de este modo vacante para sí mismo (sibi vacare). Lo relevante en este aspecto es que los deberes públicos o para con los demás no socaven la atención debida a uno mismo, ni atenten bruscamente contra la propia integridad: «si alguna cosa te detiene, expúlsala o córtala»{2} (Séneca).

Desde los primeros diálogos de Platón hasta los escritos de Séneca y Marco Aurelio, no pierde fuerza la persuasión de que la vida es una preparación constante, que no acaba más que con la muerte; lo cual no supone que en todos los casos esto sea entendido como una preparación para la muerte. Tal ejercicio, en cualquier caso, nunca deba pretenderse al precio de sacrificar la propia existencia ni la libertad que la dignifica y ennoblece; que la hace humanamente posible. La reflexión teórica sobre el suicidio en los estoicos es una intensa prueba, una resolución práctica, de lo que decimos; en el caso de Séneca, la confirmación definitiva y concluyente de ello. Repárese en la siguiente meditación de Marco Aurelio: «Pues, ¿quién te impide ser hombre de bien y recto? Tú toma sólo la decisión de no seguir viviendo, si no logras ser un hombre así, pues la razón no te coaccionará a vivir, si no reúnes estas cualidades»{3} (Meditaciones, X, 32).

Con el cristianismo, la áskęsis se torna ideal ascético, preparación para la muerte renunciando a uno mismo y sometiéndose a una voluntad superior: «La autoafirmación griega es sustituida por la abnegación cristiana.»{4} Mientras el ascetismo, entendido como acto de renunciación, presupone en el cristianismo una restricción rigurosa del deseo, el placer y la búsqueda de la felicidad personal –desde ese instante, la felicidad ya precisa de la adjetivación–, para los antiguos, adoptaba la forma de una prueba de autocontrol, más que de un rosario de prohibiciones, puesto que ni el deseo ni el placer ni el anhelo de felicidad son condenables, siempre y cuando no se aparten del camino de la contención, la virtud y la razón.

El cristianismo censura la prioridad del amor hacia uno mismo frente a los demás. Reprueba que el amor sea personal e individual, y no ilimitado e indefinido. El cuidado de sí mismo, variante expresiva del «amor propio», exige ahora de una cura de la cura, por así decirlo, de una penitencia, que se concreta en el sometimiento del amor, o deseo, a una instancia externa: Dios y/o el Otro.

Este severo correctivo a los presupuestos básicos de la ética antigua recorre la teología medieval, instalándose con fuerza en la ética moderna.

«Según estas críticas, esta obsesión por la felicidad incapacitaría radicalmente al pensamiento griego para comprender lo que constituye propiamente la especificidad de las razones morales, la naturaleza de la obligación y la integración del punto de vista del otro.»{5}

Foucault se ocupó principalmente de este asunto en The Technologies of the self (1983) y en Le souci de soi (1984); este segundo texto, incluido en la Histoire de la sexualité. En el capítulo II de Le souci de soi, «El cultivo de sí», expone el filósofo francés dos ideas especialmente relevantes para nuestro asunto. En primer lugar, el cuidado de sí mismo comporta una distinción y jerarquización de la conducta entre los intereses personales y para con los demás. Y, en segundo lugar, esta distinción y jerarquización no supone una negación de la práctica social ni de la política. Entre el ámbito del yo y del otro existe un orden de preferencia, pero sobre todo de precedencia. Si llegamos a la convicción de que uno no puede ocuparse bien de los otros sin preocuparse como es debido de sí mismo, entonces admitimos que la ética precede a la política.

Foucault, ciertamente, no lo expresa en estos términos, pero a la luz de los postulados y la derivación de las exposiciones conocidas, parece no situarse lejos de esta idea. Hay momentos en su obra en que esta percepción es manifiesta. Al exponer las características de la «problematización de la actividad política», que permiten que la iniciación a la política se realice en el individuo con las máximas garantías personales, escribe Foucault:

«Se trataba de elaborar una ética que permitiese constituirse a uno mismo como sujeto moral en relación con esas actividades sociales, cívicas y políticas, en las diferentes formas que podían tomar y cualquiera que fuese la distancia a que se mantuviese uno de ellas.»{6}

El cuidado de sí (epimeleia heautou) y el esfuerzo por mantener la comunicación y el interés con el otro no se excluyen entre sí. Según anota Foucault, el término epimeleia no designa solamente el sentido de la preocupación personal, sino también el conjunto de las ocupaciones del individuo, en la medida en que designa tanto las actividades del amo de la casa, las tareas del príncipe que atienden la existencia de sus súbditos, las atenciones al enfermo o al herido, cuanto los deberes consagrados a los dioses y a los muertos (pág. 49). Ambas tareas son igualmente necesarias y relevantes, análogamente trabajosas: «Ocuparse de uno mismo no es una sinecura.» (pág. 51.)

Michel Foucault

III
«Problematización de la actividad política»

Las ocupaciones del hombre precisan de tiempo y ordenamiento, para que una no constriña a la otra ni la anule, sino para ser complementadas. También exigen disciplina y capacidad de renunciación – a diferencia de la mera renuncia– de todo aquello que juzgamos secundario o superfluo. No se trata en rigor de dimitir de uno mismo para embutirse entre la muchedumbre y lo impersonal, lo cual supondría una cesión de la libertad; ni de desertar de la ciudad y sus circunstancias, lo que revelaría una claudicación ante la posibilidad de extender uno su propia vida entre los otros humanos, o sea, su humanidad. Se trata de proponerse una «problematización de la actividad política».

En ocasiones, se ha amplificado, cuando no mitificado, la propensión de los antiguos a la vita activa, como queriendo sugerir de esta forma que en ellos la participación ciudadana supone poco más que una inclinación natural (una «segunda naturaleza»), una determinación de la que no pueden sustraerse.

Afirma Hannah Arendt, por ejemplo, que en los antiguos, ambas categorías ― vita activa y participación ciudadana― son idénticas, lo cual representa, por lo demás, una diferencia notoria con la perspectiva moderna del asunto, que tiende a separarlas por completo.{7}

«Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar, y positivamente como un espacio sólo establecible [sic] por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros, que son mis iguales, no hay libertad.» (págs. 69-70.)

Según hemos visto, para el último Foucault, la noción y, sobre todo, la práctica de la libertad, se comprenden mejor vinculadas con el examen de las relaciones de poder que con los estados de dominación. Pero, es que además la clase de vinculación del individuo con la comunidad no es incondicional ni regida por criterios igualitaristas –muy extraños, por cierto, para los antiguos; explícitamente objetados por los estoicos–. Esta actitud de prevención hacia la política, por no hablar de franco recelo, no es característica, sin embargo, de una era histórica, y puede encontrarse tanto entre los antiguos cuanto en los modernos. Ahora bien, la «problematización de la actividad política» alcanza un sentido expreso en el ciclo helenístico y el periodo imperial romano. Sin renunciar en todos los casos a la política, los filósofos en esta época sí se toman en serio el establecimiento de un espacio personal de deliberación y decisión que asegure bajo qué condiciones y plazos se somete el individuo a la disciplina externa que soportan los cargos públicos o la simple participación ciudadana.

El núcleo del problema aquí planteado no puede quedar resumido en una simplista alternativa entre participar en política o abstenerse. Lo principal es prevenirse y componerse antes de comprometerse y religarse. Lo primordial, en suma, es el disponer de un plan de mentalización y precaución; el cual, básicamente, consiste en lo siguiente, según Foucault:

«definir el principio de una relación con uno mismo que permita fijar las formas y las condiciones en las que una acción política, una participación en los cargos de poder, el ejercicio de una función serán posibles o imposibles, aceptables o necesarias.»{8}

El ciclo helenístico de la filosofía consuma una transformación notable en la manera de concebir el valor de la polis. Crece la desconfianza en el marco comunitario de la ciudad, lo cual no significa un neto rechazo a la noción misma de comunidad. O al menos no sucede esto por igual en todas las corrientes de pensamiento. Mientras unos filósofos proponen despedirse de la ciudad y la política para consagrarse a la ataraxia y la amistad, fundando comunidades de base (como hacen los epicúreos) y otros tienden a recluirse en pequeñas parcelas o islas de libertad (como hace Diógenes el cínico al fijar su residencia en un tonel en la afueras de la villa), la escuela estoica se mantiene, por su parte, dentro de un sentido político de la filosofía.

Tanto en las reflexiones teóricas de sus miembros como en sus actuaciones personales, la preocupación y el cuidado de uno mismo se hace compatible con la ocupación en los asuntos públicos y en el cuidado de la ciudad. Esto no significa que los filósofos estoicos preconicen salvar –o «curar»– la polis, pero de ninguna manera huir de ella.

Notas

{1} Michel Foucault, «La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad», en Carlos Gómez (ed.), Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX. Alianza, Madrid, 2002.

{2} Séneca, Cartas morales a Lucilio. Introducción de Eduardo Sierra Valentí. Traducción y notas de Jaime Bofill y Ferro, Planeta, Barcelona, 1985, pág. 38.

{3} Marco Aurelio (1994), Meditaciones. Introducción de Carlos García Gual. Traducción y notas de Ramón Bach Pellicer, Gredos, Madrid, 1994, pág. 188.

{4} David Heyd, Supererogation. It’s Status in Ethical Theory. Cambridge, 1982, p. 37; citado por Bodei, 1995: 41.

{5} Monique Canto-Sperber, La inquietud moral y la vida humana. Paidós, Barcelona, 2002, pág, 106.

{6} Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines. Introducción de Miguel Morey y traducción de Mercedes Allendesalazar, Paidós / I.C.E.-U.A.B., Barcelona, 1996, pág. 92.

{7} Hannah Arendt, ¿Qué es la política? Traducción de Rosa Sala Carbó, Paidós I.C.E./U.A.B., Barcelona, 1997 [1956-59], pág. 62.

{8} Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines, op. cit., pág. 84.

 

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